DE STALINGRADO AL ZAR TERRIBLE 11 страница



Pero la mayor revelación en el campo de la risa viene del excéntrico Jerry Lewis, que con su pareja Dean Martin llega al cine en 1949 procedente del music hall y de la televisión. Tres jalones marcan la carrera cinematográfica de Jerry Lewis: su colaboración con el realizador Frank Tashlin (que se ha formado como dibujante de historietas gráficas, y luego con Walt Disney) a partir de Artists and Models (1955), su separación del mediocre Dean Martin en 1957 y su debut como director en El botones (The Bellboy, 1960). La tradición del nonsense subversivo —que nos remontaría a Mack Sennett— es revitalizada por Lewis merced al uso inteligente del color y de la pantalla ancha, al estudio atento de las frustraciones del americano medio en la moderna civilización capitalista (el mundo del cine, de la televisión, de la publicidad, de la ciencia, del sexo) y con una riqueza inventiva de sus gags que le conectan, en su técnica, a lo más vivo y mejor de los cómics y los cartoons de la cultura popular americana. A su etapa de director-intérprete pertenecen también El terror de las chicas (The Ladies Man, 1961), Un espía en Hollywood (The Errand Boy, 1961), El profesor chiflado (The Nutty Professor, 1963), Jerry Calamidad (The Patsy, 1964), Las joyas de la familia (The Family Jewels, 1965), Tres en un sofá (Three on a Couch, 1966), La otra cara del gángster (The Big Mouth, 1967) y ¿Dónde está el frente? (Wich Way to the Front, 1970). La última gran revelación del cine cómico americano es Woody Allen, que procedente de la televisión se impuso con Toma el dinero y corre (Take the Money and Run, 1969), Bananas (1971) y Sueños de un seductor (Play It Again, Sam, 1971).

Nos hemos referido antes al naufragio de la comedia musical, que es una de las consecuencias de la crisis económica de Hollywood. El género se eclipsó, de hecho, hasta la irrupción sensacional de Amor sin barreras (Wet Side Story, 1961), proeza técnica de Robert Wise y Jerome Robbins, que trasponían a la pantalla un musical que había obtenido gran éxito en Broadway. Pero esta adaptación de Romeo y Julieta en clave de conflicto racial y ubicada en un bosque de rascacielos, permite también medir cuán lejos estamos de los viejos musicals de Bubsby Berkeley, e incluso de los más recientes de Gene Kelly, Stanley Donen o Vincente Minnelli, que habían llegado a un callejón sin salida. Ahora el musical cinematográfico ha entrado definitivamente en el sendero de la gran superproducción (supermusical) y el formato de 70 mm, a remolque de los triunfos de Broadway, como se demuestra en Mi bella dama (My Fair Lady, 1963), en donde George Cukor lleva a la gran pantalla el tema de Pygmalion, de G. B. Shaw, trasvasado por la adaptación de Alan Jay Lerner y Frederick Loewe. El éxito de estos títulos promovió un cierto renacimiento del género, que en los últimos años ha ofrecido Camelot (Camelot, 1968) y La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon, 1970), ambas de Joshua Logan, y ha importado de Broadway la figura y la voz de Barbra Streisand, protagonista de Una chica divertida (Funny Girl, 1968) de William Wyler y de Hello, Dolly! (Hello, Dolly!, 1969) de Gene Kelly. Género intermitente en nuestros días, el cine musical norteamericano obtuvo un resonante triunfo con Cabaret (Cabaret, 1972), film de Bob Fosse ambientado en el sugestivo Berlín de 1931 e interpretado por Liza Minnelli, hija de Judy Garland y Vincente Minnelli.

Está claro, pues, que en la etapa 1950-70 Hollywood ha vivido un importantísimo relevo de nombres. Mientras asistimos al crepúsculo de los hombres de la «generación perdida» —crepúsculo variable según los casos, pues algunos, como Elia Kazan, aportan todavía títulos que merecen ser tomados en consideración, como América América (America America, 1964), El compromiso (The Arrangement, 1969), ambos de raíz autobiográfica, y Los visitantes (The Visitors, 1972), que produce y rueda en 16 mm— se asiste también el fallecimiento o retiro de algunos sólidos veteranos, que habían sido puntales de la historia del Hollywood opulento. Éste es el caso de Charles Chaplin, establecido en Europa desde 1953, de King Vidor, Cecil B. DeMille, Josef von Sternberg, Fritz Lang, Frank Capra, Frank Borzage, Rouben Mamoulian, Clarence Brown, Lewis Milestone, Raoul Walsh, Allan Dwan, William Wellman o Tay Garnett, a los que hay que añadir las glorias del viejo cine cómico, como el gran Buster Keaton, que arrastra penosamente su silueta como comparsa en varias películas, antes de su fallecimiento en 1966.

