LAS CONVULSIONES DE LA EUROPA POSCOMUNISTA



El inicio de los años noventa estuvo marcado por las grandes convulsiones sociales y políticas que tuvieron lugar en los países de Europa Central y Oriental, al producirse el derrumbe en cadena de los regímenes neoestalinistas, tras la espectacular caída del muro de Berlín, que dividía física y simbólicamente dos mundos. En el considerable desbarajuste económico de los primeros años, el tránsito de la industria cinematográfica estatalizada hacia una industria homologable a la occidental produjo un trauma considerable, que se tradujo en el desmantelamiento de muchos estudios de producción y en una caída vertical de la actividad en el sector.

En los días finales del viejo régimen en la Rusia soviética, con las reformas liberalizadoras de Mijaíl Gorbachov habían aparecido algunos títulos extremadamente críticos hacia la realidad social en el supuesto «paraíso obrero». Ninguno fue más lejos que La pequeña Vera (Malenkaya Vera, 1988), una descripción devastadora en la que Vasili Pichul (con guión de su esposa Maria Khmelik) expuso las dramáticas frustraciones cotidianas de las familias trabajadoras soviéticas, con una acritud y un pesimismo superiores a los que se dieron en el neorrealismo italiano de la posguerra. Aunque la popularidad de este título derivó sobre todo de las primeras escenas eróticas que la censura soviética autorizaba, la propia existencia del film, tanto como su gran aceptación pública, anunciaban el colapso definitivo de un sistema político fracasado.

El realizador puntero del cine postsoviético iba a ser el veterano director moscovita Nikita Mijalkov, quien ya había llamado la atención en Occidente al ganar merecidamente la Palma de Oro en Cannes con su espléndido Ojos negros (Oci ciornie, 1987), una melancólica y tierna evocación chejoviana de la desgraciada vida sentimental que un camarero italiano (Marcello Mastroianni) relata a un caballero ruso a bordo de un barco. En su siguiente coproducción franco-rusa, Urga (Urga, 1991), Mijalkov narró con un lirismo reminiscente de Dovjenko la amistad entre un pastor mongol y un camionero ruso atascado en la estepa asiática por una avería, y el film recibió el León de Oro en Venecia. Y en Quemado por el sol (Burnt By the Sun, 1994), efectuó un ajuste de cuentas con el estalinismo, al relatar con originalidad y nervio la historia auténtica de un condecorado y reverenciado héroe soviético de la guerra que fue víctima de las purgas de Stalin, recibiendo el Gran Premio del Jurado en Cannes. Andréi Mijalkov-Konchalovski, hermano mayor de Nikita, prosiguió su carrera en Estados Unidos con otra revisión de la memoria del estalinismo, esta vez utilizando como vehículo al proyeccionista de la sala cinematográfica privada del dictador, en El círculo del poder (The Inner Circle, 1991).

En las restantes cinematografías poscomunistas se asistió a una desbandada de los mejores talentos, aunque a veces siguieron trabajando en sus propios países mediante coproducciones con empresas occidentales. La polaca Agnieszka Holland efectuó también ajustes de cuentas con el pasado histórico en sus coproducciones Conspiración para matar a un cura (To Kill a Priest, 1988), que reconstruyó en un clima kafkiano el asesinato del sacerdote Jerzy Popiełuszko (Christopher Lambert) por parte de la policía comunista de su país, y Europa, Europa (Europa, Europa, 1991), odisea auténtica de un joven judío polaco, Solomon Perel, que durante la guerra fue capturado en un orfanato soviético y se convirtió en un involuntario héroe del ejército alemán. Su compatriota Krzysztof Kiéslowski, acomodado a la industria francesa, demostró su habilidad narrativa en su enigmática y poética La doble vida de Verónica (La double vie de Véronique, 1991), con Irène Jacob interpretando a dos personajes distintos pero físicamente idénticos, una polaca y una francesa. Luego legó una trilogía testamental inspirada por los colores de la bandera francesa —Azul (Bleu), Blanco (Blanc) y Rojo (Rouge), en 1991-1994—, donde ejemplifica alegóricamente las virtudes civiles que dichos colores representan.

En Yugoslavia, antes del trágico estallido de su guerra civil, Emir Kusturica había afirmado su talento con El tiempo de los gitanos (Dom za vesnaje, 1989), relato tragicómico acerca de un gitano que es trasladado contra su voluntad a Italia y tiene que dedicarse al robo y al tráfico de niños. Otros directores procedentes de esta área geográfica y política prosiguieron en Occidente su carrera iniciada años atrás, como el checo Milos Forman en Estados Unidos, o el húngaro István Szabó, autor de la inteligente producción británica Cita con Venus (Meeting Venus, 1991), reflexión pesimista acerca de la construcción europea, a través de las dificultades con que tropieza un director de orquesta húngaro para montar una ópera de Wagner en París.

