LOS GOBIERNOS DE LARGO CABALLERO: LA INESTABLE UNIDAD ANTIFASCISTA



Alentado por su consejero de confianza, Araquistáin, y sin consultar siquiera con la dirección del PSOE, el líder ugetista aceptó el reto a sus sesenta y siete años. El 4 de septiembre de 1936 se anunció la formación de un gobierno de coalición de todas las organizaciones del Frente Popular en el que, además de la presidencia, Largo Caballero ocupaba la cartera de Guerra. Contaba con otros cinco socialistas: dos del ala radical, Ángel Galarza en Gobernación y Álvarez del Vayo en Estado; y tres del ala moderada, Prieto en Marina y Aire, Juan Negrín en Hacienda y Anastasio de Gracia en Industria. El resto de ministros pertenecían a partidos que habían estado ya en el anterior gabinete: Izquierda Republicana (Ruiz Funes en Justicia, Giral como ministro sin cartera), Unión Republicana (Giner de los Ríos en Comunicaciones) y ERC (Josep Tomàs en Trabajo). La gran novedad del ejecutivo era la incorporación del PCE con dos ministros, Jesús Hernández en Instrucción Pública y Vicente Uribe en Agricultura, una medida dictada por la Internacional Comunista en aplicación de su estrategia de reforzamiento de frentes populares interclasistas para favorecer la política soviética de seguridad colectiva.

Según Largo Caballero, se trataba de un gobierno de Frente Popular que “no tenía matiz político alguno” más allá de un genérico antifascismo que trataba de ocultar las diferencias entre reformistas y revolucionarios porque ambos estaban amenazados por la reacción militar y solo con una tregua podrían evitar su inminente destrucción. Como la situación seguía siendo de gravedad extrema, el líder sindicalista prosiguió sus esfuerzos para sumar a la coalición las restantes fuerzas político-sociales de importancia en la República. Y tuvo dos éxitos notorios.

A finales de septiembre de 1936 se sumó al gobierno un representante del PNV (Manuel Irujo como ministro sin cartera) a cambio de la urgente aprobación por las Cortes republicanas del estatuto de autonomía del País Vasco el 1 de octubre. Como consecuencia, en Euskadi se formó un gobierno autónomo de coalición presidido por José Antonio Aguirre y donde los nacionalistas vascos dominaban las carteras de Defensa, Gobernación, Hacienda y Justicia.

El segundo éxito no fue menos impactante y se produjo en vísperas del inicio del asalto frontal franquista sobre la capital y del traslado del gobierno a Valencia como medida de precaución. El 4 de noviembre, Largo Caballero remodelaba su ejecutivo con la entrada de cuatro ministros anarquistas de la CNT y la FAI: Juan García Oliver al frente de Justicia; Federica Montseny, la primera mujer ministra española, en Sanidad; Juan Peiró, exdirector de Solidaridad Obrera, a cargo de Industria; y Juan López, líder del sindicato de la construcción, en Comercio. La insólita participación libertaria en el gobierno (en la medida en que era una renuncia a los principios antipolíticos clásicos) no fue rechazada por las bases cenetistas por razones bien expuestas por Peiró al señalar que la marcha de la guerra “[impedía] todo movimiento contra el Estado, a menos de contraer la más enorme deuda de las responsabilidades ante el mundo y ante nosotros mismos”. En público, la Solidaridad Obrera daba cuenta de la noticia con más optimismo:

El Gobierno […] ha dejado de ser una fuerza de opresión contra la clase trabajadora, así como el Estado no representa ya al organismo que separa a la sociedad en clases. Y ambos dejarán aún más de oprimir a los pueblos con la intervención en ellos de elementos de la CNT.

El ejecutivo presidido por Largo Caballero, exponente de la heterogeneidad del Frente Popular incluso en sus dimensiones (dieciocho ministros), tendría corta vida: apenas siete meses. Y estaría sometido a fuertes tensiones internas porque la voluntad anarquista de “defender las conquistas revolucionarias” casaba mal con la voluntad republicana y prietista de “restaurar las competencias del Estado democrático”, tampoco coincidía con la voluntad largo-caballerista de conciliar “avances revolucionarios” y “reconstrucción estatal”, y estaba lejos de la voluntad comunista de “construir una República democrática y parlamentaria de nuevo tipo” bajo su hegemonía. Azaña anotaría esas contradicciones con fina ironía: “De nada sirve que el Presidente de la República hable de democracia y liberalismo, si al propio tiempo las películas que nuestra propaganda hace exhibir en los cines, acaban siempre con los retratos de Lenin y de Stalin”.

En todo caso, a pesar de sus tensiones, la coalición presidida por Largo Caballero fue capaz de resistir el asalto franquista sobre Madrid y puso en marcha penosamente la reconstrucción de la autoridad estatal. De hecho, su gestión estuvo guiada por una línea directriz: restaurar los instrumentos de acción gubernativa en todos los ámbitos de gestión interior y exterior para no perder la guerra total declarada por un enemigo superior en todos los frentes.

