DE STALINGRADO AL ZAR TERRIBLE 1 страница



En junio de 1941 Hitler, previa consulta a sus astrólogos y confiando en triunfar allí donde Napoleón había fracasado, lanzó sus mejores divisiones sobre la inmensa geografía de la Unión Soviética. No es cosa de recordar aquí la extrema dureza de la campaña de Rusia; baste señalar las enormes pérdidas infligidas al cine soviético, con la mayor parte de sus estudios ocupados por las fuerzas invasoras (como los de Minsk, Kiev y Jarkov), o destruidos (como los de Moscú y Leningrado) por los raids aéreos o los obuses de la Wehrmacht. Mark Donskoi fue quien con mayor aliento artístico supo reflejar en la pantalla el martirio del pueblo soviético bajo el dominio nazi, en su patético Raduga [Arco iris] (1944), situado en un pueblo ucraniano ocupado por los nazis. En estas condiciones el cine soviético retornó a su situación de los años de guerra civil, dando abierta preferencia a las películas documentales, mientras el escaso cine de ficción se refugiaba en los inaccesibles estudios del Asia Central.

El nutridísimo capítulo del cine de guerra, en el que se demostró la excelente capacidad de los documentalistas soviéticos, presenta algunas novedades importantes en relación con lo que se venía haciendo en el país. Esto es lógico, el momento histórico es muy grave y no hay que hacerse la ilusión de que el enemigo podrá ser derrotado por las alegres improvisaciones y el arrojo individual de un Chapaiev, pongamos por caso, prototipo del héroe de la guerra civil. Los tiempos han cambiado y el Ejército Rojo es ahora una organización moderna, coherente y disciplinada, regida por los cerebros de su Estado Mayor. Para subrayar este aspecto reflexivo, racional y metódico de la gran batalla de Stalingrado, Frederij Ermler realizó Veliki perelom [El momento decisivo] (1945), considerada como la mejor producción bélica de este período y cuya acción transcurre casi íntegramente en los despachos de los generales, filmando sus debates estratégicos, sus consultas y deliberaciones. Esta original perspectiva historicista, desde el centro nervioso de la lucha, eludió casi completamente la brillante facilidad de las escenas de combates y la única concesión al heroísmo individual del soldado fue la reparación, bajo el fuego de una ametralladora alemana, de una línea telefónica indispensable al Estado Mayor.

Las guerras modernas no se ganan únicamente con audacia y heroísmo, sino con reflexión y estudio. Sería un error creer que esto es una novedad absoluta en el ideario comunista, pero es un matiz que ahora se subraya con insistencia y hasta veremos más tarde al mariscal Stalin estudiando con detenimiento los mapas, con la pipa en la boca y en el silencio de su despacho, en Stalingradskaya bitva [La batalla de Stalingrado] (1949) de Vladímir Petrov. La presencia de Stalin en la pantalla, encarnado por actores especializados, como Alexéi Diki y Mijaíl Gelovani, es una curiosa novedad que conviene examinar con cierto detenimiento.

Lenin no comenzó a aparecer en el cine soviético (exceptuando, naturalmente, los documentales) hasta después de su muerte. Esta norma habitual en el cine histórico tan sólo ha osado quebrarse para glosar personajes que, aun estando vivos, han entrado ya de lleno en el área de la leyenda y se hallan, en cierto modo, históricamente momificados. Pues bien, Stalin rompe con esta tradición y desde 1938 ha comenzado a aparecer en las pantallas, adquiriendo la categoría de mito, de superhombre más allá de la historia. En efecto, en La batalla de Stalingrado es él, y sólo él, quien estudiando los mapas decide, entre pipada y pipada, las maniobras estratégicas que infaliblemente conducirán a la victoria final. Es él también quien, en Klyatva [El juramento] (1946) de Mijaíl Chiaureli, diagnostica de un vistazo la avería de un tractor que ni los campesinos ni un mecánico profesional han sido capaces de localizar. ¡Qué lejos estamos de los tractores de La línea general! La tendencia ejemplarista y didáctica del cine soviético se ha deslizado abiertamente hacia la apología más descarada del mito de Stalin. Este Chiaureli, que como Stalin ha nacido en Tiflis y ha sido escultor antes que cineasta, será uno de los especialistas del «culto a la personalidad» de la era estaliniana y su monumental fresco en dos partes y en color Padenyie Berlina [La caída de Berlín] (1949) uno de los títulos encausados y más duramente atacados en el informe de Kruschev durante el célebre XX Congreso del Partido Comunista Soviético en 1956.