Del relevo general que estamos presenciando en esa etapa (y dejando aparte el cine «independiente», que examinaremos luego) resulta difícil ofrecer juicios definitivos. Tomando un ejemplo, veremos a Sam Peckinpah —con auténtica sangre india en sus venas— debutar brillantemente en el género western con Duelo en la alta sierra (Ride the High Country, 1961), para ser eclipsado por la industria hasta su clamorosa reaparición en Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969) y La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970), un western entrañablemente romántico. Formado en la bronca escuela del western, Peckinpah demuestra sin embargo su capacidad para trasladar su violenta tensión al mundo moderno, como hace al rodar en Inglaterra Perros de paja (Straw Dogs, 1971), historia claustrofóbica de la toma de conciencia viril de un técnico meticuloso y frío (Dustin Hoffman), cuya esposa (Susan George) es asediada por un grupo de hombres, situación que da pie para que Peckinpah exhiba una efectista galería de crueldades sin cuento y alinee así a su cinta, junto a La naranja mecánica, en la nueva moda de ultraviolence de la producción americana. Su La huida (The Getaway, 1972), que muestra las fechorías de una pareja (Steve McQueen y Ali McGraw), se inscribe, como Dólares (Dollars, 1971), en la línea de films cuya moraleja es «el delito es una actividad rentable», prescindiendo de la tradicional y generalmente hipócrita coda del castigo ejemplar del malhechor.

Con todo, no parece aventurado señalar a Arthur Penn, junto a Kubrick, como los más dotados y seguros de los nuevos realizadores de Hollywood. Cineasta de crispadas tensiones y de la violencia, Penn debuta con El zurdo (The Left Handed Gun, 1958), biografía del célebre Billy el Niño, a la que sigue un dramático estudio del proceso de reeducación de la no menos célebre Helen Keller, en El milagro de Ana Sullivan (The Miracle Worker, 1961). Se trata, por lo tanto, y a pesar de sus diferencias superficiales, de las biografías de dos seres primitivos, movidos por sus instintos desencadenados.

En Acosado (Mickey One, 1965), que revela el nombre del actor Warren Beatty (futuro productor de Bonnie y Clyde), Penn insiste en el tema de la lucha contra la hostilidad del medio, esta vez a través del hombre perseguido por el inframundo de los cabaretuchos de Nueva York, con algunos toques de fantasía de inspiración felliniana.

Bonnie y Clyde (1967) de Arthur Penn.

 

Que la violencia instintiva es un buen material dramático en manos de Penn se corrobora con La jauría humana (The Chase, 1966), análisis de una pequeña comunidad del Sur, que nos arroja mucha luz sobre los sangrientos sucesos de Dallas en 1963, y, sobre todo, con su hermosa balada impregnada de lirismo Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967). Desde La ley del hampa de Sternberg no habíamos asistido a una tal exaltación romántica del personaje del gángster, que en este caso se acentúa al tratarse de una joven y atractiva pareja formada por Clyde Barrow (Warren Beatty) y Bonnie Parker (Faye Dunaway), que vivieron realmente sus aventuras en los años posteriores a la gran crisis de 1929. La impotencia sexual de Clyde juega aquí como explicación adleriana de un caso que lindaría en lo patológico de no ser por la romántica admiración con que Penn nos hace contemplar los desmanes de esta pareja anarquista, en su rebelión instintiva y brutal contra el mundo que les rodea. La jauría humana y Bonnie y Clyde nos recuerdan, muy oportunamente, que a pesar de las apariencias no estamos tan lejos de la América primitiva de los pioneros y de los viejos mitos de la frontera. Su crítica de la sociedad americana prosiguió en El restaurante de Alice (Alice ‘s Restaurant, 1969), film netamente inscrito en el ciclo de películas que en los últimos años han oficializado una postura autocrítica hacia la cultura y hacia la sociedad norteamericana, como reflejo último del embate de esa contracultura representada por el cine underground y por la nueva moral hippy, finalmente academizada tras el enorme éxito comercial de Hair. Esta actitud de revisión crítica de las instituciones y de la historia norteamericana se corrobora con Pequeño gran hombre (Little Big Man, 1970), en donde haciendo gala de una peculiar ironía Penn deja malparada la figura del general Custer, uno de los grandes responsables del genocidio indio.

