LOS CINES DE EUROPA OCCIDENTAL



La tenaza industrial de las multinacionales del audiovisual, apuntalada en Los Ángeles y en Tokio, agravó la dependencia de las pantallas europeas de la producción de Hollywood, que en prácticamente todos sus países se llevaba la mayor tajada en la programación de las salas de cine y de las cadenas de televisión. Ello era así, sobre todo, porque esas compañías multinacionales controlaban mayoritariamente el sector de distribución-exhibición en todos los países, el sector clave para dominar el mercado y del que la producción nacional se convirtió en vasalla. El tema de la colonización audiovisual de las pantallas europeas fue uno de los núcleos de las ásperas controversias en torno a la libertad de comercio y el desarme de aranceles que se plantearon en las negociaciones del GATT entre europeos y norteamericanos, pues mientras que los norteamericanos no veían en los productos audiovisuales más que meras mercancías, los europeos los contemplaban como productos culturales y manifestaciones intelectuales definidoras de la identidad nacional. Finalmente, en 1993, las tesis europeas acerca de la «excepción cultural» consiguieron imponerse (provisionalmente) en los acuerdos del GATT, para proteger el mercado continental de la avalancha colonizadora de Hollywood.

Pero estos ideales nacionalistas comunitarios eran desmentidos en la práctica por la pésima circulación intraeuropea de los propios films europeos, de modo que en España no se veían films alemanes, ni films españoles en Alemania, y así sucesivamente. Para intentar contrarrestar la oferta comercial de Hollywood en las ficciones televisivas, se pusieron en pie coproducciones europeas multilaterales, que intentaban satisfacer los gustos de una pluralidad de mercados europeos, pero que fueron calificadas despectivamente por la crítica más solvente como europuddings, pues eran en realidad productos comerciales apátridas, impersonales y descafeinados, malas imitaciones del esperanto audiovisual hollywoodense, que daban la razón al Rossellini que había declarado años atrás que «el mejor film internacional es un buen film nacional».

Francia fue el país que desarrolló una política proteccionista más sólida y coherente de defensa de su industria audiovisual, política mantenida tanto por los gobiernos socialistas como por los conservadores, y cuyo público fue también el más fiel a su producción nacional. Consecuentemente, la defensa del cine de autor fue, en este país, especialmente acendrada. Y puesto que el cine francés no disponía de capitales ni de medios para hacer superproducciones a la americana, la fórmula del «cine de cámara», con pocos personajes y situaciones simples, y en donde las ideas suplían a la acción, resultó bastante frecuente. Un ejemplo óptimo de esta opción austera se halló en La lectora (La Lectrice, 1988), de Michel Deville, pero también en los muy exitosos films de Patrice Leconte: en su elegante adaptación de Georges Simenon en Monsieur Hire (Monsieur Hire, 1989) y en su afortunada expresión lírica de una pasión amorosa en El marido de la peluquera (Le mari de la coiffeuse, 1990), con una espléndida Anna Galiena. Su toque romántico y su admiración por la belleza femenina tuvieron ocasión de volver a manifestarse sofisticadamente en Le parfum d’Yvonne (1994). También el ciclo de los «Contes» estacionales iniciado por Eric Rohmer en 1989 con Cuento de primavera (Conte de printemps), contiene muchos elementos de este «cine de cámara», que es también un cine de los sentimientos y de la intimidad.

