EL SEMESTRE DEL FRENTE POPULAR DE 1936



La consulta electoral celebrada el 16 de febrero de 1936 fue bipolar y estuvo enmarcada en un contexto de renovada crisis económica y agudo antagonismo sociopolítico. Las candidaturas unitarias del Frente Popular compitieron con candidaturas también unitarias articuladas por la CEDA en el llamado Frente de la Contrarrevolución (del que solo quedó excluido el Partido Nacionalista Vasco, PNV, gracias a la promesa del Frente Popular de otorgar un estatuto de autonomía similar al catalán en caso de victoria). Y, de nuevo como en la campaña de 1933, los máximos líderes del catolicismo político y del sindicalismo socialista (por no señalar a sus coaligados respectivos carlistas o comunistas) rivalizaron en agresividad mediante discursos de intransigencia política que buscaban la exclusión del adversario y sembraban el odio/miedo hacia él.

En el caso de la CEDA, bajo el lema de luchar “Contra la revolución y sus cómplices”, su líder abandonó su aparente moderación y recorrió toda España alertando sobre el riesgo de unas izquierdas revolucionarias, separatistas y masónicas que eran la “Anti-España” y exigían una respuesta vigorosa (“Dadme la mayoría absoluta y os daré una España grande”), acaso violenta (“Quien nos busque, nos encontrará”) y sacralizada (“Para defender los derechos de Cristo y su Iglesia”). El papel reservado a los derrotados en caso de victoria cedista tampoco era halagüeño, dada la identificación entre enemigos revolucionarios y reformistas cómplices que transmitía su propaganda electoral:

¡Ni lucha de clases ni separatismo! Esas ideas no pueden tener cabida en el concurso de las ideas lícitas. Podremos discrepar en cosas accidentales, en procedimientos; pero en la esencia de una sociedad única y de una patria única no debe haber discusión; al que quiera discutirlo hay que aplastarle.

La retórica tremendista de Largo Caballero no fue menor, en un proceso de retroalimentación de descalificaciones que auguraba mal para el futuro, pese a los intentos moderadores de otros líderes socialistas o de Azaña. El líder de la izquierda socialista no ocultó su compromiso con “el legado de Octubre” ni su mínimo apego a “la democracia burguesa”:

Las elecciones no son más que una etapa en la conquista del poder y su resultado se acepta a beneficio de inventario. Si triunfan las izquierdas, con nuestros aliados podemos laborar dentro de la legalidad, pero si ganan las derechas tendremos que ir a la guerra civil declarada. Yo deseo una República sin lucha de clases; pero para ello es necesario que desaparezca una de ellas.

La consulta tuvo alta participación, con casi 10 de los 13,3 millones de votantes acudiendo a las urnas: el 72,9% del censo. Su resultado fue un apretado triunfo del Frente Popular sobre sus oponentes por escasa mayoría (unos 300.000 votos): cerca de 4,7 millones votaron candidaturas frentepopulistas, en torno a 4,4 millones votaron a las derechas unidas, alrededor de 400.000 al centro y 126.000 al PNV. Pero, en virtud de la ley electoral, ese apretado triunfo en votos populares significaba una mayoría absoluta de escaños en las Cortes: 278 diputados del Frente Popular (58,7%) frente a 124 de las derechas (el 26,2%: 88 de la CEDA, 12 de Renovación Española y 10 tradicionalistas, entre ellos) y 51 del centro (10,7%). Sin embargo, el panorama no era tan idílico porque los diputados frentepopulistas estaban repartidos entre 18 grupos o partidos y solo dos de ellos superaban los 80 escaños: el PSOE, con 99; e Izquierda Republicana, con 87 (en tanto que Unión Republicana sumaba 38, ERC obtenía 21 y el PCE recogía 17).

La victoria del Frente Popular, reforzada por la movilización de sus partidarios en la calle, motivó la primera tentación golpista seria por parte de las derechas. Animado por Gil Robles, Franco trató de obtener el 18 de febrero de 1936 la autorización de Portela Valladares y de Alcalá-Zamora para declarar el estado de guerra y evitar el traspaso de poderes. Pero la tentativa de golpe institucional desde el poder se frustró por la resistencia de las autoridades civiles a dar ese paso crucial, por la falta de medios materiales para ejecutarlo y por la decisión del cauteloso jefe del Estado Mayor de no actuar hasta tener casi completa seguridad de éxito (“El Ejército no tiene aún la unidad moral necesaria para acometer esa empresa”, confesó Franco al jefe del gobierno). En ese contexto de crisis sociopolítica, Portela Valladares dimitió de su cargo y Alcalá-Zamora llamó urgentemente a Azaña para asumir la jefatura del gabinete. Lo hizo al frente de un ejecutivo exclusivamente republicano, habida cuenta de la oposición largo-caballerista a la participación ministerial del PSOE y contando nominalmente con el apoyo parlamentario del Frente Popular.

Desde el primer momento, el gobierno puso en marcha con renovada energía todas las reformas anuladas o paralizadas en el bienio anterior en un contexto de amplia movilización obrera y jornalera y de creciente intensidad de la crisis económica. Buena prueba de la nueva disposición activa del gabinete fue su actitud respecto a la truncada reforma agraria: si hasta octubre de 1934 solo se había expropiado unas 89.000 hectáreas de tierra en las que habían sido asentadas 8.600 familias campesinas, entre marzo y julio de 1936 fueron expropiadas más de medio millón de hectáreas y asentadas más de 100.000 familias jornaleras. Igual decisión se apreció en el restablecimiento de la legislación laboral progresista, en la restitución de poderes a la Generalitat, etcétera. Y buena prueba de la crítica coyuntura económica imperante es la descripción de José Ángel Sánchez Asiaín sobre la situación en el primer semestre de 1936:

El índice de producción industrial pasó, en efecto, de 86,9 en 1935 a 76,9 en marzo de 1936 (base 1929 = 100). De diciembre de 1935 a abril de 1936 la actividad de los ferrocarriles disminuyó un 21% y el movimiento marítimo cayó un 27% en los mismos cuatro meses. En febrero de 1936 la cifra de parados se situaba en 843.972 trabajadores, casi un 10% de la población activa, destacando el desempleo en las industrias agrícolas y forestales, que representaban dos tercios. La caída del descuento de papel comercial era un hecho. Y desde el punto de vista de nuestras relaciones económicas con el exterior, la coyuntura a lo largo de los meses de paz de 1936 se definía como de ‘tácita suspensión de pagos de España en los mercados internacionales’.

Enfrentadas al pésimo escenario y a la enérgica voluntad reformista de un gobierno imbatible en las Cortes, las fuerzas derechistas reprochaban crecientemente al Frente Popular la responsabilidad de estar abriendo las puertas a la revolución social. En el consecuente proceso de polarización transitado a lo largo del primer semestre de 1936 todos los partidos de la derecha fueron fijando sus esperanzas de frenar las reformas por medio de una intervención militar similar a la de 1923. Calvo Sotelo, que ahora pugnaba con éxito con Gil Robles por el liderazgo derechista, expresó a la perfección esta esperanza en un famoso discurso electoral:

Se predica por algunos la obediencia a la legalidad republicana; mas cuando la legalidad se emplea contra la Patria […] se impone la desobediencia. […] No faltará quien sorprenda en estas palabras una invocación indirecta a la fuerza. Pues bien. Sí, la hay… […] ¿A cuál? A la orgánica: a la fuerza militar puesta al servicio del Estado. […] Hoy el Ejército es la base de sustentación de la Patria. Ha subido de la categoría de brazo ejecutor, ciego, sordo y mudo a la de columna vertebral, sin la cual no es posible la vida. […] Cuando las hordas rojas del comunismo avanzan, sólo se concibe un freno: la fuerza del Estado y la transfusión de las virtudes militares –obediencia, disciplina y jerarquía– a la sociedad misma, para que ellas desalojen los fermentos malsanos que ha sembrado el marxismo. Por eso invoco al Ejército y pido al patriotismo que lo impulse.

Efectivamente, reactivando la veterana tradición del militarismo pretoriano, desde principios de marzo de 1936 fue extendiéndose en el seno del ejército, entre el generalato y la oficialidad conservadora, una amplia conspiración. Tenía como finalidad preparar un golpe militar para acabar con el gobierno y atajar lo que percibían como un peligroso deslizamiento hacia la revolución social y la desintegración nacional. Sus mayores apoyos provenían de los llamados militares “africanistas”, que habían hecho mayormente su carrera en el ejército de África y estaban curtidos por la experiencia de la cruenta guerra colonial en Marruecos. Era uno de ellos tanto el jefe supremo reconocido, el general Sanjurjo (exiliado en Portugal), como el director “técnico” de la conjura, el general Emilio Mola (excolaborador de Primo de Rivera que ahora estaba al mando de la guarnición de Pamplona). Y tomaban parte en la trama generales monárquicos (como Fanjul o José Enrique Varela), republicanos conservadores (como Gonzalo Queipo de Llano o Miguel Cabanellas) o simpatizantes de la CEDA progresivamente radicalizados (como el general Franco y el general Manuel Goded), además de otros oficiales agrupados en la clandestina Unión Militar Española.

Definitivamente perfilado entre abril y mayo de 1936, el plan golpista de Mola suponía una sublevación simultánea de todas las guarniciones militares al principio del verano para tomar el poder en pocos días, previo aplastamiento enérgico de las posibles resistencias en las grandes ciudades y centros fabriles de fuerte implantación socialista y anarquista. Su ejecución fue aplazada por las vacilaciones de Franco sobre sus posibilidades de éxito (“No contamos con todo el Ejército”) y su oportunidad (hasta principios de julio creyó posible atajar la crisis por medios legales con menos riesgo). Franco también logró de sus compañeros de armas el compromiso de que el hipotético levantamiento no tuviera perfil político definido (ni monárquico ni de otro tipo) y resultara obra exclusivamente militar y sin dependencia de ningún partido derechista. Esta toma de la iniciativa política por parte de los generales contó con la aceptación de todas las fuerzas derechistas: tanto carlistas, como alfonsinos, como cedistas, como falangistas acabaron reconociendo de grado o por fuerza que era el ejército, con sus generales al frente, el que tenía el protagonismo operativo y la dirección política del inminente asalto violento contra el gobierno.

Mientras en las filas de la derecha se llevaba a cabo esta unificación de estrategias en torno al protagonismo de los mandos militares conjurados, en las filas de la izquierda se experimentó el proceso contrario. La precaria unidad electoral del Frente Popular fue desintegrándose en los meses posteriores: había sido una útil plataforma para vencer en las elecciones, pero se reveló un precario instrumento de gobierno y pésima garantía de estabilidad parlamentaria. La CNT, una vez liberados sus presos con la amnistía, reanudó su línea insurreccional contra el estado y encabezó una oleada de huelgas obreras muy intensa en toda España. De hecho, el semestre contempló una conflictividad sociolaboral que rozaba las cotas máximas de todo 1933: hasta julio de 1936 se registraron 887 huelgas y 809.495 huelguistas en el país. Por su parte, el PSOE y la UGT agudizaban su división entre prietistas, que dominaban el partido y querían entrar en el gobierno para reforzarlo, y largo-caballeristas, que apostaban por la presión desde la calle para arrebatar a la CNT el protagonismo reivindicativo. En medio de esta división interna de las izquierdas y de las huelgas obreras y jornaleras, en mayo de 1936 Azaña fue elevado a la presidencia de la República (previa destitución parlamentaria de Alcalá-Zamora) y el gobierno quedó a cargo de otro republicano, Santiago Casares Quiroga, que mantuvo la misma línea gubernamental pero con menos autoridad real.

La creciente tensión política de la primavera de 1936 empezó a manifestarse mediante enfrentamientos entre escuadrones de Falange o carlistas y milicias de los partidos y sindicatos de izquierdas. Esos choques fueron creando una oleada de violencia callejera que constituyó el ambiente propicio para justificar ante amplios sectores sociales conservadores la necesidad de un golpe de estado militar como única alternativa frente al peligro del caos. El perfil e intensidad de esa violencia son discutibles, pero los datos de Rafael Cruz revelan su volumen, visibilidad y efecto social perturbador más allá de toda duda: desde el 16 de febrero al 17 de julio se computaron no menos de 189 “incidentes” políticos que tuvieron como resultado un mínimo de 262 víctimas mortales. Esos incidentes mayormente ocurridos en pueblos (casi el 60%) tuvieron unas víctimas que fueron principalmente militantes de izquierda (el 56,3%), de derecha (19%) y policías y militares (7,2%).

