DE STALINGRADO AL ZAR TERRIBLE 9 страница



Pero al mismo tiempo que los diarios insertaban anuncios del tipo «un león sobre sus rodillas» o «las más ardientes escenas de amor en 3-D», se iniciaba la era de las macropantallas con Esto es Cinerama (This is Cinerama, 1952), sistema presentado en el Broadway Theatre de Nueva York el 30 de septiembre de 1952, que utilizaba tres películas contiguas y sincrónicas con fotogramas de 25,02 × 27,64 mm, para cubrir un ángulo de visión de 146o en horizontal y 55o en vertical, proyectando sus imágenes a la cadencia de 26 por segundo, sobre una gigantesca pantalla cóncava, de proporción entre lados 1/2,06. Este procedimiento era una puesta al día del célebre Tríptico que utilizó Abel Gance en su Napoleón de 1926, debida a Fred Waller, antiguo jefe de efectos fotográficos especiales de la Paramount, que incorporó también el sonido estereofónico, perfeccionado por Hazard Reeves. Las posibilidades gigantomáquicas del Cinerama (utilizado durante la guerra para entrenar a los pilotos de caza) se agotaron en documentales que ofrecían escenas paisajistas y vistas aéreas. Hasta 1962 no se produjo la primera película de ficción dramática en Cinerama, que fue La conquista del Oeste (How the West Was Won), pero al año siguiente —por razones económicas y de orden técnico— el sistema de triple película desaparecía y El mundo está loco, loco, loco (It’s a Mad, Mad, Mad World) de Stanley Kramer se rodaba ya sobre una película única, pero de 70 mm de anchura, doble de la normal, lo que redujo su ángulo visual horizontal a 120o.

La difusión del Cinerama estuvo frenada por la complejidad y elevado coste de instalación de las nuevas salas. Pero el interés suscitado por el procedimiento sugirió a la 20th Century Fox la posibilidad de disponer de un sistema que, obteniendo parecidos resultados en lo tocante a espectacularidad, fuese más simple y menos costoso. Rebuscando en el desván de los viejos inventos, apareció el objetivo anamórfico hypergonar, ideado en 1925 por el técnico francés Henri Chrétien, que permitía la «compresión» óptica de las imágenes durante la toma de vistas. La Fox compró al profesor Chrétien los procedimientos de fabricación de estos objetivos y así pudo nacer el Cinemascope, que proyectaba las imágenes «descomprimidas» sobre una pantalla panorámica cóncava de proporción 1/2,55, en vez de 1/1,33 del formato clásico, adoptado por razones de tradición teatral y pictórica. La película que inauguró este procedimiento fue La túnica sagrada (The Robe, 1953), de Henry Koster, cuyo éxito no sólo inauguró la era del Cinemascope Fox, sino que dio lugar a muchas otras variantes de proyección panorámica, que trataban de aprovechar al máximo el área de «visión periférica» del espectador (que en el hombre es de unos 165o), «sumergiéndolo» sensorialmente en la imagen.

Dispuesta a dar la batalla a la pequeña pantalla del televisor con las armas de la espectacularidad y la novedad, la industria del cine se sacó de la manga un abanico de procedimientos, bautizados con presuntuosos nombres grecolatinos. Algunos de ellos, como el Vistavisión de la Paramount (que al utilizar una imagen negativa de tamaño 24 × 36 mm, doble de la normal, mejoraba la definición de las imágenes), tuvieron vida efímera. Otros, como el Aromarama u Odorama (cine oloroso) del millonario y playboy Mike Todd, o el Circarama (pantalla circular de 360o) de Walt Disney, murieron apenas nacidos. El Cinemascope, en cambio, se consolidó entre el público, al igual que los procedimientos basados en una película de 70 mm de anchura, que en su forma original (el Todd-AO, es decir, Mike Todd Productions-American Optical) fue ideado por Brian O’Brien y utilizado por vez primera para rodar la opereta Oklahoma (Oklahoma, 1955), dirigida por Fred Zinnemann. El formato de 70 mm, que ha acabado por imponerse definitivamente en el cine espectacular, utiliza fotogramas de 22 × 48,59 mm, con cinco pares de perforaciones laterales.