Como parte de esa política de resistencia antifascista, el gobierno había procedido a militarizar las milicias a principios de octubre de 1936 sin graves resistencias. Empezaba así a construir sobre sus bases el nuevo Ejército Popular de la República, restableciendo las jerarquías militares y la disciplina en las filas (y creando también la institución de los comisarios políticos como garantes de la lealtad de los mandos). Contando con el asesoramiento del general Asensio Torrado, Largo Caballero creó un Estado Mayor Central que trató de planificar la defensa republicana (diseñó un ilusorio “Plan P” para ocupar Extremadura) y asumiendo la práctica autonomía operativa de las tropas del aislado frente norteño y del área catalano-aragonesa. También encomendó la defensa de la capital, tras su traslado a Valencia, a una junta encabezada por el general Miaja, que tenía como principal asesor estratégico al coronel Vicente Rojo. Y, contra todo pronóstico, esas medidas de militarización y planificación, junto con la oportuna llegada de los primeros contingentes de las Brigadas Internacionales alentadas por la Comintern, permitieron a la República conseguir su primer éxito militar defensivo: a finales de noviembre de 1936 Franco tuvo que suspender el asalto frontal a Madrid por agotamiento ante la capacidad de resistencia mostrada por las tropas enemigas.

Entre las medidas tomadas por el ejecutivo para restablecer su autoridad y posibilitar la defensa estaban las disposiciones reponiendo en sus funciones a autoridades municipales y provinciales (en sustitución de las juntas y consejos surgidos en julio). Firmó también órdenes tendentes a la reorganización de las actividades económicas para evitar la bancarrota (limitando colectivizaciones e imponiendo una supervisión estatal de sus actividades, así como controlando la circulación monetaria y el régimen de exportaciones). Y no menos importante fue la reactivación de la actividad diplomática de la República, denunciando en todo el mundo el efecto dañino de una política de no intervención que vetaba el acceso del gobierno legítimo a los mercados de armamento exteriores pero no conseguía frenar los suministros ítalo-germanos a los rebeldes. En este plano, el mayor triunfo del gabinete frentepopulista consistió en lograr el apoyo abierto de la Unión Soviética a su causa: a principios de octubre de 1936 por decisión expresa de Stalin empezaron a llegar a la España republicana las primeras remesas de armas soviéticas, junto con los asesores militares correspondientes, que posibilitaron la defensa de Madrid y el abastecimiento del ejército republicano.

Asegurado ese apoyo diplomático y militar de la URSS (muy superior en importancia al prestado desde el principio por el México de Lázaro Cárdenas), el gobierno republicano también optó por movilizar las reservas de oro del Banco de España para convertirlas en divisas con las que sufragar las compras de material bélico y los suministros alimenticios y petrolíferos demandados por la guerra. Como han demostrado las investigaciones de Ángel Viñas y Pablo Martín Aceña, las ventas de oro al Banco de Francia para recaudar fondos destinados a pagar gastos de guerra habían sido iniciadas ya por el ejecutivo de Giral y serían continuadas por Largo Caballero con Negrín al frente de la operación como ministro de Hacienda: entre el 25 de julio de 1936 y finales de enero de 1937, la República vendió al Banco de Francia 194 toneladas de oro bruto (algo más de una cuarta parte de sus reservas totales: 704 toneladas), recibiendo a cambio 196 millones de dólares (equivalentes al 40% de los ingresos totales del estado en 1935). El único problema generado por esa operación legal (por eso los tribunales franceses desestimaron las demandas franquistas para detenerla) consistía en que la política no intervencionista del gobierno francés impedía consumir esos fondos en la compra de las inexcusables armas requeridas por la guerra.

Un vez que la URSS asumió la defensa de la causa republicana, el gobierno tomó una decisión crucial: el 6 de octubre de 1936 el consejo de ministros, a propuesta de Largo Caballero, refrendada por Azaña y ejecutada por Negrín, decidió remitir a Moscú tres cuartas partes de las reservas auríferas (510 toneladas). Desde entonces y hasta el verano de 1938, con cargo a su venta se pagaron al contado los suministros bélicos procedentes de ese país y del resto del mundo a través de la discreta red bancaria soviética (véanse pp. 33-34 y 229-230). Resultado de esa movilización de las reservas de oro y otros expedientes financieros (rentas del comercio exterior, venta de las reservas de plata, etcétera), las autoridades republicanas fueron capaces de generar un volumen de 744 millones de dólares. Ese sería el coste financiero de la guerra en el bando republicano, una cifra cercana al gasto del enemigo con el mismo fin pero obtenida mediante el recurso al crédito ítalo-germano (entre 697 y 710 millones de dólares).

La victoria defensiva lograda en Madrid en noviembre de 1936 se revalidó en los meses siguientes con el fracaso de las ofensivas franquistas para asaltar la capital por otros flancos: el norteño en enero de 1937 (batalla de la carretera de La Coruña), el sureño en febrero (batalla del Jarama) y el nororiental en marzo (batalla de Guadalajara). Sin embargo, esos triunfos no reforzaron la autoridad de Largo Caballero porque sus artífices y beneficiarios eran otros dos grupos progresivamente enajenados por el jefe del gobierno: 1°) Los mandos militares profesionales que lograron esas victorias al frente del Ejército Popular de la República (cuyos máximos representantes serían Miaja y Rojo, almas de la resistencia madrileña); y 2°) Los líderes de un Partido Comunista en franca expansión, que había apoyado la militarización y apostado por la defensa de Madrid a toda costa. Para los primeros, ya afrentados por lo que consideraban un abandono vergonzoso (el traslado del gobierno a Valencia), las posteriores decisiones militares de Largo Caballero fueron cuestionadas o abiertamente criticadas (el “Plan P” de Extremadura y la falta de reacción ante la caída de Málaga en febrero de 1937). Para los segundos, el previo idilio con el giro bolchevique del líder sindical se fue trocando en abierta diferencia de criterio político-militar y crecientes conflictos por competencia en el encuadramiento de masas populares.

