DE STALINGRADO AL ZAR TERRIBLE 6 страница



Me siento rejuvenecer (1952) de Howard Hawks.

 

 PRESTIGIO Y ACADEMICISMO FRANCÉS

Todas las victorias tienen su precio y la de la Segunda Guerra Mundial no fue una excepción. En mayo de 1946 se firmaba en Washington un acuerdo comercial francoamericano (preludio del Plan Marshall) que obligaba a Francia a eliminar la cuota proteccionista que limitaba a 120 el número de films americanos doblados explotables en un año. Ante esta incómoda competencia, Francia no tuvo más armas para defenderse que la «producción de calidad», las «películas de festival» y el prestigio de sus maestros. Al igual que Italia tuvo su erupción neorrealista, en Francia se vivirá durante la posguerra la era del cinéma de qualité, que acabará por convertirse en labios o plumas de la crítica joven en una denominación peyorativa, sinónima de fósil academicismo.

En el capítulo anterior señalamos que el tema de la Resistencia, tan vivo en el cine italiano, sólo inspiró al cine francés una obra de auténtica calidad: La Bataille du rail, de René Clément, que en 1945 aparece como uno de los nombres más prometedores del cine europeo. La guerra vuelve a asomar en su obra con Les maudits (1947), que le obliga a un tour de force al rodar casi toda la acción en el interior de un submarino, y sobre todo en el poema trágico Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952), alegato contra los horrores de la guerra a través de los inocentes juegos de dos niños, a los que la imitación de sus mayores les lleva a copiar con todo candor el ritual macabro de la muerte y de los entierros. Con un aluvión de premios y galardones internacionales, Juegos prohibidos representó el punto más alto de la carrera de su autor, que a partir de entonces inició un lento pero continuado declive artístico.

Sin embargo y a pesar del coro de alabanzas que levanta Juegos prohibidos, el clima francés no parece propicio al cine de polémica y denuncia, como se ha demostrado con el escándalo de Le Diable au corps (1947), el mejor film de Claude Autant-Lara, inspirado en la novela de Raymond Radiguet, que estrenado en Burdeos suscitará la violenta reacción de una parte de la crítica: «Esta producción —escribió un periodista— añade el cinismo más irritante a la exaltación del adulterio, ridiculizando a la Familia, la Cruz Roja e incluso al Ejército. Ante esta marea de fango pedimos, en nombre del público, que este film innoble sea retirado de las pantallas». Curiosa deformación óptica la que hace ver en el tierno despertar al amor de dos adolescentes (Gérard Philipe y Micheline Presle), en el marco opresivo de la Primera Guerra Mundial, un film pornográfico y antipatriótico. El embajador francés en Bélgica abandonó ostentosamente la sala de proyección al ser presentada la película en el festival de Bruselas demostrando que, después de todo y a pesar de la guerra, la mentalidad de muchas gentes no ha evolucionado desde los días en que Esposas frívolas hacía rasgarse las vestiduras a los timoratos y a los custodios de las buenas costumbres.

Los casos de Marcel Carné y de Jean Renoir resultan bien elocuentes. Maestros de la tendencia realista en la anteguerra, ahora parece que renuncian definitivamente a sus virtudes de antaño. Carné trata de conectar con su obra anterior mediante Las puertas de la noche (Les Portes de la nuit, 1946), que se sitúa en el París recién liberado, que resulta ser el París brumoso de sus antiguas películas, aunque aquí aparecen, como novedad, un ex resistente y un ex colaboracionista. Tampoco falta el Destino, encarnado en un vagabundo que mete la nariz por todas partes (Jean Vilar). Pero el artificioso realismo canaille de los años treinta ha muerto, falto de toda vigencia, y la frescura y vigor de las primeras películas que llegan de Italia van a corroborarlo sin tardanza. No es novedad que se enfrenten el colaboracionista y el antiguo resistente, porque su querella es, a fin de cuentas, como siempre en estas películas, cosa de faldas. Carné se ha situado fuera de la historia, fuera del tiempo, como Jean Renoir cuando reanuda su obra marchando nada menos que a la India para rodar El río (The River, 1950), para un productor inglés y con un equipo franco-anglo-indio, y que resulta ser una hermosa meditación acerca de la vida, pero más allá de la historia.