A pesar de su autolimitación financiera, la industria francesa supo hacer incursiones esporádicas en el cine espectacular, como ocurrió en la exaltación ecologista de El gran azul (Le Grand Bleu, 1988), de Luc Besson. Tras esta experiencia, se pudo poner en pie la coproducción francoitaliana Nikita (Nikita, 1990), un lujoso film de aventuras del propio Besson, que con Anne Parillaud en un papel de agente secreto, plantó cara al cine norteamericano en su propio terreno con tanta fortuna que, tras una magnífica carrera en las salas de Estados Unidos, fue copiado en Holywood por John Badham en 1993. Tampoco careció de medios Bertrand Tavernier para reconstruir el ambiente de la Gran Guerra en su muy inteligente La vida y nada más (La vie et rien d’autre, 1989). Y a la enésima adaptación a la pantalla de Cyrano de Bergerac (Cyrano de Bergerac, 1990), esta vez a cargo de Jean-Paul Rappeneau y con un Gérard Depardieu desbordante, se le quiso dar el rango de monumento suntuoso a la cultura nacional, convenientemente coronado en Cannes. Pero resultó una paradoja que el film francés más caro de esta época fuera Les amants du Pont Neuf (Les amants du Pont Neuf, 1991), de Leos Carax, una historia sentimental intimista protagonizada por dos vagabundos, cuyo rodaje llevó tres años en decorados urbanos de estudio, y que vino a ser una versión macroscópica y en color de L’Atalante, de Jean Vigo.

Cyrano de Bergerac (1990) de Jean-Paul Rappeneau.

 

Tras las muertes de Truffaut en 1984 y de Jacques Demy en 1990, y la creciente marginalidad de Godard, el representante de la generación de la nouvelle vague que se mostró más activo fue Claude Chabrol, quien utilizó magistralmente a Isabelle Huppert en Un asunto de mujeres (Une affaire de femmes, 1988), historia auténtica de la última mujer ejecutada en Francia por la guillotina, y en su versión puntillosa de Madame Bovary (1991). Louis Malle triunfó con justicia en Venecia con su acongojante mirada a un colegio de niños durante la ocupación alemana, en Adiós, muchachos (Au revoir, les enfants, 1987). Alain Resnais, por su parte, siguió cultivando el experimentalismo al explorar las alternativas o bifurcaciones biográficas o narrativas posibles de los personajes de Smoking/Non Smoking (1993). Y Jacques Rivette dedicó las cuatro horas de La bella mentirosa (La Belle Noiseuse, 1991) a analizar las sutiles relaciones psicológicas entre un pintor y su modelo desnuda (Michel Piccoli y Emmanuelle Béart).

En el grupo de directores veteranos ajenos al núcleo de la antigua nouvelle vague destacó especialmente Maurice Pialat, quien en Sous le soleil de Satan (1987) adoptó la novela de Georges Bernanos protagonizada por un cura rural, y a continuación ofreció una magnífica versión biográfica de la atormentada peripecia vital de Van Gogh (Van Gogh, 1991), pintor que acababa de inspirar otra cinta al norteamericano Robert Altman. Otro veterano, el ex actor Claude Berri, realizó una aplicada ilustración de la novela de Zola Germinal (1994), un texto ya frecuentado por otros adaptadores cinematográficos franceses. También procedente del teatro, en donde labró su prestigio, Patrice Chéreau recreó con grandilocuencia en La reina Margot (La reine Margot, 1994) la lucha entre católicos y protestantes en la Francia del siglo XVI.

En la generación de los nacidos en los años cuarenta merecen mencionarse algunos nombres de valor consolidado, como Alain Corneau, quien en Nocturne indien (1989) adoptó una novela de Antonio Tabucchi que describía las experiencias de un portugués en la India, y en Todas las mañanas del mundo (Tous les matins du monde, 1991), basada en un texto de Pascal Quignard, se recreó en la ilustración del ascetismo de una vocación musical perfeccionista. En En la boca no (J’embrasse pas, 1991) André Techiné describió con perspicacia y ternura un mundo prostibulario, mientras la marsellesa Marion Hänsel cosechó premios internacionales con Las bodas bárbaras (Les noces barbares, 1987), Il maestro (1989) y Entre el cielo y la tierra (Entre le ciel et la terre, 1991).

