DE STALINGRADO AL ZAR TERRIBLE 10 страница



Uno de los flancos por los que el cine americano se sintió atacado fue por la penetración y aceptación del cine europeo en su propio país, que comienza a registrarse por estos años. La producción francesa, italiana o sueca, que responde a criterios intelectualmente más adultos y cuya franqueza erótica es mucho mayor, comienza a interesar a sectores del público relativamente amplios. No son sólo, entiéndase bien, los escotes de la Pampanini o la atractiva grupa de la Bardot (aunque estos argumentos anatómicos también pesen lo suyo), sino las películas de Fellini, de Bergman o de Truffaut, que cada vez encuentran mayor eco, especialmente en las grandes ciudades. Por eso una parte de la producción de Hollywood decide «intelectualizarse», utilizando como estrellas los nombres de sus escritores más cotizados, de preferencia especialistas en problemas sexuales y conflictos morbosos. Tennessee Williams, ducho en dramas de degradación femenina, se llevará la palma: The Rose Tattoo (1954) de Daniel Mann, Baby Doll (1956) de Elia Kazan, anatemizada por el cardenal Spellman desde su púlpito, Piel de serpiente (The Fugitive Kind, 1960) de Sidney Lumet, La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, 1958), Dulce pájaro de juventud (Sweet Bird of Youth, 1962) de Richard Brooks, y La noche de la iguana (Night of the Iguana, 1964) de John Huston. Martin Ritt elige a William Faulkner, al que adapta en El largo y cálido verano (The Long Hot Summer, 1957) y El ruido y la furia (The Sound and the Fury, 1958), y Anthony Mann lleva a la pantalla God’s Little Acre (1958) de Erskine Caldwell. Dramas «fuertes» siempre, de esos que las damas respetables juzgan shocking, y que suelen representar al cine americano en los festivales europeos, en calidad de «producción de prestigio».

Esta tendencia no puede disociarse de la lucha de algunos productores y directores contra el Código de mister Hays, quien muere en 1954 a los setenta y cinco años de edad. En este año la Breen Office, organismo que vela por el cumplimiento del Código, sufrió un serio revés al negarse la RKO a pagar la multa impuesta a causa de su película The French Line (1953), de Lloyd Bacon, con una impúdica Jane Russell exhibiéndose en 3-D. Porque para combatir a la televisión y competir con las audacias del cine europeo es menester vestir al cine americano de largo y desvestir un poco más a sus actrices. De todos modos, quien más lejos irá en esta batalla contra la omnipotente MPAA y su dichoso Código será el astuto vienés Otto Preminger, especialista en asuntos «fuertes» y en encontronazos con la censura. Ya en 1947 se había puesto las botas con la adaptación del best-seller escabroso Ambiciosa (Forever Amber) de Kathleen Windsor, con Linda Darnell. En 1953 rueda la pieza The Moon is Blue de F. Hugh Herbert, a la que la MPAA le niega el visado de censura por juzgarla inmoral. Preminger lleva el asunto a los tribunales y, a trancas y barrancas, consigue que la medida sea declarada anticonstitucional y que, sin un solo corte, The Moon is Blue sea el primer film exhibido en todo el país sin visado de la MPAA. Grave derrota para el Código e importante precedente para el futuro del cine americano. En 1955 Preminger repite la proeza con El hombre del brazo de oro (The Man with the Golden Arm), primera película americana que se atreve a abordar un tema tabú, prohibido expresamente por el Código, el de las drogas y la toxicomanía (aunque coronó la historia con un final feliz en el que Frank Sinatra se libra del vicio para satisfacción de Kim Novak), y en 1959 tendrá que volver a batallar para que sea levantado el boicot a su film Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder). La cúspide comercial de la carrera de Preminger se situó con el film de propaganda sionista Éxodo (Exodus, 1960), adaptando la novela de Leon Uris, seguido del interesante film de política-ficción Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, 1962) y de El cardenal (The Cardinal, 1963), según la novela de Henry Morton Robinson y rodada oportunamente en los días del Concilio Vaticano II. Su prestigio tendió a diluirse en los años siguientes, debido en parte a las cotas de mayor permisividad y agresividad moral de la producción norteamericana al avanzar los años sesenta, pero recuperó su incisividad con el implacable Such Good Frieds (1971), visión demoledora de ciertos aspectos de la vida norteamericana.

