ESTRATEGIAS Y RESPUESTAS DEL NEO-HOLLYWOOD



El cine norteamericano acusó, desde mediados de los años setenta, el impacto de los factores antes reseñados. A la competencia comercial de las industrias del ocio (televisión, discomanía, automóvil, etc.) se añadió, desde 1973, el proceso de crisis y de erosión económica desencadenado por el primer «choque petrolero» generado en el Oriente Medio, si bien sus efectos tardaron algún tiempo en afectar a la economía norteamericana. Luego, el escándalo del Watergate y la derrota de la prolongada guerra de Vietnam (1975) generaron un desengaño y una frustración colectivas. La industria del cine quiso hacerles frente con un relanzamiento vigoroso de las superproducciones espectaculares, euforizantes y escapistas, tras unos años de auge del cine de autor y de crisis de los géneros clásicos, cuyo fruto fue alguna asimilación de ciertos contenidos críticos o desmitificadores, aceptados por la industria de Hollywood. El nuevo «despegue» del colosalismo espectacular tuvo su más explícita manifestación en el cine de catástrofes (desde terremotos a incendios y naufragios), y en aparatosos films de ciencia ficción espacial. Cargar las tintas al describir las perversidades de la naturaleza y glorificar a la tecnología fueron, en estos dos géneros, la respuesta a la resistencia ecologista: el cine subrayaba así las virtudes tecnocientíficas de la sociedad industrial avanzada, en el momento de su más profunda crisis económica, energética y ecológica. El relanzamiento de la espectacularidad y del sensacionalismo era funcional, por otra parte, y concordante con la nueva composición del mercado cinematográfico norteamericano, cuya edad fue descendiendo hasta que en 1980 se promediaba mayoritariamente entre los trece y los veinte años. Este mercado, muy receptivo a los géneros sensacionalistas (o «géneros adolescentes»), explicó la continuada moda del cine de terror, que no dudó en presentar a la naturaleza como un nuevo monstruo, tras el éxito económico de Tiburón (Jaws, 1975), de Steven Spielberg. En este género truculento descollaron las hábiles fantasías parapsicológicas y los psico-thrillers de Brian De Palma, tales como Carrie (Carrie, 1976), La furia (The Fury, 1978), la evocación de Psicosis (Psicho, 1960) de Hitchcock en Vestida para matar (Dressed to Kill, 1980), en la referencia al Antonioni de Blow-Up en Impacto (Blow-Out, 1981) y en la cita al Hitchcock de Vértigo en Doble cuerpo (Body Double, 1984).

Incluso un realizador tan exigente como Stanley Kubrick, después de su minuciosa adaptación de Barry Lyndon (Barry Lyndon, 1975) de Thackeray, rodada íntegramente con luz natural para recrear el ambiente del siglo XVIII, efectuó una incursión en el cine de terror parapsicológico con la adaptación de Stephen King El resplandor (The Shining, 1979), film en el que, replicando al optimismo robinsónico de Daniel Defoe, exponía cómo la soledad prolongada conduce irremisiblemente a la locura paranoica y a la autodestrucción. Entre los mejores títulos de este género renacido en plena crisis económica, que dio vida a los fantasmas colectivos de la sociedad enferma, figuró La noche de Halloween (Halloween, 1978), de John Carpenter. Este auge de los géneros duros (o sensacionalistas) se detectó también en el despliegue aparatoso y ultraviolento de los viejos temarios del gangsterismo, bien fuese revisitando títulos y personajes clásicos, como hizo De Palma en El precio del poder (Scarface, 1983), con Al Pacino, bien fuese en registro de comedia negra, como John Huston en El honor de los Prizzi (Prizzi’s Honor, 1985), o destapando los manejos de la mafia china en Nueva York, como haría Michael Cimino en su colorista Manhattan Sur (The Year of the Dragon, 1985).

Alien (1979) de Ridley Scott.

