BAJO EL SIGNO DE LA «NUEVA OLA» FRANCESA



Pocos movimientos cinematográficos han hecho correr tanta tinta y suscitado tan apasionadas discusiones como el cine francés joven de los últimos años, englobado bajo el cómodo y fluido calificativo de «nueva ola» (nouvelle vague), a pesar de que la mayoría de quienes hablan y opinan sobre ella desconocen las causas y orígenes históricos de este ruidoso golpe de mar, al que estamos ya en condiciones de valorar con fría objetividad, desbrozada toda la maleza publicitaria y el trompeteo sensacionalista que acompañó su nacimiento, gracias a la perspectiva ganada con el alejamiento del tiempo.

En principio fue tan sólo una actitud crítica. En la revista Cahiers du Cinéma (fundada en 1951), François Truffaut arremete con violencia contra el cinéma de qualité francés y contra su pretendido «realismo psicológico», del que dice que «ni es realismo ni es psicológico». Truffaut protesta, y con razón, de la abrumadora dominante literaria del cine francés, que es un cine de guionistas más que de realizadores.

La literatura ha sido, desde los días lejanos del film d’art, el gran pecado del cine francés. Y esto, claro, supone una desconfianza hacia la autonomía y el poder expresivo de la imagen e implica un vasallaje al arte «noble» de las letras. Por eso, en su culto a la imagen, los críticos de Cahiers du Cinéma —que es el embrión donde nacerá la «nueva ola»— exaltan a los «primitivos» americanos y defienden con furor su cine «antiintelectual», poniendo en el candelero a Howard Hawks, Alfred Hitchcock, John Ford, Samuel Fuller, Raoul Walsh, Stanley Donen y Vincente Minnelli.

Se proclaman anti-Carné y anti-Wyler, pero se entusiasman con los westerns y las comedias musicales. Su maníaca idolatría del cine americano naïf, con todos los excesos propios de una reacción apasionada, materializa su acto de fe en las posibilidades del cine como lenguaje autónomo, recogiendo la idea de la camérastylo lanzada por Alexander Astruc en un manifiesto de 1948, que hará del lenguaje cinematográfico, dice, «un medio de escritura tan flexible y tan sutil como el lenguaje escrito».

Frente al cine de guionistas y al cine de productor, los jóvenes críticos de Cahiers du Cinéma, seguidores y discípulos de André Bazin, oponen el «cine de autor», que busca su expresión a través de la «puesta en escena». Todo esto, en realidad, no es muy nuevo, pues en la memoria de todos están los nombres de los maestros —Chaplin, Eisenstein, Stroheim, Griffith, Vigo— para quienes idea e imagen eran unum et idem. Pero los manifiestos coléricos de estos jóvenes nutridos en la frecuentación de la Cinemateca Francesa tienen el valor de un oportuno redescubrimiento en la hora del cine-gramófono, del que han sido máximos beneficiarios los fecundos guionistas Jean Aurenche y Pierre Bost.

La exaltación del «cine de autor» les lleva a descubrir y lanzar al oscuro realizador Jean-Pierre Melville (1917-1973), como patrón, ejemplo y guía de lo que debe ser el «nuevo cine francés». El caso de Melville no deja de ser curioso. Cuando tenía cinco años le regalaron por Navidades un proyector Pathé-Baby y al año siguiente una cámara tomavistas de 9,5 mm. Melville se apasionó por el cine contemplando películas americanas, pero hasta el final de la Segunda Guerra Mundial no decidió dedicarse seriamente a él con carácter profesional. Tras combatir a los alemanes creó su productora, de modo que Melville, ni corto ni perezoso, decidió adaptar Le Silence de la mer (1947), de Vercors, actuando él solo como productor, guionista, director y montador, como si se tratase de un film amateur. Por eso los jóvenes críticos de Cahiers ven en Melville a un «autor» completo, cuya valía corroborará más tarde con sus densas historias de gángsters, como El silencio de un hombre (Le Samouraï, 1967) o El círculo rojo (Le Cercle rouge, 1970). Piensan, como Buffon, que Le style c’est l’homme y que el artista debe plasmarse a sí mismo y a su universo poético, sin intermediarios ni elementos condicionantes, a través de su libertad en la puesta en escena. Esto lo expresará muy bien Jean-Luc Godard cuando declare que «un travelling es cuestión de moral», pirueta dialéctica que descubre hasta qué extremos llegará el fetichismo de estos jóvenes alborotados, después del «golpe de Estado» de Cannes de 1959.

El primer «autor» joven al que tienen la oportunidad de jalear es a Roger Vadim (n. 1928), hijo de un emigrante ruso y que ha trabajado como repórter fotográfico en Paris-Match, que se da a conocer en todo el mundo junto con su señora esposa (Brigitte Bardot), que está de muy buen ver, en Y Dios creó la mujer (Et Dieu créa la femme, 1956). La verdad es que el éxito de esta producción del astuto Raoul J. Levy, que ha creado dos mitos de un solo golpe, se asienta más en la presencia turbadora y poco vestida de la femme-enfant Brigitte Bardot, coqueteando por Saint-Tropez, que en la desenvoltura del realizador y en su sentido visual —al gusto de las boutiques de moda—, ciertamente insólito en relación con la rigidez académica del grueso de la producción. El nombre de Vadim se eclipsará dentro de muy pocos años, a pesar de sus intentos por épater al público con juegos eróticos de bazar, mientras el de Brigitte Bardot perdurará como un mito importante de nuestra era, que aportará en un año más divisas a Francia que la importantísima empresa Renault.

Brigitte Bardot en Y Dios creó la mujer (1956) de Roger Vadim.

 

Brigitte Bardot es la máxima expresión de la fórmula perversa «mujer-niña», prefigurada antes por Mary Pickford, Cécile Aubry, Baby Doll y los retratos femeninos de Domergue, sintetizando y conjugando la inocencia de la ingenua y el maleficio sexual de la vamp. Con sus rasgos faciales adolescentes nos quiere hacer creer que su amoralidad es fruto de su candorosa, espontánea y natural manera de ser, más allá de todo código moral. La fórmula da tan buenos resultados después del éxito de Y Dios creó la mujer, con amplia proliferación de rubias colas de caballo y faldas cancán por todo el mundo, que el novelista Vladimir Nabokov tomará el arquetipo y dará un paso más, transgrediendo la frontera que va de la adolescencia a la infancia en su celebrada y escandalosa novela Lolita. La señora Vadim se vino a España con su marido para rodar Les Bijoutiers du clair de lune (1958), pero a partir de ahí ya se vio claro cuál iba a ser el triste destino del realizador —que quedará en mero «precursor» del nuevo cine— y el brillante futuro de su actriz.

Con todo, la crítica joven recibe con aplausos el fresco ramalazo de erotismo y el vivaz sentido de la imagen que ha supuesto la obra de Vadim para el encorsetado cine francés. Comienza a hablarse de «generaciones», tema siempre peligroso, y la periodista Françoise Giroud acuña la expresión nouvelle vague en las páginas del semanario L’Express, en diciembre de 1957, al emprender unas encuestas sobre la juventud francesa. Simultáneamente, el veterano Marcel Carné rueda Les Tricheurs (1958), que además de intentar retratar a la nueva juventud rebelde y amoralista que pulula por Saint-Germain, prescinde de estrellas conocidas en el reparto, pero obtiene un ruidoso éxito comercial, levantando una polémica sobre este mal du siècle y demostrando hasta qué punto el público es sensible a la Sociología entendida al estilo casero del Elle.

La «nueva ola», que lleva años larvándose como actitud meramente especulativa, comienza a tomar cuerpo en el curso de 1958. La esposa de Claude Chabrol (n. en 1930 y uno de los redactores de Cahiers du Cinéma) hereda treinta millones de francos antiguos de un tío lejano, lo que permite a su marido convertirse en productor y director de El bello Sergio (Le beau Serge, 1958). Realizada artesanalmente y sin estrellas importantes, la película resulta tan barata que, mediando la ayuda del Estado y la publicidad que supone el aplauso de la crítica, la operación resulta un buen negocio y el mismo año Chabrol puede rodar Los primos (Les Cousins). Paralelamente, François Truffaut (1932-1984) se casa con la hija de un productor modesto, al que convence para financiar el tierno retrato, con resonancias autobiográficas, de una infancia solitaria y baqueteada por la dureza del entorno, en Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959), film que dedica a la memoria de su maestro André Bazin.

Ya tenemos a la «nueva ola» en marcha, con unas producciones que contrastan por su modestia económica con los costosísimos films de estrellas que intentan atraer al público, pues, por el momento, más que otra cosa la «nueva ola» es un planteamiento nuevo de los métodos de producción y una forma nueva de acceso a la industria cinematográfica. Falta tan sólo la «Operación Cannes 1959» para presentar en sociedad a este nuevo cine, con la benévola y eficaz cooperación de monsieur André Malraux, ministro de Cultura de la 5.ª República, y de la estruendosa caja de resonancia de la prensa parisiense. La verdad es que, en los primeros momentos, reina cierta confusión: a Orfeo negro (Orfeu negro, 1959), del mediocre Marcel Camus, se le concede la Palma de Oro y a su realizador se le incluye abusivamente en el estante de la «nueva ola», pero el premio a la mejor dirección va a parar a Truffaut por Los cuatrocientos golpes y, fuera de concurso, se proyecta con gran éxito Hiroshima mon amour (Hiroshima mon amour, 1959), de Alain Resnais. Después de este festival ya puede afirmarse que la nueva República que preside el general De Gaulle tiene también su nuevo cine, listo y dispuesto a la conquista de mercados, a resolver la crisis de la industria cinematográfica francesa y a devolver a Francia su perdida grandeur.

Entre 1958 y 1961 saltan a la palestra ciento y pico nuevos realizadores, amenazando con transformar la «nueva ola» en un auténtico temporal capaz de hacer zozobrar la nave del cine francés. Y es que tras el fiat lux de Cannes más de uno está intentando pescar en río revuelto, aunque pronto se verá todo lo que de bluff y de mandarinismo hay en este 98 del cine francés.

La «nueva ola», que es un cine «de autor» típico, anteponiendo la libertad creadora a toda exigencia comercial, se impone en el mercado porque también existe —y es cosa que se ha silenciado injustamente— una «nueva ola» de espectadores formada en la frecuentación de cine-clubs y cinematecas, que ve en el cine el lenguaje artístico de nuestra época y se halla bien dispuesta para acoger toda novedad en este terreno. Este sector de público exigente desempeñará un papel decisivo, actuando a la vez de portavoz y de catalizador de la opinión pública y haciendo posible la general aceptación de este cine que se presenta con la etiqueta de la novedad. Hay que hablar de novedad y de modernidad porque, en principio, poca cosa más hay en común entre los miembros de esta heterogénea «nueva ola», aunque Sadoul hable de «neorromanticismo» como denominador común, Truffaut señale como único rasgo aplicable a los jóvenes realizadores su pasión por las máquinas tragaperras y Jean Mitry diga que su héroe favorito es el Rastignac de Balzac.

La verdad es que, además de la confesada influencia del cine americano, gravita sobre estos jóvenes —aunque esto no lo pregonen— la lección del neorrealismo y de sus técnicas veristas, que descubren y retratan un París inédito en el viejo cine francés: rodaje en exteriores e interiores naturales, estilo de reportaje, iluminación con spots, cámara llevada a mano… Aunque para los autores de la «nueva ola», a diferencia de los italianos, el realismo se reduce muchas veces a la descripción exterior de las cosas, sin hurgar bajo su piel, al igual que hacen los escritores de la celebrada école du regard (Alain Robbe-Grillet, Marguerite Duras), cuya objetividad meramente factual tanto tiene en común con la de sus compatriotas cineastas.

De todos los realizadores de la «nueva ola», el que arma mayor revuelo y llega más lejos es el fecundo Jean-Luc Godard (n. 1930), que procedente de las páginas de Cahiers irrumpe en la producción con Al final de la escapada (À bout de souffle, 1959), y que con Truffaut como coguionista y Chabrol como consejero técnico es un auténtico manifiesto en imágenes del nuevo cine francés. Su asunto no es original y sabe a los viejos melodramas de Carné-Prévert y a los thrillers americanos de serie B, por los que Godard siente gran predilección: Michel (Jean-Paul Belmondo), un delincuente simpático perseguido por la policía, llega a París y busca refugio en el apartamento de una joven amiga americana (Jean Seberg), que vende el New York Herald Tribune por las calles pero aspira a ser escritora. Se acuestan y esbozan proyectos comunes, pero ella, para demostrarse a sí misma que no le quiere, le denuncia a la policía y Michel es abatido a balazos en plena calle.

Película desesperada, nihilista, de la que Godard ha declarado «he podido realizar el film anarquista que soñaba», era sobre todo un reto a las leyes de la gramática cinematográfica convencional, destruyendo la noción de encuadre —por lo menos entendido a la manera clásica— gracias a la perpetua fluidez de la cámara (llevada magistralmente por Raoul Coutard, que se valió de una silla de paralítico para obtener mayor versatilidad en los travellings), quebrando las leyes de continuidad del montaje y saltándose a la torera las normas del raccord entre plano y plano y consiguiendo con todo ello un clima de inestabilidad y angustia que traduce de modo perfecto el sentido de su título original.

La movilidad gráfica de Al final de la escapada la convierte en un ejemplo modélico de film antipintura, antiacadémico, que trae al cine un aire de chocante novedad comparable a lo que para otras artes han supuesto la música atonal y el cubismo y comparable también a lo que significaron para el cine mudo películas como El último o Varieté. Cineasta agresivo e insolente, exhibicionista, que gusta salpicar sus películas con citas literarias de sus autores predilectos y private jokes, sensitivo e irracionalista, tierno y cínico a la vez, Godard se convertirá en el miembro más discutido y activo de la «nueva ola», capaz de emular en rapidez de rodaje a los realizadores del cine primitivo. Antes de valorar globalmente su aportación, que debe no poco a la maestría del operador Raoul Coutard, señalemos algunos mojones de su nutrida filmografía: El soldadito (Le petit soldat, 1960), que estuvo prohibido hasta 1963 por abordar el tema tabú de la guerra de Argelia; Une femme est une femme (1961) y Vivre sa vie (1962), que lanzan a su esposa Anna Karina como estrella; Le Mépris (1963), adaptación de Moravia en donde Godard, convertido en cotizado realizador, entra en el juego de la gran industria con Brigitte Bardot y rodaje en Capri con Technicolor; La femme mariée (1964), a la que la cautelosa censura transformó el artículo La en el indeterminado Une; Lemmy Caution contra Alphaville (Alphaville, 1965), pueril rebelión contra la ciencia —el gigantesco ordenador Alpha 60— rodada en un París del año 2000; Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), que incorpora al cine la aventura artística del pop-art y la moda de las historietas gráficas; Masculin-fémenin (1966), que trata de «los hijos de Marx y de la Coca-Cola»; La Chinoise (1967) y Week-end (Week-end, 1968), que contienen implícitamente sus primeras formulaciones de un cine revolucionario, hecho realidad tras la crisis francesa de 1968.

La Chinoise (1967) de Jean-Luc Godard.

 

La vastedad e irregularidad de la obra de Godard hacen imposible un juicio sintético. En primer lugar, nos sorprende —y a veces irrita— su narcicismo y su insolencia estética, aunque el cine francés, bien es verdad, estaba hasta ahora falto de insolencia y provocación. Por lo tanto, es obligado referirse a su ruptura de la sintaxis del cine tradicional. Porque destruir un lenguaje ya supone algo muy importante, aunque si nos detenemos a meditar sobre la significación de esta «estética de ruptura», que pulveriza la cohesión narrativa espacio-temporal que el cine había heredado de la gran tradición novelística (desde Flaubert a Thomas Mann), convirtiendo sus películas en simples sucesiones de «momentos», momentos privilegiados o momentos ingeniosos, que articulan su narrativa (¿o habría que escribir antinarrativa?) esencialmente antipsicológica y ahistórica, se desprende que este nuevo lenguaje, como no podía ser de otro modo, es el lógico vehículo expresivo que utiliza para exponer su propia visión del mundo ahistórica y antipsicológica, o, por decirlo con palabras más crudas, su visión escéptica, cínica y anarquista de un mundo sin sentido. Por eso, del mismo modo que Eisenstein necesitó inventar un nuevo lenguaje expresivo para cantar sus epopeyas revolucionarias, Godard inventa el suyo propio para expresar un mundo que él percibe en descomposición, absurdo, hecho de fragmentos inconexos, de momentos plásticos desligados, de puras gratuidades, que plasman a la perfección una óptica intelectual que, en terminología lukacsiana, podríamos llamar de «destrucción de la razón».

Godard se subleva contra la noción clásica de argumento y destruye con su atomización y arbitrariedad narrativa la coherencia y el estudio psicológico, que ha sido la gran aportación de la novela y del teatro burgueses del siglo XIX a la cultura literaria. Pulveriza la estructura narrativa del relato en breves anécdotas y caprichosas boutades sin prestar demasiada atención a las leyes que rigen el comportamiento de los seres humanos o de las colectividades. Por eso el suyo es un cine antipsicológico y ahistórico, que en una amalgama de puerilidades y de ingenio revienta las leyes clásicas de la narrativa y, como consecuencia, de la técnica estrictamente cinematográfica: saltos de eje, falsos raccords, asincronías, trozos de película negativa… Todo lo que significa vulnerar la tradición —bien corta, por cierto— de setenta años de gestación de un lenguaje, es para Godard un modo de manifestar su inconformismo, su destructividad, su rebeldía. Ahora bien: ¿su rebeldía contra qué?

Resulta muy tentador, y muy ilustrativo, comparar el «fenómeno Godard» con otros movimientos vanguardistas, concretamente con los estallidos estéticos que representaron el dadaísmo y el surrealismo en las primeras décadas de este siglo. Estos movimientos de ruptura nacieron como rebeldía ideológica contra la lógica y la razón —entiéndase bien, la lógica y la razón burguesas— que habían llevado al mundo a la catástrofe bélica. Estos movimientos de protesta antiburguesa y anticonvencional eran, aunque nacidos en el seno de cierta intelectualidad de origen burgués, gritos de rebeldía demoledores y explosivos. Pero cuando comparamos esta vanguardia de los años veinte, verdaderamente revulsiva (ahí están los escándalos y prohibiciones que suscitaron las primeras películas de Luis Buñuel) con el vanguardismo inventivo y provocativo de Godard, se constata con claridad meridiana que el demoledor «asalto» a la razón y a la tradición que Godard intentó fue perfectamente aceptado, asimilado y aplaudido por la burguesía. En otras palabras, que su obra carecía del poder revulsivo y terrorista que tuvieron las obras de los primeros dadaístas y surrealistas.

