UNA EUROPA INESTABLE Y CONVULSA



El 25 de julio de 1936, apenas una semana después del estallido del conflicto, The Manchester Guardian, un prestigioso diario liberal británico, afirmaba: “El significado internacional de la guerra civil española es bastante más grande de lo que parecía en un principio”. Poco después, el 8 de septiembre, otro influyente diario británico, el conservador The Times, corroboraba ese juicio y apuntaba el motivo: “[la guerra de España] puede considerarse como un espejo deformante en el que Europa contempla una imagen exagerada de sus propias divisiones”. Ciertamente, como indicaban ambas citas, el conflicto tuvo desde el principio una dimensión internacional crucial para su desarrollo y desenlace.

Esa dimensión no era resultado de la participación de potencias extranjeras en el desencadenamiento de la contienda. No es verdad que antes del estallido de la guerra hubiera en marcha una conspiración comunista dirigida desde Moscú para propiciar una revolución social y la implantación de un régimen soviético en España (como afirmarían los militares insurgentes para justificar su sublevación como mero golpe preventivo). Antes al contrario, el Kremlin y la dirección moscovita de la Comintern, atemorizados por el peligro nazi y embarcados en la búsqueda de la alianza anglo-francesa, refrenaron sistemáticamente las ínfulas revolucionarias del PCE y recibieron con aprensión las primeras noticias sobre la sublevación. Tampoco es cierto que existiera un acuerdo previo de las autoridades de Italia y de Alemania con los conjurados con el fin de apoyar la realización de su golpe militar (como sostendría la propaganda republicana a modo de consoladora explicación del alcance del fenómeno insurreccional). Los vagos contactos exploratorios de los conspiradores con los líderes fascistas y nacional-socialistas no habían cuajado y tanto en Roma como en Berlín se vieron sorprendidos por el momento y alcance de la sublevación.

La dimensión internacional implícita en la contienda española respondía a dos razones correlativas que ya se han destacado previamente: la doble presencia de una analogía esencial y de una sincronía temporal entre la crisis bélica española y la crisis europea de la segunda mitad de los años treinta. Ambos factores fueron la causa del rápido proceso de internacionalización del conflicto (derivado de la intervención de varias potencias en apoyo a los contendientes) y del interés pasional que suscitó en la opinión pública mundial. Los respectivos frentes y retaguardias creados en España se convertirían en el “espejo deformante” que concitaba el apoyo o la hostilidad de los diversos grupos sociales, ideologías políticas y potencias estatales que fracturaban el continente. Tanto para quienes percibían la contienda española como un combate frontal entre el comunismo y la civilización occidental, como para quienes la interpretaban como una batalla decisoria entre la democracia y el fascismo. Un representante diplomático británico advirtió el fenómeno con palabras reveladoras: “Por el momento, España tiene a su cargo el desdichado papel de constituir el reñidero de Europa”.

La analogía esencial entre la crisis española que dio origen a la Guerra Civil y la crisis europea de los años 30 permite considerar a aquella como una versión regional específica de esta. De hecho, desde una perspectiva referencial histórico-comparativa (superadora de la habitual perspectiva diferencial hispano-céntrica), es evidente que la Guerra Civil española fue un episodio de la “crisis europea del periodo de entreguerras”, que se extiende entre el final de la Gran Guerra de 1914-1918 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial de 1939-1945.

La naturaleza general de la crisis de entreguerras que asoló Europa durante el ventenio de 1919-1939 derivaba del impacto devastador que la intensa movilización bélica había tenido sobre los fundamentos del previo orden liberal y capitalista. Como ya se ha visto, en todos los países europeos, tanto vencedores como vencidos o neutrales, se habían tenido que arbitrar soluciones de estabilización para hacer frente a los inéditos problemas sociopolíticos y desafíos económicos derivados de la experiencia de la guerra total: el arribo de la política de masas que demandaba nuevos modelos políticos de participación popular; la integración de las clases obreras reforzadas por el desarrollo industrial inducido por la guerra; la intervención masiva del estado en la economía para solventar fenómenos desconocidos como la inflación galopante y el crecimiento desorbitado de la deuda pública, etcétera (véanse pp. 43-45).

Respondiendo a esos retos aparecieron en escena en el continente los tres núcleos de proyectos antagónicos de reestructuración del estado y las relaciones sociales que pretendían estabilizar la crítica situación en beneficio de los intereses de diversos grupos sociales que servían de soporte a cada uno: el proyecto reformista democrático; la alternativa reaccionaria fascista o fascistizante; y la propuesta revolucionaria. Serían las “Tres Erres” que iban a dominar el periodo de entreguerras y a protagonizar una espasmódica “guerra civil europea”: Reforma, Reacción o Revolución. La Europa de entreguerras se convirtió así el violento laboratorio de experimentación política perfilado por Richard J. Overy:

La crisis del periodo posterior a 1918 tuvo más que ver con el derrumbe repentino del viejo orden político y la explosión de la política de masas que siguió a este. Había pocos deseos de restaurar los viejos sistemas, pero no existía acuerdo real acerca de cómo debía ser el nuevo orden. La democracia liberal disputaba la autoridad moral al socialismo revolucionario y al autoritarismo nacionalista y popular. […] La amenaza que esta situación planteaba al liberalismo occidental se mostró en la rápida propagación de la dictadura, a menudo por imitación, dentro y fuera de Europa.

En todos los países de Europa, particularmente tras el impacto disolvente de la gran depresión económica de 1929, las tres alternativas habían estado presentes con mayor o menor intensidad y según el grado respectivo de modernización socioeconómica. Y en todos ellos había acabado por imponerse un modelo tras un grado mayor o menor tensión y violencia: triunfo bolchevique bajo la dirección de Lenin en la guerra civil rusa de 1917-1921 y consolidación de la URSS; quiebra del orden democrático en Italia e instauración del régimen fascista por Mussolini en 1922; proclamación de la dictadura militar en Portugal en 1926; fortalecimiento de la democracia en Gran Bretaña tras el fracaso de la huelga general laborista en 1926; colapso de la república democrática de Weimar en Alemania y acceso al poder de Hitler y el nazismo en 1933; aplastamiento de la tentativa de asalto reaccionario a la Tercera República en Francia en 1934, etcétera.

Además de esa analogía esencial entre la crisis específica española y la crisis genérica europea (que haría posible la identificación de cada bando en España con sus homólogos europeos), entre ambos procesos se produjo una conexión cronológica de enorme transcendencia: la Guerra Civil española se iniciaría en julio de 1936 y se desarrollaría hasta abril de 1939 en medio de una coyuntura europea sumamente crítica. De hecho, a lo largo del año 1936 el sistema de relaciones internacionales en el continente entraría en una fase de crisis irreversible que conduciría gradualmente hasta el estallido de otra guerra mundial en septiembre de 1939. Esta sincronía temporal entre el curso de la guerra en España y el deterioro de las tensiones europeas sería la causa generadora del impacto diplomático del conflicto español y de su rápido proceso de internacionalización.

La crisis del orden mundial que se manifestó vivamente en 1936 tenía su origen en la fragilidad del sistema de relaciones internacionales surgido tras la apretada victoria en 1918 de la coalición aliada (Gran Bretaña, Francia, Rusia y Estados Unidos) frente a Alemania y sus satélites (Austria-Hungría y el Imperio Otomano). El símbolo de dicho sistema era la Sociedad de Naciones, el nuevo organismo internacional con sede en Ginebra, y su política de seguridad colectiva mediante consultas intergubernamentales, arbitraje y recurso a sanciones colectivas (económicas o militares), en caso de agresión a cualquier país miembro. En realidad, la organización ginebrina y el “sistema de seguridad colectiva” nunca tuvieron plena eficacia por contar desde su origen con fallas insuperables: Estados Unidos declinó integrarse y se retiró a un aislacionismo radical que no se quebraría hasta 1941, en tanto que Alemania y la Unión Soviética no serían admitidas hasta 1926 y 1934, respectivamente. Por si fuera poco, la profunda crisis económica desatada en 1929 terminaría por romper la precaria estabilidad mundial porque provocó graves desequilibrios en las relaciones interestatales y en la dinámica interna sociopolítica de varias potencias.