En ese contexto incierto, a principios del año 1937 se recrudecieron las tensiones internas en el seno del gobierno y en la retaguardia republicana. La principal línea de ruptura acabó enfrentando a los dos grandes movimientos sindicales, el anarcosindicalismo y el socialismo largo-caballerista, con un PCE recién convertido en organización de masas. Avalado por su disciplina orgánica, el éxito de su política militar (su temprana demanda de ejército regular), una eficaz campaña de propaganda (vital para la movilización madrileña) y el prestigio derivado de su asociación con la URSS (única fuente de ayuda militar de la República), el movimiento comunista había experimentado un auge espectacular. Según datos de Fernando Hernández Sánchez, el PCE había pasado de 50.000 afiliados en vísperas de la guerra a casi 250.000 un año después (sin contar los afiliados a su organización catalana, el Partit Socialista Unificat de Catalunya, PSUC, y a las juventudes socialistas unificadas, JSU, que probablemente duplicarían esa cifra).

Ese crecimiento vertiginoso no solo permitió al PCE rivalizar con los sindicatos, sino que lo convirtió en un factor central del espectro político republicano. No en vano, el ascenso comunista contrastaba vivamente con la persistente división socialista entre prietistas y largo-caballeristas, con el desconcierto de los anarquistas renegados de sus principios antipolíticos y con el letargo de los fragmentados partidos republicanos desbordados por la oleada revolucionaria. Por si fuera poco, su acertada política militar y su preocupación por el mantenimiento de la pequeña propiedad le granjearon inicialmente la simpatía abierta de amplios sectores de las acosadas clases medias urbanas y rurales y de los militares profesionales.

El éxito del PCE transformó el escenario sociopolítico republicano porque su convergencia de intereses (no identidad de propósitos) con los grupos reformistas del prietismo, del republicanismo y de los militares profesionales supuso un creciente contrapeso al poder efectivo de los partidarios de preservar la revolución social (CNT-FAI y POUM) o de conciliar conquistas revolucionarias y reconstrucción estatal bajo dirección sindical (UGT). Ya antes de lograr la incorporación de los anarquistas a su gobierno, Largo Caballero había reprochado a la dirección comunista su proselitismo (la JSU había pasado de manos de la izquierda socialista a las del PCE) y su moderación filorreformista:

Estáis más cerca de Prieto que de mí, habéis hecho una maniobra con la izquierda socialista. Los comunistas estáis convirtiéndoos en un gran partido, crecéis a costa nuestra. Esto prueba que hacéis una política contraria a la nuestra.

Era la respuesta de Largo Caballero a las demandas comunistas de moderación y respeto a la democracia burguesa, que no dejaron de prodigarle desde el comienzo de la insurrección y hasta el envío (hecho sin precedentes) de una carta personal de Stalin al líder español en diciembre de 1936 en ese sentido. A finales de agosto, antes de la caída del gabinete Giral, la Comintern había dado al PCE las instrucciones correspondientes:

Nuestra delegación debe explicar a Largo Caballero, a los jefes de la CNT y de la FAI que es imposible realizar medidas de orden socialista, y menos de orden comunista […] si no se conduce hasta el fondo la revolución democrática y si no se aplasta la contrarrevolución fascista. Las medidas de orden socialista prematuras encogerán la base social de la revolución y conducirán a la derrota; ellas serán un pretexto para la intervención extranjera simultáneamente a la capitulación del gobierno francés.

La creciente hostilidad del jefe del gobierno hacia el PCE se agravó en los meses sucesivos, al igual que el antagonismo entre dicho partido y la CNT-FAI (que llevó a graves disputas con muertos en Cataluña). Aunque ninguna de esas tensiones alcanzó el grado de violencia generado por la oposición entre el PCE y el POUM. Desde diciembre de 1936, a la par que Stalin iniciaba en Moscú las grandes purgas político-militares de traidores y espías “trotskistas”, el PCE inició su campaña para “liquidar” al POUM como “agente del fascismo en el seno de la clase obrera”. Era la primera señal preocupante en la estrategia política formulada por la Comintern y ejecutada por el PCE durante los primeros meses de la guerra. Desde entonces, la política de defensa de la democracia parlamentaria y respeto a la economía capitalista se fue conjugando en la estrategia comunista con la lógica stalinista de destrucción implacable del enemigo político y de satelización subordinada de los aliados coyunturales.

Dentro de esa deriva, el propósito último del PCE, consagrado en marzo de 1937 por José Díaz, sería un objetivo político ya no conciliable con los intereses del resto de los grupos democrático-reformistas: la implantación de “una República democrática y parlamentaria de un nuevo tipo y de un profundo contenido social. […] No, la República democrática por la que nosotros luchamos es otra”. Por eso mismo, Dolores Ibárruri podría replicar a las denuncias anarquistas y largo-caballeristas con aplomo: “Hacemos la guerra, y hacemos también la revolución. Para consolidar ésta tenemos que ganar aquélla”. Esa prefiguración de lo que serían las “democracias populares” del este europeo después de 1945 exigiría “destruir las bases materiales sobre las que se asientan la reacción y el fascismo”, así como el control comunista de los instrumentos coactivos del estado (sus fuerzas militares y policiales).