Pero lo que no se le puede negar a Godard es su condición de puntual cronista y fiel testigo de la crisis de la civilización occidental. De ser un mero cronista y atribulado testigo pasará a ser, después de mayo de 1968, activo guerrillero de la cámara, al servicio del ideario marxista-leninista. Pero esta última etapa de su obra, con planteamientos muy próximos a los del cine underground americano, apenas ha tenido difusión pública. A ella pertenecen Vent d’est (1969), Lotte in Italia (1969), Pravda (1969) y Vladimir et Rosa (1970). Pero Godard, frustrado por la escasa audiencia de su cine, que a pesar de su vocación revolucionaria no alcanzó al gran público debido a su marginación voluntaria de la industria cinematográfica (que controla los canales de exhibición), decidió retornar al star-system y a los planteamientos industriales clásicos para rodar, con Yves Montand y Jane Fonda, Todo va bien (Tout va bien, 1972), historia de la ocupación de una fábrica por sus obreros, en la que se ven atrapados una periodista y su esposo, un cineasta que ahora se dedica a rodar películas publicitarias. Sin embargo, este film no supuso ningún progreso —ni político ni estético— en relación con su producción anterior.

Menos desordenado e irregular que el enfant terrible Godard, el tierno e irónico François Truffaut obtiene un gran éxito con Jules et Jim (Jules et Jim, 1961), que corrobora que la «nueva ola», como Cronos, está devorando a sus propios hijos, sublevados contra el cine de estrellas, pero que al convertirse ellos mismos en figuras estelares aceptan los condicionamientos de la industria. Los cuatrocientos golpes tenía por protagonista a Jean-Pierre Léaud, un niño desconocido, pero en Jules et Jim Truffaut toma a Jeanne Moreau, que es una actriz de primera fila desde el éxito de Los amantes (Les amants, 1958), de Louis Malle. La Moreau forma, junto con Brigitte Bardot y Jean-Paul Belmondo, el trío de grandes estrellas surgido de la «nueva ola» y se codea con los nombres más cotizados del cine europeo y americano. Aquí la Moreau interpreta a Catherine, amante compartida por dos amigos entrañables (Oskar Werner y Henri Serre), sin que por ello se quiebre su mutua camaradería. Con este curioso e inestable trío erótico que Truffaut ha arrancado de las páginas de un novelista dandi y septuagenario, Henri-Pierre Roché, quiere expresar la idea de que la «pareja no es una solución satisfactoria, pero hoy por hoy no hay otra solución».

Después, en La piel suave (La Peau douce, 1964), hace gala de un penetrante sentido de la observación psicológica al describir la historia de un adulterio protagonizado por un intelectual maduro (Jean Desailly) y una joven azafata (Françoise Dorléac), que concluye en crimen pasional. Truffaut ha demostrado ser uno de los más sensibles estilistas del cine francés, aunque la desenvuelta elegancia de sus realizaciones esconda a veces una ingenua nostalgia de la «adolescencia perdida» —El amor a los veinte años (L’amour à vingt-ans, 1962), Besos robados (Baisers volés, 1969), Domicilio conyugal (Domicile conjugal, 1970)—, o ciertas carencias ideológicas (Fahrenheit 451, 1966), que su fina sensibilidad no siempre puede compensar. Pero aunque Truffaut evidencia las insuficiencias del neorromanticismo francés (salvo en su obra más lúcida y lograda, que sigue siendo Jules et Jim), es innegable su capacidad para crear siempre unos universos afectivos muy personales, ya se trate de la adaptación de novelas policíacas, a las que siempre añade sus retoques para incorporarlas a su mundo —La novia vestía de negro (La Mariée était en noir, 1967), La sirena del Mississippi (La Sirène du Mississippi, 1969)—, o de la austera crónica pedagógica de El pequeño salvaje (L’Enfant sauvage, 1969). El tema de la «dificultad de amar», que es el eje de muchos de sus films y que se enhebra a veces con anotaciones autobiográficas, reapareció en otra elegante adaptación del novelista Henri-Pierre Roché (el autor de Jules et Jim), titulada Las dos inglesas y el amor (Les Deux Anglaises et le Continent, 1971).

Salta a la vista que en las películas de estos jóvenes hay una tendencia a contemplar el mundo desde la cama. Y no es que el lecho no sea importante en la vida de los seres humanos, todo lo contrario, pero viendo estas películas, sensibles e inteligentes por lo general, se tiene la impresión de que la cama es el centro del universo y el punto de mira ideal para examinar sus problemas. Es de elogiar la franqueza con que, por vez primera en el cine, estos jóvenes abordan algunas situaciones consideradas hasta ahora tabú, como si el amor físico fuera algo vergonzante. La celebrada y discutida escena de alcoba de Los amantes, de Malle (1932-1995), choca porque hasta ahora se cubrían estos actos con un púdico velo, cosa que no se ha hecho, por ejemplo, al describir la vida sexual de los animales. Pero si esta franqueza es elogiable, es discutible la sistemática reducción de todos los problemas a histoires de coucheries, cuando la cantera de temas que ofrece el mundo es tan amplia, el país está viviendo el drama de la guerra de Argelia y las viejas piedras de París se estremecen cada día con las cargas de plástico, cuyo eco buscaremos en vano en las pantallas francesas.

El cine de la «nueva ola» es lato sensu un cine ferozmente individualista, teñido con frecuencia de un cinismo agridulce, alejado de los grandes problemas colectivos y obsesionado por los problemas de la pareja. O de la unidad humana en el límite de lo ocasional, como ocurre en Fuego fatuo (Le Feu follet, 1963), de Louis Malle, historia minuciosa de las últimas horas de un escritor alcohólico e impotente (Maurice Ronet), que decide poner fin a su vida. Tan grande es esta preocupación individualista que cuando Alain Resnais (n. 1922) decide hacer un film sobre el apocalipsis atómico de Hiroshima (Hiroshima mon amour), con guión de Marguerite Duras, no encuentra medio mejor para expresarlo que a través del amor imposible de un japonés (Eiji Okada) y de una francesa (Emmanuelle Riva), sobre quienes pesa el fantasma del recuerdo de la guerra. Cine-poema subyugante y de gran originalidad expresiva, fusiona la aterradora tragedia colectiva con el drama amoroso de la pareja, saltando desde su presente intimidad sentimental a las lejanas y estremecedoras imágenes de la guerra, actuales en la memoria, mediante un prodigioso ejercicio de montaje.

Hiroshima mon amour (1959) de Alain Resnais.

 

El tema de la memoria es el centro de gravedad sobre el que gira la obra de Resnais. En Les statues meurent aussi nos había advertido ya que «la muerte es el país donde se llega cuando se ha perdido la memoria». En El año pasado en Marienbad (L’Année Dernière à Marienbad, 1960), con guión de Alain Robbe-Grillet, realiza un virtuoso experimento sobre una clásica historia triangular, pero con la importante novedad de barajar las imágenes reales del presente con las imágenes recordadas (o inventadas) de cada uno de los personajes. Esta pirueta intelectual sobre los equívocos que nacen de la objetividad presente y esencial de la imagen fotográfica es un replanteamiento de las posibilidades de la semántica cinematográfica y una investigación sobre el tempo mental, que no tiene nada que ver con el tiempo de las ciencias físicas. Espíritu inquieto, investigador incansable, Resnais juega con el espaciotiempo cinematográfico, con su manejo obsesivo de larguísimos travellings y con una revalorización del cine-montaje, caído en desuso y descrédito desde los primeros años del sonoro. Retomando la tradición de Eisenstein, Resnais (como Godard) devuelve al montaje sus cartas de nobleza en el período de plena madurez del cine sonoro.

Su siguiente película, Muriel (1963), con la obsesión por los recuerdos de la guerra de Argelia y con una sabia utilización del «mal gusto» que impregna a una pequeña ciudad francesa de provincias, fue recibida con cierta frialdad, cosa que no ocurrió con La guerra ha terminado (La guerre est finie, 1966), que expone la crisis política y psicológica de un revolucionario español (Yves Montand) que vive en el exilio de París y que es, en cierta medida, una confesión con resonancias autobiográficas de su guionista, el escritor español Jorge Semprún. También aquí juega Resnais con las imágenes del presente, del recuerdo y con las de «futuro posible», aunque tal vez sea ésta la más literaria de todas sus películas. En su film Te amo, te amo (Je t’aime, je t’aime, 1968), Resnais aborda por fin los temas del tiempo y de la memoria desde una perspectiva de ciencia ficción, aunque con resultados discutibles e inferiores a los conseguidos, con tema similar, por Chris Marker en La Jetée (1963).

Con estos planteamientos contrasta, precisamente, el realizador Costa-Gavras, de origen griego, que después de cultivar el cine policíaco se especializa con gran éxito en la reconstrucción de conflictos políticos acaecidos realmente, ambientados en la dictadura de los coroneles griegos en Z (1968), en la Checoslovaquia ocupada por las tropas del Pacto de Varsovia en La confesión (L’Aveu, 1970) y en el Montevideo en donde operan los tupamaros en Estado de sitio (État de siège, 1972). Películas siempre de cierto interés pero nunca originales ni innovadoras —especialmente si se las compara con los modelos propuestos por Francesco Rosi—, que han acabado por engendrar unos clichés narrativos, a los que también se ha adscrito Yves Boisset al rodar El atentado (L’Attentat, 1972), sobre el asesinato del líder marroquí Ben Barka, durante su exilio en París. Obras, todas ellas, muy lejanas de lo que debe entenderse por auténtico cine político, inferiores incluso a un buen «documental reconstruido» y que demuestran una limitación de planteamientos ante el gran legado histórico del cine político de Eisenstein.

Pero lo que mejor pudo definir globalmente al nuevo cine francés de la década 1960-1970 fueron sus esfuerzos en el campo de la inventiva formal, aunque plasmados en registros muy diferentes y con desigual fortuna: Alexandre Astruc, refinado autor de Une vie (1958), según Maupassant, de Tres menos dos (La Proie pour l’ombre, 1960), de L’Éducation sentimentale (1961), según el texto de Flaubert, La Longue Marche (1965) y Flammes sur l’Adriatique (1968); Georges Franju, cofundador de la Cinemateca Francesa, que demuestra su talento poético en la creación de las atmósferas insólitas o inquietantes de La cabeza contra la pared (La Tête contre les murs, 1958), Los ojos sin rostro (Les Yeux sans visage, 1959), Relato íntimo (Thérèse Desqueyroux, 1962), según François Mauriac, Judex (Judex, 1963) y Thomas l’imposteur (1965), según Cocteau; Jacques Rivette, realizador de Paris nous appartient (1961), Suzanne Simonin, la religieuse de Diderot (1966), que tuvo un violento encontronazo con la censura, L’amour fou (1967) y Out 1 (1971); Jacques Demy, creador de Lola (Lola, 1960), en donde su variante de p… respectueuse cristalizó en un arquetipo femenino tan falso como fascinante (Anouk Aimée), de los films cantados Los paraguas de Cherburgo (Les Parapluies de Cherbourg, 1964) y Las señoritas de Rochefort (Les Demoiselles de Rochefort, 1967), de Model Shop (1968), rodado en los Estados Unidos, y del cuento infantil Piel de asno (Peau d’âne, 1971), film de una sensibilidad al gusto de las revistas de modas, así como su esposa Agnès Varda, realizadora de Cleo de 5 a 7 (Cléo de 5 à 7, 1961), de Le Bonheur (1965), de Las criaturas (Les Créatures, 1966) y de Lion’s Love (1969).

Lola (1960) de Jacques Demy.

 

La aportación de la «nueva ola», que por muchas razones recuerda la rebelión colectiva del Salón de los Rechazados en 1863 contra la esterilidad de la pintura académica, ha supuesto una enérgica renovación del lenguaje cinematográfico, un tanto anquilosado desde las aportaciones de Orson Welles en 1941, redescubriendo la capacidad de «mirada» de la cámara, el poder creador del montaje y de otros recursos técnicos caídos en desuso. En este punto parecen haberse puesto de acuerdo tirios y troyanos y si, en líneas generales, puede pesar sobre este movimiento una acusación general de formalismo, su aportación ha servido para reafirmar la noción de cine «de autor», para introducir una inyección de inventiva en los métodos de trabajo con medios escasos, sacando provecho de las novedades técnicas (cámaras ligeras, emulsiones hipersensibles, lámparas sobrevoltadas, iluminación por reflexión) y afinando y enriqueciendo las posibilidades expresivas del lenguaje cinematográfico, considerado como el vehículo artístico más vivo e idóneo de nuestra época.

Es posible, por tanto, establecer una conexión entre la «nueva ola» y el movimiento de vanguardia que capitaneó Louis Delluc en los años veinte, salvando todas las distancias que separan los dos contextos culturales e históricos. A la «escuela impresionista» (Delluc, L’Herbier, Abel Gance, Germaine Dulac) la historiografía ha vinculado la preocupación por una estética visualista y una obsesión por penetrar el significado de la fotogenia. Este visualismo está también presente como preocupación mayor de los hijos de la «nueva ola», que es, a fin de cuentas, producto de una tradición que en el cine francés no ha muerto, a pesar de todos sus pecados literarios. Sus películas son casi siempre películas sobre la condición humana, contemplada en su sentido más individualista (hay excepciones notables, como Chris Marker o Armand Gatti), condición humana desoladoramente aislada en el marco opulento de la sociedad de consumo. Pero sus obras son, también, auténticos manifiestos en imágenes, que nos vienen a recordar, muy eficazmente, el papel creativo de la cámara y del montaje en la elaboración de una expresividad visual autónoma. Su influencia, como era inevitable, se demostrará enorme en el cine de los años sesenta.

LOS CINES SOCIALISTAS

Al acabar la guerra, la Unión Soviética se encuentra al borde del colapso. No son sólo los veinte millones de muertos (la cifra mayor de todas las potencias contendientes), sino las cicatrices abiertas por las batallas y la inflexible política estalinista de «tierra calcinada» que han desarticulado la capacidad productiva del país a sólo veintiocho años de su revolución. Más de la tercera parte de sus cines han sido destruidos y las pérdidas materiales se evalúan en quinientos millones de dólares.

Para remontar esta situación hacía falta una mano de hierro y, por lo que hoy sabemos, Stalin no era hombre de remedios suaves ni de soluciones a medias. El cine, entre otros sectores de la creación artística, iba a pagar muy caro los platos rotos de la guerra. Para empezar, el Comité de Cinematografía se convierte en 1946 en Ministerio del Cine y su titular no es, como debiera serlo, un hombre de cine, sino un burócrata, y ese mismo año (el 4 de septiembre de 1946) el Comité Central del Partido publica una célebre y enérgica resolución en donde condena la segunda parte de Iván el Terrible, el Admiral Najimov de Pudovkin y critica duramente otras obras de Leonid Lukov, Grigori Kózintsev y Leonid Trauberg. La resolución de 1946 (año en que se producen tan sólo 21 largometrajes) inaugura el punto más alto de la crisis del cine estalinista, amordazado por la pueril teoría de la «ausencia de conflictos en la sociedad socialista».

Bordeemos piadosamente los años tenebrosos en los que el mariscal de acero obligó a los pobres cineastas soviéticos a refugiarse en blandos films biográficos, adaptaciones de autores clásicos y evocaciones históricas que eludían la problemática actual, aunque algunos, como la biografía del agrobiólogo soviético Micuirin [La vida en flores] (1946-1948), primer film en colores del gran Dovjenko y nuevo canto a la naturaleza, tuvo no pocos tropiezos con la censura y se le obligó a rehacer secuencias enteras.

Stalin murió el 5 de marzo de 1953 en unas circunstancias que todavía no han sido suficientemente aclaradas y con su desaparición se cerró una era importantísima en la evolución de la Unión Soviética. A los historiadores les tocará decidir si su conducta, si sus crímenes y arbitrariedades fueron realmente necesarios para transformar a la Rusia feudal en la Rusia de la era atómica y de los sputniks. Es posible que todavía nos falte perspectiva histórica para juzgar en toda su complejidad, siniestra y grandiosa a la vez, la dimensión real del «fenómeno Stalin», pero pasémoslo por alto para llegar a la bomba con espoleta retardada del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (febrero de 1956), en donde Nikita Kruschev presenta su sensacional informe secreto sobre la nefasta actuación de Stalin en el campo de la cultura (entre otras cosas) y atiza un rapapolvo al film La caída de Berlín, victoria militar conseguida —si hay que creer a las imágenes retóricas de Chiaureli— por obra y gracia de la personalísima actuación del camarada Stalin. En un párrafo del informe, Kruschev dice: «Stalin conocía la situación del campo y de la agricultura solamente a través de las películas y estas películas habían embellecido mucho la situación real. Muchos films pintaban con tan hermosos colores la vida de los koljozes que se veía a la tierra quebrarse bajo el peso de los pavos y de los gansos. Stalin creía que efectivamente era así y no había puesto los pies en el campo desde enero de 1928, cuando visitó Siberia».

Quítese lo que se quiera a la declaración de Kruschev en razón del oportunismo que siempre alienta al ensañamiento sobre el caído, pero viendo la producción rusa de la posguerra salta escandalosamente a la vista que, con contadísimas excepciones, el cine soviético de estos años no tiene nada de realista ni de socialista y sí mucho de «culto a la personalidad» y de conformista tarjeta postal de horrible gusto pompier. Con razón podrá escribir el director Mark Donskoi en su revelador artículo «Nuestros errores» (1956): «El no querer afrontar seriamente y con valentía los problemas fundamentales del espíritu, en los cuales Máximo Gorki indicaba la materia esencial de la dramaturgia, llevó las más de las veces a la sustitución de la narración auténtica, seria y expresiva, por la ilustración insípida de ideas banales, la valoración de trucos antediluvianos y los esquemas uniformes».

Pero los cambios de rumbo, como enseña el tercer principio de Newton, tropiezan siempre con resistencias. El cine soviético comenzará a levantar lenta y dificultosamente su vuelo gracias a las nuevas promociones que surgen del Instituto de Cine. En 1955 se produce la revelación en Venecia de Samson Samsonov, con su adaptación del relato Proprygunia [La cigarra], de Antón Chéjov. Es el primer síntoma de que el «deshielo» cinematográfico se ha iniciado. Dos años más tarde recibe en Cannes el Premio Especial del Jurado la película Sorok Pervyl [El cuarenta y uno] (1956), del debutante Grigori Chujrai (n. 1921), que se convertirá en el más avanzado portavoz de la nueva generación.

El tema de El cuarenta y uno procede de una novela de Boris Lavrenev llevada ya a la pantalla en 1927 por Yakov Protozanov. Pero esta vez tenemos la novedad del Sovcolor, gracias a los secretos de fabricación del Agfacolor alemán que han caído como botín de guerra en manos de los aliados. El cuarenta y uno resulta sorprendente por la tierna historia de amor, en los días de la guerra civil, entre una guerrillera roja y un oficial prisionero, en una playa desierta del Mar de Aral. En tiempos de Stalin no habría podido ni soñarse con una situación así, si bien es verdad que al final Mariutka tendrá que disparar, con lágrimas en los ojos, contra su amante que intenta escapar para reunirse con las tropas blancas.

El cuarenta y uno (1956) de Grigori Chujrai.