Cierto es que fue mérito indiscutible de Stalin, obra de su astucia y de su energía, el hacer desempeñar a su país un papel de gran potencia que históricamente no le correspondía en aquel momento, aunque el precio que tuviera que pagarse por ello fuera muy alto y ahora lo estamos viendo en el campo del cine. Por eso, dejando aparte la notable colección de documentales del frente y crónicas filmadas en el corazón de los combates, en Ucrania, en Leningrado, en Orel, en Stalingrado, lo más sobresaliente del período hay que buscarlo por otro lado, en el testamento artístico que rueda Eisenstein en los estudios asiáticos de Alma-Ata, trazando una apasionante y apasionada biografía del zar Iván el Terrible.

Eisenstein se halla en el apogeo de su madurez creadora cuando se dispone a abordar su Iván Grosni [Iván el Terrible] (1943-1945), que proyecta como una amplia trilogía. Para llevarla a cabo se rodea de un equipo de extraordinaria calidad: el operador Andréi Moskvin para los interiores y Eduard Tissé para los exteriores, Serguéi Prokófiev se encarga de la música y el gran actor Nikolái Cherkasov interpreta el papel principal. Ya hemos visto cómo Eisenstein ha ido abandonando la teoría del «tipo» y el drama épico y colectivo, al estilo de El acorazado Potemkin, para llegar a la exaltación del héroe individual en Aleksandr Nevski, aunque justo es reconocer que esta película se halla animada todavía por un intenso aliento coral. Sin embargo, Aleksandr Nevski está muy lejos de ser una película psicológica, como lo será en cambio, a pesar de constituir un amplio y profundo drama histórico, este estudio de los desgarradores conflictos que vivió Iván IV, gran duque de Moscovia, que ha pasado a la historia con el ingrato sobrenombre de Terrible.

Nikolái Cherkasov en Iván el Terrible (1943-1945) de Serguéi M. Eisenstein.

 

Eisenstein planteó el drama del zar como cristalización de las contradicciones de un hombre político del Renacimiento, creyente fiel y ortodoxo, pero que en su tarea de crear un Estado fuerte y moderno se ve obligado a enfrentarse con energía, no sólo con los enemigos exteriores del país sino con la disgregante nobleza y con la Iglesia rusa, que no quieren renunciar a sus privilegios feudales. La consecuencia de ello es que la imagen que ofrece Eisenstein de este zar torturado, preguntándose si el poder viene de Dios o viene del pueblo, tenga una humanísima y conmovedora dimensión hamletiana que agradará muy poco a Stalin.

No es casual, desde luego, que Eisenstein plantee en esta película el eterno conflicto entre la razón y el sentimiento, o entre el fin y los medios, que es precisamente el meollo ético de la dictadura de Stalin, con una situación agudizada por la durísima emergencia de la guerra. Pero como las verdades, aun siendo tan honradas y constructivas como en este caso, suelen escocer, después de recibir el Premio Stalin por su primera parte en enero de 1946, verá caer a los pocos meses una prohibición fulminante sobre la segunda y la cancelación del proyecto de la tercera, que pensaba rodar en color. Resulta sobremanera elocuente que Stalin repudiase esta justificación moral del zar terrible, porque quebraba la imagen monolítica y omniperfecta del hombre político del que quería ser reflejo histórico. Eisenstein se defenderá con argumentos harto convincentes. «Resulta difícil creer —escribirá— que un hombre cuyos actos no tenían precedentes en su época, no se detuviera nunca ante la elección de los medios y que jamás tuviera dudas sobre lo que debía hacer».

Pero sus razones no serán oídas y Eisenstein morirá, caído en desgracia, en la madrugada del 11 de febrero de 1948, mientras estaba escribiendo en su despacho un trabajo sobre el cine en color, sin haber visto reivindicada su obra. Habrá que aguardar a la primavera del «deshielo» para que, en 1958, se levante la prohibición y el público mundial pueda admirar la segunda parte de esta excepcional obra maestra decapitada.

