EL GOBIERNO DE GIRAL: DESBORDAMIENTOS REVOLUCIONARIOS.



En la parte de España donde el golpe de julio de 1936 fracasó se produjo un colapso parcial de las instituciones del estado, debilitando la capacidad operativa del gobierno y las fuerzas democrático-reformistas y abriendo la vía al despliegue de un heterogéneo proceso revolucionario de alcance desigual. El acosado gobierno de Casares Quiroga que naufragó el 18 de julio había sufrido la defección de buena parte de sus jefes y oficiales, viéndose obligado a disolver los restos del ejército y quedando su defensa nominal en manos de una multiplicidad de milicias sindicales y partidistas improvisadas y a duras penas dirigidas por los escasos mandos militares que se mantuvieron leales y previa depuración de mandos hostiles o sospechosos: no menos de veintiún generales fueron fusilados en la zona republicana durante el transcurso de la guerra, según los datos de Salas Larrazábal. El hecho de que la República retuviera en su poder casi dos tercios de la minúscula fuerza aérea y algo más de la anticuada flota de guerra no mermaba esa desventaja crucial.

El ejecutivo presidido desde el 19 de julio por el farmacéutico José Giral, leal colaborador de Azaña, tuvo que enfrentarse al doble desafío de una rebelión militar triunfante en la mitad de España y al estallido de la revolución en el interior de su propia retaguardia. Y ello en un contexto internacional muy adverso en el que sus demandas de ayuda exterior tropezaron con las vacilaciones de Francia, con la hostilidad encubierta de Gran Bretaña y, finalmente, con el embargo de armas y municiones de la política europea de no intervención.

El gabinete estaba compuesto por políticos republicanos tan aterrados por la situación como sus dos jefes superiores. Aparte de los generales que asumían las carteras de Guerra (Castelló y luego Hernández Sarabia) y Gobernación (Pozas), incluía a miembros de Izquierda Republicana (Augusto Barcia en Estado, Enrique Ramos en Hacienda, Francisco Barnés en Instrucción, Mariano Ruiz Funes en Agricultura, Antonio Velao en Obras Públicas), de ERC (Joan Lluhí en Trabajo) y de Unión Republicana (Bernardo Giner de los Ríos en Transportes). Su gestión estuvo lastrada por sus propias deficiencias (escaso apoyo social y parlamentario), por el colapso de las instituciones estatales (apenas tenía poder real efectivo en la capital) y por la falta de asistencia de otras fuerzas políticas y sindicales (el socialismo ugetista, en especial) nominalmente integradas en el Frente Popular. El jefe del ejecutivo confesaría a Azaña sus tribulaciones con amargo pesar:

Giral recuerda la situación en que se halló, minada no solamente por el barullo y la indisciplina visibles, sino por el despego sordo y la hostilidad mal encubierta de algunas organizaciones cuyo concurso había derecho a esperar, como la UGT […]. Giral conserva la carta en que Largo Caballero desaprobaba las disposiciones del Gobierno encaminadas a reconstituir un ejército, que sería ‘el ejército de la contrarrevolución’. No admitía más que milicias populares.

En efecto, la compleja tarea de reconstruir un aparato militar jerarquizado y disciplinado, sometido al control de un embrión de estado mayor profesional, resultó dificultada por las tradiciones antiestatistas y antimilitaristas imperantes en la CNT y la UGT. Los militantes armados de ambas organizaciones (más los libertarios que los largo-caballeristas) se vanagloriaban de ser “milicianos del pueblo” y se negaban a convertirse en “soldados encuartelados y con uniforme”. Por eso, en frentes tranquilos al principio como el de Aragón, dominado por milicias confederales catalanas, se dieron espectáculos insólitos según Michael Alpert: “Los hombres regresaban a Barcelona los fines de semana”; “discutían las órdenes”; “se negaban a entregar material a Milicias de diferentes opiniones políticas o a fortificar las posiciones”.