 

Es un cine romántico, como romántico ha sido siempre lo mejor del arte eslavo (y desde mucho antes del comunismo), aunque la disciplina revolucionaria termine triunfando aquí sobre el amor, que es, a fin de cuentas, otra forma de romanticismo. Tenemos también como novedad del «deshielo» uno de los primeros desnudos, castísimo desnudo, del cine soviético, que sigue siendo de una pudibundez sorprendente para los espectadores occidentales. Esto, que también es una tradición del arte ruso, se constatará al año siguiente con la celebrada Letiat jouravlij [Cuando pasan las cigüeñas] (1957), de Mijaíl Kalatozov, que recibe en 1958 la Palma de Oro en Cannes y que nos asombra tanto por los malabarismos de la virtuosa cámara de Serguéi Urassevski (recuérdese esa prodigiosa salida de la tomavistas desde el interior de un autobús en marcha, que hizo romperse la cabeza a los técnicos en Cannes), como nos desconcierta el pueril puritanismo de una fugaz infidelidad de la novia del soldado en el frente trascendida a drama de dimensiones gigantescas, en contradicción con la que debiera ser la «moral nueva» del socialismo. Claro que con la confusión del «deshielo» —término divulgado por la célebre novela de Ilyá Ehrenburg, uno de los «bonzos» de la cultura soviética— en Cannes se cree que Kalatozov es uno de los jóvenes valores del nuevo cine, cuando en realidad es un veterano casi sesentón.

De todos modos, y a pesar de que con demasiada frecuencia se confunda el virtuosismo formal, en el que los rusos son maestros, con el auténtico aliento poético, el aire puro del «deshielo» circula por Ballada o Soldatie [La balada del soldado] (1959), en donde Chujrai desmitifica al héroe bélico y evoca los pavorosos recuerdos de la guerra que ha vivido en su adolescencia (piénsese en la estremecedora escena del joven soldado ante los tanques alemanes), recibiendo nuevamente el Premio Especial del Jurado en el festival de Cannes de 1960 y situándose como el nombre más prometedor del nuevo cine soviético, aunque sus siguientes films, Cistoe nebo [Cielo despejado] (1961) y Gili bili starik so starujoi [Érase una vez un viejo y una vieja] (1964), no habrían de rayar a la misma altura.

Cierto es que los veteranos siguen trabajando. En 1958 se ha presentado públicamente la segunda parte de Iván el Terrible de Eisenstein que se guardaba celosamente bajo siete llaves y en 1965 se exhuman los restos maltrechos de su inconclusa La pradera de Bejin. Fallecidos Pudovkin (1953) y Dovjenko (1956), cuya viuda, la actriz Yulia Solntzeva, concluye sus proyectos Poema o more [El poema del mar] (1955-1958), Povest plamennikh Let [Crónica de los años de fuego] (1945-1960) y Zatcharavonnia Desna [El Desna encantado] (1964), relato de inspiración autobiográfica junto a las aguas del Desna, que es un adiós a su tierra a la vez que una negación de la muerte, quedan como los nombres más sólidos de la vieja guardia Mijaíl Romm, autor de Dieviat dnei Odnogo godat [Nueve días de un año] (1961), drama de un joven físico atómico, y que ha contribuido a formar a varios jóvenes de la «nueva ola» soviética (entre ellos a Chujrai), y Grigori Kózintsev, que desde 1945 prosigue su carrera separado de Leonid Trauberg y es autor de las cuidadísimas versiones de Don Quijote (Don Kichot, 1957), en Sovcolor y rodada en la áspera geografía de Crimea, que a pesar de su esquematismo es la mejor versión cinematográfica de la obra cervantina, de un soberbio Hamlet (Hamlet, 1963-1965) antirromántico, en el que subraya la indignación del protagonista ante la tiranía y la injusticia, y, antes de fallecer en 1973, cierra su carrera con una buena adaptación de Karol Lir [El rey Lear] (1969-1971).

El acento antirromántico del Hamlet de Kózintsev es importante, porque el romanticismo y el didactismo son las constantes más estables de la cinematografía rusa —lastre en unas ocasiones y virtud en otras— que es, desde el punto de vista técnico, una de las más avanzadas del mundo. No es ya sólo por el Stereokino (1940) del ingeniero Semion Ivanov, que inaugurado con el largometraje Robinson Crusoe (1946) de Aleksandr Andrievski, parece ser el único sistema eficaz de cine en relieve aparecido hasta el momento, sino por la liberación de las presiones comerciales, del culto a las estrellas, de los plazos de rodaje y de las limitaciones presupuestarias, cosa que permite abordar empresas tan ambiciosas —empresas de Estado, no se olvide— como la colosal Guerra y paz (Voina i Mir), del actor y director Serguéi Bondarchuk, en película de 70 mm y Sovcolor, iniciada con medios ilimitados en 1965 y dividida en cuatro partes. No se olvide, por último, que la Unión Soviética es el país del mundo con mayor cantidad de cines (tanto en cifras absolutas como relativas a la población) y el que goza del índice de frecuentación cinematográfica más alto.

Algunas de las limitaciones que nuestro gusto estético aprecia en el cine soviético no son únicamente imputables a razones políticas, sino consecuencia de una viejísima trayectoria cultural divorciada de Occidente. Tomemos un ejemplo: Europa ha tenido a Rembrandt, a Goya, a Giotto y a Durero, pero la aportación de la Rusia milenaria a las artes plásticas ha sido, con excepción de los iconos, de una calidad paupérrima. A pesar de esta carencia histórica, los grandes maestros soviéticos del cine mudo habían alumbrado una cineplástica que debía muy poco a su tradición cultural, salvo acaso a la coreográfica. Que esta energía creativa no ha sido aniquilada por la burocracia jdanovista lo corroboraría Andréi Tarkovski, autor de Ivanovo detstvo [La infancia de Iván] (1962) y sobre todo de Andrei Rublev (1966), film que tras muchas vicisitudes con la burocracia no alcanza las pantallas occidentales hasta 1969, y cuyo fresco centrado en las peripecias del célebre monje y pintor de iconos del siglo XV posee una fuerza expresiva y un aliento plástico que el cine ruso no había ofrecido desde Iván el Terrible. La última revelación del cine soviético ha sido Andréi Mijalkov-Konchalovski, autor de Dvorianskoie gniesdo [Nido de nobles] (1969), según la novela de Turguéniev, y de una versión de Tío Vania (Djadia Vania, 1971), de Chéjov.

Por esta razón resultan tan interesantes los casos de las nuevas democracias populares en Europa con una cultura más occidentalizada, como Polonia, que acaba de vivir unas décadas históricas borrascosas y que ahora es el teatro de batalla de la original síntesis conflictiva de dos culturas diametralmente opuestas: la vieja cultura burguesa y occidentalizada y su catolicismo tradicional con el nuevo materialismo histórico. Ésta es una de las razones que hacen tan interesante y original la aportación del nuevo cine polaco, que sintetiza formas culturales occidentales (por ejemplo, el estilo expresionista y la preocupación existencialista) con el pensamiento y la praxis socialista.

Al ser liberada Polonia en 1945, encontró destruidas sus instalaciones cinematográficas (cinco estudios y siete laboratorios). En el mismo año el cine polaco es nacionalizado y se crea en Lodz el Instituto de Cine, de donde saldrán las nuevas promociones de directores, técnicos y actores. Al frente de la empresa estatal Film Polski figura entre 1945 y 1947 el veterano realizador Alexander Ford, «padre» del nuevo cine polaco. El primer aldabonazo que anuncia la vitalidad de esta cinematografía es Ostatni etap [La última etapa] (1948), de la realizadora Wanda Jakubowska, que ha sufrido los horrores de Auschwitz en su propia carne y que ahora, utilizando como actores a muchos supervivientes de los campos de exterminio nazis, reconstruye las jornadas trágicas vividas en la larga noche de la guerra, entre las alambradas, el lodo y los pestilentes barracones. No es de extrañar que la pesadilla de la guerra sea una de las obsesiones de la martirizada Polonia (recuérdese que Varsovia fue metódicamente dinamitada por los alemanes), como se verá también en Kanal (Kanal, 1957), de Andrzej Wajda (n. 1926), odisea de unos resistentes polacos durante el levantamiento de 1944 a lo largo de los canales de las cloacas de Varsovia. Película atroz, desesperada, que impone en Cannes el nombre de Wajda como uno de los grandes realizadores del joven cine polaco.

La desestalinización ha quemado etapas en Polonia con mayor velocidad que en la Unión Soviética, si bien no hay que olvidar que Polonia es una república socialista de nuevo cuño y su pasado histórico muy diverso. Por eso, tras la crisis política de 1956 aporta como novedad su gran capacidad autocrítica, su alejamiento de todo didactismo ejemplarista, su ejemplar libertad formal y su atención hacia los problemas individuales (características que encontraremos también, por ejemplo, en las contemporáneas novelas de Marek Hlasko), virtudes que convergen en Cenizas y diamantes (Popiol i diament, 1958), en donde Wajda rompe con el cliché del «villano» enemigo del socialismo y sitúa en un caótico y barroco retablo de las horas que siguen a la liberación de Polonia al atractivo actor Zbigniew Cybulski (llamado «el James Dean polaco»), moralmente embrutecido por la guerra y que a pesar de la crisis de conciencia que nace en él gracias a una ocasional aventura amorosa, acaba por cumplir las órdenes recibidas de asesinar al jefe del Partido Obrero y va a morir simbólicamente a un vertedero de basuras. Película romántica, se halla, no obstante, muy lejana del edificante y pueril romanticismo de las apologías políticas estalinistas, porque aquí el romanticismo tiene un signo pesimista y lúcido a la vez que devuelve al hombre la complejidad psicológica que le había arrebatado el «realismo socialista» entendido a la manera de Zhdanov y sus burócratas. La obra posterior de Wajda corroboraría la calidad de su sensibilidad creadora: Lotna (1959), Niewinni czarodzieje [Los brujos son inocentes] (1960), retrato crítico de la juventud polaca de ruptura, formada en la posguerra, en un estilo muy «nueva ola», Samson (1961), Sbirska Lady Makbet [Lady Macbeth de Siberia] (1962), el sketch de El amor a los veinte años (L’amour à vingt ans, 1962), el recuerdo trágico de Zbigniew Cybulski (fallecido en accidente en 1967) en Wszystko na sprzedaz [Todo está en venta] (1970), Caza de moscas (Polowanie na muchy, 1969), Paisaje después de la batalla (Krajobraz po bitwie, 1970) y El bosque de abedules (Brzezina, 1970).

Cenizas y diamantes (1958) de Andrzej Wajda.

 

Junto a Wajda brillan en el joven cine polaco las figuras de Jerzy Kawalerowicz, autor de Matka Joanna od Aniolew [Madre Juana de los Ángeles] (1960), estudio de un caso histórico de monjas endemoniadas acaecido en el siglo XVII, que a pesar de ser examinado con mentalidad materialista (y con un soberbio sentido figurativo) no cae en la trampa de la simplificación y el esquematismo psicopático, y Andrzej Munk, que da su obra maestra (inacabada a causa de su muerte en accidente de coche en 1961) con Pasazerka [La pasajera] (1961), con el retorno de una agente de las SS desde América Latina a Europa con su esposo, a los veinte años de acabada la guerra, y cuyos ojos, al arribar a Hamburgo, se cruzan por un momento con los de una mujer en la que cree reconocer a una antigua prisionera de su campo de concentración. El grupo Kamera, responsable de la película, la concluyó utilizando fotos fijas y resultó ser una de las obras más importantes del cine europeo de los últimos años.

El rápido y brillante crecimiento del cine polaco, unido a las vicisitudes políticas internas, condujo a una súbita crisis hacia mediados de la década de los sesenta. Por una parte, una personalidad tan interesante como Roman Polanski (n. 1933), que había iniciado su carrera en Polonia con El cuchillo en el agua (Noz w wodzie, 1962), conflicto triangular y generacional de extraordinaria sensibilidad, se convierte en un trotamundos que recorre las cinematografías occidentales e impone su nombre con el enorme éxito de Repulsión (Repulsion, 1965), estudio de una joven psicópata sexual (Catherine Deneuve) rodado en Londres. A partir de este momento, la imaginación de Polanski se moverá entre lo insólito y lo demoníaco, cargando las tintas en las descripciones crueles e inquietantes, pero demostrando también una gran capacidad para asomarse a sus infiernos desde la perspectiva del humor: Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967) y La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968). El brutal asesinato de su esposa Sharon Tate abrió un paréntesis de inactividad en la carrera de Polanski, que se reanudó con una versión poco convincente de Macbeth (1971) y un vodevilesco What? (1972). Menos afortunada fue la carrera occidental de su compatriota Jerzy Skolimowski, a pesar de sus brillantes inicios con Rysopis (1964), Walkover (1965), Barriera (1966) y La partida (Le départ, 1967).

Por otra parte, el crecimiento industrial del cine polaco le ha hecho ceder ante la tentación de las superproducciones, como El manuscrito encontrado en Zaragoza (Rekopis Znaleziony Saragosia, 1964), en donde Wojciech J. Has adapta eficazmente la imaginativa novela del conde Jan Potocki, Popioly [Cenizas] (1963-1965), según la novela de Stefan Zeromski y que ocupa durante dos años a Wajda, y Faraón (Faraon, 1966), en donde Kawalerowicz plantea, a través de la historia del antiguo Egipto, un problema muy vivo en su país: el conflicto entre el poder civil y la influyente clase sacerdotal, es decir, entre el Estado y la Iglesia. Esta inteligente meditación sobre el poder político demuestra hasta qué punto son diferentes las grandes machines de Hollywood de las que ahora nos propone Polonia. Sin embargo, será una pena que las energías del joven cine polaco se quemen en empresas tan costosas, que monopolizan todo su aparato de producción. Entre los realizadores polacos de la última hornada merece especial atención Krysztof Zanussi, autor de La estructura del cristal (Struktura krysztalu, 1969) y de Zycie rodzinne [Vida de familia] (1971).

Capítulo aparte merecen Jan Lenica y Walerian Borowczyk, maestros en el cine de animación, que han proseguido su carrera en Occidente. De obligada mención resulta aquí el atormentado largometraje de dibujos animados Le théâtre de M. et Mme. Kabal (1966), realizado por Borowczyk en Francia.

Mientras se producía un cierto languidecimiento de la escuela polaca, Checoslovaquia resurgía de un prolongado letargo y pasaba a convertirse en una de las primerísimas cinematografías europeas. En 1948 el cine checo fue objeto de una planificación, enmarcada en el primer plan quinquenal de la nueva república socialista, pero su renacimiento fue laborioso y no se produjo hasta los primeros años de la década de los sesenta. Antes de que esto ocurriera, el cine checo de animación había comenzado a mostrar una original vitalidad, que se polarizaría en los centros de Praga y de Gottwaldov. Su primera figura fue Jiri Trnka, maestro en la especialidad de animar marionetas articuladas, que fueron utilizadas por él para realizar Bajaba [El príncipe Bayaya] (1950), Stare provesti ceske [Viejas leyendas checas] (1953), Sen noci svatojanské [El sueño de una noche de verano] (1959), Kybernetycka babicka [La abuela cibernética] (1962) y Ruka [La mano] (1965). También su compatriota Karel Zeman inició su carrera en el campo de la animación de muñecos, pero a partir de Vynales zkazy [Una invención diabólica] (1958) introdujo actores reales, insertos en un mundo de total fantasía, por su uso del color, de decorados planos y de toda clase de trucajes, técnica que brilló a gran altura en El barón fantástico (Baron Prasil, 1961), sobre las andanzas del barón de Münchhausen.

Cuando la escuela checa ya se había prestigiado en todo el mundo por su maestría en el cine de animación, a partir de 1960 se produjo una deslumbrante eclosión que en 1966 cristalizaría en 26 premios obtenidos por sus largometrajes en los festivales internacionales, y 41 por sus cortometrajes. Examinando atentamente lo mejor de la producción checa de aquellos años, pueden señalarse dos tendencias fundamentales en su seno. Una de ellas, de corte realista, ofrece imágenes veraces de la vida cotidiana, aunque con un matiz crítico, que reviste por lo general la forma de ironía al presentar los personajes y las situaciones. A este criticismo en sordina, sonriente, intimista y sin estridencias, con imágenes que tienen la autenticidad de un documental, pueden adscribirse las excelentes realizaciones de Milos Forman Cerny Petr [Pedro el negro] (1964), Lasky Jedne Plavovlasky [Los amores de una rubia] (1965) y Hori ma panenko [El baile de los bomberos] (1967), así como Intimni osvetleni [Iluminación íntima] (1965) de Ivan Passer y Ostre sledovane vlaky [Trenes rigurosamente vigilados] (1966) de Jiri Menzel. Los acontecimientos políticos de 1968 determinaron la diáspora de algunos de estos autores y Milos Forman prosiguió su carrera en los Estados Unidos con Juventud sin esperanza (Taking Off, 1971), divertido examen crítico de la actitud de los padres ante las formas de conducta de las nuevas generaciones. También en Nueva York rodó Ivan Passer su incisivo Born to Win (1971).

La otra tendencia se nutre del «universo absurdo» del gran escritor checo Franz Kafka, cuya aceptación en las democracias populares se ha operado con cierta resistencia. A este cine opresivo y angustioso pertenecen obras tan notables como Postavak Podpiriani (1963) de Pavel Juráček y Jan Schmidt y Demanty Noci [Los diamantes de la noche] (1964) de Jan Němec, odisea de dos fugitivos de un tren alemán de prisioneros, narrada en tiempo condicional y que se ha beneficiado de las investigaciones lingüísticas de El año pasado en Marienbad. El mismo Němec, que representa el punto más avanzado de la nueva vanguardia checa, demostró su sólida madurez con O slavnosti a hostech [La fiesta y sus invitados] (1966), film basado en una situación simple, pero que admite una muy compleja y sugestiva lectura. Naturalmente, este esquema no agota todo el registro del cine checo, y de él escapa una obra tan original y divertida como Sedmi Krasky [Las margaritas] (1966), de la realizadora Věra Chytilová, que nos hace asistir a los disparates y desmanes de dos candorosas y destructivas jovencitas en el mundo opulento de la «sociedad de consumo».

Otros países socialistas, en cambio, permanecieron en el letargo cultural. La República Democrática Alemana, por ejemplo, apenas ha ofrecido alguna cinta de interés, tras su prometedor Die Mörder sind unter uns [El asesino está entre nosotros] (1946) de Wolfgang Staudte. En contraste con este sopor, los siguientes años nos hacen asistir a una incipiente floración del cine yugoslavo por obra de Dušan Makavejev, maestro en articular los tiempos narrativos en originales cine-collages de gran vivacidad y penetrante ironía: Govek nije tica [El hombre no es un pájaro] (1965), Una historia sentimental o la tragedia de una empleada de teléfonos (Ljubavni slucaj, ili tragedija sluzbenice PTT, 1967), Nevinost bez zastile [Inocencia sin defensa] (1968), Wilhelm Reich-Los misterios del organismo (WR-Misterije organizma, 1971), incisivo collage inspirado en la vida y enseñanzas de Wilhelm Reich y rodado en los Estados Unidos y Yugoslavia. Pero las novedades más importantes de Europa Oriental proceden de Hungría, cuya industria cinematográfica fue nacionalizada en 1948 y comenzó a interesar con las realizaciones de Zoltán Fábri Korintha [Tiovivo] (1955) y Hannibal tanar ur [El profesor Hanibal] (1956). El último impulso del cine húngaro procedió de la creación en 1961 del «Estudio experimental Béla Balázs», si bien en su posterior renacimiento figuran nombres de la generación intermedia (Miklós Jancsó, András Kovács) junto a los de promociones más jóvenes (István Szabó, István Gaál, Ferenc Kardos, Ferenc Kósa). Miklós Jancsó se ha acreditado tal vez como la personalidad más relevante del nuevo cine húngaro, por su sentido trágico y su obsesión por componer los planos a base de vastas dominantes horizontales, marco desolador de sus conflictos colectivos: Szegenylegenyek [Los desesperados] (1965), historia de la represión campesina en 1848, Csillagosok, Katonák [Estrellas, soldados] (1967), crónica de los horrores de la guerra civil, Csend és kiáltás [Silencio y grito] (1968), Fényes szelek [Vientos brillantes] (1968), que con sus recursos estilísticos arrebatados a la comedia musical muestra a un grupo de estudiantes que en 1947 intentan ganar para la causa del socialismo a los seminaristas de una institución católica, y Téli Sirokkó [Siroco de invierno] (1969), que consta sólo de trece planos. A partir de este film la obra de Jancsó acentuó cada vez más su carácter experimental: Égi bárány [Agnus Dei] (1970), La tecnica e il rito (1971), coproducción con Italia rodada para la televisión.