 

El mismo contexto de explotación de los géneros sensacionalistas para públicos muy amplios explicó la persistente moda de la ciencia ficción, sobre todo a partir del lanzamiento de la vistosa saga intergaláctica La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), en donde George Lucas recreó un arcaico-futurismo inspirado en el Flash Gordon de Alex Raymond, género puntero que convirtió los efectos especiales y las máquinas (astronaves, robots, computadoras, espadas-láseres, etc.) en las nuevas estrellas inhumanas de Hollywood, desplazando a los rostros humanos, plasmadas en la pantalla como euforizantes signos de poder presentados al público juvenil con atributos de estética de discoteca. A este género escapista y consolador se adscribió también el mensaje de revelación mística y divina de los extraterrestres en Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977), de Steven Spielberg, al que el inglés Ridley Scott replicó con el invasor extraterrestre demoníaco de Alien (Alien, 1979).

E. T. (1982) de Steven Spielberg.

 

No obstante lo dicho, es preciso matizar que junto a la ciencia ficción celebrativa y circense coexistió un pequeño segmento de ciencia ficción especulativa y crítica, que obtuvo una de sus mejores formulaciones en Blade Runner (Blade Runner, 1982), en donde Ridley Scott adaptó una novela de Philip K. Dick para presentar una opresiva ciudad de Los Ángeles, futurista e hipercontaminada. Similar, en algunos aspectos, al Nueva York convertido en gigantesca jungla y prisión que John Carpenter exhibió en Rescate en Nueva York (Escape from New York, 1981). Pero este segmento de futurismo especulativo y coloreado de pesimismo no consiguió hacer sombra a las espectaculares versiones balsámicas, como E. T. (E. T., 1982), en donde Steven Spielberg, convertido en nuevo Walt Disney de los años ochenta, narró un deslumbrante cuento de hadas acerca de emisarios del más allá, con ribetes teológicos, y ofreció una parábola acerca del rol paterno y de la amistad interracial, con un niño terráqueo y un extraterrestre asexuado y náufrago del cosmos. La ciencia ficción se convirtió, en definitiva, en la más directa beneficiaria del arsenal de nuevos efectos especiales que surgían en cascada de factorías de ensueños, como la famosa Industrial Light and Magic, inaugurada por George Lucas en 1975. Una muestra de los nuevos avances en la tecnología de la imagen fue Tron (Tron, 1982), una película de Steven Lisberger producida por la empresa Walt Disney que inauguró el uso de la imagen electrónica digital en el cine comercial.

Tron (1982) de Steven Lisberger.

 

Estos films, generalmente muy costosos y sólo asequibles a las grandes multinacionales yanquis, requirieron una enérgica reestructuración de la industria, con la fusión o absorción de las viejas productoras, incorporadas a enormes conglomerados industriales y comerciales dedicados a actividades muy diversas. Ante esta pérdida de identidad de las casas productoras, comparada con su anterior autonomía y especificidad, Francis Ford Coppola reaccionó con la fundación en San Francisco —lejos de las trabas sindicales y burocráticas de Hollywood— de su ambiciosa empresa American Zoetrope. Convertido en puntal de una nueva ola de profesionales del cine de ascendencia italiana (junto con Martin Scorsese, Michael Cimino, Brian De Palma, Robert De Niro, Al Pacino, Sylvester Stallone, John Travolta, etc.), el productor, director y mecenas Francis Ford Coppola se empeñó en crear «otro Hollywood», alternativa en la que se mezclaban las reivindicaciones estéticas y las rivalidades comerciales. Su empresa configuró, junto con la productora Lucasfilm de George Lucas, responsable del exitoso tebeo de aventuras parateológicas En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981) de Spielberg, el armazón empresarial de lo que se calificó como neo-Hollywood. De tal modo, que a la tradición de gran espectáculo familiar, muy bien representado por la sabiduría técnica de Spielberg, tanto en su Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the Temple of Death, 1984), como en el lacrimoso melodrama sobre el universo de los negros norteamericanos El color púrpura (The Color Purple, 1985), según la novela de Alice Walker, se opuso en el neo-Hollywood una vocación explicitada de cine de autor, sin renunciar por ello a ciertas premisas espectaculares de la exitosa tradición norteamericana.

