CRISIS Y SUPERVIVENCIA DE LOS CINES EUROPEOS



Con el mercado interior mermado por la competencia de la televisión y otras modalidades de empleo del ocio, y sin capacidad para competir con el atractivo comercial de las superproducciones de las multinacionales yanquis, los cines europeos vivieron un proceso de crisis atenuado en parte por las políticas proteccionistas de subvenciones estatales, o por las producciones o coproducciones para las televisiones oficiales, que de este modo compensaban a los profesionales y a la industria del cine del daño que causa la hegemonía de la televisión en el mercado audiovisual. En esta época, los expertos de la Comunidad Económica Europea estimaban que un tercio de los ingresos de un film europeo deberían proceder de la subvención estatal, otro tercio de los ingresos del mercado interior y el restante tercio de la exportación.

En Francia, el prolongado silencio de un cineasta tan riguroso como Robert Bresson, inactivo durante cinco años, entre El diablo, probablemente (Le Diable, probablement, 1976), y El dinero (L’Argent, 1982), dio una justa medida de la crisis. En el otro extremo del espectro generacional, el suicidio de Jean Eustache en 1981, único cineasta que prolongó intacto el aliento renovador de la nueva ola en la década siguiente, con sus casi cuatro horas de creatividad en La maman et la putain (1972), confirmaba el callejón sin salida del mortecino cine galo. Es cierto que algunas personalidades brillantes, con nombres bien implantados en el mercado, escaparon al desastre. Tal fue el caso del romántico y elegante Truffaut, autor de La historia de Adèle H. (L’Histoire d’Adèle H., 1974), sobre la trágica pasión amorosa de esta hija de Victor Hugo (Isabelle Adjani), de la sensible reflexión sobre la muerte de La chambre verte (1978), de la recreación del París ocupado por los alemanes y visto desde el mundo del teatro en El último metro (Le Dernier Métro, 1980) y de La mujer de al lado (La femme d’à côté, 1981). Pero la muerte de Truffaut en 1984, tras la realización del thriller Vivamente el domingo (Vivement le dimanche, 1983), privó a Francia de uno de los realizadores que había mantenido con más regularidad y continuidad una carrera artísticamente digna.

Mucho menos activo y más reflexivo que Truffaut, Alain Resnais prosiguió explorando los mecanismos del psiquismo humano a través de virtuosas experiencias de montaje, ya utilizando como vehículo la imaginación de un escritor enfermo (John Gielgud) en Providencia (Providence, 1976), ya estudiando los conflictos de unos personajes de clases sociales diferentes y orígenes diversos analizados como cobayas en un laboratorio conductista, ejercicio que de la mano del profesor Henri Laborit dirigió en Mi tío de América (Mon oncle d’Amérique, 1980). La obra personalísima de Resnais avanzó con La vie est un roman (1983), situada en un castillo de la felicidad convertido en fundación pedagógica y en la que se discute la futura formación de los niños. El conocimiento del ser humano, más allá de las apariencias, ha sido un eje central en las indagaciones de Resnais y siguió guiándole en L’Amour à mort (1984) e incluso cuando adaptó una vetusta pieza teatral de Bernstein en Mélo (1986).

Godard, por su parte, demostró la permanencia de su vocación experimental con la producción francosuiza Sálvese quien pueda (Sauve qui peut la vie, 1980), film pesimista que señaló su retorno a la producción no marginal. La siempre sorprendente carrera de Godard produjo Passion (1982), como diálogo entre el cine y la pintura; Nombre: Carmen (Prénom: Carmen, 1983); la libérrima y polémica interpretación de la maternidad de la Virgen María de Yo te saludo, María (Je vous salue, Marie, 1984) y El detective (Détective, 1985). También en el campo de los iconoclastas y heterodoxos militó la obra, menos publicitada y difundida, de Jacques Rivette, en cuyo Le Pont du Nord (1981) se reunieron muchos motivos de su filmografía anterior: un París extraño amenazado por la conspiración de una misteriosa organización…

Un caso de raro y elegante equilibrio entre modernidad y clasicismo literario lo proporcionó Éric Rohnmer, quien después de la inteligente aportación de su ciclo Seis cuentos morales (1962-1972), abrió un paréntesis con la singular adaptación de La marquesa de O (La marquise d’O, 1975), de Heinrich von Kleist, y con su incursión medieval de Perceval le Gallois (1978). Tras esta excursión intelectual y culterana de ex pofesor de Literatura, Rohmer inició con La mujer del aviador (La Femme de l’aviateur ou On ne saurait penser à rien, 1980), rodada con escasísimos medios, un nuevo ciclo titulado Comedias y Proverbios y de prometedora obertura. Le siguieron, como pedazos de vidas íntimas atisbadas por un antropólogo indiscreto, La buena boda (Le Beau mariage, 1981), Paulina en la playa (Pauline à la plage, 1982), Las noches de la luna llena (Les Nuits de la pleine lune, 1984) y El rayo verde (Le Rayon vert, 1986), premiada en Venecia.

Paulina en la playa (1982) de Eric Rohmer.

 

En el resto de la producción francesa, junto a la parca, irregular o difícil producción de algunos autores veteranos, como Claude Chabrol, Maurice Pialat o la novelista Marguerite Duras, se abrió paso desde 1974 la personalidad del ex crítico Bertrand Tavernier, quien obtuvo el Premio Louis Delluc con su primer film El relojero de Saint Paul (L’Horloger de Saint-Paul, 1973), al que siguieron ¡Qué empiece la fiesta! (Que la fête commence, 1974), El juez y el asesino (Le Juge et l’assassin, 1975), La muerte en directo (Death Watch/La Mort en direct, 1979) y Une semaine de vacances (1980). Pero con su aplaudido Alrededor de la medianoche (Around Midnight, 1986), protagonizado por el saxofonista Dexter Gordon, se evidenció que el cine francés también podía perecer como cine nacional, vampirizado por los modelos culturales norteamericanos. En un momento de gran incertidumbre y debilidad de la industria francesa del cine, se produjo la victoria electoral socialista de 1981, cuyo gobierno manifestó la voluntad de una reforma profunda del sector audiovisual, de carácter proteccionista ante el desafío comercial planteado por la televisión y las multinacionales yanquis. Al frente del Ministerio de Cultura, Jack Lang articuló un sistema de subvenciones anticipadas para el cine francés y en un clima de regeneracionismo cinematográfico retornaron a la industria realizadores valiosos que permanecían inactivos, como Jacques Demy, que resucitó su peculiar versión del cine musical cantado en Una habitación en la ciudad (Une chambre en ville, 1982), y Agnès Varda, que estudió con sensibilidad un caso de marginación femenina, interpretado por Sandrine Bonnaire, en Sin techo ni ley (Sans toit i loi, 1985), galardonada en Venecia. Pero la victoria conservadora de las elecciones de 1986 abrió una etapa de incertidumbre tras el enérgico impulso proteccionista de Jack Lang.

En Italia, tras el asesinato de Pasolini en 1975, después de rodar la atroz fabulación sadiana de Saló o los 120 días de Sodoma (Saló o le 120 giornate di Sodoma, 1975), y de las muertes consecutivas de Luchino Visconti (1976) y de Roberto Rossellini (1977), consagrado en sus últimos años a la televisión pedagógica, la orfandad cinematográfica se hizo notar. Fue palpable, además, en un momento de agudísima crisis producida por la competencia de la televisión. En efecto, en 1975, cuando el monopolio estatal Radiotelevisione Italiana emitía dos films por semana, las salas de cine registraron 513 millones de espectadores; en 1980, cuando el conjunto de las nuevas televisiones privadas y la pública emitían 2.000 largometrajes diarios sobre el territorio italiano, el número de espectadores de cine decayó a 241 millones.

Saló o los 120 días de Sodoma (1975) de Pier Paolo Pasolini.

 

En este contexto, la crisis afectó diversamente a los autores veteranos. El prestigio espectacular de Fellini en los mercados internacionales le permitió reunir los capitales necesarios para producir sus desmelenadas fantasías, que subrayaron la hipertrofia de la sexualidad en las costumbres contemporáneas, con la biografía del libertino veneciano Casanova (Casanova, 1976) y con La ciudad de las mujeres (La cità delle donne, 1980), films que denunciaron cierto agotamiento de su inspiración, mientras que la austera alegoría sociopolítica expuesta con la dialéctica orquesta-director en Ensayo de orquesta (Prova d’orchestra, 1978) puso en evidencia que la parquedad de recursos puede resultar más estimulante que su derroche. Pero tras el manifiesto de La ciudad de las mujeres, acerca de la atracción-pánico que la mujer ejerce sobre el macho latino formado en la matriz cultural católica, Fellini abordó su bellísimo viaje a la Belle Époque de Y la nave va (E la nave va, 1983), periplo barroco y nostálgico en transatlántico de lujo para dispersar en el mar las cenizas de una diva operística y que topa con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Fellini cerró su hermoso carnaval haciéndonos ver que el transatlántico es un decorado de Cinecittà sobre un mar de plástico… Esta desmitificación desencantada del espectáculo enlazaría coherentemente con su posterior exploración del show business en Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1985), con Giulietta Masina y Marcello Mastroianni, que fue a la vez un tributo sentimental a los mitos del cine norteamericano y una sátira feroz de las servidumbres de la televisión privada.

