LA GUERRA QUE IBA A SER BREVE



Apenas convertido el golpe militar en guerra civil antes de finalizar julio de 1936, tanto los insurrectos como el gobierno republicano comprendieron que tenían que hacer frente a una verdadera contienda previsiblemente corta. Y se aprestaron a ello con una diferencia de partida considerable que dejó su inmediata impronta en la suerte de las armas. En palabras de Gabriel Cardona:

Desde los primeros momentos iniciales de la guerra civil española existió una diferencia cualitativa entre ambos bandos contendientes en el plano militar: los sublevados contaron con un Ejército mientras que los republicanos debieron organizarlo prácticamente desde cero, porque la sublevación de la mayor parte del Ejército derrumbó las instituciones de la República y permitió el estallido de la revolución. […] Ésta fue la gran ventaja de los rebeldes: sabían combatir mientras sus enemigos luchaban sin orden ni concierto.

En efecto, como hemos visto, en las zonas de España donde el golpe militar había logrado sus objetivos el poder quedó en manos de la cadena de mando del ejército sublevado, con arreglo a la preceptiva declaración de guerra y previa depuración de elementos hostiles o indecisos en sus filas. Gracias a ese soporte corporativo institucional en gran medida intacto (los 8.000 jefes y oficiales presentes en la zona sublevada se mantuvieron en su puesto sin reserva), la insurrección pudo contar desde el principio con un núcleo directivo capaz de utilizar una masa operativa para acciones bélicas de unos 140.000 hombres en armas: la mayoría de los reclutas ordinarios que prestaban servicio militar (90.000 en conjunto), las fuerzas de orden público sumadas al golpe (casi 30.000 efectivos entre guardias civiles, de asalto y carabineros) y las tropas del ejército de África disponibles (no menos de 20.000 legionarios y regulares de un total teórico de algo más de 32.000 movilizables). A ellos se sumó de inmediato la disponibilidad del torrente de casi 70.000 voluntarios civiles organizados por las milicias de la Falange (50.000), el requeté carlista (15.000) y otros 4.000 milicianos “nacionales” (monárquicos, cedistas, etc.).

Los líderes insurgentes, atendiendo a su experiencia profesional, pusieron en marcha de inmediato la maquinaria militar para nutrir sus filas de combatientes de manera disciplinada y bajo el control de mandos curtidos. Desde principios de agosto de 1936 y hasta finales de noviembre de 1938 fueron llamados a prestar servicio obligatorio de armas los reclutas de 15 reemplazos de manera ordenada, a partir de los 19 años de edad y hasta los 33. Así consiguieron enrolar hasta el final de la contienda a 1.260.000 hombres que conformaron los efectivos totales del Ejército de Franco, básicamente compuesto por esos soldados de recluta forzada que atendieron a la llamada a filas sin reservas significativas y como siempre había sucedido en la historia del servicio militar obligatorio en España.

En el caso del gobierno republicano, la decisión de licenciar a las tropas para evitar su sublevación tuvo un efecto desastroso sobre su capacidad para librar la guerra con tropas regulares y mínima eficacia, a pesar de que 3.500 jefes y oficiales mantuvieron su lealtad al régimen y cooperaron en su defensa. El resultado de esa pérdida de maquinaria castrense fue la irrupción de las milicias armadas de voluntarios de sindicatos y partidos como única fuerza efectiva de combate, a duras penas asesorada o encuadrada por los militares leales: entre 100 y 120 mil hombres en armas que combatieron durante los primeros tres meses del conflicto. Solo en Madrid, según Michael Alpert, hubo en aquellos meses iniciales no menos de quince columnas milicianas que hacían la guerra por su cuenta y con poca coordinación.

Aparte de sus problemas de indisciplina, bisoñez y falta de instrucción y experiencia, el grave reto planteado por las milicias populares consistió en que el número de voluntarios para nutrir sus filas fue decayendo semana tras semana. Por eso, después de graves reveses y no pocos sinsabores, los líderes políticos y sindicales empezaron a prestar oídos a las recomendaciones de los mandos profesionales para restaurar la organización y disciplina militar. El testimonio resignado de uno de los mandos de la columna del POUM operante en Aragón es bien expresivo de ese estado de ánimo:

Fue la escasez general [de toda clase de armas] la principal razón por la que no se pudo lanzar una ofensiva importante. Pero no fue la única. No había un plan global, ni creo que hubiese en Cataluña un oficial del ejército capaz de trazarlo. Entre las columnas no existía una coordinación apropiada y a veces no había ni siquiera comunicaciones. A menos que el coronel Villalba [asesor militar de las columnas cenetistas en Aragón] convocase una reunión de todos los jefes de columna, nadie sabía lo que el vecino tramaba.

Finalmente, el gobierno de Largo Caballero afrontó el desafío con decisión cuando el enemigo estaba ya a las puertas de Madrid: el 15 de octubre de 1936 se decretó la constitución del nuevo Ejército Popular de la República, poniendo fin al periodo de guerra miliciana. Poco después, el 29 de octubre, se restauró el reclutamiento militar obligatorio para los reemplazos de entre 19 y 44 años. Como resultado de ambas medidas, hasta el final de la guerra, la República movilizó a 28 reemplazos que llegaron sumar 1.700.000 hombres en armas en sus filas.

Al margen de la capacidad operativa tan diferenciada que tenían inicialmente insurgentes y republicanos en cuanto a hombres bien armados y encuadrados, estos últimos también carecían de un centro neurálgico de control de sus fuerzas y de cualquier estrategia general digna de tal nombre. Como ha escrito Jorge Martínez Reverte:

La estrategia político-militar de la República es nada. No existe salvo por lo que se refiere a defenderse con lo que haya en cada momento de los golpes de un enemigo cuyo proyecto también se desconoce salvo por un detalle fundamental: quiere acabar con lo que hay de forma atroz.