En el caso de Cataluña, las milicias de la CNT-FAI pudieron llegar a sumar al principio del verano unos 13.000 hombres en varias columnas que operaban por su cuenta: la columna “Durruti” (mandada por el líder homónimo) en el frente de Fraga, la columna “Los Aguiluchos” (mandada por García Oliver) en la zona de Huesca, etcétera. Los otros grupos consiguieron movilizar muchos menos efectivos: la columna “Lenin” del POUM pudo sumar tres mil hombres (entre ellos el escritor George Orwell, que reflejaría su experiencia en Homenaje a Cataluña); las columnas de UGT llegaron a contar con dos mil hombres. En el frente de Madrid, donde dominaban las milicias socialistas y ugetistas (como la columna del capitán Sabio que operaba en Guadarrama), la unidad miliciana más relevante fue el “Quinto Regimiento” del PCE, que serviría de escuela a mandos futuros (como Enrique Líster o Juan Modesto) y llegaría a movilizar veinte mil hombres hasta su disolución. En todo caso, el problema generado por aquella multiplicidad de milicias autónomas sería recordado por Azaña:

Reducir aquellas masas a la disciplina, hacerlas entrar en una organización militar del Estado, con mandos dependientes del gobierno, para sostener la guerra conforme a los planes de un Estado Mayor, ha constituido el problema capital de la República.

La conformación de esas milicias populares como casi únicas fuerzas de combate reales fue una de las manifestaciones más evidentes del proceso revolucionario desatado en la retaguardia de la España republicana. Pero no fue el único porque la ola revolucionaria también se expresó en otras tres facetas dañinas para la autoridad estatal.

En primer lugar, la revolución provocó el surgimiento de múltiples comités y consejos autónomos, organismos de nueva planta formados por sindicatos y partidos de izquierda, que asumieron las funciones de dirección político-administrativa en su respectivo ámbito territorial, a veces con escasa o nula relación con el gobierno o sus representantes. Ese fue el caso del Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña, constituido en Barcelona el 21 de julio bajo la hegemonía de la CNT y la dirección de Durruti, García Oliver y Abad de Santillán que, si bien no eliminó al gobierno de la Generalitat de Companys, redujo su papel al mínimo formal para no provocar una guerra intestina entre anarquistas y restantes fuerzas políticas. Fue también el caso del Consejo de Aragón creado por las milicias confederales y presidido por Joaquín Ascaso para gestionar la revolución en la parte oriental aragonesa ocupada. Idénticas funciones tuvieron otros órganos similares cuya composición política estuvo algo más equilibrada entre socialistas, comunistas, anarquistas y republicanos: el Comité Ejecutivo Popular de Levante creado en Valencia; el Consejo de Asturias y León establecido en Gijón; la Junta de Defensa de Vizcaya formada en Bilbao (hegemonizada por el PNV liderado por José Antonio Aguirre y Manuel de Irujo), etcétera.

Fue una atomización del poder público tan intensa que un atribulado Azaña no dudaría en calificar como un “desastre” la situación. Un juicio realista confirmado ante las Cortes por quien sería pocos meses después jefe de gobierno de la República, el médico socialista Juan Negrín:

Desarticulado el Estado, sin elementos de control sobre la vida pública, aquí ha sucedido lo que todos sabemos: la gente estaba atemorizada; no había una justicia, sino que cada cual se creía capacitado a tomarse la justicia por su mano. […] El Gobierno no podía hacer absolutamente nada porque ni nuestras fronteras, ni nuestros puertos estaban en manos del Gobierno; estaban en manos de particulares, de entidades, de organismos locales o provinciales o comarcales; pero, desde luego, el Gobierno no podía hacer sentir allí su autoridad.

