DE STALINGRADO AL ZAR TERRIBLE 8 страница



Curiosa personalidad la del Indio Fernández, que a los diecinueve años era ya teniente coronel y conspirador político adicto a la causa de Adolfo de la Huerta, cuyo frustrado «pronunciamiento» le llevó a la cárcel al año siguiente, de la que logró fugarse para alcanzar California, en donde se ganó la vida como bailarín, figurante cinematográfico y actor. Con Flor silvestre (1943) y María Candelaria (1943), ambas con una Dolores del Río rescatada de Hollywood y con Pedro Armendáriz como protagonistas, Fernández se coloca como el primer realizador mexicano. Cuenta Fernández en estas películas, y en las que seguirán, con la excepcional colaboración del operador Gabriel Figueroa, cuya cámara recoge los paisajes, los tipos y los cielos de México con una vibración plástica que evoca a los grandes fresquistas nacionales Rivera, Orozco y Siqueiros. Pesa, además, la gran lección de ¡Que viva México! y de Redes, cuya herencia temática y plástica aprovecha Fernández en sus obras, adscritas en un realismo poético y nacionalista, vigorosamente enraizado con la cultura indígena. Todo lo que hay de melodrama populista en sus obras (la «mala mujer» injustamente proscrita por la sociedad, el peón oprimido, el cacique feroz, la exaltación del folclore indígena) adquiere grandeza y convicción por la pulsación lírica de Fernández y por el ropaje estético, que acabará, sin embargo, por degenerar en academicismo puro y simple. Pero antes de que esto suceda, Fernández nos ha ofrecido obras tan intensas como La perla (1946), según Steinbeck, Enamorada (1946), Pueblerina (1948) y La red (1953), que es el punto final de su gran carrera o, si se quiere, su primera renuncia, vendiendo la libertad de su inspiración a cambio de la transparente camiseta de Rossana Podestà en el papel más erótico de su carrera.

La perla (1946) de Emilio Fernández.

 

Pero además de contar con Fernández y con algunos de los mejores operadores del mundo (como Gabriel Figueroa y Alex Phillips), el cine mexicano ha dado actores de vasta aceptación popular, como el cómico Mario Moreno Cantinflas, ídolo de los países de habla hispana tras el éxito de Ahí está el detalle (1940), o María Félix, vamp mexicana de apasionada frialdad descubierta por Miguel Zacarías en El peñón de las ánimas (1942), así como Pedro Armendáriz, Dolores del Río, el actor y cantante Jorge Negrete y Aturo de Córdova, los actores más cotizados de América Latina, con cuya popularidad sólo puede medirse el cómico argentino Luis Sandrini y su compatriota Hugo del Carril, cantante, actor y director, que realiza su mejor película con el drama social El infierno verde (o Las aguas bajan turbias, 1952), rodado en la selva del alto Paraná.

En 1950 la producción mexicana alcanza los 121 films y la argentina 57. En este año se produce también la sensacional reaparición en México de Luis Buñuel con Los olvidados (1950), tras un largo y estéril vagabundeo por los Estados Unidos desde el final de la guerra civil española, ocupándose en menesteres cinematográficos subalternos. Los olvidados es un grito desgarrador ante el problema de la infancia miserable y delincuente que florece como planta venenosa en el asfalto de las grandes ciudades, y una constatación de la inutilidad de la pedagogía de los buenos sentimientos para resolver tal problema, en abierta oposición a la moraleja optimista del film soviético El camino de la vida. La crueldad de sus imágenes procede en línea recta de Tierra sin pan, aunque no faltan aquí las anotaciones surrealistas, como el angustioso sueño de Pedro o la obsesiva presencia de unos gallos alucinantes de pura estirpe surrealista a lo largo de la película. Que Buñuel no ha roto con el surrealismo se hace evidente en Subida al cielo (1951), que vuelve a triunfar en Cannes con el premio «al mejor film de vanguardia». Luego Buñuel prosigue su línea inconformista, saludablemente perturbadora y personalísima, con El bruto (1952), Robinson Crusoe (1952), que estudió con ojo de entomólogo la soledad del hombre amputado de la sociedad, el extraordinario examen de un caso de paranoia en Él (1952) y Ensayo de un crimen (1955), comedia surrealista que es una réplica irónica al ciclo psicoanalítico de Hollywood (la conversión del impulso erótico en ansia homicida) y uno de sus films más fascinantes.