También la obra de Michelangelo Antonioni sufrió una notoria desaceleración en este período escasamente productivo, con De profesión, reportero (Professione: Reporter, 1974), aunque reveló la permanencia de su voluntad experimentalista con el videocine electrónico, transcrito a imagen fotoquímica, titulado El misterio de Oberwald (Il misterio di Oberwald, 1980), en donde la adaptación de una pieza de Cocteau fue el pretexto para experimentar con la generación electrónica de colores artificiales y con intención simbólica. Su Identificación de una mujer (Identificazione di una donna, 1982) corroboró su insobornable vocación de modernidad. Francesco Rosi, por su parte, retomó su persistente reflexión sobre el poder en la adaptación de El contexto de Leonardo Sciascia, titulada Excelentísimos cadáveres (Cadaveri eccelenti, 1975), evocó la Italia rural del fascismo vista durante su destierro por Carlo Levi en Cristo se paró en Eboli (Cristo si è fermato a Eboli, 1979), y estudió los contrastes de la Italia moderna a través de la reunión de tres hermanos —un profesor, un juez y un obrero— ante el lecho de su padre, un campesino del sur moribundo, en Tres hermanos (Tre fratelli, 1981). A este cine de vocación e indagación sociológica y de compromiso civil opuso Marco Ferreri un examen de los instintos del peculiar animal humano, especialmente en sus conflictivas relaciones intersexuales: La última mujer (L’ultima donna, 1975), Adiós al macho (Ciao, maschio, 1978) y Ordinaria locura (Storie di ordinaria follia, 1981), adaptando a Bukowski. En Historia de Piera (Storia di Piera, 1982) Ferreri relató las relaciones bastante insólitas entre una madre sexualmente liberada (Hanna Schygulla) y su hija (Isabelle Huppert), dúo extraordinario en el que reaparecieron todos los conflictos de sexualidad y de poder característicos del cineasta. Y en El futuro es mujer (Il futuro è donna, 1984) Ferreri llegó a la conclusión, más allá del discurso feminista, de que una mujer no puede existir sin maternidad.

Los estudios del mundo rural, tan frecuentes en el cine italiano desde los grandes films de De Santis, siguieron vigentes, como demostraron El árbol de los zuecos (L’albero degli zoccoli, 1977), un film de aliento democristiano de Ermanno Olmi, y Padre, patrón (Padre, padrone, 1977), de los hermanos Taviani, premiados ambos en el festival de Cannes. Producido por la televisión, el segundo film fue una notable adaptación de Gavino Ledda, que mostró la lucha tenaz de un pastor analfabeto contra las imposiciones de su padre, identificado como, y con, el poder opresor. Su siguiente El prado (Il prato, 1979) no rayó a la misma altura, pero ofrecieron un hermoso cuento lírico en La noche de San Lorenzo (La notte di San Lorenzo, 1981), inspirado en la historia de una matanza nazi en 1944 que marcó su propia infancia y que fue evocada desde una perspectiva infantil. A continuación pusieron en escena, en Kaos (Kaos, 1984), varios cuentos de Luigi Pirandello sobre la Sicilia rural. Pero la obra cumbre del cine rural fue el gran fresco sociohistórico en dos partes 1900 (Novecento, 1974-1976), ambicioso retablo coral de Bertolucci articulado a través de dos familias de clases antagonistas —campesinos y propietarios rurales— en el período comprendido entre la muerte de Giuseppe Verdi (1901) y la de Mussolini (1945), empresa pagada por las multinacionales yanquis y que por sus peculiaridades fue bautizada como un «Lo que el viento se llevó» comunista. A pesar de su amplia coralidad, 1900 fue un film rico en anotaciones psicoanalíticas, característica que se expandió en su operístico o incestuoso film La luna (La luna, 1978), acogido con general decepción, no borrada por su siguiente La historia de un hombre ridículo (La tragedia di un uomo ridicolo, 1981), historia del secuestro del hijo de un fabricante de quesos de Parma perpetrado por una organización terrorista.

Novecento (1976) de Bernardo Bertolucci.

 

Más frágil, pero no menos polémica, fue la obra de la directora Liliana Cavani, quien impuso su nombre con la escandalosa Portero de noche (Il portiere di notte, 1974), estudio de una relación sentimental sadomasoquista nacida en un campo de concentración nazi, y siguió alimentando vivos debates cinematográficos y culturales con su biografía de Nietzsche en Más allá del bien y del mal (Al di là del bene e del male, 1977) y con su tremendista adaptación de Curzio Malaparte en La piel (La pelle, 1981), en el marco de la liberación de Nápoles. Luego insistió en las perversiones de recetario freudiano en Tras la puerta (Oltre la porta, 1982) y adaptó la novela La cruz budista, del japonés Junichiro Tanizaki, en Berlín interior (Interno berlinese, 1986). Con Portero de noche la Cavani había descubierto que el nazismo alemán ofrecía un marco escenográfico y psicológico ideal para legitimar todas las perversiones sexuales. Recuperó este procedimiento en Berlín interior, que ofreció además la ventaja exótica de convertir a una hermosa muchacha japonesa, hija del embajador nipón en Berlín, en oficiante de los ritos homosexuales y heterosexuales, dueña y señora de las voluntades de la pareja protagonista, sometida a sus deseos.

Portero de noche (1974) de Liliana Cavani.

 

Uno de los más exitosos realizadores de la generación posneorrealista resultó ser el ecléctico Ettore Scola. En La terraza (1980) propuso una reflexión sobre la responsabilidad de los intelectuales italianos en la crisis política, social y cultural de su propio país. En Passione d’amore (1980) adaptó Fosca, de Igino Ugo Tarchetti, mientras que La noche de Varennes (La nuit de Varennes, 1981) fue una excelente recreación ambiental, social y psicológica de los hechos históricos producidos en torno a la fuga del rey Luis XVI (Michel Piccoli) y de su esposa, con la aparición de personajes del fuste de Restif de la Bretonne (Jean-Louis Barrault) y de Casanova (Marcello Mastroianni). En la cúspide de su prestigio profesional, Scola llevó a la pantalla el espectáculo sin palabras El baile (Le bal, 1983), creado por Jean-Paul Penchenat para la Compañía Théâtre du Campagnol, que en una sala de baile recrea con brillantez etapas decisivas de la historia contemporánea, con episodios situados en 1936, 1940-1942, 1944-1945, 1956, 1968 y 1983, y que ilustran con eficacia la inserción de los individuos y de las costumbres cotidianas en el flujo de la historia política. Y entre las promociones más jóvenes de la década destacó Marco Tulio Giordana, cuyo Maledetti, vi amerò (1980) fue uno de los más reveladores testimonios del naufragio juvenil de la extrema izquierda en el pos-68.

El cine británico figuró entre los más gravemente afectados por la crisis comercial y por la colonización cultural norteamericana, que convirtió sus instalaciones industriales en un gigantesco plató del cine estadounidense, beneficiándose de la comunidad idiomática y de sus competentes expertos en efectos especiales. Films norteamericanos tan aparatosos o efectistas como Superman, Alien, Flash Gordon, Nijinsky, El resplandor o En busca del arca perdida se rodaron en estudios ingleses. Ante tamaña pérdida de identidad (u ósmosis de dos cinematografías de idioma común), el deslinde de lo genuinamente británico se haría muchas veces difícil. Así, mientras Ken Russell rodaba con un pie puesto en la industria británica y otro en la yanqui la ópera rock Tommy (Tommy, 1974), su biografía Valentino (Valentino, 1976), con Rudolf Nuréyev, y su cinta fantacientífica Un viaje alucinante al fondo de la mente (Altered States, 1980), que actualizaba el mito del doctor Jekyll y mister Hyde, John Schlesinger regresaba de su largo éxodo hollywoodiano para realizar la cinta angloamericana Yanquis (Yanks, 1978), con los soldados del Tío Sam establecidos en tierras británicas durante la Segunda Guerra Mundial. Y mientras el vanguardista americano David Lynch rodaba para Mel Brooks en registro expresionista y en escenarios londinenses su notable desmitificación del cine terrorífico de monstruos El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), el inglés Karel Reisz realizaba para capitales norteamericanos el elegante y exitoso melodrama La mujer del teniente francés (The French Lieutenant’s Woman, 1981), basado en la novela de John Fowles. El californiano James Ivory, por su parte, trabajando para la industria inglesa, adaptó la novela de Henry James, ambientada en Nueva Inglaterra, Los europeos (The Europeans, 1979), la de Jean Rhys, Quartet (Quartet, 1980), situada en el París de los años veinte, la de Henry James, Las bostonianas (The Bostonians, 1984), y la de E. M. Forster Habitación con vistas (A Room wit a View, 1986), con meticulosa competencia.

La mujer del teniente francés (1981) de Karel Reisz.

 

En este contexto de confusión o mezcla de nacionalidades, no pudo sorprender que el mayor éxito comercial del cine británico fuese El expreso de medianoche (Midnight Express, 1978), que el joven Alan Parker situó en Turquía (con rodaje en la isla de Malta), para relatar hábilmente el caso verídico de un estudiante norteamericano condenado en una durísima prisión otomana por contrabando de drogas, film que, además de recaudar una fortuna, tuvo repercusiones diplomáticas. Una de las más exitosas muestras de vitalidad del desdibujado y apátrida cine británico procedió de Carros de fuego (Chariots of Fire, 1980), film de Hugh Hudson que hizo del atletismo olímpico un drama existencial y una épica. Tras esta cinta galardonada por la Academia de Hollywood, Hudson llevó a la pantalla la más fiel versión del hombre-mono literario en Greystoke, la leyenda de Tarzán (Greystoke, the Legend of Tarzan, Lord of the Apes, 1984).

Carros de fuego (1980) de Hugh Hudson.

 

La persistencia del tradicionalismo y de la nostalgia imperial en el cine británico de final de siglo se manifestó en un aplaudido ciclo de películas que redescubrían la India como escenario dramático y en el que destacaron Oriente y Occidente (Dust and Heat, 1982), de James Ivory, Gandhi (Gandhi, 1982), de Richard Attenborough, y Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), de David Lean y según la novela de E. M. Forster. Pero junto a estas hermosas estampas del pasado, la modernidad cinematográfica británica estuvo representada por títulos como El contrato del dibujante (The Draughtman’s Contract, 1982), realizado por el pintor y cineasta Peter Greenaway, la lectura perversa del mito de Caperucita Roja de En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984) de Neil Jordan y Mi hermosa lavandería (My Beautiful Laundrette, 1985), una mirada de Stephen Frears a la comunidad pakistaní en Londres.