El resultado de estas escaramuzas es que primero en 1956, enterrado ya el «zar del cine», y luego en 1966, se lleven a cabo dos revisiones «liberalizadoras» del articulado del Código, tratando de sincronizarlo, aunque siempre con retraso, a la hora europea. En la importante revisión de 1966, «para adecuar (el Código) a las costumbres, cultura y sentido moral de nuestra sociedad» desaparece todo el barroco articulado de mister Hays, sustituido por una serie de consejos generales, entre los que figura la tolerancia del desnudo. Esta evolución general ha ido acompañada de una acentuada transformación de los grandes mitos populares que el cine y la literatura catapultan a la sociedad americana. Parece increíble que sólo nos separe un cuarto de siglo de la muerte de Valentino a la vista de los nuevos arquetipos eróticos que consume ahora la cultura de masas. El hombre que ahora interesa es introvertido, complejo y atormentado, no a la manera mítica o patológica de Erich von Stroheim o incluso de Humphrey Bogart o de Richard Widmark, sino como producto del medio social, de la incomprensión familiar o de situaciones conflictivas padecidas en la infancia.

El nuevo Olimpo tiene como huéspedes a jóvenes incomprendidos, huraños, tiernos y coléricos de la talla de John Garfield (que ha abierto la senda), Marlon Brando, James Dean y Anthony Perkins. Es enorme el trecho que va de los barbilindos y seductores gomosos de antaño a este Jimmy Dean inquieto y rebelde, de mirada dulce y miope, misógino pero amado por las mujeres, roído por una atormentada vida interior y en perpetua rebeldía contra un mundo absurdo, que se vengaría de él arrebatándole la vida a los veinticuatro años, en un estúpido accidente de coche. Las adolescentes americanas tocarán con reverencia las manchas de sangre de su maltrecho y potente Porsche —todo un símbolo de la furia de vivir— con el mismo respeto y consternación con que sus madres habían venerado años antes las reliquias de Rudy Valentino. El fenómeno es el mismo, pero el héroe ha cambiado de piel. Su creación de Jim Stark en Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955), de Nicholas Ray, echó leña al fuego sagrado del mito en vez de clarificar las causas del fenómeno y conmovió a la juventud norteamericana inadaptada, que viste blue jeans a guisa de uniforme, viendo en él un espejo y un retrato en el que proyectarse. Dean fue un estandarte para todos los jóvenes rebeldes americanos (rebeldes «con causa», a pesar del equívoco título) y el símbolo de su generación.

Como Marilyn Monroe, otra huérfana baqueteada por la vida, violada a los nueve años y declarada por un juez «pupila del condado de Los Ángeles», que se convertirá en la primera gran antivamp de la historia del cine, a partir del cliché de la Harlow, para efectuar con desenfadada ironía una divertida autocrítica y desmitificación de la vamp del ayer. Cuando un periodista le pregunta qué se pone para ir a la cama, ella contesta con todo desparpajo: «Chanel N.o 5». Decididamente, los tiempos han cambiado. Y se comprende, pues después del voluminoso informe Kinsey sobre la conducta sexual en la sociedad norteamericana, la mujer ha perdido los últimos velos de misterio que todavía respetaban nuestros padres. El suicidio de Marilyn Monroe en 1962 cerró, simbólicamente, toda una era de Hollywood, pues a su muerte nuevas estrellas del cine italiano, francés o inglés estaban pulverizando el monopolio que Estados Unidos había detentado en el campo del star-system internacional.

