COMBATES, REPRESIONES Y PRIVACIONES: LOS MUERTOS DE LA GUERRA



1939 fue el “Año de la Victoria” para el régimen franquista. Contra todos los pronósticos, y a pesar de la tenaz resistencia ofrecida por sus enemigos, la sublevación emprendida tres años antes había logrado un triunfo incondicional. Las variadas razones de ese resultado final han sido analizadas en las páginas precedentes. Pero cabría reproducir a modo de resumen el balance apuntado ya en 1979 por Raymond Carr y Juan Pablo Fusi:

¿Por qué ganaron los nacionalistas? La respuesta, como en todas las guerras, es: un liderazgo y una disciplina superiores en el Ejército, y un esfuerzo militar respaldado por un gobierno de guerra unificado. Los nacionales fueron mejor ayudados que la República por sus simpatizantes extranjeros en cuanto a suministros de armas: la Legión Cóndor alemana y las tropas y el material italianos compensaron sobradamente la ayuda soviética al Frente Popular, que tan vital fue en las primeras fases de la guerra. […] La disciplina militar de los nacionales era un reflejo de su unidad política; la debilidad militar del Frente Popular una consecuencia de sus luchas políticas intestinas.

Pero si 1939 fue el “Año de la Victoria”, también fue “el año más terrible de nuestra historia” (palabras de Francesc Vilanova). No en vano, con la llegada de la victoria, que no fue propiamente la llegada de la paz, llegó también la hora de hacer balance de pérdidas humanas y materiales. Y el saldo resultante fue aterrador y, peor aún, sus efectos continuaron su curso durante bastantes años.

Ya en la guerra fue habitual cifrar el impacto demográfico de la contienda en el mítico “un millón de muertos”: lo apuntaba así el cardenal Gomá en una carta pastoral de 1937 y lo haría popular el éxito de la novela homónima de José María Gironella en 1961. Pero la realidad es diferente según todos los cálculos demográficos recogidos por Fuentes Quintana, Martín Aceña y Sánchez Asiaín.

Con márgenes de error inevitables, esas estimaciones coinciden en indicar que el trienio 1936-1939 fue terrorífico y registró las siguientes víctimas mortales en diferentes categorías: 1°) Entre un mínimo de 150.000 y un máximo de 200.000 muertos en acciones de guerra directamente (combates, operaciones bélicas, bombardeos, etc.): tres quintas partes de caídos en el campo republicano y el resto en el campo franquista (y sin contar los muertos por acción guerrillera y contra-guerrillera después de 1939: aproximadamente 500 y 2.000 víctimas, respectivamente). 2°) Alrededor de 155.000 muertos en acciones de represión en retaguardia: cien mil en la zona franquista y el resto en la zona republicana (y teniendo en cuenta que esta cifra no computa los 30.000 muertos por represión franquista en la posguerra). Y 3°) En torno a 346.000/380.000 muertos por sobre-mortalidad durante el trienio y respecto al periodo anterior, derivada de enfermedades, hambrunas y privaciones inducidas por la contienda.

Así pues, ese volumen global de pérdidas humanas suma entre un mínimo de 651.000 y un máximo de 735.000 víctimas de la Guerra Civil en todas sus facetas. Y si bien esas cifras no llegan al mítico millón de muertos, siguen representando un porcentaje altísimo de la población española: entre el 2,63 y el 2,97% de los 24,69 millones de habitantes registrados en España en 1936. Nada menos.

Por si fuera poco, a esa abultada cifra de víctimas habría que añadir otras dos categorías de pérdidas perfiladas por los estudios demográficos y cruciales para el desenvolvimiento socioeconómico del país: 1°) El desplome de las tasas de natalidad, que provocó una reducción del número de nacimientos respecto a épocas previas que se ha situado entre 400.000 y 600.000 niños “no nacidos” durante el trienio bélico. Una cifra impresionante que superaba a las víctimas mortales por combates y represiones y que dejaría su impronta en la pirámide de la población española durante años. 2°) El incremento espectacular en el número de exiliados que abandonaron el país, ya fuera de manera temporal (quizá hasta 734.000 personas en diferentes fases) o ya fuera de forma definitiva (entre un máximo de 300.000 y un mínimo de 200.000 personas: el llamado exilio republicano español de 1939).