En segundo orden, la revolución generó una ola de expropiaciones y colectivizaciones que alteró por completo la economía de la España republicana. Fue resultado de algo más que exigencias de control de guerra y tuvo su mayor desarrollo en zonas de predominio anarquista (como Cataluña), en tanto que fue más reducido en el País Vasco (donde el PNV, de filiación demócrata-cristiana, se alineó con la República por su promesa de concesión de la autonomía, cumplida en octubre de 1936). El impulso básico que alentaba ese proceso había sido alimentado por el diario cenetista barcelonés Solidaridad Obrera en múltiples denuncias antiburguesas:

La sociedad actual es una sociedad organizada de atracadores. Desde el pequeño comerciante, pasando por el pequeño industrial, hasta llegar a los más potentes consorcios capitalistas, no hacen otra cosa que especular, que en palabras concretas quiere decir robar. […] Cada tienda, cada almacén, cada industria es una cueva de latrocinio.

Las medidas económicas revolucionarias tomaron la forma de colectivizaciones agrarias impuestas por las milicias sindicales (confederales en Aragón y Cataluña, socialistas largo-caballeristas en Castilla-La Mancha o Murcia) que fueron legalizadas a la fuerza por las autoridades republicanas: hasta agosto de 1938 se había expropiado un mínimo de 5,45 millones de hectáreas (casi el 40% de la superficie útil) y el 54% de esa tierra expropiada había sido colectivizada. Según cálculos de Julián Casanova, probablemente 150.000 campesinos entraron a formar parte de esas colectividades cuyo mayor desarrollo se produjo en Castilla-La Mancha (452), Valencia (353) y Aragón (306).

No menos trascendencia tendrían las colectivizaciones urbanas (en Barcelona, desde los tranvías hasta los cines) y la generalizada imposición del “control obrero” (tutela sindical cenetista o ugetista) en las operaciones de las industrias, comercios y servicios de casi toda la retaguardia republicana. Según Burnett Bolloten, en torno a 18.000 empresas industriales y comerciales registradas en zona republicana había sido expropiadas por los sindicatos o el estado en los primeros meses de la guerra: tres mil en Barcelona y otras dos mil quinientas en Madrid.

Finalmente, para completar el cuadro de signos que delataba la quiebra básica de las funciones del estado, surgió otro fenómeno inequívocamente revolucionario: la represión incontrolada del enemigo de clase, fueran militares, sacerdotes, patronos burgueses o intelectuales derechistas (como el dramaturgo Pedro Muñoz Seca, asesinado en Paracuellos del Jarama, y el ensayista Ramiro de Maeztu, asesinado en una cárcel de Madrid). Fue la “vergüenza de la República” para muchas de sus autoridades y un auténtico parámetro de la incapacidad gubernativa para imponerse a los acontecimientos durante los primeros meses del conflicto. El saldo final de esa represión primero inorgánica (mediante “paseos” a cargo de patrullas milicianas) y luego encauzada (a través de tribunales populares y ejecución de sentencias firmes) llegaría a totalizar la cifra ya mencionada de cerca de 55.000 víctimas (de ellas, no menos de 6.832 religiosos y 2.670 militares). Y se concentraría principalmente en la capital madrileña, Andalucía y Cataluña.

Desde luego, el “paseo” no fue mera “práctica de justicia expeditiva” sancionada por un pueblo libre (palabras de García Oliver), sino obra criminal apadrinada por organizaciones sindicales y políticas revolucionarias, con la complicidad forzada o voluntaria de agentes de la autoridad. Solidaridad Obrera llamaba ya el 24 de julio a tomar todo tipo de represalias contra los sublevados y sus simpatizantes de manera expresa: “¡Ojo por ojo, diente por diente!”. Y el 15 de agosto, haciéndose eco de lo que era una vesania criminal extendida, el diario pedía en primera plana: “Los obispos y cardenales han de ser fusilados”. Cinco días antes, el diario comunista Mundo Obrero también reclamaba en Madrid medidas enérgicas contra lo que pronto llamaría “la quinta columna” (el enemigo interno): “La consigna es: exterminio”. Y una semana más tarde, en carta privada a su mujer, el periodista Luis Araquistáin, “cerebro gris” de Largo Caballero, vaticinaba: “Todavía pasará algún tiempo en barrer de todo el país a los sediciosos. La limpia va a ser tremenda. Lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio”.