A la vista de este eruptivo renacimiento, pudo pensarse que la cultura socialista había comenzado a rebasar el ingrato período histórico de su Edad Media, para encaminarse con paso firme hacia los prometidos «mañanas que cantan».

 RENACIMIENTO INGLÉS

La industria del cine inglés fue la primera de Europa en sufrir las consecuencias de la arrolladora expansión de la televisión. En 1947 el país contaba con tan sólo 15.900 receptores y la cifra de sus espectadores de cine era de 1.462 millones; diez años más tarde el número de televisores había crecido a 7.100.000 y el de espectadores había descendido a 915 millones. Ante este calamitoso retroceso y en la imposibilidad de competir con los colosos americanos, el cine inglés tuvo que buscar nuevas soluciones y una de ellas fue la de actualizar el cine de terror, cuya eficacia comercial estaba bien probada, aderezado esta vez con el empleo del color (que permitiría crear efectismos cromáticos en tenebrosos laboratorios o potenciar el rojo dramatismo de la sangre) y cargando el acento en el aspecto sexy, gracias al atractivo erótico de Christopher Lee, vampiro de apostura caballeresca evolucionando en suntuosas atmósferas góticas y sin un solo rastro de hemoglobina sobre su impecable atuendo.

En 1957 la compañía Hammer Film, que había producido ya El experimento del Dr. Quatermass (The Quatermass Experiment, 1955), de Val Guest, compró a la Universal americana los derechos para resucitar a sus viejos monstruos y utilizarlos como fuerzas de choque contra el incontenible avance de la televisión. El equipo formado por el productor Michael Carreras, el director Terence Fisher, el guionista Jimmy Sangster, el decorador Bernard Robinson y los actores Peter Cushing y Cristopher Lee fue el responsable de lo más significativo de esta serie: La maldición de Frankestein (The Curse of Frankenstein, 1957), Drácula (Horror of Dracula, 1958), La momia (The Mummy, 1959)…

Mientras los horror films conseguían volver a los días de las largas colas a las puertas de los cines, un grupo de «jóvenes airados» aglutinado en torno al crítico Lindsay Anderson (1923-1994) pasaba a la acción creando el movimiento independiente del Free Cinema (Cine libre), revitalizando con sus películas la semiextinguida tradición documental que había dado al cine británico tantos días de gloria. La presentación en sociedad del Free Cinema se produjo en febrero de 1956 en una hoy ya célebre sesión organizada por el National Film Theatre (Cinemateca británica), con un programa compuesto por O’Dreamland, de Lindsay Anderson, Together, de Lorenza Mazzetti y Momma Don’t Allow, de Karel Reisz y Tony Richardson. Trabajando con formatos de 16 o de 35 mm, estos angry young men del cine (que suponían para este arte lo que un John Osborne ha supuesto para el teatro y que, por muchos motivos, se emparentaban con el espíritu y los métodos de trabajo del New American Cinema Group) fueron ampliando el número de sus obras: Every Day Except Christmas (1957), de Lindsay Anderson, rodado en el mercado de frutas y verduras de Covent Garden; Nice Time (1957), de Claude Goretta y Alain Tanner, que es, al igual que Momma Don’t Allow, una incursión en el mundo de las diversiones populares, esta vez paseando el teleobjetivo indiscreto por la famosa plaza de Piccadilly durante la noche; We Are the Lambeth Boys (1958), rodado por Karel Reisz en el humilde barrio de Lambeth; March to Aldermaston (1958), obra colectiva montada por Anderson, sobre la marcha anual de protesta antiatómica hacia el centro nuclear de Aldermaston.

El Free Cinema nace pues en el mismo año en que los aviones británicos bombardean el territorio egipcio con motivo de la «crisis de Suez». Sus creadores, que reconocen al gran documentalista Humphrey Jennings como su maestro, son gentes insatisfechas de la sociedad en que viven, de su conformismo moral que encubre la más tremenda hipocresía (se verá bien claro cuando salgan a la luz los trapos sucios del «asunto Profumo») y hastiados del principio de autoridad indiscutido e indiscutible que encarna el respeto a sus mayores y a la tradicional monarquía inglesa… Sus ideas han quedado expuestas con claridad meridiana en un revelador libro colectivo, titulado Manifiesto de los jóvenes airados (Declaration, 1958), que se convierte en el ruidoso portavoz de la nueva generación.

En lo que atañe al cine, la verdad es que la situación inglesa no es muy brillante en ese momento, aunque desde 1954 el país alberga al norteamericano Joseph Losey, que no tardará en convertirse en un realizador de celebridad mundial. Al igual que los documentalistas ingleses de anteguerra, los hombres del Free Cinema han realizado sus cortos o mediometrajes contando con la financiación de empresas comerciales como la Ford Motor Company, pero, a diferencia de sus antecesores, emplean un lenguaje menos austero, más brillante y desenvuelto, un tono menos didáctico y utilitario, y acaban finalmente por incorporarse al largometraje y al cine de ficción dramática durante el período 1958-1961.

El primer largometraje del «nuevo cine inglés» es Un lugar en la cumbre (Room at the Top, 1958), de Jack Clayton (1921-1995), historia de un arribista dispuesto a escalar peldaños en la sociedad a cualquier precio y que evoca inevitablemente el asunto de Una tragedia americana de Dreiser, con todas las diferencias de matices que se quiera —incluida la capacidad crítica— que separan la cultura americana de la inglesa. Su presentación en Cannes advirtió al mundo de un cambio de rumbo importante en la producción británica. El mismo Clayton sorprendió a continuación por derroteros muy distintos con su alucinante ¡Suspense! (The Innocents, 1961) inspirado en un relato de Henry James, en donde presenta un caso morboso de puritanismo y de represión sexual (Deborah Kerr), que rebasa lo patológico para entrar en el campo de lo demoníaco. Tony Richardson (1928-1991), por su parte, que ha hecho sus primeras armas en el teatro, adapta la célebre pieza de John Osborne Mirando hacia atrás con ira (Look Back in Anger, 1959) y la de Shelagh Delaney Un sabor a miel (A Taste of Honey, 1961), ácida historia de las relaciones de una adolescente (a quien un negro dejó embarazada) con un muchacho homosexual. Karel Reisz (1926-2002) relata con gran autenticidad en Sábado noche, domingo mañana (Saturday Night and Sunday Morning, 1961) la vida vacía de un joven obrero inglés (Albert Finney, el futuro Tom Jones), sin clichés conformistas ni de derechas ni de izquierdas, porque se trata de un producto del proletariado neocapitalista, que se gana relativamente bien la vida y únicamente piensa en divertirse, que se siente en rebeldía contra el medio que le rodea, pero desprovisto de la más mínima conciencia política porque nadie le ha enseñado —y si se lo han enseñado lo ha olvidado o no lo ha creído— que lo que diferencia al hombre de las bestias es su capacidad para modificar el curso de la historia y configurar las formas sociales.

Tal vez la cúspide de esta visión sombría de la sociedad británica, tan alejada de las comedidas y conformistas fórmulas victorianas, corresponda a El ingenuo salvaje (This Sporting Life, 1962), de Lindsay Anderson, historia del minero (Richard Harris) que llega a convertirse en un famoso rugbyman, pero que a pesar de su aparente éxito exterior no consigue escapar de su íntima frustración. Exposición violenta de un caso de alienación, late tras sus imágenes el estrepitoso fracaso de la «sociedad de consumo», de sus mitos y de sus inestables desequilibrios. Los «jóvenes airados» del cine inglés han hecho añicos con sus películas todos los tópicos de la estable, educada, próspera y pudibunda Inglaterra. Su lenguaje es, en todos los casos, amargo y pesimista, alcanzando un nivel paroxístico en el caso de If… (If…, 1968), sobre el viejo tema de la insurrección de los estudiantes contra el mundo de los adultos sin que, a pesar de sus incisos poéticos, Lindsay Anderson consiga hacernos olvidar las imágenes entrañables de Zéro de conduite y aunque el pesimismo se enmascara en este caso con la precaución retórica de mostrar una sublevación que tiene solamente entidad imaginaria. También resulta fácil referirse a Los cuatrocientos golpes al examinar Kes (1969), del joven realizador Kenneth Loach, cuya preocupación por estudiar el doloroso conflicto entre el ser humano y el medio social en que se inserta le conduce al excelente Vida de familia (Family Life, 1972), mostrando implacablemente el proceso de génesis de la esquizofrenia en una muchacha de la pequeña burguesía y señalando las graves insuficiencias de la psiquiatría tradicional. No menos amarga, aunque entre ya en los lindes de la ciencia ficción, es la visión del futuro humano que ofrece Peter Watkins en El juego de la guerra (The War Game, 1965), realizado para la televisión con estilo de reportaje auténtico, y en Gladiatorerna (1969), producida en Suecia, que muestra a la guerra como un higiénico expediente liberador de la agresividad humana. Pero en este universo de amarguras hay una excepción notable y es la de Richard Lester, que procedente de la televisión americana utiliza el humor y el desenfado, de estirpe surrealista, para dinamitar al igual que sus colegas las más respetables instituciones y costumbres del reino. Su revelación tuvo lugar en ¡Qué noche la de aquel día! (A Hard Day’s Night, 1964), con los Beatles como protagonistas, hermanos Marx melódicos puestos al gusto del día, al gusto de los comic-books y del pop-art y que representan la alegría de vivir de la nueva juventud, que con sus melenas y atuendos protestan contra el principio de autoridad y las formas de vida de sus mayores.

Gravita también sobre Lester la liberación de la puesta en escena iniciada por Godard y Resnais, pero llevada todavía más lejos, destrozando con el montaje la noción clásica de espacio y de tiempo cinematográfico (recuérdese, por ejemplo, la escena en que los Beatles están a la vez dentro del tren y corren a su lado). Aunque su ¡Socorro! (Help!, 1965), en color, resulta en conjunto bastante inferior, hay en ella un torrente de excelentes ideas figurativas, un grafismo atrevido y moderno, jugando con los desenfoques (como hizo Antonioni en El desierto rojo) para obtener bellas e imprecisas masas coloreadas. De todos modos, lo mejor de Lester es El knack y cómo conseguirlo (The Knack and How to Get It, 1965), que otorga espléndidas virtudes cinemáticas a la pieza de Ann Jellicoe, adscrita al llamado «teatro del absurdo».

La destrucción de la noción de argumentos y de psicología que aparece en una buena parte de la narrativa moderna (y también en la pintura) había tenido hasta ahora su adalid cinematográfico más notable en Jean-Luc Godard, cuyas obras no se basan en la continuidad narrativa ni en la intriga clásica, sino en la acumulación de «momento expresivos». Pero el pop-cine de Lester se sitúa más próximo al disparate de Mack Sennett y al montaje explosivo de Eisenstein que a los juegos intelectuales de Godard, porque en The Knack pulveriza con el arma del humor el pacato puritanismo británico, los buenos modales, la hipocresía y las cosas que no se deben hacer ni decir. Ionesco y Adamov lo habían hecho ya en el teatro; Lester lo hace ahora con la tremenda fuerza que se deriva de la imagen cinematográfica y recibe el Gran Premio en Cannes. Pero sus siguientes Golfus de Roma (A Funny Thing Happened on the Way to the Forum, 1966), Petulia (Petulia, 1967), y Cómo gané la guerra (How I Won the War, 1967) evidenciarán cierta fragilidad de los supuestos en que se asienta su obra, tal vez excesivamente plegada a las modas estéticas.

La obra de Lester se inscribe en la vertiente del llamado «cinetebeo», que hace furor por estos años y que proporciona a la industria jugosos beneficios, especialmente con las aventuras sádico-eróticas del robot humano James Bond, agente secreto ideado por el novelista inglés Ian Fleming, que ostenta las siglas 007, que significan, nada más y nada menos, licencia para matar con toda impunidad. Encarnado por el actor Sean Connery, este mito narcisista alcanzó celebridad universal gracias a la serie que inició Terence Young con Agente 007 contra el Dr. No (Doctor No, 1962). Su irresistible atractivo erótico, su astucia y su crueldad siempre impune hicieron de él un superman moderno en el que todo individuo, frustrado en la mediocridad de su vida cotidiana, pudiera proyectarse. La moda del «cine-tebeo» será tan arrolladora que el realizador Joseph Losey, después de obras tan serias y polémicas como El sirviente y Rey y patria (1964) lo abordará con Modesty Blaise, superagente femenino (1965), protagonizada por Monica Vitti, sofisticada desmitificación de la heroína de los cómics de Jim Holdaway.

Esta trayectoria nos conduce hacia el fenómeno de la síntesis entre el «cine-espectáculo» y el «cine de autor», en la línea ya ensayada por el americano Stanley Kubrick con su Espartaco. Puesto que el blockbuster es una realidad industrial que no puede ignorarse y capaz de atraer a las grandes masas, ¿por qué no abordarlo sin renunciar a la dimensión intelectual que toda obra de arte debe tener? Demostrando su vitalidad artística y su impulso renovador, el cine inglés de los últimos años ha ofrecido algunos ejemplos que se acomodan a estas premisas, negándose a renunciar a la dimensión social del cine como arte de masas (al contrario de lo que hacen, por ejemplo, Ingmar Bergman o Alain Resnais) y elevando el nivel de lo que hasta ahora era espectáculo con altura intelectual de barraca de feria. Tenemos el caso de Tom Jones (Tom Jones, 1963), adaptación ejemplar de una novela clásica, satírica y libertina de Henry Fielding (un angry young man de la puritana Inglaterra del siglo XVIII), en donde Tony Richardson recrea por vez primera un ambiente histórico con la agilidad y desenvoltura formal del Free Cinema (cámara llevada a mano, empleo de fotos fijas), lo que quiebra la tradición académica y encorsetada del género y confiere actualidad a su sátira mordaz y saludablemente grosera, porque groseros eran los clásicos ingleses como lo han sido algunos españoles del Siglo de Oro, actitud nueva que tal vez haya influido en el espíritu con que Welles ha abordado Campanadas a medianoche, bien distante de la pulcritud que ha caracterizado siempre a las versiones shakespearianas de sir Laurence Olivier.

El desplazamiento del Tony Richardson «airado» de La soledad del corredor de fondo (The Loneliness of the Long Distance Runner, 1963), al Tony Richardson «divertido» de Tom Jones se observa también en Karel Reisz, que con Morgan, un caso clínico (Morgan: A Suitable Case for Treatment, 1966) nos demuestra que la risa es también un vehículo del vértigo existencialista, especialmente en el demoledor final en que el joven protagonista, un revolucionario trotskista frustrado, compone con flores un inmenso e inofensivo emblema de la hoz y el martillo, en el tranquilo jardín de una clínica psiquiátrica en la que está recluido. El tono «airado» desaparece, pero no la amargura, la frustración y la impotencia, que han nutrido obras tan auténticas del joven cine inglés como Esa clase de amor (A Kind of Loving, 1962) de John Schlesinger, realizador cuya obra oscila perpetuamente entre el estudio documental de comportamientos y crisis sentimentales y una singular vena romántica: Billy Liar (Billy Liar, 1963), Darling (Darling, 1966), Lejos del mundanal ruido (Far from the Madding Crowd, 1967), según Thomas Hardy, Cowboy de medianoche (1969), ya examinada en otro lugar, y Domingo, maldito domingo (Sunday, Bloody Sunday, 1971), análisis de una amistad homosexual.

Pero la incorporación de muchos de estos jóvenes a la gran industria, tras sus brillantes éxitos iniciales, explica este sintomático desplazamiento, que trata de alcanzar la fórmula del cine-espectáculo, capaz de llegar al gran público, sin renunciar por ello el autor a su perspectiva personal, que ofrece una visión del mundo y de la sociedad con un sello propio. Éste es el caso de Tony Richardson, cuya obra abundante no escapa a la irregularidad y a las claudicaciones industriales, pero que ejemplifica las posibilidades (y limitaciones) de esta nueva actitud en La última carga (The Charge of the Light Brigade, 1968), reverso de la exaltación épico-heroica al uso, que muestra la voracidad imperialista de las grandes potencias y la mezquinidad de sus nobles y oficiales. Una valoración similar puede aplicarse, en orden a la moral individual, a la biografía Isadora (Isadora, 1969), de Karel Reisz, con Vanessa Redgrave interpretando a la Duncan.

Un buen ejemplo de sentido del espectáculo integrado en un cine que se quiere adulto lo ofrece Ken Russell, desde su revelación internacional merced a su excelente adaptación de D. H. Lawrence en Mujeres enamoradas (Women in Love, 1969), aunque en Los demonios (The Devils, 1971) un innecesario sensacionalismo escenográfico empañó el análisis político del proceso incoado a raíz del episodio de las monjas endemoniadas de Loudun, que ya había inspirado a Kawalerowicz. Su biografía de Chaikovski en La pasión de vivir (The Music Lovers, 1970), que puso su énfasis en los problemas existenciales e íntimos del compositor ruso, se contrapuso polémicamente al Chaikowski (1970) soviético de Igor V. Talankin, de corte mucho más clásico. Convertido rápidamente en uno de los nombres más cotizados del nuevo cine británico, Russell realizó la nostálgica comedia musical El novio (The Boy Friend, 1972), protagonizada por la modelo Twiggy, y adaptó luego la novela de H. S. Ede Savage Messiah (1972).

La pasión de vivir (1970) de Ken Russell.

 

Otro inteligente ejemplo de síntesis entre «cine de autor» y «cine-espectáculo», con macropantalla y nutrida constelación de estrellas, es Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), de David Lean, que con Peter O’Toole como cabeza de reparto estudia la compleja figura del arqueólogo y agente político inglés Thomas Edward Lawrence (1885-1935), una de las personalidades más discutidas y apasionantes de la historia moderna. La siguiente realización de Lean, Doctor Zhivago (Doctor Zhivago, 1966), rodada en España para Carlo Ponti-Metro-Goldwyn-Mayer, resultó muy inferior a pesar de su gran despliegue de medios.