Sin embargo, las dificultades de Coppola para armonizar las tareas de productor y de realizador se hicieron visibles en la accidentada producción de Apocalypse Now (Apocalypse Now, 1976-1979), brillante versión espectacularizada y ambientada en la guerra vietnamita de la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas. Apocalypse now vino a culminar con grandilocuencia un filón de títulos acerca de la guerra vietnamita que sólo pudo iniciarse en 1976, tras el final de aquella tragedia y tras la cautelosa cancelación del tabú de abordarla en el cine. Adoptando generalmente una perspectiva más humanitaria o psiquiátrica que verdaderamente política, este filón se desarrolló con Taxi Driver (Taxi Driver, 1975), de Martin Scorsese, con un excelente Robert De Niro en el papel de un ex combatiente psicópata; El cazador (The Deer Hunter, 1978), film de Michael Cimino que provocó un incidente diplomático en el festival de Berlín, y El regreso (Coming Home, 1978), de Hal Ashby, films que significativamente recibieron una lluvia de Oscars.

Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola.

 

La dominante personalidad de Francis Ford Coppola, no exenta de cierta megalomanía, abarcó desde el mecenazgo cultural (relanzamiento de la versión restaurada del Napoleón de Abel Grance) a la contratación de talentos europeos (Wim Wenders, autor de un laborioso Hammett, Michael Powell, etc.). Pero la reconstrucción de un nuevo Hollywood triunfalista en las circunstancias de fuerte competitividad de otras industrias del ocio se reveló difícil y peligrosa, con la elocuente advertencia del fracaso del ambicioso y millonario western La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1981), episodio de la lucha de clases entre terratenientes ganaderos y granjeros emigrados en Wyoming reconstruido por Cimino y que supuso, tras varios remontajes y mutilaciones en la cinta, una catástrofe financiera para United Artists. Las dificultades que el propio Coppola volvió a sufrir en su Corazonada (One from the Heart, 1981) corroboraron la dureza de los nuevos tiempos para la industria del cine y le obligaron a renunciar a su vocación empresarial y a desprenderse de sus estudios. Corazonada había representado el punto más elevado de la experimentación de Coppola con la imagen electrónica, utilizada para recrear en sus talleres la peculiar escenografía de Las Vegas. Tras este fracaso económico, se refugió en un presupuesto reducido, en el blanco y negro y en el temario del «film de adolescentes» para realizar su excepcional La ley de la calle (Rumble Fish, 1983), una de las mejores películas norteamericanas de la década. Pero en su carrera desigual, aunque siempre interesante, Coppola nunca renunció a su sentido del espectáculo vistoso, volviendo a lucir sus excelencias en Cotton Club (Cotton Club, 1984).

En esta nueva hornada de cineastas formados, como Coppola, con bastante frecuencia en las universidades más que en los estudios de rodaje, la ruptura con los viejos géneros y tratamientos de Hollywood fue por lo tanto cautelosa y limitada. Así, tras el éxito del film de boxeo Rocky (Rocky, 1976), en donde John G. Avildsen lanzó al actor Sylvester Stallone, Martin Scorsese volvió al género con su enérgico Toro salvaje (Raging Bull, 1980), que no sólo reivindicó el uso del blanco y negro (en su campaña contra el deterioro químico de las copias en color), sino que recuperó el esquema clásico del «ascenso y caída» al reconstruir la biografía del ex campeón Jake La Motta (Robert De Niro). Scorsese corroboró tal inercia temática con su excelente El color del dinero (The Color of Money, 1986), en la que reutilizó al veterano Paul Newman para revisitar El buscavidas (The Hustler, 1961), un clásico film duro de Robert Rossen, nuevo retrato del lado turbio del deporte, en este caso del billar. Narrador eficacísimo, Martin Scorsese supo convertir el espacio nocturno de Nueva York, en ¡Jo, qué noche! (After Hours, 1985), en un denso tejido de anécdotas y aventuras urbanas, mientras Paul Schrader osciló entre una renovada lectura moral del cine de terror, en El beso de la mujer pantera (Cat People, 1982), y una biografía personal del iconoclasta Mishima (Mishima, 1985), rodada en Japón. Se trataba de géneros viejos, pero contemplados con mirada muchas veces nueva. Una mirada que cineastas veteranos, como Sidney Pollack, supieron proponer también en films como Memorias de África (Out of Africa, 1985), basada en la escritora Isak Dinesen y con una espléndida Meryl Streep.