En ese camino hacia la hegemonía política, el PCE se enfrentaría con éxito a sus desorientados adversarios revolucionarios, sin reparar en medios, incluyendo el apoyo logístico a las operaciones encubiertas de los servicios de seguridad soviéticos (la NKVD) contra enemigos políticos, cuyo mayor exponente sería el secuestro y asesinato de Andreu Nin en junio de 1937. Pero esa misma dinámica agresiva acabaría devolviendo a sus enemigos las fuerzas perdidas (esta vez bajo la bandera del anticomunismo) y también generaría un profundo recelo en el resto de las fuerzas republicanas, muy críticas con los métodos expeditivos utilizados por el PCE y reacias a tolerar su infiltración hegemónica en filas militares y policiales. Sin embargo, todos eran conscientes de que el concurso comunista resultaba indispensable para proseguir la guerra porque su fuerza numérica y disciplina orgánica así lo imponían, sin contar con el hecho de que la URSS fuera el mayor apoyo militar de una República asediada que luchaba por la supervivencia. El auge, estabilización y posterior retroceso que sufriría el PCE durante la guerra (en enero de 1938 sus filas se habían reducido a 180.000 militantes, por muertes en combate o abandonos) estaría enmarcado por el surgimiento de esa oposición a sus pretensiones hegemónicas que contradecían su compromiso democrático.

Tras el fracaso de la ofensiva de Guadalajara en marzo de 1937, Franco había dado un giro crucial a su estrategia bélica: abandonó la idea de tomar Madrid al asalto y decidió emprender una guerra de desgaste en el frente de Vizcaya, para eliminar la aislada bolsa enemiga y apoderarse de sus recursos materiales. Ese giro estratégico confirmó a los republicanos que estaban en presencia de una larga “guerra total” muy diferente a la fiesta popular revolucionaria de los primeros meses. De hecho, la necesidad de afrontar ese desafío contribuyó a acentuar las tensiones en el seno del gabinete y en la retaguardia republicana.

El punto de ruptura en el delicado equilibrio político republicano se produciría el 3 de mayo de 1937, con el estallido de los “sucesos de mayo” en Barcelona. El detonante fue la tentativa de las fuerzas de seguridad de la Generalitat por retomar el control del edificio de la Telefónica, en plena plaza de Cataluña, que estaba en manos de la CNT desde el inicio de la guerra y era considerado “una posición clave en la revolución”. No en vano, desde ella se controlaban las comunicaciones entre las autoridades civiles y militares y tanto Companys como Azaña (residente en Barcelona desde octubre de 1936) estaban a merced del visado cenetista para usar el teléfono.

La ocupación de la Telefónica se convirtió en el catalizador de una insurrección en la capital catalana de militantes anarquistas radicales, secundados por el POUM, que trataban de salvar los restos del poder revolucionario en una ciudad de retaguardia que todavía no había experimentado el azote enemigo. Un levantamiento en “una ciudad alejada del frente, símbolo de la revolución anarcosindicalista, que muchos creían proletaria” (Julián Casanova) y que había visto decaer su nivel de vida al compás de la prolongación de la guerra y ante la llegada de miles de refugiados huidos del avance enemigo. La situación se hizo tan peligrosa que Companys requirió la ayuda de Largo Caballero para sofocar la rebelión. El 4 de mayo, en una reunión tormentosa (con todos los ministros exigiendo a sus colegas anarquistas el final del “motín”), el gobierno decidió asumir el control del orden público y enviar fuerzas armadas a Barcelona para aplastar a los insurrectos. El 7 de mayo la lucha había terminado al precio de más de cuatrocientos muertos y mil heridos.

La crisis barcelonesa de mayo de 1937 se saldó, pues, con la derrota de los partidarios de la Revolución Social (proletaria o libertaria) en favor de quienes defendían una República Democrática (interclasista). También se saldó con un restablecimiento de la autoridad estatal en Cataluña ante el desprestigio de la Generalitat. Pero ese restablecimiento ya no sería obra del gobierno de Largo Caballero, que naufragó en la estela de la sublevación y a la vista del agotamiento del programa político de la izquierda socialista (abandonada incluso por la CNT-FAI). El diario cenetista Solidaridad Obrera declaraba el 18 de mayo de 1937: “Se ha constituido un gobierno contrarrevolucionario”.

 LOS GOBIERNOS DE NEGRÍN: RESISTIR ES VENCER

En efecto, como resultado de la crisis, Largo Caballero perdió la presidencia del gobierno al negarse a considerar las demandas del PCE para modificar su estrategia bélica y reprimir a los grupos revolucionarios (incluyendo la ilegalización del POUM), medidas avaladas por el resto de partidos republicanos y el socialismo prietista. Abiertas las consultas por Azaña, la crisis ministerial no se resolvió con la prevista asunción del cargo por parte de Prieto, como casi todo el mundo daba por descontado. Para sorpresa general, el nombramiento recayó en el doctor Juan Negrín, un prestigioso médico fisiólogo de origen canario que había estudiado muchos años en Alemania y que apenas lleva siete de militancia en el PSOE.

El 17 de mayo de 1937 se anunciaba la formación de un nuevo gabinete de hegemonía socialista, compuesto solo por partidos políticos. Negrín seguía manteniendo la cartera de Hacienda, además de la presidencia, y sus correligionarios Prieto y Zugazagoitia asumían, respectivamente, el nuevo ministerio de Defensa unificado y el de Gobernación. El PCE mantenía sus dos carteras ministeriales (Uribe en Agricultura y Jesús Hernández en Instrucción Pública), los republicanos ocupaban las de Estado (Giral) y Comunicaciones (Giner de los Ríos), y el PNV y ERC mantenían su presencia de la mano de Irujo (Justicia) y Jaume Ayguadé (Trabajo). La UGT y la CNT se negaron a formar parte de un gobierno frentepopulista dominado por los partidos y cuya composición Negrín consultó con la dirección del PSOE porque quería que integrara, “si era posible, las tendencias del Partido en derredor de una sola ilusión: ganar la guerra”. Lo consiguió a medias puesto que, si bien los besteiristas se sumaron al proyecto, la izquierda socialista se negó.