No es prudente menospreciar con ingenuidad los imperativos comerciales que gravitan y seguirán gravitando durante bastantes años sobre la industria del cine: estrellas populares, final feliz, escenarios suntuosos, culto al box-office… Pero tampoco es justo ignorar la importancia y el significado de estas experiencias que tratan de superar la vieja antinomia entre arte para minorías selectas y superespectáculo para grandes masas de paladar artístico tosco, inaugurando con ello un nuevo capítulo de la historia del cine, que se abre ahora ante nosotros.

El brillante florecimiento del cine británico en la década que se inició en 1960 atrajo a este país a prestigiosos realizadores extranjeros, como William Wyler, que rodó allí El coleccionista (The Collector, 1965), François Truffaut, que adaptó la novela de ciencia ficción de Ray Bradbury Fahrenheit 451 (Fahrenheit 451, 1966), y Michelangelo Antonioni, que en las calles y parques de Londres fotografió su Blow-Up (1967).

 EL JOVEN CINE ALEMÁN

Engordada por la masiva ayuda económica americana y no enflaquecida por el colosal despilfarro de la carrera de armamentos y de la conquista del espacio, la República Federal de Alemania ha conseguido crear uno de los arquetipos más ejemplares y escalofriantes de sociedad opulenta y, añadamos, de sociedad amodorrada.

Su cinematografía, castigada con dos grandes exilios y una aplastante derrota militar, no acertó a encontrar el pulso en las dos décadas que sucedieron al final de la guerra. Es cierto que, de tanto en tanto, y emergiendo entre la marea de producciones sexy que parecían haberse convertido en su especialidad, el cine alemán había ofrecido algunas piezas aisladas que demostraban su desesperada voluntad de supervivencia. La primera de ellas fue el desolador retablo satírico de La balada de Berlín (Berliner Ballade, 1948), de Robert Adolf Stemmle, que a través del deambular del desmovilizado Otto (Gert Froebe) por las ruinas de Berlín y con su absurda muerte, teñido todo de un gusto expresionista que revela en qué medida está adherido este estilo a la sensibilidad germana, mostraba las posibilidades de que aquella cinematografía renaciera literalmente de sus cenizas. Pero no fue así. Retengamos todavía, a título de inventario, El escándalo Rosemarie (Das Mädchen Rosemarie, 1958), en la que Rolf Thiele reconstruye un suceso auténtico, el turbio asesinato de la call-girl Rosemarie Nitribitt (interpretada por Nadja Tiller) y el film falsamente antimilitarista El puente (Die Brücke, 1959), de Bernhard Wicki.

En este año de 1959, y a pesar del éxito popular de la serie cuartelera 08/15 de Paul May (tres films entre 1954 y 1957), la industria del cine alemán se muestra francamente enferma. La UFA revela que durante este año ha sufrido un descalabro de 5.800.000 marcos y echa las culpas a la competencia de la televisión y a la política fiscal. El gobierno federal replica preguntando por qué no se hacen ya películas de calidad como El ángel azul, El último o El doctor Mabuse, pero el Frankfurter Allgemeine contesta que estas películas se hicieron, precisamente, gracias a la ayuda de la República de Weimar. En medio de esas disputas descorazonadoras, el anciano Fritz Lang, que ha abandonado definitivamente su refugio californiano, reemprende su carrera alemana con una especie de retorno nostálgico a los orígenes, a sus viejos seriales de aventuras exóticas, rodando en Eastmancolor El tigre de Esnapur (Der Tiger von Eschnapur, 1959) y La tumba india (Das indische Grabmal, 1959). Después, como detectando la amenaza del resurgimiento neonazi, resucita oportunamente a un viejo e inquietante conocido en Los crímenes del doctor Mabuse (Die Tausend Augen des Dr. Mabuse, 1960).

Cierto es que en dos décadas el cine alemán ha dado vida a un nutrido plantel de estrellas, que pasean sus rostros a lo largo de una retahíla de coproducciones bipartitas o tripartitas (Curd Jurgens, Maria Schell, O. W. Fischer, Romy Schneider, Marianne Koch, Hildegarde Neff, Gert Froebe, Nadja Tiller, Maximilian Schell, Elke Sommer), pero este mismo vagabundeo apátrida de sus figuras revela hasta qué punto el cine alemán es un cine desarraigado, sin personalidad ni originalidad. Pero afortunadamente las sociedades enfermas, como los organismos vivos, acaban por engendrar sus anticuerpos. La rebelión estudiantil, que ventila los nombres de Rudi Dutschke y del anciano filósofo Herbert Marcuse, muestra que el genio alemán no se deja aprisionar en el bienestar amodorrado que patrocinan los profetas de la opulencia. El teatro alemán comienza a agitarse con las obras de Rolf Hochhuth y de Peter Weiss y esta inquietud renovadora contamina también a la literatura (Günter Grass, Heinrich Böll) y finalmente al cine.

El cambio de panorama es tan súbito y sorprendente que impide aún un aquilatamiento objetivo. Pero aun así, es obligado admitir que, desde 1965, ya se puede hablar también de un «joven cine alemán» de contenido profundamente crítico, anunciado con palabras, pero no con películas, en el manifiesto de Oberhausen del año 1962.

Quien primero plasma el nuevo clima renovador es el francés Jean-Marie Straub con Nicht Versöhnt [No reconciliados] (1965), adaptando la novela Billar a las nueve y media, de Böll. Pero la película no consigue penetrar la coraza de prejuicios que envuelve protectoramente a la sociedad alemana y Straub tendrá que esperar tres años para llevar a la pantalla su ascética crónica sobre Anna Magdalena Bach, segunda esposa del gran músico (Chronik der Anna Magdalena Bach, 1967). Sin embargo, el fuego ya se ha abierto y al año siguiente asistimos a las revelaciones de Ulrich Schamoni con El fruto de la vida (Es, 1965), que alerta a la crítica al ser presentada en Cannes, y especialmente de Volker Schlöndorff y de Alexander Kluge.

Schlöndorff, que ha estudiado en París, ha ejercido como ayudante de Louis Malle en cuatro de sus películas. Con un dominio pleno del oficio debuta esplendorosamente en la adaptación de la novela de Robert Musil El joven Törless (Der junge Törless, 1966). Puede parecer abusivo hablar de premonición del nazismo al referirse a una novela de 1906. Sin embargo, también Nietzsche fue un premonitor, aunque de otro signo y anterior a Musil. El tema del pensionado para adolescentes no es nuevo en el cine alemán, pero la feroz agresividad de los miembros de su comunidad, tratada sin apaños ni eufemismos, y el personaje de Törless, testigo observador de los desmanes de sus compañeros (como ocurrió con muchos intelectuales en la noche del nazismo), adquieren una dimensión que rebasa el estudio psicológico para entrar de lleno en el veraz y aterrador documento sociológico. Su siguiente Mord und Totschlag [Asesino y homicidio] (1967) se beneficia del éxito anterior y expone, a través de un homicidio involuntario, un retrato de la juventud alemana inadaptada que ha producido la égida de Adenauer y la economía del bienestar. La obra de Schlöndorff se fue convirtiendo, poco a poco, en la de un cronista histórico, con la narración de la revuelta campesina encabezada por El rebelde (Michael Kohlhaas, 1968), utilizando los materiales que le proporciona la novela de Heinrich von Kleist, y sobre todo con La repentina riqueza de los pobres de Kombach (Der plötzliche Reichtum der armen Leute von Kombach, 1971), que extrae sus materiales de un protocolo judicial de 1825, narrando la historia de unos campesinos que, para escapar a su miseria, robaron un carruaje que transportaba el dinero del príncipe de Hessen.

El imperio del novelista Alexander Kluge parece apuntar por el momento hacia metas más complejas y ambiciosas. Su historia de Anita G (interpretada por su hermana) en Una muchacha sin historia (Abschied von Gestern, 1966), adaptando un relato escrito por él, utiliza una estructura dramática que obliga a referirse, además del inevitable Brecht, a las experiencias de discontinuidad narrativa de Godard, a las técnicas del cinéma-vérité y a la narración en primera persona, revelando una fantasía óptica, un humor feroz y unos supuestos intelectuales que superan a los de los otros componentes del joven cine alemán. Las promesas contenidas en este film estallan en todo su esplendor en su inteligente Los artistas bajo la carpa de circo: perplejos (Die Artisten in der Zirkuskuppel: ratlos, 1968), film innovador de lectura compleja y difícil, alegoría fascinante emparentada a las poéticas «del absurdo», en donde la imposible reforma de las estructuras del circo tradicional con que sueña la protagonista adquiere un enorme y apabullante simbolismo político, que nos deja realmente perplejos y nos obliga a meditar la proposición de Umberto Eco, cuando afirma que «el valor del mensaje poético es proporcional a la ambigüedad de su estructura».

El máximo premio de Venecia concedido al considerable film de Kluge en 1968 parece sancionar oficialmente la importancia de este renacimiento germano, que en sus mejores realizadores muestra una especial sensibilidad hacia los problemas del lenguaje, problematizando en sus films la tradición estética del cine, como hace Kluge o como hace Straub en su film sobre Bach y en una sorprendente adaptación de Othon (1969) del viejo Corneille. Pero junto a estos innovadores, verdaderos cineastas de ruptura, se alza una nueva promoción, en la que se inscriben los nombres de Peter Fleischmann, realizador de Escenas de caza en la Baja Baviera (Jagdszenen aus Nierderbayern, 1969), crónica implacable de la agresividad cotidiana, de Johannes Schaaf —autor de Tatuaje (Tatöwerung, 1967), otra fina crítica social articulada en la historia de un muchacho que es sacado del reformatorio y adoptado por un comerciante y su esposa, y de Trotta (1972), relato viscontiano acerca de la decadencia de la aristocracia del Imperio austrohúngaro—, Gustav Ehmck, Edgar Reitz, Vlado Kristl, Rudolf Noelte, que adapta meticulosamente Das Schloss [El castillo] (1968), de Franz Kafka, y Peter Lilienthal, que en Malatesta (1970) recrea la biografía de este anarquista italiano. Y a pesar de la caída vertical del número de espectadores en la República Federal (de 810 millones en 1956 a 250 millones en 1967), la producción ascendió en 1967 a 93 films —cifra no alcanzada desde 1960— debido a la creciente incorporación de nuevos nombres al cine alemán. En los años venideros será posible medir cabalmente la envergadura de esta prometedora irrupción del «joven cine alemán» en el tablero del cine contemporáneo.

 LOS PAÍSES ESCANDINAVOS

Ya vimos cómo el atormentado espíritu de Ingmar Bergman había convertido al cine sueco en uno de los más interesantes de la geografía europea. Resulta instructivo pormenorizar un poco su significativa evolución. Había iniciado Bergman su filmografía con un visible bagaje existencialista, a la búsqueda de una imposible felicidad humana a través del amor y de la relación erótica. Constatado definitivamente el fracaso de esta solución hedonista en su desesperada Noche de circo (1953) —que fue también un fracaso comercial y le obligó a derivar provisionalmente hacia la comedia—, su obra sufre una inflexión y comienza a interrogarse sobre el sentido de la existencia humana y a indagar la posibilidad de un hipotético mundo sobrenatural en El séptimo sello (1956). Pero la película, que es a la vez una parábola sobre el apocalipsis atómico, no llega a resolver el duelo dialéctico entre el caballero espiritualista, que regresa de las Cruzadas, y su materialista escudero. A este momento de crisis interna pertenece Fresas salvajes (Smultronstället, 1957), en donde un anciano profesor (Victor Sjöström) efectúa un balance mental de lo que ha sido su vida, cuando siente ya próximo el aleteo de la muerte. Ciertamente, no puede pedirse mayor sinceridad al torturado espíritu agnóstico de Bergman, que se aplica luego a estudiar con ojo de entomólogo si el misterio de la maternidad, trascendiendo su dimensión puramente biológica, permite abrir alguna puerta a la esperanza. Esto es lo que hace al rodar en una clínica de Estocolmo En el umbral de la vida (Nära livet, 1957), que a pesar de su final sigue siendo una película pesimista, y prueba de ello es que su desesperación le empuja a bucear luego en el mundo de la magia y de los poderes ocultos en El rostro (Ansiktet, 1958), film en parte irónico sobre el conflicto decimonónico entre la ciencia positiva y la metafísica, y en el milagro (otra forma de magia) en El manantial de la doncella (Jungfraukällan, 1959).

Ninguna de estas búsquedas resuelve los íntimos interrogantes de Bergman, desgarrado siempre entre el pesimismo irracionalista de la filosofía germano-escandinava y el misticismo idealista, como confesará con enorme franqueza en la trilogía formada por Como en un espejo (Sason i en Spegel, 1961), Los comulgantes (Nattvardsgasterna, 1962) y por el acongojante Tystnaden [El silencio] (1963), que es una visión desoladora del mundo «con el silencio de Dios». Su desesperado agnosticismo es, sin embargo, la antepuerta de la lucidez de que hará gala al estudiar la ferocidad (y la soledad) humana, con un estilo cada vez más ascético y depurado y creando unos universos cada vez más agobiantes, a pesar del poco afortunado paréntesis cómico de ¡Esas mujeres! (For att inte tala am ala dressa kvinnor, 1964). A esta última etapa de su obra, de espesa densidad intelectual y moral, pertenecen Persona (Persona, 1967), Vargtimmen [La hora del lobo] (1969), La vergüenza (Skammen, 1967), Riten [El rito] (1968), Pasion (En Passion, 1969) y The Touch (La carcoma, 1971).

Persona (1967) de Ingmar Bergman.

 

El universo de Bergman, que es muy coherente en el plano filosófico, nos enfrenta a un tipo de cine que hasta ahora jamás se había producido. A un cine de una hondura intelectual que, estemos o no de acuerdo con él, nos obliga a sentir un gran respeto. Con Bergman tenemos la impresión de que las páginas filosóficas de Kierkegaard se han hecho imagen y no nos sorprende ya la idea que abrigaba Eisenstein cuando acariciaba el proyecto de adaptar El capital al cine.

Bergman ha revelado también al mundo que Suecia posee un plantel de actores y de actrices de primerísima categoría, como son Anita Björk, Max von Sydow, Gunnar Björnstrand, Harriet Anderson, Eva Dahlbeck, Ingrid Thulin y Bibi Andersson.

El florecimiento de la escuela sueca, que se caracteriza por su excepcional franqueza erótica y por su atención obsesiva hacia los grandes problemas de la condición humana considerada in vitro, es decir, aislada por lo general de los grandes dramas colectivos de la familia humana que sufre y padece en otras latitudes menos prósperas, se materializará en las creaciones de un grupo de jóvenes, como Bo Widerberg, autor de Barnvagnen [El cochecito] (1962), Kärlek 65 [Amor 65] (1965), Elvira Madigan (1967), Adalen 31 (1969), crónica de la huelga que llevó al poder al partido socialista en Suecia y, en la misma línea, Joe Hill (1971), historia de este pionero del sindicalismo, de origen sueco, que rueda en los Estados Unidos; Vilgot Sjöman, director de Alskarinan [La amante] (1962), 491 (1963), Mi hermana, mi amor (Syskonbädd 1782, 1966) y Yo soy curiosa (Jag är nyfiken, 1967), testimonio sincero de la perplejidad de una joven ante un mundo demasiado complejo y que, a pesar de su modesto presupuesto y ausencia de estrellas, obtuvo un éxito mundial por su franqueza erótica; y la actriz y realizadora Mai Zetterling, que también abordó la problemática sexual en Alskande par [Parejas] (1964), la sensual Juegos de noche (Nattlek, 1966), que a pesar de su freudismo pueril provocó un considerable revuelo al ser presentada en el festival de Venecia, y Las chicas (Flickorna, 1968).

A pesar de que raramente ha sobrepasado los treinta films anuales, la moderna producción sueca se cuenta entre las que más interesó a la crítica, por su gran libertad expresiva (que ha levantado, naturalmente, polvaredas polémicas) y por su óptica al enfrentarse con ciertos temas que tradicionalmente se consideraban tabú, aunque por lo general sus historias de amores libres y de incestos estén impregnadas de una tristísima y pesimista Weltanschauung.

En el frente del cine documental hay que señalar la presencia de Ame Sücksdorff, que en sus películas plasma una imagen a la vez lírica y dramática de la naturaleza: Indisk by [Pueblo indio] (1951), Vinden och floden [El viento y el río] (1951), Det stora äventiret [La gran aventura] (1953), En djungelsaga [La flecha y el leopardo] (1957).

Del cine danés vale la pena señalar la madura aportación de Henning Carlsen, autor de la adaptación de Hunger [Hambre] (1966), la novela de Knut Hamsun, y de Klabautermanden [Todos somos demonios] (1969), y sobre todo la personalísima y marginal figura de Carl Th. Dreyer, que fallece en 1968 sin haber podido llevar a la pantalla su viejo y querido proyecto sobre la Pasión de Cristo. No obstante, en 1955 ha rodado Ordet [La palabra], que es también una película teológica, aunque Dreyer no es un agnóstico, como Bergman, sino un creyente atormentado por el problema de la fe. En esta ocasión plantea un problema muy polémico para el protestantismo danés, que no admite más milagros que los que se atribuyen a Jesús. Enfrentándose a esta tesis oficial de la Iglesia de Dinamarca, Dreyer expone en su película un caso de resurrección milagrosa en una aldea danesa, con la misma convicción con que expuso en su anterior Dies Irae un caso real de brujería. Con todas las reservas que pueda merecer un asunto de esta naturaleza, resulta indiscutible que Dreyer ha sido el único realizador de toda la historia del cine que ha abordado los temas medulares de la religión, desde una perspectiva cristiana, con auténtico atrevimiento y espíritu crítico. Su siguiente Gertrud (1964), que adapta una pieza teatral de H. Söderberg, es una obra de senectud, una madura reflexión sobre el tema del amor plasmada en un virtuoso y austerísimo rigor plástico, que fue recibida por la crítica con una acentuada división de opiniones, pero que la muerte de su autor ha elevado, en cierta manera, a la categoría de testamento artístico de un maestro cuya obra ha discurrido al margen de las modas y de las oscilaciones del gusto.

 EL COLOSO ASIÁTICO

Unas pocas cifras bastan para exponer la sorprendente topografía cinematográfica del gigante asiático en los años sesenta. En 1961, concretamente, año en que los Estados Unidos producen 189 películas, Japón produjo 535, la pequeña colonia de HongKong 302, India 297, Filipinas 105 y China Popular 35. Como se ve, la parte del león en la producción mundial corresponde al superpoblado continente, sin que tan elevada cantidad suponga un homólogo índice de calidad. Descartados por su deleznable calidad media los cines de Hong-Kong, de Filipinas y de China Popular, quedan como los dos grandes pilares asiáticos el cine japonés y el cine indio. En 1965 (año en que Hollywood produce solamente 160 películas), Japón alcanza los 483 títulos y la India 322. Estas cifras hablan por sí solas.

Del cine indio solamente vale la pena recordar la figura de Stayajit Ray, ya que un sobrevuelo por los centros productores de Bombay (en lengua hindú), de Calcuta o de Madrás, no hace sino confirmar el tremendo subdesarrollo material y cultural de un pueblo para el que, hoy por hoy, son infinitamente más urgentes los alimentos materiales que el relativo lujo de los alimentos culturales.