Los olvidados (1950) de Luis Buñuel.

 

Otro exiliado español que enriquece el cine mexicano es Carlos Velo, que procede del campo del documental y colabora en la realización de Raíces (1955), de Benito Alazraki, film compuesto por cuatro episodios indigenistas de Agustín Rojas González, antes de realizar con Torero (1956), interpretado por Luis Procuna y su familia, una violenta desmitificación de la fiesta taurina, poniendo al desnudo el pavor del torero y viendo en el público a la auténtica fiera de este sangriento rito pagano. Son, ambas, producciones independientes promovidas por el inquieto Manuel Barbachano Ponce, responsable también del Nazarín de Buñuel.

El cine brasileño también alcanza su mayoría de edad en esta época con el triunfo en Cannes de Cangaceiro (O Cangaçeiro, 1953), de Lima Barreto, sobre las actividades de los cangaçeiros, típicos bandoleros del nordeste del Brasil, vistos con romántica admiración por este cine joven y elemental, en el que al igual que en Raíces su tosco pero vibrante primitivismo no es defecto sino virtud. O, más bien, condición peculiar de toda épica primitiva, extinguida definitivamente en las culturas occidentales, y que por ello ejerce sobre nosotros tan gran fascinación.

Canadá, que era otro país cinematográficamente estéril, ha cobijado desde 1941 al dibujante inglés Norman McLaren, discípulo de Len Lye que con inagotable espíritu de búsqueda va a ensanchar hasta límites insospechados el campo del cine de animación. Sus revolucionarios experimentos dibujando con paciencia las imágenes directamente sobre la película, e incluso la banda sonora (sonido sintético), causan sensación. Blinkity Blank (1954) es, en este sentido, un prodigio de ingenio creador, aplicado a las dislocadas peripecias de dos gallináceas. Pero McLaren, incansable, experimenta el cine de animación con actores reales, pinturas al pastel, siluetas, guarismos, formas abstractas, objetos y hasta figuras estereoscópicas, como hace en sus películas tridimensionales Now Is the Time (1951) y Around Is Around (1951).

El cine japonés, como el italiano, produjo su gran eclosión artística después del final de la guerra. Los años anteriores habían sido muy duros para el cine nipón y para su arte en general. La censura militar había prohibido cualquier película que tratase «de la bondad individual, de la libertad o que hiciese un elogio del amor». Las autoridades militares pedían films «edificantes», entendiendo con ello que debían «tratar de la guerra, del Asia libre, del odio a los anglosajones y de la victoria próxima». Cuando los norteamericanos ocuparon el país, dictaron disposiciones que prohibían «todos los films que exalten el feudalismo, el amor a la guerra y a las batallas, el nacionalismo, el militarismo y el culto a la venganza». Destruyeron además todas las películas que trataban de estos temas, lo que redujo las existencias del cine japonés en un 25%. Esta medida negativa fue completada con la consigna de la democratización de la vida japonesa a través de la escuela del cine, con el poco afortunado eslogan «El cine americano es la cultura». El cine americano, sin embargo, hizo furor, aunque la censura trató de limar algo los films de violencia (como Fort Apache, de Ford, que fue prohibido), dictaminando que la pistola era un «arma que exalta el amor a las batallas, al igual que los sables de los samuráis». Esta operación de «a la democracia por el cine» no fue demasiado afortunada. Como escribe un historiador del cine japonés, se trataba de «películas de nivel muy bajo, que enseñaban la democracia por medio del erotismo, de novelas policíacas de baja estofa y de toda clase de licencias».

Calcando el modelo capitalista americano, el cine nipón se estructuró sobre cinco poderosas compañías (Schochiku, Toho, Daiei, Toei y Nikkatsu) y, también como en Norteamérica, la producción más avanzada estuvo financiada por grupos independientes, e incluso por los sindicatos obreros, estimulada especialmente por las violentas huegas que de 1946 a 1949 agitaron la industria del cine japonés. Hacia 1950 se inició su auténtica «edad de oro», abierta con su clamoroso «descubrimiento» en Venecia gracias a Rashomon (Rashomon, 1950) de Akira Kurosawa. Rashomon cayó como una bomba en las plácidas aguas del Lido, porque su perfección técnica y su densidad psicológica sólo podían proceder de una industria altamente desarrollada y de un creador de gran madurez artística.