Alarmado por esa dinámica, Prieto había advertido el 1 de mayo de 1936 contra la tenaza que se volvía a cernir sobre el proyecto reformista-democrático por parte del golpismo militar (“existen fermentos de subversión, deseos de alzarse contra el régimen republicano”) y de la estéril movilización cenetista y largo-caballerista:

La convulsión de una revolución, con un resultado u otro, la puede soportar un país; lo que no puede soportar un país es la sangría constante del desorden público sin finalidad revolucionaria inmediata; lo que no soporta una nación es el desgaste de su poder público y de su propia vitalidad económica, manteniendo el desasosiego, la zozobra y la intranquilidad. […] Porque el fascismo necesita tal ambiente; el fascismo, aparte todos los núcleos alocados que puedan ser su agentes ejecutores […], no es nada por sí, si no se le suman otras zonas más vastas del país, entre las cuales pueden figurar las propias clases medias, la pequeña burguesía, que, viéndose atemorizada a diario y sin descubrir en el horizonte una solución salvadora, pudiera sumarse al fascismo.

Pero ni el fantasma de la escisión socialista, ni las advertencias sobre el peligro de la conjura militar apaciguaron los ánimos del largo-caballerismo y del anarquismo. La CNT, tras la clausura de su congreso en Zaragoza el 15 de mayo, no concedía importancia al peligro golpista y solo esperaba la ocasión para poner en práctica su “concepto confederal del comunismo libertario”. Por su parte, el 26 de junio, Largo Caballero reiteraba en Madrid su retórica revolucionaria y desestimaba el riesgo golpista fiándose del fracaso de Sanjurjo en 1932:

Se nos está hablando todos los días del peligro de la reacción y del golpe de Estado. En efecto, estamos siempre ante ese peligro, pero yo tengo la pretensión de que si ahora no ha surgido no es debido a la política que algunos preconizan y propugnan sino a la actitud de la clase obrera […]. No se puede negar que un día puede amanecer con una dictadura. ¡Ah! Pero que tengan en cuenta los que lo hagan que al día siguiente, por muchos entorchados en la bocamanga, la producción no la harán ellos. […] No conseguirán más que disfrutar unos días o unos meses de la satisfacción que pueda proporcionarles el mando. Porque no quiero suponer que nos vayan a cortar a todos las cabezas.

En esta crítica coyuntura, el 12 de julio de 1936 fue asesinado por pistoleros falangistas el teniente José Castillo, de simpatías socialistas, que estaba al mando del destacamento de la Guardia de Asalto en el centro de Madrid. Como represalia por el crimen, al día siguiente, miembros de su unidad y policías de simpatías socialistas detuvieron y asesinaron a Calvo Sotelo después de haber intentado localizar a Gil Robles con igual propósito. El brutal crimen tuvo un impacto enorme y llevó al periodista Julián Zugazagoitia, director de El Socialista y seguidor de Prieto, a consignar: “Este atentado es la guerra”. En efecto, aprovechando la conmoción causada por un asesinato que evidenciaba como mínimo la falta de disciplina en el cuerpo de Guardia de Asalto, todas las reservas de los militares conjurados fueron eliminadas y el 17 de julio comenzó la sublevación planeada desde marzo y ya definitivamente configurada en sus pormenores a la altura de junio de 1936.


 III
EL ESTALLIDO DE LA GUERRA: UN GOLPE MILITAR PARCIALMENTE FALLIDO

La sublevación militar iniciada en Marruecos el 17 de julio de 1936 se extendió por casi todas las guarniciones peninsulares, insulares y coloniales de España. Cuatro días después la rebelión había logrado implantar su dominio indiscutido sobre todas las colonias, una amplia zona del oeste y centro peninsular, un reducido núcleo andaluz y en los archipiélagos de Canarias y Baleares (salvo la isla de Menorca). Sin embargo, la rebelión había sido aplastada por un pequeño sector leal del ejército con ayuda de milicias obreras armadas urgentemente en dos grandes áreas aisladas entre sí: la zona centro-oriental peninsular (incluyendo Madrid, Barcelona y Valencia) y una estrecha franja norteña (desde el País Vasco hasta Asturias, salvo Oviedo). Ese inesperado fracaso de la sublevación en la mitad del país forzó la conversión del golpe en una verdadera guerra civil de duración en principio incierta y de violencia creciente.

 LA TORMENTA DE JULIO DE 1936: ÉXITOS Y FRACASOS

El plan de operaciones de los conjurados había sido elaborado por Mola, desde su favorable destino en Pamplona (donde el apoyo popular carlista estaba muy arraigado), a partir de su “Primera instrucción reservada”. Fechada el 25 de abril de 1936, esa directiva fue distribuida a todos los mandos militares involucrados en la conspiración, entre ellos, varios generales de prestigio en las filas: Franco, recién destinado en la comandancia de Canarias y previsto jefe del ejército de África en el protectorado de Marruecos; Cabanellas, al mando de la división de Zaragoza; Goded, que ocupaba la comandancia de Baleares; y Queipo de Llano, que ejercía como inspector general de Carabineros.

Sobre la base de aquella instrucción había ido perfilándose una insurrección militar escalonada a partir de las tropas de Marruecos, que serían secundadas por las restantes guarniciones, con la posibilidad de tener que tomar al asalto algunas plazas consideradas difíciles (sobre todo Madrid y Barcelona, donde la conjura apenas conseguía adeptos). Dos axiomas estaban claros: la operación iba ser un acto de guerra en toda su violencia brutal y tenía como objetivo instalar en el poder un gobierno militar cuyo modelo era el bien conocido del Directorio de Primo de Rivera de 1923, esta vez presidido por Sanjurjo una vez regresara del exilio en Lisboa. El texto de aquella primera instrucción no dejaba dudas sobre ambas premisas y sería la guía de actuación de los sublevados:

Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándose castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelga. Conquistado el poder, se instaurará una dictadura militar, que tendrá por misión inmediata restablecer el orden público, imponer el imperio de la ley y reforzar convenientemente al Ejército para consolidar la situación de hecho que pasará a ser de derecho.

Si bien el asesinato de Calvo Sotelo el 13 de julio fue presentado como la chispa que prendió la llama, en realidad la fecha de comienzo de la operación había sido fijada por Mola previamente. Sería “el 17 (de julio) a las 17 (horas)” en Melilla, una de las capitales del protectorado, puesto que allí la trama conspirativa contaba con mandos respetados (como el teniente coronel Juan Yagüe, de la Legión) y con apoyos abrumadores entre los oficiales. Además, dada la prevista necesidad de realizar operaciones móviles contra Madrid y otras ciudades, el levantamiento solo podía iniciarse por aquel sector del ejército más disciplinado y curtido en la lucha: un total de más de 32.000 hombres, contando con 4.200 legionarios, 17.000 regulares indígenas (los “moros”) y 11.000 reclutas del servicio militar obligatorio.

El levantamiento iniciado en Melilla el día y hora previstos triunfó de inmediato, tras destituir, encarcelar y, en varios casos, fusilar a los jefes y oficiales que trataron de resistir. Mola había advertido en su “quinta instrucción” del 20 de junio: “aquel que no esté con nosotros está contra nosotros y como enemigo será tratado”. Y la máxima se aplicaría de inmediato contra los mandos leales a la República, con la ejecución del general Romerales, comandante militar de Melilla, del capitán Álvarez-Buylla, alto comisario, del capitán Leret, jefe de la base de hidroaviones melillense, y del comandante Ricardo Lapuente Bahamonde (primo hermano de Franco), jefe del aeródromo de Tetuán, entre otros.

La sublevación de julio de 1936 comenzaba, así pues, como una guerra civil en el seno del ejército y sus primeras víctimas serían los mandos militares opuestos a la intentona o que fracasaron en la tentativa insurreccional. Por lo que respecta al primer caso, de hecho, fueron fusilados durante la guerra en toda España catorce generales (otros dos con posterioridad al término del conflicto), al igual que tres almirantes de la Armada. Por lo que hace al segundo caso, sufrieron idéntica pena unos 1.500 generales y oficiales acusados de traidores o desafectos (como les pasaría a Goded y Fanjul, por ejemplo y de manera destacada).

El triunfo de los insurrectos en el protectorado fue la señal para que Franco se sublevara en Canarias en la madrugada del 18 de julio de 1936. Lo hizo publicando un manifiesto explicativo que era un compendio de doctrina nacional-militarista, con su apelación al sagrado deber del ejército para asumir la autoridad pública por el bien de la patria y para salvarla de mortales enemigos internos y externos. Por eso fue masivamente difundido por los medios de propaganda en poder de los alzados:

¡Españoles! A cuantos sentís el santo amor a España, a los que en las filas del Ejército y la Armada habéis hecho profesión de fe en el servicio de la Patria, a cuantos jurasteis defenderla de sus enemigos hasta perder la vida, la nación os llama a su defensa. La situación en España es cada día más crítica; la anarquía reina en la mayoría de los campos y pueblos; autoridades de nombramiento gubernativo presiden, cuando no fomentan, las revueltas; a tiro de pistola y ametralladoras se dirimen las diferencias entre los ciudadanos que alevosamente se asesinan, sin que los poderes públicos impongan la paz y la justicia. Huelgas revolucionarias de todo orden paralizan la vida de la población, arruinando y destruyendo sus fuentes de riqueza y creando una situación de hambre que lanzará a la desesperación a los hombres trabajadores. Los monumentos y tesoros artísticos son objetos de los más enconados ataques de las hordas revolucionarias, obedeciendo a la consigna que reciben de las directivas extranjeras. […] En estos momentos […], el Ejército, la Marina y fuerzas de Orden Público se lanzan a defender la Patria. La energía en el sostenimiento del orden estará en proporción a la magnitud de la resistencia que se ofrezca.

Asegurado el control de Canarias, Franco dejó al mando al general Orgaz para trasladarse en avión hasta Tetuán a fin de asumir la prevista dirección del ejército de África. Su misión era atravesar con esas tropas el estrecho de Gibraltar, desembarcar en Andalucía e iniciar la marcha sobre Madrid (cuyo control era vital para consolidar la situación por ser capital y centro de los resortes del estado). Sin embargo, el transporte de esas tropas decisivas se convirtió pronto en un grave problema logístico por un doble revés imprevisto. En primer lugar, porque apenas había aviones disponibles para esa labor, dado que la mayoría de los aviadores permanecería leal a la República y solo un tercio de los aparatos, todos bastante anticuados, caerían en poder de los sublevados. Y, en segundo orden, porque la flota encargada de colaborar en la tarea quedaría en manos de una marinería que destituyó a los mandos conjurados tras un violento forcejeo en los buques y en la base naval de Cartagena, poniendo a casi el 70% de sus elementos al servicio del gobierno republicano e implantando un bloqueo del Estrecho más intimidante que efectivo.

En todo caso, el triunfo de la sublevación en Marruecos y Canarias fue seguido del levantamiento, con distinta fortuna, de casi todas las guarniciones militares (44 de las 53) que se distribuían en las ocho divisiones orgánicas existentes (cuyas capitales por orden de numeración eran: Madrid, Sevilla, Valencia, Barcelona, Zaragoza, Burgos, Valladolid y La Coruña). En otras palabras: la insurrección militar se extendió como un reguero de pólvora por toda España entre el 17 y el 20 de julio, creando una fractura en el seno del ejército (integrado por unos 15.000 jefes y oficiales comandando algo más de 200.000 hombres) que sería crucial para su devenir. Según cálculos de Gabriel Cardona, se alzaron en armas un total de cuatro de los 18 generales de división que formaban la cúpula suprema del ejército español (Franco, Goded, Queipo y Cabanellas), 18 de los 32 generales de brigada, casi todos los oficiales de Estado Mayor, en torno al 80% de los oficiales y la mitad de los 60.000 efectivos de las fuerzas de orden público (algo más del 50% de la Guardia Civil y de la Guardia de Asalto y solo un tercio de los Carabineros de Fronteras).

