CONFLICTO INTERNO Y CONTIENDA INTERNACIONALIZADA



PREFACIO

Escribir libros de historia significa ofrecer la materia prima necesaria para un uso público del pasado. Aquélla no hace del historiador un guardián del patrimonio nacional –dejémosle esta ambición a otros– porque su intento consiste en interpretar el pasado, no en favorecer procesos de construcción de identidad o de reconciliación nacional. Un intelectual –y por lo tanto también un historiador–, ‘orgánicamente’ ligado a una clase, a una minoría, a un grupo o a un partido, corre el peligro de olvidar la autonomía crítica esencial para su trabajo.

ENZO TRAVERSO, A sangre y fuego. De la guerra civil europea, 1914-1945 (2007).

Este libro quiere ser una introducción panorámica sobre los antecedentes, curso, desenlace y significado histórico de la Guerra Civil librada en España durante casi tres años, entre julio de 1936 y abril de 1939. Fue una cruel contienda fratricida que constituye el hito trascendental de la historia contemporánea española y está en el origen de nuestro tiempo presente, transcurridos justo ahora ochenta años desde su comienzo. Y la obra aspira a cumplir esa tarea informativa e interpretativa con el mayor grado posible de rigor historiográfico, dentro de las coordenadas propuestas por el historiador italiano Enzo Traverso que figuran al comienzo. Esto es: presentando en toda su complejidad los perfiles básicos del conflicto español que puso fin a la Segunda República y dio origen a la dictadura del general Franco, con sus pertinentes matices de luces y sombras, sin ánimo beligerante sectario, ni propósito maniqueo intencionado.

La tarea no es nada sencilla porque la Guerra Civil española fue un cataclismo colectivo que abrió un cisma de extrema violencia en la convivencia de una sociedad atravesada por múltiples líneas de fractura interna y grandes reservas de odio y miedo conjugados. Y que produjo en el país, ante todo y sobre todo, una cosecha brutal de sangre abundante y diversa: sangre de amigos, de vecinos, de hermanos, de conocidos, de hombres, de mujeres, de jóvenes, de mayores, de culpables y de inocentes. Sencillamente porque en una guerra civil el frente de combate que divide las dos mitades enfrentadas es una trágica línea imprecisa que atraviesa familias, casas, barrios, ciudades y regiones, llevando a su paso un deplorable catálogo de atrocidades homicidas, horrores inhumanos, ignominias morales y a veces también de actos heroicos, gestos nobles y conductas filantrópicas. Y fue así en la guerra española como había sido antes en otros episodios similares, por ejemplo en la guerra civil rusa de 1917-1920, tal como recordaría el militante comunista Víctor Serge:

No puede entenderse la guerra civil si uno no se representa a estas dos fuerzas [rojos y blancos], confundidas, viviendo la misma vida, rozándose en las arterias de las grandes ciudades con el sentimiento neto, constante, de que una de las dos debe matar a la otra. […] Guerra a muerte, sin hipocresías humanitarias, donde no hay Cruz Roja, donde no se admite a los camilleros. Guerra primitiva, guerra de exterminio, guerra civil.

La investigación histórica sobre las guerras civiles contemporáneas confirma esa impresión personal del testigo. La guerra civil es una forma de “guerra salvaje” precisamente por librarse entre vecinos y familiares conocidos, bastante iguales y siempre cercanos (no por ser todos desconocidos, diferentes y ajenos). El triste corolario de una contienda de esta naturaleza fue apuntado por el general Charles de Gaulle en 1970: “Todas las guerras son malas, porque simbolizan el fracaso de toda política. Pero las guerras civiles, en las que en ambas trincheras hay hermanos, son imperdonables, porque la paz no nace cuando la guerra termina”.

En efecto, al término de la brutal contienda civil de 1936-1939 no habría de llegar a España la Paz sino la Victoria y una larga dictadura. Y entonces pudo comprobarse que, cualesquiera que hubieran sido los graves problemas imperantes en el verano de 1936, el recurso a las armas había sido una mala “solución” política y una pésima opción humanitaria para el conjunto del país. Simplemente porque había ocasionado sufrimientos inenarrables a la población afectada, devastaciones inmensas en todos los órdenes de la vida socioeconómica, daños profundos en la fibra moral que sostiene unida toda colectividad cívica y un legado de penurias y heridas, materiales y espirituales, que tardarían generaciones enteras en ser reparadas.

La tarea de recordar aquellos días y horrores no solo tiene como objetivo dar a conocer mejor lo que fue una inmensa carnicería que traumatizó a una sociedad decantada por siglos de convivencia, pero partida en dos de arriba abajo para la ocasión. También supone ejercitar una obligación de profilaxis cívica bellamente apuntada, en medio de tanta tragedia, por el presidente Manuel Azaña en un inspirado discurso en el ayuntamiento de Barcelona con ocasión del segundo aniversario del comienzo de la contienda (el 18 de julio de 1938):

No […] voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio de que ‘no hay mal que por bien no venga’. No es verdad, no es verdad. Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.


 I
LA GUERRA CIVIL ENTRE EL MITO Y LA HISTORIA

La Guerra Civil española fue un cruento conflicto librado entre el 17 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939 que enfrentó a dos bandos armados en el campo de batalla. Por un lado, el bando republicano o frentepopulista (los “rojos” o “comunistas”, según la terminología de sus enemigos), conformado por las fuerzas sociopolíticas de las izquierdas reformistas y revolucionarias que apoyaban al gobierno de la Segunda República constituido tras las elecciones generales de febrero de 1936. Por otro, el bando insurgente o franquista (los “azules” o “fascistas”, según la denominación de sus enemigos), configurado en torno a los mandos militares sublevados contra dicho gobierno en el verano de 1936 y articulado por las fuerzas sociopolíticas de las derechas contrarrevolucionarias y antirrepublicanas. Fue, así pues, un conflicto que reproducía todas las características de una guerra civil conocidas en la historia: la fragmentación del poder unitario del estado por el surgimiento de dos facciones armadas que compiten por el control de un mismo territorio y población mediante el recurso a la violencia generalizada y extrema para lograr su propósito y aplastar toda resistencia contraria.

CONFLICTO INTERNO Y CONTIENDA INTERNACIONALIZADA

En su calidad de guerra civil, el conflicto de España es una manifestación evidente de la gravedad de las fracturas presentes en la sociedad española, que están en el origen de su propio estallido. Como ya advirtiera Karl von Clausewitz a partir de su propia experiencia en las guerras napoleónicas: “La guerra nunca estalla de improviso ni su preparación tiene lugar en un instante. […] Las pasiones que deben prender en la guerra tienen que existir ya en los pueblos afectados por ella”.

La naturaleza y perfil de esas causas originarias son bien conocidas en líneas generales y planteaban desafíos complejos y nada prestos a soluciones rápidas: el agudo contraste entre zonas del país con predominio de una sociedad urbana modernizada y cosmopolita y zonas hegemonizadas por una sociedad rural de mayor atraso socioeconómico y hábitos tradicionales; la tensión entre grupos sociales partidarios de alternativas políticas liberal-democráticas o revolucionarias deudoras de una ética secularizante y defensores de tradiciones políticas y valores religiosos más conservadores o decididamente antiliberales; la dinámica opositora entre el nacionalismo español unitario y centralizador característico del estado liberal y las crecientes demandas autonomistas o secesionistas de nuevos nacionalismos de la periferia territorial alentados por la gran crisis colonial de 1898; el pulso latente entre la voluntad de primacía de la autoridad civil constitucional y las tentaciones de un veterano pretorianismo militar fraguado por decenios de conflictos internos y crisis coloniales, etcétera.

