DE STALINGRADO AL ZAR TERRIBLE 3 страница



El empleo sistemático de actores no profesionales ensancha y profundiza la vieja teoría eisensteniana del «tipo». Porque aquí los «tipos» no son meras pinceladas anecdóticas en un retablo colectivo, sino que soportan todo el peso de una larga y compleja acción dramática, con una eficacia y convicción que para sí quisieran muchos actores profesionales. La explosión neorrealista creará en Italia por estos años, entre las gentes humildes, el espejismo de fácil ascenso al estrellato cinematográfico, y sobre este tema candente basará Visconti su siguiente película, Bellísima (Bellisima, 1951), en donde Anna Magnani se consagra como actriz excepcional, en sus esfuerzos apasionados y vanos por convertir a su hijita en estrella de cine.

Junto a Rossellini y a Visconti, el tercer gigante del cine neorrealista es Vittorio De Sica, que ha trabajado como actor, en el teatro y en el cine, en papeles de galán elegante y de maneras suaves. En 1940 ha comenzado a dirigir comedias, cuya falsedad y convencionalismo no las distingue de las que están haciéndose por el país en estas fechas. Pero en 1943 se produce el quiebro de I bambini ci guardano, un drama familiar visto a través de los sensibles ojos de un niño, víctima inocente de las querellas de sus padres. I bambini ci guardano se alinea, junto a Ossessione y a Cuatro pasos por las nubes, en el preludio que anuncia el amanecer neorrealista. La colaboración que ha establecido De Sica con el guionista Cesare Zavattini se revelará de una gran fecundidad después de la Liberación. No hay que perder de vista que Zavattini es uno de los grandes teóricos y defensores del neorrealismo: «Cuando alguien —declarará públicamente—, sea el público, el Estado o la Iglesia, dice “basta de pobreza, basta de películas que reflejan la pobreza”, comete un delito moral. Es que se niega a comprender, a enterarse. Y al no querer enterarse, conscientemente o no, se sustrae a la realidad».

El cine de De Sica-Zavattini se diferenciará del de Rossellini y del de Visconti por su orientación sentimental y ternurista, apelando no a la indignación del espectador (como Rossellini), ni a su intelecto (como Visconti), sino a la compasión. Esta idea cristiana domina su gran trilogía iniciada en 1946, que recoge la soledad y el desamparo de los niños romanos en El limpiabotas (Sciuscià, corrupción italiana del americanismo shoeshine) y el drama de los adultos en Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), conmovedora historia del obrero Ricci, pegador de carteles, que durante el fin de semana busca desesperadamente por toda Roma la bicicleta que le han robado, por ser su imprescindible herramienta de trabajo, y al no hallarla se decide a robar una, siendo sorprendido al hacerlo. Este implacable documento social sobre la condición obrera en la Italia de posguerra cargó su acento en la soledad del protagonista, víctima de una feroz insolidaridad ante su angustioso problema y estuvo articulado sobre tres elementos: la bicicleta transformada en imprescindible herramienta de trabajo, la indiferencia del medio ambiente y la atroz soledad del protagonista, víctima del robo. Perspectiva subjetivista que reapareció en Umberto D (1951), drama de la soledad en la vejez, protagonizada por un funcionario jubilado que malvive de la pensión estatal sin más compañía que la de su perro. En esta película culminan las teorías zavattinianas sobre la «cotidianidad» del neorrealismo, que al postular «una lucha contra lo excepcional para captar la vida en el acto mismo en el cual vivimos, en su mayor cotidianeidad» había querido llevar al cine «los noventa minutos de la vida de un hombre durante los cuales no sucede nada». Pocas veces la gris monotonía de lo cotidiano se ha convertido en algo tan apasionante como en esta morosa incursión de De Sica, con ojo de entomólogo, en la existencia vacía de Umberto Domenico Ferrari. Su técnica de «tiempos muertos», despojada del sentimentalismo de De Sica, será reactualizada más tarde por Antonioni.

Ladrón de bicicletas (1948) de Vittorio De Sica.