El tiempo de los gitanos (1989) de Emir Kusturica.

 

DE TODAS PARTES

Al cumplir su primer siglo de vida, era ya evidente que el cine era un arte prácticamente universal, aunque algunos países africanos, asiáticos y latinoamericanos carecían de producción propia, y a pesar de que la mayor parte de los mercados mundiales estaban ampliamente dominados por la producción de origen norteamericano.

Así, cuando se habla comúnmente de cine americano, acostumbra a sobrentenderse que se habla de la producción de Hollywood, echando sistemáticamente en olvido que existe una producción canadiense, argentina, mexicana, brasileña y cubana, por no mencionar el liderazgo en los mercados televisivos de las teleseries brasileñas, mexicanas y venezolanas. Canadá, en efecto, además de albergar al gran especialista en cine terrorífico David Cronenberg —autor de La mosca (The Fly, 1986) e Inseparables (Dead Ringers, 1988)—, ha tenido en Quebec, con Denys Arcand, uno de los realizadores más originales del continente. El talento de Arcand se reveló con el éxito mundial de El declive del imperio americano (Le Déclin de l’empire américain, 1985), que retrató con desenvoltura una frustración sexual colectiva. Su Jesús de Montreal (Jésus de Montréal, 1989) revisitó el tema del actor que interpreta a Jesucristo y acaba identificándose con él en la vida real, y obtuvo luego una buena acogida con su comedia La verdadera naturaleza del amor (De l’amour et des bestes humaines, 1993), en la que un camarero aspirante a actor y una periodista tratan de descubrir el significado de la palabra amor.

En los inicios de la década de los noventa, asentados en casi todos los países del hemisferio regímenes democráticos y con una tendencia hacia la recuperación económica, la producción cultural latinoamericana volvió a convertirse en un foco de interés internacional, como un eco del famoso boom de los años sesenta. Lo probarían, entre otros datos, los éxitos mundiales de algunas de sus novelas, que atraerían también la atención de realizadores no continentales. Así, no sólo la versión que el mexicano Alfonso Arau rodó en 1992 de Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, dio triunfalmente la vuelta al mundo, sino que el sueco Billie August adaptó con parecido éxito en 1993 La casa de los espíritus, de Isabel Allende, esta vez rodada en inglés con el título The House of Spirits.

Como agua para chocolate (1992) de Alfonso Arau.

 

A pesar de las dificultades económicas e industriales crónicas, el cine argentino siguió siendo un punto de referencia en la producción del hemisferio. Fernando Solanas se mantuvo como hombre emblemático; puso en riesgo su vida en el rodaje de El Sur (1988), que mostró el itinerario de un ex preso político tras la dictadura, y prosiguió su reflexión civil en El viaje (1992). Con la aureola de su Oscar de Hollywood por su didáctica La historia oficial, Luis Puenzo adaptó a Carlos Fuentes en Gringo viejo (Old Gringo, 1989), auspiciado e interpretado por Jane Fonda, y prosiguió sus tanteos en el cine anglosajón con la adaptación de Albert Camus The Plague (1992). Y Miguel Pereira fue galardonado en Berlín por La deuda interna (1988), que relató la historia real de un indio muerto en la guerra de las Malvinas, para examinar críticamente a partir de ella el pasado reciente argentino. También supuso una reflexión política, marcada por el fin de la utopía política, la expuesta por la galardonada coproducción Un lugar en el mundo (1992), de Adolfo Aristaráin, con las vivencias de un geólogo español en una localidad remota. Pero el realizador que dio seguramente mayores pruebas de inventiva y originalidad poética fue Eliseo Subiela, con la críptica Hombre mirando al sudeste (1985) y con los amores y desamores de El lado oscuro del corazón (1991).

Junto a los nombres que acabamos de citar, merecen recordarse otros realizadores significativos del reciente cine argentino, como Juan José Jusid, autor de Made in Argentina (1986); Simón Feldman, director de Memorias y olvidos (1987); y María Luisa Bemberg, quien en Yo, la peor de todas (1990) ofreció una muy personal visión biográfica de sor Juana Inés de la Cruz, a partir de un texto de Octavio Paz.

