EL CINE AMERICANO VA AL FRENTE



La catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, que arrojaría un pavoroso saldo de veinticinco millones de cadáveres entre ambos bandos, abrió un brusco paréntesis en la normal evolución económica y cultural de los pueblos. La economía de paz se transformó precipitadamente en economía de guerra, en una vasta movilización industrial destinada a postergar las máquinas de coser y los automóviles en beneficio de las ametralladoras y de los tanques. El ataque de la aviación japonesa al poético Puerto de las Perlas, en diciembre de 1941, sería el detonante que pondría en marcha la gran maquinaria militar de la mayor potencia del globo. La industria del cine se sumó inmediatamente a la contienda y mientras las estrellas norteamericanas anuncian su decisión de no comprar medias de seda como protesta contra el Japón, los estudios de Hollywood dan un giro a su cine de acción y violencia, transformando a sus sórdidos gángsters en heroicos soldados, que con la sonrisa en los labios se baten gallardamente en las islas del Pacífico, defendiendo a su patria y a la bandera estrellada que la representa.

Pero poco antes de que el chispazo bélico prendiese en la nación, un joven de Kenosha (Wisconsin) llamado George Orson Welles, brillante actor y director teatral considerado como el sucesor americano de Max Reinhardt, había conseguido, a sus veintitrés años, provocar un pánico a escala nacional con su emisión radiofónica de La guerra de los mundos, de H. G. Wells, radiada a través de los micrófonos de la CBS, en la noche del 30 de octubre de 1938. A la mañana siguiente, el joven Welles se despertó famoso, con su nombre aureolado por una publicidad escandalosa, notoriedad que no había conseguido a lo largo de su fecunda y precocísima labor escénica en el Phoenix Theatre, el Federal Theatre y el Mercury Theatre, en donde destacó especialmente por sus interpretaciones shakespearianas. La RKO puso sus ojos en aquel niño prodigio y le ofreció un contrato sin precedentes en la industria cinematográfica, como director, actor, guionista y productor, estipulando una retribución del 25% de los beneficios brutos de cada film que hiciese y cobrando un anticipo de 150.000 dólares al firmar el acuerdo.

Sin ninguna experiencia cinematográfica previa arribó Welles en 1939 a un Hollywood escéptico y hostil, que se burla de su barba, dejada crecer para interpretar y dirigir una adaptación de Heart of Darkness, de Joseph Conrad, que proyectaba rodar íntegramente con cámara subjetiva, como haría luego Robert Montgomery en La dama del lago (Lady in the Lake, 1946). Pero el proyecto no llegó a buen puerto, de modo que hasta 1940 no pudo empezar a rodar su primera película, Ciudadano Kane (Citizen Kane), que le prestigiaría como uno de los mayores creadores de toda la historia del cine.

Como ha ocurrido con muchas grandes películas, la historia de Ciudadano Kane fue bastante accidentada. Welles tomó como modelo para su protagonista al multimillonario y magnate de la prensa William Randolph Hearst, que en la película se transformó en Charles Foster Kane, interpretado por el propio Welles. Hearst trató por todos los medios de impedir que la película fuese exhibida y, aunque no lo consiguió, sus poderosas cadenas informativas boicotearon la película, que tuvo una fría acogida en su estreno y no comenzó a ser justamente valorada hasta su presentación en Europa después de la guerra.

Por su complejidad técnica y narrativa, Ciudadano Kane se nos aparece hoy como la Intolerancia del cine sonoro: en su fabulosa mansión de Xanadú fallece el multimillonario y magnate de la prensa Charles Foster Kane (Orson Welles), pronunciando una palabra de significado enigmático: Rosebud. Al preparar los artículos y noticiarios en su recuerdo, el periodista Thompson (William Alland) recibe el encargo de averiguar lo que aquella palabra significa y comienza a ahondar en la historia y en la vida privada de Kane, primero a través de la lectura de las memorias de Thatcher (George Coulouris), a cuyo cuidado estuvo en su infancia, y luego, cada vez más profundamente, interrogando a sus amigos y personas que tuvieron estrecho contacto con él: Bernstein (Everett Sloane), su más antiguo empleado, Leland (Joseph Cotten), que fue su mejor amigo, su segunda esposa Susan (Dorothy Comingore), cantante frustrada a pesar de los esfuerzos de su esposo, y su mayordomo (Paul Stewart). Sin embargo, a través de estos fragmentos desordenados que conjuntados componen un retrato apasionante del magnate, no logra desvelar el misterio de Rosebud. Cuando Thompson decide abandonar la suntuosa mansión de Kane, un empleado que está arrojando trastos viejos al fuego echa un trineo de juguete (con el que el pequeño Kane jugaba cuando fue arrancado del hogar de sus padres) y la cámara se acerca hasta mostrar, en primer plano, la inscripción Rosebud, símbolo de una infancia perdida y de una felicidad que jamás llegó a disfrutar a pesar de su inmenso poder.