Con harta razón, por tanto, se ha considerado la Guerra Civil como “el fenómeno más negativo” de la historia demográfica contemporánea de España. Y su efecto lesivo brutal puede medirse atendiendo a la evolución de un indicador sociográfico ilustrativo, como es la esperanza media de vida al nacer de cualquier español de entonces. En el caso de los hombres, ese indicador pasó de estar en 50,8 años en 1935 para desplomarse hasta 43,1 en 1939. En el caso de las mujeres, el indicador pasó de 54,6 años en 1935 para rebajarse hasta 51,8 en 1939. También puede apreciarse el efecto devastador de esas pérdidas en el volumen y formación del capital humano: como resultado de las bajas tasas de escolaridad durante el trienio y del desplome de infraestructuras y servicios educativos (por destrucción, represión y exilio de maestros o recorte de inversión), el tajo educacional fue realmente notorio. La generación nacida en 1931 (que entraría en la escuela después de la guerra) volvió a situarse en niveles de escolarización y alfabetización de principios del siglo XX.

Víctimas de la guerra, pero ya solo de un bando, fueron también las personas que a partir de la victoria de 1939 hubieron de pagar su simpatía hacia la República. Cálculos fidedignos estiman que en 1940 había en España no menos de 300.000 prisioneros hacinados en casi 500 cárceles o prisiones habilitadas para acogerlos (cuando el promedio de encarcelados “comunes” en el trienio 1931-1934 no llegaba a las 9.500 personas). Y a esa cifra habría que sumar el mínimo de 400.000 personas (básicamente soldados republicanos) internadas durante meses en el centenar de campos de concentración existentes en el país para fines de clasificación y depuración de responsabilidades políticas. Un volumen de población reclusa o concentrada que se convertiría pronto en una severa carga para la administración estatal y en un grave lastre para la recuperación de la actividad laboral.

En definitiva, la guerra ocasionó víctimas mortales, sufrimientos inerrables, penas profundas y muchas privaciones y sinsabores entre la población española. En 1939, ya instalado en el exilio en Francia y poco antes de su muerte, Azaña meditaba sobre aquella tormenta de fuego y apuntaba que su origen estaba en “el odio y el miedo”: “Una parte del país odiaba a la otra, y la temía”. Y proseguía que la consecuente “política de exterminio y venganza” desatada con la guerra había centrado su furia destructora en los grupos sociales más temidos u odiados en cada bando, dando origen a una represión inclemente y brutal retroalimentada:

En el territorio ocupado por los nacionalistas fusilaban a los franc-masones, a los profesores de universidad y a los maestros de escuela tildados de izquierdismo, a una docena de generales que se habían negado a secundar el alzamiento, a los diputados y exdiputados republicanos o socialistas, a gobernadores, alcaldes y a una cantidad difícilmente numerable de personas desconocidas; en el territorio dependiente del gobierno de la República, caían frailes, curas, patronos, militares sospechosos de ‘fascismo’, políticos de significación derechista. Que todo esto ocurriera, en su territorio, contra la voluntad del gobierno de la República, es importante para los gobiernos mismos […]. Pero si las atrocidades cometidas en uno y otro campo se consideran […] como un fenómeno patológico en la sociedad española, el valor demostrativo de unos y otros hechos viene a ser el mismo: su carácter, mucho más entristecedor.

El juicio anticipado por Azaña, como hemos visto, ha sido básicamente corroborado por la investigación histórica reciente. Pero no solo la represión, como víctima o como verdugo o como ambas cosas en distintos momentos (que también hubo muchos casos), fue el santo y seña de la guerra para la mayoría de la población española. Aunque sin duda fuera esa su faceta más definitoria del carácter “civil” del conflicto. Hubo también otras vivencias más o menos traumáticas pero igualmente indelebles porque dejaron huella profunda en los españoles que vivieron la guerra y sobrevivieron para contarla.

Por ejemplo, para los combatientes de ambos bandos que libraron las batallas y soportaron sus rigores, la guerra fue una cotidiana anormalidad que dio origen a su propio mundo autónomo de relaciones, sensaciones y temores: la vida de las trincheras, el campamento y el batallón, extraña escuela de fraternidad, entereza y bastante brutalidad, en un sentido muy lato pero vívido para los varones que pasaron por ella.

