EL BIENIO RECTIFICADOR DE 1934-1935



Las elecciones celebradas el 19 de noviembre de 1933 fueron un hito crucial en la dinámica sociopolítica de la Segunda República por varias razones. Ante todo, significaron la definitiva entrada en la era de la política de masas en virtud de la presencia de un censo electoral duplicado respecto a 1931: fueron llamados a las urnas casi trece millones de electores (todos los hombres y mujeres mayores de 23 años) y ejercieron su derecho de voto casi nueve millones (el 67,4%). En segundo lugar, la campaña electoral fue intensa y modernizada y los resultados electorales fueron fruto “de los deseos del cuerpo electoral, hasta el punto que el fraude y la corrupción tuvieron en ellos una incidencia marginal” (juicio de Roberto Villa). Y, en tercer lugar, reflejaron una polarización aguda de las opciones electorales que evidenciaban una creciente desafección respecto del régimen democrático republicano en sectores importantes del espectro político.

El tenor de esa radicalización incipiente cabe apreciarlo en las declaraciones hechas en campaña por los dos máximos dirigentes de los movimientos sociopolíticos que articulaban la mayoría social del país: Largo Caballero como líder del movimiento socialista (que optaba por acudir a las urnas en solitario rompiendo su coalición con los republicanos) y Gil Robles como líder del catolicismo político (que conseguía agrupar en torno a candidaturas dominadas por la CEDA a buena parte de las derechas). El primero, recién cesado de su cargo de ministro de Trabajo y muy sensible a la presión de sus bases sindicales, frustradas por la experiencia del bienio, pronunciaba en Badajoz una arenga electoral reveladora de una concepción instrumental de las reglas de juego democráticas constitucionales:

Vamos legalmente hacia la evolución de la sociedad. Pero si no queréis, haremos la revolución violentamente. Esto, dirán los enemigos, es excitar a la Guerra Civil. ¿Qué es sino la lucha que se desarrolla todos los días entre patronos y obreros? Estamos en plena Guerra Civil. No nos ceguemos, camaradas. Lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aún los caracteres cruentos que, por fortuna o por desgracia, tendrá inexorablemente que tomar. El día 19 vamos a las urnas… Mas no olvidéis que los hechos nos llevarán a actos en que hemos de necesitar más energía y más decisión que para ir a las urnas.

Por su parte, en esa misma campaña, Gil Robles mostró idéntico desapego por el régimen parlamentario democrático. En su primer discurso en Madrid, el 15 de octubre de 1933, declaró sin ambages:

Hay que ir a un Estado nuevo, y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar sangre! Para eso nada de contubernios. No necesitamos el Poder con contubernios de nadie. Necesitamos el Poder íntegro y eso es lo que pedimos. Entre tanto no iremos al Gobierno en colaboración con nadie. Para realizar este ideal no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento el Parlamento o se somete o le hacemos desaparecer.

En medio de esas retóricas tronantes, que acrecentaban la desconfianza mutua y reducían los márgenes para el consenso, el resultado de la consulta electoral fue un cambio radical y sorprendente. La victoria correspondió a la CEDA, convertida en la nueva minoría mayoritaria (115 diputados), seguida a estrecha distancia del Partido Radical de Lerroux, convertido ya en un partido centrista (101 diputados), y muy por delante de las derechas catastrofistas (21 diputados carlistas y 13 de Renovación Española). Cedistas y radicales combinados tenían mayoría suficiente en las nuevas Cortes puesto que el PSOE había rebajado a la mitad su representación (59 diputados), en tanto los partidos republicanos se habían hundido (Izquierda Republicana de Azaña solo había conseguido 11 diputados) y solo la Esquerra catalana sobrevivía al desplome (con 17 diputados). En votos populares, la victoria de la derecha era neta pero más matizada: consiguió poco más de 4 millones de votos en conjunto, frente a los 2,8 millones de las izquierdas y los 1,6 millones del centro republicano.

Aparte del éxito de la movilización católica en esta convocatoria electoral, que causó estupor entre sus adversarios, la derrota de republicanos y socialistas se debía a la combinación de otros tres factores: en primer lugar, era el producto de su propia desunión puesto que habían acudido a las urnas por separado, una decisión suicida habida cuenta de que el sistema electoral favorecía a la mayoría; en segundo término, era el efecto de la llamada a la abstención de los anarquistas, que había tenido eco masivo en algunos sectores obreros y populares urbanos y rurales; y en tercer lugar, era explicable en virtud del nuevo voto de las mujeres, que se inclinó mayormente hacia las candidaturas de la CEDA y los partidos centristas.