Al igual que había ocurrido al aparecer el sonido y al difundirse más tarde el cine en color, se produjo una erupción de críticas hacia los nuevos procedimientos que, además de su inmadurez técnica, se utilizaban en función del pueril papanatismo con que suele recibirse toda novedad técnica. Si ayer fueron las revistas, operetas y el teatro filmado, ahora tocaba padecer una avalancha interminable de ejércitos de figurantes disfrazados de legionarios romanos y escenas de batallas en las que los caballos podían correr a placer por la ancha superficie de la pantalla. Se dijo, con razón, que grandiosidad no es sinónimo de calidad (cosa que ya sabíamos desde los tiempos de Abel Gance) y la polémica en torno a los formatos dominó casi toda la década 1950-1960, girando en torno a sus aspectos industrial y estético.

Considerado desde el ángulo industrial, las macropantallas significaban un elemento de alta espectacularidad destinado a restablecer parcialmente la menguada frecuentación cinematográfica, pero también cerraron el capítulo de la universal uniformidad técnica del cine, con procedimientos que a veces obligan a costosas reformas de las salas de proyección. Desde el plano estético, se reavivó una polémica ya vieja y que en 1931 llevó a Eisenstein a pronunciarse por el formato neutro (o cuadrado), aunque con la posibilidad de variar sus proporciones de acuerdo con las necesidades expresivas de cada escena, como había hecho ya con cierta tosquedad Griffith, al oscurecer ocasionalmente determinadas partes del fotograma para alterar su proporción útil.

Era evidente que el formato panorámico favorecía las composiciones de dominante horizontal (paisajes, escenas de masas), pero se le achacó que restaba intimidad a las escenas que la requerían y que sus proporciones hacían difícil el uso del primer plano (en especial del rostro humano), cuyo fundamento reside menos en el tamaño ampliado que en el aislamiento de su entorno. Pero en 1955 aparecieron dos películas, Lola Montes de Max Ophüls y Al este del Edén (East of Eden, 1955) de Elia Kazan, que demostraron la flexibilidad de los formatos panorámicos al neutralizar con sombras u objetos los bordes laterales de la gran pantalla, para modificar su proporción de modo análogo (aunque más sutil) al recurso utilizado por Griffith.

El Cinemascope, las pantallas panorámicas y la película de 70 mm (con formatos de proporción en torno a 1/2, en contraste con el 1/1,33 tradicional), se fueron liberando de las exigencias pueriles de sus primeros años y entonces algunos teóricos señalaron que este ensanchamiento del panorama visual era un elemento acorde con la evolución general de la estética del cine moderno, destinado (al igual que el plano-secuencia) a dar mayor cohesión y continuidad espacial a la narración, en contraste con la gran fragmentación del espacio en el viejo cine-montaje. La quiebra de la uniformidad técnica, por otra parte, fue elogiada como una saludable diversificación que ampliaba la gama de posibilidades técnicas del artista, de acuerdo con sus exigencias expresivas.

La política de las grandes empresas fue la de reducir el volumen de su producción, pero aumentar en cambio su espectacularidad y costo, utilizando el color, las macropantallas, repartos de grandes estrellas y colosales reconstrucciones históricas. Era, justamente, ofrecer al espectador aquello que no podía contemplar en la micropantalla blanca-negra de su televisor. Si a lo largo de la historia del cine cada conquista técnica (sonido, color) había tenido como consecuencia un alza notable de los costos de producción, ahora el fenómeno revestía proporciones astronómicas a consecuencia de sobreañadirse la fiebre monumentalista de los «films-mamut».

Esta desbocada carrera de cifras ha tenido como consecuencia la proliferación de las coproducciones internacionales, bipartitas o tripartitas, buscando los productores países dotados de buen clima para el rodaje de exteriores y con niveles de precios relativamente bajos para abaratar la producción. En los años cincuenta la plana mayor de Hollywood se desplazó a Roma e invadió los estudios de Cinecittà para rodar sus grandes espectáculos, beneficiando con ello a algunos sectores de la industria italiana. En los gigantescos decorados que hizo levantar Mervyn Le Roy para su ¿Quo Vadis? (Quo Vadis?, 1950), Mario Soldati rodó la parodia Okey Nerón (O.K. Nerone, 1951). Pero la alegría duró poco, porque la avalancha americana hizo que los precios subieran en pocos años como la espuma, y los producers comenzaron a buscar nuevos horizontes vírgenes, dirigiendo sus miradas hacia Yugoslavia y España, en donde Samuel Bronston, agente del gigantesco monopolio Dupont de Nemours, estableció su cuartel general en 1959 (aunque su aventura financiera concluyó en una espectacular suspensión de pagos en 1964).