En efecto, el Japón había producido en este año 215 films, casi tantos como la producción de Italia, Inglaterra y Alemania sumadas, y su autor Akira Kurosawa (o Kurosawa Akira, a la manera japonesa) había estudiado Bellas Artes, estaba empapado de la mejor literatura mundial (con predilección por los clásicos rusos) y trabajaba en la industria del cine desde 1936. Su pirandeliano Rashomon, conducido con mano maestra, plantea (como Ciudadano Kane) el problema del egoísmo y del subjetivismo de los hombres, a través de las diferentes versiones que narran las personas que han participado en un suceso sangriento, del que ha resultado un hombre muerto y su mujer violada. Con su torbellino de semiverdades y de mentiras, este relato medieval estuvo modulado por una tensión que aunaba la furia expresiva del gran cine soviético y la ferocidad del cine americano de violencia.

Kurosawa, cineasta de aliento poderoso, cuyos rugidos no excluyen un alto registro lírico, de impetuosidad expresiva y de sutilezas psicológicas, es autor de una obra abundante y variada, pero inspirada siempre por un generoso aliento humanista. Al cine policíaco-psicológico pertenece Nora inu [El perro rabioso] (1949), recurre a su dilecto Dostoievski para rodar Hakuchi [El idiota] (1951), en Ikiru [Vivir] (1952) enfrenta a un viejo funcionario con el fantasma de su enfermedad fatal y realiza una espléndida película de aventuras medievales con Los siete samuráis (Shishinin no Samurai, 1954), especie de western nipón que ofrece una visión crítica de la actividad samurái.

Los siete samuráis (1954) de Akira Kurosawa.

 

Kurosawa es, en su concepción artística, un cineasta «occidentalizado», mientras Kenji Mizoguchi (el otro «grande» del cine japonés, fallecido en 1956) otorga una genuina impronta oriental, preciosista y refinada, a sus evocaciones históricas o legendarias. Recordemos tan sólo, de su última etapa: Saikaku ichidai Onna [Vida de Oharu, mujer galante] (1952), Ugestsu Monogatari [Cuentos de la luna pálida de agosto] (1953) y Yokihi [La emperatriz Yang-Kwei-Fei] (1955).

La riqueza y variedad del cine japonés, con artistas tan grandes como Yasujiro Ozu, Satsuo Yamamoto, Kon Ichikawa y Masaki Kobayashi, que abordan con igual maestría temas contemporáneos (Gendaijeki) que evocaciones pretéritas (Jidaijeki), le ha convertido en uno de los primeros del mundo. Algunos de sus temas (como el martirio atómico de Hiroshima) han aparecido con significativa regularidad en sus películas —véase Genbaku no ko [Los niños de Hiroshima] (1953) de Kaneto Shindo— y a partir de Godzila (Godzila, 1954), de I. Honda, se integra en la ciencia ficción, con parábolas apocalípticas de monstruos terribles que amenazan con destruir al género humano.

A diferencia del denso, variado y complejo cine japonés, el cine indio (289 películas en 1949) se mueve sobre bases mucho más rudimentarias. Del bajísimo nivel cultural del país deriva su estereotipia y raquitismo artístico, con temas mitológicos, históricos y religiosos, salpicados de canciones y danzas, como en los viejos dramas rituales. La gran diversidad idiomática y el abrumador índice de analfabetismo (82,1% en 1951) impiden los subtítulos, obligan a doblajes múltiples de cada película y explican la existencia de focos de producción diferenciados por el idioma (Bombay, Calcuta, Madrás, etc.). Cine técnicamente tosco y estéticamente deleznable, apuntalado en primarias fórmulas melodramáticas, la envergadura de su volumen no se corresponde con una importancia cualitativa. La formación de técnicos cinematográficos en el extranjero y el impacto neorrealista pudieron hacer concebir esperanzas a la vista de Do bigha zamin [Dos hectáreas de tierra] (1952), producida y dirigida por Bimal Roy, y que algunos críticos demasiado benevolentes han comparado a Ladrón de bicicletas. Hay en la película, no puede negarse, una honesta voluntad de testimonio social, a través de las penalidades de un campesino arruinado que emigra a Calcuta con su familia, imagen verdadera de la atroz miseria que azota a este gigantesco hormiguero humano, documento cruel del subdesarrollo de un país, de cuyas bajísimas condiciones vitales y culturales es imposible esperar, hoy por hoy, el nacimiento de un arte pujante.