La principal amenaza contra el orden imperante en la Europa de entreguerras provenía de los nuevos regímenes contrarrevolucionarios y totalitarios implantados en Italia y Alemania. Como corolario a su política de reforzamiento del poder estatal, exaltación ultranacionalista, férrea disciplina social y autarquía económica, tanto la dictadura fascista como la nazi postulaban una beligerante política exterior revisionista del statu quo. En gran medida, sus objetivos exteriores buscaban la solución de las tensiones latentes en el interior de ambos países mediante una rectificación ventajosa de las fronteras por vía de la intimidación y la fuerza militar.

En el caso italiano, el pragmatismo desplegado por el Duce se combinaba con una coherencia programática: convertir Italia en la potencia dominante del Mediterráneo, contrarrestando el control naval anglo-francés en la zona y expandiendo el imperio fascista sobre el norte de África y los Balcanes. En el caso del Tercer Reich, el oportunismo del Führer también se combinaba con un coherente programa de expansión: Alemania habría de romper las cadenas del tratado de paz de Versalles de 1919, implantar su hegemonía en Europa central y conquistar Rusia para convertirse en inexpugnable potencia continental.

Las pretensiones de Italia y Alemania estaban en conflicto con los intereses de Francia y Gran Bretaña, vencedoras de la Gran Guerra. Ambas veían con prevención el revisionismo territorial nazi y el irredentismo imperial fascista. Sin embargo, también consideraban improbable una combinación hostil de ambas dictaduras porque existía un latente antagonismo en su política exterior: la voluntad alemana de anexionar Austria y lograr la hegemonía en los Balcanes se enfrentaba al propósito italiano de garantizar la independencia austríaca (como estado tapón en el norte) y de ejercer un protectorado sobre los Balcanes.

Por otra parte, el temor franco-británico a una difícil concertación ítalo-germana estaba eclipsado por otra preocupación fundamental: la sustitución de Rusia por la Unión Soviética tras el triunfo de la revolución bolchevique en 1917. Tanto por su naturaleza revolucionaria anticapitalista, como por su ascendiente en la política interior de otros estados a través de los partidos comunistas, la URSS provocaba fuertes recelos en los círculos gobernantes británicos y franceses, tanto si eran conservadores como liberales o socialdemócratas. Además, en esos medios políticos existía la convicción de que el estallido de otra guerra europea solo serviría para desencadenar nuevas revoluciones sociales y extender el comunismo, tal y como había sucedido en Rusia y Europa central entre 1917 y 1920. Y esa profunda prevención antisoviética no fue modificada por la moderación de la diplomacia soviética a partir de 1933.

En efecto, bajo la dictadura de Stalin, la política exterior de la URSS había dado un giro notable como resultado de la instauración del nazismo en Alemania, con su programa de expansionismo anticomunista. Previamente, los líderes soviéticos habían alentado la revolución mundial para sacar al régimen de su aislamiento y facilitar su difícil proceso de industrialización y colectivización. Destruida esa esperanza, la aguda conciencia de vulnerabilidad estratégica había sido agravada por el surgimiento simultáneo del peligro expansionista japonés en Asia oriental y del alemán en Europa central. El temor a una agresión combinada por ambos flancos expuestos, con la posible connivencia del resto de potencias capitalistas, había forzado a Stalin a retirar su apoyo a la revolución mundial para buscar un entendimiento con las potencias democráticas, a fin de contener la amenaza alemana y la pesadilla de una coalición de estados capitalistas contra la URSS. Esa era la razón de la política exterior soviética de defensa de la seguridad colectiva emprendida en 1934 con la integración en la Sociedad de Naciones y reforzada en 1935 con la firma de un pacto de asistencia mutua con Francia. Su complemento necesario era la estrategia comunista de frentes populares interclasistas en defensa de la democracia y en oposición al fascismo.

Dentro de ese inestable contexto, la primera sacudida al precario sistema internacional lo había dado Japón en 1931, al ocupar la provincia china de Manchuria para incorporarla a su incipiente imperio asiático, pese a las protestas de la Sociedad de Naciones. Dos años después, Hitler secundó ese desafío retirando a Alemania del organismo ginebrino y poniendo en marcha un intenso programa de rearme que violaba el tratado de Versalles. En 1935 fue Mussolini quien socavó la seguridad colectiva al iniciar la conquista militar de Abisinia y resistir las sanciones económicas decretadas por Ginebra. Por último, en marzo de 1936, Hitler aprovechó la división creada entre Italia y las potencias democráticas a propósito de Abisinia y ordenó la remilitarización de Renania, crucial provincia fronteriza con Francia que había sido neutralizada en Versalles.

Ninguno de esos actos revisionistas, realizados manu militari, fue contenido de manera efectiva por Francia y Gran Bretaña. Ambas democracias seguían confiando en la posibilidad de evitar un enfrentamiento armado y lograr un reacomodo de las pretensiones italianas y alemanas dentro del concierto europeo. De hecho, los dirigentes británicos, secundados con mayor o menor entusiasmo por los franceses, habían puesto en marcha desde el principio la llamada “política de apaciguamiento” de ambas dictaduras. Era esencialmente una estrategia diplomática de emergencia destinada a evitar una nueva guerra general mediante la negociación explícita (o aceptación implícita) de cambios razonables en el statu quo que satisficieran las demandas revisionistas sin poner en peligro los intereses vitales franco-británicos.

La base de dicha política era la convicción de que ambas democracias no tenían fuerzas para librar una guerra con tres potencias simultáneamente por varios motivos: 1°) Por la debilidad económica de ambos países como resultado de la crisis económica, que afectó más a Francia que a Gran Bretaña; 2°) Por la vulnerabilidad militar en caso de conflicto simultáneo con Japón en el Lejano Oriente, con Alemania en Europa y con Italia en el Mediterráneo; 3°) Por la desventajosa situación diplomática de los años 30 respecto a 1914-1918: no podían contar con la ayuda vital de Estados Unidos, replegado a una posición de aislacionismo absoluto, ni tampoco con la de Rusia, convertida en un país peligroso; y 4°) Por la fragilidad política de ambos estados: la expectativa de otra guerra provocaba gran rechazo en la opinión pública franco-británica, predominantemente pacifista.

Así pues, en vísperas del estallido de la guerra española, la desintegración del sistema internacional era manifiesta. Y la respuesta del triángulo formado por las potencias europeas ante la crisis bélica en España estuvo condicionada por el perfil de su previa política exterior. La reacción anglo-francesa se subordinaría en todo momento a los objetivos básicos de su política de apaciguamiento. La respuesta soviética se enmarcaría dentro de los parámetros de su política de seguridad colectiva y búsqueda de aliados occidentales para frenar el expansionismo germano. E Italia y Alemania responderían a la crisis en virtud de su política revisionista y tratando de superar sus antagonismos mediante el reparto de esferas de influencia (primacía fascista en el Mediterráneo y nazi en Europa central).

 EL DESIGUAL PROCESO DE INTERNACIONALIZACIÓN DEL CONFLICTO

En medio de ese contexto inestable, el 17 de julio de 1936 comenzó la insurrección militar que devino pronto Guerra Civil. Esa conversión planteó a ambos bandos un problema logístico vital: en virtud de la equilibrada división geográfica de España y del raquitismo de la industria bélica nacional, no existían medios militares necesarios para sostener un esfuerzo bélico intenso. Por eso, el mismo día 19 de julio, tanto el presidente Giral como el general Franco optaron por solicitar la ayuda urgente de las potencias europeas afines. Se abría así la vía a un proceso de internacionalización de la guerra que tuvo resultados distintos para las autoridades de la República y para los militares sublevados.