Viendo las películas de la nueva generación se constata hasta qué punto el cine de los «primitivos» americanos ha muerto. En vano buscaremos la simplicidad épica y la fresca ingenuidad de Allan Dwan, James Cruze, Henry King, Raoul Walsh, King Vidor y hasta John Ford en la obra de los autores más significativos de la nueva hornada: Robert Aldrich, Richard Brooks, Nicholas Ray y Stanley Kubrick. Los héroes infelices, grises y desafortunados de Robert Aldrich son todo lo contrario de los viejos héroes optimistas del corte de Douglas Fairbanks o de Tom Mix. Cineasta amargo y paroxístico, a quien encantan las escenas de violencia desatada, Aldrich da lo mejor de sí mismo en el alegato pro indio Apache (Apache, 1954), en su thriller antiatómico Kiss Me Deadly (1955), en su antimilitarista Attack! (1956) y en The Big Knife (1955), una de las más virulentas autocríticas que ha osado hacer Hollywood (sobre la pieza teatral de Clifford Odets) y sin duda la mejor creación de Jack Palance, la estrella apresada en una jungla de intereses y empujada al suicidio por su producer (Rod Steiger), que compungido comunicará a la prensa que su gran actor ha muerto de un ataque cardíaco en la bañera. La carrera posterior de Aldrich se definió por sus sucesivas renuncias, aunque no renunció a su gusto por la violencia, que le permitiría articular dos eficaces melodramas en la más pura tradición del Grand Guignol: ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, 1962), con las declinantes Bette Davis y Joan Crawford, y Canción de cuna para un cadáver (Hush… Hush Sweet Charlotte, 1965), con la también veterana Olivia de Havilland. A pesar de sus muchas renuncias, la titubeante carrera de Aldrich demostró ocasionalmente la persistencia de su talento, como ocurrió en La leyenda de Lylah Clare (The Legend of Lylah Clare, 1968), acaso inspirado en la romántica relación que existió entre el director Josef von Sternberg y la actriz Marlene Dietrich, y en el film de gángsters La banda de Grissom (The Grissom Gang, 1971).

 Apache (1954) de Robert Aldrich.

 

El tono de denuncia se halló también en las mejores obras de Richard Brooks, que en Semilla de maldad (The Blackboard Jungle, 1955) se atreve a abordar el tema de la juventud «rebelde» con mucho menos romanticismo y más realismo que Nicholas Ray y, cosa curiosa, haciendo de un joven negro el personaje positivo de la película y mostrando cómo el maestro (Glenn Ford) conseguía recuperar a los jóvenes sin recurrir a la policía. Este inconformismo molestó a Clara Booth Luce, a la sazón embajadora norteamericana en Roma, que protestó airadamente con ocasión de presentarse la película en el festival de Venecia. Que a Brooks le gusta nadar contracorriente lo corrobora en su siguiente película, Sangre sobre la tierra (Something of Value, 1957), que toma partido por la liberación de Kenia en un momento en que la lucha por la independencia colonial es vista en Occidente como terrorismo y la organización nacionalista del Mau Mau como una pandilla de ogros feroces. Después adaptó Lord Jim (Lord Jim, 1964), de Conrad, llevó a cabo una espectacular incursión en la Revolución mexicana con Los profesionales (The Professionals, 1967) y adaptó con estilo de crónica la impresionante murder story relatada por Truman Capote en A sangre fría (In Cold Blood, 1967). Su Dollars (1971) se inscribió ya en la contemporánea marea de cinismo al abordar el mundo del hampa, mostrando que el delito puede ser un negocio rentable.

Las mejores virtudes del nuevo cine americano aparecen reunidas en grado máximo en Stanley Kubrick, que a los dieciséis años ya había obtenido notoriedad nacional, al publicar la revista Look las instantáneas que obtuvo de su profesor mientras leía el Hamlet. Fue reportero fotográfico de Look y de Life antes de sorprender al mundo con la revelación de Atraco perfecto (The Killing, 1956), que con su estilo incisivo y ritmo trepidante narra la preparación, ejecución y consecuencias de un atraco a un hipódromo, alternando sucesivamente los diferentes puntos de vista de las personas que toman parte en el golpe. Atraco perfecto es, junto con Sed de mal (Touch of Evil, 1957) de Orson Welles, la mejor muestra del cine policíaco de los últimos quince años de producción americana y las dos evidencian cómo ha madurado este género, desplazándose desde las ingeniosas puerilidades a lo Conan Doyle y los enredos de la detective story en dirección al Dostoievski de Crimen y castigo o a los densos universos problemáticos de Kafka o de Sartre.