De todas las cinematografías de Europa Occidental, la que demostró durante algunos años mayor inventiva y creatividad fue la de la República Federal de Alemania, la mayor parte de cuyos nuevos cineastas fueron amamantados o protegidos por la televisión estatal, abocada a una decidida política proteccionista del «cine de autor». El director-punta y símbolo del renacer cinematográfico alemán fue Rainer Werner Fassbinder, prolífico activista en la televisión, la radio, el teatro y el cine. Debutante en el campo del cortometraje en 1965, la fundación de su propia productora Tango Film en 1971 facilitó su independencia creativa y el control de sus obras, rodadas con extrema rapidez y con colaboradores relativamente estables. Renovando la tradición del melodrama cinematográfico de Douglas Sirk, Fassbinder propuso un universo saturado de pasiones en conflicto —a menudo en espacios rarefactos o claustrofóbicos— teñido por su sensibilidad homosexual. Entre sus films más significativos pueden recordarse: Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Die bitteren Tränen der Petra von Kant, 1972), basada en una obra de teatro suya; La ley del más fuerte (Faustrecht der Freiheit, 1975), Viaje a la felicidad de mamá Kusters (Mutter Küsters Fahrt zum Himmel, 1975), El asado de Satán (Satansbraten, 1976) y Desesperación (Despair/Eine Reise ins Licht, 1977), según la novela de Nabokov. A partir de El matrimonio de María Braun (Die Ehe der Maria Braun, 1978) emprendió la producción de un retablo acerca de la historia de la Alemania moderna, que completó con Lili Marleen, una canción (Lili Marleen, 1980), ambientada en la guerra, Lola (Lola, 1981) y La ansiedad de Veronika Voss (Die Sehsucht der Veronika Voss, 1982), situada en los años del llamado «milagro económico». Su fulgurante carrera quedó truncada en 1982, en unas circunstancias que alentaron la hipótesis del suicidio.

Junto a Fassbinder, y en registro muy diverso, se reveló en estos años la obra del muniqués Werner Herzog, interesado en el estudio de personajes singulares, marginados o excepcionales, poseídos por sus instintos. En su galería de grandes antihéroes trágicos destacaron el megalómano conquistador español Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn des Gottes, 1972), la víctima de una soledad impuesta que protagonizó El enigma de Kaspar Hauser (Jeder fuer sich und Gott gegen Alle, 1974), el fracasado emigrante a Estados Unidos de Stroszek. La balada de Bruno (Stroszek, 1977) y el célebre vampiro de Murnau cuya soledad eterna inspiró a Herzog la relectura del mito en Nosferatu, el vampiro de la noche (Nosferatu, Phantom der Nacht, 1978). En su universo poético desmesurado cupo el proyecto de transportar un barco sobre una montaña amazónica, como hizo en Fitzcarraldo (Fitzcarraldo, 1982), y el aldabonazo ecologista desde el centro de Australia, lanzado en Donde sueñan las hormigas verdes (Wo die grünen ameisen traümen, 1984). Junto a Herzog se reveló en estos años dorados del cine germano la interesante personalidad del ex crítico Wim Wenders, quien muy influido por el cine norteamericano desarrolló una narrativa itinerante —el tema del viaje iniciático y el gusto por los travellings serían sus estilemas característicos— en obras de indudable interés: Alicia en las ciudades (Alice in den Stcädten, 1973), En el curso del tiempo (Im Lauf der Zeit, 1975), el neothriller titulado El amigo americano (Der Amerikanische Freund, 1976) y el rodaje de la agonía de su amigo Nicholas Ray en Relámpago sobre el agua (Lightning Over Water, 1980). De su experiencia en Estados Unidos, tutelada por Coppola, surgiría el curioso thriller El hombre de Chinatown (Hammett, 1982). Pero también surgiría el amargo desencanto cinematográfico expresado en El estado de las cosas (Der Stand der dinge, 1982) y la más norteamericana de sus cintas, París, Texas (Paris, Texas, 1984), film de encuentros y de desencuentros familiares y sentimentales sobre un guión de Sam Shepard y que ganó la Palma de Oro en Cannes.

París, Texas (1984) de Wim Wenders.

 

El renovado interés hacia el cine alemán se puso de relieve no sólo con los títulos de nuevos realizadores, como el notable El cuchillo en la cabeza (Messer im Kopf, 1979), de Reinhard Hauff, sino también con los éxitos de los veteranos, como el film premiado en Cannes El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, 1979), en donde Volker Schlöndorff adaptó la difícil novela de Günter Grass, o el premiado en Venecia, Las hermanas alemanas (Die Bleierne Zeit, 1981), en donde Margarethe von Trotta propuso una reflexión sobre el fenómeno del terrorismo político, antes de aportar al discurso feminista en la pantalla Locura de mujer (Heller Wahn, 1982). La difícil relación entre los sexos en una sociedad permisiva y de comercialización del erotismo inspiraría precisamente a Robert Van Ackeren su interesante La mujer flambeada (Die Flambierte Frau, 1983). En una vertiente mucho más experimental se situaron las producciones del suizo Daniel Schmid, quien reelaboró la tradición del melodrama en films como La paloma (La paloma, 1974), las de Werner Schroeter, autor del retablo El reino de Nápoles (Neapolitanische Geschwister, 1978), y sobre todo las de Hans-Jürgen Syberberg, quien culminó su ciclo de grandes testimonios biográficos e históricos con Winifred Wagner (1975), totalizando cinco horas de trabajo en colaboración con la nuera del gran músico y amiga de Hitler, trabajo que preludió las siete horas dedicadas a Hitler, eine Film aus Deutschland [Hitler, un film de Alemania] (1977). El interés wagneriano de Syberberg dio como fruto su muy heterodoxa versión operística de Parsifal (1981), que ensanchó el campo de experimentación del cine moderno. Como lo ensanchó, en otra dimensión, Edgar Reitz al realizar su apabullante Heimat (1980-1984), una epopeya antropológica sobre la historia reciente de Alemania que duró más de quince horas.

En Suecia, el exilio de Ingmar Bergman por razones fiscales después del rodaje de Cara a cara… al desnudo (Ansikte mot ansikte/Face to Face, 1975) dejó huérfano al cine de aquel país, a pesar de contribuciones interesantes y de filiación bergmaniana como Uno y uno (En och en, 1979), de Erland Josephson, Sven Nykvist e Ingrid Thulin. Afincado en Alemania, Bergman se acordó del fantasma del doctor Mabuse al realizar una estremecedora disección del nacimiento del nazismo en El huevo de la serpiente (The Serpent’s Egg, 1977) y retornó al intimismo del Kammerspiel en el drama familiar de Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978). Su sensibilidad volvió a rayar a gran altura en la observación de las vivencias de dos hermanos, los niños Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1983), en el Uppsala de principios de siglo, relatada en una obra de cinco horas y veinte minutos. El marasmo general de los cines escandinavos no pudo ser compensado con algunas incursiones brillantes, como la del nómada yugoslavo Dušan Makavejev, quien rodó como producción sueca su desenfadado Montenegro (Montenegro or Pigs and Pearls, 1981).

El huevo de la serpiente (1977) de Ingmar Bergman.

 

Otros países europeos, de tamaño pequeño y con estructuras cinematográficas muy modestas, aportaron algunas obras de interés, como ocurrió con Bélgica, Suiza, Portugal y Grecia. En Bélgica, André Delvaux confirmó su valía con el estudio de una personalidad femenina (Marie-Christine Barrault) en el retablo histórico flamenco que va desde 1939 a 1952 expuesto en Mujer entre perro y lobo (Femme entre chien et loup, 1979). Pero la nueva revelación de esta cinematografía fue Chantal Akerman, nacida en Bruselas, quien afirmó su personalidad en Je, tu, il, elle (1974), Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) y Los encuentros de Anna (Les rendez-vous d’Anna, 1978). No obstante, Chantal Akerman no tardaría en ser absorbida, tras Golden Eighties (1985), por la industria del vecino cine francés.

En Suiza, Claude Goretta impuso internacionalmente el nombre de la actriz Isabelle Huppert en la historia de un amor incumplido y de una incomunicación trágica expuestos en La encajera (La dentellière, 1976), mientras Yves Yersin se revelaba internacionalmente con su exitosa Las pequeñas fugas (Les petites fugues, 1979). Pero la carrera más sólida y estable en esta cinematografía la ofreció Alain Tanner, el cineasta de la contestación y de la marginación, hijo de la revuelta de 1968, con Jonas, que cumplirá los 25 en el año 2000 (Jonas qui aura 25 ans en l’an 2000, 1976), Messidor (Messidor, 1978) y con la inflexión mística e iniciática de A años luz (Light Years Away, 1981), rodada en Irlanda con aquel Jonas ya adulto, de su film anterior. Cineasta de singular personalidad y ajeno a las modas culturales, Tanner situó al actor alemán Bruno Ganz en Lisboa y con una cámara de cine de Super 8 para rodar En la ciudad blanca (Dans la ville blanche, 1983).

El restablecimiento de la democracia en Portugal en 1974 desbloqueó a aquella modesta cinematografía y dio a conocer mundialmente la obra sólida del veterano Manoel de Oliveira, iniciada en 1929, pero que no alcanzó los mercados internacionales hasta fechas recientes. Con un sabio y elaborado antinaturalismo, que implicaba una reflexión acerca del espectáculo y del arte, Oliveira realizó en este período los dramas crispados de Benilde, ou a virgem mae (1974), Amor de perdiçao (1978) y Francisca (1981), antes de adaptar escrupulosamente a la pantalla Le soulier de satin (1985), de Paul Claudel. La misma singularidad excepcional que Oliveira supuso para el cine portugués la significó para la cinematografía griega el virtuoso Theo Angelopoulos, maestro en la construcción de elaboradísimos planos-secuencia y autor de O Thiassos [El viaje de los comediantes] (1975), I Kynighi [Los cazadores] (1977) y Megalexandros [Alejandro Magno] (1981). Con Taxidi sta Kithira [Viaje a Cytera] (1984), la obra de Angelopoulos efectuó una inflexión hacia el intimismo, hacia los problemas de la identidad existencial, aunque su estilo siguió militando como resistencia a los modelos cinematográficos dominantes.