En México, además de la exitosa obra ya citada de Alfonso Arau, Paul Leduc siguió en activo con Barroco (1988), Latino Bar (1990) y Dollar mambo (1992), mientras Arturo Ripstein ofreció, con La reina de la noche (1994), una reconstrucción de la trágica biografía de la cantante Lucha Reyes. En 1993 el cine independiente mexicano dio la sorpresa de que una baratísima comedia de intriga y enredo, El mariachi, rodada por Robert Rodríguez en 16 mm y con pobres medios artesanales, fuera comprada por la Columbia y se convirtiera en un éxito comercial insospechado (y no demasiado justificado) en los Estados Unidos —en donde recaudó más de dos millones de dólares— y en algunos países europeos. Nueva prueba, por si hacía falta, del poder de catapulta del sistema de distribución internacional de Hollywood.

El cine brasileño, en contraste con la buena salud de sus teleseries manufacturadas por la factoría O Globo, no recuperó el pulso de sus pasados días de gloria, tras la muerte de Joaquim Pedro de Andrade en 1988 y con Héctor Babenco inserto en la producción anglosajona. Pero el valioso Carlos Diegues siguió en activo y ofreció una obra de título emblemático, Días melhores virao (1990).

En este repaso latinoamericano hay que incluir al chileno Miguel Littin, quien en coproducción con Televisión Española ofreció el amplio fresco político de Sandino (1991). Su compatriota Patricio Guzmán fue el autor de La Cruz del Sur (1992). En Perú, Francisco J. Lombardi realizó La boca del lobo (1988), Caídos del cielo (1990) y Sin compasión (1993), inspirada en Crimen y castigo. En Colombia Sergio Cabrera obtuvo un éxito clamoroso con la exaltación del esfuerzo y del ingenio colectivo y popular de unos inquilinos pobres en La estrategia del caracol (1994). En Bolivia Jorge Sanjinés llevó a cabo Nación clandestina (1989), mientras en Cuba se producía un quiebro espectacular con la aparición triunfal de Fresa y chocolate (1993), del veterano Tomás Gutiérrez Alea, que rompía un tabú ideológico al presentar como protagonista a un artista homosexual y al mostrar la injusta hostilidad e incomprensión de las que era víctima.

En las culturas occidentales de Oceanía la producción cinematográfica aparecía plenamente consolidada en los años noventa. Tal era el caso de Australia, en donde a pesar del afincamiento de Peter Weir en Hollywood los títulos de interés menudearon, como La playa de las tortugas (Turtle Beach, 1992), de Stephen Wallace, que narró la dramática historia de un grupo de refugiados vietnamitas al llegar a Malasia. Y hasta Nueva Zelanda pasó al primer plano del cine mundial por los galardones —en Cannes y en los Oscars de Hollywood— que recibió su coproducción con Francia El piano (The Piano, 1993), de Jane Campion, que situó a finales del siglo pasado, sobre un fondo insular exótico, un clásico conflicto romántico entre sensualidad, instinto y prescripciones sociales.

El piano (1993) de Jane Campion.

 

El cine japonés siguió siendo una gran potencia asiática, aunque sus títulos circularon insuficientemente por los mercados occidentales. Entre sus veteranos en activo descollaron Akira Kurosawa, que ofreció una colección de relatos oníricos personales en Sueños (Konna yume wo mita, 1990), en uno de los cuales trabajó con el sistema electrónico de alta definición de Sony; Kon Ichikawa fantaseó con La princesa de la luna (Taketori monogatari, 1987), mientras Shohei Imamura evocó con crudeza el cataclismo atómico en Lluvia negra (Koroi ame, 1989).

En el subcontinente indio emergió con fuerza la personalidad de Mira Nair, formado en Estados Unidos, con Salaam Bombay (Salaam Bombay!, 1988), al proponer a los espectadores la mirada de un niño que descubre la variopinta población de un barrio de mala fama de Bombay. Tras este brioso debut realizó Mississippi Massala (Mississippi Massala, 1992), que propuso el tema de Romeo y Julieta en clave de conflicto racial hindú-afroamericano.