Ciudadano Kane (1941) de Orson Welles.

 

Narración acronológica al estilo de las novelas de Faulkner, que con su aparente desorden narrativo incorpora por vez primera al cine la relatividad temporal de Bergson, esta obra maestra del precocísimo Welles era riquísima en significaciones, tanto de orden psicológico, como social y moral: constituía, por una parte, un excelente análisis histórico y psicológico de la formación de un poderoso plutócrata en una sociedad supercapitalista, con su egoísmo feroz, sus debilidades, sus frustraciones íntimas y sus paradojas. («Creo que hay que dar a todo el mundo sus mejores argumentos de defensa —ha declarado Welles—, incluyendo aquellas personas con las que estoy en desacuerdo en la historia. A éstos también les doy los mejores argumentos de defensa que puedo imaginar. Les ofrezco la misma oportunidad de hablar que si fuesen a mis ojos personajes simpáticos. Esto es lo que produce un efecto de ambigüedad: el ser muy caballeroso con los personajes cuyos comportamientos no apruebo. Lo que sucede es que los personajes son ambiguos, pero el significado de la obra no lo es»).

Pero Ciudadano Kane era al mismo tiempo un excelente testimonio sobre la evolución histórica del periodismo en los Estados Unidos y sobre el problema del monopolio de la prensa; se trataba, además, de un inteligentísimo estudio sobre el subjetivismo humano en el conocimiento y apreciación de la verdad, a través de la parcialidad de los diferentes relatos sobre Kane, teñidos siempre de un subjetivismo deformador. Y, en última instancia, era una constatación de la imposibilidad de conocimiento absoluto acerca de la personalidad real e íntima de otro semejante, idea resumida en el rótulo «Prohibido el paso» que abre y cierra la película.

Este apasionante buceo por los laberintos de la condición humana estuvo expuesto en un lenguaje brillantísimo, original y barroco, con una potencia expresiva que aprovechaba la lección expresionista que Welles había aprendido por vía teatral y su dominio del universo sonoro adquirido en su etapa radiofónica. Especialmente notable fue su utilización sistemática de la profundidad de campo, conseguida por su excepcional operador Gregg Toland, que se sirvió de objetivos de 24 milímetros, empleando la sensible película Kodak Super XX y la iluminación de arco voltaico en los interiores. Merced a estos objetivos, que permitían una puesta en escena de exagerada profundidad, con personajes en primerísimo término y otros en el fondo de la escena, se obtenía también una cierta distorsión de las imágenes, que se acentuaba con otro recurso expresionista: la continua utilización de ángulos de cámara insólitos y enfáticos, en la tradición inaugurada por Jean Epstein con sus films vanguardistas desde 1922. El empleo de estos objetivos y de los ángulos bajos obligó a Welles a introducir techos en los decorados contra la práctica habitual.

Todo esto no es absolutamente nuevo. Ya hemos visto que la profundidad de campo se había utilizado en el cine mudo (Lumière, Delluc, Stroheim) y, perdida al advenimiento del sonoro por la mayor cadencia de las imágenes (lo que representó pasar de una exposición de 1/30.o a 1/50.o de segundo por fotograma) y por el empleo de las más lentas emulsiones pancromáticas, fue reintroducida por Renoir, por Ford y por Wyler. Pero en Welles hay una explotación sistemática de éste y de otros recursos hasta entonces utilizados con timidez, como el procedimiento del flash-back, el montaje corto, el encadenado sonoro o los movimientos de grúa. Su estilo brillante, nervioso y efectista fue, en suma, una síntesis magistral de dos aportaciones técnicas en apariencia antagónicas: el montaje-choque de Eisenstein y el plano-secuencia con profundidad de campo de Renoir y de Wyler. Añádase a esto la «cámara desencadenada» de Murnau, consecuencia lógica del espacialismo de su puesta en escena, y se obtendrá la complejidad estilística de este enfant terrible, Méliès del cine sonoro, cuya obra es un perpetuo reto a las posibilidades expresivas del cine y un desafío a la limitación y rutina de sus técnicos.

Al tour de force genial de Ciudadano Kane, que fue un fracaso comercial, hizo suceder Orson Welles su adaptación de la novela de Booth Tarkington El cuarto mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942), salto atrás en la historia para mostrar el orgullo de la vieja aristocracia terrateniente de finales del siglo XIX, que no acepta mezclar su sangre con la nueva burguesía industrial, representada por un fabricante de automóviles (Joseph Cotten). Este retablo balzaquiano, cuyo montaje final fue modificado por la RKO, sin la autorización de su autor, es también, como Ciudadano Kane, un retrato de la verdadera América, un documento sobre la decadencia de las grandes familias sudistas a través de varias décadas, una denuncia del orgullo de clase del aristócrata George Minafer (Tim Holt), que no quiere aceptar como padrastro a un vulgar fabricante de automóviles del Norte. Un fabricante de automóviles que, en definitiva, es el germen de la futura aristocracia, de la clase dominante del porvenir, de la plutocracia que Welles procesó en su Ciudadano Kane. Su lenguaje virtuoso y su refinado barroquismo gráfico le permiten utilizar con maestría el plano-secuencia, sin que le asuste aguantar la cámara inmóvil hasta cuatro minutos, como hace durante una conversación entre George Minafer y la tía Fanny.