 EL DESBLOQUEO DEL CINE ESPAÑOL

La muerte de Franco en noviembre de 1975 y el proceso de transición democrática afectaron sustancialmente a la evolución del cine español, sobre todo a partir de la derogación de la censura administrativa en noviembre de 1977, que no obstante provocó en el mercado, junto con la liberalización de las importaciones, un alud fuertemente competitivo de films extranjeros muy atractivos y prohibidos durante décadas. La consecuencia más visible de esta derogación fue la ampliación y diversificación de los géneros del cine español, lo que le permitió alcanzar áreas temáticas antes proscritas y técnicas antes impracticables, como el espontaneísmo del cinéma-vérité. Así, junto con el despegue del cine erótico en multitud de comedias libertinas, se produjo una recuperación de la memoria histórica y de la identidad política democrática en un interesante ciclo de obras que versaron sobre la guerra civil y la historia del franquismo: Caudillo (1974-1977), de Basilio Martín Patino; Las largas vacaciones del 36 (1976) y el gran fresco documental La vieja memoria (1977), ambas de Jaime Camino; la comedia esperpéntica La escopeta nacional (1978), de Luis G. Berlanga; Sonámbulos (1978) y El corazón del bosque (1979), de Manuel Gutiérrez Aragón; La muchacha de las bragas de oro (1980), de Vicente Aranda, sobre la novela de Juan Marsé; El proceso de Burgos (1980), del vasco Imanol Uribe; La Plaça del Diamant (1981), versión de la novela de Mercè Rodoreda a cargo de Francesc Betriu; Demonios en el jardín (1982), de Manuel Gutiérrez Aragón; Las bicicletas son para el verano (1983), adaptación de la obra teatral de Fernando Fernán Gómez a cargo de Jaime Chávarri; La vaquilla (1984), primera visión satírica de la guerra civil y a cargo de Berlanga; Réquiem por un campesino español (1985), versión de Betriu de la novela de Ramón J. Sender; Dragon Rapide (1986), de Jaime Camino y en donde Juan Diego encarnó al general Franco en vísperas de la sublevación militar; El año de las luces (1986), de Fernando Trueba, etc.

Los avatares y el clima político de la transición de la dictadura a la democracia inspiraron también varios films interesantes: el balance histórico-documental en dos partes Después de… (1977-1981), de los hermanos Cecilia y José Juan Bartolomé; el estudio de una familia fascista que practica el terrorismo en Camada negra (1977), de Manuel Gutiérrez Aragón; Siete días de enero (1977), de Juan Antonio Bardem, y la sátira de la aristocracia parásita de Madrid en Patrimonio nacional (1981), de Berlanga.

En el proceso de recuperación de la memoria histórica y de las identidades culturales destacó el film hablado en catalán La ciutat cremada (1976) de Antoni Ribas, que cubría el agitado período 1899-1907; el estudio antropológico de la subdesarrollada España rural en la anteguerra Pascual Duarte (1976), de Ricardo Franco y sobre la novela de Cela, la crónica de las luchas sindicales en Barcelona a principios de siglo en La verdad sobre el caso Savolta (1979), de Antonio Drove, y la trágica historia de un error judicial en El crimen de Cuenca (1979), film de Pilar Miró que fue secuestrado por las autoridades militares y no estrenado hasta 1981.

El crimen de Cuenca (1979) de Pilar Miró.

 

El clima de libertad que se consolidó paulatinamente tras la muerte de Franco permitió el resurgimiento en el cine de la vena libertaria que tan importante había resultado en la cultura popular española de la anteguerra. Este renacimiento se plasmó especialmente en un nuevo tratamiento de la sexualidad en la pantalla, con las insólitas películas de J. J. Bigas Luna Bilbao (1978), Caniche (1979) y Lola (1985), con varias películas que reivindicaron la condición homosexual masculina y el travestismo: Cambio de sexo (1976), de Vicente Aranda; Los placeres ocultos (1976) y El diputado (1978), ambas de Eloy de la Iglesia; A un dios desconocido (1977), de Jaime Chávarri; Un hombre llamado «Flor de Otoño» (1978), de Pedro Olea, y Ocaña, retrato intermitente (1978), de Ventura Pons. La subversión moral y la desmitificación de tabúes tradicionales presidió también dos excelentes documentos de cinéma-vérité: El desencanto (1976), que Jaime Chávarri rodó con los componentes de la familia del celebrado poeta franquista Leopoldo Panero, y El asesino de Pedralbes (1978), en donde Gonzalo Herralde estudió la personalidad de un asesino y pederasta condenado a muerte. Una visión esperpéntica de la historia de España fue ofrecida por el valenciano Carles Mira en Jalea real (1981) y ¡Que nos quiten lo bailao! (1983), mientras Francisco Regueiro ofreció un tratamiento inédito del poder eclesiástico en Padre Nuestro (1985). Pero las cotas más altas de desenfado esperpéntico e irreverencia moral y sexual procedieron de Pedro Almodóvar, quien procedente de la contracultura urbana realizo obras estridentes y con frecuencia brillantes: Entre tinieblas (1983), ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), Matador (1985) y La ley del deseo (1986).

En la política de producción de «cine de autor» desempeñó un papel importante Elías Querejeta, responsable de bastantes films dirigidos por Carlos Saura, el realizador más prestigioso y mejor conocido fuera de España, sobre todo a raíz del estudio de una infancia atormentada en Cría cuervos (1975). A este film siguieron Elisa, vida mía (1976), Los ojos vendados (1978), la comedia Mamá cumple cien años (1979), la incursión en el mundo de la delincuencia juvenil Deprisa, deprisa (1981), Dulces horas (1981), Bodas de sangre (1981), inspirada en García Lorca, Antonieta (1982), rodada en México, Carmen (1983) y El amor brujo (1985). Además de productor de muchos films de Saura, Elías Querejeta intervino como guionista en Las palabras de Max (1978), de Emilio Martínez-Lázaro, acerca de la inadaptación social y la soledad de un escritor, que fue premiado con el Oso de Oro en el festival de Berlín junto con Las truchas (1978), de José Luis García Sánchez, y Shirley Temple Story (1977), film underground de Antoni Padrós, en un premio colectivo que quiso ser un reconocimiento público de la renovación operada en el cine español posfranquista.

El renacimiento artístico del cine español durante la democracia recuperada se produjo en el marco de una crisis económica muy severa, agravada por el aumento de los costos de producción (triplicados entre 1970 y 1978) y por el descenso de frecuentación a las salas, común a los restantes países europeos. Esta crisis determinó que Televisión Española iniciara una política de colaboración con la industria del cine, de la que surgirían películas como La colmena (1982), adaptación de la novela de Cela por Mario Camus y que fue premiada en Berlín, Bearn (1983), versión de la novela de Llorenç Villalonga por Jaime Chávarri, Epílogo (1983), de Gonzalo Suárez, etc. Esta política de apoyo económico institucional a la industria del cine en crisis se consolidó a raíz de la victoria socialista en octubre de 1982 y de las medidas económicas proteccionistas, inspiradas en el modelo francés, que adoptó Pilar Miró, al frente de la Dirección General de Cinematografía, plasmadas en el Real Decreto de 12 de enero de 1984. En esta etapa aparecieron películas tan significativas como Volver a empezar (1984), con la que José Luis Garci ganó el primer Oscar de Hollywood para el cine español, El sur (1983), de Víctor Erice, sobre un relato de Adelaida García Morales, Los santos inocentes (1984), de Mario Camus y adaptando a Miguel Delibes, Fanny Pelopaja (1984) y Tiempo de silencio (1986), ambas de Vicente Aranda, Río abajo (1984), rodada por José Luis Borau en Estados Unidos, Los motivos de Berta (1984), de José Luis Guerín, Mambrú se fue a la guerra (1985) y El viaje a ninguna parte (1986), del director y actor Fernando Fernán Gómez, y las películas de Manuel Gutiérrez Aragón Feroz (1984), La noche más hermosa (1984) y La mitad del cielo (1986).

Una de las tendencias más características del cine después de Franco apareció con la reformulación de la comedia costumbrista, orientada hacia la descripción del comportamiento de las generaciones jóvenes, con un tratamiento muy espontaneísta y desenfadado. Esta tendencia madrileñista fue iniciada por Fernando Colomo con Tigres de papel (1977) y culminó con Opera prima (1981), primer film del crítico Fernando Trueba. Un equivalente en el cine catalán fue L’orgia (1978), de Francesc Bellmunt. Al lado de estos films fáciles y exitosos, otros de mayor empeño intentaron una renovación de temas o de tratamientos clásicos, como Furtivos (1975), reelaboración de la fórmula del drama rural de José Luis Borau; como Arrebato (1980), sutil indagación psíquica y experimental de Iván Zulueta, o como Maravillas (1981), sensible ensayo de Manuel Gutiérrez Aragón sobre la marginación social. Pero la originalidad de este cine tuvo que hacer frente muchas veces a adversas condiciones industriales y a la fuerte competencia del cine de las multinacionales en el mercado.

Las subvenciones estatales a la producción eran por lo tanto una necesidad para la supervivencia industrial, en unas fechas en que menos del 20% de la población española iba regularmente a las salas de cine y cuando el coste de las películas se había en cambio disparado, hasta alcanzar habitualmente presupuestos de 150 millones de pesetas en 1987. Este modelo proteccionista fue también adoptado por las autoridades del País Vasco para estimular una producción autónoma, en la que descollaron La fuga de Segovia (1981) y La muerte de Mikel (1983), de Imanol Uribe, La conquista de Albania (1983), de Alfonso Ungría, Akelarre (1983), de Pedro Olea, y Tasio (1984) y 27 horas (1986), ambas de Montxo Armendáriz.

 LAS CINEMATOGRAFÍAS DEL «SOCIALISMO REAL»

Si el mundo occidental vivió desde el primer «choque petrolero» de 1973 sacudido por crisis y regresiones socioeconómicas generalizadas, también los países del llamado «socialismo real», desde China a Polonia, vivieron tiempos difíciles y pródigos en conflictos. En la Unión Soviética, la lucha de los disidentes en favor del reconocimiento de derechos civiles se recrudeció, como se recrudeció la represión estatal, de la que fue muestra el encarcelamiento durante cuatro años del prestigioso director de cine armenio Serguéi Paradjanov (liberado en 1977), acusado de homosexualidad, o la retención de películas por la censura, como Agonija de Elem Klimov, sobre la vida del monje Rasputín, no autorizada ni exhibida hasta 1982.

