EL BIENIO REFORMISTA DE 1931-1933



Entre abril de 1931 y octubre de 1933, ejerció el poder político una coalición de republicanos y socialistas que emprendió su tarea reformista bajo la dirección de un gobierno provisional presidido por Alcalá-Zamora (líder de la Derecha Liberal Republicana) y compuesto por los más destacados dirigentes de todos los partidos coaligados: el conservador Miguel Maura (cofundador de la DLR e hijo del antiguo líder carismático del conservadurismo dinástico) en la cartera de Gobernación; los radicales Alejandro Lerroux (al frente del ministerio de Estado, encargado de los Asuntos Exteriores) y Martínez Barrio (en Comunicaciones); el radical-socialista Marcelino Domingo (en Instrucción Pública); el republicano de izquierdas Manuel Azaña (ministerio de Guerra); el catalanista Luis Nicolau d’Olwer (ministerio de Economía); y tres socialistas en las carteras de Hacienda (Prieto), Trabajo (Largo Caballero) y Justicia (Fernando de los Ríos).

Era un gobierno de coalición amplio y heterogéneo cuyos integrantes apenas gozaban de experiencia de gestión en ayuntamientos. Y comenzó a gobernar con decisión y acaso a veces con precipitación para hacer frente a sus muchos desafíos: 1°) En la cuestión catalana, atajando la creación unilateral de una república catalana por ERC y convenciendo a Macià de que presidiera una Generalitat concebida como gobierno interino hasta la concesión de un Estatuto de Autonomía; 2°) En el plano social, con medidas de protección obrera y jornalera dictadas por Largo Caballero y planes de reforma agraria para el sur latifundista, ambas muy inquietantes para los grandes propietarios rurales; 3°) En el ámbito educativo, con la secularización de las escuelas y la aprobación de un vasto programa de construcciones escolares; 4°) En el orden militar, con una reforma del ejército para reducir las dimensiones del cuerpo de jefes y oficiales mediante jubilaciones con pagas íntegras y reorganización de divisiones administrativas; y 5°) En el campo religioso, frenando con dificultad un trágico brote anticlerical en mayo con el asalto a varios conventos e iglesias en algunas ciudades españolas y tras expulsar del país al cardenal Segura, primado de la iglesia, por sus proclamas filo-monárquicas.

En todo caso, a tono con su proclamada voluntad de democratización, el gobierno convocó elecciones generales a Cortes constituyentes por sufragio universal masculino (con mayoría de edad a los 23 años) y con un complejo sistema electoral básicamente mayoritario y de listas provinciales (para acabar con el caciquismo del distrito uninominal).

La coalición republicano-socialista volvió a presentarse a las elecciones celebradas a finales de junio de 1931, aunque la desaparición de la cuestión monárquica había minado su coherencia interna y dejado aflorar crecientes desacuerdos (sobre Cataluña, la reforma agraria o la legislación laboral). Pese a ello, revalidó su triunfo con una amplia participación popular (el 71% del censo acudió a votar: 4,4 millones de hombres de los 6,1 convocados) y ante la práctica desorganización de sus adversarios de las derechas católicas y monárquicas, todavía desconcertados por el fracaso de abril. El nuevo congreso de 470 diputados reflejaba un nuevo sistema político pluralista extremo, con 19 partidos o grupos representados en la cámara. De todos ellos, según los análisis de Julio Gil Pecharromán, el PSOE era la minoría mayoritaria (115 diputados), seguido de los republicanos radicales de Lerroux (94), de los radical-socialistas (59), de la ERC (31), del partido azañista (28), y a mucha distancia del principal grupo opositor derechista (los “agrarios” y la Acción Nacional, con 26, liderados por el jurista católico salmantino José María Gil Robles) y de la unión de carlistas y nacionalistas vascos (15 diputados).