Resulta incontestable que Negrín tuvo a favor de su elección el gran cometido desempeñado en Hacienda y su creciente prestigio internacional, en un momento en que la suerte de la guerra dependía de la evolución del contexto mundial. También es evidente que Prieto decidió renunciar a presidir el gabinete para no exacerbar la oposición largo-caballerista y dejar abierta la vía a su reincorporación al ejecutivo, al margen de sus malas relaciones con otras fuerzas políticas. Así lo hizo ver a la dirección socialista al declinar el cargo y proponer el nombre de Negrín: “Yo no soy el hombre de las circunstancias. Me llevo mal con los comunistas, mis relaciones con la CNT tampoco son cordiales”.

Además, Negrín era el candidato deseado por los comunistas y la URSS con preferencia a Prieto y esa opinión pesaba cada vez más en la vida política republicana, porque la defensa militar dependía de los suministros bélicos soviéticos y porque el PCE había crecido mucho como resultado de ese apoyo. Sin embargo, la decisión última de entregar a Negrín el encargo de formar gobierno fue de Azaña, que dejó anotada en su diario la razón:

Me decidí a encargar del Gobierno a Negrín. El público esperaría que fuese Prieto. Pero estaba mejor Prieto al frente de los ministerios militares reunidos, para los que, fuera de él, no había candidato posible. Y en la presidencia, los altibajos del humor de Prieto, sus ‘repentes’, podían ser un inconveniente. Me parecía más útil […] aprovechar en la presidencia la tranquila energía de Negrín […]. Negrín, poco conocido, joven aún, es inteligente, cultivado, conoce y comprende los problemas, sabe ordenar y relacionar las cuestiones.

Una vez elevado a la jefatura del gobierno, la gestión enérgica de Negrín quedó asociada a lo que fue su principal lema de campaña: “Resistir es vencer”. Y cabe decir, como apuntaba Azaña, que capturó por algún tiempo los anhelos de la abatida retaguardia y reactivó las exiguas fuerzas del Ejército Popular. En esencia, el programa de gobierno de Negrín pretendía evitar la derrota cierta mediante la resolución de los tres grandes desafíos que la “guerra total” declarada por el enemigo planteaba a la República en el plano militar, en el ámbito económico-institucional y en orden político-ideológico. Era muy consciente de la gravedad de la situación y así lo reconocería en su comparecencia ante las Cortes:

La zona del país que nosotros ocupamos no produce lo suficiente para su propio abastecimiento, y tenemos, por lo tanto, que importar una cantidad considerable de alimentos. […] Tenemos, además, que adquirir abundantes materias primas, indispensables para la industria de guerra. Y tenemos también que adquirir material de guerra, aunque desgraciadamente no en la proporción que quisiéramos.

Como indicaba su lema, la resistencia propugnada por Negrín era una estrategia político-militar defensiva vertebrada sobre dos expectativas de horizonte alternativas. En el mejor de los casos, había que resistir el avance enemigo hasta que estallase en Europa el conflicto (estimado como inevitable) entre las democracias occidentales y el eje ítalo-germano, obligando a aquellas a asumir como propia la causa republicana y prestarle un apoyo hasta entonces negado. En el peor de los casos, si ese conflicto europeo no llegaba a estallar, había que resistir para conservar una posición de fuerza disuasoria que pudiera obligar al enemigo a conceder las mejores condiciones posibles en la negociación de la capitulación y la rendición.

En ambas contingencias hipotéticas (la salvación por ayuda exterior en un conflicto general o la búsqueda de condiciones de capitulación honorables), la estrategia de resistencia implicaba dos exigencias correlativas. En el plano exterior, exigía conservar intacto el vital apoyo militar y diplomático disponible: el que prestaba la URSS (“¿Si las armas no vienen de Rusia de dónde pueden venir”?, preguntaría a Azaña el diputado socialista Juan Simeón Vidarte en el verano de 1937). En el plano interno, imponía la colaboración con el reforzado PCE y su integración como uno de los pilares de la resistencia republicana, sobre todo teniendo en cuenta el contraste ofrecido por la división socialista, el desconcierto anarquista y las limitaciones de los partidos republicanos.

Habría de ser en este ámbito interno donde esa estrategia política acabaría naufragando, a pesar de que Negrín contó siempre con el concurso de su principal asesor militar: el general Vicente Rojo, nombrado Jefe del Estado Mayor Central y verdadero artífice de la defensa republicana. Asumiendo la superioridad material del enemigo y las dificultades propias de abastecimiento, la estrategia diseñada por Rojo y aprobada por Negrín trataba de “ganar tiempo” y conjurar la derrota mediante inesperadas ofensivas de distracción encaminadas a aliviar la presión del avance franquista en el frente principal de sus ataques. Pero, a pesar del éxito parcial de esas maniobras de diversión, desde principios de 1938 la sucesión de graves derrotas militares y el fracaso de las previsiones de ayuda franco-británica tuvieron su reflejo en un deterioro de las condiciones de vida material en retaguardia (sobre todo en el plano alimentario) que afectó hondamente a la moral de resistencia popular y militar. A finales de ese año, un informe confidencial del representante británico en zona republicana subrayaba ese deterioro inducido por reveses militares y estrangulamientos de suministros (bélicos y alimenticios):

El gobierno español siempre ha estado escaso de material bélico pero no así de efectivos humanos. […] La situación alimenticia es realmente mala y parece muy probable que se agrave mucho más. […] La verdad es que la amplia mayoría de la población en la España republicana está sufriendo una severa infra-alimentación incluso en los distritos rurales. El racionamiento de los obreros de industrias esenciales y de las tropas de retaguardia ya ha sido recientemente intensificado drásticamente.