 

Esta amarga trilogía sobre el drama de la Italia de posguerra se completó con la insólita farsa poética Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1950), cuya inspiración debe no poco a Chaplin y a Clair, y en la que los pobres habitantes de un bidonville milanés, expulsados de sus barracas por un feroz y grotesco plutócrata que quiere explotar el petróleo descubierto en su subsuelo, abandonan en masa este mundo cruel cabalgando sobre escobas voladoras, hacia un país en el que «buenos días» quiera decir realmente «buenos días». De Sica gastó todo su dinero ganado con Ladrón de bicicletas para producir esta poética fábula de ambiguo y discutido desenlace. Al preguntarle un malintencionado periodista si los humildes emprendían su vuelo hacia el Este o hacia el Oeste, De Sica le respondió que eso no era lo que importaba, sino el hecho de que volasen todos juntos.

Pero como el idealismo no hace buenas migas con el dinero, De Sica se verá obligado a reanudar su carrera de actor, apareciendo en personajes caricaturescos de innumerables comedietas que le permitirán reponer su bolsillo de las pérdidas producidas a causa de su noble entrega al arte cinematográfico.

Milagro en Milán (1950) de Vittorio De Sica.

 

Sin embargo, la vitalidad y expansividad del nuevo cine italiano se revela con el nutrido pelotón de realizadores que, siguiendo los pasos de Rossellini, Visconti y De Sica, dan cohesión y envergadura al fecundo movimiento neorrealista, cuya diversidad de matices se aglutina no obstante en la común voluntad de dar un testimonio veraz y sin afeites ni adornos de la realidad italiana de estos años, de la Italia del desempleo, del mercado negro y la prostitución. Luigi Zampa evoca los días de la guerra y del fascismo en Vivir en paz (Vivere in pace, 1946), en donde expuso con humor y dramatismo las incidencias promovidas por la presencia de dos soldados fugitivos americanos en un pueblecito ocupado por los alemanes, y en Anni difficili (1948); sobre el tema de la Resistencia Carlo Lizzani realiza, en régimen de producción cooperativa, Achtung banditi! (1951), mientras Pietro Germi describe el éxodo colectivo de un pueblo minero que abandona Sicilia para buscar trabajo en Francia, en El camino de la esperanza (Il cammino della speranza, 1950), que tuvo presente la lección de La terra trema.

También quienes habían puesto sus cámaras al servicio del fascismo, como Blasetti, o habían practicado la afiligranada evasión del caligrafismo como Lattuada, se incorporarían al impetuoso torrente neorrealista. Alberto Lattuada, hijo del compositor Felice Lattuada, arquitecto, hombre de sólida formación cultural (había sido uno de los fundadores de la Cineteca Italiana), lo hace con cierto acento melodramático en Il bandito (1946) y alcanza sus más altos registros en Sin piedad (Senza pietà, 1947), crónica de los trágicos amores de una prostituta italiana y de un soldado americano negro, y en Il mulino del Po (1949), que al describir las luchas sociales en el campo de Ferrara a finales del siglo es el primer intento de aplicar las técnicas y el espíritu neorrealista a un tema no contemporáneo, tomado aquí de una novela de Ricardo Bacchelli. La acusada personalidad de Lattuada aflora a través del prestigio formal de sus imágenes, delatando sus anteriores actividades de fotógrafo. Es, además, quien primero se atreve a introducir un aliento erótico en la escuela, gracias a la admirable Carla de Poggio (esposa del realizador) de Sin piedad. Es también quien primero intenta una síntesis formal entre el neorrealismo y el estilo expresionista, especialmente visible en la adaptación del cuento de Gogol El alcalde, el escribano y su abrigo (Il capotto, 1952), en clave grotesca, hibridismo estético prefigurado ya en su obra anterior (ambientes turbios, efectos de luz, encuadres enfáticos) y que aquí utiliza para describir con reminiscencias kafkianas las vicisitudes de una víctima del aparato burocrático.

Otra personalidad notable es la del combativo crítico Giuseppe De Santis, que después de haber colaborado con Visconti, Rossellini y Aldo Vergano debuta en la realización con Caccia tragica (1947), vibrante retablo épico de las luchas de las cooperativas campesinas contra los manejos de los grandes propietarios rurales. Cineasta coral, barroco, exuberante, que aprovecha la gran tradición melodramática italiana (como hará más tarde Visconti) en su tarea por crear un cine popular que llegue a las grandes masas, marcha a los arrozales del Po para dar testimonio de la penosa situación de las campesinas que allí trabajan en Arroz amargo (Riso amaro, 1948), un film duro y sensual, que impone el nombre de la actriz Silvana Mangano como la primera gran estrella popular del cine italiano de posguerra. Sabia síntesis del cine-documento con juego escénico colectivo, del melodrama y del barroquismo formal, el cine de este militante marxista es uno de los más valiosos intentos de buscar la adhesión popular hacia el neorrealismo que es, en principio, un cine de minorías, aunque se trate de la «inmensa minoría» de los espectadores exigentes de todo el mundo. Por eso pueden perdonársele los excesos melodramáticos de Non c’e pace tra gli ulivi (1950), cinta que precede a Roma, ore 11 (1952), tal vez su mejor película, que arranca de la crónica de sucesos un hecho verídico: la catástrofe ocasionada al ceder la escalera de una casa, en la que se apiñaban doscientas muchachas que acudían en respuesta a un anuncio solicitando una dactilógrafa. Un hecho real, un testimonio de la condición social de la mujer, una denuncia del problema del desempleo a través de un dramático suceso periodístico.