Esa fractura de las fuerzas armadas, que Franco había temido desde el principio (“No contamos con todo el Ejército”, había advertido en mayo a Mola), resultó clave para el destino de la sublevación porque impidió un desenlace rápido en un sentido u otro de los posibles: o bien la victoria completa de los alzados en armas con más o menos resistencias sofocadas, siguiendo el modelo del pronunciamiento militar de Primo de Rivera de 1923, que había sido empresa unánime de toda la corporación militar; o bien el aplastamiento de los sublevados mediante el empleo masivo de la fuerza militar de un ejército unido, disciplinado y sometido a las autoridades civiles decididas y enérgicas, como había sucedido durante la tentativa golpista de Sanjurjo en agosto de 1932.

En las circunstancias de quiebra de la unidad y la disciplina de las fuerzas armadas de finales de julio de 1936, fue posible un resultado distinto: una sublevación que triunfó en casi media España, pero que fracasó en la otra mitad del país. Y ello según un patrón de conductas bien perfilado por Jorge Martínez Reverte:

Casi en toda España se produce un mismo fenómeno: cuando las fuerzas de seguridad o una parte importante de la guarnición se mantienen leales, el golpe se para. Cuando la mayoría de la guarnición se subleva, las ciudades caen del lado de los golpistas. […] España se ve inmersa en una orgía de sangre que durará muchos meses.

En efecto, aquella sublevación militar faccional amplia pero no unánime abrió las puertas a la violencia extrema porque unos querían imponerse por la fuerza sobre otros que querían resistir y sofocar la tentativa. Y así, primero militares pero luego también civiles, los adversarios de tiempo de paz devinieron enemigos mortales de tiempo de guerra que había que tratar conforme a la suprema ley bélica: “matar o morir”. La sublevación desató una violencia masiva que tendría su plasmación tanto en los frentes de combate como en las retaguardias respectivas, porque en ambas partes estaba el enemigo. El número de muertos por acción de guerra en operaciones bélicas llegaría a sumar un máximo de doscientas mil personas durante todo el conflicto. La violencia represiva en las retaguardias casi alcanzaría esa misma cifra porque estaba alimentada por la combinación letal de odio y miedo, tenía carácter estratégico y anegaría de sangre los campos y ciudades españolas, sobre todo en los calurosos meses iniciales veraniegos, testigos del “terror caliente” más atroz.

En el caso de los sublevados, como había previsto Mola, iba a ser una violencia aplicada por las tropas o colaboradores civiles (mayormente milicianos falangistas y carlistas). Pretendía “limpiar” la escoria y “depurar” el cuerpo social de la “anti-España” mediante la fulminante eliminación física de autoridades institucionales, dirigentes sociopolíticos o militantes de izquierda desafectos y peligrosos. Y ello no solo para liquidar resistentes activos o potenciales, sino también para paralizar a sus seguidores, temerosos de seguir su suerte en caso de oposición manifiesta o sospechada. Azaña apreciaría la finalidad estratégica de esa política represiva inclemente: “Se propone acabar con el adversario, para suprimir quebraderos de cabeza a los que pretenden gobernar”. Por eso mismo, en palabras de Carlos Gil Andrés, “más de la mitad de las víctimas de la represión de los sublevados murieron en los dos primeros meses de la guerra” mediante ejecuciones militares sumarias y “paseos” irregulares que dejaron las cunetas y los cementerios repletos de cadáveres a veces insepultos durante varios días, a modo de ejemplar escarmiento público. Según los cómputos autónomos de Paul Preston, Julián Casanova o Francisco Espinosa, fueron un mínimo de 130.000 víctimas mortales: cien mil durante la guerra a medida que avanzaban las tropas y ocupaban nuevas poblaciones y otras treinta mil durante la posguerra tras la victoria.

En el caso de las zonas donde los sublevados fracasaron y un estado republicano descoyuntado sobrevivió a duras penas al cataclismo de julio de 1936, la violencia homicida desatada también fue terrible. Como señala Gil Andrés, “no fue una mera explosión de ira popular, espontánea y descontrolada”, porque “en los partidos de izquierda, los sindicatos obreros y las mismas instituciones estatales hubo muchos responsables de decenas de miles de asesinatos”, aun cuando las máximas autoridades de la República intentaran frenar un terror revolucionario nutrido de odio al enemigo y de miedo ante su posible victoria. Esa violencia estuvo a cargo de milicias armadas socialistas, anarquistas y comunistas. Sus objetivos prioritarios fueron, desde luego, los militares alzados que fracasaron, pero también los dirigentes políticos derechistas, los patronos sospechosos de simpatizar con la sublevación y, sobre todo, los clérigos de la iglesia católica, erigida en perverso símbolo culpable de todo el mal acumulado durante decenios. El 80% de las muertes se registraría en los cinco primeros meses de la contienda, cuando el desplome estatal dificultó el control legal y real del orden público. La cifra final de esa cosecha llegaría a la cota de 55.000 víctimas mortales hasta la derrota de 1939, según las estimaciones de Paul Preston, José Luis Ledesma o Julius Ruiz.

En ese contexto sangriento, los éxitos más importantes de los sublevados comenzaron el mismo 18 de julio de 1936, justo a la par que Casares Quiroga anunciaba con suicida confianza que se había frustrado “un nuevo intento criminal contra la República” y predominaba “la absoluta tranquilidad” en todo el país.

Andalucía fue la tercera región sublevada con éxito y la primera de la Península. El artífice de la operación fue Queipo de Llano, que se presentó en Sevilla en la tarde del día 18, destituyó al vacilante jefe de la división con apoyo de la mayoría de la guarnición, asumió la responsabilidad de implantar el estado de guerra y aplastó con suma violencia la débil resistencia ofrecida por los militantes de izquierdas en la ciudad y en los pueblos de la provincia. Secundando esa iniciativa, el general José Enrique Varela logró sublevar con éxito la guarnición de Cádiz y lo mismo sucedería de inmediato con las de Huelva, Córdoba y Granada, con los mismos episodios de anulación de mandos opuestos, encarcelamiento de autoridades civiles y aplastamiento violento de la resistencia ofrecida por los partidos y sindicatos obreros en la calle.

El 19 de julio la rebelión se generalizó por toda España logrando triunfos cruciales en cascada. En primer lugar, Mola se alzó en Navarra con apoyo masivo de las milicias carlistas, que colaboraron con las tropas en la reducción inclemente de las ocasionales resistencias encontradas. Simultáneamente, Cabanellas se sublevaba en Zaragoza ante la pasividad aterrada de sus masas anarquistas y lograba extender su control sobre Huesca y Teruel mediante una represión intensa. Seguidamente, el general Andrés Saliquet repetía la acción de Queipo en Valladolid y, previa destitución violenta del general Molero, sublevaba la división y desplegaba una sangrienta represión contra los opositores al golpe. Completando el rosario de éxitos, aquel mismo día se sumaban a la rebelión otras dos plazas cruciales. En Burgos, el general Fidel Dávila dominaba la resistencia de su superior, el general Batet, que había sofocado la revuelta catalana de 1934 pero permaneció fiel a la República y pagaría por ello con su vida. En Baleares se alzó el general Goded, que solo encontró resistencia a sus planes en la isla de Menorca, donde los aviadores y marineros destinados en sus bases se negaron a secundar la iniciativa y siguieron la línea de actuación mayoritaria de sus armas.

El día 20 de julio tuvieron lugar las últimas sublevaciones con éxito de los militares conjurados. El coronel Pablo Martín Alonso consiguió desde La Coruña levantar en armas a la mayoría de las guarniciones de Galicia, previa destitución de sus superiores leales al gobierno y al precio de una intensa lucha en la base naval de El Ferrol y en los barrios obreros de Vigo. Ese mismo día, tuvieron lugar otras tres incorporaciones a la sublevación de gran valor simbólico. Por un lado, el teniente coronel Camilo Alonso Vega sumaba la provincia de Vitoria al bando rebelde. Por otro, el coronel Antonio Aranda decantaba la ciudad de Oviedo contra el gobierno republicano. Y, finalmente, el coronel José Moscardó, director de la Academia Militar de Toledo, se alzaba en armas y se atrincheraba en el viejo Alcázar con sus hombres y medio millar de civiles afectos o tomados como rehenes.

División de España a finales de julio de 1936 y primeras operaciones militares

Los grandes éxitos cosechados en ese 20 de julio solo tuvieron en contra un serio revés político: el general Sanjurjo perdió la vida en accidente aéreo en Lisboa cuando trataba de viajar hasta Pamplona para asumir la dirección suprema del movimiento. Los sublevados, en suma, perdían a su líder reconocido apenas iniciada la operación y en medio de un contexto incierto en el plano militar y en el orden político.

En definitiva, después de cuatro días trágicos, la sublevación había logrado triunfar de manera indiscutida y tras varias vicisitudes en todas las colonias (Marruecos, Ifni, el Sáhara y Guinea), los dos archipiélagos de Canarias y Baleares (salvo la isla de Menorca), en un núcleo andaluz (cuyos ejes eran Sevilla, Cádiz, Córdoba y Granada) y en una amplia y compacta zona centro-occidental que iba desde La Coruña a Huesca y desde Cáceres a Teruel y que incorporaba las regiones de Galicia, León y Castilla la Vieja, Navarra y Álava, la alta Extremadura y la mitad occidental de Aragón. Era algo menos de la mitad de toda la superficie española peninsular.

El corolario de esa afirmación es evidente. La rebelión había fracasado en el resto del territorio nacional y había sido aplastada en dos grandes zonas separadas: una estrecha y aislada franja norteña de la costa cantábrica, que iba desde Guipúzcoa en el País Vasco hasta Asturias (salvo Oviedo), y un compacto territorio centro-oriental articulado por el triángulo de Madrid-Barcelona-Valencia, que incluía toda la región catalana y el resto de la costa mediterránea hasta Málaga, así como las áreas interiores desde Badajoz hasta Castilla la Nueva y La Mancha. Era algo más de la mitad de la superficie peninsular de España (véase el mapa de las pp. 96-97).

En efecto, en esas dos zonas, en parte como habían temido los mandos conjurados, la sublevación acabó siendo aplastada gracias a la acción enérgica de un pequeño sector del ejército y de las fuerzas de seguridad que permanecieron fieles al gobierno republicano y que pronto serían auxiliadas (incluso rebasadas) por milicias sindicales y partidistas armadas con toda urgencia. Esa combinación de tropas militares regulares y milicias civiles improvisadas resultó crucial para el aplastamiento del golpe en buena parte de las grandes ciudades (del mismo modo que su ausencia había permitido la caída en manos sublevadas de poderosos feudos sindicales como Sevilla, Zaragoza o Vigo, a título de ejemplo). Como reconocería después un periodista anarquista que participó en los combates al lado de las fuerzas de la Guardia Civil y de Asalto en Barcelona:

La combinación fue decisiva. A pesar de su acometividad, de su espíritu revolucionario, la CNT sola no habría podido derrotar al ejército y a la policía juntos. De haber tenido que luchar contra ambos, en unas pocas horas no habría quedado ni uno de nosotros.

En la capital española, el gobierno de Casares Quiroga había adoptado medidas eficaces para controlar la intentona, contaba con la colaboración de los mandos militares (empezando por el ministro de la Guerra, general Masquelet) y tenía a su disposición más de seis mil guardias civiles y de asalto leales que casi igualaban a los siete mil soldados presentes en la provincia. Los conjurados habían tanteado sin éxito a varios jefes de la región, como sería el caso del general José Miaja o del coronel Vicente Rojo. Este último recordaría posteriormente sus discusiones con compañeros que estimaban que la situación era tan grave que “no había otra solución que la fuerza drásticamente aplicada por el Ejército” y su respuesta al diagnóstico: “era un error dividir” al ejército y “quedaban fuerzas políticas organizadas, un parlamento sin estrenar siquiera y estaba claramente manifestada la voluntad mayoritaria de la nación en las últimas elecciones”. También dejaría constancia del hecho decisivo de que sus opiniones eran dominantes en la región militar de Madrid, con su corolario:

Mis jefes naturales –ministro, inspector general del Ejército, jefe del Estado Mayor Central, comandante de la División de Madrid y el general de quien yo era ayudante– no se sublevaron.