En Francia, apenas finalizada la oleada de huelgas que precedió a la victoria electoral frentepopulista en mayo de 1936, se había formado un gobierno de coalición bajo la presidencia del socialista Léon Blum. Recibida la petición republicana, Blum decidió el 21 de julio aceptarla tras consultar con los ministros del Partido Radical, Édouard Daladier (en la cartera de Guerra) e Yvon Delbos (en Asuntos Exteriores). Sólidas razones aconsejaban esa medida al margen de preferencias ideológicas, como han demostrado David W. Pike o Juan Avilés: la República española estaba regida por un gobierno reconocido y amigo, cuya colaboración benévola sería crucial en caso de guerra europea para asegurar la tranquilidad de la frontera pirenaica y garantizar el libre tránsito entre Francia y sus colonias norteafricanas (donde estaba acuartelado un tercio del ejército francés). Sin embargo, nada más conocerse esa decisión gracias a una filtración, la opinión pública y los medios políticos franceses se dividieron profundamente. La izquierda socialista y comunista, así como la mayoría del partido radical, aprobaron la medida. Pero las derechas, la opinión pública católica y amplios sectores de la administración civil y militar rechazaron cualquier ayuda a la República y postularon la neutralidad por un doble motivo: la hostilidad hacia los contagiosos síntomas revolucionarios percibidos en el bando gubernamental español y el temor a que la ayuda francesa desencadenase una guerra europea. El presidente de la República, Albert Lebrun, advirtió a Blum: “Eso que se piensa hacer, entregar armas a España, puede ser la guerra europea o la revolución en Francia”.

Además de esta fuerte oposición interior, que halló eco en los influyentes ministros radicales (especialmente en Daladier y Delbos), Blum se topó con otra oposición igualmente decisiva: la actitud de estricta neutralidad adoptada desde el primer momento por el gobierno británico, su vital e insustituible aliado en Europa.

El gabinete conservador en el poder en Gran Bretaña, presidido por Stanley Baldwin, había visto en el estallido de la guerra española un obstáculo para su política de apaciguamiento y el peligro de un nuevo conflicto europeo. Además, debido a las noticias sobre lo que sucedía en la retaguardia republicana, las autoridades británicas estaban convencidas de que en España, bajo la mirada impotente del gobierno republicano, se estaba librando un combate entre un ejército contrarrevolucionario y unas execrables milicias revolucionarias dominadas por anarquistas y comunistas. Esa doble preocupación quedó patente en la única directriz política que Baldwin transmitió a su secretario del Foreign Office, Anthony Eden, el 26 de julio: “De ningún modo, con independencia de lo que haga Francia o cualquier otro país (léase Italia o Alemania), debe meternos en la lucha al lado de los rusos”. Puestos a escoger entre reacción y revolución, los gobernantes británicos preferían la primera porque los riesgos del triunfo de la insurrección militar con ayuda ítalo-germana podrían contrarrestarse con dos resortes: el poder de atracción de la libra esterlina (clave para la reconstrucción económica postbélica española) y el poder de disuasión de la Royal Navy (clave para proteger o bloquear las costas y el tráfico marítimo español).

En función de ese doble motivo (perseverar en el apaciguamiento y conjurar la revolución), y a fin de garantizar la seguridad de la base naval de Gibraltar (clave en la ruta imperial hacia la India) y de los cuantiosos intereses económicos británicos en España, el gobierno del Reino Unido decidió adoptar una actitud de estricta neutralidad. Una medida que significaba la imposición de un embargo de armas y municiones con destino a España, equiparando así en un aspecto capital al gobierno reconocido (único con capacidad jurídica para importar dicho material) y a los militares insurgentes (que carecían de esa capacidad legal). Por eso era una neutralidad benévola hacia el bando insurgente y malévola hacia la causa de la República.

La situación creada por la división interna en Francia y por la actitud neutralista británica preocupó al gobierno francés y le llevó a revocar su intención de prestar ayuda a la República. El 25 de julio de 1936, tras un intenso debate en el consejo de ministros, Blum anunció la decisión de no intervenir en el conflicto español y cancelar cualquier envío de armas al gobierno de Madrid. Creía que así contribuía a apaciguar la situación interna, a reforzar la alianza con Gran Bretaña, a localizar la lucha dentro de las fronteras españolas y a evitar el peligro de su conversión en una guerra europea. Sin embargo, la retracción francesa, una derrota diplomática para la República, no impidió la rápida internacionalización del conflicto.

La primera petición de ayuda de Franco a Alemania no había obtenido respuesta de las cautelosas autoridades diplomáticas y militares germanas. Por eso, el 23 de julio Franco envió a Berlín a dos empresarios nazis residentes en Marruecos para solicitar el apoyo directamente a Hitler. Ambos se entrevistaron el día 25 con el Führer y consiguieron que aceptase la demanda. Se comprometió a enviar, secretamente y mediante una ficticia compañía privada, veinte aviones de transporte (Junker 52) y seis cazas (Heinkel 51) con su correspondiente tripulación y equipo técnico, que salieron con destino a Tetuán. Con el concurso de esos aviones y pilotos, Franco pudo organizar un puente aéreo de tropas hacia Sevilla que eludiera el bloqueo naval del Estrecho impuesto por la marina republicana y comenzar así una meteórica marcha sobre Madrid.

Los motivos de Hitler para intervenir en la guerra española fueron esencialmente de orden político-estratégico: si el envío de una pequeña y encubierta ayuda alemana favorecía el triunfo de un golpe militar, podría alterarse el equilibrio de fuerzas en Europa occidental puesto que se privaría a Francia de un aliado seguro en su flanco sur. Por el contrario, una victoria republicana reforzaría la vinculación de España con Francia y la URSS, las dos potencias que cercaban Alemania por el este y el oeste y que se oponían a los proyectos expansionistas nazis. Además de esas ventajas, Hitler apreció la oportunidad política creada: el amago de revolución social en la República permitía presentar esa ayuda como mera reacción anticomunista y tranquilizar a Francia y Gran Bretaña sobre su naturaleza. Como ha demostrado Ángel Viñas, esa primacía de las consideraciones político-estratégicas, que revalidaban las ideológicas (el anticomunismo nazi), fueron subrayadas en las instrucciones reservadas que Hitler daría a su primer representante diplomático ante Franco, el general Faupel:

Según recuerdo, el Führer dijo, entre otras cosas, que le era indiferente el sistema político que se encontrara en España en el poder al final de la guerra, ya fuera una dictadura militar, un estado autoritario o una monarquía de tendencia conservadora o liberal. Él tenía exclusivamente como objetivo impedir que, al término de la guerra, la política exterior española se viera influida por París, Londres o Moscú, para que, en la confrontación definitiva sobre la reordenación de Europa, España no se encontrara en el lado de los enemigos, sino, a ser posible, en el de los amigos de Alemania.

Apenas decidida la intervención nazi, Mussolini adoptó una decisión similar tras recibir varias demandas de ayuda transmitidas por Franco a través del cónsul italiano en Tánger. El 28 de julio, el Duce, en contacto con su yerno y ministro de Asuntos Exteriores, el conde Ciano, resolvió apoyar a los insurgentes con el envío de doce aviones Savoia 81 para el traslado de tropas a Sevilla. Paralelamente decidió reforzar la precaria situación insurgente en Mallorca con el envío de una expedición militar italiana. Tomó esas medidas gradualmente, tras conocer la decisión de Hitler, haber comprobado la división francesa y tener noticia de la neutralidad británica.

Las motivaciones de Mussolini, al igual que las de Hitler, fueron esencialmente de naturaleza geoestratégica: se ofrecía la posibilidad de ganar un aliado agradecido en el Mediterráneo occidental, debilitando la posición militar francesa e incluso británica, y todo aparentemente a bajo precio y con riesgo limitado. Además, en caso necesario, podrían camuflarse esos motivos bajo el manto de una intervención meramente anticomunista y en absoluto dirigida contra los intereses franco-británicos.