Dicho en otras palabras, quizá más certeras, la guerra de 1936-1939 fue la resultante última de varios conflictos combinados que acabaron traspasando el umbral de las hostilidades y convirtiéndose en una guerra declarada en la crítica coyuntura del verano de 1936. Conflictos, tensiones y fracturas de larga gestación previa que convirtieron la contienda, ante todo, en una verdadera lucha de clases por las armas, pero también en una lucha de ideologías políticas enfrentadas, de mentalidades socioculturales contrapuestas, de sentimientos nacionales mutuamente irreductibles y de creencias religiosas incompatibles. Como apreciaría ya en el exilio en 1939 poco antes de su muerte Manuel Azaña, el presidente de la República vencida que había sido uno de sus artífices principales, esas causas del conflicto había que buscarlas en “el fondo mismo de la estructura social española y de su historia política en el último siglo”.

No cabe duda, así pues, de que la guerra fue un conflicto endógeno de raíces internas que se convirtió en el acontecimiento central y decisivo de la historia española contemporánea: una “tragedia española” (palabras de Raymond Carr) que además de ser el punto culminante de su convulsa trayectoria histórica desde la guerra de Independencia de 1808 fue también su elemento diferencial más notorio en el contexto histórico europeo circundante, con un eco internacional y proyección simbólica excepcionales en la crítica coyuntura que precedió al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Como dejó anotado el escritor estadounidense Arthur Miller en el año 2003:

No hubo ningún otro acontecimiento tan trascendental para mi generación en nuestra formación de la conciencia del mundo. Para muchos fue nuestro rito de iniciación al siglo XX, probablemente el peor siglo de la historia.

En efecto, la Guerra Civil española no fue solo un conflicto interno librado en el seno de un país aparentemente situado en los márgenes de Europa y mayormente ajeno a sus dinámicas principales desde la pérdida de su inmenso imperio ultramarino a principios del siglo XIX. Fue también y decisivamente una contienda internacionalizada de vital proyección exterior, deviniendo así un episodio central de la crisis continental de los años 30 del siglo XX.

La razón básica de esta conversión de la arena española en un foco de atención mundial residió en un doble fenómeno. Por un lado, fue el resultado de la presencia de una analogía esencial entre la crisis española que dio origen a la guerra y la crisis general europea que se prolongó durante el llamado “periodo de entreguerras (1919-1939)”: como subrayaría Azaña en el exilio, lo que afrontó la República española entre 1931 y 1936 “era un problema político no tan nuevo que no se hubiese visto ya en otras partes”. Por otro lado, fue el producto de un estrecho paralelismo cronológico, de una sincronía temporal, entre el desarrollo de la guerra española y la crisis final europea que condujo a la Segunda Guerra Mundial: una vinculación tan estrecha que haría que el reputado historiador británico Arnold J. Toynbee se preguntara en octubre de 1938 “si la guerra en España era una contienda civil española o una guerra internacional librada en la arena española”.

Debido al primer factor analógico, la lucha española entre las fuerzas reformistas-revolucionarias de la República contra las fuerzas reaccionarias de un ejército insurgente parecía reduplicar en una escala menor la creciente tensión triangular que fracturaba al conjunto de Europa con alternativas sociopolíticas antagónicas: el bloque democrático occidental (la entente franco-británica) frente al eje revisionista totalitario (Alemania e Italia), con o sin el apoyo de la Unión Soviética revolucionaria. Debido al segundo factor cronológico, la temporización de la guerra en España se desarrolló justo a la par y en contacto con la crisis final que puso fin a la tregua de veinte años firmada por el armisticio de noviembre de 1918 y socavada gravemente por los efectos disolventes de la gran depresión económica de 1929. Por ambos motivos, la guerra de España suscitó un apasionado interés en la opinión pública europea, cualquiera que fuera su simpatía (ya porque se entendiera como una batalla crucial entre la democracia y el fascismo o como un combate radical entre el comunismo y la civilización occidental). Y, todavía más importante, esa analogía y sincronía también posibilitaron el súbito proceso de internacionalización de la contienda, derivado de la intervención (o inhibición) de varias potencias extranjeras en apoyo a los bandos en conflicto.

Por su propia naturaleza polifacética, la Guerra Civil ha generado desde sus inicios una fascinación constante entre lectores legos o duchos en la materia (mayormente españoles, pero también extranjeros). Y por eso mismo está a disposición del público una estimable pléyade de obras historiográficas que analizan desde distintas perspectivas casi todas sus dimensiones. En 1986, al cumplirse el 50 aniversario del inicio del conflicto, una estimación bibliométrica calculaba que se habían escrito sobre el tema, en España y en el extranjero, “más de quince mil libros”, lo que constituía “un epitafio literario equiparable al de la Segunda Guerra Mundial” (en palabras del hispanista Paul Preston). Y la tendencia no cesó después de ese aniversario puesto que en 1996 una nueva estimación registraba que en veinte años (1975-1995) se habían publicado no menos de 3.597 trabajos sobre la guerra española (casi trescientos editados en países extranjeros). Una última valoración sobre el asunto realizada en 2007 apuntaba que la producción bibliográfica sobre la guerra española para entonces alcanzaba “ya la cifra de 40.000 ejemplares”.

El interés público, tanto español como internacional, por la Guerra Civil comenzó nada más estallar la contienda en el caluroso verano de 1936, justo cuando empezaban a configurarse los bandos europeos que habrían de enfrentarse apenas tres años después. A saber: el eje germano-italiano de potencias fascistas decididas a revisar el statu quo europeo y mundial de buen grado o por la fuerza de las armas; la entente franco-británica de potencias democráticas dubitativas entre el apaciguamiento del eje o la resistencia armada ante sus demandas revisionista; y la Unión Soviética como potencia revolucionaria anticapitalista, temerosa de la amenaza de los primeros pero desconfiada de las intenciones de los segundos y presta a sumarse a uno u otro bando según las circunstancias. Un contexto europeo, así pues, tenso e inestable que la propia crisis española agravó decisivamente hasta convertirse en uno de sus episodios fundamentales.

 LOS MITOS ÉPICOS Y TRÁGICOS DE LA GUERRA CIVIL

Conviene recordar la naturaleza y perfil de esos relatos que surgieron sobre la Guerra Civil española desde sus inicios y que se mantuvieron vivos muchos años con posterioridad. Se trata de un conjunto de mitos que se organizaban en torno a dos grandes visiones contrapuestas: el mito de la Guerra Civil como gesta épica y heroica que hay que loar y recordar; y el mito de la Guerra Civil como locura trágica colectiva que hay que deplorar y olvidar.

Ambas visiones se estructuraban como verdaderos “mitos”, como un relato narrativo de acciones extraordinarias a cargo de protagonistas sobresalientes (individuales o colectivos: la Patria o la Clase), bajo un formato idealizado y ritualizado, de perfiles nítidos y maniqueos, siempre sin asomo de duda o contradicción (sin “zonas grises” de penumbra, como afirmaría el escritor Primo Levi). Ya en 1958 Hans-Georg Gadamer recordaba que, desde la Grecia clásica, “la relación entre mito y logos (razón)” es “la que existe entre el pensamiento que tiene que rendir cuentas y la leyenda transmitida sin discusión”, de modo que “el mito está concebido en este contexto como el concepto opuesto a la explicación racional del mundo”.