La revelación de Stayajit Ray en el festival de Cannes de 1956 con Pather Panchali (1952-1955), demostró que aquel inmenso país contaba, al menos, con un creador de gran talla, si bien es verdad que Pather Panchali [El lamento del sendero] se rodó al margen de la industria, con medios muy precarios, y fue concluida gracias al apoyo económico del gobierno de Bengala Occidental. Pather Panchali narraba la historia de una familia pobre de una aldea de Bengala, que decide emigrar a Benarés, la ciudad sagrada, y su patética odisea fue completada con Aparajito [El invencible] (1957), que conquistó el León de Oro de Venecia, y Apu Sansar [El mundo de Apu] (1959). El intenso realismo poético de esta bella y conmovedora trilogía hacen de Stayajit Ray (que reconoce como maestros suyos a Renoir, De Sica, Eisenstein y Flaherty) un ave solitaria que tal vez anuncie un cambio de rumbo en el futuro del cine indio.

Pather Panchali (1955) de Stayajit Ray.

 

 


EL CINE CONTEMPORÁNEO

 

 

 SITUACIÓN GENERAL

«No me sorprendería —escribió Bernard Shaw en 1915— si el cinematógrafo y el fonógrafo resultan los inventos más revolucionarios desde el advenimiento de la escritura y la imprenta; es más, aún más revolucionarios que ambas, ya que el número de los que saben leer es reducido, más reducido aún el de aquellos que entienden lo que leen y muchísimo más el de los que al terminar el día no se hallan demasiado fatigados para leer sin caer dormidos».

Hoy podemos ya medir toda la verdad que contiene este presagio con aire de chanza. El cine se ha convertido en el principal (e incluso el único) alimento espiritual de vastos sectores de la humanidad, con la abrumadora responsabilidad social que esto entraña, pues en manos de las gentes del cine está el contribuir a configurar de un modo o de otro las formas del pensamiento, los hábitos y las creencias de millones de personas. El cine es un arte universal y un arte de masas. Es, con la televisión, el portavoz de los mitos y de las emociones más intensas que conmueven a las grandes multitudes del mundo actual, galvanizadas por una tierna mirada de James Dean, un pícaro mohín de Brigitte Bardot o un preciso golpe de kárate de James Bond. Nadie ignora este hecho, pero todos sabemos hasta qué punto se malversa el tremendo potencial de este arte que ha alcanzado ya la definitiva madurez expresiva y que, en la década de los años cincuenta, ha conocido su última revolución técnica.

Al igual que ocurrió con el cine sonoro, ha sido un reto de naturaleza económica el que ha impuesto las más recientes transformaciones técnicas a la industria del cine. El veloz desarrollo de la televisión en los Estados Unidos hizo que éste fuese el primer país del mundo que tuviera que idear nuevas armas para luchar contra aquel espectáculo casero que le robaba sus clientes a pasos de gigante. La primera de estas armas fue el cine en relieve, que, actualizando un procedimiento de fotografía estereoscópica ingeniado en el siglo anterior y aplicado ya al cine por Lumière y por la Metro-Goldwyn-Mayer en 1935, fue lanzado a bombo y platillos en Bwana, el diablo de la selva (Bwana, the Devil, 1952), de Arch Oboler, que superponía dos imágenes sobre la pantalla (correspondientes al punto de vista de cada ojo) y obligaba a los espectadores a utilizar durante la proyección unas gafas con vidrios polarizados, que seleccionaban una imagen para cada ojo, restituyendo así el mecanismo de la visión binocular, que es el fundamento de la percepción tridimensional. Pero la moda del film estereoscópico fue breve (1953-1954), por la incomodidad y fatiga que causaban aquellas gafas al espectador y por el exorbitante precio que el monopolio norteamericano Polaroid Co., estableció para cederlas.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 126; Мы поможем в написании вашей работы!

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