En efecto, hasta el 8 de agosto de 1936 el ministerio de la Guerra (“un desbarajuste” por entonces, según Cardona) no crea una Inspección General de Milicias que trata de inventariar y asesorar a las columnas que combaten por los frentes del centro peninsular (la zona norte y el área catalana y levantina son tierras autónomas en esos primeros meses). Y hubo que esperar a la llegada de Largo Caballero para que se reconstruyera, el 5 de septiembre, un verdadero Estado Mayor del Ejército. Estaría a cargo de militares profesionales (entre ellos, los generales José Miaja y Toribio Martínez Cabrera y los coroneles Vicente Rojo, Segismundo Casado y Antonio Cordón) que asumirían las tareas de dirección estratégica y pondrían en marcha con muchas dificultades los embrionarios cimientos del futuro Ejército Popular de la República.

En el caso de los insurgentes, los principales objetivos de su estrategia militar habían sido perfilados por los planes de sublevación y tenían como eje la ocupación de la capital española mediante una convergencia de avances de columnas de distintas procedencias: “El poder hay que conquistarlo en Madrid”. Los reveses cosechados por el golpe en la ciudad fueron pronto agravados por la paralización de los ataques organizados por las tropas del general Mola en el frente de Guadarrama y Somosierra. Faltas de suficientes hombres y material, esas fuerzas fueron rechazadas por las milicias populares. La parálisis otorgó la máxima importancia al despliegue del ejército de África de Franco, que se convirtió en el instrumento decisivo para aplastar resistencias y emprender con toda celeridad la marcha sobre Madrid, cuya conquista se estimaba vital para el resultado de la lucha en toda España. Y Franco atendió las peticiones de ayuda de Mola en este sentido: “Siempre considero como tú que problema capital y de primerísimo orden es ocupación de Madrid y a ello deben encaminarse todos los esfuerzos”.

Pertrechado por la ayuda logística ítalo-germana y habiendo logrado transportar por aire a la mayoría de sus fuerzas hasta Sevilla, el 1 de agosto de 1936 Franco había ordenado la partida de las primeras tropas con destino a la capital española. Pero no lo hizo por la ruta más corta y habitual, a través del desfiladero de Despeñaperros, sino por la Vía de la Plata. Con ello pretendía ocupar primero la ciudad de Badajoz para asegurar el control de toda la frontera hispano-portuguesa y la comunicación terrestre con la zona norteña sublevada. Catorce días después, la orden había sido cumplida y Badajoz estaba en manos de las columnas africanas dirigidas por el coronel Yagüe, que habían actuado con “rapidez, decisión y energía” y reduciendo “los elementos revolucionarios con energía extrema”, según las directivas de operaciones recibidas.

Franco sumaba así ese triunfo militar al éxito previo de asegurarse el paso del Estrecho y abría la posibilidad de una marcha rápida sobre Madrid siguiendo la línea del río Tajo. El avance de sus tropas (unos 4.500 hombres inicialmente) siguió siendo tan imparable que el 3 de septiembre de 1936 arrollaron la resistencia miliciana en Talavera de la Reina, casi a la par que las tropas de Mola conseguían ocupar Irún y cerrar la frontera con Francia a sus enemigos embolsados en la franja cantábrica. Pero en vez de seguir el avance directo sobre la atribulada capital (donde Giral daba paso a Largo Caballero ante la magnitud de la catástrofe), Franco decidió desviarse ligeramente del camino para liberar el Alcázar de Toledo y lograr un éxito simbólico y propagandístico indiscutible. La controvertida decisión fue probablemente un error militar porque daría un tiempo precioso al enemigo para preparar la defensa de Madrid, apuntalar la militarización de milicias en curso y recibir la primera ayuda soviética y de las brigadas internacionales. En todo caso, no fue un error político: el 28 de septiembre Franco consiguió su objetivo de ver liberado el Alcázar, al mismo tiempo que la Junta de Defensa Nacional se rendía ante la evidencia y le resignaba “todos los poderes del Estado” de manera formal.

Convertido ya en Caudillo indiscutido, Franco ordenó la reanudación de la marcha sobre Madrid, llegando a sus puertas a primeros de noviembre de 1936. Decidió entonces intentar el asalto directo y frontal sobre la capital desde la propia carretera de Extremadura y por el flanco suroccidental, a pesar de que el tajo del río Manzanares y la elevación del terreno no eran muy propicios. Su principal asesor militar entonces, el coronel Antonio Barroso (jefe de operaciones del Cuartel General), trató de disuadirle: “No tenemos fuerzas, es una empresa desesperada”. Pero Franco pensaba que las alternativas de mover tropas hacia el norte montañoso (donde estaban las fuerzas de Mola empantanadas) o hacia el sureste (para atacar por el río Jarama y la carretera de Valencia) se presentaban igualmente problemáticas: obligarían a perder tiempo por el movimiento de tropas exigido y la climatología podría volverse adversa (las cumbres norteñas madrileñas solían cubrirse de nieve pronto y hacer imposibles los movimientos, lo que no parecía tan probable en el suroeste de la capital).