Estas premisas explican que en los últimos veinte años, mientras nacían o renacían con vigor los pequeños cines nacionales (Suecia, Brasil, Polonia, México, Cuba), la producción de las grandes potencias haya tendido a bifurcarse cada vez más acusadamente en dos direcciones: los mastodontes superespectaculares con aparatosas escenografías y largos repartos estelares, destinados a atraer a grandes masas de público con su anzuelo sensacionalista y con algo que el pequeño televisor no puede ofrecer, y en el extremo opuesto el llamado «cine de autor», realizado con presupuestos relativamente bajos y con independencia creadora. Entre el «cine de productor» y el «cine de autor» se ha ido haciendo cada día más patente el vacío, al irse eliminando lo que antaño llamábamos «producción media», que cada vez parece más carente de sentido. Esta doble especialización de la producción mundial, siguiendo imperativos industriales por un lado y artísticos por el otro, explica la aparición de los movimientos de cine independiente, de «cine de autor», que surgen en diversos países por estos años, como la nouvelle vague francesa, el Free Cinema inglés, el New American Cinema Group de Nueva York, y el Cinema Nôvo de Brasil, que por trabajar con medios casi artesanales y pequeños presupuestos pueden permitirse el lujo de la libre experimentación creadora, contando con la amortización de sus productos gracias a su explotación en cine-clubs, salas de ensayo, filmotecas, festivales y circuitos no comerciales.

Es evidente que el cine ha salido ganando con todo ello. Jamás fue tan rica y variada como hoy la producción, ni se han abordado problemas tan complejos ni ambiciosos, contando con el apoyo de esa «inmensa minoría» de amantes del cine de todo el mundo. El cine se aplicó al planteamiento de problemas teológicos y metafísicos (Ingmar Bergman), a la investigación sociológica (Francesco Rosi, el cinéma-vérité francés), al sutil análisis existencial (Michelangelo Antonioni), al replanteamiento de la ontología cinematográfica (Alain Resnais) o a la expresión de nuevas poéticas de carácter acentuadamente político (Bernardo Bertolucci, Glauber Rocha). También su lenguaje se ha enriquecido a pasos agigantados y su escritura formal ha conquistado una mayor libertad, porque una buena parte del público ha aprendido a «leer» los films difíciles y los recompensa con sus aplausos. La madurez del lenguaje y de la problemática de una parte del cine moderno ha quebrado los últimos resquicios de escepticismo que pudieran quedar sobre su antaño discutida nobleza artística y sobre su importancia cultural. Escritores, filósofos, pedagogos y sociólogos han comenzado a tomarse muy en serio el cine considerándolo, no ya a guisa de tópico, como el auténtico arte del siglo XX.

Esta riqueza y diversidad del cine contemporáneo, del cine que estamos viendo hoy, hace difícil apresarlo en un balance esquemático que, forzosamente, tiene que ser provisional y contingente. Veamos, de todos modos, cuáles son las grandes líneas de fuerza que han movido al cine de las dos últimas décadas.

 TRANSFORMACIÓN DEL CINE AMERICANO

Hollywood tenía buenas razones para inquietarse seriamente. Los 4.680 millones de espectadores de 1947 habían descendido a 2.470 millones en 1956, a pesar del crecimiento demográfico del país. Este voluminoso déficit de clientes había sido absorbido por otras formas de esparcimiento: motorización, camping, discomanía y, sobre todo, por la pequeña imagen del televisor. Faltas de público, muchas salas de cine cerraron sus puertas, la poderosa RKO, dirigida con alegre despreocupación por el multimillonario Howard Hughes, desapareció en 1957 y actores tan populares como Bob Hope, Greer Garson, Lucille Ball, Maureen O’Hara (malparada tras el escándalo de la revista Confidential) y Robert Montgomery abandonaron la gran pantalla, contratados por las cadenas de televisión.