Así pues, la cadena de mando de la división madrileña no se sublevó, aunque tuvo que hacer frente a conatos de sublevación aislados fácilmente suprimidos. El más importante se produjo el día 19, cuando el general retirado Fanjul consiguió levantar en armas a poco más de dos millares de oficiales, soldados y civiles (milicianos falangistas y monárquicos) que se atrincheraron en el céntrico cuartel de La Montaña a esperar la llegada de tropas de auxilio remitidas por Mola. Pero esa ayuda no llegó y mientras tanto sus enemigos sitiaban el cuartel a la espera del asalto final.

Las derrotas cosechadas, junto con la acción de Fanjul, precipitaron la caída del ejecutivo de Casares Quiroga, que fue sustituido el día 19 por una sucesión de gabinetes que evidenciaba la profunda crisis institucional desatada en la República. Primero, Azaña encomendó a Martínez Barrio la formación de un gobierno moderado que pactara con los insurgentes para evitar la guerra (y que tenía como ministro al general Miaja), lo que fue airadamente desechado tanto por Mola como por los partidos de izquierda. Después, al finalizar el día, Azaña entregó el gobierno a su amigo José Giral, que formó un ejecutivo de republicanos con dos militares en las carteras de Guerra (general Luis Castelló, pocas semanas después sustituido por el coronel Juan Hernández Sarabia) y Gobernación (general Sebastián Pozas). Y fue ese gobierno el que tomó una decisión crucial: licenciar las tropas (supuestamente para evitar que obedecieran a sus mandos sublevados) y autorizar la entrega de armas a los militantes de los partidos y sindicatos de izquierdas que clamaban por ellas para aplastar la sublevación.

Consagrada la decisión de combatir la rebelión con todos los medios, el 20 de julio la combinación de tropas leales y milicianos armados asaltó el cuartel de La Montaña, detuvo a Fanjul (que sería juzgado y fusilado) y masacró a la mayoría de sus defensores. El éxito gubernamental decantó toda la región castellano-manchega a su favor, al igual que sucedió con la provincia de Badajoz (cuyo gobernador militar era el general Castelló hasta su nombramiento ministerial). Y ese éxito fue reduplicado por la victoria defensiva lograda en el frente montañoso de Guadarrama, donde la mezcla de tropas leales y milicias de izquierdas consiguió frenar las débiles columnas remitidas por Mola desde Castilla la Vieja e impedir su avance sobre Madrid.

Tampoco la región militar de Cataluña había sido escenario de una sublevación de sus mandos naturales (el general Francisco Llano de la Encomienda, jefe divisionario, y el general Jesús Aranguren, jefe de la Guardia Civil). Por el contrario, ellos y la mayoría de sus subordinados permanecieron leales a la República y fueron decisivos para sofocar los conatos de insurrección existentes a partir del día 19. La debilidad de la conjura en la capital industrial de España era tan grande que Goded se trasladó desde Palma a Barcelona para hacerse cargo de su dirección el 20 de julio, cuando ya todo estaba perdido ante la eficaz resistencia ofrecida por guardias civiles y de asalto. Al finalizar ese día, Goded se rindió y decantó la suerte de los aislados focos alzados en el resto de Cataluña. Para entonces, los militantes de los sindicatos anarquistas (y en menor medida los militantes comunistas y socialistas) ya habían conseguido apoderarse de las armas guardadas en los depósitos militares y sus milicias se convertirían en las dueñas de la región e incluso emprenderían operaciones en Mallorca y Aragón.

El tercer fracaso decisivo de la sublevación se produjo en la región militar de Valencia, gracias a la lealtad de los jefes superiores, el general divisionario Fernando Martínez Monje y el general de brigada Mariano Gámir Ulibarri. Aunque los conspiradores tenían bastantes partidarios, sus líderes fueron indecisos (incluso el general González Carrasco, que llegó de Madrid para tratar encabezarlos), tropezaron con una resistencia militar y civil enérgica y no consiguieron romper la disciplina de unas tropas que, como medida precautoria, estuvieron dos días acuarteladas. Finalmente, el día 20, en la estela de lo sucedido en Madrid y Barcelona, Martínez Monje reunió a sus oficiales de confianza para definir su conducta y por mayoría clara optaron por permanecer leales a la República. Su decisión, después del fracaso madrileño y catalán, sentenció la suerte de la sublevación en el resto de la costa levantina y murciana.

Los restantes fracasos de la sublevación fueron menos importantes en términos cualitativos, pero no en el plano simbólico. En el sur, la mayor derrota se produjo en Málaga, que acarreó la pérdida de Almería, en parte por la resistencia de fuerzas policiales y en parte por la llegada de buques de guerra desde Cartagena que inclinaron la balanza. En el norte, también fracasaron los conatos de levantamiento en las provincias de Guipúzcoa, Vizcaya, Santander y Asturias (salvo Oviedo), por esa misma combinación de resistencia militar mayoritaria, alzamiento de focos minoritarios e intervención de milicias civiles apresuradamente armadas. Así lo dejó expresado el historiador militar y excombatiente en las filas insurgentes, general Salas Larrazábal:

En Madrid, en Barcelona, en Valencia, en Cartagena, en Bilbao, en Santander, en Málaga o en Almería, ciudades todas ellas en las que triunfó el Gobierno y que en su conjunto decidieron la suerte del golpe de Estado, fueron las fuerzas armadas que permanecieron fieles al Gobierno –Ejército, Guardia Civil, Carabineros o Asalto– quienes resolvieron la situación reduciendo a los rebeldes. Como hemos dicho repetidas veces, el ambiente local influía notablemente en la moral de unos y otros y favorecía el triunfo de quienes contaran con él; las excepciones de Oviedo y Santander, de Sevilla o Albacete, no hacen sino confirmar la verdad del aserto. Las milicias, escasamente instruidas, organizadas y armadas, pocas en número y sin cohesión ni encuadramiento, no pasaron de ser la máxima expresión de ese ambiente hostil o favorable a la rebelión; un coro activo con todo el valor ambiental que siempre prestó éste a la tragedia.

 ESPAÑA PARTIDA EN DOS

Antes de cumplirse la primera semana de sublevación, los rebeldes no habían logrado derribar al gobierno republicano en la mitad del país, ni habían conseguido asumir el control del estado en todo el territorio nacional, además de perder a su líder supremo en accidente aéreo apenas cuatro días después de iniciarse el golpe. El gobierno republicano tampoco fue capaz de dominar la rebelión de manera eficaz y solo había conseguido sofocarla en media España, pero al precio de perder casi todo su ejército, tener que armar a milicias civiles incontroladas y contemplar el colapso de buena parte del organigrama institucional del estado.

Fue ese empate de éxitos y fracasos casi equilibrados lo que propició la conversión del golpe militar en una verdadera guerra civil de incierto resultado y duración. Enric Ucelay-Da Cal apuntó hace ya más de un decenio con claridad ese equilibrio imperfecto de impotencias recíprocas que resultó tan trágico: los insurgentes habían sido incapaces de “llevar a cabo su golpe con efectividad en todas partes”, pero el gobierno se había mostrado igualmente incapaz “de suprimirlo por doquier”. El resultado: “No había más salida que dirimir las diferencias mediante las armas”. Y eso significaba abrir la caja de Pandora de la guerra civil con todas sus implicaciones de barbarie fratricida y avasalladora.

Los sublevados estaban decididos a emprender operaciones militares para conquistar el territorio que había escapado a su control en la primera acometida y no se resignaban a aceptar una división del país según las líneas de frente talladas aquel sofocante mes de julio (uno de los más calurosos del siglo). Por su parte, sus enemigos, cualquiera que fuera su perfil (más reformista o más revolucionario), estaban dispuestos a defenderse a toda costa y a tratar de recuperar las áreas perdidas. Así pues, a finales de julio de 1936, el balance de cuatro días de sublevación y contra-insurrección ofrecía una imagen equilibrada de fuerzas y capacidades en casi todos los órdenes: un escenario de empate inestable entre los dos bandos que iban configurándose a marchas forzadas.

El territorio decantado hacia el gobierno republicano representaba el 53,5% de toda la superficie nacional (unos 270.000 de los 505.000 km2 totales), integraba 22 de las 50 capitales de provincia y estaba habitado por 14,5 millones de habitantes (el 60% de la población española). Era, así pues, el más extenso, más densamente poblado y más urbanizado. Y era también el más industrializado (incluía la siderurgia vasca, la minería asturiana y la industria textil y química catalana), pero el de menores posibilidades alimenticias agrarias y ganaderas (exceptuando la producción horto-frutícola levantina).

El área en manos de los sublevados representaba el 46,5% de la superficie nacional (unos 235.000 km2), integraba 28 de las 50 capitales provinciales pero acogía en su seno a solo 10 millones de habitantes (el 40% del total). Era, por tanto, el territorio menor, menos poblado y más ruralizado. Contaba con una débil infraestructura industrial moderna (las minas de piritas de Huelva y las minas de hierro marroquíes), pero tenía importantes recursos alimenticios agroganaderos y pesqueros (el 70% de la capacidad de producción nacional en su conjunto: más de dos tercios del trigo y las patatas, el 60% de las leguminosas, el 75% del leche y el 70% del ganado ovino).

Sin embargo, ese reparto genérico equitativo (marcado por el contraste campo-ciudad) era de partida especialmente gravoso para el bando republicano en virtud de su escisión geográfica y de la falta de conexión entre áreas industriales y zonas de consumo. De hecho, ni el carbón asturiano ni el hierro vasco podían abastecer a la industria catalana o levantina, ni los productos de estas podían llegar a los mercados urbanos de la franja norteña leal. En palabras de Josep Bricall, “los rebeldes les habían arrebatado el mercado de su industria y los productos básicos para esta industria y para el consumo de la población”.

En el orden financiero, la República tenía una ventaja porque mantuvo el control del 65% de las oficinas bancarias del país, así como los depósitos centrales de los cinco grandes bancos españoles de la época. Y todavía más crucial: bajo control del gobierno quedó la mayor parte de las reservas de oro del Banco de España, cuya movilización serviría como eficaz medio de pago internacional de los suministros importados del extranjero. Mientras tanto, sus enemigos solo consiguieron controlar el 35% de las oficinas bancarias y tuvieron que paliar sus carencias financieras con el recurso al crédito exterior y orientando sus posibilidades exportadoras a la obtención de divisas aplicables a las ineludibles compras en el extranjero. Esta ventaja inicial republicana en recursos financieros (sumados a los industriales) fue pronto mermada por las difíciles condiciones internas de su economía y sus oscilaciones entre modelos de gestión revolucionaria anticapitalista y de gestión centralizada más ortodoxa, a lo que se añadió un hostil contexto internacional para sus demandas económicas. De igual modo, la desventaja inicial de los sublevados fue pronto rebajada por las asistencias crediticias logradas en el exterior (en Italia, Alemania y Portugal) y por una gestión interna centralizada y disciplinada de los recursos disponibles.

En el plano militar, según datos de Salas Larrazábal, los sublevados habían conseguido sumar a su causa a más de la mitad de los jefes y oficiales que formaban el ejército (lo que suponía unos ocho mil hombres con capacidad profesional para hacer la guerra). También lograron controlar la mayor parte de efectivos de tropa de recluta obligatoria y buena parte de las fuerzas de seguridad, un conjunto de unos 140.000 hombres que incluían la totalidad de las curtidas tropas de Marruecos, con su estructura, equipo y cadena de mando operativa. Por el contrario, sus enemigos tuvieron el control nominal de otros 116.000 soldados de tropa y de algo más de 7.500 jefes y oficiales. Pero la realidad es que la decisión de licenciar las tropas destruyó el aparato de recluta militar y que solo 3.500 mandos prestaron sus servicios lealmente a la causa republicana (mientras que 1.500 perderían la vida, otros tantos serían encarcelados y en torno a mil se pasaron al enemigo en cuanto tuvieron oportunidad).

La distribución de fuerzas en la marina y en la aviación también benefició al gobierno en principio y sobre el papel. En el caso de la primera, la poderosa base naval mediterránea de Cartagena y casi el 70% de los buques quedaron en sus manos, aunque perdiera a casi todos sus jefes y oficiales por su compromiso golpista (“la escuadra la mandan los cabos”, fue la noticia reveladora). Por su parte, los sublevados tenían que conformarse con la crucial base naval atlántica de Ferrol y el control de apenas un acorazado, un crucero, un destructor y otras pequeñas unidades variadas. En el arma aeronáutica, que disponía de poco más de trescientos aparatos de diferentes tipos y no muy modernos, se produjo una escisión parecida: el gobierno retuvo el dominio de 207 en tanto que los rebeldes lograron apoderarse de 96.