En el orden temporal, el mito de la gesta heroica fue el primero en cristalizar, ya durante la contienda, porque era un mito de movilización bélica: un mito de estímulo para luchar. A tenor del mismo, la guerra era un combate heroico a vida o muerte entre dos bandos contendientes (uno “bueno”, el otro “malo”) que representaban a las “dos Españas” supuestamente existentes desde hacía siglos y encarnadas entonces en la “España republicana” y la “España franquista”. Tanto unos como otros asumieron esa interpretación dualista del origen y carácter del conflicto porque respondía a las necesidades de movilización popular de cada uno de ellos y porque resultaba de utilidad justificativa de cara al ámbito interno tanto como exterior. El escritor José María Pemán, ferviente propagandista bélico en favor del general Franco, había explicado esa utilidad con palabras muy claras: “Las masas son cortas de vista y sólo perciben los colores crudos: negro y rojo”.

En el caso franquista, esta visión mítica y dualista cobraba la forma de un combate entre una España católica y la anti-España atea, subrayando así las dimensiones nacionales y religiosas del conflicto. Por eso, según el bando sublevado, su combate era una cruzada “por Dios y por España” contra un enemigo demonizado y apátrida. Sirva de ejemplo cómo definió la guerra ya en agosto de 1936 el cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo y primado de la iglesia en España, en un informe para el entonces cardenal Pacelli, futuro Papa Pío XII en 1939:

En conjunto puede decirse que el movimiento [militar insurreccional] es una fuerte protesta de la conciencia nacional y del sentimiento patrio contra la legislación y procedimientos del Gobierno de este último quinquenio, que paso a paso llevaron a España al borde del abismo marxista y comunista. […] Puede afirmarse que en la actualidad luchan España y la anti-España, la religión y el ateísmo, la civilización cristiana y la barbarie.

En el caso republicano, la visión mitificadora prescindía de los contornos nacionales y religiosos dominantes en la zona franquista y se centraba, con muchas tensiones internas, bien en las dimensiones clasistas o en las político-ideológicas inherentes a la contienda. Por este bando, la guerra respondía a una lucha secular entre los proletarios oprimidos y los opresores burgueses, entre los demócratas antifascistas y los reaccionarios fascistas. Y dejaremos de lado, por su menor entidad, las visiones ocasionales de los nacionalismos periféricos (vasquista o catalanista) que veían el combate como una lucha de España contra Euskadi o Cataluña. La primera lectura republicana, de matriz clasista, fue predominante entre los sectores anarcosindicalistas y socialistas largo-caballeristas (seguidores de Francisco Largo Caballero); en tanto que la segunda, de matriz político-ideológica, fue mayoritaria entre el republicanismo de izquierda, el socialismo prietista (seguidores de Indalecio Prieto) y el comunismo de inspiración soviética.

Buen ejemplo de la primera lectura clasista es la siguiente declaración de Andreu Nin, líder del filo-trotskista POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), en septiembre de 1936:

La lucha continúa porque la lucha no está entablada entre la democracia burguesa y el fascismo, sino entre el fascismo y el socialismo, entre la clase obrera y la burguesía. […] En España no se lucha por la república democrática. Se levanta una nueva aurora en el cielo de nuestro país. Esta nueva aurora es la de la República socialista.

A su vez, buena muestra de la segunda lectura político-ideológica es este fragmento de una declaración del gobierno republicano dirigida a la opinión pública internacional en el otoño de 1936:

Contrariamente a ciertas alegaciones del exterior, el Gobierno republicano no aspira al establecimiento de un régimen soviético. Su fin esencial es el mantenimiento del régimen de la República parlamentaria democrática tal como ha sido creada por la Constitución que el pueblo español se ha dado libremente a sí mismo. Los rebeldes, por el contrario, son los portavoces del fascismo y del antiparlamentarismo.

Expuestas de modo sumario, estas fueron las dos visiones épicas contrapuestas sobre la Guerra Civil abrigadas por republicanos y por franquistas. Ambas eran maniqueas y ambas fueron intensamente divulgadas durante la contienda y con posterioridad, tanto en el plano del discurso propagandístico como en el análisis proto-historiográfico. Entre otras cosas, porque servían para legitimar moralmente las opciones políticas tomadas y porque evitaban mayores afanes críticos (sobre todo con relación a los defectos del bando propio).

En todo caso, la interpretación de la Guerra Civil como gesta heroica fue particularmente intensa en el bando franquista en razón de su victoria y de la duración del régimen triunfante en el conflicto. No en vano, ese triunfo en la guerra sería la fuente exclusiva de legitimidad del general Franco, el “Caudillo de la Victoria”. Y por eso se implantó hasta mediados de la década de 1960 una férrea censura militar en el tratamiento de “la Cruzada Española” (contra el ateísmo) o “La Guerra de Liberación” (contra el comunismo). Y la consecuente doctrina ortodoxa fue elevada a condición de “verdad histórica oficial” incontestada en virtud de múltiples publicaciones que reiterarían los mitos históricos fundacionales del franquismo: desde la Historia de la Cruzada Española (dirigida por el periodista Joaquín Arrarás, publicada en Madrid entre 1939 y 1943) hasta la Síntesis histórica de la Guerra de Liberación (editada por el Estado Mayor Central del Ejército en 1968).

Solo avanzados los años 60, como parte de sus limitadas tentativas aperturistas, la dictadura eliminó la censura militar y admitió el uso público del término de “guerra civil”, hasta entonces proscrito por sus connotaciones de equidad entre bandos combatientes y reconocimiento de fractura interna del propio país. Ya había dejado suficientemente claro el motivo en 1945 el padre redentorista Andrés Goy, autor de un texto de formación religiosa y patriótica para los jóvenes escolares de 1945: “No era aquélla Guerra Civil, porque no es Guerra Civil la que mantiene la autoridad contra los ladrones, asesinos e incendiarios: eran los momentos del ser o no ser del alma española”.

Frente a esa unanimidad interpretativa franquista vigilada por la censura militar, en el caso republicano la intensidad de sus divisiones quedó agrandada por la derrota y un amargo exilio disperso por varios continentes. Ambas circunstancias crearon dificultades insalvables para conformar una visión unitaria sobre el fenómeno bélico, más allá de su mínima condición de “guerra antifascista” de borrosos perfiles. Basta comparar tres visiones casi antagónicas sobre los motivos, el curso y el desenlace de la contienda: la interpretación que dejó el presidente Azaña en su libro Causas de la guerra de España, que escribe exiliado en Francia en 1939; la que lega el dirigente anarquista Diego Abad de Santillán en Por qué perdimos la guerra, publicado en 1940 pero ya en Argentina; o la que publica a partir de 1966 el Partido Comunista de España, bajo la dirección de Dolores Ibárruri, con el título de Guerra y revolución en España al amparo de instituciones editoras de la Unión Soviética.

En todo caso, es preciso subrayar que esas visiones míticas republicanas y franquistas fueron las lecturas hegemónicas sobre la Guerra Civil hasta los años 60 del siglo XX. Para entonces, una nueva visión del conflicto empezó a cobrar forma, en parte como resultado de dos fenómenos correlativos. Por un lado, el reemplazo generacional registrado en la pirámide social española: en los años 60 los segmentos activos y crecientemente dominantes de la sociedad eran los “hijos” de la guerra, que no habían combatido ni estaban comprometidos por deudas de sangre directas en la contienda. Por otro, la intensa modernización socioeconómica experimentada por la sociedad española durante aquellos años del desarrollismo, que dejaba atrás el tiempo de silencio, hambre y miseria que había caracterizado a la posguerra en los años 40 y 50.