Dado que la CEDA no podía formar gobierno en solitario y todavía no había prestado juramento de lealtad a la Constitución, se formó un gobierno minoritario del Partido Radical presidido por Lerroux que tenía a Martínez Barrio en la cartera de Guerra. Era un gabinete que gozaba de la benevolencia tácita de la CEDA y podía contar con su apoyo parlamentario en temas concretos por falta de otra alternativa, como confesaría Gil Robles en sus memorias: “No quedaba, pues, otro remedio que transigir con una situación de centro y obtener el mayor beneficio posible de tan delicada coyuntura”.

Esa situación significaba una grave hipoteca para los radicales puesto que pronto descubrieron que la CEDA prestaba o retiraba su apoyo en función del carácter más o menos derechista de las propuestas gubernamentales. En esas circunstancias, a lo largo del primer año de legislatura, el ejecutivo experimentó varias crisis internas que fueron debilitando su fortaleza y generando escisiones (como la protagonizada en mayo de 1934 por Martínez Barrio que fundaría la Unión Republicana).

En virtud de su precariedad parlamentaria, los gobiernos de Lerroux con apoyo cedista fueron rectificando gradualmente las reformas sociales aprobadas con anterioridad: se congeló la reforma agraria por problemas presupuestarios y en atención a las protestas de los propietarios rurales; se modificó la legislación laboral a favor de los patronos o se dejó en suspenso su aplicación en varios ámbitos; se concedió la amnistía al general Sanjurjo y a los implicados en el golpe de 1932, aunque no a los anarquistas encarcelados; se aparcó la legislación secularizante para permitir la apertura de colegios religiosos y el pago de haberes del clero; se limitaron los traspasos de competencias al gobierno autónomo catalán y se impugnaron algunas de sus medidas, etcétera. Todo ello a la par que el deterioro de la coyuntura económica proseguía su curso y paralizaba las obras públicas y la construcción debido a los graves problemas presupuestarios generados por el desplome del valor de las exportaciones y la débil base tributaria de la Hacienda nacional. Esa contracción económica, que había extremado las inquietudes de los empresarios, también agudizaba el malestar de las clases obreras y radicalizaba las bases del movimiento sindical socialista en franca competencia con la siempre presente movilización anarcosindicalista.

En efecto, la respuesta de la CNT a los resultados electorales había consistido en un levantamiento revolucionario a principios de diciembre de 1933. Liderado por Durruti, el movimiento ocasionó más de ochenta muertos y seis mil detenidos por incidentes graves en distintos puntos de Aragón, La Rioja, Extremadura y Andalucía. El enésimo fracaso libertario no desanimó a sus fanatizados inductores. Tampoco desactivó la creciente radicalización de los socialistas, que habían acordado responder al fiasco electoral con una grave advertencia a los radicales: “cooperar con ellos [la CEDA] es una traición” y su posible entrada en el gobierno sería respondida con “el compromiso de desencadenar, en este caso, la revolución”. Es posible que para muchos de sus líderes (como Prieto) se tratara de una bravata retórica destinada a impedir tal hecho, como también cabe interpretar así las llamadas de Azaña a los radicales para impedir “la entrega de la República a sus enemigos”. Pero es evidente que no lo era para Largo Caballero y la influyente izquierda socialista, que preconizaba la bolchevización del PSOE y la preparación de la revolución con consignas publicadas en el diario El Socialista de este tenor: “¿Concordia? No. ¡Guerra de clases! Odio a muerte a la burguesía criminal” (enero de 1934).

Esas eran las ideas dominantes entre los dirigentes de la Federación de Trabajadores de la Tierra de la UGT, que en junio de 1934 convocaron una huelga general campesina para exigir aumentos salariales y la aceleración del proceso de reforma agraria y de asentamiento de campesinos sin tierra. Mal preparada y desigualmente seguida, la huelga fue rápidamente desarticulada por el gobierno con detenciones masivas, clausura de locales sindicales y suspensión de ayuntamientos socialistas comprometidos en la acción.