En todo caso, ese reparto de efectivos militares fue completado con una contribución al combate que revelaba la naturaleza civil de la contienda y el apoyo popular del que ambos bandos disfrutaban. Como ha recordado James Matthews, en los primeros meses de la guerra, jóvenes y no tan jóvenes se aprestaron a tomar las armas de manera voluntaria para combatir: en torno a ciento veinte mil milicianos de todas las afinidades (socialistas, anarquistas y comunistas, sobre todo) en la zona republicana y aproximadamente cien mil combatientes voluntarios en la zona franquista (dos tercios de ellos falangistas y el otro tradicionalistas). Pero pronto se descubrió que la guerra no podía librarse con tan pocos hombres en armas y hubo que recurrir a la movilización forzosa de varones (entre 18 y 45 años) para mantener las operaciones y nutrir la mano de obra bélica. De hecho, los sublevados comenzaron a movilizar reclutas ya en julio de 1936 y acabarían la guerra habiendo llamado a quince reemplazos que suponían 1,2 millones de hombres. Por su parte, la República tardó meses en secundar a sus enemigos en virtud de la prevención antimilitarista de sus partidarios. Pero se rendiría a la necesidad a partir de octubre y desde entonces hasta su derrota movilizó veintiocho reemplazos que totalizaban 1,7 millones de soldados.

En resolución, a fines de julio de 1936 se habían configurado de manera apresurada y con mucha dosis de azar dos bandos enfrentados a muerte, empatados en recursos internos y que carecían del equipo militar suficiente para sostener un esfuerzo bélico de envergadura. Esa realidad, paralela a la conversión del golpe en guerra, planteó de inmediato un problema estratégico vital: en virtud de la equilibrada división de España y del previo raquitismo de su industria bélica, no cabía combatir con armas, municiones y materiales fabricados en el país. Por ese motivo, el mismo día 19 de julio de 1936, los máximos líderes de ambos bandos se vieron obligados a dirigirse de inmediato al exterior en demanda de ayuda a las potencias europeas afines a sus postulados, abriendo así la vía al crucial proceso de internacionalización de la contienda española.

El recién nombrado nuevo presidente republicano, José Giral, solicitó telegráficamente el envío de aviones y municiones para sofocar la rebelión a las autoridades de París, donde hacía pocas semanas había accedido al poder un gobierno francés del Frente Popular liderado por el socialista Léon Blum. El general Franco, desde Marruecos, envió sus emisarios a Roma y Berlín solicitando también a Mussolini y a Hitler armas y aviones para transportar sus tropas a la Península y poder iniciar su marcha sobre Madrid. Esa simultánea petición de ayuda exterior suponía de facto el reconocimiento de las dimensiones internacionales presentes en el conflicto español y el intento deliberado de sumergirlo en las graves tensiones que fracturaban Europa. De hecho, en el contexto crítico de aquel verano de 1936, ambas peticiones iban a provocar la internacionalización de la Guerra Civil con resultados bien distintos para los militares sublevados y para las autoridades de la República.

Así pues, una España partida en dos mitades fiaba su suerte no solo al choque de las armas en suelo nacional sino también al duelo exterior en las cancillerías de las grandes potencias. Y, mientras tanto, ante el desafío imprevisto de una “guerra total”, ambas partes se aprestaban a resolver tres grandes problemas generados en el plano estratégico-militar, en el ámbito económico-institucional y en el orden político-ideológico. Se trataba de la tríada de retos que Clausewitz había señalado como prioritarios en el sostenimiento de un conflicto bélico y que la Gran Guerra de 1914-1918 había mostrado con toda su complejidad: afinar las actividades de los militares como profesionales de las armas, modular la política de los gobiernos como gestores de los recursos disponibles y gestionar “las pasiones de los pueblos” como alimento moral y material del combate.

En el caso de España, bajo la forma de una guerra civil, en gran medida el éxito o fracaso de los respectivos esfuerzos bélicos de republicanos y de franquistas dependería finalmente de la acertada resolución de estas tres tareas básicas inducidas por la “guerra total” que siguió a una insurrección solo parcialmente victoriosa. A saber:

1°) La reconstrucción de un ejército combatiente regular, con mando centralizado, obediencia y disciplina en sus filas y una logística de suministros bélicos constantes y suficientes, a fin de sostener con vigor el frente de combate y conseguir la victoria sobre el enemigo o, al menos, evitar la derrota.

2°) La reconfiguración del aparato administrativo del estado en un sentido centralizado para hacer uso eficaz y planificado de todos los recursos económicos internos o externos del país, tanto humanos como materiales, en beneficio del esfuerzo de guerra y de las necesidades del frente de combate.

3°) La articulación de unos Fines de Guerra compartidos por la gran mayoría de las fuerzas sociopolíticas representativas de la población civil de retaguardia y susceptibles de inspirar moralmente a esa misma población, hasta el punto de justificar los grandes sacrificios de sangre y las hondas privaciones materiales demandados por una cruenta y larga lucha fratricida.

Como hemos de ver, a juzgar por el desenlace de la guerra, parece evidente que el bando franquista fue superior al bando republicano en la imperiosa tarea de configurar un ejército combatiente bien abastecido y pertrechado, construir un estado centralizado eficaz para regir la economía de guerra y sostener una retaguardia civil unificada y comprometida con la causa bélica. Las razones de esa imagen genérica de superioridad franquista e inferioridad republicana a la hora de afrontar sus respectivos desafíos bélicos no fueron solo de orden interno y endógeno. Porque en la respectiva capacidad para abordar y acometer esas exigencias inducidas por la emergencia bélica influyó de manera crucial el contexto internacional que sirvió de marco a la Guerra Civil.


 IV
REACCIÓN Y MILITARIZACIÓN EN LA ESPAÑA INSURGENTE: LA CONSTRUCCIÓN DE UNA DICTADURA CAUDILLISTA

En la parte de España donde triunfó la sublevación militar de julio de 1936, el dominio de los mandos insurgentes fue afianzándose al compás de una violenta militarización de la vida sociopolítica. La movilización bélica se articuló sobre dos ideas fuerza: la defensa de la unidad de una patria española acosada y la defensa de una fe católica amenazada. Sobre esas bases ideológicas, las necesidades político-estratégicas de concentración del poder decisorio en una sola mano fueron promoviendo el encumbramiento del general Franco a la máxima magistratura de Caudillo de España. A los pocos meses del estallido de la contienda, el nuevo estado insurgente cobraba la forma de una dictadura personal que se apoyaba en tres pilares institucionales: un ejército combatiente, una iglesia militante y un partido único del estado en proceso de fascistización. La prolongación de la guerra, junto con el crispado contexto internacional, fue consolidando la situación de Franco como dictador de plenos poderes vitalicios, muy influenciado por la Italia fascista y la Alemania nacional-socialista.

 CONSOLIDAR UNA INSURRECCIÓN MILITAR INESTABLE

Primero en Marruecos y luego en las otras zonas españolas donde los sublevados consiguieron sus objetivos en aquellos cuatro días de julio, el poder y la autoridad política quedaron en manos de la cadena de mando del ejército alzado en armas, con arreglo a la preceptiva declaración del estado de guerra y previa depuración de elementos hostiles o indecisos de sus filas. La implacable militarización de la vida sociopolítica se tradujo en la destitución, encarcelamiento y frecuente fusilamiento de las autoridades civiles nombradas por el gobierno republicano, así como en la detención, reclusión o simple eliminación de los dirigentes sindicales y partidistas afines al republicanismo reformista y a la izquierda obrera y jornalera. La toma del poder por el ejército implicó también la prohibición de todo tipo de huelgas, reuniones políticas o sindicales, resistencias armadas o sabotajes bajo pena de muerte inmediata para los acusados y sospechosos, al igual que el establecimiento del toque de queda y el control de todo movimiento de civiles dentro del territorio dominado.

La cosmovisión que alentaba a los sublevados y el carácter de sus medidas de control sociopolítico por la fuerza de las armas habían sido sintetizadas previamente en unas “normas de ejecución” del golpe redactadas por Mola. El bando declarando el estado de guerra en Andalucía dictado por Queipo de Llano es representativo de esas medidas:

ESPAÑOLES: Las circunstancias extraordinarias y críticas porque atraviesa España entera; la anarquía que se ha apoderado de las ciudades y los campos, con riesgos evidentes de la patria, amenazada por el enemigo exterior, hacen imprescindible el que no se pierda un solo momento y que el Ejército, si ha de ser salvaguardia de la nación, tome a su cargo la dirección del país para entregarlo más tarde, cuando la tranquilidad y el orden estén restablecidos, a los elementos civiles preparados para ello.

En su virtud, y hecho cargo del mando en esta División, ORDENO Y MANDO:

1°. Queda declarado el estado de guerra en todo el territorio de esta División.

2°. Queda prohibido terminantemente el derecho a la huelga. Serán juzgados en juicio sumarísimo y pasados por las armas los directivos de los Sindicatos, cuyas organizaciones vayan a la huelga o no se reintegren al trabajo los que se encuentren en tal situación a la hora de entrar el día de mañana. […]

Si el éxito logrado por Queipo de Llano en Sevilla hubiera sido general en toda España, se habría asistido a una repetición, mutatis mutandis y más o menos cruenta, del pronunciamiento encabezado por Primo de Rivera en 1923, el modelo conocido por los mandos sublevados. Sin embargo, esta vez la operación no había sido la tarea unánime de la corporación militar en su conjunto y se encontró enfrente la oposición decidida de significativos núcleos de fuerzas armadas leales al gobierno constitucional, que pronto serían reforzados por las concienciadas milicias sindicales y partidistas.

Como resultado de los éxitos del golpe, habían surgido tres núcleos geográficos aislados que estaban bajo el control respectivo de un destacado jefe militar: Mola, en Pamplona, era la autoridad máxima en la zona centro-occidental pese a que era de inferior edad y graduación que Cabanellas en Zaragoza; Queipo de Llano, en Sevilla, estaba al frente del reducto andaluz, donde actuaba como auténtico virrey; y Franco, en Tetuán, se había puesto al mando de las tropas de Marruecos como líder africanista indiscutido y después de asegurar el dominio de Canarias. El gran ausente de ese triunvirato que dirigía la sublevación era Sanjurjo, que debería haberse puesto al frente de todos regresando de su exilio portugués. Sin embargo, como hemos visto, perdió la vida en accidente aéreo en Lisboa el día 20 y esa muerte dejó sin cabeza la rebelión, acentuando los problemas derivados de su indefinición política.

Efectivamente, los generales sublevados carecían de alternativa política explícita, existiendo entre ellos una mayoría monárquica (Alfredo Kindelán, jefe de la fuerza aérea, Luis Orgaz, al mando de Canarias, y Andrés Saliquet, al frente de Valladolid), pero registrándose también carlistas (José Enrique Varela, en Cádiz), republicanos conservadores (Queipo de Llano y Cabanellas) y aun falangistas (el coronel Juan Yagüe) o accidentalistas (Antonio Aranda, en Oviedo, Mola y, en gran medida, Franco). Esa diversidad de sensibilidades había sido la razón del acuerdo entre los conjurados sobre el carácter neutral del pronunciamiento y la necesidad de establecer una dictadura militar más o menos transitoria, cuyo objetivo esencial era frenar las reformas gubernamentales y atajar la amenaza de revolución proletaria. Así lo había subrayado la última de las “normas de ejecución” de la sublevación que Mola había firmado antes del inicio de la operación: “Prohibición de todo género de manifestaciones de tipo político que pudieran quitar al movimiento el carácter de neutralidad absoluta que lo motiva”.