Desde luego, la visión de la Guerra Civil que en ese nuevo contexto fue imponiéndose seguía siendo una concepción mítica y dualista en formato (seguían presentes las “dos Españas”). Pero ahora se concebía la Guerra Civil como una inmensa “locura trágica” y una “matanza fratricida” que era un “fracaso” vergonzoso de todos los españoles, sin claros tintes heroicos que loar y con muchos componentes trágicos que lamentar. Era una visión que implicaba el reconocimiento de algún grado de responsabilidad colectiva en el comportamiento brutal de los españoles y que incorporaba una lección moral nítida: “Todos fuimos culpables”. Con su corolario: “Nunca más la guerra civil”. En consecuencia, lo mejor era olvidar y perdonar las culpas colectivas de aquella carnicería y encarar el futuro en paz y sin volver la vista atrás. Baste citar la carta abierta que un dirigente socialista (Joaquín León) remitió en 1973 a un líder monárquico (Juan Ignacio Luca de Tena):

Entienda que ni los hijos de usted ni los míos vibran con los ecos y los himnos que a nosotros nos conmovieron y que son hoy, para ellos, música celestial, cuando no los belicosos acordes con los que una generación inepta, que no fue capaz de encontrar otra solución a sus problemas que la barbarie de una guerra, acompañó la inmolación de un millón de hermanos. […] Ello traerá, al fin, el otorgamiento, a todos los muertos, del respeto y la paz que le son debidos. Para bien o para mal, entre todos ellos escribieron la historia, y nadie tiene derecho a pretender borrar un solo nombre de esas páginas que ya están escritas para siempre.

Por supuesto, esta transformación de la visión de la guerra desde el mito de la gesta heroica al mito de la locura trágica tuvo una enorme importancia sociopolítica durante el tardofranquismo y la transición política de la dictadura a la democracia. Sobre todo porque supuso una transformación de los principios de cultura cívica que resultó decisiva en aquella coyuntura y que, en gran medida, hizo posible la operación política de desmantelamiento pacífico del régimen franquista y su sustitución por el actual régimen democrático-parlamentario. No en vano, era un mito de reconciliación nacional: era la concepción de los hijos de la guerra que trataban de dejar atrás las visiones y las culpas de la generación de sus padres y sus abuelos.

Significativamente, según una encuesta sobre actitudes políticas de los españoles realizada en 1974, un año antes de la muerte de Franco, el 60% de los encuestados era partidario de “principios democráticos de gobierno”, frente al 18% que favorecía “principios autoritarios de gobierno” y un 22% que se abstenía de elegir. Unas opciones democráticas mayoritarias esbozadas en un momento en que el 70% de la población española tenía menos de cuarenta años de edad y, por tanto, no había vivido la Guerra Civil ni siquiera como niños con mínimo uso de razón. El encomiable valor moral y utilidad funcional durante la transición democrática de esa lección histórica implícita en el “Nunca más” resulta incontestable. Y, sin embargo, en sus presupuestos, formato y contenido seguía siendo una manera de tratar el problema histórico real de modo sustancialmente mitificado.

 LA NUEVA MIRADA HISTORIOGRÁFICA

En todo caso, y no es pura coincidencia, justo a principios de la década de 1960 comenzaba a desplegar su vuelo una nueva historiografía sobre la Guerra Civil más científica y rigurosa. Se trataba de una perspectiva interpretativa menos lastrada por el compromiso político declarado (ya fuera “antifascista” pro-republicano o “anticomunista” pro-franquista) y necesariamente desacralizadora en sus pretensiones de búsqueda de la cruda verdad, siempre mucho más incómoda que reconfortante y tranquilizadora. Sencillamente porque la labor de la ciencia humana de la historia es permanentemente sacrílega y nunca santificante. Es por definición crítica y no dogmática. Demanda distancia personal respecto del fenómeno analizado y no admite adhesión emotiva con el mismo en la medida en que esta pueda eclipsar la búsqueda de la verdad. Dicho en otras palabras: obedece al más que milenario dictum de Cornelio Tácito según el cual la historia solo se escribe bona fides, sine ira et studio (con buena fe interpretativa de partida, sin encono partidista sectario y tras meditada reflexión sobre los materiales probatorios disponibles).

Por razones evidentes (de libertad de expresión, de seguridad jurídica y de libre acceso a fuentes informativas disponibles), esa nueva historiografía emprendería su labor desde el extranjero y con bastantes problemas para llegar al interior de España. No sería justo desconocer que las perspectivas historiográficas inauguradas en la década de los 60 contaban con dos antecedentes influyentes. Por un lado, El laberinto español, la obra del británico Gerald Brenan publicada en inglés en plena guerra mundial (1943) y oportunamente traducida al español en 1962 por Ruedo Ibérico, la magna institución cultural del exilio republicano en París. Por otro, la Historia de España del hispanista francés Pierre Vilar (publicada en 1947), que contenía un crucial capítulo sobre “las crisis contemporáneas” y sería traducida al español, también en París y en medios republicanos exiliados, solo un año más tarde que la de Brenan (en 1963).

Sin embargo, el punto de arranque de esa nueva historiografía sobre la contienda española fue la aparición del libro titulado La guerra civil española firmado por el hispanista británico Hugh Thomas, publicado simultáneamente en inglés, francés y español en el año 1961. Traducido a casi todos los principales idiomas del mundo, era una minuciosa crónica del conflicto escrita desde perspectivas liberal-democráticas y con propósito de imparcialidad respecto de las pasiones partidistas aún vigentes. El estilo narrativo era fluido y elegante. Sus fuentes informativas provenían de literatura testimonial y hemerográfica y, en menor medida, de documentación archivística. Y en su relato el fenómeno bélico aparecía como resultado de acciones y omisiones de hombres, grupos políticos y organizaciones sociales y no como un fenómeno exigido por la evolución orgánica de estructuras históricas anónimas y suprasubjetivas.

El libro de Hugh Thomas, en gran medida por esas cualidades estilísticas y conceptuales, tuvo un enorme éxito de lectores y se convirtió en un hito canónico fundacional de la nueva historiografía sobre la Guerra Civil española. Fue un éxito que no tuvieron otras dos obras aparecidas también en 1961 (pronto traducidas al español). Por un lado, el trabajo de los hispanistas franceses Pierre Broué y Émile Témime, La Revolution et la Guerre d’Espagne, que era una visión mucho más analítico-estructural y de compromiso político filo-trotskista. Por otro, el estudio del hispanista galés Burnett Bolloten, The Grand Camouflage. The Communist Conspiracy in the Spanish Civil War, un minucioso análisis sobre las actividades comunistas en la guerra de simpatía filo-anarquista.