Dando claras muestras de estancamiento creativo, el cine soviético quiso emular a las superproducciones occidentales con la película-saga, en dos partes, Siberiada (Siberiade, 1977-1979), realizada con brío por Andréi Mijalkov-Konchalovski. Pero resultó significativo que esta especie de ambicioso 1900 soviético, que abarcaba desde los días de la Revolución hasta los años sesenta, omitiera en su reconstrucción histórica las sombras del estalinismo. La asimilación de las fórmulas occidentales fue también visible en Moscú no cree en las lágrimas (Moskva sliezman ne verit, 1979), historia que se inicia en los años cincuenta y narra los diversos destinos sociales y familiares de tres amigas. Obra de Vladímir Menshov que, al margen del interés ambiental por su descripción de la vida cotidiana soviética, resultó tan fiel ideológicamente a los supuestos y tesis hollywoodianas que recibió el Oscar al mejor film extranjero. El más interesante cineasta soviético de este período siguió siendo Andréi Tarkovski, autor del excelente Zerkalo [El espejo] (1975), construido en gran medida con recuerdos autobiográficos de una infancia y de una adolescencia difícil, y los films muy personales de ciencia ficción Solaris (Solaris, 1972), basado en la novela del polaco Stanislav Lem ubicada en un planeta rodeado de un «océano pensante», y Stalker (1979), de lectura compleja y ambigua. El exilio de Tarkovski a Europa Occidental privó a la Unión Soviética de su mayor poeta cinematográfico. Nómada y atormentado, este singular místico eslavo rodó en Italia Nostalghia (1983), y legó su testamento poético en Suecia con El sacrificio (Offret, 1986), rodado en vísperas de su muerte.

Siberiada (1979) de Andréi Mijalkov-Konchalovski.

 

A partir de la política reformista de Mijaíl Gorbachov, y de la consiguiente apertura administrativa en el cine que llevó en 1985 al represaliado Elem Klimov a la presidencia de la Asociación de Cineastas Soviéticos, se asistió a un segundo deshielo, reedición del operado en los albores del reformismo de Kruschev y definitivamente yugulado por el brejnevismo. Elem Klimov se confirmó en esta época como un cineasta de talento con Masacre (Idi i smotri, 1985), cuya acción se situó en la debacle bélica de Bielorrusia en 1943. En esta etapa de reformismo liberalizador y de rehabilitaciones (se autorizó la edición de El doctor Zivago de Pasternak, por ejemplo), reformismo que fue respaldado en el festival de Berlín de 1987 con el premio a Glev Panfilov por Tema (retenida por la censura desde 1980), se rindieron cálidos homenajes a Tarkovski fallecido en el exilio y se intentó el rescate de otros cineastas soviéticos residentes en el extranjero, como Andréi Mijalkov-Konchalovski, quien estaba triunfando en Estados Unidos con Los amantes de María (Maria’s Lovers, 1984) y El tren del infierno (Runaway Train, 1985), film de acción que llevó a la pantalla un proyecto de Akira Kurosawa.

La gran figura del cine húngaro siguió siendo Miklós Jancsó, quien triunfó internacionalmente con la coproducción ítalo-yugoslava Vicios privados, virtudes públicas (Vize privati, pubbliche virtù, 1975), elegante recreación libertina de la decadencia del Imperio austrohúngaro, pero retornó luego a su austero estilo tradicional al filmar un ambicioso fresco en dos partes de la historia húngara: las luchas campesinas entre 1911 y el final de la Segunda Guerra Mundial, en Magyar rapszódia y Allegro barbaro (1978), que siguió el modelo de fresco coral de 1900 y de Siberiada. Fiel a las causas políticas épicas, Jancsó rodó luego la coproducción franco-israelí L’aube (1985), cantando la lucha contra los ocupantes británicos de Palestina. Márta Mészáros, esposa de Jancsó durante unos años, aportó en cambio en sus cintas un interesante punto de vista femenino sobre la realidad húngara. Y mientras se afirmaban directores de nuevas generaciones, como Peter Gothár, quien revisitó las consecuencias de la crisis política de 1956 en Megall az ido [El tiempo suspendido] (1982), el veterano István Szabó obtuvo premios y prestigio internacionales con dos suntuosas coproducciones: Mephisto (Mephisto, 1981), retrato fascinante del influyente actor y director teatral de la Alemania nazi Gustav Gründgens (interpretado soberbiamente por Klaus Maria Brandauer), y Coronel Redl (Oberst Redl/Redl ezredes, 1984), ambientada en la decadencia del Imperio austrohúngaro y con el mismo actor protagonista.

La cinematografía polaca fue la más convulsiva de este período, en el que perdió (tras las huellas de Polanski y de Skolimowski) al joven director Andrzej Zulawski, quien tras el gran éxito de Diabel [El diablo] (1973) se instaló en la producción occidental con Lo importante es amar (L’important c’est d’aimer, 1974), con un inquietante film de terror rodado en Berlín, La posesión (Possession, 1981), película que renovó con perversa originalidad las fórmulas gastadas de un género de moda, y con su exasperada La mujer pública (La femme publique, 1983) en la que lució a la hermosa Valérie Kapriski. Mientras la carrera de Krystof Zanussi titubeaba, replanteándose en Imperative (1982) el tema del «silencio de Dios», Andrzej Wajda se afirmó como el más importante director del cine polaco. Wajda realizó uno de sus más potentes retablos sociales en La tierra de la gran promesa (Ziemia obiecana, 1974), fresco sobre la burguesía industrial de finales de siglo adaptado de una novela de Wladyslaw Reymont, que tuvo su contrapunto en el sensible estudio intimista de personajes femeninos en Las señoritas de Wilko (Panny z Wilka, 1978). Pero el gran aldabonazo de su filmografía procedió de El hombre de mármol (Czlowiek z marmuru, 1977), en donde con su protagonista femenina vertebró una encuesta periodística casi wellesiana para encontrar el paradero de un antiguo héroe estajanovista del trabajo socialista. Después de este revelador desvelamiento de las llagas de la historia de la Polonia comunista, Wajda anunció la disidencia política que se estaba incubando masivamente en el país con El director de orquesta (Dyrygent, 1980). Y en plena crisis política reconstruyó las jornadas revolucionarias en los astilleros de Gdansk, protagonizadas por los obreros militantes del sindicato Solidaridad, en El hombre de hierro (Czlowiek z zelaza, 1981). Aunque premiada en Cannes y valiosa como testimonio histórico en caliente, sus límites artísticos vinieron impuestos por la urgencia de la situación y por el consiguiente oportunismo en su articulación: en efecto, el valeroso «hombre de hierro» sindicalista (nueva versión acaso del denostado héroe positivo de antaño) no era otro que el hijo de aquel «hombre de mármol» estalinista de su film anterior y casado ahora con la estudiante que allí buscaba su pista, matrimonio apadrinado por el líder sindical Lech Walesa… Por eso, en la convulsa situación polaca que precedió al golpe militar de 1981, tal vez tuvo más valor testimonial que el multipremiado film de Wajda el documental semiclandestino Robotnicy 80 [Obreros 80] (1980), que circuló profusamente en los circuitos alternativos y resistentes de la clase obrera polaca, obra de un colectivo formado por Andrzej Chodakowski, Andrzej Zajaczkowski y otros. La crisis polaca motivó un exilio transitorio de Wajda, en el que rodó en Francia el drama histórico Danton (1982), que aludió a la realidad polaca contemporánea, y luego la coproducción francoalemana Un amor en Alemania (Ein Liebe in Deutschland, 1983).

En la emergente cinematografía yugoslava, Emir Kusturica se consagró con Papá está en viaje de negocios (Otac na sluzbenom puto, 1985), que recibió la Palma de Oro en Cannes.

 AMÉRICA LATINA A LA BÚSQUEDA CINEMATOGRÁFICA DE SU IDENTIDAD

Si a lo largo de más de una década América Latina había sido un foco de esperanzas políticas y culturales, con las expectativas abiertas por la Revolución cubana y luego por la victoria electoral popular en Chile, en un contexto de boom internacional de su literatura (García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Lezama Lima, Carpentier, Onetti, Donoso, etc.) y de su cine (Cinema Nôvo de Brasil, aportaciones cubanas, etc.), a partir de 1973, fecha del golpe militar que derribó al breve gobierno de Salvador Allende en Chile, se produjo una clara desaceleración de las expectativas, al tiempo que se consolidaban o implantaban dictaduras militares en los países del Cono Sur (Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Perú). La involución sociopolítica, el endurecimiento de las censuras y el exilio en masa de intelectuales y de artistas se dejaron sentir con fuerza sobre la producción cinematográfica de los países afectados. Así, desmanteladas las estructuras cinematográficas creadas por la Unidad Popular en Chile, la diáspora condujo a Miguel Littin a México y a Raúl Ruiz a París. Serían, ambos, los realizadores más activos del cine chileno expatriado. Littin optó por la gran reconstrucción espectacular al describir el histórico conflicto minero de Actas de Marusia (1974), que fue elegida como candidata al Oscar de Hollywood, mientras Raúl Ruiz desarrolló una obra mucho más personal en Francia, con L’Hypothèse du tableau volé, premiada en el festival de París, Le Toit de la baleine (1981) y otras cintas netamente situadas al margen de los estereotipos y modas culturales al uso. Y mientras Helvio Soto seguía las trazas del cine de reconstrucción política de Costa-Gavras en la coproducción franco-búlgara Llueve sobre Santiago (Il pleut sur Santiago, 1975), en el ámbito documental las tres partes de La batalla de Chile (1973-1979), de Patricio Guzmán, se convirtieron en el mejor testimonio histórico de aquel proceso político, junto con el también documental de largo metraje La spirale (1975), de Armand Mattelart, Jacqueline Meppiel y Valérie Mayoux.