El 7 de noviembre de 1936 las tropas de Franco, bajo el mando directo del general Varela, comenzaron el asalto frontal a Madrid. Eran un conjunto de unos 30.000 hombres ya muy desgastados por la larga marcha desde Sevilla y tenían enfrente a 20.000 hombres dirigidos con una eficacia inesperada por el general Miaja y el coronel Rojo. El gobierno de Largo Caballero, considerando “imposible defender Madrid”, había partido dos días antes hacia Valencia, nueva capital oficial de la República, en previsión de lo peor. La medida, contra todo pronóstico, facilitó la toma de decisiones rápidas por parte de Miaja y Rojo, apoyados por las fuerzas comunistas y anarquistas (entre ellos, Durruti, víctima mortal de la lucha), que se negaron a dejar caer la ciudad sin resistencia. Los combates fueron encarnizados y la ofensiva consiguió atravesar el río Manzanares y penetrar por la Ciudad Universitaria. Pero finalmente se impuso la realidad de un equilibrio de fuerzas entre atacantes y defensores. El 23 de noviembre Franco suspendió el ataque directo y reconocía así la primera victoria defensiva republicana. La marcha sobre Madrid había concluido. Comenzaba la batalla en torno a Madrid.

El fracaso del primer intento para tomar la capital por asalto directo no cambió los objetivos estratégicos de Franco. Pero impuso modificaciones importantes. En los meses sucesivos iba a tratar de romper la resistencia enemiga en Madrid por medio de ataques envolventes para estrangular sus comunicaciones y la llegada de aprovisionamientos de víveres y armas, a fin de rendir la ciudad por asedio activo y persistente.

La primera manifestación de esa nueva táctica se apreció en la batalla de la carretera de La Coruña, que trataba de ocupar el flanco norte-occidental de la ciudad para entroncar con las tropas de Mola en la sierra. Desarrollada entre mediados de diciembre de 1936 y mediados de enero de 1937, la batalla terminaría en tablas al precio de quince mil muertos entre ambos bandos.

La segunda ocasión de esta nueva táctica se puso en marcha a mediados de febrero de 1937, poco después de la victoria de las tropas italianas que habían ocupado Málaga en una operación de guerra celere. Franco pretendía cortar las comunicaciones con Valencia atacando por el flanco suroriental, en la zona del río Jarama. Para ello desplegó una masa de más de veinte mil hombres que tendría en frente a unas tropas republicanas animadas por las victorias defensivas logradas y con nuevo material bélico soviético para resistir la ofensiva. A fines del mes de febrero, la Batalla del Jarama había concluido con un reajuste del frente favorable a Franco, pero sin haber logrado el objetivo de cercenar la conexión entre Madrid y Levante.

La tercera y última tentativa de Franco para asediar la capital y rendirla por la fuerza de las armas se desplegará por el flanco nororiental, en la batalla de Guadalajara, que se alargará entre el 8 y el 21 de marzo de 1937. La ofensiva franquista estuvo básicamente a cargo de las tropas del CTV italiano (con una masa de casi 35.000 hombres) bajo el mando directo del general Roatta. Y terminará con una derrota clamorosa por su mala planificación, pésima conducta de las tropas, inesperadas adversidades climáticas que impidieron el uso de aviones y unidades motorizadas y, finalmente, la eficaz resistencia de unas fuerzas republicanas que empezaban a curtirse en la defensa activa y disciplinada.

A finales de marzo de 1937, el fracaso de las sucesivas tentativas para tomar Madrid por asalto llevó a Franco a cambiar de manera decisiva su estrategia bélica. Comprobada la reiterada capacidad defensiva del enemigo en el frente madrileño, optó por renunciar de momento al objetivo de tomar la capital para volcarse contra la aislada franja norteña republicana, más vulnerable y cuya conquista ofrecería ventajas nada desdeñables en términos de incremento de producción minera, riqueza siderúrgica y acceso a reservas demográficas. Ese giro estratégico implicaba asumir que la guerra ya no iba a ser corta y breve, sino larga y dilatada, algo que no le preocupaba demasiado en vista de la confirmación del apoyo vital ítalo-germano y de la persistencia de la no intervención que estrangulaba a la República.

El cambio de escenario y objetivos decidido por Franco significaba asumir la necesidad de empezar a librar una guerra de desgaste y agotamiento en un vasto frente norteño, con el propósito de ir derrotando gradualmente al enemigo mediante el quebrantamiento de su capacidad de resistencia gracias a una neta superioridad material y logística. Era la “táctica del carnero” en el contexto de la “guerra total”: embestir de frente contra un enemigo inferiormente dotado para derribarlo y desangrarlo en cada acometida. Era lo que los militares de la generación de Franco habían visto y aprendido en las batallas épicas de la Gran Guerra (Verdún, Somme, Passchendaele).

Fue un cambio de estrategia crucial que sus valedores italianos y alemanes no siempre apreciaron ni comprendieron por los graves costes y riesgos implícitos para ellos, suscitando en Roma y en Berlín dudas sobre la competencia militar de Franco. En diciembre de 1936, tras el inesperado fracaso ante Madrid, el general Faupel, recién nombrado embajador alemán en España, había informado a Berlín:

Personalmente, el general Franco es un soldado bravo y enérgico, con un fuerte sentido de la responsabilidad: un hombre que se hace querer desde el principio por su carácter abierto y decente, pero cuya experiencia y formación militar no le hacen apto para la dirección de las operaciones en su presente escala.

También en Italia se manifestaron entonces serias dudas sobre la capacidad militar del Generalísimo para dirigir con plena eficacia y según las modernas doctrinas estratégicas el esfuerzo bélico nacionalista. Meses después, el conde de Ciano anotaría en su diario privado la “inquietud” de los generales italianos destacados en España: “Franco no tiene idea de lo que es la síntesis en la guerra. Sus operaciones son tan sólo las de un magnífico comandante de batallón”.