Las llamativas transformaciones económicas y sociales que se produjeron en China a raíz de las reformas impulsadas por Deng Xiaoping afectaron al rumbo de su cinematografía, cuyo fulgurante progreso tuvo que luchar a brazo partido con las restricciones de la censura estatal. Su gran revelación fue Zhang Yimou, cuyo primer film, Sorgo rojo (Hong Gaoliang, 1987), ambientado en la China de los años veinte, ya ganó el Oso de Oro en Berlín. Le siguió Semilla de crisantemo (Ju Dou, 1989), que fue un elegante melodrama sobre la esclavitud femenina, ambientado en la misma época y en un negocio de tintes, lo que permitió al realizador lucirse con su paleta cromática. La linterna roja (Dahong Denglong gao-gao gua, 1991) adaptó con refinamiento la novela Mujeres y concubinas, de Su Tong, para describir, con una sagacidad digna de Fritz Lang, las intrigas entre las esposas que en un gineceo se disputan la preferencia de su señor, cosechando un premio en Venecia y la prohibición en su país. Mientras que ¡Vivir! (Houzhe, 1994), premiada en Cannes, constituyó un amplio fresco social, que describió con gran vigor las profundas transformaciones que vivió su país entre los años cuarenta y los sesenta. Otro realizador valioso, He Ping, obtuvo un éxito internacional con Pólvora roja, pólvora verde (Paoda shuangdeng, 1994), donde una joven que debe encargarse del negocio familiar de pirotecnia se siente atraída por un pintor, aunque las restricciones sociales dificultan su relación.

La linterna roja (1991) de Zhang Yimou.

 

En el Irán fundamentalista surgió la singular personalidad de Abbas Kiarostami, quien realizó originales retruécanos cinematográficos, basados en la confusión entre filmación y escenificación de una ficción cinematográfica, como ocurrió en su aplaudida trilogía formada por Primer plano (Nama-ye nazdik, 1990), Y la vida sigue (Zendegui edame darad, 1992) y A través de los olivos (Zir e darakhtan e zey-ton, 1993).

En Egipto, el patriarca de su producción y representante de la tradición realista, Salah Abu Seyf, siguió en activo, aunque el realizador más conocido en el extranjero, por sus superproducciones y su presencia en festivales fue Yussef Chahine, mientras el cairota Atom Egoyan se labraba desde 1984 una carrera honorable como realizador canadiense y su El liquidador (The Adjuster, 1991) era premiada en los festivales de Moscú y de Toronto. El cine tunecino se abrió paso en los mercados occidentales con el éxito de Halfaouine (1993), donde Ferid Boughedir propuso con frescura la historia de un niño de doce años que aspira a hacerse adulto, pero que no se decide a abandonar el dulce universo matriarcal en el que vive. En Senegal prosiguió su carrera Ousman Sembene y el cine de Mali reveló a Souleymane Cissé, quien en La luz (Yeleen, 1987), premiado en Cannes, opuso a un joven iniciado en los poderes sobrenaturales y a su padre, mezclando con originalidad realismo y magia.

Con este apresurado y apretado elenco de nombres y de títulos de todas las latitudes se comprueba paladinamente que el cine es hoy un arte verdaderamente universal, aunque en su mapa artístico se detecten algunos grandes centros de poder industrial y comercial, en torno a los cuales gravitan las restantes cinematografías, que sería erróneo despachar siempre como «menores». Pero, al cumplir un siglo de historia, este arte audiovisual implantado sólidamente en las pantallas grandes y en las pantallas pequeñas de la «aldea global» no escapa a las leyes del multiculturalismo, de modo que el principio del sincretismo estético hace que, si bien las cinematografías subalternas aparecen contaminadas por la presión, los estilos y las modas de los grandes centros industriales dominantes, éstos no puedan escapar tampoco, a la larga, a las influencias exóticas y coloristas de otras culturas lejanas con las que aparecen cada vez más interconectadas.

 


ÚLTIMA SESIÓN (2014)

 

 

El capítulo anterior fue escrito en 1995, con motivo del primer centenario del cine, para recapitular cuán lejos nos había llevado hasta entonces la locomotora de Lumière, y en él se señalaron fenómenos técnicos, estéticos y sociales (como el consumo privado de imágenes en movimiento o el desarrollo de la técnica digital) que no han hecho más que acentuarse y expandirse en años posteriores. ¿Llegaremos a celebrar su segundo centenario? No pocos analistas piensan que hoy vivimos en el ocaso de la era del cine, subsumida en la era opulenta del audiovisual. Y se han acuñado términos como transmedialidad e intermedialidad para designar el trasiego de flujos en soportes mediáticos que relacionan los diversos canales, desde el libro a la pantalla pública o privada, al televisor y al videojuego o, en el camino inverso, como cuando Lara Croft, procedente de un videojuego, se encarnó en el cuerpo mortal de la actriz Angelina Jolie en una pantalla de cine. En nuestra iconosfera se codean e hibridizan cortometrajes y largometrajes autónomos, teleseries, telenovelas, videoarte, videoclips, videojuegos, spots publicitarios, superproducciones y autoproducciones para la Red o para el autoconsumo, en pantallas grandes, pequeñas, públicas, privadas, de sobremesa o de bolsillo. Y en esta polifonía audiovisual se codean el gran espectáculo cósmico —Gravity (2013) de Alfonso Cuarón— y el dolor de la intimidad interiorizada (Amor [Amour, 2012], de Michael Haneke).