El dificultoso camino de Argentina hacia la democracia estuvo jalonado por algunas obras significativas, como Volver (1982), en donde David Lipszyk relató el regreso a Buenos Aires de un argentino residente en Nueva York para clausurar una fábrica de una multinacional para la que trabaja; No habrá más penas ni olvido (1983), de Héctor Olivera; Tiempo de revancha (1983), de Adolfo Aristaráin; Tangos. El exilio de Gardel (1985), de Fernando Solanas y premiada en Venecia; La historia oficial (1985), de Luis Puezo y galardonada con un Oscar; y la historia del rodaje frustrado de un extravagante episodio del pasado argentino —la coronación de un rey francés en la Patagonia— expuesta con brillantez por Carlos Sorín en La película del Rey (1986), premiada también en Venecia. En Perú, Jorge Reyes relató en La familia Orozco (1982) los orígenes del movimiento obrero en su país.

En Bolivia, en condiciones adversas y con grandes dificultades materiales se desarrolló la obra militante de Jorge Sanjinés, autor de El enemigo principal (1973) y de Fuera de aquí (1977). La compleja situación del Brasil, que tras un período de régimen militar autoritario entró en un proceso sinuoso de liberalización desde 1979, tuvo su reflejo en la producción. La extinción de Glauber Rocha, tras la fría acogida en Venecia de su último film, A Idade da Terra (1980), fue un signo visible de la reorientación del cine brasileño hacia formas más populistas después de la estridente neovanguardia autóctona que había supuesto el Cinema Nôvo. Entre las producciones del floreciente período de liberalización destacaron Bye, Bye Brasil (1979), de Carlos Diegues; Na estrada da vida (1980), del veterano Nelson Pereira Dos Santos; Pixote, la ley del más fuerte (Pixote, a lei do mais fraco, 1980), film sobre la delincuencia adolescente que reveló a Héctor Babenco en Cannes; Eles nâo usam black-tie (1981), de Leo Hirszman y premiado en Venecia; Das tripas coraçao (1982), en el que Ana Carolina Teixeira Soares convocó a los fantasmas sexuales de un colegio femenino; India, a filha do sol (1982), que permitió a Fabio Barreto describir el choque entre las civilizaciones blanca e indígena, y la premiada coproducción El beso de la mujer araña (Kiss of the Spider Woman, 1984), en la que Héctor Babenco adaptó la novela homónima de Manuel Puig, en una operación de prestigio en la que brilló la personalidad del actor William Hurt.

El cine cubano tampoco fue insensible al endurecimiento de la situación política en todo el continente, y al margen de los siempre eficaces documentales de Santiago Álvarez, produjo contadas obras de real interés, entre las que figuraron La última cena (1976), de Tomás Gutiérrez Alea, Retrato de Teresa (1979), de Pastor Vega, y Cecilia (1982), de Humberto Solás y adaptando la novela de Cirilio Villaverde, cumbre de la ficción independentista del siglo XIX. También en México el sexenio presidido por José López Portillo supuso una involución en la política estatal proteccionista al cine de calidad, que se había iniciado bajo la presidencia de Echeverría. Entre los títulos dignos de recuerdo en este período figuraron Canoa (1975) y El Apando (1975), de Felipe Cazals; Las fuerzas vivas (1975) y A paso de cojo (1979), del español exiliado Luis Alcoriza; Etnocidio, notas sobre el Mezquital (1978), de Paul Leduc, y El lugar sin límites (1977), de Arturo Ripstein jr. Mención especial merece el cine documental y militante que floreció en Nicaragua durante la lucha contra la dictadura de Somoza y tras la victoria democrática de los rebeldes. El primer film oficial de la Nicaragua sandinista sería Alsino y el cóndor (1982), de Miguel Littin.

 OTRAS VOCES, OTROS ÁMBITOS

A pesar de la hegemonía comercial de Hollywood, a lo largo de las dos últimas décadas el cine se había convertido en un arte planetario y policéntrico, con focos importantes de irradiación cinematográfica incluso en el Tercer Mundo, como lo era El Cairo y en segundo lugar Argel para los países de lengua árabe. Incluso en el África negra, la figura casi solitaria del senegalés Ousmane Sembene, con su carrera regular y su reconocimiento en festivales internacionales, daba testimonio del despertar cinematográfico de aquel continente. En Turquía, por ejemplo, pese al subdesarrollo industrial, surgió un cineasta tan notable como Ylmaz Güney, encarcelado tras el golpe de Estado por las autoridades militares turcas en 1980, lo que no le impidió dirigir desde la cárcel (y con la eficaz colaboración de su ayudante Serif Goren) El camino (Yol, 1982), aunque falleció tras realizar la producción francesa El muro (Le Mur, 1983). Y hasta Australia, tradicionalmente colonizada por las potencias anglosajonas, dio llamativas señales de un despertar cinematográfico, que obtuvo sus más originales resultados al cultivar el género fantástico, con títulos inquietantes como Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975), de Peter Weir, y el ensayo de ecología-ficción Long Week-End (1978), de Colin Eggelton, en donde se asiste a la sublevación del entorno natural contra la pareja que va de camping y que acaba de cometer un aborto. En un registro muy distinto, la serie iniciada por Mad Max (1980), del australiano George Miller, creó una exitosa moda internacional y un estilo estético popular (no alejado de ciertos cómics neoexpresionistas) en su despliegue de un futuro ultraviolento, pavoroso y degradado, entre los detritus y chatarra de una civilización extinguida. Pero los éxitos internacionales acechaban al cine australiano y, en efecto, tras la realización de Gallipoli (Gallipoli, 1981) y La última ola (The Last Wave, 1982), Peter Weir se insertó en la industria de Hollywood con Único testigo (Witness, 1985) y La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, 1986).

La abundantísima producción de la India (742 films en 1981) siguió dominada por la potente personalidad de Stayajit Ray, entre cuyos títulos destacaron Sonar Kella [La fortaleza dorada] (1974), Shatranj Ke Khilari [Los jugadores de ajedrez] (1977), Joi baba felunath [El dios elefante] (1979), Hirok rajar deshe [El reino de diamantes] (1980) y Ghare Baire [El hogar, el mundo] (1984). Junto a Ray, la figura más significativa del cine indio fue el director bengalés Mrinal Sen, que había debutado en 1956. En los últimos años la crítica occidental ha prestado atención al cine filipino, valorando especialmente la contribución del fecundo Lino Brocka.

El mercado cinematográfico de Japón, país altamente tecnificado, acusó como los países occidentales el impacto competitivo de la televisión. A pesar de la actividad de nuevas promociones de realizadores dotados, como Shuji Terayama, algunos maestros veteranos se vieron reducidos a un silencio injusto. Las dificultades en la carrera de Kurosawa, que le habían provocado una depresión y un intento de suicidio en 1971, fueron una buena muestra de ello. En coproducción con la Unión Soviética, Kurosawa rodó en la estepa de Siberia, tras una larga inactividad, su bello film El cazador (Dersu Uzala, 1974), cuya copia sufrió cortes y manipulaciones en la Unión Soviética, no obstante lo cual alcanzó un gran éxito internacional. Pero tal éxito no facilitó la continuidad en la carrera de Kurosawa, y tuvo que producirse la intervención de Francis Ford Coppola y de George Lucas, quienes convencieron a la Fox para que, conjuntamente con la Toho, produjera Kagemusha. La sombra del guerrero (Kagemusha, 1980), articulada sobre el tema clásico del doble, que en esta ocasión es un maleante convertido en sosias de un señor feudal y caudillo militar. Tras Kagemusha, Kurosawa llevó a la pantalla una deslumbrante versión de El rey Lear en Ran (1985). En la línea de la tradición estética nipona, de estilizado visualismo, destacó La balada de Narayama (Narayama bushiko, 1983), de Shohei Imamura, film lírico y de coloración ecologista que recibió la Palma de Oro en Cannes.

La balada de Narayama (1983) de Shohei Imamura.

 

Pero las aportaciones más novedosas al cine nipón procedieron de Nagisa Oshima, cineasta riguroso en la construcción de sus películas y en su puesta en escena, quien tras una quincena de largometrajes recibió reconocimiento internacional merced al escándalo suscitado por la coproducción franconipona El imperio de los sentidos (Ai no corrida, 1976), historia verídica de una crispada pasión sexual con culminación sadiana, que motivó el procesamiento de su autor y se exhibió en Japón en versión mutilada. Tras este éxito mundial, Oshima efectuó una incursión en el mundo fantasmático de un delirio de culpabilidad, en El imperio de la pasión (Ai no borei, 1978), con resonancias líricas de Mizoguchi y con sus raíces hundidas en el denso acervo de las leyendas poéticas niponas. El prestigio de Oshima le lanzó hacia una carrera transnacional, a la que aportó Feliz Navidad, Mr. Lawrence (Merry Christmas, Mr. Lawrence, 1983), adaptación de la novela de sir Laurens van der Post, que vino a ser la otra cara de El puente sobre el río Kwai, y Max, mon amour (1986), que expuso la relación afectiva entre una mujer y un mono. De este modo se reciclaban los viejos y entrañables mitos nostálgicos del cine surgidos en su era clásica.

El imperio de los sentidos (1976) de Nagisa Oshima.

 

Con nombres como Stayajit Ray, Mrinal Sen, Kurosawa y Oshima se demostraba que el cine no podía seguir considerándose como un arte occidental y, menos todavía, como una exclusiva planetaria de las potentes factorías de Hollywood.

 


EPÍLOGO EN EL CENTENARIO DE CINE

 

 

Se ha convertido ya en un tópico afirmar que el hombre vive hoy inmerso en el seno de una «civilización de la imagen». Y esta realidad cultural, esta densa capa envolvente de imágenes que le rodean en su vida cotidiana y que forman parte indisoluble del paisaje urbano y del paisaje doméstico, han sido posibles gracias al centenario invento de los hermanos Lumière. El cine se ha constituido, en efecto, en la matriz fundacional y genética de todos los lenguajes audiovisuales que se han desarrollado posteriormente a lo largo del presente siglo, tanto los que han surgido sobre soporte electrónico (como la televisión y el vídeo), como sobre soporte informático (como la infografía o imagen sintetizada por ordenador). Pues todos estos medios despliegan y muestran en una pantalla, con procedimientos técnicos estandarizados, formas visuales que evolucionan a lo largo del eje temporal, exactamente como ocurría en las primeras y balbucientes películas de los Lumière a finales del siglo pasado. Pero estas nuevas manifestaciones tecnológicas y sofisticadas de la cultura de la imagen, hoy omnipresentes, han reestructurado tan profundamente las industrias audiovisuales tradicionales, sus métodos de trabajo, sus mercados y sus formas de consumo, que ha llegado a hablarse paradójicamente, a veces con acentos alarmistas, de la «muerte del cine».