El neorrealismo ha producido un tremendo impacto en el cine mundial y pronto veremos brotar sus consecuencias en Japón, México, España, Grecia… Es un nuevo camino que se ofrece, pleno de posibilidades, a los países cinematográficamente pobres. Es un cine que puede hacerse sin estudios, sin actores, sin grandes presupuestos, sin todo aquello que se interpone entre las cámaras y la realidad para falsearla y mixtificarla. Y aunque el neorrealismo no haya sido una escuela popular, en el sentido de la adhesión de los grandes públicos, impondrá la autenticidad de sus imágenes contribuyendo a crear en el público una mayor exigencia en la veracidad formal del grueso de la producción, del cine que se hace en los estudios y que no tardará en adoptar muchas de las técnicas veristas del neorrealismo, aunque con finalidades bien distintas. Después del neorrealismo se produce un súbito envejecimiento del claustrofóbico «cine de estudio» de los años treinta y se generaliza la práctica del rodaje en exteriores e interiores naturales. Con el neorrealismo ha ocurrido lo mismo que con Picasso en la historia de la pintura. Después de Picasso ya no puede pintarse como se hacía hasta entonces.

Sin embargo, el neorrealismo tiene muchos enemigos que le amenazan. En 1948 la Democracia Cristiana se instala en el poder en Italia, cancelando la era posbélica del romanticismo antifascista militante. En los primeros meses del año siguiente, mientras se prepara la nueva ordenación jurídica del cine italiano, hay un solo film en rodaje en toda Italia. Los cineastas italianos organizan actos de protesta, declaraciones colectivas y manifestaciones. Andreotti descubre en el Parlamento las intenciones del gobierno: «Extender el Plan Marshall al sector del cine, conciliando, sobre la base del arrendamiento de la cinematografía italiana, los intereses de los exportadores americanos con los de algunos, si no todos, los productores italianos». En efecto, los colonos norteamericanos contemplan con recelo el vertiginoso ascenso del cine italiano y sus presiones se ejercen a través de la coacción de la ayuda económica. Está además la cuestión del «prestigio exterior». El neorrealismo da una imagen triste, dolorosa y miserable de Italia, y el gobierno, pasado el entusiasmo de la revolución antifascista, comienza a fruncir el ceño ante el efecto que puedan causar estos implacables documentos sociales en el extranjero. En consecuencia, mientras la censura se refuerza, se idean sistemas de protección económica a la producción que, de hecho, presionan, mediante una ayuda discriminada, para imprimir un viraje en redondo a aquel cine «miserabilista».

Sin embargo, el prestigio internacional del cine italiano ha permitido consolidar su potencia industrial y comienzan a aparecer grandes productoras, como la Ponti-De Laurentiis (1950), e Italia no tardará en ser la depositaria de las más famosas estrellas del cine europeo: Gina Lollobrigida, Sofia Loren, Vittorio De Sica, Alberto Sordi. Los condicionamientos políticos explican también la aparición de la comedieta neorrealista, subproducto de la escuela que aprovecha sus elementos formales (escenarios naturales, ambientes populares, etc.) para cantar la alegría de vivir de este pueblo meridional. Un antiguo «caligrafista», Renato Castellani, es quien abre la vía a la comedia neorrealista (o «neorrealismo rosa», como algunos le han llamado) con E primavera (1949) y Due soldi di speranza (1951), cuyo éxito desencadenará una avalancha de títulos, en los que la primitiva lozanía se irá marchitando a pasos agigantados: Nápoles millonaria (Napoli milionaria, 1951) de Eduardo De Filippo, Guardias y ladrones (Guardie e ladri, 1951) de Steno y Monicelli, con Totó y Aldo Fabrizi como protagonistas, y Pan, amor y fantasía (Pane, amore e fantasia, 1953) de Luigi Comencini, que impone a Gina Lollobrigida, con su provocativo erotismo campesino, como estrella internacional.