Sin embargo, sobre este controvertido tema, hay que recordar un aspecto determinante: el Caudillo español no actuaba bajo meras consideraciones militares ni perseguía una victoria rápida al estilo blitzkrieg (guerra relámpago) o guerra celere, como pretendían sus valedores germanos e italianos. Su pretensión era mucho más amplia y profunda, a tono con el carácter de guerra civil que tenía la propia contienda: aprovechar las operaciones bélicas para proceder a la extirpación física de un enemigo considerado como la anti-España. En palabras de Franco en febrero de 1937 al teniente coronel Emilio Faldella, segundo jefe del contingente de fuerzas militares italianas que servía a sus órdenes:

En una guerra civil, es preferible una ocupación sistemática de territorio, acompañada por una limpieza necesaria, a una rápida derrota de los ejércitos enemigos que deje el país aún infestado de adversarios.

Apenas dos meses después, ante la insistencia de Mussolini sobre la necesidad de agilizar las operaciones, Franco volvió a repetir al embajador fascista las razones de su nueva estrategia militar supeditada a un fin político de “limpieza” de enemigos:

Debemos realizar la tarea, necesariamente lenta, de redención y pacificación, sin la cual la ocupación militar sería totalmente inútil. La redención moral de las zonas ocupadas será larga y difícil, porque en España las raíces del anarquismo son antiguas y profundas. […] Ocuparé España ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, ferrocarril a ferrocarril… Nada me hará abandonar este programa gradual. Me dará menos gloria, pero mayor paz en el territorio. Llegado el caso, esta guerra civil podría continuar aún otro año o dos, quizá tres. Querido embajador, puedo asegurarle que no tengo interés en el territorio, sino en los habitantes. La reconquista del territorio es el medio, la redención de los habitantes, el fin.

El cambio de estrategia bélica impuesto por Franco en la primavera de 1937 ha sido a veces interpretado como una renuncia consciente a ganar la guerra de manera rápida en el frente de Madrid y como una forma de alargar la lucha innecesariamente en términos militares. Y ello supuestamente por motivos políticos personales (ganar tiempo para consolidar su posición dictatorial) o por razones represivas (dar ocasión a la limpieza de enemigos capturados y a la matanza de soldados republicanos). Pero esas críticas y supuestos tropiezan con la evidencia de que Franco intentó tomar Madrid de manera reiterada y con todas sus fuerzas. Y que no dejó de acumular poderes omnímodos a la par y mientras la represión proseguía su labor depurativa de manera cada vez más organizada. Otra cosa distinta es que no demostrara la capacidad táctica necesaria para conseguir su anhelado objetivo militar porque el gran obstáculo que se encontró fue tan imprevisto como eficaz: el nuevo Ejército Popular de la República, formado penosamente sobre el sustrato miliciano, abastecido por la URSS y reforzado por las Brigadas Internacionales desde octubre de 1936. Frente a ese enemigo cada vez más operativo y voluntarioso, hábilmente dirigido por Miaja y Rojo, las sucesivas ofensivas envolventes se estrellaron ante una estrategia defensiva tan fructífera como inesperada en sus resultados. Como ha señalado Gabriel Cardona: “Franco ganó la guerra y perdió una sola batalla: la de Madrid”.

En esas circunstancias, el giro hacia la conquista del norte no fue, ni mucho menos, gratuito y erróneo, sino un cambio de escenario bélico sensato y hasta necesario. Entre otras cosas, porque para entonces ya no era evidente que la toma de Madrid fuera a suponer el final de la resistencia republicana, con el gobierno afincado en Valencia y disponiendo de la totalidad de la fachada levantina con todos sus recursos. No en vano, en torno a Madrid se reveló la existencia de un poderoso ejército con fuerte capacidad defensiva que podría replegarse, en caso de que la ciudad cayera, hacia La Mancha, Levante o Cataluña para proseguir su eficaz resistencia.

Por eso mismo, ese cambio estratégico tuvo el asentimiento de la mayor parte de los asesores militares de Franco, empezando por su jefe de operaciones, el coronel Barroso, que diseñó un completo plan de campaña a tal efecto. A tenor del mismo, abandonado solo provisionalmente el objetivo de tomar Madrid, las operaciones deberían dirigirse a liquidar primero el frente norte (para eliminar un sector secundario y hacerse con sus notables recursos de materias primas). Una vez logrado ese propósito, habría que emprender operaciones sobre la punta de Teruel y el Maestrazgo para cercar Madrid cortando su salida al mar por Valencia, como precondición para volverse de nuevo contra la capital aislada de todo contacto exterior. Y, en efecto, entre abril de 1937 y julio de 1938 la estrategia de las tropas de Franco se atendría a esas directrices sin apenas variación y con notables éxitos. También el coronel Rojo apreció la lógica subyacente del giro franquista y actuaría en consecuencia:

El enemigo, después de Guadalajara, abandonó la directriz que seguía su plan de campaña y, al no haber podido ganar la guerra con su golpe decisivo sobre Madrid, decidió ganarla por partes. La lucha iba a tomar un carácter más regularizado y metódico; sería una verdadera guerra de conquista de partes sucesivas del territorio nacional con la colaboración de tropas extranjeras y poniendo en acción de manera patente en pequeños teatros una considerable superioridad. Con esa orientación desplazaría su actividad operativa al teatro del norte.

LA GUERRA QUE SE HIZO LARGA

La conversión de la contienda en una guerra larga, al compás de la nueva dirección estratégica de Franco, tuvo su inmediato efecto sobre lo que ya puede llamarse estrategia defensiva de la República. Entre otras cosas, porque sus primeros éxitos fueron realmente espectaculares: la ofensiva franquista sobre Vizcaya iniciada el 30 de marzo de 1937 avanzó con suma rapidez, contempló brutales demostraciones de fuerza (como el bombardeo germano-italiano de la villa de Guernica el 26 de abril) y concluiría con la ocupación el 19 de junio de Bilbao (con su puerto e industria intactos y listos para volver a producir). Tampoco en otros frentes secundarios iban mejor las cosas para el gobierno republicano, como demostraría el bombardeo de Almería por la flota alemana el 31 de mayo, en represalia por un previo ataque aéreo republicano sobre uno de sus buques fondeado en el puerto de Palma de Mallorca.