Se trataba, en definitiva, de un movimiento de contrarreforma efectiva y contrarrevolución preventiva liderado por el ejército como “espina dorsal de la Patria” cuyo fracaso parcial, paradójicamente, provocaría el temido proceso revolucionario en las zonas escapadas a su control. Ese exclusivo protagonismo militar corporativo fue inmediatamente subrayado por los mandos sublevados en todas sus proclamas y arengas. El 24 de julio, en Burgos, el primer organismo de coordinación de todos ellos reiteraba que estaba en marcha una operación del “Ejército, cerebro, corazón y brazo” de la patria, que había asumido la tarea de “la salvación de España” con “activa conciencia de su responsabilidad”. Pocas semanas después, Franco se expresaba en la misma línea militarista pretoriana ante la prensa portuguesa:

Implantaremos una corta dictadura militar, su duración dependerá de la que necesiten los organismos que con funciones especiales, en régimen nacional, servirán a la nueva España. Después, cuando ello sea posible, el Directorio Militar llamará a colaborar a los elementos que estime necesarios. La administración será confiada a los técnicos, no políticos, para conseguir el dotar a la Nación de la estructura orgánica, característicamente española, que le es imprescindible. La transformación española se asemejará a la de tipo portugués.

En función de esa indefinición política, el universo ideológico del movimiento insurreccional se circunscribía a tres ideas sumarias y comunes a todas las derechas conservadoras hispanas, con independencia de su programa político específico.

Ante todo, el nacionalismo español integrista e historicista, ferozmente opuesto a la descentralización autonomista o secesionista, que aprendieron a amar los cadetes en las academias militares desde finales del siglo XIX y en las cruentas guerras coloniales libradas en Marruecos entre 1909 y 1926. Una fe nacionalista que estaría en la base de la espontánea restauración de la vieja bandera roja y gualda, en sustitución de la bandera tricolor que había adoptado la República, una medida oficializada el 29 de agosto de 1936 con estas razones:

Sólo bastardos, cuando no criminales propósitos de destruir el sentimiento patriótico en su raíz, pueden convertir en materia de partidismo político lo que, por ser símbolo egregio de la Nación, está por encima de parcialidades y accidentes. Esa gloriosa enseña ha presidido las gestas inmortales de nuestra España; ha recibido el juramento de fidelidad de las sucesivas generaciones; ha ondeado los días de ventura y adversidad patrias y es la que ha servido de sudario a los restos de patriotas insignes que, por los servicios prestados a su país, merecieron tal honor.

En segundo orden, reforzada tras el episodio secularizante republicano, la profesión de fe en un catolicismo identificado con la idea de cruzada “por Dios y por España”, que llevaba decenios proclamando a “España como país predilecto y predestinado para la realización del Reino de Cristo”. Esa comunión nacional-católica tenía en Marcelino Menéndez y Pelayo su formulador más preclaro desde 1882:

Ni por la naturaleza del suelo, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación. […] Esta unidad se la dio a España el Cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de los Concilios. Por ella fuimos nación y gran nación, en vez de muchedumbres de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. […] España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio… ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad.

La tercera idea motriz del movimiento militar consistía en un virulento anticomunismo genérico que repudiaba tanto el comunismo stricto sensu como a sus “cómplices”, el socialismo, el anarquismo y el liberalismo democrático, por sus efectos disolventes sobre la unidad nacional y religiosa. Con su habitual simplicidad, Mola sintetizaría ese credo doctrinal con una declaración lacónica: “Somos nacionalistas porque es lo contrario de marxistas, o sea, que se pone el sentimiento de unidad nacional por encima de toda otra idea”. Lo mismo había hecho Franco en su manifiesto del 18 de julio al proclamar “una guerra sin cuartel a los explotadores de la política, a los engañadores del obrero honrado, a los extranjeros y a los extranjerizantes que directa o solapadamente intentan destruir a España”. Y lo mismo haría la propaganda bélica insurgente desde el inicio de la sublevación, como rezaría ya la portada del diario Abc impreso en Sevilla el 22 de julio de 1936: “Por la salvación de la Patria. Guerra a muerte entre la Rusia roja y la España sagrada”.

LA JUNTA DE DEFENSA NACIONAL

Dueños de media España bajo esos postulados doctrinales, los mandos sublevados tuvieron que afrontar de inmediato los problemas planteados por el vacío de poder supremo creado por la muerte de Sanjurjo y por la dispersión de autoridad generada por la fragmentación territorial de las zonas dominadas. Con el apoyo de Cabanellas y aprovechando su prestigio como organizador (pese al evidente fracaso de muchas de sus previsiones golpistas), Mola trató de paliar ambos peligros mediante la constitución en Burgos el día 24 de julio de 1936 de la “Junta de Defensa Nacional”, una entidad militar que, según su decreto fundacional, “asume todos los Poderes del Estado y representa legítimamente al País ante las Potencias extranjeras”.

La Junta de Burgos estaba integrada por la plana mayor del generalato sublevado, al modo del Directorio Militar de 1923. Presidida por Cabanellas como jefe más antiguo en el escalafón, formaban parte de ella cuatro generales con mando en la zona centro-occidental (Mola, Saliquet, Dávila y Ponte) y dos coroneles que actuaban como secretarios. Pocos días después se incorporarían los mandos del resto de las zonas: Franco, Queipo de Llano, Orgaz, Gil Yuste y el almirante Moreno. Se trataba de un organismo de representación colegiada cuyo cometido básico era ser “una especie de instrumento de la intendencia y la administración básicas” (palabras de Javier Tusell). Su carácter interino pretendía asegurar las mínimas funciones de gestión institucional hasta que la ocupación de Madrid permitiera hacerse con los órganos centrales del estado residentes en la capital. Por eso se referirá a sí misma, en el momento de su disolución, como “régimen provisional de Mandos combinados” que solo “respondían a las más apremiantes necesidades de la liberación de España”.

Si bien la Junta se convirtió en un eficaz órgano de autoridad colegial del poder militar imperante en la zona sublevada, superando la crisis originada por la muerte de Sanjurjo, como institución no tuvo ningún papel en las operaciones bélicas. Esa responsabilidad siguió en las manos de los tres mandos que se habían configurado tras la sublevación.

En el frente norte-centro, esa dirección recaía en Mola, cuyas tropas trataban de sostener con creciente dificultad la ofensiva en dos áreas distintas: el avance desde Álava hacia la frontera franco-española en Irún, tratando de ocupar primero San Sebastián; y la preservación de las posiciones ganadas en la sierra madrileña de Guadarrama, donde sus tropas experimentaban una aguda escasez de material que las obligaría a depender de los suministros remitidos por los otros mandos operativos. En el frente sur, era Queipo de Llano el responsable de ampliar las bases iniciales mediante expediciones de columnas militares por toda Andalucía muy pronto reforzadas por la llegada de tropas marroquíes. Finalmente, en Marruecos, Franco afianzaba su condición de jefe del ejército de África y empezaba a convertirse en la cabeza de la sublevación gracias a sus incontestables éxitos militares y a sus triunfos político-diplomáticos. No en vano, los primeros (el rápido traslado por vía aérea de sus tropas hasta Sevilla, donde iniciaron su fulgurante avance para conectar con la zona central) eran en gran medida resultado de los segundos (sus gestiones para lograr la ayuda aérea italiana y alemana habían sido atendidas desde finales de julio).

Mientras las columnas africanas de Franco emprendían su veloz marcha sobre Madrid (y en apenas tres meses llegarían a sus puertas habiendo salvado sin apenas resistencia más de 600 kilómetros), la Junta de Burgos legitimaba la militarización efectiva de España por un bando del 28 de julio que extendía el estado de guerra a todo el territorio nacional. La consecuente voluntad autoritaria de ruptura con el liberalismo democrático republicano fue confirmada por varias medidas posteriores. El 13 de septiembre decretaba la ilegalización de todos los partidos y sindicatos de izquierda, la incautación de sus bienes y la depuración de la administración pública de sus afiliados y militantes por “actuaciones antipatrióticas o contrarias al Movimiento Nacional”. Otro decreto del 25 de septiembre prohibía “todas las actuaciones políticas y las sindicales obreras y patronales de carácter político”. La medida iba destinada a los grupos derechistas que apoyaban la insurrección y se justificaba por necesidades bélicas y supremo interés nacional: el apoyo al esfuerzo bélico del ejército, “símbolo efectivo de la unidad nacional”.

Ese dominio absoluto de los mandos militares no encontró resistencia por parte de las fuerzas políticas derechistas que habían prestado su concurso a la insurrección. A la par que la CEDA se hundía para siempre como partido, sus bases católicas y sus dirigentes (incluyendo a Gil Robles, exiliado en Portugal), colaboraron en la instauración del nuevo orden político militar y dictatorial. Idéntica cooperación prestó el monarquismo alfonsino, descabezado por la muerte de Calvo Sotelo, que a pesar de no encuadrar masas de seguidores tenía asegurada la influencia política en virtud de su prestigio social, la alta cualificación profesional de sus afiliados, sus apoyos en medios económicos y sus fecundas conexiones internacionales.

Mayores reservas abrigaron el carlismo y el falangismo, cuyo crecimiento masivo desde los primeros días de guerra les permitió constituir sus milicias de voluntarios para combatir, si bien siempre encuadradas en la disciplina del ejército. Ese control militar de las “milicias nacionales”, junto a la división interna en ambos partidos (entre colaboracionistas e intransigentes) y a la ausencia del líder de Falange (José Antonio Primo de Rivera estaba preso en zona republicana y sería fusilado el 20 de noviembre de 1936), impidieron todo desafío al papel político rector de los generales. En esencia, los partidos derechistas asumían que la emergencia bélica y la necesidad de vencer exigían la subordinación a la autoridad de los mandos del ejército combatiente.

La Junta de Burgos pudo contar desde muy pronto con una asistencia crucial por sus implicaciones internas y externas: el apoyo de la jerarquía episcopal española y de las masas de fieles católicos. En consonancia con su previa hostilidad al programa secularizador de la República, y aterrada por la furia anticlerical desatada en la zona gubernamental (con una cosecha mínima de 6.832 víctimas), la iglesia española se alineó con los militares sublevados desde el inicio de la guerra. El catolicismo pasó a convertirse así en uno de los principales valedores nacionales e internacionales del esfuerzo bélico insurgente, encumbrado a la categoría de cruzada por la fe de Cristo y la salvación de España frente al ateísmo comunista y la anti-España.

La percepción de la Guerra Civil como cruzada se apreciaba ya en las palabras del cardenal Isidro Gomá a la Santa Sede en agosto de 1936 (véase p. 22). Pero la máxima expresión pública de la teología política del nacional-catolicismo vino dada por la influyente instrucción pastoral titulada Las dos ciudades del obispo de Salamanca, Enrique Pla y Deniel, publicada el 30 de septiembre. Aplicando la alegoría agustiniana de las dos ciudades contrapuestas, el prelado veía la guerra como manifestación de “dos fuerzas que están aprestadas para una lucha universal”: a un lado, la ciudad terrenal de los “sin Dios”, la zona republicana dominada por “la revolución”, donde “comunistas y anarquistas son los hijos de Caín”; al otro, la ciudad celeste de “los hijos de Dios”, la zona que ha asumido la tarea de “la contrarrevolución”, donde florecen “el heroísmo y el martirio […] en amor exaltado a España y a Dios”. La sacralización del esfuerzo bélico insurgente como “cruzada” era su corolario lógico: “Estemos dispuestos a cuantos nuevos sacrificios sean precisos por la causa de la Religión y de la Patria, pues todos ellos no son nada ante la alteza de tan sublimes ideales”.

El decidido apoyo católico convirtió a la iglesia en la fuerza institucional de mayor peso, tras el ejército, en la conformación de las estructuras políticas estatales que germinaban en la España insurgente. La compensación por parte de los generales a ese apoyo vital no pudo ser más generosa. Una catarata de medidas legislativas fue anulando las reformas republicanas (ley de divorcio, cementerios civiles, educación laica, supresión de financiación estatal, etcétera) y entregando de nuevo al clero católico el control de las costumbres civiles y de la vida educativa y cultural.

La Junta de Burgos había iniciado el proceso de devolución a la iglesia de su protagonismo mediante la orden del 4 de septiembre de 1936 que ordenaba la “destrucción de cuantas obras de matiz socialista o comunista se hallen en bibliotecas ambulantes y escuelas”, dejando en ellas “únicamente” las “obras cuyo contenido responda a los santos principios de la Religión y la Moral cristiana”. En aquella misma fecha, se dictaba otra orden “suprimiendo, desde luego, la práctica de la coeducación”, medida republicana que había sido considerada por la jerarquía como “un crimen ministerial contra las mujeres decentes”. Poco tiempo después, la iglesia quedaba exenta de la contribución fiscal y conseguía apoyo estatal a su labor pastoral: las fiestas católicas se hicieron oficiales, la censura eclesiástica empezó a controlar la vida intelectual y las ceremonias religiosas devinieron actos masivos de culto oficial y tinte barroquizante (en expresión de Giuliana Di Febo).