Kubrick aprovecha la moda del film espectacular para realizar un Espartaco (Spartacus, 1960), en el que demuestra cómo los aparatosos blockbusters históricos no están necesariamente reñidos con la dignidad artística y pueden ser un vehículo de generosas ideas sociales. Su obra más explosiva será Senderos de gloria (Paths of Glory, 1958), prohibida en Francia y causante de violentas manifestaciones y contramanifestaciones en Bélgica, como en los días de La kermesse heroica. Pero esta vez los hechos que se narran son rigurosamente históricos (de aquí la virulencia de la película), acaecidos en la Primera Guerra Mundial. Que un oficial francés haga fusilar arbitrariamente a varios soldados suyos «para ejemplo de sus compañeros de armas» es un acto de brutalidad que no admite paliativos. Kubrick lo dice con mucha claridad en la película, con la misma claridad con que advertirá al mundo de lo peligroso que resulta jugar con la bomba atómica en su tremenda fábula tragicómica Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? (Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1963), película que se inscribe en el género relativamente nuevo de la «política-ficción», que florece durante la era de Kennedy y que aparte de la citada está representado por obras como El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 1962), Siete días de mayo (Seven Days in May, 1963), ambas de John Frankenheimer, y Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, 1962) de Otto Preminger. Más adelante, Kubrick realizará la impresionante epopeya cósmica 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), escrita en colaboración con Arthur C. Clarke, y que comienza con el proceso de hominización en el Cuaternario para concluir en una nueva fase de la futura evolución biológica del hombre. 2001: una odisea del espacio señala la definitiva mayoría de edad del género de la ciencia ficción y abre excitantes perspectivas a este género hasta ahora tenido por menor. Este interés por la indagación del futuro del hombre le lleva a adaptar también la novela de Anthony Burgess La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), una cínica pero realista exploración de las motivaciones de la conducta humana, enfrentada a todas las filosofías utópicas y expuesta con un brillante lenguaje figurativo.

Senderos de gloria (1958) de Stanley Kubrick.

 

La complejidad que han ido adquiriendo los viejos géneros, enriquecidos (o tal vez impurificados) con nuevos elementos, se aprecia en lo más notable de la producción americana de los últimos años. Un western «intelectual» como Johnny Guitar (Johnny Guitart, 1955), del misógino y romántico Nicholas Ray, tiene tan poco que ver con los cánones clásicos del género como Sed de mal de Orson Welles con el cine policíaco de los años treinta y cuarenta. Esta mutación se aprecia también en el género de la comedia y hasta en la comedia musical, aunque el austríaco Billy Wilder (que no en vano ha sido guionista de Ernst Lubitsch) prolongue la tradición de Frank Capra, aportando a la comedia la novedad de un sarcasmo y una acidez corrosiva que establecen una continuidad entre su ciclo pesimista de posguerra y la etapa actual de su obra. Wilder ha sido uno de los realizadores que ha contribuido a imponer el mito rutilante de Marilyn Monroe, a la que dirige en La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955) y Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), pero lo que media entre el optimismo ingenuo de Capra y el pesimismo amargo de Wilder se mide sobre todo por la contemplación cruel del American way of life que aparece en sus últimas películas, como El apartamento (The Apartment, 1960), con Jack Lemmon en el papel de americano-víctima, Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1965) y En bandeja de plata (The Fortune Cookie, 1966). Lo mismo puede decirse de La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970), que se asoma irrespetuosamente a la misoginia del prestigioso detective y a su equívoca amistad con el no menos famoso doctor Watson.

En este apartado hay que tener en cuenta también otros nombres nuevos, como el de Richard Quine, que impone el mórbido erotismo de Kim Novak en La calle 92 (Pushover, 1954), Me enamoré de una bruja (Strangers When We Meet, 1960) y La misteriosa dama de negro (The Notorious Landlady, 1961). Del naufragio del cine musical arriban a las playas de la comedia Vincente Minnelli y Stanley Donen, autor de Charada (Charade, 1964), mientras Blake Edwards aporta Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961), basada en el relato del mismo título de Truman Capote, y el cínico vodevil La pantera rosa (The Pink Panther, 1963), que en otros tiempos habría provocado un infarto a Will Hays.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 125; Мы поможем в написании вашей работы!

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