Las grandes compañías reaccionaron con energía ante este descalabro de sus posiciones al tiempo que lanzaban con angustia el eslogan «¡Las películas son hoy mejores que nunca!», jugaban a la desesperada la carta del cine en relieve, las macropantallas, los drive-in (cine-aparcamientos: 100 en 1946, 4.700 en 1960) y las superproducciones con larga retahíla de estrellas. Los temas de la Biblia y de la Historia fueron saqueados sin ningún respeto por los guionistas de Hollywood y en los estudios se alzaron gigantescas reconstrucciones, por las que pululaban actores y figurantes disfrazados de gladiadores, apóstoles, monarcas, cortesanas o esclavos. Como contrapartida, la producción de Hollywood decayó de 404 películas en 1947 a 232 en 1954.

Para agravar la situación de los productores, la implantación de la semana laboral de cinco días hizo subir desde 1955 los costos de producción en un 20%. Los diez mandamientos, de DeMille, costó la friolera de 13.500.000 dólares y el Ben-Hur (Ben-Hur, 1959) de William Wyler, rodado en Italia, alcanzó los once millones. En su publicidad, la Metro anunció con orgullo que los kilómetros de película impresionada en su rodaje darían la vuelta al mundo sesenta veces.

Las pequeñas productoras, incapaces de competir en el terreno del colosalismo, buscaron atraer al público con temas polémicos. Una personalidad típica de este período fue la del productor independiente Stanley Kramer, responsable de obras tan ambiciosas como El ídolo de barro, Hombres, Solo ante el peligro y La muerte de un viajante. La Escuela de Nueva York se apuntó un importante éxito comercial con El pequeño fugitivo (The Little Fugitive, 1953), de Morris Engel, Ray Ashley y Ruth Orkin, rodada con un presupuesto bajísimo. Algunas productoras independientes pensaron que podrían convertir en beneficio propio los éxitos de la televisión, adaptando a la pantalla grande algunos seriales que habían sido éxitos resonantes en la telepantalla. Y pensaron también que para adaptarlos nadie mejor que los mismos hombres que los habían dirigido en la televisión, que gozaban de la reputación de trabajar con rapidez y economía.

Así surgieron películas como Marty (Marty, 1955), de Delbert Mann, que en blanco y negro y sin estrellas, con muy pequeño presupuesto, conquistó para su país en plena era de la superproducción la Palma de Oro en Cannes. Como en toda obra de televisión, una buena parte del mérito corresponde a su guionista, que es Paddy Chayefsky, autor de numerosos retratos veraces de la auténtica América, que tan avara es en dejarse fotografiar sin adornos ni maquillajes. Marty es la crónica prosaica del amor entre un tosco carnicero (Ernest Borgnine) y una tímida institutriz (Betsy Blair). Los personajes son justamente lo contrario de los «héroes» creados por la mitología de Hollywood y sus escenarios son los lugares populares del Bronx neoyorquino, llenos de gentes vulgares, tan vulgares como los protagonistas de la película. Esta «otra América», que es la América que conocemos gracias a Sinclair Lewis o Arthur Miller y no a través de las superproducciones de Hollywood, reapareció en La noche de los maridos (The Bachelor Party, 1957), también de Delbert Mann-Paddy Chayefsky, tristísima fiesta de despedida de soltero, que es una angustiosa radiografía de la soledad y frustración del americano medio y un curioso documento de la homosexualidad latente en las «juergas de hombres».

Se esperaba mucho de esta «generación de la televisión», formada por Delbert Mann, Martin Ritt, John Frankenheimer y Sidney Lumet, que se incorporó al cine en 1956-1957. El grupo tuvo unos inicios prometedores con películas como Donde la ciudad termina (A Man Is Ten Feet Tall, 1957), que intenta ser una réplica a La ley del silencio de Kazan, Más fuerte que la vida (No Down Payment, 1957), crítica del American way of life, ambas de Martin Ritt, y el intenso teledrama Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Men, 1957), en donde Sidney Lumet explora a una heterogénea microcomunidad enjaulando su cámara en la sala de deliberaciones de un jurado, de la que no saldrá en hora y media de película, para exponer la necesidad del diálogo democrático en la búsqueda de la verdad. Posteriormente, sin embargo, la «generación de la televisión» cedió a las tentaciones y presiones comerciales, para ingresar sus componentes dócilmente en el redil de los artesanos del montón, dispuestos a rodar lo que les encarguen.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 127; Мы поможем в написании вашей работы!

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