En efecto, aquella deriva militar tan adversa coincidió con la crisis política que terminó con la formación del gobierno de Negrín el 17 de mayo de 1937. Y una de sus primeras decisiones fue el nombramiento del ya general Rojo como nuevo jefe del Estado Mayor Central, convirtiéndolo en el máximo artífice de la defensa militar republicana. Era la primera de una serie de medidas de reorganización del Ejército Popular destinadas a aumentar su eficacia y centralización, tratando de superar sus carencias estructurales: las dificultades para cubrir los puestos de oficiales y suboficiales experimentados y para abastecer las demandas materiales de suministros y repuestos bélicos, además de las rivalidades políticas por el nombramiento y destitución de mandos militares (sobre todo por la pretensión hegemónica de los comunistas y la resistencia de otros grupos a transigir al respecto).

Es significativo que fuera el gobierno de Negrín el primero en tratar de aplicar una política global para la organización de la industria vinculada a las necesidades de guerra. A pesar de las medidas particulares tomadas con anterioridad por Largo Caballero o por la Generalitat, no fue hasta el 28 de junio de 1937 cuando se crearon tres delegaciones de la subsecretaría de Armamento del nuevo ministerio de Defensa Nacional: Centro, Norte y Cataluña. Tres meses después, en atención a las protestas catalanistas (las vascas ya no tenían sentido tras la pérdida de Vizcaya), la delegación de Cataluña tuvo que ser sustituida por una Comisión de Industrias de Guerra con participación de cinco representantes gubernamentales y tres de la Generalitat. Disuelta esta comisión en enero de 1938, el gobierno no procedería a tomar el control directo de toda la industria bélica catalana hasta agosto, en medio de una crisis de sus relaciones con la Generalitat. Para entonces, habían pasado ya más de dos años desde el principio del conflicto y solo entonces se había adoptado una medida que resultaba inexcusable en tiempos de guerra total.

Rojo elaboró las bases de una estrategia defensiva que partía de la asunción de la neta superioridad material y profesional del enemigo y de la persistencia de las dificultades propias del abastecimiento bélico. Su objetivo central consistía en tratar de conjurar la lenta derrota final mediante una serie de inesperadas ofensivas de distracción en frentes secundarios, siempre encaminadas a aliviar la continua presión del avance franquista en el frente principal de sus ataques. A juicio de Rojo (pese a las reservas de Miaja), no cabía seguir aplicando una estrategia defensiva estática como hasta la batalla de Guadalajara. Porque ahora la pasividad en los frentes significaría “dejar a los ejércitos de Santander y de Asturias abandonados a su suerte” y “dejar que el enemigo agrupe sus fuerzas y consiga de una vez por todas acumular concentraciones de tropas y armamento que le den sistemáticamente la superioridad en el teatro de operaciones donde quiera elegir la continuación de la guerra”. Era una estrategia, además, que estaba a tono con la demanda que Negrín le había hecho a su máximo asesor militar: “ganar tiempo” para que pudieran cambiar las circunstancias internacionales, cesar el aislamiento exterior republicano o estallar la guerra mundial que permitiera sumarse a la entente franco-británica. El resultado de la aplicación de esa nueva estrategia republicana ha sido descrito por Cardona con sus luces y sombras:

Entre el verano de 1937 y el siguiente invierno del mismo año, el Ejército Popular de la República desencadenó las ofensivas de Brunete, Belchite y Teruel, siempre con el mismo desarrollo. En los tres casos, el primer ataque republicano, encomendado a tropas escogidas, logró un gran éxito. Sin embargo, al cabo de dos o tres días de combates, el escalón de ataques estaba desgastado, sin que existieran reservas capaces de tomar el relevo y de continuar la ofensiva. Mientras tanto, el general Franco transportaba al lugar de la batalla tropas frescas en ferrocarril en tanto que su aviación dominaba el cielo. A los pocos días del primer ataque, la ofensiva republicana se convertía en derrota.

En efecto, la triunfal ofensiva enemiga en Vizcaya iba a ser seguida de inmediato por una operación similar contra Santander. Pero esa ofensiva fue retrasada por el primer ataque diseñado por Rojo en el frente madrileño: la batalla de Brunete. Desarrollada entre el 5 y el 26 de julio de 1937 con temperaturas elevadísimas, en Brunete se enfrentaron unas fuerzas republicanas de 80.000 hombres contra un contingente franquista de 60.000 soldados. Terminada la batalla con graves pérdidas para ambas partes, Franco emprendió la ofensiva contra Santander el 14 de agosto. Y logró su propósito de tomar la ciudad y su puerto el día 26 del mismo mes, colocándose en situación de afrontar la conquista de la última pieza del frente norteño: Asturias.