¿Ha muerto de verdad el cine? La respuesta más correcta es que no ha muerto, pero se ha transformado profundamente, hasta resultar verdaderamente irreconocible comparado con lo que fue en su era clásica. En aquella época las películas se veían solamente en las salas de cine, que constituían, incluso en los barrios periféricos, unos grandes espacios litúrgicos, que a menudo han sido comparados con los templos religiosos, por el recogimiento reverente y silencioso de su público ante el espectáculo ofrecido por la gran pantalla. Todos los procesos psicológicos de identificación, proyección psicológica y mitogenia que han sido analizados por los teóricos del cine se fraguaron en aquellas circunstancias privilegiadas de entrega reverencial del público a las fabulaciones desplegadas en una gran pantalla, que cubría prácticamente todo el área retinal de sus atentos espectadores.

Pero hoy sabemos que son sólo una minoría de espectadores los que ven las películas en estas condiciones, pues la mayoría las ven en la televisión doméstica, en un contexto y una situación que se han desritualizado, en una pantalla pequeña y de baja definición, con una luz ambiental encendida, con frecuentes interrupciones publicitarias o surgidas del entorno del espectador, en una actitud semiatenta o distraída y con el telemando presto al alcance de la mano. No puede negarse que este espectador contempla representaciones audiovisuales, que en muchas ocasiones son producciones pensadas para las salas de cine, pero las percibe y las consume en una situación radicalmente distinta, lo que afecta profundamente a sus efectos psicológicos y a su apreciación estética.

Incluso la programación llamada «a la carta», que permite el comercio videográfico, comprando o alquilando películas con una libertad que resultaba simplemente impensable unos pocos años atrás, porque permite hacer teóricamente real el viejo sueño del «museo del cine» en el propio hogar, se ve lastrada por la todavía mucho más baja definición de las grabaciones videográficas en los sistemas actualmente comercializados, por no mencionar la incontrolable y generalmente erosionada calidad de las videocasetes que se ofrecen en régimen de alquiler en los video-clubs. Esta inferioridad técnica será incluso una realidad cuando se difundan la televisión y el vídeo de alta definición —novedad que cada vez se demora más en el mercado por problemas técnicos y económicos de todo tipo—, ya que su definición no superará la del formato subestándar del super 16 mm, muy inferior a la de la película tradicional de 35 mm de anchura.

Pero incluso las salas públicas, hoy reducto minoritario del consumo cinematográfico, se han transformado profundamente. La multiplicación de los minicines para un público muy menguado y selectivo, y para beneficio del empresario (pues con un solo proyeccionista se pueden atender varias salas a la vez), ha supuesto el paso traumático de la antigua catedral a la capilla, en un compromiso espacial entre el antiguo formato teatral y la sala de estar televisiva, recortando drásticamente el tamaño de las pantallas y amputando al espectador la dimensión litúrgica del rito. Tampoco ver cine en estas circunstancias es equivalente a la percepción tradicional, como tampoco lo es contemplar las películas en la pantalla de una moviola. Es natural que en estas circunstancias de desespectacularización, el star-system se haya desplazado hacia los programas de televisión de cara al público, la industria discográfica, el deporte y hasta la política.

Hasta aquí nos hemos referido a la exhibición y a la fruición espectatorial, pero es menester contemplar algunas de las mutaciones sufridas por la producción audiovisual. Se siguen produciendo todavía muchas películas de ficción narrativa concebidas para ser estrenadas en las salas públicas, pero no pocas veces se diseñan y planifican pensando en su explotación ulterior en las pantallas televisivas, con un ritmo adecuado, una duración idónea y una predominancia de los encuadres cortos y las composiciones de fácil legibilidad. En otras ocasiones, y merced a la intervención de las estaciones de televisión en el proceso productivo, la película estrenada es un derivado de una miniserie televisiva, un subproducto reducido de la obra original, que raramente ofrece buenos resultados estéticos.

El grueso de la producción audiovisual actual, de ficción y de no ficción, tiene como destinataria privilegiada la pantalla televisiva, que la recibe por vía hertziana, por cable, por satélite o a través del mercado videográfico, sea sobre soporte de videocasete o de láser-disco digital. Y naturalmente se concibe para este formato, con todas las exigencias técnicas que le son propias. El ejemplo de las teleseries, que hoy ocupan una importantísima parcela de la actividad de los viejos estudios de cine, es especialmente significativo. Constituyen una derivación videográfica del formato de la novela de folletín y del serial radiofónico, con sus entregas consecutivas, y responden a exigencias técnicas y narrativas muy precisas. Sus personajes suelen ser estereotipados para facilitar su encasillamiento e identificación, su intriga es altamente redundante (para permitir su fácil seguimiento por parte de telespectadores infieles), su planificación está mecanizada con el inicio de un plano general de situación seguido de planos concretos de los sujetos que intervienen en la escena, los tiempos muertos o escenas de transición están proscritos, los episodios deben acabar en un momento climático de alto interés para alentar el seguimiento de la serie, etc.

A partir de este modelo se ha creado un verdadero esperanto audiovisual transnacional, aunque de origen norteamericano, que constituye una especie de lenguaje simplista, premasticado y dócil, diseñado para servir a la ley del mínimo esfuerzo psicológico e intelectual de la audiencia. Y este modelo ha acabado por contaminar a buena parte de la producción comercial de ficción destinada a estrenarse en las salas públicas, en parte porque se ha convertido en un estilo familiar y hegemonónico y en parte porque se tienen presentes sus productivas reposiciones futuras en las pantallas televisivas.

Por lo dicho hasta aquí se comprobará que gran parte del cine que se produce y se consume a finales de este siglo tiene ya poco que ver con el que se producía y se contemplaba hace media centuria. Aunque es de justicia resaltar, al lado de cierto empobrecimiento estético generalizado, la existencia de una producción de carácter intersticial y muy personalizada (Víctor Erice, Nanni Moretti, Manoel de Oliveira, Jacques Rivette, etc.), que diseña sus obras no con criterios meramente comerciales, sino con criterios de autoexigencia y rigor cultural. Pero esta producción constituye la periferia industrial de la actividad cinematográfica dominante.

El experimentalismo y las propuestas alternativas o transgresoras de la cultura cinematográfica dominante han sido posibles, en buena parte, por el abaratamiento y difusión social de los equipos de registro audiovisual (fotoquímicos, electrónicos e informáticos), haciendo que la cantidad propicie los productos atípicos de gran calidad. Pero esta democratización y popularidad de la producción técnica de imágenes en movimiento (en el laboratorio, en el viaje turístico, en la publicidad, en las escuelas, en las celebraciones de bodas y cumpleaños) ha conducido a una inabarcable inflación y prodigalidad de mensajes audiovisuales, que hoy estructuran nuestra densa iconosfera contemporánea y que se traducen en una trivialización, cuando no en un desconcierto y una confusión de valores. Es cierto, como hemos dicho, que en este magma audiovisual pueden detectarse a veces algunas joyas artísticas, algunas experiencias altamente personalizadas que buscan sus canales específicos de difusión para sus audiencias elitistas y cómplices. Pero nunca sabremos si por cada Wim Wenders, Stayajit Ray, Glauber Rocha o André Delvaux que se descubra, existe una docena de artesanos anónimos que, con los nuevos y baratos equipos de registro audiovisual, están produciendo en la privacidad de su hogar piezas fundamentales por su originalidad o inventiva, pero que jamás alcanzarán los circuitos de distribución comercial. La democratización de los equipos de producción audiovisual es un indiscutible progreso cultural y social, pero esta democratización no ha ido acompañada de una liberación de los circuitos de diseminación de las obras, que siguen estando controlados por grandes intereses oligopolísticos y transnacionales. Nadie discute hoy la libertad de creación e incluso se propician (consumísticamente) medios técnicos baratos y adecuados para ello, pero la libertad de difusión sigue estando cuestionada, no por las viejas censuras administrativas servidas por funcionarios puntillosos, sino por los intereses del poder económico multinacional, que protege así a los productos generados en el seno de su propio sistema. Y esto es especialmente y dramáticamente cierto entre el Norte opulento, con su potente control de los canales de distribución planetaria, y la humilde producción audiovisual del Sur, que a duras penas consigue difundirse, incluso dentro de los límites de sus fronteras geográficas.

El resumen de este nuevo estado de cosas es que si el cine ha mudado la piel a lo largo de un siglo, es porque ha sido reemplazado por la actividad audiovisual, por este magma de prácticas técnicas, comunicativas o estéticas, utilitarias, perversas o triviales, extremadamente heterogéneas, sobre soportes y formatos tan diversificados. La «diversificación» parece una consigna imperativa en la cultura de masas contemporánea, para alcanzar diversos mercados, atendiendo a sus diferentes especificidades. Muchas veces esta diversificación es más aparente que real y estamos en verdad ante una gran variedad de lo mismo, pero aparentemente distinto (como ocurre explícitamente en muchos productos de género). Pero si el cine ha dado paso en la actualidad al magma heterogéneo de lo audiovisual, es innegable que la matriz y el modelo fundacional de los dialectos icónicos que lo atraviesan se hallan en la centenaria tradición cinematográfica, que, fundada hace un siglo, constituyó la primera forma histórica de imagen en movimiento.