Estas primeras motivaciones de los dictadores italiano y alemán se irían ampliando a medida que su intervención aumentaba y que la guerra se prolongaba. Entonces irían apareciendo otras razones derivadas para refrendar el mantenimiento de esa política. Por ejemplo, la pretensión alemana de asegurarse los suministros de piritas y mineral de hierro español, esenciales para abastecer su programa de rearme acelerado. Igualmente, la voluntad de conversión de la guerra en un campo de pruebas militares donde sus ejércitos ensayaban técnicas y adquirían experiencia bélica con vistas al futuro: aplicaciones de la estrategia de guerra celere por los italianos en Málaga (febrero de 1937) y, con bastante peor fortuna, en Guadalajara (marzo de 1937); destrucción alemana de Guernica (26 de abril de 1937), primer ejemplo de bombardeo masivo y deliberado contra objetivos civiles sin estricto valor militar directo, etcétera.

Al margen y a la par de la ayuda ítalo-germana, el tercer apoyo externo (primero temporal) de la rebelión militar española provino de la dictadura de Salazar. Desde principios de 1936, el gobierno portugués había experimentado un creciente temor a los efectos de la evolución española sobre la estabilidad del Estado Novo. El inicio del golpe ofreció la oportunidad de extirpar el peligro de contagio comunista (y democrático) mediante el apoyo a los insurrectos y Salazar no dudó en “la necesidad de consolidar su fuerza de resistencia”. Portugal se convirtió así en centro de importación de armas, además de servir como vía de comunicación entre los dos iniciales núcleos aislados insurgentes. Salazar también permitió el alistamiento de voluntarios portugueses para servir con las tropas españolas (los “viriatos”, que llegarían a una cifra máxima de diez mil efectivos). Y su ayuda diplomática fue igualmente decidida, defendiendo incansablemente a los rebeldes en Londres y otros foros internacionales.

 LA POLÍTICA DE NO INTERVENCIÓN COLECTIVA

El comienzo de la intervención ítalo-germana fue descubierta por el gobierno francés (dos aviones italianos aterrizaron por error en Argelia el 30 de julio). Y dado el peligro estratégico que supondría una España hostil aliada a una potencial combinación ítalo-germana, Blum reconsideró su decisión de no ayudar a la República. Sin embargo, la profunda división interna en el país y la absoluta oposición del aliado británico volvieron a frenar toda medida resolutiva. Tras intensos debates y con el fin de lograr como mínimo un confinamiento real de la guerra española, el gobierno francés propuso el 1 de agosto de 1936 que las potencias europeas suscribieran un Acuerdo de No Intervención en España y prohibieran la venta y envío de armas y municiones con destino a ambos bandos.

En esencia, con su propuesta de pacto colectivo de No Intervención, Blum pretendía “evitar que otros hicieran lo que nosotros éramos incapaces de hacer”: puesto que no podían ayudar a la República, al menos intentarían evitar que Italia y Alemania colaboraran con los rebeldes. Un año más tarde, Louis de Brouckère, presidente de la Internacional Socialista y estrecho colaborador de Blum, confesaría al presidente Azaña la imposibilidad de adoptar otra política:

El año pasado, al regresar de España [Brouckère había visitado Madrid a principios de agosto], llegó a París cuando se ponía en marcha la política de no-intervención. Habló de ello con Blum toda una tarde. No podía tomar otro camino. Si hubiese dado armas a España, la guerra civil en Francia no habría tardado en estallar. Blum le dijo que no tenía seguridad del ejército. El Estado Mayor era opuesto a que se ayudase a España. La opinión se hubiera puesto en contra de Blum, acusándole de servir a Moscú. Inglaterra no le habría secundado en caso de guerra extranjera. Brouckère habla del ‘miedo a Inglaterra’ como uno de los motivos de aquella política.

La propuesta francesa fue inmediatamente asumida por las autoridades británicas, que vieron en ella un mecanismo ideal para preservar su neutralidad y amortiguar así las crecientes críticas de una oposición laborista solidaria con la causa republicana (no en vano, la iniciativa era del socialista Blum). Además, esa propuesta permitiría garantizar los cuatro objetivos diplomáticos establecidos por el Foreign Office en la crisis española: confinar la lucha dentro de España y, al mismo tiempo, refrenar la hipotética intervención del aliado francés en apoyo a la República, evitar a toda costa el alineamiento con la Unión Soviética en el conflicto, y eludir el enfrentamiento con Italia y Alemania por su ayuda a Franco. Por tanto, para el gobierno británico, la política multilateral de No Intervención contenía ab initio el germen de la impostura posterior, en la medida en que su objetivo real no era el declarado (evitar la intervención extranjera) sino la salvaguardia, por su mera existencia, de aquellos cuatro objetivos.

La diplomacia de ambas democracias desplegó un tenaz esfuerzo para lograr el concurso de todos los gobiernos europeos en esa inédita política multilateral de neutralidad cualificada (porque no suponía la retirada del reconocimiento jurídico del gobierno legal ni implicaba la concesión de derechos de beligerancia a los insurgentes). Fruto de esas gestiones, a finales de agosto de 1936 un total de 27 estados europeos (todos excepto Suiza, neutral por imperativo constitucional) habían suscrito el Acuerdo de No Intervención en España, que cobró la forma de una declaración política similar por parte de cada gobierno (no la de un tratado jurídico de obligado cumplimiento).

Poco después, los gobiernos firmantes también aceptaron constituir un comité que tendría como misión la vigilancia de la aplicación del pacto de embargo de armas colectivo. El 9 de septiembre de 1936 se formó en Londres el Comité de No Intervención bajo la presidencia del delegado británico y con la participación de los respectivos representantes diplomáticos. Inmediatamente, a propuesta británica, fue aprobado un “procedimiento de trabajo” que solo permitiría examinar las denuncias de infracción al acuerdo basadas en “pruebas sustanciales” presentadas por un gobierno partícipe (no por bandos españoles, prensa o instituciones independientes), tras lo cual se esperaría a las explicaciones del gobierno acusado “para establecer los hechos”, sin provisión de sanciones en el caso de que se demostrase la veracidad de la denuncia.

Sin embargo, el triunfo de esa política de no intervención era desde el principio más aparente que real. Italia, Alemania y Portugal habían aceptado firmar el pacto y tomar parte en su comité para relajar la tensión internacional y no forzar una reacción enérgica anglo-francesa. Pero no tenían intención de respetar el compromiso de embargo de armas. De hecho, Mussolini comunicó de inmediato a Hitler que había instruido a su embajador en Londres para que “hiciese todo lo posible a fin de dar a las actividades del Comité un carácter puramente platónico”. En efecto, Italia y Alemania continuaron enviando armas a Franco, mientras Portugal seguía prestándole un vital apoyo logístico y diplomático. Además, al tiempo que suscribían el pacto, Italia y Alemania iniciaban una coordinación de sus actividades militares en España que abriría la vía al establecimiento de su alianza diplomática: el “eje Roma-Berlín”. El 28 de agosto de 1936 se reunieron en Roma el almirante Canaris, jefe del servicio secreto militar alemán, y el general Roatta, su homólogo italiano. Entre los cruciales acuerdos adoptados en esa reunión figuraban los siguientes:

1) Proseguir (a pesar del embargo de armas) los suministros de material bélico y las entregas de municiones, según las peticiones del general Franco (posiblemente suministros italianos y alemanes en paridad). […]

6) Envío de parte de cada uno de los dos gobiernos de un oficial (eventualmente con un ayudante) como órgano de comunicación con Franco.

En consecuencia, el continuo sabotaje ítalo-germano (con la colaboración portuguesa), unido a la debilidad de la respuesta franco-británica, determinaron desde el comienzo el fracaso de la política de no intervención. Apenas constituido en Londres el comité, el representante alemán remitió a Berlín un informe confidencial donde subrayaba la falta de firme voluntad anglo-francesa para detener la intervención y la naturaleza de recurso elusivo que tenía el organismo recién creado:

La sesión de hoy dio la impresión de que para Francia y Gran Bretaña, las dos potencias interesadas principalmente en el Comité, no se trata tanto de tomar medidas reales e inmediatas como de apaciguar la excitación de los partidos de izquierda en ambos países mediante el mero establecimiento de tal Comité. En particular, […] tuve la sensación de que el gobierno británico confiaba en aliviar la situación política interior del primer ministro francés con la formación del Comité.