Fuera o no la ciudad de Dios anhelada por la jerarquía eclesiástica, lo cierto es que la España sublevada sí demostró desde el principio propósito de reacción contra las reformas democráticas republicanas y de restauración autoritaria del sistema de dominación social vigente hasta 1931. La declaración del estado de guerra, que ya había significado la proscripción de todo tipo de huelgas y actividades opositoras bajo pena de muerte, había proseguido con la ilegalización de los partidos y sindicatos de izquierda y con la prohibición de toda actividad partidaria y sindical. Esas medidas significaron la desarticulación de las organizaciones de resistencia de la clase obrera industrial y del campesinado jornalero, grupos sociales que desde entonces quedaron indefensos ante una catarata de decretos y leyes encaminada a la revisión de sus condiciones de trabajo.

La voluntad de restablecer el orden anterior se apreció sobremanera en la política agraria, volcada a la liquidación de la reforma republicana y al aplastamiento de la resistencia jornalera frente al dominio de la oligarquía latifundista y los propietarios rurales. Sucesivos decretos dictados por la Junta fueron disponiendo que “las fincas rústicas, invadidas por campesinos o jornaleros, […] y cuyos propietarios deseen recuperarlas para su explotación, se reintegran a la plena disposición de sus dueños”. El proceso de contrarreforma agraria “fue una auténtica contrarrevolución, con la ocupación de las tierras por sus antiguos propietarios sin apenas control por parte del Estado” (palabras de Carlos Barciela). Y todo al compás de un expolio de los colonos y de una represión durísima de los jornaleros significados por su apoyo a las izquierdas. La nueva ordenación agraria permitió la creación de un marco económico favorable a la continuidad de las arcaicas explotaciones, gracias a la fuerte rebaja de sus costes laborales y a la garantía de reserva del mercado nacional para su producción.

La legislación relativa a las relaciones laborales en la industria y los servicios mostró iguales signos de reaccionarismo social. El sometimiento de la clase obrera a las directrices patronales mediante la anulación de la capacidad reivindicativa de sus sindicatos fue seguido por una política de intervencionismo estatal militarizado. El Nuevo Estado pretendía conseguir “productores disciplinados” (palabras posteriores del Fuero del Trabajo) que asumieran su deber de “fidelidad y subordinación” al “jefe de empresa”, comprendieran que “la producción nacional constituye una unidad económica al servicio de la Patria”, y renegaran de “actos individuales o colectivos que de algún modo turben la normalidad de la producción o atenten contra ella”, puesto que los mismos “serán considerados como delitos de lesa patria” y “objetos de sanción adecuada”.

Las autoridades militares impusieron así una férrea disciplina laboral, anularon la contratación colectiva, reforzaron las competencias directivas de la patronal en relación con sus obreros y dictaron medidas legales tendentes a rebajar los salarios e incrementar la jornada laboral. Esa situación, junto con la orientación autárquica de la política económica general, propició una elevada tasa de explotación de la fuerza de trabajo y una correlativa recuperación de las ganancias empresariales.

A finales de septiembre de 1936, los triunfos militares cosechados básicamente por Franco (el día 28 había liberado el Alcázar de Toledo de su asedio al precio de un desvío de su avance sobre Madrid) y la expectativa de un próximo asalto final sobre la capital, plantearon a los generales la necesidad de concentrar la dirección estratégica y política en un mando único para aumentar la eficacia del esfuerzo de guerra. Una situación de fuerza como la representada por la junta de generales no podía prolongarse sin riesgos internos y diplomáticos. Primero, porque esa dirección colegiada dificultaba la “unidad de mando” exigida por la nueva escala de las operaciones militares y afrentaba la visión jerárquica de unos militares que anhelaban el restablecimiento del “principio de autoridad” único e indiviso. Y, segundo, porque Mussolini y Hitler apremiaban en ese sentido, su apoyo militar y financiero era inexcusable y habían apostado por Franco como su interlocutor en España. Por eso mismo, fueron los asesores de Franco los que suscitaron la cuestión al compás de los avances triunfales de las columnas africanas por el valle del Tajo: su hermano, el ingeniero naval Nicolás Franco, convertido en su secretario particular y principal asesor político por entonces; el general Kindelán, jefe de la pequeña fuerza aérea insurgente; y el general José Millán-Astray, el condecorado mutilado que había sido fundador de la Legión y era amigo íntimo de Franco.

La cuestión del “mando único” fue objeto de consideración por la Junta en dos reuniones sucesivas celebradas en un aeródromo de Salamanca. El 21 de septiembre los reunidos aprobaron el principio de disolución del organismo y la elección de Franco como “Generalísimo” de todas las fuerzas sublevadas y líder político único de manera combinada, con la única reserva de Cabanellas, que cuestionaba esa concentración de poderes y trataba de limitar la duración del nombramiento. La segunda reunión tuvo lugar el 28 de septiembre, justo a la par que Franco anunciaba la liberación del Alcázar y aseguraba su posición imbatible en el campo propagandístico con ese éxito crucial. Sus compañeros de armas cedieron con mayor o menor entusiasmo y aceptaron firmar el decreto que le nombraba “Generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire” (función militar-estratégica) y “Jefe del Gobierno del Estado Español” (función política-administrativa), confiriéndole expresamente “todos los poderes del Nuevo Estado” a fin de permitirle “conducir a la victoria final y al establecimiento, consolidación y desarrollo del Nuevo Estado, con la asistencia fervorosa de la Nación”.

El encumbramiento político de Franco significaba la conversión de la junta militar colegiada en una dictadura militar de carácter personal, con un titular individual investido por sus compañeros como representante supremo del único poder imperante en la España insurgente. Y así fue escenificado en la ceremonia de “transmisión de poderes” que tuvo lugar en la Capitanía General de Burgos el 1 de octubre de 1936. Franco fue consciente de la inmensa autoridad que recibía y de su procedencia militar originaria. Por eso había reconocido en privado tras su elección: “éste es el momento más importante de mi vida”. Y dejó constancia de ello en su discurso público de aceptación del cargo:

Mi general, señores generales y jefes de la Junta: Podéis estar orgullosos; recibisteis una España rota y me entregáis una España unida en un ideal unánime y grandioso. La victoria está de nuestro lado. Ponéis en mis manos a España y yo os aseguro que mi pulso no temblará, que mi mano estará siempre firme. Llevaré la Patria a lo más alto o moriré en el empeño.

No cabía duda de que los títulos de Franco para asumir el cargo eran superiores a los de sus potenciales rivales. Ante todo, era exponente máximo de las características del militar español sublevado por su origen familiar (había nacido en 1892 en Ferrol en el seno de una familia de rancia tradición militar en la Armada), por su trayectoria bélica (un decenio destinado en Marruecos luchando al frente de tropas de choque como la Legión), por su labor técnica (primer y único director de la Academia General Militar fundada en 1927 y clausurada en 1931) y por su protagonismo corporativo durante el quinquenio republicano (alma de la represión de octubre de 1934 y Jefe del Estado Mayor Central hasta su cese por el gobierno frentepopulista). Además, por esa asombrosa suerte que Franco tomaba como muestra de favor de la Divina Providencia, habían desaparecido los políticos (Calvo Sotelo y Primo de Rivera) y generales (Sanjurjo y Goded) que hubieran podido disputarle la preeminencia. A los restantes mandos los superaba por jerarquía (Mola), triunfos militares (Queipo y Cabanellas) y conexiones políticas internacionales (había conseguido la vital ayuda militar y diplomática de Hitler y Mussolini).

Por otra parte, en función de su reputado posibilismo político, Franco también gozaba del apoyo tácito de todos los grupos derechistas, que confiaban en poder inclinar a su favor sus designios futuros. Y también contaba su condición de católico ferviente, una característica que había heredado de su piadosa madre y reforzado tras su matrimonio con Carmen Polo, una altiva y bella joven de la oligarquía urbana ovetense. Por eso gozaba de la simpatía de la jerarquía episcopal y del grueso de los católicos españoles. La primera no tardaría en bendecirlo como homo missus a Deo encargado providencial del triunfo de la cruzada: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. En justa correspondencia, Franco iba a convertir a la iglesia en el segundo pilar básico de su régimen de poder personal, tras el ejército, porque compartía su visión del catolicismo militante e integrista mayoritario en el país. Y no era mero ropaje para consumo público (a pesar de los beneficios que le reportó en el plano interno e internacional). Era una convicción arraigada que le llevaría a tener consigo, desde principios de 1937, durante toda la guerra y hasta su muerte, la reliquia de la mano incorrupta de Santa Teresa de Jesús (la “santa de la Raza”).

 EL CAUDILLO DE ESPAÑA Y LA JUNTA TÉCNICA DEL ESTADO

El 1 de octubre de 1936, en Burgos, había nacido el régimen franquista en medio de una cruenta guerra civil y sobre la base de una dictadura militar de mando colegiado que había optado por entregar sus omnímodos poderes a uno de sus integrantes de manera personal y vitalicia. Un depositario de “todos los poderes del Estado” que al principio no había reservas en llamar “dictador”, al modo del diario La Gaceta Regional de Salamanca al informar de la noticia un día después: “El nuevo Dictador de España dirigió la palabra a una imponente muchedumbre”. Un dictador que pronto pasaría a ser, sencillamente, el “Caudillo de España”, utilizando un vocablo de amplia circulación para denotar a los jefes militares heroicos y admirables. Un vocablo que, además, permitía fusionar sin distingos en una sola magistratura las dos transferidas por la Junta: la autoridad militar para librar la guerra (“Generalísimo”) y la autoridad política para edificar el nuevo aparato estatal (“Jefe del Gobierno del Estado”).

De hecho, a partir de aquel primero de octubre (declarado “Fiesta Nacional del Caudillo”), se pondría en marcha una campaña de propaganda destinada a promocionar por todos los medios (impresos, radiofónicos, cinematográficos) la figura de Franco como “Caudillo de España”, con una sucesión de consignas de inserción obligatoria en la prensa, los partes de radio o los noticiarios de cine: “Una Patria, un Estado, un Caudillo”. Era el comienzo de un culto carismático a la persona de Franco, inspirado en el de Mussolini (el Duce) y Hitler (el Führer), ensalzando con ese título de “Caudillo” al nuevo dictador español que asumía la plenitudo potestatis y ejercía los máximos poderes ejecutivos, legislativos y judiciales a la par, de manera vitalicia y sin posibilidad de remoción. En otras palabras: un dictador soberano que se convertiría en la clave del arco del nuevo régimen que estaban construyendo los insurgentes durante la Guerra Civil.

En su primera decisión política firmada como “Jefe del Estado” (la fórmula “Jefe del Gobierno del Estado” le pareció limitativa de su autoridad), Franco creaba su primer organismo de gestión civil para hacer frente a los crecientes problemas de administración. La llamada “Junta Técnica del Estado”, con sede en Burgos, estaría encargada de asegurar las funciones administrativas hasta ver “dominado todo el territorio nacional” (tras la ocupación de Madrid) y sometiendo sus dictámenes “a la aprobación del Jefe del Estado”.

Presidida por un militar de la estricta confianza de Franco (el general Dávila y luego el general Francisco Gómez-Jordana), se vertebraba en siete “Comisiones” prefiguradoras de los futuros ministerios a cargo de civiles de distinta procedencia política pero comprometidos con la causa bélica: el escritor alfonsino José María Pemán (Cultura y Enseñanza), su correligionario y abogado Andrés Amado (Hacienda), el financiero carlista Joaquín Bau (Industria y Comercio), el ingeniero católico derechista Alfonso Peña Boeuf (Obras Públicas) y otros técnicos similares en Trabajo, Justicia y Agricultura. A todos les supervisaba el Cuartel General del Generalísimo (instalado en el Palacio Episcopal de Salamanca) a través de una Secretaría General del Estado que ocupaba Nicolás Franco. Y si bien ningún falangista notorio asumió entonces un cargo relevante, el peso creciente de su ideario quedó bien reflejado en los primeros discursos del Caudillo:

España se organiza dentro de un amplio concepto totalitario mediante aquellas instituciones nacionales que aseguren su totalidad, su unidad y su continuidad. La implantación de los más severos principios de autoridad que implica este movimiento no tiene justificación en el carácter militar, sino en la necesidad de un regular funcionamiento de las complejas energías de la Patria. […] Desprestigiado el sufragio popular inorgánico, la voluntad nacional se manifestará oportunamente a través de aquellos órganos técnicos y corporaciones, que enraizados en la entraña misma del país representen de una manera auténtica su ideal y sus necesidades.