Memorias de África (1985) de Sidney Pollack.

 

Algo parecido podría decirse de la obra de Robert Altman, reinventor del film coral a lo Griffith o DeMille, en el que pululaba un mosaico de personajes variopintos, como ocurría en el universo de música pop de Nashville (Nashville, 1975), capital del comercio discográfico yanqui, o en el abigarrado acontecimiento social de Un día de boda (A Wedding, 1977). Esta vocación de coralidad no le impidió realizar algún interesante estudio intimista, como el de Tres mujeres (Three Women, 1977), con resonancias de Persona de Bergman.

En el campo de la comedia el director y actor Woody Allen fue el más conspicuo representante en una época de crisis del género, creando un popular arquetipo de intelectual judío, neurótico, tímido, inseguro, vulnerable, producto típico de la vida urbana neoyorquina, obsesionado por el sexo, con dificultades para establecer relaciones con las mujeres, hipocondríaco, obsesionado también por la muerte, adicto a la cultura del asfalto y amante del jazz, predestinado por todo ello a las frustraciones sentimentales y desmitificador, con su angustia existencial, del sonrosado American Dream. Entre sus films más característicos figuraron: Annie Hall (Annie Hall, 1977), Interiores (Interiors, 1978), en tratamiento dramático y en donde no actuó como intérprete, Manhattan (Manhattan, 1979), que redescubrió la plástica en blanco y negro de la ciudad de los rascacielos, y sus fellinianos Recuerdos (Stardust Memories, 1980). La obra de Allen fue creciendo con su sensacional «falso documental» acerca del hombre-camaleón Zelig (Zelig, 1983), con Broadway Danny Rose (1984), con La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985), originalísima fantasía acerca del poder de fascinación del cine, y Hannah y sus hermanas (Hannah and Her Sisters, 1986). Uno de los ejes de la comicidad de Allen fue la dificultad de las relaciones entre los dos sexos, especialmente agudizada en una época de acelerado cambio de roles sociales y domésticos. Esta mutación de roles, y sus correspondientes crisis de identidad, estuvo expresada de modo festivo en los frecuentes travestis del cine americano de la época, como el de Julie Andrews en Víctor y Victoria (Victor Victoria, 1982), de Blake Edwards, y de Dustin Hoffman en Tootsie (Tootsie, 1982), de Sidney Pollack. Aunque Allen fue la figura cómica dominante del cine americano, es de justicia señalar la tardía resurrección artística que operó Jerry Lewis en El rey de la comedia (The King of the Comedy, 1982), de Martin Scorsese, y en El mundo loco de Jerry Lewis (Smorgasbord, 1983), del propio Lewis.

La rosa púrpura de El Cairo (1985) de Woody Allen.

 

El tránsito de la América de Jimmy Carter a la América de Ronald Reagan tuvo su reflejo político en las pantallas, con un deslizamiento ideológico bastante pronunciado. La memoria de Vietnam había sido traspuesta al sur de Estados Unidos por Walter Hill en La presa (Southern Comfort, 1981), el despotismo criminal de la dictadura chilena de Pinochet había sido plasmado en Desaparecido (Missing, 1982), realizada por el franco-griego Costa-Gavras, mientras Warren Beatty había ofrecido un homenaje al escritor comunista John Reed en Reds (Reds, 1982) y John Badham nos había advertido acerca del riesgo de guerra nuclear en Juegos de guerra (War Games, 1983). Pero la consolidación de los valores del reaganismo en la sociedad americana tuvieron su puntual reflejo en la resurrección del ciclo de Guerra Fría y de rearme moral, que se había interrumpido en el cine durante la presidencia de Kennedy. Así nacieron Amanecer rojo (Red Dawn, 1984), en donde John Milius narró una invasión soviética a los Estados Unidos; los films racistas, militaristas y chovinistas erigidos a la mayor gloria de los músculos de Sylvester Stallone —Rambo (Rambo: First Blood Part II, 1985) y Cobra (Cobra, 1986), de George Pan Cosmatos, y Rocky IV (Rocky IV, 1985), del propio Stallone— y Noches de sol (White Nights, 1985), de Taylor Hackford. Es cierto que títulos como Platoon (1986), de Oliver Stone, emergieron como estridente contrapunto ideológico, aunque es de justicia recordar que este film tuvo financiación británica. Pero la tendencia a simplificar y a trivializar la historia y las relaciones humanas y sociales fue dominante en el cine hollywoodense, incluso cuando se presentó con apariencia distinta, como la galardonada La misión (The Mission, 1986), de Ronald Joffé, o cuando simuló bucear en los nuevos comportamientos sexuales, como ocurrió en Nueve semanas y media (9½ Weeks, 1986), un film satinado de sadomasoquismo light de Adrian Lyne.