En efecto, durante el mes de septiembre de 1936, a la sombra de las primeras deliberaciones del Comité de No Intervención, el proceso de internacionalización de la guerra había generado una estructura de apoyos e inhibiciones favorable para el esfuerzo bélico de los militares insurgentes y perjudicial para la capacidad defensiva del gobierno republicano.

Por una parte, Franco había logrado mantener intacta la vital corriente de suministros militares procedente de Italia y Alemania (concedidos además a crédito) y el inestimable apoyo portugués. Y todo ello a pesar de las prescripciones del acuerdo y de la participación de los representantes de esos tres países en el Comité de Londres.

Por otro lado, la República se había visto privada de los suministros bélicos de Francia, Gran Bretaña y otros estados europeos en virtud de la observancia del acuerdo por parte de sus gobiernos. Esta política había sido secundada por Estados Unidos, el otro gran mercado de armas disponible en el ámbito occidental. La administración del presidente Roosevelt había decretado un embargo de armas unilateral dados su tradicional alineamiento con la entente franco-británica, la tendencia aislacionista de la opinión pública norteamericana, el rechazo hacia los síntomas revolucionarios de la retaguardia republicana y el temor de los líderes demócratas a enajenarse el apoyo electoral católico en beneficio de los republicanos. En consecuencia, la República solo pudo contar con el apoyo abierto pero limitado del México presidido por el general Lázaro Cárdenas, que autorizó la venta de material perteneciente a su ejército y prestó apoyo diplomático. Una actitud que contrastaba con la adoptada por los otros países latinoamericanos, que oscilaron entre la neutralidad y la preferencia sin compromiso militar por uno u otro bando.

La simpatía cosechada por la República en ámbitos populares e intelectuales del mundo occidental no conllevó, sin embargo, ningún efecto práctico en los abastecimientos militares (aunque sí en el plano del reclutamiento de voluntarios extranjeros para luchar en sus filas). Esa situación impuso el recurso a las dudosas oportunidades ofrecidas por los traficantes de armas. A título de ejemplo, los agentes republicanos fueron capaces de comprar viejas armas y municiones en la conservadora Polonia a precios desorbitados (un tercio más caras que su valor de mercado) y previo pago de sustanciosas comisiones de soborno. Y el caso polaco es representativo de lo sucedido igualmente en las tres repúblicas bálticas, en Checoslovaquia o en Turquía.

Para empeorar la situación, desde mediados de septiembre de 1936, a la vista de la brutal persecución sufrida por el clero católico, el Vaticano comenzó a secundar la beligerante actitud adoptada desde el primer momento por la jerarquía episcopal española. De este modo, el catolicismo mundial pasó a convertirse en uno de los principales valedores internacionales del esfuerzo bélico franquista, encumbrado a la categoría de cruzada por la fe de Cristo. Solo el hecho crucial de que los nacionalistas vascos, fervorosos católicos, se hubieran alineado con el bando republicano evitó una toma de partido más rotunda por parte del anciano Papa Pío XI. Su alocución del 14 de septiembre de 1936 condenó las “fuerzas subversivas” del comunismo y lamentó el sufrimiento de las víctimas de la furia antirreligiosa. El apoyo velado al bando franquista se deslizó en un cauteloso párrafo final:

Nuestra bendición se dirige de manera especial a cuantos han asumido la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la religión, que es tanto como decir los derechos y la dignidad de las conciencias, condición primaria y la más sólida de todo bienestar humano y civil.

En su conjunto, la cristalización de esa estructura asimétrica de apoyos e inhibiciones internacionales tuvo su reflejo en el curso de las hostilidades en España, con su cosecha de recurrentes triunfos militares insurgentes y de clamorosas derrotas republicanas a lo largo de agosto y septiembre de 1936. Como resultado, las victoriosas tropas de Franco se acercaban imparables a Madrid y se aprestaban para lanzar el asalto frontal y previsiblemente definitivo sobre la capital. Parecía que la guerra iba a ser resuelta rápidamente con una tajante victoria insurgente. Sin embargo, el resultado de la batalla de Madrid significaría la conversión de una guerra supuestamente breve en una contienda de larga duración. No en vano, la República lograría resistir el embate, mantendría el control de la capital y cosecharía así su primera y decisiva victoria defensiva. Y en ese resultado habría de tener una importancia crucial el cambio de actitud de la Unión Soviética.

 EL GIRO DE LA UNIÓN SOVIÉTICA Y SUS IMPLICACIONES

Secundando la iniciativa franco-británica, la URSS había suscrito el Acuerdo y se había sumado al Comité de de No Intervención sin mucha demora. Los líderes soviéticos habían percibido el estallido de la guerra como una perturbación inoportuna, ya que el amago revolucionario republicano podría arruinar su acercamiento a Francia y Gran Bretaña e incluso estrechar los vínculos de esas potencias con las dictaduras fascistas por el temor compartido a una nueva revolución en Europa. Por eso, Stalin se había limitado a declarar la “simpatía platónica” soviética por la causa republicana, permitiendo el envío de ayuda humanitaria, pero rechazando una petición de ayuda en armas remitida el 25 de julio de 1936.

La razón de esa cautelosa conducta había sido apreciada por el representante italiano en Moscú: “El gobierno soviético bajo ninguna circunstancia se dejaría involucrar en los asuntos internos de la Península (Ibérica), donde tiene mucho que perder y nada que ganar”. Además, al igual que los gobernantes franceses, Stalin confiaba en que fuera posible localizar la guerra y evitar el peligro de un triunfo rebelde mediante la anulación de los suministros exteriores. Como escribió el mismo diplomático: “En consecuencia, la iniciativa francesa en pro de un acuerdo de no intervención en España ha sido recibida con enorme alivio”. Prueba del acierto de ese diagnóstico son las instrucciones dadas por Maxim Litvinov, comisario soviético de Asuntos Exteriores, al nuevo embajador en Madrid, Marcel Rosenberg (que llegó a su destino el 31 de agosto de 1936):

Antes de que usted partiera discutimos varias veces la cuestión de la ayuda para el gobierno español, pero llegamos a la conclusión de que es imposible enviar algo desde aquí. Es ineludible explicar a los amigos que nuestras posibilidades son bastante limitadas a causa de la larga distancia, de la falta de los calibres de fusiles y cartuchos que se necesitan en España, y del peligro de que los rebeldes intercepten los transportes. Además, nuestra ayuda ofrecería a Alemania e Italia un pretexto para una intervención completamente abierta y se produciría un aprovisionamiento de los sublevados de dimensiones tales que ya no lo podríamos igualar. […] No obstante, si se constatara y demostrara que, contrariamente a las declaraciones de No Intervención, se presta ayuda a los sublevados, podemos modificar nuestra decisión, pero también presionar al gobierno francés, que naturalmente tiene más posibilidades de ayudar que todo el resto de los estados europeos juntos.

Efectivamente, la posición inicial soviética acabaría modificándose desde principios de septiembre de 1936, una vez demostrado el fracaso de la no intervención para detener la ayuda ítalo-germana a Franco. Como han comprobado Daniel Kowalsky y Yuri Rybalkin, el 14 de septiembre Stalin en persona decidió el envío directo de armamento a España y encomendó la puesta en marcha de la operación a la NKVD (luego KGB: los servicios de seguridad soviéticos). En consecuencia, a principios de octubre de 1936, en un contexto bélico crítico, la URSS comenzó a socorrer militarmente a la República sin abandonar la política de no intervención, siguiendo así los pasos ítalo-germanos.