El Renoir del Frente Popular se ha desvanecido y con el espléndido Technicolor de su sobrino Claude Renoir se entrega a una meditación quietista y brahmánica sobre el fluir de las cosas, como las aguas del Ganges, como el curso de la vida, que hace que unos nazcan mientras otros mueren. Film de insólita belleza que nos anuncia que el Renoir polémico de la anteguerra ha cerrado definitivamente una etapa de su carrera: «Antes de la guerra —declarará Renoir—, mi manera de participar en el concierto universal era tratar de aportar una voz de protesta. Hoy, el ser nuevo que soy se da cuenta de que la única cosa que puedo aportar a este universo ilógico, irresponsable y cruel es mi amor».

En efecto, durante la serenidad de su senectud reaparece el Renoir romántico y hedonista que se anunciaba en Un día de campo. Un Renoir sensual, pictórico al modo de su padre, nostálgico, que rehúsa comprometerse con los problemas históricos de su tiempo y que, enamorado de la Commedia dell’arte y de Vivaldi, va a Italia a rodar una discutida La Carrosse d’or (1952). De nuevo en Francia, aplicará su cultura sensorial y su desenfado en dos reconstrucciones del fin de siglo, tan impecables como intrascendentes: French Can-Can (French Can-Can, 1954) y Elena y los hombres (Elena et les Hommes, 1956).

También las nuevas sátiras de René Clair se nos aparecen como reblandecidas y limadas de lo que en ellas había antaño de punzante, para tender hacia la nostalgia romántica. El silencio es oro (Le Silence est d’or, 1947), inaugura su nueva etapa francesa, con la historia de un veterano y experto seductor (Maurice Chevalier) que inicia en las artes de la conquista a un joven (François Périer), quien al final le arrebata a la mujer de sus sueños (Marcelle Derrien), historia que repite su tema clásico de la renuncia al amor por la amistad. Su tono cambió al abordar, a través del tema de Fausto, una parábola sobre la amenaza atómica en La belleza del diablo (La Beauté du diable, 1950), que tuvo una fría acogida. Después de este film fantástico, que en algunos momentos enlaza con sus años surrealistas, retorna a sus viejas fantasías oníricas con Mujeres soñadas (Les Belles de nuit, 1952), con el pretexto de un joven tímido (Gérard Philipe) que compensa su frustración sentimental viviendo en sueños extraordinarias y accidentadas aventuras amorosas, en diversas épocas históricas, ironizando sobre el tópico de que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Los últimos destellos de Clair se producirán con Puerta de las Lilas (Porte des Lilas, 1957), reflexión sobre el tema de la amistad y adiós definitivo a un viejo maestro del cine.

Mientras el cine de Clair entra en una etapa de decadencia aparece en Francia Jacques Tati, una nueva figura cómica que renueva el género retornando, valga la paradoja, a las fuentes del viejo cine cómico, a la pureza del gag visual, que no renuncia sin embargo a un rico arsenal humorístico que extrae del mundo de los ruidos. Tati se impone con dos películas que dirige e interpreta y que marcan una fecha en la historia de la comicidad cinematográfica: Día de fiesta (Jour de fête, 1949) y Las vacaciones de M. Hulot (Les Vacances de M. Hulot, 1953), visión satírica del veraneo pequeñoburgués en una plácida localidad costera. La crítica del hombre moderno inserto en un avasallador mundo objetal le conducirá luego de modo natural a la crítica de la moderna civilización urbana (urbanismo, funcionalismo, diseño, automatismo) en Mi tío (Mon oncle, 1958) y en el laboriosísimo Playtime (Playtime, 1968), en donde recurre a gags visuales propios del cine mudo y a otros puramente acústicos, línea que prosigue lógicamente en su Tráfico (Trafic, 1970).

La comicidad de Tati es elaborada e intelectual, como intelectual es y ha sido siempre lo más representativo de la producción francesa, desde los lejanos días del film d’art. Por si hiciera falta demostrarlo ahí están las películas de Jean Cocteau, que tras un paréntesis de quince años ha vuelto al cine con la vieja fábula de La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 1945), con la redención del monstruo por el amor de la dama, vista con su temperamento mórbido y misógino, y la libre trasposición a la edad moderna del mito clásico de Orfeo (Jean Marais) y Eurídice (Marie Déa), actualizado al inactual gusto surrealistoide de Cocteau y que, a pesar de su premio en Venecia, fue tan mal acogida que alejó a su realizador por otros diez años de la pantalla, legando antes de morir El testamento de Orfeo (Le Testament d’Orphée, 1960), fantasía poética que más parece un film realizado en otro planeta por gentes que no son de este mundo, como jamás lo fue el poeta.