A partir de esas tres obras señeras de 1961, la producción bibliográfica sobre la Guerra Civil a cargo de historiadores extranjeros no dejó de crecer a lo largo de toda la década, con contribuciones generalistas tanto como monográficas de gran alcance para la conceptualización del fenómeno bélico. Entre todas ellas, merecerían mencionarse las siguientes seis obras por su importancia: 1°) Herbert R. Southworth, El mito de la Cruzada de Franco (París, Ruedo Ibérico, 1963): un estudio magistral sobre la propaganda franquista que trituraba la idea de que el golpe militar se anticipaba a una conjura comunista inminente para tomar el poder. 2°) Gabriel Jackson, The Spanish Republic and the Civil War (Princeton, Princeton University Press, 1965): probablemente la visión filo-republicana de estirpe liberal-democrática más influyente. 3°) Raymond Carr, Spain, 1808-1939 (Oxford, Oxford University Press, 1966): quizá la crónica sobre historia española contemporánea más solvente de las existentes hasta entonces y que todavía conserva su frescura. 4°) Manuel Tuñón de Lara, La España del siglo XX (París, Librería Española, 1966): la visión filo-republicana de mayor influencia en la izquierda antifranquista, tanto del interior de España como del exilio. 5°) Stanley G. Payne, Politics and the Military in Modern Spain (Stanford, Stanford University Press, 1967): el análisis pionero sobre el papel sociopolítico del ejército y las razones del potente militarismo en la historia contemporánea española. Y 6°) Edward Malefakis, Agrarian Reform and Peasant Revolution in Spain (Ann Arbor, Michigan University Press, 1970): el estudio más renovador sobre la fracasada reforma agraria republicana y la conflictividad agraria en el sur latifundista que tan crucial resultó para el estallido de la guerra.

Como era previsible, esa hegemonía de la producción extranjera (sobre todo, anglo-estadounidense) sobre la Guerra Civil empezó a remitir a medida que la crisis final de la dictadura franquista permitía a los historiadores españoles adentrarse en el “desierto inexplorado” de ese periodo y en sus antecedentes (la Segunda República) y consecuentes (la dictadura de Franco). Señalaba al respecto en 1994 Julián Casanova:

Cuando aparecieron los primeros libros de esos autores angloamericanos, sus resultados sólo podían compararse con los de las obras de los propagandistas del régimen de Franco. O dicho de otra forma, ningún historiador español alejado de los presupuestos de la historiografía franquista había penetrado todavía en el análisis profundo del conflicto.

Sin duda, esa fue una de las razones del éxito de los hispanistas extranjeros que empezaron a estudiar la Guerra Civil. Aunque también habría que añadir otra razón que tiene que ver con su particular perspectiva analítica comparativa, sumamente atractiva para los lectores. José Álvarez Junco subrayó en 2007 este aspecto:

El hecho de ser extranjeros les dio algunas ventajas. La primera, obvia, que podían escribir y publicar con libertad. La segunda, que veían los problemas ibéricos desde fuera, lo que les hacía adoptar como natural un enfoque comparado y unos modelos explicativos de validez general. Los historiadores españoles, en cambio, demasiado cercanos al tema y carentes de perspectiva, caían con facilidad en la trampa de la ‘excepcionalidad’ española.

Sobre esas limitaciones políticas de los historiadores españoles para hacer su labor profesional bajo la dictadura cabe recordar un episodio muy significativo: en 1971 las autoridades franquistas habían retirado de la circulación un libro oficial titulado El Banco de España. Una historia económica (Madrid, Banco de España, 1970). Se trataba de una obra hecha por economistas de la institución y editada por la propia institución. El motivo de esa excepcional medida era que en el libro se incluía una colaboración del profesor Juan Sardá sobre la economía española entre 1931 y 1962 en la que había una referencia sobre el uso del oro en la Guerra Civil totalmente inaceptable (por ir contra el mito del “oro de Moscú” robado y dilapidado por los republicanos): “El tesoro español entregado a la URSS fue efectivamente gastado en su totalidad por el Gobierno de la República durante la guerra” (véase más en pp. 177 y 229-230).

Sin duda, un hito claro en este proceso de recuperación historiográfica de la Guerra Civil por parte de autores españoles no vinculados al régimen fue la autorización gubernativa para que se publicara el libro del economista (y dirigente comunista clandestino) Ramón Tamames, que formaba parte de una divulgada colección de historia de España y abarcaba un periodo titulado de modo tan extraño como aséptico: La República. La era de Franco (Madrid, Alianza, 1973). En ese mismo año y el siguiente verían la luz otras cuatro obras relevantes sobre el periodo bélico, ambas relativas a materias “sensibles” para la ideología franquista, que se convertirían en canónicas: 1°) Un trabajo de Josep María Bricall que abordaba un aspecto de la gestión autonómica en Cataluña (Política económica de la Generalitat, Barcelona, Nova Terra, 1973); 2°) Una enciclopédica investigación de un excombatiente franquista, el general Ramón Salas Larrazábal, sobre el ejército republicano (Historia del Ejército Popular de la República, Madrid, Editora Nacional, 1973); 3°) Un análisis de Ángel Viñas sobre la génesis de la ayuda inicial hitleriana a la sublevación franquista (La Alemania nazi y el 18 de julio, Madrid, Alianza, 1974); y 4°) Un estudio de Andreu Castells sobre los voluntarios extranjeros que combatieron al servicio de la República (Las Brigadas Internacionales de la guerra de España, Barcelona, Ariel, 1974).

Por supuesto, el final de la dictadura y el proceso de restablecimiento de la democracia a partir de 1975 originaron un cambio sustancial. Desde entonces, y sobre todo en torno al sexenio 1981-1986 (marcado por la celebración de dos cincuentenarios: la proclamación de la República y el comienzo de la Guerra Civil), se produjo una verdadera eclosión bibliográfica en la producción historiográfica sobre la contienda, propiciada por el firme respaldo prestado por tres fenómenos coetáneos.

En primer lugar, por la configuración en los años de la transición de una difusa “escuela” en torno al historiador Manuel Tuñón de Lara, un investigador formado en el exilio francés que, afincado en la universidad de Pau desde 1970, había impulsado con ahínco el análisis de los problemáticos años 30. Era una escuela deudora de la metodología y concepciones marxistas y que, sin embargo, había conjugado con bastante fortuna ese compromiso ideológico y la práctica profesional solvente. Uno de sus grandes frutos fue la publicación del libro editado por Tuñón de Lara y sus colaboradores (Julio Aróstegui, Gabriel Cardona, Ángel Viñas y Joseph M. Bricall) bajo el título: La guerra civil. 50 años después (Barcelona, Labor, 1985).

El segundo fenómeno consistió en la floración de una generación de historiadores españoles formados en ámbitos universitarios extranjeros e impregnados de las nuevas tendencias historiológicas dominantes en esos lares. Ejemplos relevantes del proceso pudieran ser los siguientes autores: 1°) Juan Pablo Fusi, formado en la universidad de Oxford de la mano de Raymond Carr, y uno de cuyos primeros trabajos versaba sobre El problema vasco durante la II República (Madrid, Turner, 1979); 2°) Enric Ucelay-Da Cal, formado en la universidad de Nueva York y regresado a España durante la transición, cuyo gran estudio se publicó bajo el título La Catalunya populista. Imatge, cultura i política en l’etapa republicana, 1931-1939 (Barcelona, La Magrana, 1982); y 3°) Alberto Reig Tapia, formado en Francia bajo la influencia de Tuñón de Lara, cuyo primer trabajo relevante resultó pionero en el estudio de una temática todavía actual: Ideología e historia. Sobre la represión franquista en la guerra civil (Madrid, Akal, 1984).