Los motivos de ese giro fueron esencialmente político-estratégicos, más que el compromiso con la revolución. Stalin decidió enfrentarse en España a las potencias del eje para evitar el deterioro de la posición estratégica de su reticente aliado francés y poner a prueba la viabilidad de su estrategia de colaboración con las democracias europeas frente al peligro expansionista nazi. España habría de ser la piedra de toque de ese proyecto de gran coalición antifascista. El recién llegado embajador republicano en Moscú, Marcelino Pascua, sería informado por Stalin del carácter supletorio de esa ayuda soviética (hasta que se materializase el apoyo franco-británico) y de los límites fijados a la misma (el enfrentamiento con el bloque franco-británico y la precipitación de una guerra general):

Terminantemente, [Stalin] reitera que aquí no persiguen ningún propósito político especial. España, según ellos, no está propicia al comunismo, ni preparada para adoptarlo, y menos para imponérselo, ni aunque lo adoptara o se lo impusieran podría durar, rodeado de países de régimen burgués, hostiles. Pretenden impedir, oponiéndose al triunfo de Italia y de Alemania, que el poder o la situación militar de Francia se debilite. […] El Gobierno ruso tiene un interés primordial en mantener la paz. Sabe de sobra que la guerra pondría en grave peligro al régimen comunista. Necesitan años todavía para consolidarlo. Incluso en el orden militar están lejos de haber logrado sus propósitos. Escuadra, apenas tienen, y se proponen construirla. La aviación es excelente, según se prueba en España. El ejército de tierra es numeroso, disciplinado y al parecer bien instruido. Pero no bien dotado en todas las clases de material. […] Gran interés en no tropezar con Inglaterra.

Bajo esas premisas, hasta que se hiciera efectivo el hipotético apoyo franco-británico, las autoridades soviéticas decidieron poner en marcha dos vías paralelas para posibilitar la resistencia de la República ante lo que parecía un incontenible avance militar de Franco: 1°) mediante la formación de Brigadas Internacionales; y 2°) mediante el envío directo de material bélico soviético.

Desde finales de septiembre de 1936, los partidos comunistas de todo el mundo (bajo la dirección de la Internacional Comunista y previa autorización de Moscú) habían iniciado el reclutamiento de voluntarios extranjeros para combatir con la República. Debido al impacto de la guerra en la opinión pública antifascista internacional, la campaña tuvo un éxito resonante. A mediados de octubre llegaron los primeros efectivos a la base española de Albacete y el 8 de noviembre, en plena batalla de Madrid, entró en combate la primera de las Brigadas Internacionales (la XI Brigada, compuesta por unos 1.900 hombres, en su mayoría alemanes).

En conjunto, según cálculos de Rémi Skoutelsky, alrededor de 35.000 voluntarios procedentes de más de cincuenta países de todos los continentes sirvieron como brigadistas en las filas republicanas. En su seno predominaron los procedentes de medios obreros, aunque hubo abundante representación de miembros de las clases medias y círculos intelectuales. Las siete Brigadas Internacionales constituidas combatirían como fuerza de choque en casi todas las grandes batallas hasta septiembre de 1938, cuando Negrín decidió su evacuación unilateral en un intento frustrado para forzar al bando franquista a imitar esa medida. Su contribución a la capacidad de resistencia de la República fue fundamental, no tanto por su estricto valor militar cuanto por el ejemplo de solidaridad internacional que demostraban y por el modelo de disciplina que ofrecieron al ejército republicano.

El primer envío de material bélico remitido desde la URSS fue recibido en Cartagena el 4 de octubre de 1936. Desde entonces, los suministros soviéticos de aviones, tanques, ametralladoras y artillería no dejaron de afluir hasta el final de la guerra, de un modo intermitente y según los obstáculos encontrados en la ruta marítima mediterránea y en la frontera francesa con la Cataluña republicana. Al lado de ese material bélico, los soviéticos también enviaron a España un conjunto de 2.082 asesores y especialistas militares (incluyendo agentes del NKVD), que trataron de ayudar en la constitución del Ejército Popular de la República y que serían discretamente retirados en el verano de 1938.

No cabe duda que los suministros militares soviéticos supusieron un refuerzo vital para la resistencia de la República. De hecho, serían su aporte fundamental de material bélico durante toda la guerra, a mucha distancia del recibido de Francia u otros orígenes. Según cálculos fidedignos, del total de aviones importados por la República durante la guerra (un máximo de 1.272 aparatos), en torno al 60% procedía de la Unión Soviética, un 21% de Francia y un 4% de Checoslovaquia. Al igual que la ayuda ítalo-germana a finales de julio de 1936 había salvado a Franco de una situación grave (permitiéndole trasladar el ejército de África a la Península e iniciar la marcha sobre Madrid), también la ayuda soviética contribuyó de modo decisivo a la inesperada resistencia republicana en Madrid en noviembre de 1936 (evitando la prevista derrota final en aquella crítica coyuntura).

La vinculación entre la República y la Unión Soviética se estrechó en octubre de 1936 con la decisión del gobierno republicano de depositar en Moscú tres cuartas partes de las reservas de oro del Banco de España, que había sido movilizado desde el principio para atender a los gastos derivados de la compra de armas y suministros extranjeros. Como ya se ha apuntado (véanse pp. 33-34 y 177), las divisas generadas por esa operación de venta del oro se gastaron en compras de material bélico y pagos por servicios diversos (importaciones de alimentos, carburante, material sanitario, pago de “comisiones” de soborno a funcionarios extranjeros para conseguir permisos de exportación, etcétera). Además, según Gerald Howson, esas compras bélicas a la URSS incluyeron buena dosis de material anticuado y fueron pagadas al contado a precios de mercado internacional. Así pues, cabe desmentir el mito propagandístico franquista del “oro de Moscú” robado por los republicanos y entregado a Stalin sin contrapartida. De hecho, el mismo destino había corrido el resto de las reservas de oro, vendida al Banco de Francia y cuyo contravalor sirvió para pagar suministros procedentes de dicho país. Por motivos obvios de interés político, sobre ese “oro de Francia” no se hizo igual campaña de propaganda.

El apoyo militar y financiero que la URSS comenzó a prestar a la República desde octubre de 1936 tuvo dos consecuencias igualmente negativas para sus objetivos diplomáticos. Por un lado, la intervención soviética en el otro extremo de Europa acentuó la ansiedad franco-británica sobre las verdaderas intenciones de Moscú, reforzando su compromiso no intervencionista. Por otro, sirvió como pretexto para que las potencias del eje procedieran a un incremento cuantitativo y cualitativo de su ayuda a Franco. En ese proceso naufragó definitivamente la política de no intervención colectiva.

Para compensar militarmente la decisión soviética, Hitler decidió a finales de octubre de 1936 el envío de una unidad aérea alemana que combatiría en las filas nacionalistas como cuerpo autónomo, con sus propios jefes, pero en contacto directo con Franco. La “Legión Cóndor” arribó a España por vía marítima y llegaría a contar durante toda la guerra con unos efectivos de 19.000 soldados alemanes (pilotos, tanquistas, artilleros y expertos en comunicaciones), si bien nunca superó la cifra de 5.600 hombres en un mismo momento. Su fuerza aérea se mantuvo regularmente en torno a 140 aviones de modo permanente. Como tal unidad tomó parte en casi todas las operaciones desarrolladas hasta el final de la guerra.

La respuesta italiana fue ligeramente posterior a la alemana pero la superó en número e intensidad, en consonancia con el mayor interés político-estratégico manifestado por Roma. El 28 de noviembre de 1936 Mussolini y Franco habían firmado un tratado secreto de amistad que estipulaba su “estrecha cooperación” diplomática, el respeto italiano a la integridad española y la adopción por España de una generosa “actitud de neutralidad benévola” hacia Italia en caso de guerra. Tras esa firma, entre diciembre de 1936 y enero de 1937 Mussolini envió a Franco un cuerpo de ejército expedicionario: el Corpo di Truppe Volontarie. El CTV agrupaba de modo permanente unos 40.000 soldados italianos y su número total ascendió a lo largo de toda la guerra a 73.000 hombres. Si a esa cifra se añade la fuerza aérea enviada en paralelo (la “Aviación Legionaria”), compuesta por 6.000 hombres, el número total de efectivos italianos en España alcanzaría los 79.000 hombres hasta el final del conflicto.