A pesar del éxito electoral, la gestión del nuevo gobierno, otra vez presidido por Alcalá-Zamora y similar en composición al anterior, pronto dejó ver que los partidos coaligados tenían proyectos diferentes. Solo la necesidad de promover un nuevo texto constitucional impuso cierta unidad de acción en unas Cortes fragmentadas y con muchos grupos donde la disciplina partidista era escasa. De hecho, el detonante de sus primeras crisis serían las diferencias internas evidenciadas en la elaboración de la Constitución, que se prolongó durante tres largos meses abarcando todo tipo de asuntos (vertebración territorial, papel del ejército y la iglesia, legislación civil y laboral, posibilidad de expropiación por causa de utilidad pública, voto femenino, etcétera). Las demandas socialistas para consagrar el principio de socialización forzosa de la propiedad de interés público fueron rechazadas por los radicales de Lerroux, que limitaban la acción expropiadora del estado y garantizaban la compensación justa de la misma. También las cláusulas relativas a la relación entre iglesia y estado (los artículos 26 y 27, que no solo confirmaban la abolición del culto oficial, sino que prohibían a las órdenes religiosas el ejercicio de la enseñanza) fueron motivo de controversia interna en el gobierno y en su mayoría parlamentaria. De hecho, la aprobación de esos artículos a mediados de octubre de 1931 conllevó la dimisión de Alcalá-Zamora de su cargo presidencial y el abandono de su partido de la coalición.

Esa dimisión forzó un reajuste gubernamental que se saldó con la elevación de Azaña a la presidencia en virtud de sus dotes oratorias y de manera sorpresiva (dado el pequeño grupo parlamentario que lideraba). Pero la crisis gubernamental siguió acentuándose por la resistencia de los radicales de Lerroux a las propuestas socialistas de plasmación en el texto constitucional de sus avanzadas medidas sociales. En todo caso, el 9 de diciembre de 1931 las Cortes aprobaron la Constitución por gran mayoría (368 votos a favor de los 470 diputados) y con la oposición del grupo de Gil Robles. Era un texto extenso, inspirado en la constitución de la república de Weimar de Alemania y que, según autores diversos, otorgaba rango constitucional a preceptos que hubieran requerido mayor flexibilidad legislativa. Y ello por una razón apuntada por Gil Pecharromán:

Su minuciosidad revelaba el afán de sus redactores por hacer de ella un auténtico código para la reforma social y política de España y por no dejar huecos a través de los que la derecha pudiera en un futuro desvirtuar el espíritu progresista que la informaba.

Aprobado el marco constitucional sin referéndum popular, el gobierno de Azaña intentó compensar el golpe de la dimisión de Alcalá-Zamora con su elección como primer presidente de la República. A mediados de diciembre de 1931, las Cortes confirmaron la propuesta por mayoría absoluta (410 votos) y Alcalá-Zamora pasó a ejercer un cargo con amplios poderes moderadores que se presentaba como garantía contra los posibles excesos radicales del poder ejecutivo. Pero con esa última medida la gran coalición republicano-socialista de abril de 1931 dejó de existir.

En efecto, tras la elección presidencial, Azaña formó nuevo gobierno ya sin presencia de los ministros radicales de Lerroux y apoyándose solo en los republicanos azañistas (Santiago Casares Quiroga, en Gobernación, o José Giral, en Marina), los radical-socialistas (Domingo en Agricultura y Albornoz en Justicia) y los tres ministros socialistas que optaban por seguir en la coalición: Largo Caballero en Trabajo, Prieto en Obras Públicas y De los Ríos en Instrucción Pública. Era sin duda un gobierno más homogéneo que el anterior, pero con menos apoyos en las Cortes y en la sociedad. Además, empezaba a actuar en un momento especialmente crítico, como apunta Mercedes Cabrera:

Porque la proclamación de la República se produjo cuando ya se habían anunciado los primeros síntomas de una crisis económica, acompañada de la paralización de actividades y el incremento del paro forzoso, que en parte fue consecuencia de la gran depresión mundial, pero que en gran medida obedeció a causas internas.

En todo caso, apenas consciente de la intensidad de la crisis en ciernes, bajo la inspiración de Azaña, el gabinete republicano-socialista intentó poner en marcha un amplio programa de reformas que tenía dos campos de aplicación fundamentales: por un lado, una reforma profunda del aparato del estado en sentido democrático; y por otro, una reforma intensa de la estructura social española en sentido progresista.