En tantos años de amarguras y de silencio, el maestro ha cubierto un largo y apasionante itinerario creador. De la veraz simplicidad documental de El acorazado Potemkin al elaborado y sabio expresionismo de Iván el Terrible hay un recorrido que enlaza los dos polos extremos de la estilística cinematográfica. Alambicado, potente, barroco y genial, este impresionante fresco sobre el drama del hombre político señala una de las cúspides del arte cinematográfico. La primera parte es, todavía, una aproximación histórica y un primer contacto con el hombre y su drama, pero la segunda, abocada al corazón del conflicto psicológico-político, vibra con un frenesí expresivo y con una plástica atormentada (incluyendo una secuencia en color) que materializa el drama exasperado y el triunfo del zar, destrozando con sus mismas armas las sinuosas y traidoras intrigas de la corte: «El deseo de describir una figura majestuosa —ha escrito Eisenstein— nos ha conducido a unos medios majestuosos. El lenguaje se torna rítmico, los coros se mezclan con los diálogos. Todos nuestros esfuerzos tendían a mostrar la potencia del Estado ruso. Por eso los salones del palacio se agrandan más y más y los techos se hacen cada vez más altos». Soberbio espectáculo apuntalado en su famosa teoría del montaje audiovisual, derriba las fronteras que separan las artes tradicionales, la pintura, el teatro, la ópera, la arquitectura, para fundirlas magistralmente en un único medio de expresión, al que vemos por vez primera como el legítimo heredero, depositario y sintetizador de las artes milenarias. ¡Qué sabiduría monstruosa la de Eisenstein, que de golpe y porrazo nos hace descubrir, con ojos nuevos, las inmensas posibilidades de un cine que aún está por nacer!

Renunciando a la fácil apología, Eisenstein ha levantado un colosal monumento a la razón de Estado que, por su tremenda sinceridad y desgarradora veracidad, asusta e irrita a Stalin. Stalin podrá prohibirla, podrá enterrar la película en el más remoto e inasequible blockhaus de Siberia, pero el tiempo es el juez de la historia y será el tiempo quien, en este punto crucial, acabará por dar la razón al maestro y quitársela al dictador.

FRANCIA OCUPADA

Soslayando el dique de contención de la cacareada Línea Maginot, los alemanes han conseguido poner sus botas en el territorio francés y el 14 de junio de 1940 las cadenas de sus tanques harán temblar el firme de unos Campos Elíseos despoblados por el pánico y la angustia que oprime a la capital de Francia. Entre el verano de 1940 y el de 1944 el país vivirá la hora amarga de la ocupación alemana, ocupación no sólo militar y política, sino también cultural e intelectual, con los medios de información —prensa, radio y cine— controlados estrechamente por la Propagandasaffel. Este control no es simplemente restrictivo, sino que tiene como uno de sus objetivos la activa nazificación del país, invadiendo las pantallas con producciones de Alemania o de la Italia fascista y creando una importante productora, la Continental, que regida directamente por funcionarios nazis se convirtió en la primera del país.

Sin embargo, el espíritu patriótico de los franceses hará fracasar la implantación manu militari del cine alemán, desertando de las salas de proyección para frecuentar en cambio con asiduidad las que exhiben películas francesas, aunque la penuria del momento haga que su calidad tenga por lo general un nivel modesto.

Los grandes nombres del cine de anteguerra (Jean Renoir, René Clair, Julien Duvivier, Jean Gabin, Michèle Morgan) han buscado refugio temporal en los estudios americanos. Queda sólo Marcel Carné como representante del realismo poético de los años treinta. Pero ahora, con la dictadura cultural del doctor Diedrich, los temas realistas se han vuelto sospechosos y la presión de la severa censura forzará a la producción francesa a un brusco desvío hacia la «evasión», con temas intemporales y asuntos románticos, que eluden toda referencia a la grave situación actual. Esto explica que el Carné realista y populista reaparezca como narrador de la fantástica leyenda medieval Les Visiteurs du soir (1942), escrita por Jacques Prévert, aunque los amores contrariados del trovador Gilles (Alain Cuny) y de Ana (Marie Déa), a quienes el Diablo (Jules Berry) transforma al final en estatuas, bajo cuya piedra sus corazones continúan latiendo, quieran ser una hermética parábola sobre la resistencia del pueblo francés contra el invasor. Todo lo que tenían de romántico, y que no era poco, sus dramas naturalistas, aparece aquí quintaesenciado, en un castillo blanco y fantasmal, con su tema habitual del implacable Destino materializado finalmente bajo los rasgos de un diablo en carne y hueso.