El momento culminante en este proceso de “rectificación” de la República llegó a principios de octubre de 1934. Fue entonces cuando Gil Robles condicionó la renovación de su apoyo al gobierno radical a la entrada de la CEDA en el gabinete. Temerosos de que una vez en el poder pudiera actuar como lo había hecho en marzo el canciller Dollfuss en Austria (destruyendo la democracia e implantando una dictadura católica), los socialistas reiteraron su advertencia de que si esa entrada tenía lugar responderían con una huelga general de protesta de alcance borrosamente ilimitado (para “defender la República” según Prieto; para “hacer triunfar la Revolución”, según Largo Caballero). Sin embargo, para sorpresa de ambas tendencias socialistas y de los azañistas, Lerroux aceptó la demanda de Gil Robles y Alcalá-Zamora aprobó la decisión, que tenía lógica parlamentaria y era congruente con su esperanza de incorporar a las derechas católicas al juego político constitucional. Como resultado, el 4 de octubre de 1934 se formó un gobierno de coalición entre radicales y cedistas presidido por Lerroux que contaba con tres ministros de la CEDA (de su sector más demócrata-cristiano y menos antirrepublicano).

Como habían anunciado, el PSOE y la UGT decretaron la huelga general indefinida en toda España el 5 de octubre de 1934 y sin el apoyo de la CNT. La acción fue secundada un día después en Cataluña por el gobierno autónomo de Companys mediante la proclamación unilateral del “Estado catalán de la República Federal Española”. Sin embargo, tanto la huelga socialista como la iniciativa secesionista catalanista, ambas productos de la improvisación voluntarista de sus respectivos líderes, fueron aplastadas por la imposición del estado de guerra y la movilización del ejército. Las operaciones estuvieron dirigidas por el general Francisco Franco Bahamonde, uno de los militares de más prestigio profesional de la época, en calidad de asesor personal del ministro de Guerra. Ese aplastamiento fue rápido y básicamente incruento en toda España, salvo en Barcelona y especialmente en la región asturiana, donde la huelga devino una insurrección armada de las milicias ugetistas del sindicato minero, apoyado por militantes anarquistas y comunistas.

En efecto, en Asturias la “Alianza Obrera” dirigida por el minero socialista Ramón González Peña consiguió liquidar la resistencia de la Guardia Civil en las cuencas mineras, ocupar las ciudades de Avilés y Gijón e implantar durante quince días un nuevo orden social revolucionario. La acción incluyó el asesinato de 34 sacerdotes y seminaristas y la quema de varias iglesias: el primer episodio de violencia anticlerical después de muchas décadas en España. La represión de ese “octubre rojo” asturiano requirió la movilización de más de quince mil soldados y tres mil guardias civiles, además de fuerzas de la Legión y regulares indígenas (“moros”). La lucha cobró extraordinaria dureza con episodios de combates cuerpo a cuerpo en Oviedo, que vio incendiarse su catedral gótica y su universidad renacentista, además de buena parte de su centro histórico. Al final, el 18 de octubre, la dirección socialista se rindió a las fuerzas militares y fue posible ir descubriendo el terrible saldo de aquella tentativa: mil cien víctimas mortales entre los insurrectos y trescientas de las fuerzas militares.

La crisis de octubre de 1934, y sobre todo el episodio asturiano, fue un tajo en el devenir de la República. Azaña lo recordaría en 1939: “Era el prólogo de la guerra civil”. Amplios sectores sociales conservadores quedarían alarmados por la violencia de aquella experiencia revolucionaria y abrigarían serias dudas sobre la lealtad democrática y constitucional del movimiento socialista y del catalanismo de izquierdas. Por su parte, a la vista de las medidas de fuerza empleadas para acabar con la insurrección y anteriores manifestaciones de protesta (la huelga campesina de junio), extensos segmentos obreros confirmarían su desconfianza hacia las vías políticas parlamentarias y nutrirían las filas militantes que forzaban la radicalización de los sindicatos.

En todo caso, el fracaso del movimiento socialista y del catalanismo fue seguido de una dura represión y de una profundización del programa contrarreformista de la coalición radical-socialista. Aparte de los casi treinta mil detenidos por los sucesos (y de las veinte sentencias de muerte dictadas por los tribunales: solo dos ejecutadas), fueron cesados los ayuntamientos presididos por socialistas, suspendida la autonomía catalana y encarcelado su gobierno. Poco después, a principios de mayo de 1935, la CEDA exigió incrementar su presencia en el ejecutivo a tono con su fuerza parlamentaria. El nuevo gabinete de composición paritaria radical-cedista estuvo presidido por Lerroux y contaba con la presencia de Gil Robles en la cartera de Guerra. Fue el gobierno que promovió la aprobación en agosto de una Ley para la Reforma de la Reforma Agraria que suponía en realidad su desmantelamiento. Y que también aprobó una serie de medidas militares que reforzaban el papel del ejército como guardián del orden social de la mano de generales conservadores como Franco (nombrado jefe del Estado Mayor Central).