La ofensiva sorpresa diseñada por Rojo para aliviar la potente presión franquista en el norte se desplegó esta vez en el frente aragonés, en torno al pueblo de Belchite, en la carretera hacia Zaragoza. Movilizó a 80.000 combatientes republicanos contra 30.000 defensores enemigos acostumbrados a un frente inactivo. Comenzada el 23 de agosto, la batalla de Belchite no logró su objetivo de impedir la caída de Santander tres días después, aunque retrasó el comienzo de la ofensiva asturiana, puesto que terminó en tablas el 6 de septiembre de 1937. Para entonces, ya se había iniciado el avance franquista en Asturias (1 de septiembre), movilizando a 110.000 hombres fogueados, bien armados y cubiertos por aviación y artillería, que se enfrentarían a 80.000 hombres con reservas limitadas de fusiles, ametralladoras y piezas de artillería y sin un solo avión operativo. Pese a esa abrumadora superioridad, gracias a la difícil orografía, la campaña de Asturias se prolongaría durante más de mes y medio y no concluiría hasta la definitiva ocupación del puerto de Gijón el 21 de octubre de 1937.

En todas las operaciones de ayuda al norte emprendidas por el ejército republicano durante 1937 quedaron patentes muchas de sus debilidades estructurales, como dejaron de manifiesto sus informes internos: suministros bélicos insuficientes, mandos de escala inferior poco experimentados, rivalidades políticas lesivas para la disciplina, etc. Sin embargo, el principal lastre para la capacidad defensiva del norte residía también en otros factores institucionales, como explicaba uno de los mandos republicanos del Ejército del Norte, en su informe de noviembre de 1937:

Cada una de las tres provincias (Euskadi, Santander y Asturias) tenía su Gobierno, que odiaba cordialmente a los de las otras dos y hacía mangas y capirotes de las disposiciones del Gobierno de la República. Entre cada dos provincias existía una frontera, mucho más difícil de atravesar que una internacional y en tales menesteres aduaneros vivían emboscados multitud de hombres jóvenes perfectamente armados que hacían mucha falta en los frentes. […] La pérdida del norte se debe en gran parte a la aviación. […] A nadie se le ocultaba que nuestras fuerzas, preparadas y hechas en la defensiva, no tenían capacidad maniobrera, porque del jefe de batallón al cabo ninguno estaba preparado para mover a sus hombres en el campo.

La desaparición del frente norte causó conmoción en la República y acentuó las divergencias entre los partidarios de la resistencia, preconizada por Negrín, y los favorables a la mediación y liquidación inmediata del conflicto, encabezados por Azaña. Consciente de esa situación, Franco se aprestó a preparar una nueva ofensiva sobre Madrid por el sector de Guadalajara, repitiendo la maniobra ya intentada en marzo, pero ahora con mayor amplitud y más medios humanos y materiales. Sin embargo, antes de que la operación pudiera emprenderse, de nuevo Rojo se adelantó a sus planes y le forzó a combatir en otro frente diferente.

El proyecto de ofensiva por sorpresa sobre la ciudad de Teruel, el más expuesto y vulnerable de los puntos franquistas en el bajo Aragón, comenzó el 15 de diciembre de 1938 a cargo de una fuerza republicana de más de 70.000 hombres. La operación iba a ser una de las más importantes de la República por sus ambiciosos objetivos: estratégico (desarticular el previsto ataque sobre Madrid), táctico (reducir un peligroso saliente en el frente y tomar una capital provincial), moral (estimular con una victoria a las masas populares y combatientes) y diplomático (demostrar la existencia de un ejército capaz de maniobrar y deshacer la idea de que la República estaba acabada). Después de unos combates durísimos bajo temperaturas invernales, Teruel cayó en poder de los republicanos el 8 de enero de 1938. Era la primera victoria ofensiva lograda por la República y permitió concebir la esperanza de estabilizar el frente militar para dejar obrar a la diplomacia.

Fiel a su compromiso de no ceder un ápice al enemigo, Franco aceptó el desafío de Rojo, suspendió la operación madrileña y movilizó todas sus reservas hacia Teruel para reconquistar la ciudad. En consonancia con su estrategia de ofensivas frontales de agotamiento, no repararía en medios para recuperar la plaza y compensar el éxito propagandístico enemigo. La contraofensiva iniciada el 5 de febrero de 1938 consiguió sus propósitos apenas dos semanas más tarde: el 22 de febrero la capital turolense volvía a manos franquistas. Fue solo el comienzo del mayor desastre republicano de toda la guerra: el Ejército Popular había perdido durante los meses de batalla más de 60.000 hombres (frente a 40.000 bajas enemigas), se había quedado sin repuestos de material bélico, destrozado o abandonado, y las tropas supervivientes en aquella línea de frente estaban desmoralizadas y exhaustas. El informe interno redactado sobre la batalla no deja lugar a dudas sobre la catástrofe sufrida:

Hemos creado un Ejército y no hemos sabido darle una constitución interna y vigorosa. Los mandos y los estados mayores de las grandes unidades no son precisamente los más aptos, se han elegido más bien por conveniencias políticas que por aptitud profesional. El problema técnico de nuestro Ejército antifascista es de aviación y artillería, este es el caso de Teruel que ya ocurre desde el principio de la guerra: grandes masas de aviación e imponentes concentraciones de fuegos de artillería han protegido los avances de los rebeldes, machacando literalmente el terreno, que más tarde ha sido ocupado por la infantería sin más respuesta que los estertores de agonía de nuestros heridos.

Consciente de esa coyuntura propicia y tratando de aprovechar la extrema debilidad republicana, Franco optó por emprender con urgencia una magna ofensiva en todo el frente aragonés. El plan consistía en atacar a lo largo de la línea del frente simultáneamente con el objetivo estratégico de destruir la resistencia enemiga, avanzar hacia el interior de Cataluña y llegar al Mediterráneo por la desembocadura del Ebro, para cortar en dos mitades incomunicadas al territorio republicano. Logrado ese objetivo, parecía previsible que el territorio central quedara expuesto a una ofensiva final victoriosa que completara el asedio de Madrid mediante la conquista de Valencia y el cierre del acceso al mar de la zona central. Para ejecutar dicho plan, Franco reunió en la zona a 150.000 hombres apoyados por gran fuerza artillera y con potente cobertura aérea.