Lo peor de esa furia mortal revolucionaria llegaría entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre de 1936, con la batalla de Madrid en pleno apogeo. Ante la orden de evacuación de presos hacia Valencia dictada por el gobierno republicano, dos organizaciones que formaban parte de la recién formada Junta de Defensa de Madrid (la Juventud Socialista Unificada, dirigida por Santiago Carrillo, y la Federación Local de CNT, liderada por Amor Nuño; ambos de veinte años) acordaron en secreto segregar del conjunto a un grupo de 2.400 prisioneros considerados “fascistas y peligrosos” para llevarlos a parajes apartados de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz, donde sufrirán una suerte así registrada en el acta levantada y localizada por Jorge Martínez Reverte: “Ejecución inmediata. Cubriendo la responsabilidad”.

Contra esa voluntad de quienes tenían las armas y carecían de escrúpulos políticos o morales, de poco sirvieron en los primeros meses los llamamientos a la contención y al respeto a civiles inocentes. Quizá uno de los más tempranos fuera hecho por Prieto desde las páginas de El Socialista ya en agosto de 1936:

No imitéis esa conducta, os lo ruego, os lo suplico. Ante la crueldad ajena, la piedad vuestra; ante la sevicia ajena, vuestra clemencia; ante los excesos del enemigo, vuestra benevolencia generosa. […] ¡No los imitéis! ¡No los imitéis! Superadlos en vuestra conducta moral.

Francisco Partaloa, fiscal del Tribunal Supremo de Madrid, tuvo ocasión de apreciar la represión en las dos zonas y de comprobar la actitud de las autoridades respectivas. Se vio obligado a abandonar la capital por su enfrentamiento con milicianos comunistas que dirigían una checa partidista y se exilió en París con la aprobación del ministro de Justicia. De allí se pasó a la zona franquista y fue encarcelado en Sevilla durante algún tiempo hasta ser liberado por intercesión de Queipo de Llano, su amigo de tiempo atrás. Afincado en Córdoba observó la justicia nacionalista en acción y la “máscara de legalidad” de los consejos de guerra militares:

Que quede bien claro: tuve la oportunidad de ser testigo de la represión en ambas zonas. En la nacionalista, era planificada, metódica, fría. Como no se fiaban de la gente, las autoridades imponían su voluntad por medio del terror. Para ello, cometieron atrocidades. En la zona del Frente Popular también se cometieron atrocidades. En eso ambas zonas se parecían, pero la diferencia reside en que en la zona republicana los crímenes los perpetró una gente apasionada, no las autoridades. Éstas siempre trataron de impedirlos. La ayuda que me prestaron para que escapara no es más que un caso entre muchos. No fue así en la zona nacionalista.

Los efectos del doble proceso de colapso del estado e implosión revolucionaria fueron bien apreciados por los contemporáneos, con pavor o con emoción, según fueran sus sensibilidades. El sociólogo austríaco Franz Borkenau, que visitó la España republicana apenas iniciada la guerra, dejó un retrato nítido de ese proceso en Barcelona, capital de la anarquía mundial durante el corto verano de 1936. Su descripción refleja las cuatro dimensiones revolucionarias apuntadas con precisión:

La primera impresión: trabajadores armados con su fusil al hombro, vestidos con trajes de paisano. […] La cantidad de expropiaciones llevadas a cabo en los pocos días transcurridos desde el 19 de julio es casi increíble. Los mayores hoteles, con sólo una o dos excepciones, han sido todos expropiados por organizaciones obreras […]. Prácticamente todos los propietarios industriales, según se nos dijo, habían o bien huido o sido asesinados y sus fábricas habían sido tomadas por los trabajadores. […] Todas las iglesias habían sido quemadas con excepción de la catedral y sus inapreciables tesoros artísticos, salvada gracias a la intervención de la Generalitat. […] Lo que en realidad sucedió, según parece, es que hubo sacerdotes asesinados, no porque disgustasen a alguien en particular, sino por el hecho de ser sacerdotes; los propietarios industriales, principalmente en los centros textiles de los alrededores de Barcelona, fueron asesinados por sus trabajadores en caso de haber sido incapaces de escapar a tiempo. […] La única autoridad son los sindicatos y en Barcelona la CNT es, de lejos, la más fuerte de las organizaciones obreras.

 EL DILEMA LETAL: HACER LA REVOLUCIÓN O HACER LA GUERRA

La dinámica sociopolítica en la República durante toda la guerra estuvo determinada por la respuesta de cada partido político y organización sindical ante ese multiforme proceso revolucionario, cuya existencia fue la raíz de la falta de unidad de acción que lastró su defensa militar y su fortaleza institucional. En esencia, el dilema consistía en decidir si la revolución permitía hacer la guerra y tratar de ganarla o, por el contrario, si era un lastre para ambas cosas y había que revocarla para no ser derrotados.

El anarcosindicalismo y el ugetismo largo-caballerista defendían los cambios revolucionarios como garantía del apoyo obrero al esfuerzo de guerra y se negaban a disolver las milicias en un nuevo ejército regular y a otras medidas de recomposición del estado: la disolución de juntas y comités en favor de organismos gubernamentales delegados; la restitución de competencias de orden público a las fuerzas de seguridad; la centralización de funciones directivas económicas en manos de los ministerios; la imposición de una disciplina laboral que permitiera recuperar los desplomados niveles productivos y asumiera la prohibición de huelgas en las fábricas de interés militar o en servicios de transporte de mercancías vitales, etcétera. Como le había recordado Giral a Azaña, la izquierda socialista vetaba toda medida gubernativa tendente a reconstituir el ejército con prédicas incendiarias como la que su diario Claridad anunciaba a finales de agosto de 1936: “Pensar en otro tipo de ejército que sustituya a las actuales milicias para de algún modo controlar su acción revolucionaria es pensar de manera contrarrevolucionaria”. La retórica de la prensa libertaria de la CNT no era menos tajante:

Los millares de combatientes proletarios que se baten en los frentes de batalla no luchan por la ‘República democrática’. No combatimos, entiéndase bien, por la República democrática, combatimos por el triunfo de la Revolución proletaria. La revolución y la guerra hoy, en España, son inseparables. Todo lo que se haga en otro sentido es contrarrevolución reformista.

En el mismo frente revolucionario se alineaba el pequeño pero activo POUM, de orientación filo-trotskista e implantación en la Cataluña urbana. Como ya hemos visto, a principios de septiembre de 1936 su líder, Andreu Nin (exfuncionario de la Internacional Comunista que había regresado en 1930 después de residir diez años en la Unión Soviética) denunciaba la tentativa de restaurar “la República de Azaña” con vigor: “Contra el fascismo sólo hay un medio eficaz de lucha: la revolución proletaria”.

Sin embargo, la debilidad de esa revolución socialista o libertaria estribaba en tres obstáculos igualmente insalvables. Por un lado, la propia fragmentación y mutuo recelo de las fuerzas sociopolíticas revolucionarias, que oscilaban entre la adopción práctica de medidas radicales de perfil colectivista y las dudas sobre la oportunidad (y posibilidad) de lanzarse a la conquista del poder político de manera abierta, implantando “la dictadura del proletariado” o la “dictadura anarquista” vagamente perfiladas en su prensa. Por otro, el decisivo contexto internacional hostil a un proceso revolucionario local que no solo era una fiesta popular antimilitarista, sino que afrontaba una guerra total contra un enemigo bien armado y poderoso, nutrido por dos potencias militares como Alemania e Italia y no mal visto por el resto del mundo capitalista. Finalmente, el hecho de que su continuidad destruía la expectativa de una alianza eficaz entre las clases obreras y la fracción reformista de las pequeñas y medianas burguesías enfrentadas a la reacción militar en curso por su propia tradición liberal y progresista.