El tercer fenómeno tiene que ver con la irresistible aparición de una corriente de investigaciones historiográficas de ámbito territorial circunscrito (local, provincial, regional o autonómico). Esta tendencia pronto se convirtió en hegemónica en virtud del apoyo recibido por las instituciones políticas y culturales correspondientes a esos ámbitos administrativos. Entre los mejores trabajos de esta índole cabría citar los siguientes: Julio Aróstegui y Jesús Martínez, La Junta de Defensa de Madrid (Madrid, Comunidad Autónoma, 1984); Julián Casanova, Anarquismo y revolución en la sociedad rural aragonesa, 1936-1938 (Madrid, Siglo XXI, 1985); y Josep María Solé y Sabaté, La repressió franquista a Catalunya, 1938-1953 (Barcelona, Edicions 62, 1985).

En general, salvando obligados matices, cabría decir que las investigaciones históricas publicadas desde entonces sobre la Guerra Civil han ido arrumbando sin remisión las visiones unívocas y simplistas sobre la contienda en favor de esquemas interpretativos más pluralistas y complejos. Sin que por ello hayan desaparecido aquellas, tanto en forma de una reactualización de los mitos franquistas que fueron verdad oficial hasta 1975, como en forma de renovadas idealizaciones de lo que fue la Segunda República en paz y en guerra.


 II
LA SEGUNDA REPÚBLICA: POLÍTICA DE MASAS EN DEMOCRACIA

La Segunda República trajo la democracia a España en abril de 1931 y mediante el sufragio universal abrió las puertas a la era de la política de masas. Pero la generalizada alegría popular inicial fue resquebrajándose ante las dificultades encontradas por el nuevo régimen en el camino de la modernización del país: agudos desequilibrios sociales y territoriales, intensa polarización política e ideológica y hondo impacto de la crisis económica mundial. La consecuente dinámica política cobró la forma de una pugna triangular que enfrentaba a tres fuerzas con similares apoyos sociales e implantación territorial: el reformismo democrático republicano, la reacción autoritaria fascistizante y la revolución social internacionalista. A la altura de mediados del año 1936, esas tensiones habían creado las condiciones para una crisis de convivencia cívica muy grave y profunda, que planteó la posibilidad de cambiar los votos por las armas para dirimir de manera radical los problemas sociopolíticos y culturales planteados.

 DEL AGOTAMIENTO DE LA MONARQUÍA A LA ESPERANZA DE LA REPÚBLICA

El resultado de las elecciones municipales celebradas el domingo 12 de abril de 1931, tras siete años de dictadura militar, fue crucial para la historia contemporánea de España por un doble motivo. En primer término, porque supuso el epitafio final de la monarquía borbónica que había sido restaurada en 1874 y que estaba encabezada desde principios de siglo por el rey Alfonso XIII. En segundo orden, porque implicó el acta de nacimiento, pacífico e incruento, de la Segunda República española, casi sesenta años después de la caída de la efímera y turbulenta Primera República en 1873. Ambos fenómenos tomaron por sorpresa a casi todos los testigos contemporáneos, ya fueran monárquicos alfonsinos o republicanos de variadas tendencias, pese a que la consulta había sido la primera campaña electoral moderna de la historia española y se había convertido de facto en un plebiscito entre monarquía y república.

La derrota electoral monárquica había sido abrumadora en las ciudades y los principales centros urbanos. A pesar de tener en contra a los poderes constituidos y sus amplios recursos caciquiles, los candidatos de la conjunción republicana-socialista lograron una victoria incontestable en 41 de las 50 capitales de provincia y en todas las grandes concentraciones de población del país. Las aglomeraciones urbanas y los sectores más cultivados y modernizados del país rechazaron por amplia mayoría a un rey todavía aceptable para la manipulable opinión pública rural y agraria. Enfrentados a esa realidad y a las manifestaciones de entusiasmo republicano que invadieron las calles en los días 13 y 14 de abril, los políticos monárquicos optaron por negociar una salida pacífica a la crisis y aconsejaron al rey la partida hacia el exilio. El propio presidente del gobierno, almirante Aznar, reveló a la prensa el desconcierto de los líderes dinásticos: “¿Qué más crisis quieren ustedes que la de un pueblo que se acuesta monárquico y se levanta republicano?”.

La alternativa de resistir por la fuerza para preservar la corona era impracticable por una sencilla razón expuesta por el conde de Romanones, último ministro de Estado (Asuntos Exteriores), al propio Alfonso XIII: “Los sucesos de esta madrugada hacen temer a los Ministros que la actitud de los republicanos pueda encontrar adhesiones en elementos del Ejército y fuerza pública que se nieguen en momentos de revuelta a emplear las armas contra los perturbadores”. En consecuencia, el rey abandonó España en la tarde del 14 de abril de 1931, tras emitir un comunicado en el reconocía que las elecciones revelaban “que no tengo hoy el amor de mi pueblo”. Pocas horas antes, los integrantes del comité que dirigía la coalición republicana-socialista, presididos por un católico y exministro liberal, el jurista Niceto Alcalá-Zamora, se constituían oficialmente en Gobierno Provisional de la República.

El súbito desplome de la monarquía hundía sus raíces en la etapa histórica precedente y, en esencia, era fruto de la incapacidad del sistema político de la Restauración borbónica para adaptarse a los rápidos cambios modernizadores sufridos por la sociedad y la economía española en el primer tercio del siglo XX, unas décadas de crecimiento económico y diversificación socio-ocupacional muy intensas. Como resultado, España contaba según el censo de 1930 con 24 millones de habitantes que disfrutaban de una esperanza media de vida de 52 años (14 más que en 1900) y vivían repartidos entre unos pujantes municipios urbanos (donde residía el 43% de la población) y numerosos pero decrecientes municipios rurales dispersos (donde habitaba el restante 57%). La tasa de alfabetización neta había alcanzado en aquella época el 71% de la ciudadanía española (base lectora de la numerosa y variada prensa que entonces circulaba), aunque todavía solo estaban escolarizados dos de cada tres niños en edad de cursar estudios primarios y apenas 37.000 jóvenes estudiaban en las universidades (poco más del 6% eran mujeres). También la composición de la población activa española mostraba síntomas de su lenta pero irreversible transformación. En 1930, por primera vez en la historia, la población laboral empleada en el sector primario agrícola había perdido su predominio secular y solo representaba al 45,5% de la población activa total, frente al 26,5% de población dedicada a actividades industriales y al 28% del variado sector terciario de servicios.

Precisamente esa composición de la población activa reflejaba el mayor de los contrastes socioeconómicos que parecían romper en dos mitades distintas al país. Por un lado, los dinámicos núcleos industrializados y enclaves urbanos modernos (con Madrid y Barcelona superando ya el millón de habitantes) acogían a unas variadas burguesías y clases medias industriales, comerciales, artesanales, financieras y profesionales, así como a clases obreras cualificadas o semicualificadas (entre ellos, 1,3 millones de proletarios fabriles) y sectores populares sin cualificación y en su mayoría recién llegados a las ciudades desde el campo. Por otro lado, extensas zonas rurales preservaban una actividad agraria que parecía anclada en el tiempo y permitía malvivir a dos tipos de campesinado muy diferenciados: en el norte y centro del país residía la enorme mayoría de los casi dos millones de pequeños y medianos propietarios y arrendatarios, celosos de sus tradiciones y siempre pendientes de la climatología y los créditos para subsistir con sus minifundios y caseríos (el 90% menor de una hectárea de superficie laborable); mientras que en el sur (Extremadura, Andalucía y La Mancha) se agrupaban más de un millón y medio de míseros jornaleros sin tierra que eran empleados por una oligarquía terrateniente (menos de cien mil grandes propietarios) controladora de enormes latifundios (fincas superiores a cien hectáreas) que suponían algo más de la mitad de la tierra disponible en esa área.