Siendo en su mayoría reclutas forzados, no combatientes voluntarios, tuvieron que adaptarse a las circunstancias aun a costa de matar para vivir, como demandaba la ley bélica imperante. Y a todos les preocupaba el futuro de sus vidas, la posibilidad de perderlas, la situación de sus familias, la razón o sinrazón de su causa… Y otras cosas más prosaicas: cómo resistir el sofocante calor del día (como en Brunete, donde se alcanzaron los 40 grados diurnos durante la batalla); cómo protegerse del intenso frío de las noches (como en Teruel, donde se luchó con gélidas temperaturas bajo cero); cómo defenderse del ataque mortificante de las pulgas y piojos; cómo aplacar el intenso miedo al combate que provocaba náuseas, diarreas y ganas de desertar; cómo saciar la sed cuando escaseaba el agua; cómo soportar la muerte del compañero apreciado y seguir en la brecha, etcétera. En este plano, los tres años de guerra dieron para mucho. Y mientras unos respondieron a los retos planteados con estoicismo, llegando incluso a la categoría de héroes admirados, otros sucumbieron a la carga y cosecharon su pena: los reos de deserción o traición, los “emboscados” que rehuían el frente con excusas, etc.

Para la población no combatiente de la retaguardia civil, la guerra también generó ocasiones combinadas de alegría (al saber que el ser querido estaba vivo) o sufrimiento (al enterarse de su muerte), casi con tanta intensidad o más que en el frente de batalla. Sin descontar el hecho de que no era lo mismo afrontar la guerra siendo un anciano al borde de la muerte que un niño apenas asomado a la vida. En todo caso, según los testimonios recuperados, dos elementos provocaron la mayor angustia recurrente: el terror ante los devastadores bombardeos de la aviación o de la artillería pesada sobre ciudades y pueblos; y la aguda sensación de hambre y privaciones insoportables. Las palabras de una niña madrileña podrían ser elevadas a categoría explicativa general de los sufrimientos de la población civil:

Todo el día soñaba con la comida. Mi madre perdió 30 kilos y mi abuelo murió de desnutrición. Hablábamos siempre de lo que nos gustaría comer, si pudiéramos. Mi hermana y yo con las amigas jugábamos a recordar cómo era un buen cocido, cómo tomar unos huevos.

Es, claro está, el relato de una impresión personal derivada de una vivencia íntima. Pero es también la expresión de un proceso bien descrito por el doctor Francisco Grande Covián, que estuvo al frente desde 1936 de los abastecimientos madrileños y vigilaba los problemas de nutrición creados por la escasez de alimentos y su repercusión sanitaria. A tenor de sus estudios, la población de Madrid, como la de casi toda la España republicana, llegó a pasar hambre: sobre la base de una dieta mínima promediada por habitante de 2.131 calorías diarias, los madrileños solo fueron capaces de recibir el 49,7% de ese parámetro (1.060 calorías diarias). Era una dieta inferior a la soportada por los berlineses en 1916, durante la guerra mundial, cuando el bloqueo naval británico empezó a dejarse notar en toda Alemania. Y estaba en el origen del aumento de enfermedades (pelagra, glositis, edema de hambre) y de las tasas de mortalidad (sobre todo infantil) que se registraba en el seno de esa población desnutrida y sometida a todo tipo de privaciones.

Afortunadamente para la población civil en zona franquista, no puede decirse que esa situación de hambruna angustiosa fuera un rasgo característico de sus vivencias durante la contienda de modo general (otra cosa serían los desafectos y represaliados). Solo a partir de 1939, ya terminada la guerra, el hambre habría de enseñorearse de toda España en su conjunto, sin distinguir entre ambas zonas ni entre ambas poblaciones (aunque sí entre grupos sociales más o menos acomodados).

Si del ámbito humano pasamos a las consecuencias en el plano material, también cabe decir que la Guerra Civil fue “el fenómeno más negativo de la historia económica contemporánea de España”. En conjunto, es probable que el producto interior bruto nacional se desplomara un 20% entre 1935 y 1940, mientras que la caída de la producción agraria llegaba a superar el 21% y la de la producción industrial rozaba el 30%.