En otro orden de cosas, la expansión del cine de producción digital le ha aproximado a la lógica constructivista de la pintura, sobre todo en el género considerado fantástico. Después de haber admirado el tebeo animado de Mars Attack (1996) de Tim Burton y a Batman volando sobre una tenebrosa Gotham City en la pantalla, asistimos a la epifanía de la serie protagonizada por SpiderMan, que inició Sam Raimi en 2002. La adaptación de héroes del cómic a la pantalla venía de muy lejos, pero la imagen digital potenció este trasvase mediático, en su vertiente más fantasiosa. Pero no todo fueron superhéroes voladores o monstruos de siete cabezas en este campo, pues Eric Rohmer, al diseñar su austera La inglesa y el duque (L’Anglaise et le duc, 2001), cuya acción transcurría en los días de la Revolución francesa, escaneó cuadros y grabados de época para colocarlos como fondos para los actores, de modo que armonizó la unión de pintura, teatro y cine, un sinergismo estético conseguido sin detrimento para ninguna de estas formas de expresión. Y el ruso Aleksandr Sokúrov pudo hacer que su liviana cámara digital recorriese todas las salas del museo de L’Hermitage, en San Petersburgo, en un único y prodigioso plano-secuencia de 96 minutos, en El arca rusa (Russkij Kovcheg, 2002). De manera que la tecnología digital pudo servir con gran eficacia a la hiperfantasía y al realismo, sobre todo en el pujante género documental, muy solicitado por algunos canales televisivos. Un hito en esta exploración tecnológica se produjo con la irrupción de Avatar (Avatar, 2009), de James Cameron, exitosa incursión fantacientífica y ecologista en un viaje cósmico, que redescubrió el viejo sistema estereoscópico 3-D de los años cincuenta del siglo anterior. Y aunque su aventura arrasó en las pantallas, el ciclo de películas tridimensionales que le siguió, a veces trucadas en posproducción digital, languideció con prontitud, mientras el cine holográfico seguía en lista de espera. La fragilidad de las modas asociadas a la tecnología quedó demostrada, por activa y por pasiva, cuando el film francés The Artist (2011), una parodia de Michel Hazanovicius, que regresó a la época del cine mudo y en blanco y negro, acaparó todos los grandes premios internacionales del año de su estreno y generó en España el eco de Blancanieves (2012), de Pablo Berger.

Nunca fue tan variada la panoplia de miradas, estilos y propuestas de la catarata cinematográfica mundial. Junto a la producción mainstream —cuya encarnación más emblemática se halle tal vez en la filmografía del versátil Steven Spielberg—, e incluso dentro de él, hemos aprendido a valorar el sello autoral que revela un mundo propio de fantasmas personales o el testimonio crudo de lo usualmente invisible. Pero acerca del «cine de autor» hemos aprendido también que no basta con que una obra sea personal, reconocible, sino que es exigible que tenga también calidad, aunque es cierto que existen muchos criterios para evaluar ese valor intangible llamado calidad, que suele mudar con el paso del tiempo y la mutación de los cánones. También el cine de autor se ha colado en el flujo mainstream (véase la obra de Quentin Tarantino), pero paralelo a este flujo existe un off-mainstream (y ahí podrían situarse las inquietantes obras maestras en claroscuro de David Lynch, como Carretera perdida [Lost Highway, 1996] y Mulholand Drive [2001]). E incluso el off-off-mainstream, sin que los vasos comunicantes entre estos flujos paralelos queden enteramente cegados.