La ofensiva franquista sobre Aragón comenzó el 9 de marzo de 1938, acompañada de una serie de bombardeos aéreos italianos sobre Barcelona que cosecharon más de mil muertos y dos mil heridos. Las débiles defensas republicanas fueron cayendo una a una, incapaces de resistir moral y materialmente el tremendo ataque. Las órdenes de repliegue del alto mando republicano apenas bastaron para contener una retirada caótica y un desplome general de la moral y la disciplina en filas. Belchite fue ocupado el 11 de marzo. Tres días después cayó Alcañiz. El día 23 de marzo las tropas franquistas cruzaron el Ebro a la altura de Quinto, en tanto que el 3 de abril tomaron Lérida, la primera capital provincial catalana que caía en poder franquista. Finalmente, el 15 de abril de 1938 la vanguardia de las fuerzas atacantes ocupó la villa de Vinaroz en la costa mediterránea y permitió que la prensa franquista anunciara que “la espada victoriosa de Franco partió en dos la España que aún detentan los rojos”.

Solo entonces se impuso una pausa en la ofensiva gracias al desgaste de los atacantes y al inicio de la reacción defensiva de los atacados, posibilitada por un triunfo diplomático de Negrín: lograr la apertura durante tres meses de la frontera francesa al paso de armas y municiones tan escasas como necesarias. Esa vía terrestre, cerrada o abierta según las vicisitudes de la política interior en Francia, se había convertido en el cordón umbilical que unía la asediada República con sus fuentes de suministro externas. En palabras de Ricardo Miralles:

Del tráfico por Francia dependió la vida de la República desde el momento en que la acción submarina italiana en el Mediterráneo [agosto-septiembre de 1937] dificultó la navegación soviética hacia los puertos del Levante español. […] la frontera francesa fue el hilo vital que la conectaba a sus suministros de armas y a sus eventuales apoyos diplomáticos.

La vital victoria de Franco en Aragón y Levante, con la división de la República en dos mitades aisladas, le planteó la posibilidad de continuar la ofensiva en dos direcciones alternativas: seguir la marcha hacia Barcelona y la frontera con Francia, o avanzar sobre Valencia y los puertos mediterráneos. Escogió la segunda opción, contra el parecer de algunos de sus asesores, porque entendió que “los peligros más grandes para terminar la guerra están en las ayudas del exterior”. Y temía que la expectativa de su llegada a la frontera hispano-francesa con tropas italianas y alemanas provocara una intervención de Francia a favor de la República, como había pasado en marzo tras la ocupación alemana de Austria.

En consecuencia, el 18 de abril de 1938 las tropas franquistas rompieron el fuego y emprendieron una ofensiva durísima en la zona del Maestrazgo con el propósito de avanzar hacia Levante, operación que concluiría con la ocupación de la ciudad de Castellón casi dos meses después (el 15 de junio). El terreno escabroso de esa zona, unido a las lluvias primaverales y a la tenaz resistencia republicana, dilataron la victoria mucho más de lo previsto. En todo caso, el 18 de junio se reemprendió la ofensiva contra Sagunto para abrir la vía hacia Valencia, al tiempo que se iniciaba una ofensiva en el sector extremeño para acabar con “la bolsa republicana de La Serena” y evitar posibles maniobras distractivas de Rojo en el área. Y si bien la victoria fue inmediata en el frente extremeño, no sucedió lo mismo en el frente valenciano, donde la estrategia defensiva articulada por Miaja había conseguido frenar a los atacantes a mediados de julio en la línea fortificada desplegada desde la sierra de Espadán hasta la costa en Sagunto.

En esas circunstancias se pondría en marcha la última de las grandes ofensivas-defensivas planificadas por Rojo y ejecutadas por el Ejército Popular de la República. Desde mediados de junio de 1938, Rojo había diseñado una operación en torno a la desembocadura del río Ebro con el nuevo material soviético que había llegado a través de la frontera francesa (cerrada de nuevo por esas fechas). El proyecto, acorde con sus previas operaciones diversivas, consistía en cruzar por sorpresa el cauce bajo del río (entre Mequinenza y Tortosa) para asaltar un flanco desguarnecido por el enemigo, cuyos ataques principales se habían concentrado mucho más al sur de Castellón. Según Rojo, “la maniobra del Ebro” tendría dos objetivos: “Detener la maniobra sobre Valencia-Sagunto, obligando al enemigo a llevar al Ebro tropas no desgastadas en aquella ofensiva. Actuar sobre la moral de sus tropas y retaguardia”. Contaba para ello con unas fuerzas, el Ejército del Ebro, bastante experimentadas y comprometidas, en razón de la fuerte implantación comunista en sus filas y sus mandos.

Aprobada la idea por Negrín (que tenía presente la creciente crisis germano-checa que pronto pondría a Europa al borde de la guerra), el 25 de julio de 1938 comenzó la que habría de ser la batalla más dura y larga de toda la guerra. También la más importante, movilizando a decenas de miles de hombres en ambos bandos (inicialmente, 100.000 republicanos contra 40.000 franquistas) y cosechando en total unas 120.000 bajas (entre heridos, desaparecidos y muertos: unos 30.000, dos tercios de ellos republicanos). La batalla del Ebro habría de durar más de tres meses y medio, hasta el repliegue republicano a la orilla de partida completado el 16 de noviembre de 1938.