Ese deterioro de la situación militar y moral fue nutriendo la brecha latente que habría de dividir cada vez más a los gobernantes republicanos en dos bandos. De un lado, los partidarios de la resistencia a ultranza, capitaneados por Negrín, convencidos de que la alternativa de la rendición sin condiciones era peor que soportar la carga de la guerra porque Franco no contemplaría ningún armisticio ni mediación voluntariamente. De otro lado, los partidarios de acabar con una guerra perdida, encabezados por Azaña, favorables a pedir la mediación franco-británica para obtener de Franco condiciones de capitulación.

Dicha tensión no solo enfrentaba a los comunistas con las restantes fuerzas políticas republicanas, aunque todas compartieran el recelo frente a sus expeditivos métodos proselitistas, su voluntad hegemónica en el mando militar y sus fines políticos últimos. Era una tensión que también fracturaba internamente a todas las fuerzas políticas en sectores favorables o contrarios a Negrín y, en particular, al ya muy debilitado movimiento socialista. Y era una tensión que debilitaba al gobierno en el momento en que afrontaba la sorda oposición de la Generalitat (con apoyo del gobierno vasco) porque su política de centralización del poder estatal menoscababa las competencias autonómicas. Esos enfrentamientos larvados se hicieron cada vez más patentes tras la decisión de Negrín de trasladar a finales de octubre de 1937 la capitalidad de Valencia a Barcelona, a fin de controlar mejor los recursos industriales y demográficos de Cataluña en beneficio del esfuerzo bélico.

Negrín tuvo plena conciencia de las divergencias políticas que fracturaban sus apoyos políticos y consultó con el general Rojo el alcance de sus efectos militares y morales. En particular, ambos siguieron con atención las críticas de Largo Caballero y la CNT-FAI sobre su supuesto entreguismo procomunista. Rojo siempre rebatió esas denuncias y a finales de 1938 avaló ante Negrín el diagnóstico de un informe confidencial que subrayaba que el PCE podía contar con la simpatía de “un 50% de los Jefes, Oficiales y Comisarios” del ejército republicano, pero con mucho desequilibrio: dominaban el ejército del Ebro, pero tenían una posición “muy frágil” en el ejército del Este y eran clara minoría en los ejércitos del Centro y Extremadura.

Esa impresión de hegemonía comunista truncada se reflejaría igualmente en el informe reservado para Stalin que escribiría el delegado de la Comintern en España en abril de 1939. En él señalaba que fue durante la segunda mitad de 1938 cuando “el partido [comunista] pierde posiciones, la influencia del partido disminuye sistemáticamente, al partido le amenaza el aislamiento y se ha parado el crecimiento interno del partido”.

Fue durante ese año crítico de 1938 cuando tuvo lugar en el PSOE la trascendental quiebra de la amistad política y personal entre Negrín y Prieto, abriendo la vía a una crisis sistémica en la dirección política de la República. El detonante sería el desplome militar republicano ante la ofensiva franquista en Teruel iniciada a principios de febrero de 1938. Su ímpetu arrollador no solo conllevó la reconquista de la ciudad sino que rompió a comienzos de marzo todo el frente republicano en el este y terminaría el 15 de abril con la llegada de las tropas franquistas a la desembocadura del Ebro, cortando la comunicación terrestre entre Cataluña y la zona centro-oriental republicana.

Cuando el gobierno se enfrentó a la contingencia de un imparable avance franquista sobre Barcelona, la respuesta de Prieto y Negrín no pudo ser más diversa. Mientras el ministro de Defensa advertía a sus colegas de que la derrota era inminente y sondeaba al embajador francés para que su gobierno actuara de mediador en una hipotética negociación de la rendición, el presidente del gobierno acudía a París para demandar apoyo directo en armas y el paso franco a las remesas bélicas procedentes de la URSS. La coincidencia de la crisis bélica republicana con la anexión alemana de Austria (12 de marzo de 1938) inclinó al ejecutivo francés a atender la solicitud de Negrín, abriendo su frontera al paso de armas y municiones (si bien desestimó el envío de un contingente militar). Con esos vitales refuerzos y gracias a las medidas de recomposición del frente arbitradas por Rojo, la prevista derrota quedó conjurada.

La discrepancia entre Prieto y Negrín en aquella dramática coyuntura bélica provocó una crisis gubernamental a finales de marzo de 1938, cuando Negrín cesó a Prieto por su “derrotismo” y decidió asumir personalmente la cartera de Defensa. Azaña, cuya conformidad con Prieto era conocida, abrió las consultas con los partidos para solucionar la crisis. Y a pesar de todas sus gestiones no consiguió conformar una alternativa a la ofrecida por Negrín y alentada por Rojo (y el PCE y los negrinistas de los restantes partidos y sindicatos).