Por otra parte, y pese a sus crisis, Hollywood continuó atrayendo a profesionales extranjeros de valía, como el francés Louis Malle, quien ambientó en un burdel de Nueva Orleans en 1917 La pequeña (Pretty Baby, 1978), y rodó bajo pabellón canadiense Atlantic City (Atlantic City, 1980), en la fantasmal ciudad renacida de Nueva Jersey. Mientras, en el reducto de resistentes al cine dominante algunos francotiradores siguieron trabajando de espaldas y contra el espíritu de Hollywood. Entre tales resistentes descolló Barbara Kopple, autora del documental de largo metraje Harlan County U.S.A. Una América diferente (Harlan County U.S.A., 1976), crónica áspera de una huelga en el pueblecito minero de Brookside, concluida con una victoria efímera de los trabajadores. La misma óptica tuvo su equivalente en el cine de ficción con Blue Collar (Blue Collar, 1978), de Paul Schrader, cineasta cuya rigorista formación calvinista se transparentó en su aguda inclusión en el inframundo del negocio pornográfico mostrada en Hardcore. Un mundo oculto (Hardcore, 1979). Por estas fechas, más de la mitad de la producción pornográfica de Estados Unidos estaba ya destinada a la exhibición privada y domiciliaria, reflejando la revolución audiovisual del último tercio de siglo.

En el campo marginal del cine off-off y vanguardista se reveló clamorosamente, en este período, el joven David Lynch, cuya pesadilla Cabeza borradora (Eraserhead, 1976) bebió en fuentes expresionistas y surrealistas. Atraído por la estética de lo sórdido, la peculiar sensibilidad de Lynch no fue capaz de controlar un superespectáculo de ciencia ficción tan ambicioso como Dune (Dune, 1984), que intentaba condensar la copiosa novela de Frank Herbert. Lynch se movería con más soltura, en cambio, en el marco de una intriga criminal propia de serie B, como lo demostró en su insólito Terciopelo azul (Blue Velvet, 1985). En la nueva hornada de jóvenes realizadores también se reveló la propuesta posundergrond de Jim Jarmusch, un discípulo de Nicholas Ray descubierto clamorosamente con Extraños en el paraíso (Stranger Than Paradise, 1984), mientras Joel Coen ofrecía una muy original revisitación del thriller en Sangre fácil (Blood Simple, 1984).

Cabeza borradora (1976) de David Lynch.

 

La muerte de Orson Welles en 1985 significó un hito fúnebre, pues con él desaparecía el fundador del cine moderno. Es cierto que algunos cineastas veteranos y de valía continuaban todavía en activo, como Samuel Fuller, a quien la Paramount denegó la distribución de su antirracista Perro blanco (White Dog, 1982) en el mercado de Estados Unidos. O John Huston, a quien su quebrantada salud no le impidió llevar a la pantalla la novela de Malcolm Lowry Bajo el volcán (Under the Volcano, 1984). Pero el Hollywood de los años ochenta fue el Hollywood de la extinción de un pasado glorioso y del alba de un incierto futuro.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 142; Мы поможем в написании вашей работы!

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