Apenas convertido en Caudillo, Franco tuvo que preparar la ofensiva final sobre Madrid, que habría de comenzar a primeros de noviembre de 1936. Y en el decisivo frente madrileño cosechó su primer revés político y militar. El ataque frontal tuvo que ser suspendido a final de mes por agotamiento de los asaltantes ante la fortaleza defensiva enemiga, reforzada por la llegada de los primeros suministros bélicos de la Unión Soviética. La intensificación de la ayuda material ítalo-germana (ambas dictaduras reconocieron entonces a la administración de Franco como gobierno de iure) no consiguió evitar la transformación de lo que se esperaba que fuera una guerra breve en un conflicto de larga duración. Al mismo fin contribuyó el fracaso de varias ofensivas franquistas por los flancos norte, sur y este de la capital, que se sucedieron hasta marzo de 1937.

La inesperada prolongación de la guerra obligó a Franco a centrar su atención en los problemas planteados por la consolidación de su régimen de autoridad personal omnímoda. Esa necesidad de perfilar la configuración jurídica del Nuevo Estado fue exigida por la tímida reactivación de las actividades políticas de los partidos que disponían de milicias y cuyo concurso bélico era irreemplazable. En el caso de Falange, la cuestión no era urgente dada la desaparición de José Antonio, que la había convertido en un gran cuerpo sin cabeza y escenario de una guerra intestina entre el grupo directivo aglutinado en torno a sus familiares (Pilar Primo de Rivera, convertida en sacerdotisa del culto al “ausente”, y su hermano Miguel) y el nuevo jefe “provisional” de la organización, Manuel Hedilla (un joven sin experiencia política). En el caso de la Comunión Tradicionalista, la crisis estalló a principios de diciembre de 1936 cuando su líder, Fal Conde, intentó crear un cuerpo de oficiales carlistas para dirigir las milicias al margen de las estructuras militares para incrementar la influencia del tradicionalismo.

La reacción de Franco ante el desafío carlista a su autoridad y al exclusivo poder militar fue tan rápida como enérgica: Fal Conde tuvo que partir al exilio en Portugal como alternativa al fusilamiento previo consejo de guerra. Su papel directivo fue ocupado por el conde de Rodezno, líder carlista navarro, que acató la decisión de Franco y aceptó el decreto de integración de sus milicias en el ejército sin discusión (como igualmente lo hicieron las milicias falangistas). Como anotó la dirección carlista, era imprescindible obedecer al Caudillo porque “las circunstancias por las que atraviesa España no autorizan a crear dificultad alguna a los que tienen la responsabilidad del Poder y de la Guerra”. De hecho, Franco no solo había impuesto por vez primera su autoridad suprema a uno de los grupos políticos que le apoyaban, en un ejercicio de arbitraje inapelable que sería consustancial a su labor futura. También había comenzado a dividirlos internamente entre intransigentes reducidos a la impotencia y colaboradores beneficiados por el disfrute del poder político.

Para acometer los problemas políticos generados por la prolongación de la guerra, Franco tuvo la fortuna de contar pronto con la ayuda de Ramón Serrano Suñer, joven abogado del estado y exdiputado de la CEDA que era también su cuñado. El que pronto pasaría a ser llamado “el cuñadísimo” había llegado a Salamanca con su familia en febrero de 1937 tras evadirse de Madrid, donde había estado preso y habían sido asesinados sus dos hermanos. Convertido en ferviente falangista, se instaló a vivir en el Palacio Episcopal y, en virtud de su formación jurídica, fue desplazando a Nicolás Franco en el papel de consejero político principal del Caudillo (hasta que este envió finalmente a su hermano a Lisboa como embajador ante Salazar).

Con Serrano Suñer como mentor, Franco procedió a dar un paso crucial en la institucionalización de un “Nuevo Estado” que superara las deficiencias de lo que su cuñado llamaba “un Estado campamental”:

Era preciso convertir el Alzamiento en una empresa política. La guerra, la victoria, iba a liquidar irrevocablemente el Estado anterior a ella y eliminaba cualquier discusión sobre la continuidad o discontinuidad del régimen. […] Tácticamente, pues, urgía la configuración del Movimiento como un Estado.

Tras varias dudas, la ocasión propicia surgió en abril de 1937, cuando el fracaso de la última ofensiva sobre Madrid convenció a Franco de la necesidad de trasladar el frente de operaciones al norte para ir conquistando, pieza a pieza, la aislada franja republicana que iba desde Bilbao hasta Asturias. Afrontar la consecuente dilación de la victoria final exigía consolidar el proceso de institucionalización de su régimen de dictadura personal vitalicia, como Serrano Suñer aconsejaba. El paso decisivo se dio el 19 de abril de 1937, cuando, sin previa consulta con los interesados, el Caudillo decretó la unificación forzosa de todos los partidos derechistas, “bajo Mi Jefatura”, en “una sola entidad política de carácter nacional, que de momento, se denominará Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S. (Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista)”. El propósito de FET y de las JONS, “Gran Partido del Estado”, era, “como en otros países de régimen totalitario”, el de servir de “enlace entre la Sociedad y el Estado”, “comunicar al Estado el aliento del pueblo” y divulgar en él “las virtudes político-morales de servicio, jerarquía y hermandad”.

La medida unificadora, tomada por el Cuartel General de manera autónoma, fue aceptada disciplinadamente por los monárquicos, los católicos y los carlistas, que disolvieron sus organizaciones ya muy disminuidas en operatividad (aunque siguieran funcionando de facto como meras “familias” de sensibilidad política afín). Pero fue objeto de tibias reservas por un reducido sector falangista fulminantemente aplastado con la destitución, encarcelamiento y procesamiento de Hedilla. El hasta entonces discutido jefe provisional recibió dos condenas de muerte que solo fueron conmutadas por Franco tras recibir muchas peticiones de clemencia y una vez demostrada la “domesticación” de la Falange.

La creación de FET significó un incremento de poder político sustancial por parte de Franco, que dejaba de ser mero dictador militar, aunque sacralizado y bendecido por clérigos, para pasar a ser líder del partido único del estado y promotor del proceso de fascistización del régimen caudillista. La operación fue provechosa para ambas partes, el Caudillo y la vieja Falange, por una razón bien apreciada por el embajador alemán en Burgos: “Franco es un jefe sin partido; la Falange es un partido sin jefe”. El corolario fue esa unificación que hizo de Franco el tercer Jefe Nacional de Falange, en sustitución de un primer jefe mitificado como “El Ausente” (José Antonio) y en lugar de un segundo jefe amortizado sin contemplaciones (Hedilla). Desde abril de 1937, Falange Española se había convertido en la Falange de Franco porque ambas partes habían entendido que lo suyo era un enlace de mutua conveniencia y, de hecho, el matrimonio duraría hasta 1975 sin básicos problemas de relación.

Tras la unificación y al compás de los sucesivos triunfos militares en la campaña del norte (que terminaría con la conquista de Asturias en octubre de 1937), Franco procedió a consolidar su poder personal mediante una labor de institucionalización política muy influenciada por el modelo fascista italiano (más que por el alemán). Una labor sostenida por la confianza de Franco en la capacidad política de Serrano Suñer, que había ampliado estudios jurídicos en la universidad de Bolonia y tenía vínculos con los jerarcas fascistas italianos. En esas circunstancias, el partido unificado, férreamente controlado por el Cuartel General, se convertiría en el tercer pilar institucional (tras el ejército y la iglesia) de un régimen calificable ya como “franquista”.

Por inspiración del “cuñadísimo” y con autorización de Franco, la unificación de abril de 1937 fue la señal para emprender una creciente fascistización política del régimen que distintos autores han estudiado en profundidad (Ismael Saz, Joan Maria Thomàs, Ferran Gallego): la progresiva infiltración en el estado de medidas políticas filo-fascistas (la sindicalización corporativa y el encuadramiento orgánico de las masas civiles), programas (el caudillaje carismático como doctrina legal y el irredentismo imperialista como aspiración diplomática), personal político proveniente del viejo falangismo (que llegó a eclipsar a otras élites tradicionales e inundó las escalas municipales y provinciales de la administración estatal) y, desde luego, símbolos y rituales públicos. En consecuencia, desde el principio, FET tuvo mucho más de la antigua Falange que del viejo carlismo, la CEDA o el monarquismo. Por eso se hizo oficial el saludo fascista con el brazo en alto y la palma extendida, el emblema del “Yugo y las Flechas”, el canto del “Cara al Sol”, el uniforme de camisa azul (con la boina roja carlista), el culto político-religioso “a los mártires de la Cruzada por Dios y por España”. También en la elección de los nuevos dirigentes predominó esa orientación: solo en nueve provincias correspondió la jefatura del partido a un antiguo carlista, frente a las veintidós donde la ocupó un falangista.

El abandono de los presupuestos políticos del conservadurismo tradicional en beneficio del ideario fascista se apreció pronto en las declaraciones del Caudillo. En julio de 1937, había reconocido a la United Press que la España nacionalista “seguirá la estructura de los regímenes totalitarios, como Italia y Alemania”. Un mes más tarde, los nuevos estatutos de Falange demostraban la creciente hegemonía fascista sobre otros integrantes de la coalición antirrepublicana: definición del partido como “Movimiento Militante inspirador y base del Estado Español”; referencias a la “misión católica e imperial”; proclamación de la doctrina del caudillaje (“el Jefe asume en su entera plenitud la más absoluta autoridad. El Jefe responde ante Dios y ante la Historia”); asunción de la tarea de “encuadrar el Trabajo y la producción” mediante “Organizaciones Sindicales” de “graduación vertical y jerárquica a la manera de un Ejército creador, justo y ordenado”, etcétera.

En octubre de 1937, la constitución del Consejo Nacional de Falange, cuyos cincuenta miembros fueron nombrados libremente por el Caudillo, revalidó el maridaje entre Franco y el fascismo español. Aquel se apoyaba en el partido para reforzar con una tercera fuente de legitimidad la base de su poder omnímodo, para disponer de un modelo político integrador de la sociedad civil, y para canalizar la movilización de masas exigida por la guerra y los nuevos tiempos. El falangismo de camisa vieja, privado de líder carismático y fracturado por rivalidades cantonales, asumía el liderazgo de un general victorioso a cambio de grandes parcelas de poder en el régimen y la expectativa de ampliarlas en el futuro.

El escritor Dionisio Ridruejo, entonces joven líder falangista a cargo de la propaganda oficial, comprendió bien que oponerse a los planes de Franco hubiera sido suicida. En consecuencia, tanto él como Pilar y Miguel Primo de Rivera o Raimundo Fernández Cuesta, la facción “legitimista” que tanto había criticado la moderación hedillista, aceptaron la conversión de Franco en Caudillo de la nueva Falange como única vía para realizar la “Revolución nacional-sindicalista” al compás de la guerra y gracias a un “caudillaje cimentado en la potencia militar”. Pero con la esperanza de que ese Caudillo aceptara el asesoramiento de sus fieles seguidores, como no dejaría de apuntar Ridruejo públicamente: “El Caudillo no está limitado más que por su propia voluntad, pero esta voluntad limitativa es justamente la razón de existir del movimiento”.

Sin embargo, el proceso de fascistización puesto en marcha desde abril de 1937 en ningún momento puso en duda que el ejército “era la base del poder ya creado”, que la iglesia católica era un intocable pilar institucional del “Nuevo Estado”, ni que el “Movimiento Nacional” (la otra fórmula para referirse a FET) era una amalgama de grupos derechistas unida por el “dogma negativamente común” del repudio de la República (palabras de Serrano Suñer). Franco se encargaría de recordar siempre esa fuente del origen de su poder y ese perfil definitorio de la unidad sellada por la guerra: “En definitiva: somos la contrafigura de la República”.


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