La Edad Media de Les Visiteurs du soir es literaria y convencional, como lo será el París de mediados del XIX de Les enfants du Paradis (1943-1945), colosal tour de force de Carné, que en dos partes que totalizan más de tres horas de proyección reúne a los más prestigiosos actores del país: Jean-Louis Barrault, Arletty, Pierre Brasseur y María Casares, hija del ex ministro español Casares Quiroga, que se convertirá en una primerísima actriz francesa. Carné y Prévert han reconstruido un París literario, arrancado de las páginas de Victor Hugo, de Eugène Sue y de Balzac, cuyo pintoresquismo romántico (ferias, teatros ambulantes, baños turcos, conspiradores políticos, dramas de amor) se impone al espectador por la maestría de la realización y por la prodigiosa interpretación. Estamos ante una de las cotas más altas que ha alcanzado el llamado «cine literario» de todos los tiempos, síntesis del teatro, del melodrama y de la pantomima, que a través de un gran fresco costumbrista narra el eterno tema de Carné: el apasionado amor de Garance (Arletty) y del mimo Debureau (Jean-Louis Barrault), entorpecido por el destino, encarnado esta vez por Marcel Herrand. Y tejido en filigrana, Carné y Prévert desarrollan la contraposición de dos formas antagónicas de existencia, la del soñador e introvertido mimo Debureau y la del extrovertido actor Frederick Lemaître (Pierre Brasseur), rivales por el amor de Arletty.

A la vista de estas películas, a las que la mordaza nazi no ha conseguido asfixiar la vitalidad artística, se comprende la irritada reacción del doctor Goebbels, que en su diario anota (19 de mayo de 1942): «He dado instrucciones muy claras para que los franceses no produzcan más que films ligeros, vacíos y, si es posible, estúpidos». Pero Goebbels tiene todas las de perder en esta batalla cultural y lo más que conseguirá es constreñir los límites temáticos de la producción francesa, que en su forzado vuelo al romanticismo se torna exasperadamente literaria. Jean Cocteau fue el dialoguista de L’eternel retour (1943), transposición moderna de la vieja leyenda amorosa de Tristán e Isolda realizada por Jean Delannoy, y de Les dames du Bois de Boulogne (1945), del ascético Robert Bresson, que había debutado dos años antes con la película de inspiración religiosa Les anges du péché (1943), dialogada por Jean Giraudoux. Jean Anouilh, por su parte, se decide a abordar el cine adaptando su comedia Le voyageur sans bagages (1944). El peso literario del cine francés de estos años es, pues, impresionante. Excesivo, incluso. Pero no hay que perder de vista que la «literatura», entrecomillada y en lo que tiene de peyorativo, es decir, de artificioso y parlanchín, de retórico y falsamente ingenioso, ha tentado siempre al cine francés, pero ahora es una forma de evasión agravada por la presión de las circunstancias, una solución de emergencia, un recurso circunstancial.

Les dames du Bois de Boulogne (1945), de Robert Bresson.

 

Por eso resulta mucho más interesante la acusada personalidad de Henri-Georges Clouzot, que sorprende al público y a la crítica desde sus dos primeras películas, que rueda en este período para la Continental. No hay que olvidar que Clouzot ha llegado al cine pasando antes por el «teatro del horror» Grand Guignol. Su gusto por la sordidez, por las atmósferas opresivas, sus tendencias sádicas, su negro pesimismo, su visión cruel y torturada de los hombres se apuntarán ya en su primera película, de estirpe expresionista, El asesino vive en el 21 (L’assassin habite au 21, 1942), ingenioso suspense sobre un asesino ubicuo y escurridizo, que tras su misteriosa identidad esconde realmente a tres personas distintas, confabuladas para conseguir el crimen perfecto e impune. Los suspenses de Clouzot jamás son divertimientos gratuitos, sino portavoces de una tortuosa condición humana, pesimista, con un regusto nietzscheano en su visión del mundo más allá del Bien y del Mal. En Le corbeau (1943), que escandalizará a una parte de la crítica puntillosamente nacionalista, pondrá en boca de uno de sus personajes: «¿Dónde está la frontera del mal? ¿Sabe usted si se halla en el lado bueno o en el malo?» Preguntas que Clouzot deja sin respuesta en cada una de sus películas.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 113; Мы поможем в написании вашей работы!

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