En consecuencia, Negrín formó nuevo gobierno el 6 de abril de 1938. El ejecutivo contaba con tres ministros socialistas (Negrín en Presidencia y Defensa, Álvarez del Vayo en Estado y Paulino Gómez en Gobernación), un técnico leal al presidente (Francisco Méndez Aspe en Hacienda), tres republicanos (Giral, sin cartera; Giner de los Ríos en Comunicaciones y Velao en Obras Públicas), un comunista (Uribe en Agricultura), un peneuvista (Irujo, sin cartera), un catalanista (Ayguadé en Trabajo) y la relativa sorpresa de dos sindicalistas: Ramón González Peña (Justicia) por la UGT, y Segundo Blanco (Instrucción Pública) por la CNT. Pero esta incorporación de los sindicatos era más aparente que real puesto que en sus filas la división era profunda: González Peña se había impuesto a Largo Caballero en la UGT por la mínima, en tanto que Segundo Blanco representaba una dirección cenetista colaboracionista muy contestada por un amplio sector de las bases libertarias. El gabinete también concitó la oposición de quienes criticaban la voluntad hegemonista del PCE, una plataforma en expansión que incorporaba a Largo Caballero y a Besteiro y a la que progresivamente se incorporaría Prieto.

En ese contexto de fractura interna socialista, Negrín había ofrecido ante la comisión ejecutiva del PSOE a finales de marzo de 1938 las razones que alentaban su línea política si se descartaba la alternativa de una rendición incondicional ante Franco:

Bueno, voy a decir ante ustedes, oficialmente, lo que en el orden particular e íntimo he manifestado a alguien: no puedo prescindir de los comunistas, porque representan un factor muy considerable dentro de la política internacional y porque tenerlos alejados del Poder sería, en el orden interior, un grave inconveniente; no puedo prescindir de ellos, porque sus correligionarios son en el extranjero los únicos que eficazmente nos ayudan, y porque podríamos poner en peligro el auxilio de la URSS, único apoyo efectivo que tenemos en cuanto a material de guerra.

Esas eran las razones de la política de Negrín, cuya formulación oficial sería el “programa de 13 puntos” o fines de guerra presentado el 1 de mayo de 1938. Y ni Prieto ni Azaña, menos aún Largo Caballero o la CNT, pudieron ofrecer una alternativa viable si no era la capitulación sin condiciones, descartada por el temor a la dura represión ejercida en la retaguardia enemiga. Así lo reconocería ante Azaña el presidente de las Cortes, Martínez Barrio: “Negrín es insustituible ahora”.

Apenas lograda la conformidad del PSOE, Negrín hubo de proceder a un reajuste del gabinete por la dimisión de los ministros del PNV y ERC, opuestos a medidas de militarización de industrias catalanas y de tribunales de justicia para delitos de espionaje. La sustitución por el vasco Tomás Bilbao y el catalán José Moix el 17 de agosto de 1938 sirvió para paliar la crisis, pero no para ampliar las bases del gobierno. Tampoco sirvió para mejorar las relaciones de Negrín con Companys, cuyas protestas contra las decisiones de centralización de la dirección político-militar no acertaba a comprender y cuyas gestiones ante París y Londres para lograr una paz por separado conocía y condenaba: “No estoy haciendo la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino. De ninguna manera”.

A pesar de sus aparentes triunfos, desde el verano de 1938 la estrategia política negrinista empezó a naufragar ante el cansancio popular por las privaciones ocasionadas por la guerra, el desánimo por la falta de ayuda de las democracias occidentales y la consiguiente descomposición de la moral de resistencia en amplios sectores republicanos. Ni siquiera la ofensiva desplegada por Rojo en la desembocadura del Ebro el 25 de julio (origen de la más cruenta batalla de la guerra) sirvió para modificar esa tendencia declinante, aunque lograra proporcionar cuatro meses de respiro. Pese a los fracasos, la consideración política de Negrín entre las cancillerías democráticas fue muy alta. En septiembre de 1938, poco antes de la firma del pacto de Múnich que desmembraría Checoslovaquia en beneficio de Alemania, un representante británico remitía a Londres un retrato de Negrín que le atribuía la capacidad de resistencia demostrada por la República:

La rápida recomposición del gobierno que ha tenido lugar en los últimos meses se debe en gran medida [al señor Negrín]. Es un hombre viril y extremadamente capaz de unos 45 años, que parece tener un ascendiente completo sobre el consejo de ministros. Su carácter es excepcional y posiblemente sea el ‘hombre del destino’ de España.

Sin embargo, ni ese prestigio ni las gestiones emprendidas por Negrín ante el gobierno francés y la Sociedad de Naciones (en la cual anunció por sorpresa la retirada unilateral de las Brigadas Internacionales en septiembre de 1938) lograron un cambio en la política de no intervención de las democracias. La reiterada inhibición franco-británica ante la suerte de la República, junto con el comienzo de la triunfal ofensiva franquista sobre Cataluña a finales de diciembre de 1938, obligaron a Negrín a considerar la resistencia como estrategia disuasoria para conseguir una capitulación con mínimas condiciones. Ya a raíz de la firma del pacto de Múnich (29 de septiembre) había confesado con resignación a sus íntimos: “¡Garantías para una paz honrosa es lo único que estoy buscando!”. En efecto, desde entonces, la resistencia estaba al servicio de un único propósito: “Conseguir una paz que previniera el exterminio de miles y miles de republicanos” (en palabras del doctor Rafael Méndez, colaborador de Negrín en la guerra).

A la vista del imparable avance de la ofensiva franquista en Cataluña durante el mes de enero de 1939 (Barcelona caería sin lucha el día 26), Negrín dispuso que las magras fuerzas militares republicanas sirvieran como escudo protector de una retirada masiva hacia la frontera francesa. Y con ese fin consiguió que una reunión de las Cortes celebrada en el castillo de Figueras, el 1 de febrero, ratificara la confianza de todos los grupos parlamentarios en el gobierno. Su último discurso ante las Cortes incluyó el ofrecimiento de entablar negociaciones para la capitulación a cambio de la renuncia de Franco a represalias indiscriminadas contra los republicanos y el permiso de emigración para cuantos desearan salir del país.

