EL GOBIERNO DE LA VICTORIA DE UN ESTADO FASCISTIZADO



A finales de enero de 1938, poco antes del comienzo de la gran ofensiva militar que habría de dividir en dos el territorio republicano con la llegada de sus tropas al Mediterráneo, Franco ratificó esos rasgos fascistizantes de su régimen con una medida crucial. Previendo el desplome militar de sus enemigos y asumiendo su condición de árbitro supremo inapelable, decidió conformar su primer gobierno regular en sustitución de la interina Junta Técnica del Estado.

El gobierno anunciado el 30 de enero de 1938 era un ejecutivo de once miembros con representantes de todas las “familias” políticas. Siguiendo una pauta de equilibrios que casi nunca variaría, había alta representación de ministros militares que se reservaban las carteras de Defensa (Dávila), Orden Público (Martínez Anido), Industria (Juan Antonio Suanzes) y Exteriores (que llevaba anexa la vicepresidencia y estaba en manos de Gómez-Jordana). Falange tomaba a su cargo las carteras “sociales” de Agricultura (Fernández Cuesta, secretario general de FET), Organización y Acción Sindical (Pedro González Bueno) y la de Interior (Serrano Suñer, hombre fuerte del gobierno por su condición de “cuñadísimo”). El conde de Rodezno en Justicia era el inexcusable exponente del carlismo, en tanto que el profesor Pedro Sainz Rodríguez representaba al monarquismo alfonsino en el ministerio de Educación, junto con Andrés Amado en la cartera de Hacienda. El titular de Obras Públicas, Peña Boeuf, ya había dirigido esa área en la Junta Técnica y permaneció a su frente por su competencia profesional.

Paralelamente a la formación del gobierno, Franco aprobó el 30 de enero la “Ley de Administración Central del Estado”, vinculando la presidencia del gobierno con la jefatura del estado y ratificando su condición de dictador con plenos poderes ejecutivos y legislativos, solo responsable “ante Dios y la Historia”. Su artículo 17 prescribía: “Al Jefe del Estado, que asumió todos los Poderes por virtud del Decreto de la Junta de Defensa Nacional de 29 de septiembre de 1936, corresponde la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general”.

Así pues, al comenzar el llamado “segundo año triunfal”, seguro de sus apoyos internacionales, Franco avanzaba en la empresa de consolidar un estado central militarizado en claro proceso de fascistización, a la par que aprovechaba al máximo los crecientes recursos económicos que sus victorias iban reportando (la siderurgia vasca y la minería asturiana, por ejemplo). Y todo ello sin que ocasionales reveses militares ni el espectro del hambre y las privaciones materiales socavaran la eficacia de su esfuerzo bélico o la unidad política e ideológica de su retaguardia. Entre otras cosas, porque una gran parte de la financiación de los gastos de guerra pudo dilatarse en el tiempo gracias a los créditos librados por Italia y Alemania y sobre la base de la reorientación del comercio exterior hacia esos países acreedores. En agosto de 1938, el representante británico en la zona franquista remitió a Londres un informe que subraya la buena situación interior de la zona franquista sin eludir ningún detalle:

El orden público continúa siendo bueno. En general, la gente está bien alimentada, decentemente vestida y contenta. Los precios han subido pero poco y, claro está, los bienes importados han desaparecido del mercado. Pero, realmente, no hay signos externos de depresión. […] De hecho, en todas partes reina una apariencia externa de contento y normalidad. Por supuesto, la misma es en parte equívoca. En todos los lugares hay en marcha rigurosas medidas de represión.

También bajo el nuevo gobierno, de la mano de Sainz Rodríguez en Educación, la iglesia continuó reforzando el control católico sobre la vida cultural del país, cristalizando la ideología del nacional-catolicismo como simbiosis de ortodoxia católica y nacionalismo español intransigente. José Pemartín, alto cargo ministerial, reafirmó por entonces “la prohibición absoluta y total de la difusión proselitista de las Doctrinas anti-católicas”. Ese catolicismo militante y fanático implicó una depuración radical del personal educativo desafecto: a finales de noviembre de 1938 habían sido sometidos a expediente depurativo (y en su caso apartados del cargo o sancionados) “prácticamente todos los maestros” (casi 52.000), además de 1.339 profesores de enseñanza secundaria y 1.101 profesores de universidad.