En contraste con el saneado cine francés, el cine italiano vivió una gran crisis, debida sobre todo a su anómalo modelo televisivo, que, tras la legalización de las emisoras privadas en los años setenta, transformó el anterior monopolio estatal de la RAI en un duopolio de hecho, con el espacio hertziano repartido entre la RAI y el grupo privado Fininvest, propiedad del magnate Silvio Berlusconi, proclive a los intereses norteamericanos. Como la competencia comercial entre ambas redes se desarrolló sobre todo a partir de la gratificación inmediata del principio del mínimo esfuerzo psicológico e intelectual del público, la RAI abandonó la política que en el pasado le había llevado a producir films exigentes de Rossellini, Fellini o los hermanos Taviani. El devastador comercialismo de la televisión italiana, depredadora del cine de autor, sería precisamente satirizado con ferocidad por el cómico Maurizio Nichetti en su jocoso Ladrones de anuncios (Ladri di saponette, 1989).

En este panorama de drástico declive, con las instalaciones de Cinecittà ocupadas por las estaciones de televisión, Fellini se extinguió en 1993, tras legar una ficción de reportaje en Entrevista (Intervista, 1987) y La voce della luna (1990), film melancólico escenificado en una campiña del Po construida en el estudio e inspirado en un texto de Ermanno Cavazzoni. A su ausencia habría que sumar la de Bernardo Bertolucci, alejado de su país e integrado en la industria norteamericana y angloparlante, con la fastuosa e inteligente recreación de la reciente historia china en El último emperador (The Last Emperor, 1987), la adaptación de Paul Bowles El cielo protector (The Sheltering Sky, 1990) y la estampa didáctica pero ingenuamente reduccionista y simplificadora de El pequeño Buda (Little Buda, 1994).

La obra de algunos valiosos realizadores veteranos se hizo escasa y pausada, como la de Francesco Rosi, quien volvió a denunciar con vigor a la mafia siciliana en Dimenticare Palermo (1990), basándose en una novela de Edmonde Charles-Roux, o la de Marco Ferreri, quien expuso en La carne (La carne, 1991) una obsesión erótica paroxística, que llevó a su protagonista (Sergio Castellito) a guardar el cadáver de su amada (Francesca Dellera) en su nevera y a alimentarse de él. La carrera de Marco Bellocchio siguió ofreciendo títulos de interés, como su adaptación de la novela de Raymond Radiguet El diablo en el cuerpo (Diavolo in corpo, 1986), o La condena (La condanna, 1991), premiada en Berlín, que con un guión del psicoanalista Massimo Fagioli planteó la sutil frontera que puede existir entre seducción y violación sexual. Ettore Scola, por su parte, expuso en La familia (La famiglia, 1987) un sagaz retablo de la evolución de una familia de la burguesía romana entre 1906 y 1986, utilizando a Vittorio Gassman como figura central. Mientras Liliana Cavani, convertida al catolicismo, ilustró por segunda vez en su carrera la biografía de san Francisco de Asís en Francesco (Francesco, 1989), esta vez con Mickey Rourke como protagonista.

Seguramente el autor más personal del reciente cine italiano es el actor y director Nanni Moretti, formado en la producción de Super 8 mm y penalizado por la decepción social tras la utopía radical de 1968. En La misa ha terminado (La messa e finita, 1986) interpretó a un cura rural para dar fe de la impotencia para cambiar la realidad; en Palombella rossa (1988) fue un jugador de waterpolo comunista que durante un partido pierde la memoria, en un relato con anotaciones surrealistas; y en Caro diario (Caro diario, 1994) expuso en primera persona y con ironía, eliminando los intermediarios de ficción, su crisis existencial y su incipiente proceso canceroso. Sus films han configurado un retablo social y una reflexión personal y autocrítica de una independencia y una lucidez insobornables. Otro popular actor cómico y luego director, Roberto Benigni, cuya popularidad mundial se vio favorecida por sus actuaciones a las órdenes de Jim Jarmusch, explotó con eficacia sus dotes histriónicas en Johnny Palillo (Johnny Stecchino, 1991) e Il mostro (1994), en donde el inocente protagonista es acusado y perseguido como perverso sexual.