El acto final de la tragedia catalana tuvo lugar el 9 de febrero de 1939 cuando, poco antes de la llegada de las tropas franquistas, más de 470.000 republicanos (civiles y militares) terminaron de entrar en Francia como exiliados. Entre ellos figuraba Azaña, que pasó a alojarse en la embajada en París y manifestó su negativa rotunda a regresar a España. Negrín permaneció en la frontera hasta el último día de evacuación, supervisando con Rojo el paso de las últimas unidades del ejército. Entonces hizo una confesión a Zugazagoitia sobre la operación concluida: “¡Veremos cómo liquidamos la segunda parte! Ésa será más difícil”.

La prevista segunda parte de la operación no tendría lugar, pese a que Negrín regresó de inmediato a la zona central. El repliegue ordenado en la zona centro hacia los puertos mediterráneos para embarcar camino del exilio bajo la protección de la flota de guerra disponible en Cartagena se revelaría un sueño frustrado, al igual que la mediación de las potencias democráticas. La pérdida de Cataluña había activado el proceso de descomposición institucional, alentando a las fuerzas partidarias de negociar la rendición tras eliminar la influencia comunista del ámbito militar (que incluían a republicanos, militares profesionales, anarcosindicalistas y socialistas largo-caballeristas y besteiristas). La presencia de Negrín y su gobierno en la zona central no interrumpió ese proceso sino todo lo contrario: su deambular por Madrid y Valencia para recalar, finalmente, en la “posición Yuste” (cerca de Elda), era todo un símbolo de su precaria existencia.

El primer resultado de ese desplome interno se apreció el 27 de febrero de 1939, con la decisión franco-británica de reconocer de iure al gobierno de Franco antes de que terminara la resistencia militar republicana. La medida sirvió de pretexto para que Azaña presentara su dimisión irrevocable como presidente de la República, creando una crisis constitucional de imposible resolución por la negativa de Martínez Barrio a ocupar interinamente el cargo. En esas circunstancias, el 4 de marzo se produjo una sublevación profranquista en la base naval de Cartagena que solo pudo ser sofocada al día siguiente con un saldo aterrador: los once buques de la flota republicana abandonaron el puerto rumbo a Argelia para entregarse a las autoridades francesas.

El 5 de marzo de 1939, apenas perdida la crucial baza de la flota, tuvo lugar el último episodio de la crisis. El coronel Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro, se sublevó en Madrid contra el gobierno por considerarlo ilegítimo tras la dimisión de Azaña y con el apoyo de líderes republicanos, anarquistas y socialistas (incluyendo a Besteiro). Negrín, tras intentar un traspaso de poderes que evitara la quiebra constitucional, renunció a oponerse por la fuerza a la insurrección y optó por partir al exilio en Francia. Casado formó un Consejo Nacional de Defensa que abjuraba del gobierno de Negrín y anunciaba su voluntad de negociar “una paz sin crímenes” con Franco. Durante cinco días la zona republicana vivió una pequeña pero sangrienta guerra civil en la que los casadistas se impusieron sobre los comunistas.

Con el triunfo de Casado y la proscripción del PCE quedó barrida la viabilidad de una estrategia de resistencia que ya no tenía apoyos internos suficientes ni aparentes apoyos externos inmediatos. Pero, con ese triunfo, también se reveló ilusoria la alternativa de negociar con Franco otra cosa que la rendición incondicional. Como señalaría el general Salas Larrazábal:

Ni Casado ni sus militares de carrera encontrarían mejor audiencia ante el Cuartel General de Burgos, ni Negrín modificaría la política británica de No Intervención.

En efecto, la exigencia de Franco de una rendición sin condiciones significó el fracaso político de Casado y conllevó el colapso de las instituciones republicanas. La ofensiva general franquista iniciada el 26 de marzo de 1939 no encontró oposición real y Madrid fue ocupada sin lucha dos días después. El puerto de Alicante, último reducto republicano, caería el día 31 con algo más de dos millares de personas esperando vanamente algún barco para escapar al exilio.


 VI
LA DIMENSIÓN INTERNACIONAL: EL REÑIDERO DE TODA EUROPA

La Guerra Civil surgió por causas internas, pero estuvo condicionada por el contexto internacional mediante la intervención o no intervención de las grandes potencias europeas en la lucha. Eso confirió a la contienda una importancia decisiva y dio origen a un debate que convulsionó la opinión pública europea. El recurso a la petición de ayuda exterior fue simultáneo en ambos bandos por una misma necesidad: dividida España por la mitad en territorio, población y recursos, ninguno contaba con armas para sostener el esfuerzo bélico. El consecuente proceso de internacionalización conformó condiciones ventajosas para el bando insurgente y generó lastres gravosos para el bando republicano. La decidida ayuda ítalo-germana y portuguesa a Franco nunca pudo ser compensada, ni en cantidad ni en calidad, por el limitado apoyo de la Unión Soviética o México a la República, que se vio privada de la asistencia de Francia y Gran Bretaña en virtud de su política de no intervención. El lento desahucio internacional de la causa republicana quedó sellado en vísperas de la guerra mundial, tras el pacto de Múnich de septiembre de 1938, que fue un golpe mortal para sus esperanzas.


Дата добавления: 2019-09-02; просмотров: 205; Мы поможем в написании вашей работы!

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