Además de esas pérdidas macroeconómicas tan severas, el destrozo de la infraestructura productiva había sido también profundo. Aproximadamente medio millón de viviendas del parque inmobiliario nacional había sido destruido o dañado gravemente, al igual que una cuarta parte de la flota mercante. Más crucial resultó la pérdida de capacidad del vital transporte ferroviario: quedaron inutilizados el 30% de las locomotoras y el 40% de los vagones de mercancías. El balance final que recoge Joan R. Rosés sobre el efecto de la guerra en la economía española no ofrece dudas:

El coste total de la guerra equivale a algo más del producto interior bruto del año 1935. Además su impacto se prolongó durante dos décadas, ya que la economía española no recuperó su tendencia de crecimiento hasta 1956. Considerando la guerra y la larga recuperación de la posguerra, los españoles de la época sacrificaron algo más de cinco años de renta.

 LA ESPAÑA DEL EXILIO

Como hemos visto, en los primeros meses invernales de 1939, casi medio millón de españoles abandonaba forzosamente la tierra en la que había nacido para empezar un largo exilio que habría de durar, para muchos, el resto de sus vidas. Eran los heterogéneos y desafortunados protagonistas, anónimos y reputados, hombres y mujeres, ancianos y niños, catalanes o asturianos, civiles o militares, jornaleros agrarios o catedráticos universitarios, del “exilio republicano español”.

El éxodo había comenzado ya en el verano de 1936, pero nada de aquello tuvo la entidad de lo que se vivió a principios de 1939, durante la triunfal ofensiva franquista sobre Cataluña, que conllevó el paso de la frontera hispano-francesa de un mínimo de 470.000 personas en apenas seis semanas. A estas se les unirían otras 15.000 que consiguieron salir desde los puertos de la zona levantina antes del colapso militar de marzo de 1939 y que lograron llegar, bien a Francia, bien a la Argelia francesa. Esta oleada final del exilio revistió un carácter muy diferente a las migraciones políticas previas por varias razones que lo convierten en “un éxodo sin precedentes” (palabras de Geneviève Dreyfus-Armand).

Ante todo, porque no se trataba ya de la llegada espasmódica y discontinua de unos centenares de militantes y dirigentes de partidos y sindicatos republicanos, con o sin sus familias. Al contrario, el fenómeno consistió en la entrada masiva, rápida y convulsa de millares de civiles y militares en retirada angustiada y penosa. Por eso, a diferencia de los episodios previos, esta marea humana vencida y abatida tuvo que ser gestionada y alojada por las autoridades francesas de manera improvisada y no poco drástica: en campos de internamiento creados al efecto mayormente en el departamento de los Pirineos orientales, entonces un área básicamente agrícola y pesquera que contaba con 250.000 habitantes abrumados por una avalancha humana que casi les doblaba en número, hablaba otra lengua y tenía ideas políticas muy diferentes a sus simpatías conservadoras. El recuerdo de aquella recepción temerosa en un invierno gélido por parte de la Francia que se veía como refugio vital quedaría grabado a fuego en la conciencia de la masa exiliada. Vicente Lloréns retrató con perfiles acertados aquel brusco despertar a la cruda realidad del exilio:

Con pocas excepciones, el torrente de republicanos fugitivos fue conducido por fuerzas armadas francesas a campos de concentración localizados principalmente en la costa mediterránea […]. Campos que al principio no eran otra cosa que extensos arenales cerrados por alambradas y vigilados por guardias móviles y soldados africanos. Tristemente célebres fueron los de Argelès-sur-Mer, Saint-Cyprien, que en marzo de 1939 contenía ciento dos mil hombres, y Barcarès, el más reciente y mejor establecido […]. A estos campos, insuficientes a pesar de su extensión, hay que añadir varios más en otras partes de Francia: Gurs, en los Bajos Pirineos, donde se reunieron miles de vascos, combatientes de las Brigadas Internacionales y de fuerzas de aviación, […]; Setfonds, en Tarn-et-Garonne, con buen número de técnicos y obreros calificados; Bram, en Aude, con intelectuales, funcionarios y no pocos panaderos que trabajaban para la Intendencia militar francesa para proveer de pan a todos los demás campos; Le Vernet, Haute-Garonne, que tuvo carácter disciplinario, y Agde, en Hérault, donde hubo numerosos catalanes.