En el cine español podemos enumerar las aportaciones valiosas de Pedro Almodóvar, Alejandro Amenábar, Carlos Saura, Álex de la Iglesia, Fernando y David Trueba, Isabel Coixet, Icíar Bollaín, Gracia Querejeta, Jaime Rosales o Isaki Lacuesta. Pero en el mundo hispanohablante las revelaciones más fulgurantes han procedido de México, con Alejandro González Iñárritu (Amores perros, 2000; Babel, 2006), el ubicuo Guillermo del Toro (El espinazo del diablo, 2001; El laberinto del fauno, 2006; Biutiful, 2010; El hobbit: partida y regreso, 2013) y el citado Alfonso Cuarón, a quien descubrimos con la comedia Y tu mamá también (2001). Asimismo Argentina se ha convertido en las dos últimas décadas en un país cinematográficamente puntero, con Nueve reinas (2000) de Fabián Bielinsky, La ciénaga (2001) de Lucrecia Martel y El hijo de la novia (2001) y el multigalardonado El secreto de sus ojos (2009), de Juan José Campanella, entre otros.

El desplome estruendoso del bloque soviético (1989-1991) permitió detectar el despertar del cine rumano con el sórdido aborto clandestino expuesto por la mirada minuciosa de Cristian Mungiu en Cuatro meses, tres semanas y dos días (4 luni, 3 aptamâni si 2 zile, 2007) y proponer los nuevos temas relacionados con el doloroso pasado que quedaba atrás, como en el soberbio film sobre el estado policiaco alemán La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006), de Florian Henckel, o la agridulce comedia sobre la reunificación germana Good Bye, Lenin (Good Bye, Lenin!, 2003) de Wolfgang Becker. Pero Margarethe von Trotta nos volvió a hacer reflexionar sobre el Holocausto en Hannah Arendt (2012).

El cine norteamericano siguió siendo comercialmente hegemónico en la mayor parte de los mercados mundiales. Ningún director representó mejor su versatilidad que Steven Spielberg, capaz de ofrecer, tras su visitación al paraíso de los dinosaurios digitales, una imagen realista e impactante del drama bélico en Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), hacer incursiones en la ciencia ficción en Minority Report (2002) y La guerra de los mundos (War of the Worlds, 2005), acomodando el texto de H. G. Wells a la temperatura traumática derivada del ataque islamista del 11 de setiembre de 2001, recrear a un héroe clásico del cómic europeo en Las aventuras de Tintin (The Adventures of Tintin, 2011) o hacer una incursión en la historia nacional con Lincoln (2012). Otros directores veteranos revelaron un imaginario más personal. Así lo hizo Clint Eastwood, con Mystic River (2003), el film de boxeo femenino Million Dollar Baby (2004), el díptico bélico Las banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006) y J. Edgar (2011), una biografía poco complaciente del fundador del F.B.I. Mientras Martin Scorsese demostró su pulso narrativo de amplio espectro en films tan diversos como en la memorialista épica del hampa urbana de Gangs de Nueva York (Gangs of New York, 2002), la evocación de La invención de Hugo (Hugo, 2011) y su ácida visión de la plutocracia norteamericana en El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013).

Los hermanos Coen siguieron exhibiendo su acusada personalidad en cintas como El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998), ¿Dónde estás, hermano? (Oh, Brother, Where Art Thou?, 2000) y No es país para viejos (No Country for Old Men, 2007). Aunque la directora Kathryn Bigelow, procedente del arte conceptual, demostró que la violencia no es un tema exclusivo del género masculino, al exponer la brutalidad bélica, desde Irak a Pakistán, en En tierra hostil (The Hurt Locker, 2009) y La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012), sobre la ejecución de Osama Bin Laden por un comando norteamericano.

El cine británico asistió a un declive de los dramas proletarios de Ken Loach —quien fue capaz de exponer el drama de una difícil relación amorosa transcultural en Sólo un beso (Ae Fond Kiss, 2004)— y a un alza de la chismografía monárquica, con los éxitos sucesivos de El discurso del rey (The King’s Speech, 2010), de Tom Hooper y con Colin Firth en el papel del tartamudo Jorge VI, y Diana (Caught in Flight, 2013), de Oliver Hirschbiegel, con Naomi Watts en el papel de Diana Spencer, princesa de Gales. Pero la mayor revelación del cine británico provino del londinense Steve McQueen (Steve Rodney), que diseccionó agudamente un caso de adicción sexual masculina en Shame (2011) y expuso un retablo histórico de denuncia esclavista en Doce años de esclavitud (12 Years a Slave, 2013), lo que le convirtió en el primer director negro en recibir un Oscar en Hollywod.