Esa profunda depuración del personal docente fue solo una de las facetas de la generalizada purga de los grupos y sectores considerados hostiles o disidentes. Como ya hemos señalado, la represión inclemente de todo enemigo declarado o potencial había sido una característica definitoria de la sublevación desde el principio, con la finalidad de atajar cualquier resistencia mediante la eliminación física y la intimidación moral. Franco reconocería posteriormente ese propósito con insólita distancia personal en conversación privada con su primo y ayudante militar: “Las autoridades tenían que prever cualquier reacción en contra del Movimiento por elementos izquierdistas. Por esto fusilaron a los más caracterizados”.

La conversión del golpe militar en guerra civil transformó esa represión inmediata en una persistente política de depuración y “limpieza” de los enemigos en la retaguardia. De ese modo, los “paseos” y asesinatos irregulares de los primeros meses (como el que se cobró la vida del poeta Federico García Lorca en Granada a mediados de agosto de 1936) fueron reemplazados por juicios sumarísimos en consejos de guerra militares. El volumen e intensidad de esa represión organizada cumplía una deliberada finalidad político-social “redentora” y no era resultado de un estallido espontáneo de violencia pasional como consecuencia de las hostilidades. Era un recurso estratégico conocido por los africanistas a partir de su experiencia colonial y presente en casi todas las guerras, civiles o interestatales: el uso de la violencia ejemplarizante que no solo elimina a resistentes activos, sino que por su brutalidad intimida y somete a los supervivientes menos peligrosos.

Un caso paradigmático de esa funcionalidad represiva se produjo tras la ocupación de la ciudad de Badajoz por las tropas de Franco al mando de Yagüe el 14 de agosto de 1936. Fue una operación clave que permitió unir las dos zonas insurgentes y asegurar la frontera portuguesa (facilitando la llegada de la ayuda logística de esa procedencia). Fue también una operación cruenta porque la defensa miliciana había sido por primera vez tenaz, ocasionando muchas bajas a los atacantes, soldados curtidos en una guerra colonial despiadada cuyos expeditivos métodos llevaron a suelo peninsular. Y por ambas razones fue seguida de una matanza de los defensores capturados y de otros sospechosos de desafección política, acción desarrollada por las calles de la ciudad, en su plaza de toros y en las proximidades del cementerio. No es verosímil que la matanza llegara a sumar casi dos mil víctimas en un solo día en una urbe de 40.000 habitantes, como alegaría la propaganda republicana con exageración y comprensible horror. Pero sí es evidente que sumó centenares puesto que la ciudad fue escenario de un mínimo de 530 víctimas mortales documentadas entre el 14 de agosto y finales de diciembre de 1936, en tanto que el conjunto de la provincia sumaría más de 11.000 muertos por acción represiva desde agosto de 1936 y hasta muy avanzada la posguerra (entre otros, casi 8.000 “paseados”, 1.143 fusilados tras consejo de guerra, 572 fallecidos en prisión, 146 desaparecidos y 79 muertos en acción guerrillera). Como ha señalado al respecto Fernando Sánchez Marroyo:

La arbitrariedad y la violencia de la represión, fruto de la generalización de la aplicación automática del bando de guerra, se explican en función de la propia debilidad numérica de los atacantes, obligados además a una marcha contra reloj (como reconoció el propio Yagüe). Un escrupuloso y auténtico ejercicio penal hubiese debido seleccionar cuidadosamente, a fin de exigir las máximas responsabilidades, a los que tenían delitos de sangre. Pero no había tiempo y era preciso, además, imponerse por el terror, lo que explica la exposición pública de los cadáveres en los primeros momentos.

En general, la “limpieza” represiva se cebó con dirigentes y militantes destacados de partidos políticos y sindicatos de izquierda, así como con autoridades republicanas, militares enemigos tildados de “traidores” y afiliados a las logias masónicas (consideradas sectas extranjerizantes, anticatólicas y antipatrióticas por su defensa de la tolerancia religiosa). Esa política represiva fue responsable de un elevadísimo número de muertes durante la guerra que pudo alcanzar las cien mil víctimas (más otras treinta mil en la posguerra). Unas muertes que se acumularon en el sur de España y durante el verano “caliente” de 1936 en claro reflejo de la tensión social allí vigente y de la dureza de las operaciones de las columnas africanas: las provincias andaluzas sumarían más de 47.000 víctimas mortales.