La evolución del gusto cinematográfico americano en esos años debe explicarse por el hecho de que el público joven, y especialmente el teenager, se ha convertido en el principal cliente de las salas de exhibición, mientras sus padres prefieren quedarse en casa viendo la televisión, definida como un medio de comunicación más conservador y hogareño. A esa juventud, que ha accedido a la adolescencia bajo la provocación de Vietnam y que ha perdido su virginidad moral con la yerba, con los poemas de Ginsberg y con los textos de Marcuse, no puede seguírsele ofreciendo los cantos apologéticos del American dream que implantó en el cine americano papá Capra. Esta mutación moral se observa, en líneas generales, en los nuevos directores de Hollywood, como el berlinés Mike Nichols, que alcanzó rápida celebridad con su versión de ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Wood’s Afraid of Virginia Woolf?, 1966), la pieza de Albee que aborda varios temas tabúes de la vida matrimonial, y con El graduado (The Graduate, 1967), que le valió el Oscar y reveló a Dustin Hoffman en el papel del joven estudiante que es seducido por su futura suegra. La obra de Nichols progresó con su adaptación de la novela experimental de Joseph Heller Catch 22 (1970), de ambiente militar, y sobre todo con su demoledora y pesimista visión de las relaciones intersexuales y de la institución familiar que exhibe en Conocimiento carnal (Carnal Knowledge, 1971), film que debe mucho a la colaboración ácida y sarcástica del cartoonist Jules Feiffer. Junto a esta irreverencia, cuya dimensión crítica debería matizarse cuidadosamente, aparece también una mayor desenvoltura de lenguaje (fruto de la influencia francesa y del lenguaje televisivo), una escritura cinematográfica mucho más libre y antiacadémica, ejemplificada en alto grado por el film policíaco Bullitt (1968), que reveló a otro director, Peter Yates, del mismo modo que John Boorman se había dado a conocer con A quemarropa (Point Blank, 1967), una historia de gángsters alejada de los modelos clásicos, para adquirir un tratamiento sofisticado, muy nouvelle vague, con refinadas incursiones en la memoria al modo de Resnais.

La presión de los independientes de Nueva York y de California ha sido un factor decisivo en los cambios de orientación de la industria de Hollywood. La nueva agresividad política —Ice (1969) de Robert Kramer— y la libertad sexual de los films de Warhol, aplaudidos incluso en Europa, explican que la conservdora MetroGoldwyn-Mayer contrate a Antonioni y le dé carta blanca para rodar en su país Zabriskie Point (Zabriskie Point, 1969). La «conciencia de abuelita» de la tradición cinematográfica hollywoodiense se está derrumbando estrepitosamente y las grandes empresas no sienten el menor escrúpulo en financiar o en distribuir los ataques solemnes al American way of life que la juventud exige de las pantallas. Esta visión autocrítica de la vida y de la sociedad americana está muy bien ejemplificada por Buscando mi destino (Easy Rider, 1969) de Dennis Hopper y por Cowboy de medianoche (Midnight Cowboy, 1969) del inglés John Schlesinger, cuya validez sociológica viene refrendada por el abrumador éxito económico obtenido por ambas, a pesar de sus bajos presupuestos. Buscando mi destino, producida e interpretada por Peter Fonda, opera una afortunada síntesis entre el mito del cowboy y el marco de los grandes espacios abiertos (un elemento que ya explotó Bonnie y Clyde) con dos elementos de la cultura juvenil contemporánea, como son la moto y la moral hippy. La historia de estos «cowboys en moto» sería simpática, pero banal, de no intervenir la redención final de su absurdo asesinato, que otorga de pronto a todo el film un sentido crítico y el valor de un documento sobre la brutalidad y el racismo larvados en la comunidad americana. Cowboy de medianoche no tiene en común con Buscando mi destino más que su amarga contemplación de la vida americana, urbana y rural, respectivamente, a través de las peripecias eróticas asalariadas de un apuesto texano en Nueva York (John Voight), flanqueado por un escudero-parásito (Dustin Hoffman). Variante original del tema «caballero y escudero» e historia de una picaresca amistad con final trágico, Cowboy de medianoche obtuvo el Oscar a la mejor película del año para su realizador. Estamos, por lo tanto, ante una provocación e inédita agresividad que la conservadora industria del cine está oficializando, a la mayor gloria de la taquilla y siempre a remolque del cine europeo y de los francotiradores independientes. Y ya que de agresividad moral estamos hablando, ¿por qué no evocar aquí la espeluznante La noche de los muertos vivientes (The Night of the Living Dead, 1969) de George A. Romero, que con sus zombies convierte en ridículas las anteriores fantasías necrómanas de Drácula y de Frankenstein?