A pesar de su crisis, el cine italiano siguió recibiendo importantes premios internacionales, como el Oscar otorgado a Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), una evocación retrospectiva de Giuseppe Tornatore a través de la evolución de una sala de cine siciliana, desde su auge hasta su ruina, evocación desencadenada en el protagonista a raíz de la muerte de su entrañable proyeccionista. Sobre un pretexto cinéfilo muy parecido construyó también Ettore Scola la evocación generacional de Splendor (Splendor, 1989). También recibió un Oscar Mediterráneo (Mediterraneo, 1991), que Gabriele Salvatore situó en 1941 en una isla del Dodecaneso para desarrollar su sátira antibelicista. En Cannes fue premiado el notable Ladrón de niños (Il ladro di bambini, 1992), de Gianni Amelio, que mostró un largo deambuleo forzoso por Italia de un policía que transporta a una niña prostituida y a su hermano, a quienes debe depositar en un orfanato. Cineasta muy dotado, Amelio volvió a rayar a gran altura en Lamerica (1994), ambientada durante el desbarajuste social que acompañó al desplome del régimen estalinista en Albania.

Las medidas ultraliberales y antiproteccionistas del gobierno conservador de Margaret Thatcher estuvieron a punto de provocar la extinción de la industria del cine británico, hasta el punto de que su sucesor y correligionario John Major se vio obligado a modificar esta política liquidacionista. En el cine británico de la última hora han coexistido diversas tendencias. Por una parte, la prestigiosa tradición académica de las pulcras adaptaciones teatrales y novelescas, que dieron días de gloria a Laurence Olivier y David Lean, se ha seguido cultivando. Así, Peter Brook filmó su prolongado espectáculo basado en la epopeya hindú Mahabharata (1989), mientras el irlandés Kenneth Branagh, formado en la escuela shakespeariana, describió un arco que le llevó desde Enrique V (Henry V, 1989) hasta Frankenstein (Mary Shelley’s Frankenstein, 1994), la versión más fiel al espíritu de la novela original. El refinado James Ivory, por su parte, volvió a adaptar a E. M. Forster en Regreso a Howard’s End (Howard’s End, 1992), que retrató con elegancia y sensibilidad los contrastes sociales en la Inglaterra eduardiana.

Enrique V (1989) de Kenneth Branagh.

 

Superviviente de la generación del Free Cinema, Lindsay Anderson ofreció en Las ballenas de agosto (The Whales of August, 1988) un film crepuscular que reunió a Lillian Gish y Bette Davis. Fue un testimonio involuntario de una cultura cinematográfica que pertenecía definitivamente al pasado. Junto a aquella generación de cineastas se formó como ayudante de dirección Stephen Frears, quien dio nuevas alas e inspiración a la tradición realista. En Ábrete de orejas (Prick Up Your Ears, 1987) expuso la iniciación homosexual del comediógrafo John Orton, en el día de la coronación de la reina (un episodio auténtico), con un desenfado irreverente bastante inusual. En Sammy y Rosie se lo montan (Sammy and Rosie Get Laid, 1987) retornó al ambiente de Mi hermosa lavandería para mostrar las turbulentas relaciones sentimentales entre una inglesa y un pakistaní. Luego adaptó con gran éxito Las amistades peligrosas (Dangerous Liaisons, 1988), para volver de nuevo al presente con Los timadores (The Grifters, 1990), una producción de Martin Scorsese basada en una novela de Jim Thompson, que buceó con mirada cínica en el mundo del hampa. En Café irlandés (Irish Coffee, 1993) mostró el drama de una familia numerosa modesta, una de cuyas hijas queda embarazada. La producción de Stephen Frears ofreció una síntesis, con frecuencia afortunada, entre la tradición social realista, pero sin su usual moralismo, y la irreverencia y el desenfado posmodernos.

Las amistades peligrosas (1988) de Stephen Frears.