No cabe duda que ese inmenso “pacto de sangre” sellado por la represión en retaguardia tuvo el efecto político de garantizar para siempre la lealtad de los combatientes sublevados y luego vencedores hacia Franco, por temor a la hipotética venganza de los vencidos. Esa misma sangría también representó una útil “inversión” política respecto a los derrotados: los que no habían muerto quedaron mudos y paralizados por el miedo durante mucho tiempo. Y cabe señalar que mientras esa vesania homicida se desplegaba hubo pocos pronunciamientos críticos similares al que haría el 15 de noviembre de 1936 el obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea: “¡No más sangre, no más sangre! No más sangre que la que quiere el Señor que se vierta, intercesora, en los campos de batalla, para salvar a nuestra Patria gloriosa y desgarrada”. De hecho, la crucial carta pastoral colectiva de los obispos españoles a los católicos de todo el mundo, publicada en julio de 1937, amortiguaría esas aisladas reservas sobre “excesos” no autorizados en función de la extrema violencia del enemigo ateo y comunista: “Toda guerra tiene sus excesos; los habrá tenido, sin duda, el movimiento nacional; nadie se defiende con total serenidad de las locas arremetidas de un enemigo sin entrañas”.

En el plano político, en la primavera de 1938, ya era evidente que el Caudillo no concebía su dictadura como una solución política interina (al modo de Primo de Rivera), sino como institución vitalicia. Y, para desmayo de algunos de sus valedores monárquicos (como Kindelán), empezó a dejar claro que no tenía intención de proceder de inmediato a la restauración monárquica ni en la persona del rey Alfonso XIII (exiliado en Roma) ni en su hijo menor y heredero, el infante don Juan de Borbón. En julio de 1937 había dado la primera indicación en ese sentido en una entrevista al diario Abc de Sevilla: “Si el momento llegara de la Restauración, la nueva Monarquía tendría que ser, desde luego, muy distinta de la que cayó el 14 de abril de 1931”. Comenzaba así el largo trayecto hacia la futura “instauración” de una monarquía franquista como alternativa a la hipotética “restauración” de la previa monarquía liberal.

Ese propósito manifiesto de permanencia en el poder estaba en la base del apoyo de Franco al proceso de fascistización, que dio dos nuevos pasos decisivos durante el año 1938. El 9 de marzo, el Caudillo aprobó el Fuero del Trabajo, la primera de las llamadas “leyes fundamentales” del régimen franquista y auténtico exponente de la creciente influencia italiana. El texto, además de considerar la huelga y toda perturbación de “la normalidad de la producción” como “delitos de lesa patria”, incluía una declaración de principios resueltamente filo-fascista:

Renovando la Tradición Católica, de justicia social y alto sentido humano que informó nuestra legislación del Imperio, el Estado, Nacional en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la integridad patria, y Sindicalista en cuanto representa una acción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista, emprende la tarea de canalizar –con aire militar, constructivo y gravemente religioso– la Revolución que España tiene pendiente y que ha de devolver a los españoles, de una vez y para siempre la Patria, el Pan y la Justicia.

Apenas un mes después, el 22 de abril, fue aprobada otra disposición en igual sentido totalitario que llevaba la impronta de Serrano Suñer. La “Ley de Prensa” de 1938 imponía un férreo control gubernativo sobre las publicaciones mediante la institución de la censura previa, el derecho de veto sobre los directores de los medios, la reglamentación de la profesión de periodista y la obligación de atender las “normas dictadas por los servicios competentes” (eufemismo para las consignas). Tras la Ley de Prensa, la formación de la agencia de noticias EFE (enero de 1939) y la progresiva constitución de una amplia red de prensa y radio del Movimiento, completarían el dirigismo informativo imperante en la España franquista. Y con esa medida también se reforzó el culto carismático a Franco como providencial salvador de España de estatura sobrehumana. Baste recordar el tenor idolátrico de la portada del diario Abc con motivo de la celebración del segundo aniversario del “Alzamiento Glorioso del Ejército” el 17 de julio de 1938:

Creemos en Dios. Creemos en España. Creemos en Franco. Esperamos en Dios. Esperamos en España. Esperamos en Franco. Amamos a Dios. Amamos a España. Amamos a Franco.