Así pues, Italia y Alemania habían decidido seguir prestando masivamente ayuda militar a Franco siempre que la misma no superara el límite de la permisividad tácita británica ni precipitara el estallido de una inconveniente guerra general. Una ayuda, además, prestada a crédito en condiciones ventajosas, lo que resultó esencial para los insurgentes puesto que no contaban con recursos financieros para hacer frente a los gastos de guerra.

En definitiva, entre octubre de 1936 y enero de 1937 se había producido un cambio fundamental en el escenario internacional de la guerra española. El compromiso soviético en favor de la República y la intensificación del apoyo del eje al general Franco culminaron el proceso de internacionalización. A partir de entonces, el cuadro de apoyos militares y diplomáticos quedó configurado y se mantuvo inalterado hasta el final. Por un lado, el bando franquista siguió contando con el vital apoyo de la Italia fascista, la Alemania nazi y el Portugal de Salazar (amén del aliento moral y humanitario del catolicismo mundial). Por su parte, la República se basaba en el apoyo soviético y recibía de Francia una pequeña ayuda encubierta e intermitente (que Blum calificaría de “no intervención relajada”: la tolerancia hacia el contrabando de armas por la frontera pirenaica). Mientras tanto, el resto de los países europeos, encabezados por Gran Bretaña, seguían adheridos al Acuerdo de No Intervención y respetaban su embargo de armas y municiones.

Precisamente por iniciativa británica y con el concurso franco-soviético, a lo largo del primer semestre de 1937, el Comité de No Intervención hizo varios esfuerzos para detener la escalada intervencionista mediante la imposición de un complejo control naval y terrestre de fronteras españolas (a cargo de observadores neutrales y de una flota compuesta por buques británicos, franceses, germanos e italianos). Su propósito era convertir en realidad efectiva el confinamiento de la guerra, evitando la llegada de suministros bélicos exteriores en gran escala y sin camuflaje.

Sin embargo, desde el crítico verano de 1937, incluso ese tímido esfuerzo de control fue abandonado por el deliberado sabotaje ítalo-germano y la consecuente retracción anglo-francesa. En adelante, la idea de su restauración, combinada con una retirada supervisada de los combatientes extranjeros, permanecería como pretexto político para justificar la vigencia del acuerdo y la existencia del comité. La política colectiva de No Intervención se había convertido en una farsa institucionalizada. Así lo entendieron los nuevos mandatarios de la entente franco-británica: el conservador Neville Chamberlain (que sucedió a Baldwin en mayo) y el radical Édouard Daladier (que sucedería a Blum meses después).

 EL LENTO DESAHUCIO INTERNACIONAL DE LA REPÚBLICA

En efecto, a partir de la crisis del verano de 1937, el relativo equilibrio de fuerzas militares logrado entre los dos bandos españoles fue decantándose progresivamente en meses sucesivos a favor de Franco y en contra de la República. La causa principal de ese proceso residiría en la firme reactivación del apoyo bélico de las potencias del eje al bando nacionalista, en una medida que no pudo ser compensada por los envíos militares soviéticos ni por el contrabando de armas.

La Unión Soviética no era entonces una gran potencia militar. A pesar de sus grandes reservas de tierras y hombres, su producción industrial bélica era incapaz de atender todos sus compromisos defensivos en el este (frente a un Japón que estaba en guerra contra China y Mongolia) y en el oeste (frente a una Alemania revisionista) y se concentró en la fabricación de aviones en detrimento de las necesidades de la marina y la infantería. Además, la eficacia operativa del Ejército Rojo estaba disminuida por las purgas recurrentes en el mando militar.

Aparte de esas limitaciones internas, el envío de material bélico soviético a España tropezaba con obstáculos logísticos notables. Ante todo, la enorme lejanía de los puntos de suministro obligaba a un largo, costoso y arriesgado transporte por mar. La travesía por el Mediterráneo desde Crimea se enfrentaba al peligro del bloqueo de la marina franquista y del apoyo abierto de la flota italiana a esa labor de bloqueo desde sus bases en Sicilia. La travesía desde el Ártico soviético por el Atlántico exigía desembarcar el material en Francia y esperar a la imprevisible decisión de sus autoridades de autorizar, o denegar el tránsito por su frontera pirenaica hacia Cataluña. En ambos casos, la incertidumbre y falta de regularidad en los envíos afectaron a la planificación militar republicana e impusieron una estrategia bélica defensiva que trataba de conjurar la lenta derrota mediante ofensivas por sorpresa encaminadas a aliviar la superior presión enemiga en otros frentes de operaciones. Buena prueba de la reticencia de los militares soviéticos a desprenderse de su escaso material bélico se encuentra en una carta a Stalin del mariscal Voroshilov, comisario de Defensa, en noviembre de 1937:

Te envío una lista de mercancías que podemos vender, por mucho que nos duela, a los españoles […]. Si Francia no se porta vilmente, conseguiremos que todo llegue a su destino en el plazo más breve posible. Verás que la lista contiene el lote de piezas de artillería, debido no sólo al hecho de que el ejército republicano las necesita, sino también a la decisión […] de deshacernos, de una vez por todas, de las piezas de artillería fabricadas en el extranjero […]. Lo más doloroso de todo es el material de aviación que estamos enviando; pero, como no pueden prescindir de él en España, hay que enviarlo.

En claro contraste con las dificultades soviéticas, las remesas de material bélico desde Italia y Alemania eran más fáciles de importar en términos geográficos y pudieron ser más constantes y regulares. En esas condiciones, tras descartar la posibilidad de tomar por asalto directo la capital española, desde abril de 1937 Franco se había embarcado en una estrategia de ofensivas de desgaste masivas destinadas a conquistar gradualmente el territorio enemigo mediante el sistemático quebrantamiento de la capacidad de resistencia de un ejército mal abastecido por parte de unas tropas mejor pertrechadas y nutridas. Y como complemento de esa estrategia militar, la diplomacia franquista concentró sus esfuerzos en la preservación inalterada del cuadro internacional de apoyos e inhibiciones existentes. Para ganar su guerra localizada, Franco necesitaba el continuo desahucio de la República por parte de las potencias democráticas, sin mengua de su propia capacidad para recibir ayuda ítalo-germana.

Desde el verano de 1937, el deterioro progresivo de la situación militar republicana trató de ser contenido por el gobierno de Negrín. Como corolario a su política interior de eliminación de vestigios revolucionarios y reforzamiento del poder estatal, los esfuerzos de Negrín en política internacional se dirigieron a conseguir el apoyo de las democracias occidentales y a terminar con una política de no intervención solo aplicada en realidad contra la República y sumamente lesiva para su esfuerzo de guerra. Mientras se lograba ese objetivo, la ayuda militar soviética era “la tabla del náufrago” que permitía resistir. Así lo confesaría con amargura el jefe del gobierno republicano a mediados de septiembre de 1937 a un colaborador:

Aunque me ve aparentando optimismo, no creo que saquemos nada práctico de la reunión de la Sociedad de Naciones [cuya asamblea anual se celebraba en ese mismo mes]. Alemania, Italia y Portugal seguirán ayudando descaradamente a Franco y la República durará lo que quieran los rusos que duremos, ya que del armamento que ellos nos mandan depende nuestra defensa. Únicamente si el encuentro inevitable de Alemania con Rusia y las potencias occidentales se produjese ahora, tendríamos posibilidades de vencer. Si esto no ocurre, sólo nos queda luchar para poder conseguir una paz honrosa.