Sin embargo, la actuación del gabinete radical-cedista no estuvo exenta de tensiones internas en los meses posteriores al triunfo de octubre de 1934. La razón estribaba en un grave problema político de fondo: ambas partes discrepaban sobre el alcance último de las contrarreformas en curso y, sobre todo, disentían sobre el mantenimiento del propio régimen democrático y de la Constitución de 1931. En esencia, Lerroux y Alcalá-Zamora entendían que las medidas de emergencia eran transitorias y habrían de ser derogadas a corto plazo, permitiendo la reintegración del socialismo y el catalanismo en la vida política democrática. Sin embargo, Gil Robles las estimaba como medidas permanentes hasta que la reforma constitucional (solo posible a partir de diciembre de 1935 sin una mayoría de dos tercios, según la propia norma) permitiera dar al régimen un sentido más autoritario y corporativo, en la línea del admirado Estado Novo portugués de Salazar.

La represión desatada contra las izquierdas en general (Azaña fue detenido e inculpado injustamente por la insurrección) y la amenaza que suponía la CEDA en el poder potenciaron un nuevo movimiento hacia la unidad entre las masas republicanas y socialistas. Recuperada su libertad al demostrarse su inocencia, Azaña emprendió a finales de mayo de 1935 una campaña de mítines por toda España para restablecer la coalición reformista de 1931 y que republicanos y socialistas concurriesen unidos a las próximas elecciones. Aprovechando la simpatía popular que generaba hacia su persona la crítica destemplada de las derechas, Azaña consiguió con su campaña reverdecer el ánimo de los republicanos de izquierda. Pero también originó una división en el socialismo que fracturó al movimiento en dos mitades irreconciliables. La corriente moderada, bajo la inspiración de Prieto y mayoritaria en la dirección del PSOE, era partidaria de aceptar esa coalición y volver al poder por vía electoral para aplicar las reformas de tinte socialdemócrata interrumpidas en 1933, rechazando la experiencia revolucionaria asturiana como un error estratégico letal. Sus tesis tropezaban con la corriente radical liderada por Largo Caballero, que rechazaba la repetición de la colaboración gubernativa, propugnaba la “bolchevización” y apostaba por una estrategia de presión obrera autónoma desde la calle para disputar a la CNT su liderazgo reivindicativo.

Por imposición de esta facción largo-caballerista, la nueva conjunción republicano-socialista hubo de ser ampliada hacia la izquierda dando cabida al pequeño PCE (que aprovecharía la ocasión para crecer mediante la absorción de las juventudes socialistas) y atrayendo el voto anarquista con la promesa de amnistía para todos los presos por motivos políticos. De este modo, a mediados de enero de 1936, las izquierdas habían restablecido su unidad de cara a una nueva consulta electoral y habían constituido el llamado Frente Popular (integrado por Izquierda Republicana, Unión Republicana, PSOE, UGT, PCE y ERC, además de otros grupos menores).

Ese reagrupamiento electoral de las izquierdas tuvo lugar a la par que se desmoronaba la mayoría gubernamental radical-cedista en el otoño de 1935, víctima de sus propias divisiones latentes y de un escándalo de corrupción que acabó con Lerroux y con el viejo Partido Radical (el descubrimiento de los sobornos aceptados para autorizar un nuevo juego de ruleta trucada: el caso straperlo). Gil Robles intentó aprovechar la crisis para exigir a principios de diciembre de 1935 la presidencia del gobierno para su partido, consciente de que ya sería posible proceder a la reforma constitucional con una mayoría absoluta inferior a los dos tercios de las Cortes. Pero tropezó con la negativa de Alcalá-Zamora a encargarle esa tarea precisamente por temor a esa medida de revisión constitucional de límites imprecisos. En esa circunstancia, ante el carácter insoluble de la crisis ministerial y dada su temor a entregar el poder a la CEDA en solitario, Alcalá-Zamora optó por nombrar un gobierno interino presidido por Manuel Portela Valladares (republicano conservador independiente) que convocó nuevas elecciones generales.


Дата добавления: 2019-09-02; просмотров: 192; Мы поможем в написании вашей работы!

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