Inicialmente, como siempre en las ofensivas de Rojo, las tropas republicanas lograron un éxito inesperado porque consiguieron cruzar el río por varios puntos y avanzaron hasta ocupar un amplio arco de territorio entre Mequinenza al norte y la sierra de Pandols al sur. Apenas dos días después de iniciada la ofensiva, Franco suspendió los ataques sobre Sagunto para atender el desafío de Rojo y pese a los consejos contrarios de muchos de sus asesores. Había decidido apostar por un choque frontal de desgaste aprovechando que el enemigo carecía de reservas de hombres y material suficientes para alimentar el combate: “No me comprenden, tengo encerrado a lo mejor del ejército enemigo”.

En efecto, el avance republicano fue frenado antes de finalizar julio de 1938 y el 6 de agosto comenzaba la primera de las contraofensivas franquistas. Desde entonces, las derrotas republicanas se sucedieron y acabaron forzando el repliegue hacia la orilla de partida del río con sus tropas destrozadas. A mediados de noviembre de 1938, todo había terminado: Franco había ganado nuevamente el “choque de carneros” pese a sus grandes bajas y el enemigo había perdido sus mejores fuerzas de maniobra y carecía ya de capacidad militar para resistir el asalto sobre Cataluña. Por eso, Franco no esperó ni un minuto para poner en marcha su última gran operación militar en la guerra: la ofensiva de Cataluña, emprendida el 23 de diciembre de 1938 después de haber reorganizado sus fuerzas y recibir una crucial remesa de material bélico alemán.

En esas circunstancias, las líneas defensivas republicanas, debilitadas, desmoralizadas y sin reservas después del agotador esfuerzo del Ebro, fueron incapaces de contener el avance general por todo el frente catalán del enemigo. Rojo rememoraría la situación existente el 11 de enero de 1939:

La totalidad de las brigadas no alcanza la cifra de 90.000 combatientes; la de armamento no llega a 60.000 fusiles, y todo ello, según el despliegue de dicho día 11, en un frente de 135 kilómetros activos y 145 pasivos. Teníamos el cuarenta por ciento de la artillería en reparación y calculábamos la proporción entre la adversaria y la propia en 6 a 1. La aviación, absolutamente dominada por la adversaria, podía alguna vez, por sorpresa y con gran protección, hacer unos modestos bombardeos. La de caza salía en masa cuando no había más remedio, pero era impotente para evitar la acción de la enemiga en el incesante trabajo que ésta realizaba.

El 15 de enero de 1939, Tarragona caía en manos de Franco y se abría la vía para avanzar sobre Barcelona. El 22 de enero el gobierno republicano ordenaba la evacuación de la capital para trasladarse a Figueras, justo en la frontera con Francia. El precipitado traslado fue seguido del desplome de la administración republicana y del inicio de una masiva y caótica retirada de población civil y fuerzas militares en dirección a la frontera. Negrín conseguiría que Francia abriera la frontera para acoger como exiliados al casi medio millón de personas que se agolpaban en los pasos fronterizos, tanto refugiados civiles como tropas previamente desarmadas. Finalmente, el 26 de enero, se produjo la catástrofe anunciada: Barcelona fue ocupada por las tropas franquistas sin encontrar resistencia. El acto final de la tragedia tuvo lugar el 9 de febrero de 1939, cuando las tropas franquistas llegaron a la frontera. Horas antes Negrín y Rojo, acompañados de otros líderes republicanos, habían salido camino del exilio.

Ocupada Cataluña, el destino del territorio republicano en el centro estaba sentenciado. Palmiro Togliatti, enviado por la Comintern para asesorar al PCE, dejó constancia del hecho:

En las masas el cansancio de la guerra y el malestar por sus sufrimientos tomaban la forma concreta de una aspiración profunda y general a la paz. En todo el país se esperaba un hecho nuevo que pusiera fin a la guerra. Y no se pensaba ya en la victoria de la República. Se preveía y se hablaba abiertamente de la victoria de Franco.

Ni la voluntad de resistencia de Negrín, reiterada tras su regreso a la zona centro, ni la sublevación de Casado consiguieron alterar la marcha de los acontecimientos. La ofensiva final franquista emprendida el 26 de marzo no encontró oposición en ninguna parte. Madrid fue ocupada dos días después y el 1 de abril de 1939 Franco firmaba en Burgos su último parte de guerra victorioso:

En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. El Generalísimo, Franco.


 VIII
VENCEDORES Y VENCIDOS: EL COSTE HUMANO DE LA GUERRA CIVIL

La violencia desencadenada por la guerra produjo una cosecha de 350.000 víctimas mortales directas. Buena parte no perdieron la vida en operaciones militares, sino en acciones de represión en retaguardia mediante “paseos” informales o juicios formales. Víctimas de la primera modalidad fueron el poeta Federico García Lorca, asesinado en Granada por los militares sublevados en agosto de 1936, y el dramaturgo Pedro Muñoz Seca, asesinado en Paracuellos del Jarama por milicianos anarquistas y comunistas en noviembre de 1936. La segunda se cobró la vida del general Goded, sublevado sin éxito en Barcelona y fusilado tras consejo de guerra en agosto de 1936 por delito de rebelión; y la del general Batet, que se negó a sublevarse en Burgos y fue fusilado tras consejo de guerra en febrero de 1937 por igual delito de rebelión. A esos muertos por acción de guerra o represión se sumó el casi medio millón de personas que partieron al exilio al término de la guerra, la mayoría para no volver nunca más a su tierra natal. Esas pérdidas humanas reduplicaban la destrucción material inducida por la contienda en todos los ámbitos de la vida: lastres demográficos, carencias productivas, penurias alimenticias, emergencias sanitarias…


Дата добавления: 2019-09-02; просмотров: 185; Мы поможем в написании вашей работы!

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