No puede decirse lo mismo de la potencia cinematográfica japonesa, a la que nos hemos referido ya en el capítulo anterior. Al morir Kenji Mizoguchi en 1956, con más de doscientos films a sus espaldas y poco antes de estrenarse su último film Akasen chitai [La calle de la vergüenza] (1956), los dos grandes maestros del cine nipón eran Akira Kurosawa y Yasujiro Ozu. Kurosawa, que es uno de los pocos directores de su país cuya obra es bien conocida en Occidente, realizó una adaptación de Macbeth en Kumonsom-Djo (1957), y de Los bajos fondos, de Gorki, en Donzoko (1957). Pero su brío expresivo y la explosiva violencia de sus imágenes parece haberse ido apagando en sus siguientes películas: El infierno del odio (Tengoku To Jikogu, 1963), Barbarroja (Akahige, 1964), que corrobora su insobornable postura humanista, en lucha contra todas las formas de dolor y de injusticia y, acusando ya un neto declive, Dodes’kaden (1972).

Menos conocido que Kurosawa, la figura de Yasujiro Ozu fue revalorizada con motivo de la retrospectiva de su obra que se realizó en el festival de Berlín de 1963, año de su muerte. La cincuentena de films que componen la última etapa de su carrera (iniciada en 1927), reflejan una postura melancólica y pesimista ante la vida, expuesta con gran sutileza y con una impresionante austeridad formal, hecha de larguísimos planos estáticos: Tokyo Monogatari [Historia de Tokio] (1954), Soshun [Primavera temprana] (1956), que tal vez sea su mejor película y que narra la breve infidelidad amorosa de un oficinista casado, y Suma no aji [Tarde de otoño] (1962), su última obra.

Pero estos nombres no agotan el plantel de excelentes realizadores nipones, en un país en el que el desarrollo de la televisión ha tardado en producir los graves trastornos que hemos constatado en otras latitudes. Entre los cineastas y películas que han recibido galardones en los últimos festivales internacionales, vale la pena retener algunos nombres: So Yamamura, autor del film revolucionario Kanikosen [El barco del infierno] (1953), con resonancias de El acorazado Potemkin; Kon Ichikawa, que realiza en Birmania el film pacifista El arpa birmana (Biruma no tategoto, 1956) y se sitúa en primerísima línea del cine japonés con Kagi [Extraña obsesión] (1959), drama sexual de gran violencia erótica, y la espeluznante crónica bélica Nobi [Fuegos en la llanura] (1960); Hiroshi Teshigahara, que rueda el drama kafkiano de un científico raptado por una mujer en un profundo hoyo de arena, en Suna no Onna [La mujer de arena] (1962); y Masaki Kobayashi, autor de Harakiri (Seppuku, 1963), un violento alegato antimilitarista que pone en la picota la crueldad del feudalismo nipón y la institución de los samuráis, y de la cinta fantástica El más allá (Kwaidan, 1965).

Pero la figura más creativa del moderno cine japonés es sin duda Nagisa Oshima, que comenzó a trabajar en 1954 para la productora Schochiku y en 1959 inició su carrera de realizador, aunque su obra no fue descubierta por la crítica occidental hasta 1968. Entre sus mejores obras, regidas siempre por una implacable lógica interna, destacan Shinju Nippon no Natsu [El diario de un ladrón de Shinjuku] (1968), Koshikei [Muerte por ahorcamiento] (1968). El muchacho (Shonen, 1969) y Gishiki [La ceremonia] (1971).

La elevada capacidad técnica de la industria del cine japonés le ha permitido desarrollar su propio procedimiento de cine en color (Fujicolor) y ha hecho posibles resultados notables en el campo de los dibujos animados (Kichiro Kanai, Zenajiro Yamamoto, Noburo Ofugi, Yasuji Murata, Iwao Achida, Wagoro Arei, Konzo Masaoka, Taiji Yashubita).

 RECORRIDO POR IBEROAMÉRICA

El despertar cinematográfico del Tercer Mundo se observa con particular vitalidad en las repúblicas latinoamericanas y ya hemos visto cómo México y la Argentina habían consolidado los dos focos más desarrollados del continente, a pesar de la poderosa tutela de las grandes compañías de Hollywood, que procuran mantener un colonialismo cinematográfico sobre las pantallas de Iberoamérica.

En México prosiguió su carrera de excepción el español Luis Buñuel, superando las limitaciones técnicas y artísticas de la industria mexicana con su personalísimo talento.

Una comedia surrealista como Ensayo de un crimen (1955), realizada con pésimos decorados y con actores deplorables, consigue cautivarnos por el toque genial de Buñuel al exponer este curioso caso patológico (réplica irónica al ciclo psicoanalítico de Hollywood) protagonizado por un Archibaldo de la Cruz cuyo deseo erótico se manifiesta en impulsos homicidas que, siempre a causa de un extraño azar, no llegan a materializarse en el asesinato deseado. Buñuel sabe, como André Breton, que «lo que hay de admirable en lo fantástico es que no existe lo fantástico, pues todo es real». Por eso su surrealismo tiene tal capacidad revulsiva y fascinadora.

Su prestigio le vale en 1955 un contrato para trabajar en Europa y, a partir de esta fecha, su carrera se realizará con un pie en México y otro en Francia, con dos incursiones en el cine español, de las que nacen Viridiana (1961), premiada con la Palma de Oro en el festival de Cannes, y Tristana (1970), sobre la novela de Benito Pérez Galdós. Sin quitar méritos a su etapa francesa, forzoso es reconocer que la carrera mexicana de Buñuel tiene superior interés, por su entronque más vivo con una cultura ibérica de la que es directo descendiente (Quevedo, Goya, Rojas, Galdós, Baroja, Valle-Inclán), si bien pasado por el filtro francés del surrealismo.

El drama del sacerdote protagonista de Nazarín (1958), que procede de Galdós, es el drama de un hombre que sigue al pie de la letra la voz de Cristo y se pone a recorrer los polvorientos caminos de México, para vivir en el sacrificio y en la caridad. Su fracaso final, con los impresionantes tambores de Calanda como fondo sonoro, dio lugar a equívocas interpretaciones y un buen sector de la crítica católica vio en esta obra una película ortodoxa y ejemplar, sobre la dificultad de la santidad en un mundo de miseria y corrupción. Pero el margen de ambigüedad de la moral de Buñuel es tan escaso como el que se desprende de su famosa frase «soy ateo, gracias a Dios». La función revulsiva de su obra alcanza tal vez su apogeo en El ángel exterminador (1962), que dinamita los soportes de la moral burguesa mediante la argucia de encerrar a un grupo de gentes de la buena sociedad en una lujosa villa, hasta que acaban por destrozarse los unos a los otros y, con los trajes rotos y físicamente depauperados, retornan a la más primitiva condición zoológica. Cine traumatizante es el de Buñuel, cine de revulsión, que al trabajar en los estudios franceses, con técnicos y actores excelentes, pierde en su refinamiento algo de aquella fuerza telúrica que exudan sus exabruptos mexicanos. Porque en Francia, además, las conexiones culturales tienen otro signo: su Memorias de una doncella (Journal d’une femme de chambre, 1963) procede de Octave Mirbeau y la Séverine de su Bella de día (Belle de jour, 1967) nace, en última instancia, de las entrañas del marqués de Sade. El siguiente film francés de Buñuel fue La Vía Láctea (La Voie Lactée, 1969), que prolonga la promesa de su extraordinario film truncado Simón del desierto (1965) en una meticulosa aunque libre historia del cristianismo, incluyendo sus herejías y sus sutiles disputas teológicas, film personalísimo que sólo un español y ex alumno de jesuitas podía realizar y cuyo único precedente cinematográfico sea tal vez el film sobre la brujería de Christensen. En Tristana (1970) Buñuel adaptó libremente una novela menor de Benito Pérez Galdós, rodada en España con Catherine Deneuve y Fernando Rey, y a continuación realizó en Francia El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972), que prosiguió su crítica antiburguesa con el tratamiento surreal y satírico peculiar de El ángel exterminador, aunque con menor originalidad que en aquel film, siendo galardonado con un Oscar.

Eclipsada la meteórica personalidad de Emilio Fernández, lo más importante del cine mexicano moderno resulta estar en manos de directores españoles. El badajocense Luis Alcoriza, que ha trabajado como guionista habitual de Buñuel, demuestra su talento al dirigir Tlayucán (1961) y luego Tiburoneros (1962), Tarahumara (1964), La casa de cristal (1965), La puerta (1968) y Paradiso (1969), mientras Carlos Velo, a quien nos hemos referido ya, prosigue su carrera con la adaptación de la novela de Juan Rulfo Pedro Páramo (1966). Alberto Isaac, por su parte, realiza una cuidada evocación histórica en Los días del amor (1971).

En Argentina, es Leopoldo Torre Nilsson —hijo del director argentino Leopoldo Torres Ríos y de madre de ascendencia sueca— quien rompe el frente conformista de melodramas porteños y comedias cursis de consumo interior. Formado profesionalmente junto a su padre, debuta como realizador en 1950 y utilizando con frecuencia guiones de su esposa, la novelista Beatriz Guido, crea unas obras muy personales y de refinada caligrafía, que preludian un cierto renacimiento de esta cinematografía: La casa del ángel (1957), Fin de fiesta (1960), La mano en la trampa (1961), Setenta veces siete (1962), La chica del lunes (1967), una ambiciosa versión de Martín Fierro (1968) y Magia (1971). La brecha abierta por Torre Nilsson ha dado paso a una generación de jóvenes directores, entre los que destacan Rodolfo Kuhn, David José Kohon, Lautaro Murúa y Fernando Siro, a pesar de lo cual la industria argentina no ha acertado a salir definitivamente de su crisis, traducida en un éxodo masivo de actores y realizadores de este país hacia España (Luis César Amadori, León Klimovsky, Carlos Estrada, Perla Cristal, etc.). Del repudio de los planteamientos y esquemas industriales clásicos ha nacido en Argentina, no obstante, el que probablemente sea el más importante film político realizado en América Latina, La hora de los hornos (1966-1967), aplastante film-manifiesto de más de cuatro horas sobre la lucha anticolonial y antiimperialista, que firman Fernando E. Solanas y Octavio Getino.

A partir de 1960 Cuba se ha convertido en un nuevo foco de producción interesante de América Latina, regido por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC), entidad estatal creada por decreto de 24 de marzo de 1959 y dirigida por Alfredo Guevara, de la que depende tanto la enseñanza como la financiación y programación cinematográfica. Sus actividades se iniciaron en el campo del cortometraje, obteniendo a veces resultados excelentes —como en Ciclón (1963), sobre la devastación provocada por el ciclón Flora en la isla—, pero desde el mismo año de su fundación comenzó a producir largometrajes, entre los que merecen retenerse Historias de la revolución (1960), Las doce sillas (1962), Cumbite (1964) y Memorias del subdesarrollo (1968), según la novela de Edmundo Desnoes, todos de Tomás Gutiérrez Alea; El joven rebelde (1961) y Las aventuras de Juan Quinquin (1967) de Julio García Espinosa, Desarraigo (1965) de Fausto Canel, Manuela (1966) y Lucía (1968) de Humberto Solás y La primera carga al machete (1969) de Manuel Octavio Gómez, films todos de superior interés y que revelan una prodigiosa madurez técnica, insólita en el área cinematográfica del Tercer Mundo. Mientras los jóvenes directores cubanos realizaban sus primeras obras, una auténtica avalancha de nombres célebres de otros países acudía a rodar en la isla, atendiendo a la llamada del ICAIC. Entre ellos han figurado Chris Marker (Cuba sí), Agnès Varda (Salut les cubains), Mijaíl Kalatozov (Soy Cuba) y Joris Ivens (Carnet de viaje, Pueblo en armas).

El fenómeno más ruidoso de Iberoamérica, no obstante, será el espectacular florecimiento del cine brasileño en los años sesenta. Ya vimos cómo Cangaceiro (1953), de Lima Barreto, había supuesto, con su irrupción en Cannes, un toque de atención para la crítica mundial. Cangaceiro era uno de los frutos surgidos de la actividad del trotamundos Alberto Cavalcanti, durante su estancia en Brasil entre 1949 y 1954. En esta etapa Cavalcanti fundó la empresa Veracruz (productora de Cangaceiro) y la Kino Film (1953). Pero además de actuar como productor, Cavalcanti dirigió dos películas notables: O canto do mar (1953) y Mulher de verdade (1954).

Después, abandonó su patria para proseguir su carrera de nómada impenitente en otras latitudes. Pero la semilla por él lanzada acabaría produciendo sus frutos. No obstante, hasta 1962 no resulta posibe hablar de la eclosión de un Cinema Nôvo, si bien las fronteras de este movimiento tampoco aparecen nítidas. Barravento (1962) de Glauber Rocha y Os cafajestes (1962) de Ruy Guerra entran de lleno en la nueva tendencia que comienza a perfilarse; en cambio, O pagador de promessas (1962), película contemporánea que realiza Anselmo Duarte, sobre la pieza de Alfredo Dias Gomes, y que obtiene la Palma de Oro en Cannes, escapa a este espíritu por su engañoso conformismo religioso y a pesar de ciertos elementos creativos comunes. Pero tanto Ruy Guerra como Glauber Rocha han reconocido a Nelson Pereira Dos Santos y a su Rio, 40 graus (1955), como guía e inspiración del nuevo movimiento. Todos estos esfuerzos cristalizaron en la aparición de una docena de largometrajes de notable calidad entre 1963 y 1969, formando el cuerpo vivo del hoy célebre Cinema Nôvo: Vidas secas (1963), de Nelson Pereira Dos Santos, Dios y el diablo en la tierra del sol (Deus e o diablo na terra do sol, 1964), Terra em transe (1966) y Antonio das Mortes (1968), de Glauber Rocha, Los fusiles (Os fuzis, 1964), de Ruy Guerra, La fallecida (A falecida, 1965), de Leon Hirszman, O desafio (1965), de Paulo Cesar Saraceni, Ganga zumba (1963) y Os heredeiros (1969), de Carlos Diegues, y Brasil ano 2.000 (1969), de Walter Lima jr.

La erupción del Cinema Nôvo, que azota a los espectadores con la furia desatada de sus imágenes, es la expresión trágica y plástica del subdesarrollo y del hambre en América Latina. Cine colérico, al que Glauber Rocha —que en sus mejores momentos es un cruce artístico híbrido de Eisenstein y de Buñuel— ha adscrito a lo que él llama, con expresión afortunada, «estética de la violencia». Y a pesar de que sus películas caigan a veces en una tosquedad excesiva, casi esnob, de la que no resulta fácil deslindar lo que corresponde al subdesarrollo técnico y a una autoafirmación de originalidad expresiva, el peso impresionante de sus imágenes y de sus canciones encarna con insólita vibración poética lo que ha expresado Rocha en sus declaraciones sobre la «estética de la violencia»: «El hambre del latinoamericano no es sólo un síntoma alarmante de pobreza social, sino la esencia misma de la sociedad —ha dicho—. Así, podemos definir nuestra cultura como una cultura de hambre. Ahí reside la originalidad del Cinema Nôvo en relación con el cine mundial. Nuestra originalidad es nuestra hambre, nuestra miseria, sentida pero no compartida».

El hambre, la alienación religiosa —cristianismo impregnado de paganismo—, la sequedad de la tierra castigada por un sol implacable, la dominación colonial de los monopolios norteamericanos y el caciquismo latifundista son la savia que nutre a este cine de la indignación y de la cólera, en la más cabal expresión en clave poética del drama del Tercer Mundo que ha asomado hasta hoy en las pantallas.

Pero la dictadura política en Brasil dificultaría temporalmente el progreso de esta cinematografía y el exilio de Glauber Rocha ejemplificó, tal vez mejor que ninguna otra, la dificultad que supone asumir el desarraigo de la doliente tierra natal. Los últimos films de Rocha —Der Leone Have Sept Cabeças (1970), rodado en África, Cabezas cortadas (1971), realizado en España, y Cáncer (1968-1972), rodado ya en 16 mm, según los esquemas de producción underground— han acentuado su proceso de neurotización creativa, sin ganar en cambio en el plano del espectáculo ni en el de la incisividad política. El «instinto del espectáculo», capital para la comprensión de films como Os heredeiros o Antonio das Mortes, tiende a empobrecerse al faltar el contacto enriquecedor con el humus natal y al amputar a los creadores de las fuentes culturales indígenas, desmintiendo, de paso, el mito de la carencia cultural autóctona en el Tercer Mundo. En el umbral de 1970, el vigoroso Cinema Nôvo brasileño se encontraba a las puertas de una crisis de difícil superación, con algunos de sus hombres más significativos en el exilio, como (además de Rocha) Ruy Guerra, que rueda en Bretaña su poético e inquietante Dulces cazadores (Sweet Hunters, 1969).

 EL CINE ESPAÑOL

La biografía del cine español no tiene, por desgracia, colores risueños. Descontando el gigantesco Buñuel, que ha realizado la casi totalidad de su obra en México y en Francia —sólo ha rodado en España Tierra sin pan (1933), Viridiana (1961) y Tristana (1970)—, la aportación peninsular a la cultura cinematográfica ha sido, penoso es admitirlo, bastante raquítica. Con escasísimas excepciones, los intelectuales españoles han contemplado con desdén el fenómeno cinematográfico que nace justamente con la generación del 98. Ruboriza oír confesar a un miembro de la Real Academia, como Francisco Rodríguez Marín, que durante treinta y tres años sólo ha puesto una vez los pies en un cine, y fue porque «había un cuadro flamenco en el que cantaba Chacón», o leer a Azorín (no al Azorín anciano, entusiasta del cine) declarar en 1940 que el cine «es dañino, por inmoral», o a Torrente referirse a Charlot como «el repulsivo mequetrefe del hongo y el junquillo». Los ejemplos son tan abundantes (con excepciones como la de García Lorca, que en 1928 dedica un poema surrealista a Buster Keaton), que mejor es olvidarlos piadosamente.

Viridiana (1961) de Luis Buñuel.

 

Antes de 1936 se habían producido algunos pinitos, como los del documentalista Carlos Velo, autor del excelente Almadrabas (1935), en colaboración con Mantilla e influido por la escuela documentalista británica, y ciertos esfuerzos por crear un cine popular sobre el que pudiera asentarse una industria estable. Hemos citado ya las películas de Florián Rey y de Imperio Argentina y podrían añadirse La traviesa molinera (1934) del norteamericano Harry d’Abbadie d’Arrast, sobre la obra de Alarcón, y La verbena de la Paloma (1935) de Benito Perojo. Pero no mucho más.

A partir de 1939 vuelve a partirse del cero absoluto. En 1941 se decreta, por razones patrióticas, la prohibición de proyectar películas en otro idioma que el español. La obligatoriedad del doblaje, tan bien intencionada, iba a hacer un flaco servicio al cine nacional, regalando el arma del idioma a las estrellas extranjeras. En 1943 se organiza la protección económica del cine español, otorgando el Estado permisos de importación de films extranjeros a los productores españoles, en cantidad proporcional a la calidad de sus películas producidas. Se estableció una Comisión Clasificadora y el sistema entró en vigor inmediatamente. Películas como El escándalo (1943) de José Luis Sáenz de Heredia y El clavo (1943) de Rafael Gil se llevaron la palma con quince permisos de importación cada una de ellas. Este sistema era peligroso, y se corroboró enseguida, porque el productor pasaba a desinteresarse del destino comercial de su película (que en ocasiones ni llegaba a estrenarse) y hacía el gran negocio con la importación de varias películas americanas o vendiendo sus licencias en un turbio mercado negro.