Es incuestionable que al término de la Guerra Civil la cifra de expatriados había superado ampliamente el medio millón de personas y hay estimaciones que la sitúan en 600.000 refugiados en conjunto, contando aportes posteriores (por ejemplo, entre 1946 y 1948 huyeron de España otros 21.000 represaliados). Sin embargo, también es cierto que su entidad numérica fue disminuyendo rápidamente. Por un lado, el gobierno francés no estaba dispuesto a sostener de manera indefinida una población exiliada de esa magnitud (pese a que su manutención corrió inicialmente a cargo del gobierno republicano en el exilio). Y presionaba para que regresaran a su país de origen o se fueran a otro destino final (mayormente a la América de habla hispana). Por otro lado, buena parte de los refugiados acabó pensando que era mejor afrontar el riesgo de regresar a la España de Franco, vistas sus equívocas promesas de trato benévolo y comprobadas las penalidades de la vida en los campos (sobre todo una vez iniciada la guerra mundial en septiembre de 1939).

A finales de 1939, en torno a 300.000 refugiados habían retornado a su patria para sufrir las penalidades del vencido con mayor o peor fortuna. El resto de los exiliados, un máximo de 300.000 personas en su conjunto (su volumen exacto es imposible de establecer), permanecería fuera de España durante muchos años (al menos mientras el franquismo mantuvo la persecución por delitos derivados de la Guerra Civil, vigente hasta 1966) o incluso para el resto de sus vidas.

El mayor contingente, cifrado en unas 200.000 almas, se afincaría en Francia, mayormente en los departamentos del sur (con Toulouse como “capital” oficiosa del exilio). Otro máximo de 60.000 fugitivos acabarían “transterrados” (feliz expresión del filósofo José Gaos) en el conjunto del continente americano. México sería destino principal de más de la mitad de todos ellos (no menos de 30.000 en un país que entonces tenía 19 millones de habitantes), gracias a la generosidad del gobierno de Cárdenas. Detrás estuvo Argentina (receptora de hasta 10.000 refugiados, en un país de menos de quince millones), la República Dominicana (máximo de 5.000 en un país de menos de dos millones), Venezuela (hasta 5.000 para menos de cuatro millones) y Chile (entre 2.500 y 3.500 en un país de menos de cinco millones). Los restantes exiliados acabarían desperdigados por decenas de países europeos (4.500 en la Unión Soviética, cifra muy parecida a la de acogidos por Gran Bretaña), americanos (un millar entre Estados Unidos y el Canadá, otro millar en Colombia y medio millar en Brasil) y hasta africanos, asiáticos y oceánicos.

El masivo exilio que puso término a la Guerra Civil no era el primero aunque fuera a la postre “el más trágico de la historia de España” (juicio de Alicia Alted). Tampoco era un caso anómalo en la Europa de la primera mitad del siglo XX, bautizado por los analistas como “el siglo de los refugiados” (griegos y turcos, armenios, rusos blancos, judíos…). Sin embargo, pese a esa tradición de exilios hispánica y europea, el exilio español de 1939 constituía un caso singular en varios aspectos cruciales. En el orden internacional, era resultado de una sangrienta guerra civil que había tenido una decisiva dimensión exterior y había suscitado enorme interés entre la opinión pública (mayormente simpatizante de la causa republicana, aunque con sectores influyentes favorables al bando franquista). Así se explica que aquel contingente de exiliados acabara encontrando refugio en sitios tan distintos y alejados de su patria de origen.

Desde el punto de vista español, era un exilio de masas superior en cantidad a cuanto se había registrado en la historia nacional y tenía características peculiares de entidad cualitativa. De hecho, partieron al exilio españoles de todas las regiones sin excepción, aunque más desde Cataluña y Aragón, por razón de cercanía territorial a la frontera francesa, que desde Asturias o Extremadura, por el motivo inverso. En el caso de los que encontraron refugio en Francia en 1939, nada menos que el 36,5% eran catalanes, seguidos de aragoneses (18%), levantinos (14,1%), andaluces (10,5%), madrileños y castellano-manchegos (7,6%) y norteños en general (5,2%: más asturianos que vascos y cántabros). En el caso de los que se afincaron en México, también la contribución catalana era mayoritaria (aunque menor: 21,8%), seguidos de norteños (17,2%: asturianos, vascos y cántabros), madrileños y castellano-manchegos (16,1%), levantinos (10,7%) y aragoneses (6,1%).