En Francia, mientras los veteranos supervivientes de la nueva ola, con un crepuscular Godard a la cabeza, proseguían una carrera intermitente, algunos críticos de la emblemática revista Cahiers du Cinéma se incorporaron a la realización. Tal fue el caso de Serge Le Péron, quien con la colaboración de Saidi Smihi reconstruyó el asesinato político en París del exiliado marroquí Ben Barka, en El asunto Ben Barka (J’ai vu tuer Ben Barka, 2005). Y lo mismo ocurrió con Olivier Assayas, quien también buceó en temas políticos en Carlos (2010) y Después de mayo (Après mai, 2012), evocando la huella de mayo de 1968. Ell temario político apareció también en Presidente Mitterrand (Le Promeneur du Champ de Mars, 2005) de Robert Guédiguian, en la sátira de Crónicas diplomáticas (Quai d’Orsay, 2013) de Bertrand Tavernier y en Un profeta (Un prophète, 2009) de Jacques Audiard, sobre los clanes de la mafia corsa en el mundo carcelario. A una generación posterior perteneció François Ozon, realizador brillante de Piscina (Swimming Pool, 2003), Florero (Potiche, 2010) y Joven y bonita (Jeune et jolie, 2013), una revisitación del imaginario de Belle de jour (1966) de Buñuel. El cine italiano, malherido por el poder televisivo y la política cinematográfica pro americana de Silvio Berlusconi, no renunció a su tradicional vocación de intervención política, como demostró Marco Bellocchio con Buenos días, noche (Buongiorno notte, 2003), que describió el secuestro y asesinato del primer ministro Aldo Moro por las Brigadas Rojas, mientras el iconoclasta Nanni Moretti exhibía las tribulaciones de un pontífice vaticano (interpretado por Michel Piccoli) en Habemus papam (2011) y Paolo Sorrentino retrataba con rasgos fantasmales al veterano político democristiano Giulio Andreotti en Il divo (2008), antes de acaparar premios con su barroco y deslumbrante retrato de la dolce vita del nuevo siglo en La gran belleza (La grande bellezza, 2013).

¿Dónde está hoy la vanguardia del cine europeo, que postuló hace medio siglo la teoría del cine de autor? Sin duda, su producción es en general menos estandarizada que la norteamericana y en su paisaje podemos registrar momentos estelares, como algunos proporcionados por el danés Lars von Trier, el padre del movimiento renovador Dogma 95, al que sobrevivió mientras sus pares se diluían. Su carrera en zigzag, desde el melodrama Bailando en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000) hasta sus telúricos Anticristo (Antichrist, 2009) y Melancolía (Melancholia, 2011), constituyen un complemento estridente del cine de la intimidad que ha preservado el austríaco Michael Haneke con una factura preciosista en La pianista (La pianiste, 2001), Caché (2005), La cinta blanca (Das weisse Band, 2009) y la citada Amor. Las angustias del mundo moderno pasan por estos meridianos.

El cine asiático saltó a primer plano con el fenómeno indio de Bollywood, gigantesca factoría de melodramas musicales en serie, nuevos Ramayanas y Mahbararatas de la era del premasticado audiovisual. Fue atisbado en Occidente, en versión de segunda mano, con la multipremiada Slumdog Millionaire (2008), que era en realidad una producción británica dirigida por Danny Boyle a ritmo de videoclip musical entre las chabolas degradadas y miserables de Bombay, pero con postizo final feliz. El Extremo Oriente cinematográfico despertó el interés hacia directores tan personales como el cineasta de Shanghái Wong Kar Wai, que se movió entre el delicado intimismo sentimental de Deseando amar (In the Mood of Love, 2000) y la furia épica de Ashes of Time Redux (2008). Mientras en Corea Kim Ki-duk se convertía en un cineasta de culto con La isla (Seom, 2000), Primavera, verano, otoño e invierno (Bom yeoreum gaeul gyeoul gueurigo bom, 2003) y Por amor o por deseo (Samaria, 2004). En Japón, el relevo de los grandes maestros desaparecidos —Akira Kurosawa se extinguió en 1998 tras legarnos su testamental Sueños (Dreams, 1990), de factura digital— tuvo como figuras centrales a Shohei Imamura, autor de La anguila (Unagui, 1997), que recibió la Palma de Oro en Cannes, y Agua tibia bajo un puente rojo (Akai hashi no shita no murui mizu, 2001), y al prolífico Yôji Yamada, que rindió un homenaje al maestro Yasujiro Ozu con Una familia de Tokio (Tokio kazoku, 2013). En Irán, sometido al integrismo chií, un director del talento de Jafar Panahi fue represaliado con arresto domiciliario, tras sus espléndidas El espejo (Ayné, 1997) y el alegato feminista El círculo (Dayereh, 2000), lo que no le impidió producir en su reclusión doméstica Esto no es una película (In film nist, 2011).