Crear de la nada una cinematografía nacional vigorosa no es cosa fácil, y más cuando el pulso intelectual de España andaba tan divorciado del resto del mundo. Mientras en Italia se hace Roma, ciudad abierta y en París se representa Las manos sucias de Sartre, una encuesta revela que los títulos preferidos del público español son Locura de amor, El pescador de coplas, Currito de la Cruz y Un caballero andaluz. Es como para echarse a llorar. Sáenz de Heredia intentó consolidar la posición industrial del cine español con películas costosas y pasmó a la crítica con El escándalo (presupuesto: 2.750.000 pesetas de 1943), sobre la novela de Pedro Antonio de Alarcón. Los críticos se deshicieron en elogios ante un travelling subjetivo, olvidando que Murnau había hecho esto y mucho más veinte años antes en El último, y se extasiaron, dos años más tarde, ante los trucajes de El destino se disculpa (1945), también de Sáenz de Heredia, sin acordarse de que cosas como éstas las había hecho Méliès desde los albores del cine.

Rafael Gil, procedente del campo de la crítica, y que había rodado documentales para el gobierno republicano, como Soldados campesinos (1938), Sanidad (1938) y Salvad la cosecha (1938), realiza en 1939 La corrida de la Victoria, La Copa del Generalísimo en Barcelona y Flechas. En este momento en que privan las andaluzadas, las malas reconstrucciones de escayola, con profusión de barbas postizas y de jubones, el «cine de smoking» (o de levitas, que para el caso es lo mismo), y los «¡Viva Cartagena!», Rafael Gil se distingue por intentar un sendero más popular, con comedias que intentan aproximarse, siquiera tímidamente, a la realidad, al hombre de la calle, como Viaje sin destino (1942) y Huella de luz (1942).

El nivel de la producción es bajísimo, más en lo que atañe a la calidad que a la cantidad (24 películas en 1940; 31 en 1941; 52 en 1942; 49 en 1943; 33 en 1944; 31 en 1945). Tanto es así, que en 1944 el gobierno crea una categoría especial de películas, llamadas de «Interés nacional», tratando de remontar mediante estímulos económicos la anemia artística crónica de la producción, polarizada hacia el falso cine histórico, el falso cine religioso, el falso cine social o el falso cine folclórico. Pero las cosas no mejoran mucho y veremos recaer los beneficios del Interés nacional en títulos como Eugenia de Montijo, Misión blanca, Dulcinea, La Lola se va a los puertos, Pequeñeces o Todo es posible en Granada. El cine español vive de espaldas a la realidad, embobado por las castañuelas y los géneros de guardarropía e ignorando que han existido unos maestros que se llaman Eisenstein, Stroheim, René Clair, Chaplin, Murnau o Renoir.

La situación es tan grave que en 1955 el Cine Club Universitario de Salamanca hace un llamamiento al país para celebrar unas Conversaciones Nacionales en torno a los problemas de nuestra cinematografía. En este llamamiento se apuesta por un viraje del cine hacia la gran tradición realista de la cultura española y se citan los nombres de Ribera, de Goya, de Quevedo y de Mateo Alemán. El llamamiento concluye con un patético y esperanzador: «El cine español ha muerto. ¡Viva el cine español!»

Y es así como, con escándalo de muchos, las venerables y seculares piedras de la universidad salmantina albergan en mayo de 1955 a un grupo de hombres de variada procedencia, que discuten los males de nuestro cine y redactan unas conclusiones, hoy ya célebres, encabezadas por un diagnóstico contundente y desprovisto de todo eufemismo, formulado por Juan Antonio Bardem: «El cine español actual es: políticamente ineficaz. Socialmente falso. Intelectualmente ínfimo. Estéticamente nulo. Industrialmente raquítico». No puede pedirse más claridad.

El año 1955 es también, no hay que olvidarlo, el año en que aparece El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, una de las mejores novelas españolas de la posguerra y que marca un punto de partida en la narrativa literaria realista. Una nueva cultura, veraz y antirretórica, se está poniendo en marcha. Porque en las Conversaciones de Salamanca, que han dado vida a la Carta Magna de un nuevo cine hispano, han participado activamente dos jóvenes que se han revelado ya como los puntales más firmes de la resurrección cinematográfica española: Luis G. Berlanga (1921-2010) y Juan Antonio Bardem (1922-2002). Por su edad pertenecen a la generación que no ha participado en la guerra civil y su horizonte mental, que ha recibido el impacto del neorrealismo italiano, busca caminos nuevos a través de los que expresarse. Debutaron en 1951 codirigiendo juntos Esa pareja feliz y en 1952 Berlanga realiza, con guión de Bardem, ¡Bienvenido, Mr. Marshall!, que acude a Cannes y conquista por vez primera para España un premio importante en un festival internacional. El «espíritu de Salamanca» estaba ya en esta premonitoria película realizada un año antes de firmarse los convenios hispanoamericanos, sátira de las vanas esperanzas de los habitantes del pueblecito castellano de Villar del Río, que disfrazados de andaluces aguardan la visita de una comisión de la Ayuda Americana. Por vez primera el cine español se atreve a hacer la disección de una comunidad nacional, con el bisturí del humor, dando además un aldabonazo a la conciencia de los espectadores: hemos de abordar y solucionar nuestros problemas sin soñar que vengan otros a resolverlos.

El año 1955, que es el año de las Conversaciones de Salamanca, es también el año en que triunfa en Cannes Muerte de un ciclista, de Bardem, que influido por Antonioni describe el egoísmo de las capas altas de la sociedad madrileña y la crisis de conciencia del protagonista (Alberto Closas), un profesor universitario, en contacto con una generación nueva, moralmente más sana que la de sus mayores y que representa el futuro de un país hendido por cicatrices demasiado profundas. Las búsquedas estilísticas de Muerte de un ciclista estaban ya esbozadas en su anterior Cómicos (1954), entrañable documento de las interioridades y miserias del mundo del teatro (Bardem era hijo de actores), a través de la difícil lucha vocacional de una joven actriz (Christian Galve). Muerte de un ciclista inauguró una trilogía completada por Calle Mayor (1956), examen de la mediocridad de la vida en una pequeña ciudad de provincias a través de la frustración sentimental de una mujer destinada a convertirse en solterona (Betsy Blair), y por La venganza (1958), retablo de la vida en el campo que es, a la vez, una parábola sobre los últimos años de la historia de España.

Convertido en uno de los nombres más prometedores del cine europeo por su valentía polémica y su llamada apremiante a la solidaridad entre los hombres, Bardem fue a México para rodar una adaptación libre de las Sonatas (1959) de don Ramón del ValleInclán, que tuvo presente la lección de Visconti en Senso. Su prestigio le permitió disponer de grandes medios materiales, pero el cine-espectáculo destinado a atraer a grandes públicos, para hacer más eficaz su mensaje, es un género lleno de trampas a las que Bardem no fue capaz de sustraerse. A partir de este momento proseguiría su carrera titubeante con A las cinco de la tarde (1960), Los inocentes (1962), Nunca pasa nada (1963), Los pianos mecánicos (1965) y El último día de la guerra (1970).

La obra de Berlanga avanzó por un camino muy diverso, por el del humor sainetesco, con pinceladas poéticas y toques nostálgicos: el veraneo «fin de siglo» de Novio a la vista (1953) y las andanzas de un sabio atómico norteamericano refugiado en un pueblecito costero español en Calabuch (1956), son pretextos para esbozar, como en ¡Bienvenido, Mr. Marshall!, las caricaturas amables de unas comunidades y de sus tipos más representativos. Disgustado por las alteraciones y mutilaciones infligidas a Los jueves, milagro (1957), Berlanga se alejó del cine por unos años, hasta que su encuentro con Rafael Azcona, que había escrito ya el guión de El pisito (1958), del italiano Marco Ferreri, imprimió un viraje radical a su obra, introduciendo la crueldad del «humor negro» en sus sátiras, que abandonan sus vuelos poéticos para adquirir una mayor mordacidad e incisividad crítica, entroncada con la gran tradición satírica de la narrativa del Siglo de Oro. A esta nueva etapa de colaboración con Azcona pertenecen Plácido (1962), sobre la inoperancia e hipocresía de ciertas prácticas de caridad, y El verdugo (1963), que muestra cómo la necesidad y la presión de las circunstancias obligan a un hombre a asumir una profesión que le repugna, la de verdugo. Sus siguientes films, La boutique (1967) y Vivan los novios (1970), resultaron netamente inferiores.

Bardem y Berlanga rompieron el frente del nuevo cine español, que trata de reflejar con autenticidad —como hicieron los maestros del pasado recordados en Salamanca— la realidad social en la que están inmersos. Ambos proceden del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC), creado en 1947 —y convertido en 1962 en Escuela Oficial de Cinematografía (EOC)—, que es de hecho una universidad a la que acuden los jóvenes con el ánimo de aprender seriamente una profesión, viendo en el cine el fenómeno cultural más importante de nuestra época. Verdad es que a Bardem le suspendieron en el último curso y no llegó jamás a obtener el diploma, evidenciando hasta qué punto son arbitrarias y discutibles las academias en el campo del arte. Pero ya es mucho introducir un espíritu estudioso, serio y universitario en el mundo del cine español sustentado, salvo raras excepciones, en las trapacerías, en el halago más vergonzoso para obtener prebendas y protecciones económicas, en las señoritas equívocas que se dicen aspirantes a actrices y en los señores que se dicen productores para conquistar a las aspirantes a actrices. La presión de la nueva generación —como ha ocurrido en Francia, en Italia, en Inglaterra y en los Estados Unidos— ha comenzado a sentirse cada vez con mayor fuerza y en 1959 otro joven procedente del Instituto, Carlos Saura (n. 1932), se da a conocer con Los golfos, que es precisamente un testimonio de la frustración vocacional de una generación por la asfixiante presión del medio que les rodea.

Al aparecer Los golfos no faltará quien hable de influencias extranjeras (se citan Los olvidados de Buñuel, Torero de Velo y el Free Cinema inglés), pero bienvenidas sean estas ráfagas de aire exterior, que son precisamente una garantía de renovación y la expresión de una voluntad colectiva de ruptura con una cultura anquilosada y retórica y con el sistema de valores que la sustenta.

Sin embargo, en estos años cruciales la industria cinematográfica española vivía regulada por la Orden del 16 de julio de 1952, que mediante una protección económica discriminatoria, otorgaba subvenciones a cada película, de acuerdo con su categoría artística estimada por una Junta de Clasificación. Y así veremos cómo este proteccionismo estatal hace recaer las más bajas clasificaciones a películas tan interesantes como Los golfos o Los chicos (1959), de Marco Ferreri, causando grave quebranto a sus productores y condenando estas películas a una vida de tristísima semiclandestinidad. Y es que estas ayudas económicas selectivas actúan como elementos de presión sobre los directores, guionistas y productores, orientando sus películas hacia senderos sonrosados y alejando los temas o enfoques que no resultan gratos a la administración.

Pero quien más sale perdiendo con todo esto es el cine español. Salvando algunos auténticos exitazos comerciales, como los de Marcelino, pan y vino (1954) de Ladislao Vajda y El último cuplé (1957) del inefable Juan de Orduña, que convirtió a la actriz Sara Montiel en la primera diva del star-system nacional, el cine español vivía como anómalo negocio, amamantado por un proteccionismo estatal sin parangón con el de ninguna otra actividad industrial. Prueba de ello, y del divorcio que existía entre el público y el cine nacional, es la famosa «cuota de pantalla» implantada en 1955, que obligaba a las empresas de distribución a incluir en sus lotes una película española por cada cuatro extranjeras y a las empresas de exhibición a programar un día de película española por cada cuatro días de película extranjera. Evidencia palpable de que el raquítico cine español estaba viviendo en un pulmón de acero, destinado a mantenerlo en vida artificialmente.

De esta regla han escapado muy pocas excepciones, como la serie de comedias que se quieren desenfadadas y frívolas (a nivel español, claro) y que inició el productor José Luis Dibildos con Viaje de novios (1956), del argentino León Klimovsky, desencadenando todo un ciclo que pretendía inspirarse en la comedia frívola de corte internacional (Las muchachas de azul, Ana dice sí, Luna de verano, etc.).

Así las cosas, llegamos al relevo ministerial de junio de 1962, en el que Manuel Fraga Iribarne pasó a hacerse cargo de la cartera de Información y Turismo y colocó a José María García Escudero (que había participado en las Conversaciones de Salamanca) al frente de la Dirección General de Cinematografía y Teatro. A partir de este momento se produce un punto y aparte en la cinematografía española. Las exigencias del Primer Plan de Desarrollo por una parte y la necesidad de disponer de algunas películas de calidad capaces de concurrir dignamente a los festivales internacionales, provocan un cambio de rumbo en la política ministerial y, a partir de finales de 1962, asistimos a una incorporación masiva de jóvenes directores procedentes de la Escuela Oficial de Cinematografía, que imprimen un nuevo sello al penoso panorama fílmico.

Para poner un poco de orden y concierto en el mundo del cine se promulga, primero, un Código de Censura (9 de febrero de 1963), pues hasta ahora la censura reposaba en la más pura y simple arbitrariedad, y se establece una nueva ordenación jurídica (19 de agosto de 1964), en la que se recogen las fórmulas del crédito a plazo medio otorgado por el Estado a las empresas cinematográficas, las subvenciones a productores y exhibidores según un porcentaje de los ingresos brutos de taquilla obtenidos por las películas nacionales y un anticipo a los productores de un millón de pesetas por película, amortizable en tres anualidades. También se establecen protecciones específicas para las películas destinadas a menores («cine infantil») y para las declaradas de «interés especial», manteniendo la «cuota de pantalla» en la proporción de cuatro a uno.

Pero este trastorno radical del sistema proteccionista, que tuvo la virtud de permitir el debut de muchos jóvenes realizadores, condujo a un anómalo y vertiginoso crecimiento de nuestra producción, que en 1966 alcanzó la cifra récord de 164 largometrajes (de los cuales 97 eran coproducciones con otros países), cifra exorbitante y desproporcionada con la capacidad de absorción del mercado interior, lo que provocó que en 1967 se estableciera una mejora de la «cuota de pantalla», en la proporción de tres a uno, para dar salida a aquella congestión de celuloide.

Todo esto significa, en resumen, que ciertos problemas de fondo aún no han sido resueltos, y la desaparición de la Dirección General de Cinematografía y Teatro y de su titular a finales de 1967, con motivo de la reorganización administrativa subsiguiente a la devaluación de la peseta, marcó un compás de espera en su solución. No obstante, ahí están las películas del que se ha denominado «Nuevo Cine Español», cuya difusión fue arropada por la madrileña revista Nuestro Cine, y que supuso un evidente progreso en relación con lo que venía rodándose hasta ahora en estas latitudes. Entre sus figuras más significativas se hallaban: Manuel Summers, dibujante humorístico que ha trasplantado a la pantalla su inspiración cómica («humor gris marengo», según el propio autor) en Del rosa al amarillo (1963), La niña de luto (1964), El juego de la oca (1965), Juguetes rotos (1966), No somos de piedra (1968), ¿Por qué te engaña tu marido? (1968), cada vez en una línea más comercial y facilona, y Urtain, rey de la selva (1969); Carlos Saura, primer realizador joven que aborda la superproducción internacional en Llanto por un bandido (1964), a la que sigue la vigorosa parábola buñuelesca de La caza (1965), premiada en el festival de Berlín por «la valentía e indignación con que presenta una situación humana característica de su tiempo y de su sociedad», Peppermint frappé (1967), que dedica a su maestro Luis Buñuel y que es premiada nuevamente en Berlín, Stress es tres, tres (1968), La madriguera (1969), El jardín de las delicias (1970) y Ana y los lobos (1972), films casi siempre claustrofóbicos y muy densos que ilustran, a veces, por vía alegórica, las grandes contradicciones históricas y morales de la burguesía española; Miguel Picazo, que realizó una eficaz adaptación libre de La tía Tula (1964), de Miguel de Unamuno, protagonizada por Aurora Bautista, y dirigió luego Oscuros sueños de agosto (1967); Francisco Regueiro, autor de El buen amor (1963), Amador (1965), Si volvemos a vernos (1967) y Me enveneno de azules (1969); Jorge Grau, director de Noche de verano (1962), El espontáneo (1964), Acteón (1965), Una historia de amor (1966), La cena (1968) y Cántico (1970); Julio Diamante, que tras su experiencia teatral realiza Los que no fuimos a la guerra (1961), Tiempo de amor (1964), El arte de vivir (1965) y Neurosis (1968); Mario Camus, en cuya irregular carrera destacan Los farsantes (1963), Young Sánchez (1964), film pugilístico premiado en el festival del Mar del Plata, y Con el viento solano (1965); Antonio Eceiza, que dirige El próximo otoño (1963), De cuerpo presente (1965) y El último encuentro (1966); Basilio M. Patino, que ha reflejado los conflictos íntimos de un universitario de Salamanca en Nueve cartas a Berta (1966) y ha realizado luego Del amor y otras soledades (1969); y Angelino Fons, adaptador de La busca (1966), de Pío Baroja, y de Fortunata y Jacinta (1970) y Marianela (1973), de Pérez Galdós. Entre los últimos incorporados a la realización figuran los ex críticos Víctor Erice —con El espíritu de la colmena (1973)—, J. L. Egea y Claudio Guerin Hill (fallecido en 1973), autores de Los desafíos (1968), film de sketches producido por Elías Querejeta, y Pedro Olea, autor de El bosque del lobo (1970), interesante documento sobre la superstición popular en la Galicia finisecular, y del inquietante No es bueno que el hombre esté solo (1973).

En Barcelona, que había sido la capital cinematográfica de España en el período mudo, el escaso desarrollo de las estructuras industriales en este terreno dificultan el florecimiento de un movimiento paralelo, a pesar de lo cual deben recordarse los nombres de José Luis Font, con Vida de familia (1963); Jaime Camino, autor de Los felices sesenta (1964), Mañana será otro día (1966), España otra vez (1968) y Un invierno en Mallorca (1969), sobre George Sand y Chopin en Valldemosa; Vicente Aranda, que tras Brillante porvenir (1964) realizó Fata Morgana (1966) y Pedro Balañá, autor de El último sábado (1966). Pero el punto de partida de la insólita Fata Morgana, que se desarrolla en el clima enrarecido que precede a una hecatombe nuclear, supone un viraje hacia nuevos horizontes estéticos, que acaban por cristalizar en la «Escuela de Barcelona», caracterizada por cierta vocación experimentalista y vanguardista, y que en el campo del largometraje ha producido Dante no es únicamente severo (1967) de Jacinto Esteva y Joaquín Jordá, que vino a convertirse en un manifiesto neodadaísta de la Escuela, seguido por Después del diluvio (1968) de Jacinto Esteva, Cada vez que… (1967) de Carlos Durán, Ditirambo (1967) del novelista Gonzalo Suárez y Noches de vino tinto (1967) y Biotaxia (1968) de José María Nunes, films nacidos en actitud polémica e incidiendo en la querella, mal planteada, entre un naturalismo atribuido al joven cine madrileño y una imaginación de ruptura atribuida al grupo de Barcelona. Joaquín Jordá formulará sintéticamente una razón de ser de la Escuela al declarar: «Como no podemos hacer Victor Hugo, hacemos Mallarmé».