Ese torrente humano exiliado era de todas las edades (aunque predominaban los jóvenes del entorno de veinte años) y de ambos géneros (con predominio de varones). Entre los llegados a Francia a principios de 1939 había un mínimo de 220.000 hombres que habían sido soldados movilizados frente a otro mínimo de 210.000 civiles entre los que se contaban mujeres (70.000), niños (otros 70.000) y ancianos (unos 50.000), amén de más de 10.000 mutilados y enfermos de diversa gravedad.

También eran de todas las condiciones sociales: casi la mitad (45,5%) eran obreros manuales y técnicos del sector secundario industrial; poco más del 30% eran trabajadores agrícolas y algo menos del 20% se había ganado la vida en el moderno sector terciario. Y en cuanto a sus opiniones y credos políticos, abrigaban todo el espectro desde el republicanismo democrático hasta el anarquismo, pasando por el socialismo, el comunismo y los nacionalismos vasco y catalán.

La existencia y vivencias de esa enorme masa exiliada no fueron en modo alguno fáciles. Lanzados al abismo del destierro como vencidos sin posibilidad de retorno (salvo arrostrando graves riesgos para sus vidas), tuvieron la desgracia de sufrir en sus respectivos países de acogida las consecuencias del estallido de la Segunda Guerra Mundial, singularmente aquellos que quedaron en Europa (la mayoría) y no tuvieron la fortuna de recalar en países americanos (menos desarrollados pero más alejados del frente bélico). Durante ese periodo de 1939-1945, considerando todavía su expatriación como provisional, el sentimiento de las masas de exiliados osciló entre el desánimo impotente (por su falta de fuerza para derribar el régimen franquista) y la ilusión de la esperanza (en una victoria aliada que arrastrara consigo al franquismo). De hecho, vivieron durante ese sexenio bélico y la inmediata posguerra bajo la creencia ilusoria de que “la guerra no había terminado” y que la derrota de las potencias del eje llevaría pareja la caída de Franco. Pero no tardarían mucho en darse cuenta de su error de juicio, que les haría sentirse doblemente derrotados.

Sin embargo, el factor persistente de la vida política de los exiliados siguió siendo la división interna y la lucha fratricida. El final de la guerra y la derrota habían acentuado las previas fracturas que habían lastrado el esfuerzo bélico republicano. Y esas mismas fracturas entre los distintos partidos y sindicatos, convertidas en el exilio en diferencias insalvables, limitaron la eficacia de su activismo político.

La principal división que hizo imposible un frente unitario opositor ante el franquismo enfrentaba a los seguidores y detractores del doctor Negrín, último jefe del gobierno refrendado por las Cortes. La discordia entre ambos grupos impidió la necesaria colaboración entre ambas instituciones y dio origen a una suicida lucha política para lograr el apoyo entre los exiliados desperdigados por Europa y América Latina. No en vano, frente al organismo de ayuda al exilio constituido por Negrín, el SERE (Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles), sus opositores liderados por Prieto constituyeron otro organismo alternativo, la JARE (Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles).

La constitución de ambos organismos ya en 1939 fue el momento culminante de la división política de lo que quedaba del aparato institucional de la República derrotada militarmente. Desde entonces, el cisma en el exilio quedó consumado y daría origen a una batalla que desangraría las fuerzas de ambos contendientes y lastraría su capacidad de acción política y diplomática.

Y todavía estaba por llegar lo peor: el final de la contienda mundial con la derrota del eje no significó la caída de Franco ni el retorno de la República a España. Desde el verano de 1945, las dos grandes potencias occidentales vencedoras (Gran Bretaña y Estados Unidos) habían puesto en marcha una política de cuarentena contra el régimen español. Su propósito era forzar la retirada voluntaria de Franco en favor del pretendiente, don Juan de Borbón, con el apoyo del alto mando militar, de los grupos monárquicos y de la izquierda moderada, y sin arriesgarse a una reapertura de la Guerra Civil. El interés geoestratégico de la península ibérica para la defensa de Europa occidental, acentuado por las primeras muestras de disensión entre la URSS y sus antiguos aliados, reforzaba esa voluntad de “no intervención” en asuntos internos de terceros países y de evitar todo peligro de desestabilización política en España. Desestimando, por tanto, la demanda soviética de aplicar sanciones efectivas (económicas o militares), las potencias democráticas se limitaban a imponer un ostracismo internacional desdentado y más aparente que eficaz. Por eso, dentro de sus ambiguos contornos, al compás del creciente clima de Guerra Fría entre este y oeste, fue fraguándose la supervivencia de la dictadura franquista en la posguerra mundial.