Cabe apreciar esas dos Españas socioeconómicas, todavía mal comunicadas y localistas, atendiendo al contraste existente entre el variado mundo rural (el campo minifundista gallego, la mediana propiedad de las zonas cerealícolas leonesas y las dehesas latifundistas extremeñas) y la situación existente en las áreas de aglomeración urbana (las metrópolis madrileña y barcelonesa, la industriosa ría bilbaína o las cuencas mineras asturianas). Mientras que en 1930 el salario diario de un jornalero latifundista apenas llegaba a las cinco pesetas, el salario diario correspondiente a un obrero industrial casi alcanzaba las ocho pesetas. Por eso mismo, es harto probable, como señalaba Raymond Carr, que hacia 1930 “un romano (de la antigüedad) se habría encontrado en una finca andaluza como en su casa” y no hubiera dejado de reconocer en los campos españoles “el arado de madera, la hoz, la era y el alto horno de leña”. Pero también es evidente que, para entonces, un viajero británico se habría sentido en casa en las ciudades españolas con tendido eléctrico para mover tranvías, iluminar farolas, operar teléfonos y alimentar proyecciones cinematográficas en edificios soberbios para grandes masas. Era una coexistencia bien conocida por los propios testigos contemporáneos, como da fe Azaña en sus recuerdos de 1939:

La sociedad española ofrecía los contrastes más violentos. En ciertos núcleos urbanos, un nivel de vida alto, adaptado a todos los usos de la civilización contemporánea, y a los pocos kilómetros, aldeas que parecen detenidas en el siglo XV. […] Una corriente vigorosa de libertad intelectual, que en materia de religión se traducía en indiferencia y agnosticismo, junto a demostraciones públicas de fanatismo y superstición. […] Provincias del noroeste donde la tierra está desmenuzada en pedacitos que no bastan para mantener al cultivador; provincias del sur y del oeste donde el propietario de 14.000 hectáreas detenta en una sola mano todo el territorio de un pueblo. En las grandes ciudades y en las cuencas fabriles, un proletariado industrial bien encuadrado y defendido por los sindicatos; en Andalucía y Extremadura, un proletariado rural que no había saciado el hambre, propicio al anarquismo.

Esa España “dual” de la modernización y el atraso combinados no era la manifestación última del sempiterno mito de “dos Españas” siempre mal avenidas y enfrentadas, como si fuera una maldición divina que pesaba sobre el país y sus habitantes. Los espacios geográficos y sus sectores productivos, atrasados o modernizados, nunca constituyen un protagonista sociopolítico, capaz de pensar, planificar y actuar: solo configuran escenarios y medios históricos en los que las personas, individualmente consideradas o colectivamente agrupadas, elaboran sus planes, definen sus propósitos y ejecutan sus acciones, siempre en interacción con sus semejantes. Las prosopopeyas antropomórficas, por efectistas que parezcan, siguen siendo generalizaciones impersonales y pseudo-organicistas que nunca pueden suplir al verdadero sujeto volitivo de la acción histórica real: el ser humano en su condición singular o en sus agrupaciones plurales. Por consiguiente, sobre la base física de esas “dos Españas” descritas, no surgían dos proyectos políticos unívocos con sus respectivos apoyos sociales, intereses económicos y cosmovisiones culturales.

Al contrario. En aquella sociedad española fragmentada y compleja se configuraron los tres núcleos de proyectos sociopolíticos antagónicos que existían en toda Europa en mayor o menor medida después del impacto devastador de la Gran Guerra de 1914-1918: el reformismo democrático, la reacción autoritaria o totalitaria y la revolución social. No en vano, por su condición de “guerra total” que había consumido millones de vidas en contextos de destrucción masiva de civiles y combatientes, la Primera Guerra Mundial había abierto las puertas a una nueva era de masas en la que aparecieron esos tres proyectos a tono con sus respectivos apoyos sociales e intereses económicos: el reformismo democrático que ofrecía sufragio universal y servicios sociales para conciliar economía capitalista, derechos individuales y cooperación interclasista (la opción triunfante en Gran Bretaña y Francia); la alternativa revolucionaria internacionalista de matriz proletaria y campesina que aspiraba a construir un régimen colectivista y antiburgués bajo la dirección de un partido-vanguardia obrero y popular (como en la Rusia bolchevique desde octubre de 1917); y el modelo reaccionario, ya autoritario ya totalitario, que postulaba un programa redentor de unión nacional y férrea disciplina social (como las variadas dictaduras militares de Europa centro-oriental desde 1919 y la dictadura civil de la Italia de Mussolini desde 1922).

La dinámica inaugurada por la ruptura de 1914-1918 y articulada en torno a las “Tres Erres” (Reforma, Reacción y Revolución) convirtió los años de entreguerras en un laboratorio de experimentación política singular donde la violencia llegó a ser parte legítima de la necesaria “higiene del mundo” por sus efectos depurativos y simplificadores (véase más en pp. 202 y siguientes). Una época de renacidas pasiones extremas cuyos brutales perfiles fueron bien definidos por Enzo Traverso: “La historia de Europa entre 1914 y 1945 es la de un continente desgarrado por una guerra civil”.

España no entró en la Gran Guerra como beligerante, pero la tensión bélica sí entró en España de la mano de la movilización popular, de las exigencias de la guerra colonial en Marruecos y de la virulenta “guerra de palabras” en apoyo a uno u otro de los combatientes europeos, como demostraron los conflictos del año 1917 y la aguda conflictividad sociopolítica de la inmediata postguerra. Fue entonces cuando los relativos equilibrios que habían preservado la estabilidad de la monarquía liberal-parlamentaria restaurada en 1874 y socavada por el desastre colonial de 1898 se rompieron definitivamente. Desde ese momento fueron configurándose alternativas políticas análogas a las del resto de Europa sobre tradiciones propias: un monarquismo católico cada vez más autoritario, antiparlamentario y ultranacionalista que sostendría la dictadura militar del general Miguel Primo de Rivera entre 1923 y 1930; una corriente democrática que se articularía durante esa etapa sobre la colaboración entre el republicanismo burgués y el movimiento obrero socialista y reformista con el refuerzo del nacionalismo catalán; y una tendencia revolucionaria e internacionalista que se aglutinaría mucho más en torno al viejo anarcosindicalismo libertario que al nuevo y minoritario comunismo de inspiración soviética.

Así pues, a la altura de 1930, la España modernizada será escenario de actuación principal de los reformistas que se nutrían de las clases medias urbanas y de las clases obreras cualificadas, pero también contaba con la presencia de reaccionarios que abundaban en sus barrios acomodados o de sectores populares de religiosidad tradicional, del mismo modo que sentirá el creciente empuje de los revolucionarios implantados entre el obrerismo sin cualificación y expuesto al azote del desempleo. Por su parte, la España rural y atrasada había visto crecer sobre su suelo a unos reaccionarios que se reclutaban entre los grandes, medianos y pequeños campesinos propietarios, pero también a los revolucionarios que proliferaban entre la población jornalera de tierras de latifundio, con una menor presencia de elementos reformistas entre el campesinado no terrateniente ni proletarizado. En definitiva, la dinámica sociopolítica presente en España no era una lucha dual y binaria (“una España contra otra”), sino una pugna triangular que reproducía en pequeña escala la existente en toda Europa y cuyos apoyos respectivos se encontraban tanto en zonas modernizadas como atrasadas en mayor o menor medida.