Para la reforma del estado, el gobierno emprendió una triple tarea repleta de escollos: 1°) Conseguir la secularización mediante la tajante separación de la iglesia respecto del estado, especialmente en el campo educativo, que quedaba proscrito para las órdenes religiosas y fue objeto de atención preferente: hasta 1934 se construyeron más de diez mil escuelas de un programa de construcción de 27.000 para acoger a los alumnos procedentes de centros religiosos; 2°) Consolidar la primacía del poder civil sobre el militar mediante una reforma del ejército que eliminara la tentación militarista y la tradición pretoriana, lo que supuso una reducción de efectivos en la oficialidad y cambios de destino favorables a los mandos republicanos, unas gestiones que concitaron mucha animadversión contra Azaña como responsable último de las medidas; y 3°) Modificar la estructura centralista y uniformizadora del estado gracias a la posibilidad constitucional de establecer un estatuto de autonomía para Cataluña (aprobado en septiembre de 1932) y otras “regiones históricas” que lo solicitaran y justificaran mediante plebiscito municipal.

Para la reforma de la sociedad, el gabinete aprobó una serie de medidas jurídicas y laborales muy avanzadas para la época. Por ejemplo, las leyes de protección laboral obrera, de salario mínimo y de jornada de trabajo máxima; la concesión del voto electoral a las mujeres; la secularización de cementerios; la aprobación de la ley de divorcio y la implantación de la coeducación de sexos en todos los niveles educativos. El gran proyecto de esta faceta del programa, sin embargo, habría de ser la Ley para la Reforma Agraria en el sur latifundista, aprobada en septiembre de 1932, que preveía la expropiación forzosa de tierras para el asentamiento en ellas de campesinos jornaleros previa indemnización del propietario terrateniente.

Como era previsible, ese ambicioso proyecto para la modernización democrática del estado y de la sociedad española originó fortísimas resistencias. Y ello tanto por la derecha como por la izquierda, en una especie de tenaza virtual que acabaría a la postre con la capacidad de acción gubernativa.

Por parte de las derechas, desarticuladas tras la dictadura, la resistencia a la gestión del gabinete se conformó en torno a dos ejes programáticos: la defensa de la catolicidad agredida por un gobierno laico y la defensa de la unidad de la patria amenazada por las previsiones autonómicas. Pero esta resistencia adoptó dos vías estratégicas distintas y hasta enfrentadas en ocasiones.

Por un lado, las derechas monárquicas, tanto alfonsinas como carlistas, optaron desde el principio por una estrategia de oposición directa que confiaba en la posibilidad de utilizar el ejército como instrumento para la destrucción de la República. Sus organizaciones fueron el grupo alfonsino de Renovación Española, dirigido por José Calvo Sotelo, exministro de Hacienda de la dictadura; y la Comunión Tradicionalista, la renacida organización carlista liderada por Manuel Fal Conde, en la que persistía el movimiento reaccionario decimonónico cuyo lema seguía siendo “Dios, Patria y Rey”. A estos dos grupos se les sumó desde octubre de 1933 Falange Española, un pequeño partido de inspiración fascista y mussoliniana liderado por el hijo del fallecido dictador, el joven abogado José Antonio Primo de Rivera. El gran momento y fracaso de esta derecha “catastrofista” llegaría el 10 de agosto de 1932, cuando el general Sanjurjo (exdirector general de la Guardia Civil) intentó un abortado pronunciamiento militar para evitar que las Cortes aprobaran el estatuto de autonomía para Cataluña y la Ley de Reforma Agraria.

Por otro lado, las derechas católicas se estructuraron en la Confederación Española de Derechas Autonómas, creada bajo la inspiración de la jerarquía episcopal. La CEDA era un moderno partido de masas que no pretendía ya la vuelta del rey, se declaraba “accidentalista” respecto a la forma de estado y circunscribía su actuación a la defensa posibilista dentro de la legalidad de tres principios claves: el mantenimiento de la unidad nacional, el respeto a la propiedad privada, y la salvaguardia de los derechos de la religión católica. Para lograr esos fines y conseguir la reforma de la Constitución, la CEDA, bajo la hábil dirección de José María Gil Robles, renunció al uso de la fuerza y concentró sus energías en la lucha parlamentaria para ganar las elecciones y llevar a cabo su programa desde el poder.

Tanto más importante que la oposición de las derechas fue la oposición que encontró el gabinete de Azaña por parte de la izquierda obrera y sindical. La hostilidad del PCE era poco importante porque su militancia no suponía gran problema (apenas diez mil afiliados) y su implantación entre la clase obrera y jornalera agraria era insignificante, aparte de algunos puntos en Vizcaya, Asturias y Sevilla. Sin embargo, la CNT había resurgido tras la dictadura como una organización de masas (con más de medio millón de afiliados en 1931), bien implantada de nuevo en Andalucía y Cataluña, y en la que la dirección había caído en manos de anarquistas de la FAI (como Buenaventura Durruti, Juan García Oliver o Federica Montseny) en detrimento de los anarcosindicalistas más moderados (como Juan Peiró o Ángel Pestaña).