El cine es hoy un mosaico de propuestas cuyo canon es la diversidad, o la pluralidad de miradas y la heterogeneidad de sensibilidades, lo que no excluye contaminaciones e hibridaciones transculturales, a veces de modo subterráneo. En un contexto en el que los conceptos de canon y de «cine nacional» han tendido a diluirse por el efecto centrífugo de la globalización, los juicios estéticos están sometidos a caución. Y este mosaico de heterogeneidades, industriales o artesanas, que podemos ver en pantallas grandes y pequeñas, públicas o privadas, en formato analógico o digital, teje los sueños de nuestros imaginarios en un mundo que ha abandonado definitivamente las confortables certezas de antaño. En cualquier caso, la rica diversidad de los dialectos audiovisuales que hoy nos envuelven, en un universo cultural a la carta, demuestra la fecundidad del recorrido de la vieja, silenciosa y gris locomotora de Lumière que arrancó su periplo hacia lo desconocido en Lyon en 1895.

 


 

 

ROMÁN GUBERN. (Barcelona, 1934) Doctor en Derecho por la Universidad Autónoma de Barcelona (1980) y Doctor honoris causa por la Universidad CarlosIII de Madrid (2013), ha trabajado como investigador invitado en el Massachusetts Institute of Technology (1971-72) y ha sido profesor de Historia del Cine en la University of Southern California (Los Ángeles) y el California Institute of Technology (Pasadena) (1975-77), además de la Venice International University (Italia, setiembre-diciembre de 1998) y fundador y director del Instituto Cervantes en Roma (1994-95).

Desde 1983 es Catedrático de Comunicación Audiovisual en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona, de la que también ha sido Decano (1987-88).

Desde 2004, tras su jubilación, ejerce como Catedrático Emérito en la misma institución y dirige el master de Documental Creativo de la misma institución (desde 1998). Ha sido presidente de la Asociación Española de Historiadores del Cine (1990-95) y de la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña, es miembro de la Association Française pour la Recherche sur l’Histoire du Cinéma, académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de la Real Academia de Doctores de España, de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de España, de la Academia del Cinema Català, de la Societat Catalana de Comunicació, del Patronato del Teatre Lliure de Barcelona, del Instituto Luís Buñuel (SGAE), de la American Association for the Advancement of Science, del Comité de Honor de la International Association for Visual Semiotics y del consejo del International Journal of Media and Cultural Politics. Miembro fundador de la Escuela de Comunicación y Diseño Eina (Barcelona) en 1967 y del Institut del Cinema Català en 1975.

Ha pronunciado numerosas conferencias (en la Universidad de Harvard, el California Institute of Arts, la Universidad de Yale, la New York University, el MoMA, la Universidad de la Sorbona (París), la Universidad París VIII, la Universidad La Sapienza de Roma, la Cinemateca de Helsinki, la Bienal de Venecia, etc.). Medalla de la Universidad Politécnica de Valencia en 1986, jurado de los Festivales de Cine de San Sebastián, Huelva, Valladolid, Las Palmas, Montpellier, Nantes y Dijon (Francia), de la Bienal de Venecia en 1986 y presidente del jurado del festival de Mar del Plata en 2005, Oficial de la Ordre des Palmes Académiques (Francia, 1994), profesor honoris causa de la Universidad de Lima (1995), medalla de la Asociación Española de Historiadores del Cine (2004), medalla de Oro de las Bellas Artes (2010) y Premio Sant Jordi de Cinematografía de Radio Nacional de España (2011). Creu de Sant Jordi de la Generalitat de Catalunya (2013).

Entre sus más de cuarenta libros publicados figuran Historia del cine (1969), Godard polémico (1969), El lenguaje de los cómics (1972), Mensajes icónicos en la cultura de masas (1974), El cine español en el exilio (1976), El simio informatizado (1987, Premio Fundesco), La mirada opulenta (1987), La caza de brujas en Hollywood (1987), Del bisonte a la realidad virtual (1996), Viaje de ida (1997), Proyector de luna (1999), Máscaras de la ficción (2002), Patologías de la imagen (2004, Premio Ciudad de Barcelona), La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas (2005), Metamorfosis de la lectura (2010) y Cultura audiovisual (2013).

 


Notas

[1] La inclusión de una banda sonora, de 2,13 mm de anchura, junto al borde izquierdo de los fotogramas, obligó a reducir sus dimensiones, que pasaron de 18 × 24 mm (formato mudo) a 15,25 × 20,95 mm. <<

 

 


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 120; Мы поможем в написании вашей работы!

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