Por esas razones, desde principios de la contienda, fue fraguándose un pacto tácito entre el republicanismo burgués articulado por el gobierno de Giral, el socialismo de Prieto y el comunismo ortodoxo representado por el PCE, para reconstruir el poder estatal, centralizar la dirección de la actividad económica y deshacer la revolución en la medida en que su pervivencia dificultaba la defensa armada contra el enemigo. Con amargura, Azaña recordaría la situación creada en los primeros meses:

El primer objetivo de una revolución es apoderarse del Gobierno. Aquí, por diversos motivos, no han sabido, no han podido o no han querido hacerlo. Por su parte, los Gobiernos no han aceptado ni prohijado la revolución. Todo ha quedado en desbarajuste, indisciplina, despilfarro de energías. Los Gobiernos lo han soportado mientras no podían revolverse contra ellos.

El adverso curso militar de la contienda en el verano y otoño de 1936 propiciaría un cambio de actitud de las fuerzas sindicales revolucionarias y su mayor disposición a hacer los “sacrificios” exigidos por la guerra. Así lo demandaba cada vez con más audiencia pública el ejecutivo de Giral, con ayuda del PSOE liderado por Prieto y de líderes comunistas como José Díaz, secretario general del PCE, y Dolores Ibárruri, La Pasionaria, diputada famosa por su elocuencia. No en vano, en apenas dos meses de combates en los frentes, las milicias habían demostrado su patente inutilidad para librar una guerra de envergadura: no habían detenido la progresión del ejército de África por los campos andaluces y extremeños poblados de miles de fervorosos militantes y tampoco habían logrado reconquistar la ansiada “capital confederal” (Zaragoza). Un miliciano anarquista del frente aragonés consignó amargamente: “No podíamos seguir luchando así. Hacía falta más organización”. Y algo similar expresó Cipriano Mera, jefe miliciano cenetista, al coronel Vicente Rojo durante la batalla de Madrid: “Póngame unos galones, una estrella: quiero mandar como mandan los militares; mandar y que me obedezcan, así, a rajatabla”. La desesperación de los líderes anarquistas por ese desplome de sus ilusiones fue intensa pero formativa, como reconocerían en el informe al Movimiento Libertario Internacional que explicaba sus cesiones:

Nuestras milicias, sin prácticas de tiro, sin ejercicios militares, desordenadas, que celebraban plenos y asambleas antes de hacer las operaciones, que discutían todas las órdenes y que muchas veces se negaban a cumplirlas, no podían hacer frente al formidable aparato militar que facilitaban a los rebeldes Alemania e Italia. Durruti fue el primero que comprendió esto y el primero que dijo: Hay que organizar un ejército. La guerra la hacen los soldados, no los anarquistas.

Si la marcha de la guerra miliciana había dejado un poso de frustración enorme a los tres meses de su inicio, también la experiencia de gestión de una economía de guerra socavaba las certezas de los líderes revolucionarios y sus militantes. Sencillamente porque librar la guerra total exigía poner en marcha medidas reclamadas por las fuerzas reformistas republicanas para tener una mínima posibilidad de resistencia: aumentar las horas de trabajo para incrementar la productividad industrial; reducir los salarios para rebajar los costes dadas las condiciones de escasez de materias; proscribir las huelgas y acortar los descansos en interés de la continuidad de la producción bélica a ritmos intensos, etcétera. Esa forzada conversión del sindicalismo revolucionario en sindicalismo de gestión de una política económica de guerra se apreció hasta en los nuevos lemas de intensificación del esfuerzo laboral: “El hecho de no trabajar o gandulear en la etapa del capitalismo estaba justificado, pero ahora que la empresa es nuestra, tenemos que poner el cuello: el que no trabaja es un fascista”.