Mientras el exilio republicano se aprestaba a vivir después de 1945 sin la esperanza del retorno, la España regida con mano de hierro por Franco iba recuperando sus fuerzas con lentitud pero sin temor a intervenciones exteriores. El país tardaría mucho tiempo en superar las consecuencias de aquella hemorragia humana de 1939, que privó al país de la competencia de un altísimo número de brazos y cerebros.

El único consuelo posible que cabe encontrar en aquella tragedia humanitaria es tan paradójico como trascendente: los exiliados expulsados de España por vencedores que los consideraban la “anti-España” acabarían reforzando la presencia de la cultura española en los países de acogida y transfiriendo sus saberes a otros pueblos cercanos o lejanos, pero ya para siempre unidos a España por ese flujo migratorio. Y, quizá, el paradigmático caso mexicano sea el más ilustrativo de los efectos históricos a largo plazo que tuvo el exilio de 1939 en las relaciones hispano-americanas y en la renovación de las percepciones mutuas, lastradas hasta entonces por los estereotipos de las guerras de emancipación del siglo XIX y tiempos posteriores (el español que era visto como conquistador cruel y vanidoso o como emigrante pobre y menesteroso). Estudiando la vida y obra de un notable grupo de exiliados afincados en México, una historiadora hispano-mexicana (pero no exiliada), Ascensión Hernández de León-Portilla, subrayaba en 1978 ese papel de “puente” cultural entre ambas orillas del Atlántico que había cumplido el exilio y que era su mejor legado. No cabe mejor homenaje final a sus involuntarios protagonistas que reproducir las palabras de esa autora:

En México quizá se pueda ver con mayor claridad que su presencia, además de haber impreso una huella en la vida cultural del país, es considerada como un estímulo en otros ámbitos de la vida mexicana –economía sobre todo– y que contribuyó a que fructificasen instituciones y personas que hoy son protagonistas del presente. Tan importante como la huella dejada en el campo de la cultura, los transterrados dejaron otra huella quizá todavía menos visible pero a la larga importantísima para el acercamiento hispano-mexicano. Gracias a su presencia en México, y sospecho que lo mismo se puede decir de otros países de América, se conoció a un nuevo tipo de español. […]. En América, concretamente en México, se descubrió a otros españoles que naturalmente proyectaban una nueva imagen de España. Con los años, la actitud de ellos, su asimilación y entrega al país, confirmó la confianza que el Gobierno y la sociedad mexicana había depositado en ellos cuando los acogieron. El nuevo tipo de español –con excepciones desde luego– desvalorizaba el tópico de aquel otro español que –voluntaria o involuntariamente– había herido el nacionalismo mexicano. Este hecho propició que en las conciencias de muchas gentes se formara una imagen dual del español: por un lado, persiste la del español tradicional –el gachupín– cada vez más escaso por la disminución de la emigración española a América; al lado de ésta, el español refugiado o transterrado, que hizo posible el conocimiento de otra cara de España en México, que abriría nuevas perspectivas entre ambos países. […] Quizá sea ésta una de las aportaciones claves del Exilio.


 BIBLIOGRAFÍA: UNA SELECCIÓN BÁSICA

La selección de obras que sigue es solo una mínima parte de la inmensa producción bibliográfica existente sobre la Guerra Civil. Recoge una pequeña muestra de los trabajos más interesantes surgidos en los últimos decenios de investigación historiográfica, a juicio del siempre leal pero falible saber y entender del seleccionador. Por supuesto, no están todos los que son, si bien son todos los que están. Excluye la reiteración de obras canónicas comentadas en el primer capítulo. Pero incluye a los autores que han sido registrados en el texto de manera expresa en algún momento por su relevancia o renovadora perspectiva. Para mayor facilidad de uso, la selección está organizada en cinco apartados temáticos.

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Дата добавления: 2019-09-02; просмотров: 212; Мы поможем в написании вашей работы!

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