 

Stephen Frears se definía así en sus films como un director ecléctico del cine británico, pues sus tendencias más llamativas en estos años venían sobre todo caracterizadas por las opciones casi antagónicas de Ken Loach y de Peter Greenaway. Ken Loach representa hoy en el cine europeo la tendencia más radical de la izquierda obrerista, cuando los valores de la izquierda tradicional son tan cuestionados en la sociedad posindustrial. Adscrito al cine socialmente «comprometido», Loach ha ofrecido consecutivamente Agenda oculta (Hidden Agenda, 1990), Riff-Raff (1991), Lloviendo piedras (Raining Stones, 1993) y Ladybird, Ladybird (Ladybird, Ladybird, 1994). En contraste con el descarnado y airado realismo de denuncia social y política de Loach, el barroco y posmoderno Peter Greenaway ha efectuado elegantes y a veces desmesuradas puestas en escena, que con frecuencia revelan su voluntad de experimentación formal. Trabajando habitualmente con el músico Michael Nyman, Greenaway ha realizado El vientre de un arquitecto (The Belly of an Architect, 1987), El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (The Cook, the Thief, His Wife and Her Lover, 1989) y Prospero’s Book (1991), en donde experimentó con la imagen digital de alta definición.

Otra figura destacada del moderno cine británico es Terence Davies, cuyas Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1988) fue aplaudida por la crítica, que valoró esta historia semiautobiográfica de una familia humilde y dominada por un padre violento, antes, durante y después de la guerra, con una elaboradísima banda sonora (canciones, ruidos, programas radiofónicos, etc.).

El cine alemán sufrió en estos años, marcados por la ausencia de Fassbinder, una notable desaceleración. Wim Wenders, cancelada su etapa americana, prosiguió una carrera pausada y personal con Cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987), que con un guión de Peter Handke expuso una fábula metafísica acerca de la incomunicación humana, reflexión filosófica que prosiguió en Hasta el fin del mundo (Bis ans Ende der Welt, 1991). Este ciclo dio un quiebro cuando Lisboa 94, en funciones de capital cultural europea, le encargó un film y de este encargo nació Lisbon Story (1994). Pero luego decidió colaborar con el enfermo y paralizado Michelangelo Antonioni en un film «a cuatro manos», escrito por el director italiano y titulado Al di là delle nuvole (1995). Otros veteranos directores alemanes siguieron en activo, con una producción honorable, pero sin ofrecer sorpresas, como Volker Schlöndorff, quien se inspiró en Homo faber de Max Frish para rodar Voyager (Voyager, 1991), o Werner Herzog, autor de Cobra verde (1987) y Grito de piedra (Schrei aus Stein, 1991).

Cielo sobre Berlín (1987) de Wim Wenders.

 

Entre los realizadores de las nuevas generaciones descolló el muniqués Percy Adlon, procedente de la radio y del documentalismo, quien alcanzó celebridad universal con sus insólitas comedias Sugarbaby (Zuckerbaby, 1985), Bagdad Café (Out of Rosenheim, 1987) y Rosalie va de compras (Rosalie Goes Shopping, 1989), ciclo que lanzó a la popularidad a su obesa actriz fetiche Marianne Sagebrecht. Y la realizadora de Hannover Doris Dörrie aportó su mirada feminista en Hombres, hombres… (Maenner, 1985), Paraíso (Paradies, 1986) y Dinero (Geld, 1989). En la periferia de la industria se movió en cambio la obra provocadora, impregnada de sensibilidad homosexual-travesti, de Rosa von Praunheim, autor de Anita, las danzas del vicio (Anita, Tanze des Lasters, 1988).