En esencia, la “fiesta popular revolucionaria” de las primeras semanas (con sus descansos laborales, aumentos salariales y laxa productividad) se topó de pronto con las demandas de una guerra y esta impuso una lógica estrictamente militar. Frente a ella, el sindicalismo de protesta quedó inservible por inútil y contraproducente. Así lo entendió un simpatizante anarquista que en febrero de 1937 juzgaba el resultado de un semestre de revolución y colectivización en Cataluña:

La inmensa mayoría de los trabajadores ha pecado con exceso: se ha apoderado de ellos la indisciplina; en el trabajo, la producción ha bajado de manera alarmante y ha llegado en muchos casos a la caída vertical; el alejamiento del campo de batalla ha hecho que para ellos la guerra no haya sido vivida con la intensidad necesaria, rota la disciplina anterior, nacida de la coacción patronal, y sin una conciencia de clase que les autoimpusiese otra disciplina en bien de la colectividad, han caído en el infantilismo de creer que todo está ganado ya.

Efectivamente, según cálculos de Sánchez Asiaín, la producción industrial en territorio republicano casi se redujo a la mitad tras el inicio de la contienda: en octubre de 1936 era el 55% del índice obtenido en enero de 1936 (ya muy reducido por la crisis imperante). Paralelamente, la producción agraria en la misma zona se contrajo en niveles cercanos a la mitad de la de tiempos pre-bélicos. Mientras tanto, los precios se disparaban en una inflación galopante: aumentaron un 49,8% en el segundo semestre de 1936. El resultado era un creciente aumento del coste de la vida (en Barcelona pasó de un índice 100 en junio de 1936 a 372 en febrero de 1938) y las consecuentes dificultades para asegurar el abastecimiento de productos alimenticios básicos (pan, patata, leche y carne) y para sostener el funcionamiento de servicios urbanos e industriales (por falta de materias primas, combustibles y repuestos). Así pues, la evolución económica en zona republicana tuvo características catastróficas en comparación con la de la zona franquista.

A principios de septiembre de 1936, la situación militar era extremadamente grave para la República: el día 3, Franco había tomado Talavera de la Reina después de aplastar la caótica resistencia miliciana, abriendo las puertas al avance incontenible sobre Madrid, en tanto que Mola se aprestaba para ocupar Irún y la frontera francesa, aislando territorialmente la franja republicana norteña. Además, el aislamiento internacional de la República se había consumado con la adhesión de todos los países europeos al Acuerdo de No Intervención y el comienzo de las deliberaciones de su comité de supervisión en Londres por esas fechas. Julián Zugazagoitia recordaría aquellos momentos con angustia: “Todo iba a la deriva. […] El enemigo progresaba por el Centro sin encontrar resistencia”.

En esas circunstancias, Giral presentó la dimisión y forzó a la izquierda socialista a asumir sus responsabilidades como fuerza dominante ante la expectativa de una derrota inminente. Habida cuenta de que el movimiento sindical era la mayor fuerza política y miliciana, todos los líderes republicanos habían llegado a la conclusión de que solo Largo Caballero podría encabezar un gobierno de coalición, la única opción para no perder la guerra en cuestión de semanas. Se abría así la hora política del sindicalismo socialista, después de mes y medio de inestable equilibrio entre un gobierno de partidos impotente y unas organizaciones sindicales ajenas al gobierno pero hegemónicas en retaguardia.


Дата добавления: 2019-09-02; просмотров: 195; Мы поможем в написании вашей работы!

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