La orientación fascistizante impresa por Franco no agradó a todos los integrantes de la coalición dominante por obvios motivos de rivalidad con Falange. Los mandos militares lamentaban su decreciente influencia sobre el Caudillo y recelaban de la voluntad intervencionista de los falangistas sobre sus dominios “naturales”: la política militar, el orden público y la seguridad interna y exterior. Los tradicionalistas se resentían de su escaso poder en el partido unificado y pese a su incontestada preeminencia en Navarra y las provincias vascas. Los alfonsinos veían con prevención el antimonarquismo falangista y su expansión entre el funcionariado de la administración estatal, provincial y municipal. Y, finalmente, los representantes del catolicismo político temían lo que los círculos vaticanos denominaban el peligro del “panestatismo” y la competencia falangista en el adoctrinamiento y movilización de las masas.

Sin embargo, pese a ocasionales roces entre las “familias” por su respectiva cuota de poder en el régimen, todas asumían la necesidad de mantener “prietas las filas” (como demandaba el himno falangista) en el tramo final de su asalto militar contra una República acosada y aislada. Y todas convergían en el reconocimiento de Franco como Caudillo supremo e indiscutido por exigencia de las circunstancias bélicas y por ajustarse su régimen de mando personal a las tradiciones nacionales autoritarias y al marco internacional.

Lo mismo sucedía con las tres instituciones fundamentales del régimen. Para los militares, su “Generalísimo” era el Caudillo de la victoria y salvador de la patria en la hora de necesidad (así lo reconocerían con la concesión de la Gran Cruz Laureada de San Fernando el 19 de mayo de 1939). Para la iglesia católica, era el Caudillo de la cruzada por la gracia de Dios a tono con la idea teológica de la autoridad como investidura divina habitual en la tradición histórica española (así lo proclamarían con un Te Deum de acción de gracias por el triunfo militar en Madrid el 20 de mayo de 1936). Y para Falange, era el Caudillo de la revolución nacional que aseguraba su influencia política en el régimen (así lo reconocería Fernández Cuesta al proclamarlo “Jefe carismático” que “escapa de los límites de la ciencia política para entrar en el de héroe de Carlyle”, el 18 de julio de 1938).

Desde luego, el componente militar de la síntesis institucional franquista siempre tuvo prioridad sobre el religioso católico y el populista falangista. Aunque solo fuera porque se estaba librando una guerra y el ejército era no solo instrumento de combate sino también modelo de reorganización de la vida sociopolítica de retaguardia. Y tanto clérigos como falangistas asumían con mayor o menor satisfacción esa circunstancia que tampoco les era ajena: “La vida es milicia y ha de vivirse con espíritu acendrado de servicio y de sacrificio”, rezaba el 26° punto programático de la Falange (análogo a una máxima famosa de san Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús).

En todo caso, el 1 de abril de 1939 Franco consiguió poner punto final a la Guerra Civil con una victoria rotunda. Desde entonces, la legitimidad de la victoria se convertiría en la fuente última de su derecho a ejercer el poder de manera personal y vitalicia. La Guerra Civil concluida triunfalmente habría de ser la columna vertebral sobre la que se erigió su larga dictadura de casi cuarenta años.


 V
GUERRA Y REVOLUCIÓN EN LA ESPAÑA REPUBLICANA: DEL COLAPSO DEL ESTADO A LA PRECARIA RESTAURACIÓN DEMOCRÁTICA

El estallido de la sublevación de julio de 1936 dejó la defensa de la República en manos de una combinación inestable de milicias organizadas por sindicatos y partidos de izquierda y de mandos del antiguo ejército profesional que permanecieron leales. Fue esa combinación la que consiguió aplastar la sublevación en dos áreas territoriales: el compacto triángulo formado por Madrid-Valencia-Barcelona y el aislado eje norteño entre Asturias y el País Vasco. Pero ese triunfo planteó con urgencia el grave problema sociopolítico que atenazaría al bando republicano durante todo el conflicto: ¿se luchaba por la continuidad de la reforma democrática republicana inaugurada en 1931 o más bien por una revolución social que rebasaba sus límites? Los sucesivos gobiernos republicanos presididos por Giral, Largo Caballero y Negrín afrontarían ese desafío hasta el desplome final protagonizado por el Consejo Nacional de Defensa del coronel Segismundo Casado en marzo de 1939. La dinámica sociopolítica de la República y su capacidad de resistencia quedarían lastradas por esas divisiones internas entre reformistas y revolucionarios.


Дата добавления: 2019-09-02; просмотров: 174; Мы поможем в написании вашей работы!

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