Considerando que el cambio de forma de estado en nada afectaba a la lucha social por la transformación revolucionaria (la República era “tan burguesa” y represiva como la monarquía), la CNT desplegó una estrategia insurreccional contra el gobierno que fue jalonando de huelgas generales todo el bienio, con su secuela de detenidos y muertos en choques entre sindicalistas y fuerzas de orden público. El punto culminante de esa estrategia fue la huelga general revolucionaria convocada en enero de 1933 bajo la convicción de que “el fascismo no viene, ya está en el poder”. La represión de esa nueva tentativa de “gimnasia revolucionaria” ocasionó varios muertos en la villa gaditana de Casas Viejas y provocó un grave deterioro del prestigio del gobierno de Azaña en el seno de la clase obrera.

Sometido al fuego cruzado de la militancia cenetista y de la resistencia conservadora, a finales de 1933 la capacidad del gabinete para proseguir las reformas estaba seriamente dañada. Sobre todo porque a la altura de ese periodo los efectos de la crisis internacional hostigaban a la frágil economía española y lastraban las posibilidades presupuestarias para financiar los proyectos reformistas. Como ha señalado Pablo Martín Aceña, para España “la década de 1930 fue un desastre” que frenó de manera brusca el proceso económico expansivo iniciado a finales del siglo XIX: entre 1929 y 1935 el PIB descendió casi un 10%, mientras la inversión caía en torno al 35%, las exportaciones retrocedían en una cuarta parte y el saldo del presupuesto público pasaba de balances positivos a déficits acumulados.

Esas dificultades gubernativas para superar los efectos disolventes de la gran depresión provocaban la frustración de sus propias bases sociales, particularmente en las filas del movimiento socialista. Así lo percibían a principios de 1932 los diplomáticos británicos destinados en España, que explicaban a su gobierno las dificultades afrontadas por el gabinete de Azaña:

Es cierto que la situación económica y financiera del país, debido no sólo a conflictos internos sino también a la crisis mundial, ha creado un gran paro y extrema pobreza en las ciudades y los campos. El descontento generado hace que la gestión administrativa sea más difícil de lo que hubiera sido el caso en otra circunstancia. Además, este proceso socava el inicial entusiasmo pro-republicano, especialmente entre los trabajadores, a quienes los agitadores constantemente les dicen que la revolución republicana ha sido secuestrada por burgueses egoístas y que es necesario hacer otra nueva. […] Muchos obreros y campesinos en muchas partes del país apenas tienen algo que llevarse a la boca para comer. De ahí muchos problemas.

En efecto, la principal consecuencia de la crisis económica fue provocar un crecimiento espectacular del número de obreros en paro: en 1933 su cifra alcanzaba los 619.000, de los cuales el 60% pertenecía al sector agrario, eje de la problemática social española. Y ese paro generó la intensa conflictividad sociolaboral que registraron los años 1931-1933, cuando se pasó de contar de manera oficial 734 huelgas y 284.208 huelguistas al principio a registrar 1.127 huelgas y 908.634 huelguistas al final. Una escalada de conflictos que tuvo su secuela de muertos y heridos en choques con la Guardia Civil (en el campo) y la Guardia de Asalto (en las ciudades) y que acabaría con la alegría popular de abril de 1931 fomentando una creciente radicalización de las masas obreras para beneficio de las opciones revolucionarias frente a las reformistas.

En esa situación de desgaste brutal, tras varios errores del ejecutivo de Azaña, el golpe definitivo a su estabilidad lo dio la eficaz oposición parlamentaria ejercida por el Partido Radical. Lerroux estaba decidido a convertirse en el eje de un republicanismo conservador que estabilizara el régimen, aplacara la hostilidad católica y restaurase la confianza patronal en la gestión económica. Ante la imposibilidad de formar un gobierno sólido con aquellas Cortes fragmentadas, Alcalá-Zamora optó por convocar nuevas elecciones generales.


Дата добавления: 2019-09-02; просмотров: 186; Мы поможем в написании вашей работы!

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