EL REINADO NORTEAMERICANO

El creciente consumo audiovisual en el mundo, potenciado por la demanda ascendente de las cadenas de televisión hertzianas, por cable y por satélite, favoreció a los centros productores equipados con instalaciones y recursos industriales capaces de ofrecer una producción ininterrumpida. Éste fue el caso de las empresas de Hollywood, concentradas muchas de ellas en la producción de teleseries, capaces de difundirse con éxito en todo el mundo. Entre tales compañías se hallaba la Warner Communications (derivada de la veterana Warner Bros), compañía puntera en la producción de ficción televisiva, que en 1989 se asoció con la empresa periodística Time Inc. para formar el conglomerado Time-Warner Inc., la mayor megacompañía de comunicación multimedia del mundo, potenciada por el sinergismo derivado de la asociación entre los medios escritos y los audiovisuales. Por otra parte, la globalización del mercado mundial (de la que los satélites de comunicaciones se convirtieron en elocuente emblema) incitó a las principales empresas japonesas del sector electrónico a intervenir en el sector de producción audiovisual norteamericano, de modo que Sony Corporation compró en 1989 la Columbia y en 1990 Matsushita adquirió los Estudios Universal, al tiempo que la empresa de Walt Disney recibía una importante inyección de capital nipón. Con estas iniciativas se activaba la estrategia de apropiación de parcelas de la industria del cine americano por grupos industriales exógenos, que no eran de nacionalidad norteamericana ni de gerencia cinematográfica, y se consolidaba con ello un nuevo eje de poder audiovisual transnacional Los Ángeles-Tokio, el gran eje mediático del océano Pacífico dispuesto a dominar todas las pantallas del mundo, las pantallas grandes y las pequeñas pantallas domésticas.

En este nuevo marco empresarial, en el que muchos directores o estrellas actuaban como sus propios productores independientes, la producción norteamericana siguió siendo, por lo tanto, la comercialmente hegemónica en el mercado mundial. Algunos directores veteranos observaron con perplejidad los nuevos cambios, en una situación en la que unos yuppies especializados en mercadotecnia conducían implacablemente las riendas de la industria con una calculadora en la mano y sin leerse los guiones que producían. Tal fue el caso del melancólico John Huston, quien expiró tras adaptar prodigiosamente a James Joyce en Dublineses (The Dead, 1987). Los nuevos comportamientos sociales y las nuevas prácticas económicas rapaces de la sociedad posindustrial se expusieron crudamente en Wall Street (Wall Street, 1987), de Oliver Stone, y Armas de mujer (Working Girl, 1988), de Mike Nichols, mientras otros directores ofrecían como contrapunto una visión autocrítica de la codicia depredadora en que se había asentado la construcción de la nación, como hizo Kevin Kostner en su narcisista alegato proindio de Bailando con lobos (Dances with Wolves, 1990), donde invirtió el maniqueísmo racial dominante en los westerns tradicionales y recibió un aluvión de Oscars.

La condición del cine como espejo de las convulsiones sociales fue bastante visible en la producción de Oliver Stone, quien expuso las patéticas secuelas de la guerra vietnamita en Nacido el 4 de julio (Born on the Fourth of July, 1989) y reabrió los enigmas del magnicidio de Kennedy en JKF. Caso abierto (JFK, 1991), antes de recrearse en la explosión de hiperviolencia de Asesinos natos (Natural Born Killers, 1994). También indagó en la historia social americana Danny De Vito al biografiar al controvertido líder sindical Hoffa (Hoffa, 1992), mientras que Ridley Scott constataba la emergencia de la conciencia feminista en su panfletario manifiesto Thelma y Louise (Thelma and Louise, 1991). Y al tiempo que las minorías étnicas aparecían cada vez más en la pantalla —como en Atrapado por su pasado (Carlito’s Way, 1994) de Brian De Palma—, estas minorías ocupaban espacio en la producción, ya fuera como actores (Eddy Murphy, Whoopi Goldberg, Andy García), o como directores, entre quienes alcanzó especial relieve el afroamericano Spike Lee con Haz lo que debas (Do the Right Thing, 1989), Cuanto más mejor (Mo’better Blues, 1990), Fiebre salvaje (Jungle Feber, 1991) y Malcolm X (Malcolm X, 1992).

Entre los más perspicaces y ácidos observadores de la sociedad americana figuró también Robert Altman, autor de El juego de Hollywood (The Player, 1991) y del multitudinario mosaico californiano de Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993). Toda la coralidad que Altman exhibió tan generosamente en sus cintas fue en cambio minimalismo, clausura e introversión en el debutante Steven Soderbergh, ganador en Cannes con su perspicaz Sexo, mentiras y cintas de vídeo (Sex, Lies and Videotape, 1989). Pero el maestro estelar de esta tendencia introvertida, enfeudada en el psicoanálisis, fue Woody Allen, a quien sus problemas conyugales con Mia Farrow dieron nuevo aliento para analizar críticamente las neuróticas relaciones de pareja. Este discurso de ribetes masoquistas avanzó nuevos peldaños a través de Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989), Alice (Alice, 1990), su espléndida e innovadora Maridos y mujeres (Husbands and Wives, 1992), Misterioso asesinato en Manhattan (The Manhattan murder mystery, 1993) y Balas sobre Broadway (Bullets Over Broadway, 1994).

Alice (1990) de Woody Allen.

 

De la generación italoamericana revelada en los años setenta mantuvieron el liderazgo Martin Scorsese y Francis Coppola. Scorsese alcanzó un éxito de escándalo con La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988), que debía no obstante su atrevimiento teológico a una vieja novela de Nikos Kazantzakis que no había provocado mucho revuelo al publicarse. La solidez de Scorsese como cronista de las pasiones humanas destructivas o autodestructivas se manifestó luego en el film de gángsters Uno de los nuestros (Good Fellas, 1990), El cabo del miedo (Cape Fear, 1991) y La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1992). Coppola ofreció una amarga parábola del fracaso de su productora American Zoetrope con la biografía auténtica del innovador pero derrotado industrial automovilista Preston Tucker, en Tucker, un hombre y su sueño (Tucker, the Man and His Dream, 1988), y prosiguió luego su saga delictiva con El padrino III (The Godfather, Part III, 1990), con incisivas alusiones a la crónica negra vaticana. Pero dio luego un giro sorprendente con su suntuosa y efectista versión de Drácula (Bram Stoker’s Dracula, 1992), pletórica de una barroca pirotecnia visual. Esta relectura moderna de un mito clásico de la narrativa terrorífica, que tanto había frecuentado el cine, se hallará también en la nueva y sofisticada visión del licántropo que Mike Nichols propondrá en Lobo (Wolf, 1994), impregnada de una reflexión filosófica acerca del tema de la alteridad.

Lobo (1994) de Mike Nichols.

 

Coppola ha ejemplificado en el cine americano reciente una madura asimilación de las leyes del gran espectáculo al servicio de la expresión personal y de la ambición autorial. El polo infantil y reduccionista de la vocación espectacular lo ha representado modélicamente, en cambio, el competente Steven Spielberg, quien con su Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993) propuso unos dinosaurios fantasmagóricos y ucrónicos generados de la nada por la tecnología de la imagen digital, que eclipsaron a los actores de carne y hueso, como el viejo gorila de King Kong había anulado en la memoria cinéfila a sus antagonistas humanos, en aquel antiguo film en blanco y negro que se erigió en modelo para el nuevo relato de Spielberg. Las diabluras de la imagen digital habían inaugurado una nueva era de los trucajes cinematográficos con Terminator II (Terminator 2. Judgement Day, 1991), de James Cameron. Pero tras el film de Spielberg entrarían en tromba en la producción, con vistosos tebeos como La máscara (The Mask, 1994), de Chuck Russell, o tenebrosos films de terror, como El cuervo (The Crow, 1994), de Alex Proyas, con escenas que habrían dejado boquiabierto al mismísimo Méliès. Pero Spielberg, tras su exitosa incursión antediluviana, se sometió a la ascética purga de La lista de Schindler (Schindler’s List, 1994), patética evocación histórica del holocausto de su raza rodada en austero blanco y negro.

El sensacionalismo espectacular ofrece muchas vías, entre ellas la hiperviolencia, senda elegida por el dotado Quentin Tarantino, quien irrumpió con brío con el thriller Reservoir Dogs (1992), realizado con poquísimos medios y muchísima crueldad, y cuyo nombre se vio consagrado públicamente con el virtuoso entrelazado de tres historias de delincuentes perdedores en Pulp Fiction (1994). Otro director atraído por el sensacionalismo espectacular fue el habilidoso holandés afincado en Hollywood Paul Verhoeven, quien obtuvo abultadas recaudaciones con Robocop (Robocop, 1987), Desafío total (Total Recall, 1990) y la tórrida Instinto básico (Basic Instinct, 1992), a la mayor gloria de Sharon Stone. Mientras otro inmigrante, el checo Milos Forman, adaptó con talento Les liaison dangereuses de Choderlos de Laclos en Valmont (Valmont, 1989), un texto ya llevado a la pantalla por Roger Vadim en 1959 y que acababa de ocupar también a Stephen Frears.

Pulp Fiction (1994) de Quentin Tarantino.

 

Mientras unos realizadores de Hollywood han optado por el anzuelo del espectáculo, otros han preferido cultivar la poesía o la escritura libre mediante la cámara. En este grupo ha descollado el singular y provocador David Lynch, autor de Corazón salvaje (Wild at Heart, 1990), film paroxístico y brutal que no rehuyó la reelaboración de la fórmula del cuento de hadas, así como Jim Jarmusch, a cuya estética posunderground se adscribieron Bajo el peso de la ley (Down by Law, 1986), Mystery Train (Mystery Train, 1989) y el más convencional film de sketches Noche en la tierra (Night on Earth, 1991). En tanto que Joel Coen revelaba un sorprendente veteado surrealista en sus prosaicas historias americanas, ambientadas en el hampa como Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990), en la industria de Hollywood como Barton Fink (Barton Fink, 1991), o en el mundo empresarial como El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1994).

Pero estas clasificaciones de los más dotados realizadores de Hollywood no agotan su tipología. Así, ni son servidores del gran espectáculo, ni son tampoco poetas, aquellos directores que podríamos calificar laxamente como elitistas, como el ingenioso dramaturgo y guionista David Mamet, quien probó cumplidamente su talento en las barrocas intrigas de Casa de juego (House of Games, 1987), Las cosas cambian (Things Change, 1988) y Homicidio (Homicide, 1991).


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 138; Мы поможем в написании вашей работы!

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