También son rabiosamente intelectuales los «films de tesis» que realiza el jurista André Cayatte, al tomar la pantalla como tribuna para plantear al público un caso de eutanasia y los condicionamientos y motivaciones de los miembros del jurado que deben pronunciar su veredicto sobre él en Justicia cumplida (Justice est faite, 1950). Más convincente resultó No matarás (Nous sommes tous des assassins, 1952), que además de ser una requisitoria contra la pena de muerte exponía la responsabilidad colectiva que hacía posible que un hombre que ha aprendido a matar durante la guerra y se convierte por ello en héroe, sea condenado como un criminal al hacerlo durante la paz. No matarás tiene un claro antecedente en la película americana They Gave Him a Gun (1938), de Van Dyke, lo que no empaña la eficacia estremecedora de las imágenes rodadas en el interior de la celda de los condenados a muerte y las del siniestro ritual de la ejecución.

Entre los jóvenes cineastas, H. G. Clouzot y Jacques Becker se imponen como los valores más firmes. La fascinación de la sordidez y del suspense son las bazas que juega Clouzot al rodar En legítima defensa (Quai des Orfèvres, 1947), con su teatrucho de variedades, las sucias interioridades de la policía judicial, la mujer fotógrafo y el viejo libidinoso que retratan a jovencitas en «poses artísticas»… Su Manon (1948), libre adaptación de Prévost, causó un regular escándalo por su crueldad y las anotaciones necrofílicas de su desenlace. Clouzot es un hombre que gusta hurgar en las llagas más purulentas. Lo hará a placer cuando reconstruya magistralmente en el sur de Francia el miserable pueblecito centroamericano de Las Piedras, en donde sitúa parte de la acción de El salario del miedo (Le Salaire de la peur, 1952), película basada en una novela de Georges Arnaud. La acción estuvo estructurada siguiendo las leyes implacables del suspense: una compañía petrolera norteamericana ofrece diez mil dólares de recompensa a quienes consigan transportar dos camiones cargados de nitroglicerina para apagar con su explosión un pozo en llamas. Clouzot organizó metódicamente los contratiempos de tan arriesgado periplo y después de permitir que uno de aquellos desesperados (Yves Montand) consiguiese su objetivo y cobrase la recompensa, se complació en despeñarle con su camión vacío en una revuelta de la carretera. La ferocidad de Clouzot hizo de El salario del miedo un drama fatalista, al estilo romántico, más que un documento social sobre el precio de la vida en un país subdesarrollado y semicolonizado por las grandes compañías norteamericanas.

La obra de Clouzot conoció vasta aceptación popular y su nombre mereció la consideración de rival de Alfred Hitchcock, que disfrutaba hasta entonces de un modo indiscutible el cetro de «rey de suspense». El propio Clouzot ha afirmado: «Para mí, el cine es provocación y suspense», lema puntualmente seguido en Las diabólicas (Les Diaboliques, 1954), que adaptaba una novela de Boileau-Narcejac y expuso un dúo inquietante con Simone Signoret y Vera Clouzot, condimentado con sabrosos elementos sádicos de Grand Guignol. Pero su popularidad comenzó a decrecer con Los espías (Les Espions, 1957), original visión poskafkiana de un absurdo mundo de intriga producto de la Guerra Fría. Inferior resonancia entre el público tuvo la obra ejemplar de Jacques Becker, que eludió los efectismos y provocaciones tan caros a Clouzot. Su París bajos fondos (Casque d’or, 1952) ha quedado como una de las mejores evocaciones del París de inicios de siglo, con la vigorosa historia naturalista de un obrero (Serge Reggiani) que, enamorado de una bella prostituta (Simone Signoret), se convierte en asesino y acaba sus días en el patíbulo, hechos inspirados en una auténtica historia «apache» (historia que introdujo este término en la lengua francesa). La muerte prematura de Jacques Becker, después de realizar La evasión (Le Trou, 1959), ha privado a Francia de un gran artista, que pudo haber sido el sucesor del Jean Renoir de anteguerra. Junto a él, la obra austera, ascética, rigurosa e insobornable de Robert Bresson —autor de Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956) y de Pickpocket (1959)— se situó como la aportación estética más personal y original del cine francés.