Mientras el antaño pujante cine alemán trataba de sobrevivir en un mercado colonizado por la producción norteamericana, los modestos cines escandinavos pasaban a primer plano con los Oscars concedidos consecutivamente al danés Gabriel Axel por el intimista El festín de Babette (Babette Gaestebud, 1986), inspirado en un relato de Karen Blixen, y al sueco Billie August por su fresco épico Pelle el conquistador (Pelle Eroberen, 1987), además de los múltiples premios internacionales recaídos sobre la espléndida Europa (Europa, 1991), film de aliento experimental del danés Lars von Trier sobre la tragedia del nazismo. En Finlandia descollaron los hermanos Aki y Mika Kaurismäki, que trabajaron ocasionalmente como codirectores, pero mostrando la obra del benjamín Aki superior interés, con títulos como Leningrad Cowboys Go America (Leningrad Cowboys Go America, 1989) y la inquietante Contraté un asesino a sueldo (I Hired a Contract Killer, 1990).

Pelle el conquistador (1987) de Billie August.

 

El suizo Alain Tanner se convirtió en un vagabundo de las cinematografías europeas, e inspirado por la actriz Myriam Mezières rodó sus confesiones eróticas íntimas en Una llama en mi corazón (Une flamme dans mon cœur, 1986). Pero el hundimiento de los Estados comunistas europeos llevó a este viejo revolucionario a la melancólica meditación crepuscular de El hombre que perdió su sombra (1991), rodada en Cabo de Gata con su correligionario Francisco Rabal. En la Europa del sur siguió brillando la potente personalidad del portugués Manoel de Oliveira, autor de Os canibais (1988) y A divina comedia (1991), mientras el refinado realizador griego Théo Angelopoulos llevó a cabo aplaudidas coproducciones que involucraban el mosaico nacional europeo, como Paisaje en la niebla (Topio stin omijli, 1988), que reelaboró el tema clásico de la búsqueda del padre, en esta ocasión la búsqueda infantil de un trabajador meridional emigrado en Alemania, y en Le pas suspendu de la cicogne (1991), una amarga meditación sobre los pueblos troceados y divididos por las fronteras políticas en la Europa suroriental. Este conflictivo espacio geográfico sirvió también de inspiración al vigoroso film macedonio Before the Rain (1994), de Milcho Manchevski, premiado en Venecia.

 LAS TRIBULACIONES DEL CINE ESPAÑOL

Tras el empuje exhibido por el cine español durante el posfranquismo, la transición política y el asentamiento de la democracia, el desmantelamiento de la política proteccionista llevado a cabo por el ministro de Cultura Jorge Semprún, y apenas enmendado por su sucesor, Jordi Solé Tura, produjo una profunda depresión en el sector de producción y el volumen de películas anuales descendió a las cotas de los primeros años cuarenta. En este nuevo clima de incertidumbre, las evocaciones de la guerra civil y del franquismo se hicieron más raras, en parte porque las vivencias de la juventud que frecuentaba las salas eran ya ajenas a aquellos períodos históricos. Este nuevo contexto explica la aparición de una comedia como La vaquilla (1985), en la que Berlanga satirizó por igual a los combatientes de ambos bandos y colocó su película como la más taquillera del cine español. Pero esta desmitificación ideológica no fue la tónica habitual cuando otros directores abordaron estos filones temáticos del pasado: ¡Ay Carmela! (1990), de Carlos Saura y basada en una pieza de Sanchís Sinisterra; Si te dicen que caí (1990), de Vicente Aranda, adaptando una novela de Juan Marsé; Las cosas del querer (1989), en donde Jaime Chávarri se inspiró en la represión ejercida en la posguerra sobre el cantante homosexual Miguel de Molina (Manuel Bandera), quien tuvo que exiliarse a Argentina; El largo invierno (1992), de Jaime Camino, y con Vittorio Gassman; o la surrealizante Madregilda (1992), en donde Francisco Regueiro dio al actor Juan Echanove el rostro de su protagonista, el general Franco. Una evocación más matizada de las desventuras de la historia pasada española tuvo lugar, en registro de comedia, a través de los enredos en el microcosmos familiar de Belle Époque (1993), un excelente guión de Rafael Azcona plasmado por Fernando Trueba con un ramillete de jóvenes actrices (Penélope Cruz, Miriam Díaz-Aroca, Ariadna Gil, Maribel Verdú), que fue coronado con un Oscar de Hollywood.