Dante no es únicamente severo (1967) de Jacinto Esteva y Joaquín Jordá.

 

A pesar de este nutrido abanico de nombres y de que, en líneas generales, se produjo en estos años una mejora sustancial en la calidad de las películas españolas, el divorcio entre el cine español y su público siguió persistiendo casi siempre y la producción se siguió planteando en base a la protección económica del Estado. Este sistema demostró su endeblez cuando, por razones de tesorería, la administración dilató anormalmente los plazos de pago, creando un grave quebranto en la industria, muy dolida ya por la severidad de una censura que hacía radicalmente inviable la competitividad del cine español en el mercado internacional y aun en el nacional. El duro bache de 1969 y 1970 deterioró la ya frágil salud del «Nuevo Cine Español» y motivó enérgicas tomas de posición públicas de las agrupaciones profesionales de realizadores y de productores españoles. Las películas renovadoras —como El hombre oculto (1970) de Alfonso Ungría, realizador que no consigue estrenar su segundo largometraje Tirarse al monte (1971)— se hacen cada vez más raras y ante el descalabro general económico y artístico los creadores o se comercializan o convierten su producción en arriesgada aventura financiera. Tal vez Las crueles (1969), film hitchcockiano de Vicente Aranda, Un invierno en Mallorca (1969) de Jaime Camino y La respuesta (1969) de José María Forn hayan sido las últimas muestras de un cine catalán de autor y de producción industrial «ortodoxa». La crisis industrial ha hecho que nacieran con planteamientos de producción o de explotación más o menos heterodoxos films como Sexperiencias (1968) de José María Nunes, los ensayos poemáticos de Pedro Portabella, Nocturno 29 (1968) y Vampir (1970); El extraño caso del doctor Fausto (1969) y Aoom (1970) de Gonzalo Suárez y Liberxina 90 (1970) de Carlos Durán, films realizados contracorriente y que únicamente tienen en común una libertad de escritura que repudia toda fórmula naturalista, herencia, quiérase o no, del impulso vanguardista que supuso la efímera Escuela de Barcelona y consecuencia, en última instancia, de una tradición plástica y literaria hedonista, barroca, imaginativa y antinaturalista, sólidamente asentada en el último siglo de la cultura catalana (Gaudí, Miró, Salvat-Papasseit, etc.). Este viraje hizo nacer en el cine español la querella sobre el underground, fenómeno de marginación nacido históricamente en un contexto cultural y social muy diverso, pero planteado aquí como solución desesperada de supervivencia cinematográfica, querella que alcanzaría también a los medios cinematográficos de Madrid, aportando al nuevo movimiento El desastre de Annual (1970), revulsivo largometraje de Ricardo Franco rodado en 16 mm, como habían hecho ya otros cineastas de Barcelona.

Cualquiera que sea el juicio de valor sobre este capítulo de la historia del cine español, es inevitable constatar que es a partir del raquitismo de la industria que deben explicarse las nuevas respuestas y soluciones que con su afirmación no hacen más que corroborar la gravísima enfermedad del cine y de la cultura española.

 CINE DOCUMENTAL Y DE ANIMACIÓN

En los últimos capítulos hemos ido viendo la expansión e importancia que el género documental ha ido adquiriendo desde 1940 y la cantidad de realizadores que han hecho sus primeras armas en este género (Rossellini, René Clément, Georges Franju, Alain Resnais, Agnès Varda, Lindsay Anderson, Tony Richardson). El campo de la información, de la pedagogía, del arte y de la investigación científica han sido, junto con las cadenas de televisión, plataformas para el vastísimo desarrollo del género. Tras la muerte de su fundador Robert Flaherty en 1951, algunos sólidos pioneros del cine documental permanecieron todavía en activo, como el soviético Roman Karmen, que atraviesa continentes para rodar Vietnam (1955) y Cuba (1961). También la cámara viajera de Joris Ivens sigue el hilo de las grandes convulsiones mundiales, fundiendo su aliento lírico y su espíritu combativo en obras de exigente calidad, como Das Lied der Strome (1954), rodada en la República Democrática Alemana, La Seine a rencontré Paris (1957), Lettres de Chine (1958), L’Italia non é un paese povero (1959), Carnet de viaje (1961), en Cuba, A Valparaíso (1962), en Chile, y Le ciel, la terre (1965), en Vietnam. Como lamentable contrapartida, registremos que el motor de la clásica y antaño floreciente escuela documental británica, fundada por Grierson, fue liquidado en 1952 por el gobierno conservador, alegando razones económicas.

Nos hemos referido antes también a las aportaciones documentales del joven Free Cinema inglés —que toma el relevo del grupo de Grierson— y del movimiento New American Cinema Group, así como la obra del sueco Arne Sücksdorff y al nacimiento del documental de arte, por obra de Luciano Emmer y Enrico Gras. Este género, que recibió un gran impulso por obra de Alain Resnais, adquiere una nueva dimensión con El misterio Picasso (Le mystère Picasso, 1956), en donde H. G. Clouzot nos hace asistir en calidad de testigos privilegiados al proceso creador de este gran artista ante su tela, con la aventura de su portentosa invención plástica captada en la fragancia de su materialización.

La cámara tomavistas ha aprendido a sorprender y a descomponer los procesos espacio-temporales con una fidelidad y penetración que Jean Epstein, en sus elucubraciones, había intuido brumosamente. Este progreso es muy evidente en el amplio campo de la cinematografía científica, que puede valerse de las radiaciones luminosas invisibles (ultravioletas o infrarrojas) para registrar fenómenos biológicos o químico-físicos que se verían perturbados por la presencia de radiaciones visibles, o emplear el movimiento acelerado para estudiar procesos muy lentos (crecimiento de plantas, formación de cristales) y el ralentí para analizar los muy veloces (explosiones, trayectorias balísticas, aleteo de insectos), o recurrir al microscopio o al telescopio (o al teleobjetivo de larga distancia focal), que han hecho posible el nacimiento de la microcinematografía y de la macrocinematografía. Estos recursos técnicos permiten un mejor conocimiento de la naturaleza y tienen una valiosísima aplicación tanto en el campo de la investigación como en el de la enseñanza. Ejemplos bien diversos nos los ofrecen el documental cosmológico El mundo del silencio (Le Monde du silence, 1956), exploración subacuática del comandante Jacques-Yves Cousteau, y Corps profond (1963), de Igor Barrère y Étienne Lalou, que han captado imágenes de los órganos y vísceras del cuerpo humano vivo, en su normal funcionamiento biológico, valiéndose de un eficaz endoscopio.

Por otra parte, el espectacular desarrollo de la televisión y el renovado interés por resucitar los grandes acontecimientos históricos del pasado han dado lugar al florecimiento de los llamados «films de montaje» o «films de archivo», entre los que merecen recordarse Le Temps du ghetto (1961), Mourir à Madrid (1962) y La révolution d’Octobre (1967) del francés Frédéric Rossif, Mein Kampf (1961), del sueco Erwin Leiser, All’armi, siam fascisti! (1962), de Lino del Fra, Cecilia Mangini y Lino Miccichè, y Oby knovenny fachizm [El fascismo ordinario] (1964) de Mijaíl Romm.

Un examen más pormenorizado merece el llamado «cine-directo», que es un eslabón más en la vieja aspiración de objetividad integral que arranca históricamente del mito del «cine-ojo», de Dziga Vértov. Una de las dificultades con que tropezó Vértov para hacer realidad su aspiración fue la tosquedad de la tecnología cinematográfica de su época. Pero importantes avances técnicos, como la fabricación de emulsiones hipersensibles, de cámaras ligeras y compactas y la grabación magnética de sonido, en sincronía con la cámara, han derribado algunas de las barreras materiales que impedían su realización. Concretamente, la aparición del magnetófono portátil suizo Nagra en 1958 y de la cámara compacta KMT, de tres kilos de peso, lanzada en 1960 gracias a los trabajos de André Coutant, M. Mathot y la casa Eclair, suministraron el utillaje adecuado para que el «cine-directo» fuera una realidad. El etnógrafo francés Jean Rouch, que había rodado en África varios interesantes documentales, como Les fils de l’eau (1955), Les maîtres fous (1955) y Moi, un noir (1958), realizó la primera experiencia de cinéma-vérité con Chronique d’un été (1961), en colaboración con el sociólogo Edgar Morin.

Chronique d’un été es una experiencia límite que tiene su antecedente en las técnicas de entrevista y encuesta que había desarrollado ya la televisión. Su autenticidad puede ser discutida, desde el momento en que de las veinticinco horas de película impresionada hubo que operar una reducción selectiva mediante el montaje. Y ya, durante el rodaje, era ontológicamente inevitable que ciertos subjetivismos (elección del encuadre, inhibiciones o simulaciones de los personajes entrevistados) vinieran a perturbar la «objetividad integral» que era la meta del cinéma-vérité. Pero al margen de todas estas reservas, la experiencia pura o impura del cinéma-vérité, que intenta una aproximación maximalista al hombre real y a su intimidad, eliminando en lo posible todo condicionamiento, vale como exploración antropológica más que sociológica. El cinéma-vérité cambió su nombre por el más correcto y modesto de «cine-directo» (cambio extraordinariamente significativo) y a este movimiento se adscribieron películas de gran interés, como Regards sur la folie (1962), rodada en el interior de un manicomio por Mario Ruspoli, y ciertas producciones canadienses, como Pour la suite du monde (1962) de Michel Brault y Pierre Perrault. De las nuevas técnicas del cine documental (y en especial del rodaje en 16 mm) se beneficiaron también algunos cineastas relativamente tradicionales, como Louis Malle, que con este procedimiento rodó su Calcuta (Calcutta, 1969).

Simultáneamente, e incluso con alguna antelación, algunos cameramen norteamericanos, especialmente vinculados a las cadenas de televisión, estaban realizando experiencias similares, con muchas menos pretensiones teoréticas e intelectuales y, también hay que decirlo, con una eficacia casi siempre superior. En este frente del «cine-directo» norteamericano, extraordinariamente funcional en su cometido de prolongar el ojo y el oído del hombre inmerso en la realidad, han destacado Don Alan Pennebaker, los hermanos Albert y David Maysles, autores de Beatles in U.S.A., y sobre todo Richard Leacock, que había trabajado como operador de Flaherty en Louisiana Story y que asociado con Robert Drew produjeron y realizaron Primary (1960), sobre la campaña electoral del presidente Kennedy, Yanki no! (1960), rodada en América Latina, Eddie (1961), sobre el piloto automovilista Eddie Sachs, Kenya (1961), The Chair (1963), sobre un negro condenado a la silla eléctrica, Jane (1963), sobre la actriz Jane Fonda, etc.

En el campo de la animación ya no es correcto referirse únicamente a los dibujos animados, pues el frente se ha ensanchado considerablemente, ha creado sus festivales propios (como el anual de Annecy) y ha diversificado considerablemente sus técnicas: marionetas articuladas y objetos (Jiri Trnka, McLaren), collages (Henri Gruel, Borowczyk, Lenica), animación de figuras bidimensionales (Lotte Reiniger, Carl Koch), dibujo directo sobre película (McLaren), y la animación de una pantalla de alfileres (sistema iniciado en 1931), cuyas cabezas componen las figuras en un estilo puntillista, como hicieron Alexander Alexeieff y Claire Parker para rodar el prólogo de El proceso de Orson Welles.

En el campo estricto de los dibujos animados la novedad más espectacular nos la ofrece el desplome del imperio de Walt Disney, cuyo negocio alcanza en 1960 un déficit de 1.300.000 dólares. Disney no ha podido hacer frente al embate de Tom y Jerry, ni a los Terrytoons que Paul Terry realiza para la 20th Century Fox (cuyo personaje más afortunado fue el ratón superman llamado Mighty Mouse), ni a los excelentes dibujantes de la United Productions of America (Stephen Bosustow, Pete Burness, Robert Cannon, John Hubley, Art Babbit, Ted Parmelee, etc.), que han impuesto la técnica de la animación limitada, otorgando únicamente movimiento a ciertas partes del muñeco (por ejemplo, las piernas y la boca).

Pero la elevación de costos y la expansión de la publicidad filmada en todo el mundo occidental (en 1958, el 25% de la publicidad televisada en Inglaterra estaba compuesta por dibujos animados) contribuyó a la paulatina descomposición del grupo, que hacia 1960 ya se había desintegrado completamente. Captados unos dibujantes por la publicidad y especializados otros en el diseño de portadas cinematográficas (como el excelente Saul Bass), la profesión retornó a sus orígenes artesanales, lo que explica que mientras los dibujos animados norteamericanos entraban en un período de aguda crisis, algunos creadores europeos —que se han beneficiado, incuestionablemente, de las técnicas americanas, y particularmente de las de la UPA— conocían un momento de auge, como los ingleses Richard Williams, Bob Godfrey y George Dunning —que alcanzó celebridad mundial con El submarino amarillo (Yellow Submarine, 1969), de prodigiosa imaginación poética—, los polacos Walerian Borowczyk y Jan Lenica (que han combinado dibujos, trucajes, collages y animación de objetos reales) y el francés Henri Gruel, que causó sensación con su insolente La Joconde (1957), con texto de Boris Vian. Caso aparte es el del incansable experimentador Norman McLaren, que prosigue su carrera en el National Film Board de Canadá pintando sus imágenes y sonidos directamente sobre película, o jugando con guarismos recortados (Rythmetic, 1956) o utilizando actores y objetos reales, como, por ejemplo, en la estupenda A Chairy Tale (1957), combate entre un hombre y una silla, que no permite que se le sienten encima.

En este contexto de elevación meteórica de costos (que obliga a una radical simplificación técnica), de comercialización progresiva del género por absorción de las empresas publicitarias y de la decadencia del largometraje de dibujos animados, sorprende la aparición de Rebelión en la granja (Animal Farm, 1956), de los excelentes animadores británicos John Halas y Joy Batchelor, que inmersos en el clima de Guerra Fría realizan este largometraje de propaganda anticomunista, en un estilo muy tradicional, adaptando la novela de George Orwell. Después de esta experiencia, tan sólo la maquinaria industrial de Walt Disney —que se sostiene con la explotación de su parque de atracciones Disneylandia y con la producción de la serie documental True Life Adventures y de películas de imagen real— sigue ofreciendo esporádicamente algunos largometrajes, como La dama y el vagabundo (Lady and the Tramp, 1955), Los 101 dálmatas (101 Dalmatians, 1960), pálida sombra de su antiguo esplendor, y El libro de la selva (Jungle Book, 1966), que fue su última producción animada. Al producirse su fallecimiento en 1966, el universo de los dibujos animados había conocido una evolución tan profunda en su función expresiva (antaño estaban asimilados al «cine infantil») y en su técnica, que podía establecerse un parangón con el destino general del cine contemporáneo: absorción por el campo comercial (dibujos publicitarios) o «cine de autor», concebido como creación artesanal y realizado con gran libertad expresiva.

Las dificultades de producción inherente al género estimularon la incorporación al cine de animación de personajes que habían alcanzado ya gran popularidad en los cómics impresos —fenómeno que no era nuevo—, naciendo así los largometrajes Carlitos y Snoopy (A Boy Named Charlie Brown, 1970), de Bill Melendez sobre los popularísimos Peanuts de Charles M. Schulz, y Fritz the Cat (1972), de Ralph Bakshi, con el destructivo e irreverente gato dibujado por Robert Crumb.

 


 

«Post scriptum» de 1987

 

 


AÑOS DE CRISIS Y TRANSFORMACIÓN

 

 

 HACIA UNA REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA DE LA IMAGEN

A mediados de los años sesenta era ya una evidencia difícilmente rebatible que el cine, entendido como espectáculo comunitario en grandes salas, vivía un período de grave crisis producida por la implacable competencia del televisor doméstico. Pero si esta variedad concreta de exhibición cinematográfica aparecía declinante, la industria de la imagen en movimiento vivía en su conjunto un período de excepcional expansión y prosperidad. En los años sesenta el cine se convirtió, definitivamente, en un medio de comunicación audiovisual que se expandía hacia diferentes sectores de la vida social. En colegios y universidades, en laboratorios de investigación, en el seno de astronaves, en el esparcimiento privado, como álbum de recuerdos o como instrumento de experimentación audiovisual, la cinta cinematográfica tendía a reemplazar, en muchos aspectos, al papel como soporte de fijación de la información. El mundo entraba en la revolucionaria «era de la imagen», al mismo tiempo que los industriales del cine se quejaban del descenso de la frecuentación en las salas.

Este fenómeno se resumía, de un modo sintético, como una modificación y reestructuración profunda de la industria y del mercado de la imagen en movimiento en una era dominada por la presencia de la televisión en color. Las formas arcaicas de comunicación cinematográfica (la exhibición comunitaria en grandes salas) tendían a declinar, a la vez que otras formas nuevas de cine (como el cine exhibido en la pantalla del televisor) conocían un auge creciente e irreversible. No debía hablarse, por lo tanto, de una crisis, sino más bien de una transformación que afectaba al cine como medio de información y como entretenimiento.

Entre los factores que incidían en las transformaciones apuntadas figuró de modo revelarte la implantación del magnetoscopio (o videotape) como utillaje para el registro de imágenes en movimiento. Lanzado al mercado en 1956 por la empresa californiana Ampex, el magnetoscopio paulatinamente perfeccionado opuso sus numerosas ventajas técnicas a la ya arcaica imagen fotoquímica de la película cinematográfica. La posibilidad de verificar el resultado de la grabación durante e inmediatamente después de su registro y sin necesidad de la mediación de un laboratorio para revelado y positivado de la imagen, así como la posibilidad de borrado y de nuevo registro sobre la cinta eran las dos ventajas primordiales que la nueva tecnología ofrecía a la industria de la imagen, a la espera de la implantación comercial de la alta definición. Desde 1971, la utilización del magnetoscopio para la producción de películas comerciales fue ya una realidad, abaratando su coste y reduciendo su tiempo de rodaje. Por la facilidad de su manejo, el magnetoscopio convergía además con las preocupaciones democráticas de los cineastas underground en su actitud de convertir el instrumental cinematográfico en algo tan común y universal como el bolígrafo y la cuartilla de papel, al alcance de todos los ciudadanos. Era una meta ambiciosa, pero coherente con las propuestas de democratización de la cultura de masas.

A través de las premisas señaladas se dibujó la utopía de la comunicación pandemocrática en un futuro más o menos lejano, si bien para que ello ocurriera era menester que no solamente los medios de producción de imágenes fueran asequibles a todos los ciudadanos —y no únicamente a unos especialistas—, sino también que los canales de distribución-exhibición, que permiten el acceso de los mensajes a las masas espectadoras, quebraran sus rígidas estructuras oligopolísticas y pusieran fin a su severa selectividad, motivada por intereses mercantiles o por razones ideológicas. Sólo entonces la producción y el consumo de imágenes animadas serían verdaderamente democráticos.


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