 Cowboy de medianoche (1968) de John Schlesinger.

 

Por eso, contrastando con la «nueva moral» de la producción de Hollywood —de la que también es buen ejemplo la obra de Robert Altman, autor de la sátira militar M.A.S.H. (1970) y de Los vividores (Mr. Cabbe and Mrs. Miller, 1972), que examina el nacimiento de la prostitución femenina como industria organizada en los nuevos territorios durante la colonización—, puede sorprender la irrupción en el cine profesional del ex crítico Peter Bogdanovich, que se proclama deudor de la gran tradición clásica del viejo cine de Hollywood. Con La última película (The Last Picture Show, 1971), Bogdanovich ofrece un entrañable y veraz retrato, preñado de anotaciones autobiográficas, de la vida de la juventud en una pequeña población de Texas en los años cuarenta, como hiciera Truffaut (y tantos otros directores modernos) en sus primeras realizaciones que cumplen la función de «memorial de agravios» de su propia infancia o adolescencia. La historia demuestra que esta actitud, artísticamente fecunda, es irrepetible en una segunda obra. Por eso Bogdanovich, en ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up Doc?, 1972) se limita a cantar un homenaje nostálgico a los grandes maestros de la comedia norteamericana de antaño, desde Mack Sennett hasta Ernst Lubitsch, y que a pesar de su brillantez se revela como un ejercicio mecánico y acusa la falta de un auténtico soplo inspirador de la envergadura del que motivó su excelente film anterior. Puede afirmarse que Bogdanovich es una anomalía, y también una supervivencia, en el actual cine de Hollywood.

¿Revolución en el cine americano? Sería más justo referirse a la «antesala» de una revolución, que no obstante difícilmente acallará los reductos románticos o neorrománticos que perviven sólidamente implantados en el cine y en la sociedad, como se ha visto claramente con John y Mary (John and Mary, 1969), en donde Peter Yates expone, también con flash-backs y asincronías muy nouvelle vague, una historia sonrosada y tan vieja como la de Pablo y Virginia, aunque ahora se permita que Mia Farrow y Dustin Hoffman se acuesten en la misma cama, porque al final de la película acabarán casándose, aunque nadie sepa ya —ni importe demasiado— cuándo se divorciarán John y Mary. La culminación de esta tendencia se produjo con Love Story (Love Story, 1971), de Arthur Hiller y con argumento de Erich Segal, deleznable novela rosa en la que Jenny muere de leucemia como castigo moral por su matrimonio interclasista, laico y efectuado contra la voluntad de los padres de Oliver.

AMERICANOS EN EL EXILIO

La persecución maccarthista primero y la crisis industrial de Hollywood después, empujaron a cierto número de figuras importantes del cine americano hacia los caminos inciertos del éxodo. El fenómeno era nuevo, porque hasta 1945 Hollywood había venido actuando persistentemente como un polo de atracción de talentos y se había nutrido de nombres suecos, alemanes, húngaros y franceses. Pero ahora, además del caso de Chaplin, asistiremos al exilio de Jules Dassin, que después de proseguir cultivando el cine de bajos fondos en Francia con gran éxito en Rififí (Du rififi chez les hommes, 1955), parece encontrar un nuevo país de adopción en Grecia, en donde se establecerá con su nueva esposa, la actriz Melina Mercouri, y en donde rodará El que debe morir (Celui qui doit mourir, 1957), que adapta Cristo de nuevo crucificado de Nikos Kazantzakis, La ley (La Loi, 1959), de la novela homónima de Roger Vailland, Nunca en domingo (Pote tin Kyriaki, 1960), exaltación hedonista que impuso internacionalmente el nombre de Melina Mercouri en el papel de una prostituta del Pireo, Fedra (Phaedra, 1962) y Topkapi (1964), cuyo minucioso atraco al museo de Estambul es un autohomenaje de Dassin que no puede hacer olvidar, a pesar de sus equilibrios, el antológico atraco de su Rififí. El exilio de Robert Rossen le conduce a Italia, donde rueda Mambo (Mambo, 1954), y luego realiza en España la primera superproducción internacional rodada en este país, Alejandro Magno (Alexander the Great, 1956), meditación sobre el fracaso de los idealismos políticos que anuncia el aluvión que, por obra de Samuel Bronston y otros capitostes del cine espectacular, está a punto de caernos encima.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 106; Мы поможем в написании вашей работы!

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