En este momento crítico de transición inician su obra dos grandes realizadores que representan ya la fase posneorrealista. Es sintomático que Michelangelo Antonioni desplace, en su primer largometraje, Cronaca di un amore (1950), los temas proletarios típicos del neorrealismo hacia el atento examen crítico y psicológico de la burguesía industrial de Milán a través de la historia de un adulterio con implicaciones criminales, que habla bien a las claras de la admiración de Antonioni por el naturalismo negro francés, admiración que le había llevado durante la guerra a Francia (como hizo antes Visconti) para trabajar de ayudante de Marcel Carné. Antonioni será uno de los gigantes del cine posneorrealista, en una Italia que abandona el cine proletario, entre otras razones porque el país va resolviendo sus más acuciantes problemas sociales heredados de la guerra, para encaminarse a grandes zancadas hacia lo que se llamará el «milagro económico».

También Federico Fellini (que ha trabajado como caricaturista y ha intervenido como guionista en películas tan importantes como Roma, ciudad abierta, Paisà, Europa 51, Sin piedad e Il mulino del Po) será otro de los «grandes» del nuevo cine italiano. Resulta difícil presagiarlo con su debut en Luci del varietà (1950), incursión en el engañoso mundo de oropel del music hall, en colaboración con Lattuada, y El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952), sobre una joven provinciana enamorada de un héroe de fotonovela, al que se empeña en conocer durante su viaje de bodas a Roma. Sin embargo, apunta ya aquí su sentido del espectáculo extravagante y su gusto por la caricatura histriónica, que serán características de su obra ulterior.

El cine italiano, cumplido ya el fecundo pero irreversible capítulo neorrealista, anda tanteando nuevos caminos y buscando nuevos horizontes expresivos. Al iniciarse la década de los años cincuenta el cine italiano está prestigiado universalmente y considerado como el más avanzado del mundo. Se comentan y admiran las películas italianas como se hizo antes con el expresionismo alemán, la escuela rusa o el cine vanguardista francés. Están además los excelentes documentales de arte de Luciano Emmer y Enrico Gras, género que cultivan desde 1941 y a quienes corresponde la legítima paternidad. El ojo analítico de su cámara ha dado nueva vida a los protagonistas inmóviles de la gran pintura renacentista, gracias al dinamismo del montaje, a los movimientos de la tomavistas y a la música. Los documentales de arte de Emmer y Gras nos han enseñado a contemplar las obras de arte con unos ojos nuevos, al igual que los neorrealistas nos han revelado una nueva forma de observar la realidad, en sus aspectos más auténticos, como un documento vivo, documento novelado si se quiere, pero que nos ayuda a comprender mejor la condición humana como fruto de su convivencia, solidaria o insolidaria, con sus semejantes.

 LOS AÑOS TORMENTOSOS DE HOLLYWOOD

Inversamente a lo que ocurrió en Europa, la guerra supuso para los Estados Unidos un período de gran prosperidad económica. En las factorías de Detroit, en las minas de Arizona, en los pozos petrolíferos de Texas y en las granjas de Oklahoma se trabaja a pleno rendimiento. No existía desempleo en el país y las perspectivas futuras eran todavía más halagüeñas. Con una Europa destrozada y un Japón avasallado, los Estados Unidos se habían convertido indiscutiblemente en la primera potencia económica —productora y exportadora— del mundo. El suelo americano no había conocido los raids aéreos y su gigantesca capacidad industrial intacta iniciaba la conquista de nuevos mercados.

En la industria cinematográfica la situación era también óptima. La producción pasó de 358 películas en 1945 a 425 en 1946, año en que la box-office registró la marca de 4.680 millones de entradas vendidas, la cifra más alta conseguida desde 1930. Pero el clima de bienestar que se respiraba en las laderas de Beverly Hills, parangonable al de los «felices veinte», no tardaría en enrarecerse hasta sembrar el pánico entre la alegre y confiada colonia cinematográfica de Hollywood. El primer contratiempo vino de Washington, nada menos que del Departamento de Justicia.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 110; Мы поможем в написании вашей работы!

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