Sin embargo, los esfuerzos de Negrín para lograr el apoyo de las grandes democracias fueron infructuosos porque tanto Gran Bretaña como Francia continuaron manteniendo la fachada de la no intervención como mecanismo óptimo para confinar el conflicto español y evitar su conversión en una guerra europea. En julio de 1937, el ministro de Asuntos Exteriores francés había confesado al embajador estadounidense en París la supeditación francesa del “problema español” a los objetivos del apaciguamiento:

Por lo que respecta al futuro, la posición que tomará Francia dependerá por completo de la posición de Inglaterra. Francia no emprenderá la guerra con Alemania e Italia. La posición de Francia será la misma que su posición en el asunto español. Si Inglaterra decide estar firme al lado de Francia frente a Alemania e Italia, Francia actuará. Si Inglaterra continúa mostrándose distante, Francia no podrá actuar. En ningún caso se encontrará en la posición de tener a la Unión Soviética como su único aliado.

Los gobernantes británicos, con el apoyo francés, solo se permitieron adoptar una postura de firmeza en septiembre de 1937, cuando los ataques indiscriminados de submarinos italianos contra los barcos mercantes que traficaban con la República superaron el límite aceptable, extendiéndose por todo el Mediterráneo y poniendo en peligro la navegación en dicho mar. Entonces, por iniciativa franco-británica y con apoyo soviético, tuvo lugar en Nyon (cerca de Ginebra) una conferencia de potencias ribereñas del Mediterráneo destinada a garantizar el tráfico y a terminar con los ataques de “submarinos piratas” (eufemismo para no acusar a la flota italiana). Con exclusión de la República y sin participación de Italia, la conferencia encomendó a las marinas británica y francesa la vigilancia de las rutas comerciales mediterráneas, con autorización para hundir cualquier submarino agresor del tráfico mercante.

La respuesta franco-británica en Nyon, apoyada por todos los estados del Mediterráneo, puso límites precisos al apoyo italiano a Franco que Mussolini comprendió. A partir de entonces, la guerra española se convirtió en un escenario marginal de la tensión diplomática porque las miradas fueron concentrándose en los retos derivados de la expansión alemana en Europa central.

A mediados de marzo de 1938, Hitler procedió a anexionar Austria al Tercer Reich, sin réplica militar de las potencias democráticas y previo consentimiento italiano. La única reacción al golpe de fuerza nazi fue la decisión francesa de abrir de facto su frontera con Cataluña al paso de material bélico soviético con destino a la República. La medida permitió entrar por esa vía terrestre los suministros militares suficientes para contener la ofensiva que Franco había lanzado a principios de marzo en todo el frente de Levante y que había logrado partir en dos el territorio republicano a mediados de abril de 1938. Del mismo modo, el material recibido hizo posible lanzar a finales de julio la inesperada ofensiva en el río Ebro y frenar así el avance franquista sobre Valencia.

Sin embargo, la presión de las autoridades británicas logró que París aplacase sus temores y aceptara clausurar la frontera pirenaica el 13 de junio de 1938. Chamberlain había convencido a Daladier de que la victoria de Franco no sería un grave problema por varios motivos: 1°) El agotamiento humano y las destrucciones bélicas harían imposible que Franco participara en un conflicto europeo incluso si quisiera; 2°) Franco necesitaría recurrir al crédito británico para financiar el proceso de reconstrucción económica de posguerra; y 3°) La vulnerabilidad militar española ante la flota anglo-francesa era tan patente que bastaría para disuadir a Franco de cualquier tentación hostil.

Frente a esas razones que mitigaban el temor a la victoria franquista, la continuación de la guerra era peligrosa porque dividía a la opinión pública democrática e impedía separar a Italia de Alemania y restar fuerza a esta en sus pretensiones sobre Europa central. En definitiva, la entente franco-británica consideraba que la República podía ser sacrificada sin excesivo riesgo en beneficio de la colaboración italiana y la preservación de la paz continental.

Desde el momento en que se cerró la frontera francesa, la República vio cortada su última y vital línea de suministros militares y alimenticios exteriores. El golpe de gracia a su esperanza de recibir apoyo de las democracias se produjo durante la crisis de septiembre de 1938, originada por la presión de Hitler sobre Checoslovaquia para que cediera de inmediato los Sudetes (zona habitada por mayoría de población alemana). El triunfo nazi fue sancionado por el acuerdo de Múnich firmado el 29 de septiembre por Francia, Gran Bretaña, Alemania e Italia, que implicaba la desmembración de Checoslovaquia a cambio de una promesa alemana de paz y de negociación futura de cualquier cambio territorial. El acuerdo parecía configurar el Pacto Cuatripartito (sin la URSS) que Gran Bretaña había perseguido siempre y significaba la culminación (aparentemente triunfal) de la política de apaciguamiento.

La resolución de la crisis germano-checa en Múnich dio al traste con las esperanzas republicanas porque dejó claro que las potencias que no habían combatido por Checoslovaquia tampoco iban a hacerlo por España. Ese negro horizonte internacional agudizó la desintegración política de la República, acentuando el enfrentamiento entre partidarios de continuar la lucha y sectores proclives a negociar la rendición con aval de las potencias occidentales. Esa situación permitió que el triunfal avance franquista sobre Cataluña terminara con el colapso completo de la resistencia militar republicana.

En efecto, a finales de marzo de 1939, tras el breve episodio de guerra intestina en las filas republicanas, las tropas de Franco ocuparon todo el territorio español y dieron por finalizada la Guerra Civil con una victoria incondicional. Para entonces, la tensión europea había enfilado la recta hacia el estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. Apenas cinco meses después de terminada la contienda en España estallaría la guerra europea que tan laboriosamente había evitado (o aplazado) la política de no intervención.

No cabe duda razonable de que el contexto internacional determinó de modo crucial el curso de la Guerra Civil y su desenlace. Los condicionamientos externos plantearon ventajas notorias e impusieron servidumbres sustanciales a cada uno de los bandos, que trataron de utilizarlos o sortearlos a fin de engrosar su capacidad de acción militar, acrecentar la eficacia de su aparato estatal para aprovechar sus recursos y fortalecer la moral combatiente de su población civil. Sin la constante ayuda militar, diplomática y financiera de la Alemania nazi y la Italia fascista, es harto difícil creer que Franco hubiera podido obtener su rotunda victoria. De igual modo, sin el asfixiante embargo de la no intervención y la inhibición de las grandes democracias occidentales, con su gravoso efecto en la capacidad defensiva, disponibilidad material y fortaleza moral, es poco probable que la República hubiera sufrido una derrota militar tan total. Así lo registró en un informe reservado el agregado militar británico en España:

Es casi superfluo recapitular las razones [de la victoria de Franco]. Estas son, en primer lugar, la persistente superioridad material durante toda la guerra de las fuerzas nacionalistas en tierra y en el aire, y, en segundo lugar, la superior calidad de todos sus cuadros hasta hace nueve meses o posiblemente un año. […] La ayuda material de Rusia, México y Checoslovaquia nunca se ha equiparado en cantidad o calidad con la de Italia y Alemania. Otros países, con independencia de sus simpatías, se vieron refrenados por la actitud de Gran Bretaña.


 VII
EL CURSO MILITAR: DE UNA GUERRA BREVE DE MOVIMIENTOS A UNA GUERRA LARGA DE DESGASTE

El golpe militar parcialmente fracasado en la mitad de España devino rápidamente en una guerra civil una vez configuradas las líneas de frente a finales de julio de 1936. Las autoridades insurgentes, haciendo uso de sus disciplinadas fuerzas armadas, se aprestaron a tomar el territorio escapado a su control en primera acometida. El gobierno republicano preparó su defensa con los escasos medios milicianos a su alcance y privado de unas fuerzas regulares. Una vez que la ayuda logística ítalo-germana permitió el traslado del ejército de África a la Península, la capacidad de iniciativa y ofensiva estratégica correspondió a los insurgentes sin interrupción durante todo un año. Solo a partir del verano de 1937 la República fue capaz de articular una estrategia defensiva mediante operaciones de diversión que permitió su supervivencia hasta la primavera de 1939. Para entonces, la expectativa de una guerra breve, predominante hasta finales de 1936, se había desvanecido ante la realidad de una larga guerra total y sin otro arreglo que la victoria absoluta de unos y la derrota incondicional de otros.


Дата добавления: 2019-09-02; просмотров: 188; Мы поможем в написании вашей работы!

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