En el marco de esa lucha triangular, las elecciones municipales de abril de 1931 constituyeron un hito crítico que culminó con la sentencia de muerte de una monarquía agotada y el nacimiento esperanzado de la República. También cerraban el ciclo abierto con la instauración de la dictadura militar de Primo de Rivera de 1923 con patrocinio real. Con aquella medida que liquidaba el régimen parlamentario liberal de la Constitución de 1878, Alfonso XIII, además de faltar a su juramento, había apostado todas sus cartas al éxito de un régimen militar de fuerza y excepción que ofrecía estabilidad y cierto bienestar a cambio de la renuncia a las libertades civiles y al sufragio electoral. Sin embargo, en 1931, bajo el impacto creciente de la crisis económica mundial, resultaba evidente que la dictadura había fracasado en su tentativa ofrecer una solución permanente para la integración política de las pequeñas y medias burguesías de filiación liberal-democrática y de las clases obreras y populares agrupadas en sus propias organizaciones representativas. En efecto, para infortunio del monarca, el progresivo agotamiento del régimen militar había ido en paralelo a la expansión del republicanismo como esperanzada fórmula alternativa para la democratización de España.

Entre las clases medias burguesas, al lado del tradicional y cada vez más moderado Partido Republicano Radical (liderado por el periodista Alejandro Lerroux y su lugarteniente, Diego Martínez Barrio), surgieron otros muchos partidos que trataban de configurarse como ejes políticos de un republicanismo de izquierda, democrático, civilista y secularizante: Acción Republicana (fundada en 1925 y luego convertida en Izquierda Republicana: cuyo líder era el escritor Manuel Azaña); el Partido Republicano Radical-Socialista (creado en 1929 con figuras como el maestro Marcelino Domingo y el abogado Álvaro de Albornoz); o la Esquerra Republicana de Catalunya (ERC, constituida al amparo del prestigio del exmilitar Francesc Macià y de su delfín, el abogado Lluis Companys).

Por su parte, entre las clases obreras organizadas, el protagonismo correspondía al movimiento sindical socialista, que había experimentado un crecimiento muy notable desde principios de siglo y había logrado convertir la Unión General de Trabajadores (UGT) en una potente organización de masas liderada por el pragmático Francisco Largo Caballero, un obrero cualificado del ramo de la construcción. Ese crecimiento del ala sindical del socialismo superaba incluso al reforzamiento logrado por su ala política, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), en cuyo seno convivían en precario equilibrio la ortodoxia aislacionista propiciada por Julián Besteiro, catedrático de lógica y presidente del PSOE, y la orientación favorable a una alianza antimonárquica con los republicanos defendida por líderes como el periodista autodidacta Indalecio Prieto y el jurista Fernando de los Ríos. Tampoco era ningún alivio para la monarquía en aquellas fechas el renacimiento del sindicalismo libertario de la mano de una Confederación Nacional del Trabajo (CNT) reconstituida en sus tradicionales bases de apoyo andaluzas y catalanas, sobre todo porque cada vez era más evidente su sometimiento a la recién fundada y radical Federación Anarquista Ibérica (FAI). Sin mencionar el igualmente inquietante retorno a la escena política de un minúsculo pero muy activo Partido Comunista de España (PCE).

Fue en ese crítico contexto cuando Alfonso XIII decidió destituir a Primo de Rivera en enero de 1930 para encomendar la tarea de formar gobierno al general Berenguer, como paso previo para retornar gradualmente al sistema parlamentario mediante elecciones libres escalonadas (primero municipales y, en último lugar, generales). Sin embargo, el proyecto político de la “dictablanda” de Berenguer (heredado por su sucesor, el almirante Aznar) tropezó con el grave obstáculo de la coalición que se había fraguado entre el movimiento obrero de inspiración socialista y el movimiento republicano de extracción pequeño-burguesa. No en vano, desde el verano de 1930, los partidos republicanos habían alcanzado un pacto político con el PSOE-UGT para promover la democratización de España al amparo de una República. En un primer momento, las fuerzas firmantes del llamado “Pacto de San Sebastián” no consiguieron su objetivo de derribar la monarquía por medio de una huelga general convocada en diciembre de 1930, que fue poco seguida y fácilmente aplastada. Sin embargo, la fuerza insospechada de este potente movimiento antimonárquico se manifestó en la consulta electoral de abril de 1931.

La historia del quinquenio republicano suele dividirse en tres periodos diferentes: un primer bienio reformista (1931-1933); un segundo bienio rectificador (1934-1935); y el semestre de gobierno del Frente Popular en la primera mitad de 1936. Como veremos, la peculiaridad de la dinámica política española durante esos cinco años residiría en un fenómeno crucial: a diferencia de otros países continentales, en España fue alcanzándose un equilibrio inestable, un empate virtual de apoyos y capacidades (y de resistencias e incapacidades), entre las fragmentadas fuerzas de la alternativa reformista y su heteróclita contrafigura reaccionaria, haciéndose imposible la estabilización del país tanto por la similar potencia respectiva de ambos contrarios (y su compartida incapacidad para reclutar otros apoyos fuera de los propios), como por la presencia de un poderoso tercio excluso revolucionario, enfrentado a ambos por igual y volcado en su propia estrategia insurreccional. Sin menospreciar el hecho, singularmente español, de que cada una de esas alternativas evidenció una notable diversidad interna (en términos de partidos y grupos operativos tanto como de estrategias y tácticas propias) que dificultó su propia capacidad de actuación.

En estas circunstancias, la dinámica política de la Segunda República pareció configurarse como una especie de tenaza con dos brazos y un mismo objetivo a batir: Reacción y Revolución frente a Reforma. Con una circunstancia agravante de gran calado: según transcurría el quinquenio, las fuerzas reformistas-democráticas verían menguar sus filas a medida que la crisis económica internacional acentuaba su impacto disolvente sobre las relaciones sociales y propiciaba una polarización política favorable a ambos extremos del espectro existente. El sociólogo Juan José Linz apreció bien el carácter catastrófico de ese proceso de polarización política y deslegitimación institucional en su diagnóstico de 1978:

Toda la historia de la República puede ser considerada como un declive ininterrumpido, reflejo del crecimiento del número y la potencia de las oposiciones leales y semi-leales, prontas a colaborar con fuerzas desleales antes que a hacer frente común en un esfuerzo para estabilizar el régimen. […] Indicadores tales como el número de víctimas y la amplitud y persistencia de disturbios de orden público revelan que la crisis creció en intensidad y extensión a medida que pasaban los años. La memoria acumulativa amplificó la propaganda que generó un omnipresente temor a la guerra civil, una predisposición a la violencia preventiva que sólo realimentó el miedo y llevó a más propensión al uso de la violencia por el otro bando. Este círculo vicioso desembocó en la primavera de 1936 en una atmósfera de guerra civil no declarada.

En efecto, la más reciente literatura historiográfica sobre la Guerra Civil no ha dejado de subrayar que el proyecto democrático-republicano original de abril de 1931 sufrió una progresiva erosión de sus bases de apoyo sociales, políticas y territoriales durante el transcurso del quinquenio. Un proceso erosivo que llegó a conformar en 1936 una especie de “bloqueo político” y “parálisis institucional” de graves riesgos para la continuidad y consolidación del régimen.


Дата добавления: 2019-09-02; просмотров: 180; Мы поможем в написании вашей работы!

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