París bajos fondos (1952) de Jacques Becker.

 

A la producción francesa pertenece también la última parte de la obra de Max Ophüls, que pasa sus años finales en París, dando cima a la elegancia y barroquismo de la decapitada escuela romántica vienesa, con evocaciones nostálgicas y travellings afiligranados, en La Ronde (1950), Le Plaisir (1951), que recoge tres cuentos de Guy de Maupassant, Madame de… (Madame de…, 1953) y Lola Montes (Lola Montès, 1953), biografía patética de la favorita de Luis I de Baviera, cortesana destronada del palacio al circo, compendio y suma de su refinamiento formal y de su sentido del espectáculo y que es, además, una de las primeras utilizaciones estéticamente maduras del entonces discutidísimo formato Cinemascope.

Desde el éxito de La kermesse heroica, la industria del cine francés detenta un bien ganado prestigio por la veracidad de sus cuidadísimas reconstrucciones ambientales. París bajos fondos y la obra francesa de Ophüls lo corroboran. En la Francia de Luis XV sitúa también Christian-Jaque las desenfadadas aventuras galantes y heroicas de Fanfán el invencible (Fanfan la Tulipe, 1951), meditación irónica sobre la servidumbre y grandeza de la vida militar, que interpretan Gérard Philipe —el actor más importante de la nueva generación— y Gina Lollobrigida, que es una de las protagonistas de la incruenta «guerra de bustos» que se comienza a disputar en Italia, con unas armas cuyo calibre está bien a la vista.

Pero no todo han de ser frivolidades. El documental, que es un género serio y que ha nacido en Francia al mismo tiempo que el cine, se cultiva con resultados más que satisfactorios. Con material de archivo Nicole Védrès compone su excelente crónica sobre Paris 1900 (1947), en la que interviene como montador Alain Resnais, que llegará a convertirse en una gran figura mundial. Por lo pronto, deja constancia de su talento dando un giro al documental de arte creado por Luciano Emmer y Enrico Gras, abandonando la contemplación objetiva de la obra de arte para intentar explicar la personalidad del artista en función de su obra. Ésta es la ambición de sus documentales Van Gogh (Van Gogh, 1948) y Gauguin (1951). El documental de arte comienza a florecer en Francia, con títulos tan valiosos como Les Charmes de l’existence (1950) de Pierre Kast y Jean Grémillon, pero Resnais le da un acento polémico y comprometido en Guernica (1949), sobre el célebre cuadro de Picasso; y sobre todo en Les estatues meurent aussi (1954), que será prohibido por la censura. Porque Les statues meurent aussi es un documental de arte y, al mismo tiempo, una acusación contra la barbarie blanca que ha decapitado las culturas africanas: «Cuando mueren los hombres entran en la Historia. Cuando mueren las estatuas entran en el Arte. A esta botánica de la muerte le llamamos cultura», así comienza este impresionante documental sobre el arte negro fosilizado en las vitrinas de los museos. Esta línea polémica es la que le conduce a realizar el estremecedor Nuit et Brouillard (1955), pavoroso viaje a los campos nazis de exterminio de judíos, que parte de imágenes en color de los museos de horror que son hoy estos campos para conducir la memoria hacia los documentos de un ayer muy próximo, convirtiéndose en un aldabonazo a las conciencias de los desmemoriados políticos.

Esta vitalidad que exhala el campo del cortometraje preludia el próximo renacimiento del cine francés, en manos de los jóvenes. Los mejores nombres del cine corto (Alain Resnais, Georges Franju, Chris Marker, Pierre Kast, Agnès Varda) se agrupan en 1953 en el llamado «Grupo de los Treinta», que es en cierto modo el embrión de lo más vivo del futuro cine francés. Su actividad no habría podido desarrollarse de no haber encontrado algunas productoras, como la Argos Films, decididas a apoyar aquel cine renovador e inconformista. Su inversión habría de resultar rentable, porque los días del venerado cinéma de qualité están contados.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 110; Мы поможем в написании вашей работы!

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