El director más exitoso y más internacional del cine español en estos años fue el manchego Pedro Almodóvar, cuyas comedias supusieron una jocosa puesta al día de la fórmula del esperpento, aplicado a la cultura urbana y con desinhibida sensibilidad posmoderna, en sintonía con los gustos de los nuevos públicos. De este modo, obtuvo triunfos consecutivos con Mujeres al borde de un ataque de nervios (1987), ¡Átame! (1989), Tacones lejanos (1991) y Kika (1993), films que configuraron una nueva mitología y una nueva tipología estelar, como la de las «chicas de Almodóvar». También obtuvieron resultados afortunados en el campo de la comedia Fernando Colomo, autor de La vida alegre (1987), y la catalana Rosa Vergés, con Boom Boom (1992) y Souvenir (1993).

Tacones lejanos (1991) de Pedro Almodóvar.

 

Otro autor de comedias con fuerte personalidad, tampoco ajeno al esperpento ni a la tradición libertaria, fue José Juan Bigas Luna, quien obtuvo asimismo éxitos internacionales, tras su incursión experimentalista en el cine de terror con Angustia (1987), con el relato erótico de Las edades de Lulú (1990), basado en el best-seller de Almudena Grandes, y la trilogía ibérica formada por Jamón, jamón (1992), Huevos de oro (1993) y La teta y la luna (1994).

Vicente Aranda confirmó su capacidad como narrador con sus dos entregas biográficas sobre el bandido El Lute (1987-1988), con la vigorosa crónica negra de Amantes (1990) y con las adaptaciones de Juan Marsé en El amante bilingüe (1992) y de Antonio Gala en La pasión turca (1994). Manuel Gutiérrez Aragón ofreció Malaventura (1988) y El rey del río (1994). El veterano Fernando Fernán Gómez volvió a la dirección con Siete mil días juntos (1994), mientras su coetáneo Luis G. Berlanga proseguía su saga de bulliciosos esperpentos nacionales con Moros y cristianos (1987), Nacional IV (1992) y Todos a la cárcel (1993). Pilar Miró triunfó en Berlín con Beltenebros (1991), adaptando la novela de Antonio Muñoz Molina, y rodó luego El pájaro de la felicidad (1993). Mientras, el universo muy personal de Gonzalo Suárez se plasmó en Remando al viento (1987), evocación del nacimiento literario del mito de Frankenstein en su centenario, Don Juan en los infiernos (1991), La reina anónima (1992) y El detective y la muerte (1993). Un carácter más experimental, y por ello más arriesgado, tuvieron Innisfree (1990), en donde José Luis Guerín revisitó los escenarios irlandeses en que John Ford rodó Un hombre tranquilo, y El sol del membrillo (1992), en la que Víctor Erice, a través de la gestación de un cuadro de Antonio López, propuso una sutil e inteligente indagación sobre la creación pictórica.

Remando al viento (1987) de Gonzalo Suárez.

 

En estos años se consolidó el grupo de nuevos cineastas vascos, aunque no siempre rodaran sus películas en su tierra. Imanol Uribe obtuvo éxitos resonantes con la desmitificación histórica de El rey pasmado (1991) y la vigorosa Días contados (1994), con la dramática relación entre una drogadicta (Ruth Gabriel) y un etarra (Carmelo Gómez). También la debutante Ana Díez se interesó en la disección de la intimidad del microcosmos terrorista en Ander y Yul (1988). Montxo Armendáriz confirmó su talento en su crónica de la marginalidad de un inmigrante africano en Las cartas de Alou (1990); Juanma Bajo Ulloa exhibió un eficaz tremendismo en Alas de mariposa (1991) y La madre muerta (1993), y Julio Medem lució su talento en las barrocas construcciones narrativas de Vacas (1991) y La ardilla roja (1993).


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 117; Мы поможем в написании вашей работы!

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