Pero el talento de Welles es demasiado impetuoso e independiente para ser admitido por Hollywood. Los conflictos que se han iniciado con El cuarto mandamiento, que fue otro fracaso económico, se agudizaron con los trabajos truncados de It’s All True (1942), rodado en América Latina y que quedó inconcluso, y Estambul (Journey Into Fear, 1942), que concluyó Norman Foster. Ante tanta incomprensión y dificultades, a Welles no le quedará más remedio que abandonar Hollywood, como hizo Stroheim y como hará Chaplin más tarde, iniciando su exilio tras el rodaje en América, en menos de cuatro semanas, de un Macbeth (1948) expresionista, que inauguró su ciclo shakesperiano, proseguido con un barroco y potente Otelo (Othello, 1951), rodado en Marruecos e Italia, y con Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, 1966), realizada en España.

La revelación del volcánico temperamento de Welles es una nota excepcional en el mediocre panorama artístico de los años de guerra, con los estudios de Hollywood transformados en arsenales destinados a la producción de propaganda bélica de emergencia, ofensiva o defensiva, y con sus nombres más famosos acaparados por las fuerzas armadas. En efecto, Frank Capra, con el grado de coronel, trabaja para el War Department y supervisa la importante serie documental Why We Fight (1942-1945), en la que colaboran Joris Ivens y Anatole Litvak (convertido en teniente coronel). John Ford es movilizado y con el grado de comandante pasa a dirigir la producción cinematográfica de la U. S. Navy, mientras el mayor William Wyler se encarga de las fuerzas aéreas. Los «tres grandes» de Hollywood se han convertido en soldados de la retaguardia y a través de sus documentales explican al país las razones de la lucha y los métodos estratégicos que conducirán a la victoria final.

El grueso de la producción de Hollywood camina sobre los mismos pasos, aunque su propaganda se articule con historias de ficción, como ese himno dedicado a la combatividad inglesa que es La señora Miniver (Mrs. Miniver, 1942), que William Wyler realiza para compensar los sentimientos antibritánicos nacidos en el país tras la caída de Tobruk. Toda la potencia de Hollywod se pone al servicio de la lucha, glorificando a sus soldados y hasta intentando tranquilizar a los pacifistas y objetores de conciencia, como hace ese experto en el cine de violencia que es Howard Hawks en El sargento York (Sergeant York, 1941), basado en la biografía de Alvin C. York, héroe de la Primera Guerra Mundial. Entre los títulos más aceptables de este capítulo bélico, teñido casi siempre por una facilona patriotería, se recordarán Destino Tokio (Destination Tokyo, 1943) de Delmer Daves, Air Force (1943) de Howard Hawks, Guadalcanal (Guadalcanal Diary, 1943) de Lewis Seiler, Objetivo Birmania (Objetive Burma, 1945) de Raoul Walsh y Treinta segundos sobre Tokio (Thirty Seconds Over Tokyo, 1945) de Mervyn Le Roy. Cuando la guerra tocaba a su fin y ya no era necesario exaltar y dar un ropaje heroico a la ferocidad combativa, William Wellman procedió a humanizar el género con una nueva dimensión sentimental en También somos seres humanos (Story of G. I. Joe, 1945), camino rentable que prosiguió con Fuego en la nieve (Battleground, 1950).

En la guerra, el espionaje y la Resistencia servirán de pretextos para películas de intriga y de aventuras, como es el caso de Casablanca (Casablanca, 1943) de Michael Curtiz, de Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943) de Billy Wilder o de Sangre sobre el sol (Blood on the Sun, 1945) de Frank Lloyd. El propio Hitchcock, instalado en 1940 en Hollywood, saca provecho de la situación política para realizar sus films de intriga Enviado especial (Foreign Correspondent, 1940), destinado a arrancar a los Estados Unidos de su aislacionismo, Sabotaje (Saboteur, 1942), Náufragos (Lifeboat, 1944), que transcurre casi íntegramente en una lancha salvavidas, y Encadenados (Notorious, 1946), con el drama de Ingrid Bergman envenenada por su marido, espía atómico nazi (Claude Rains), y que con el pretexto de desenmascarar a una banda nazi que opera en el Brasil, vivió con Cary Grant las mejores escenas de amor de la carrera de Hitchcock, en una nueva variante del conflicto entre el amor y el deber.

Como puede verse, cualquier pretexto es bueno para que Hitchcock componga sus angustiosos suspenses, disfrazados siempre con ropajes ambiciosos, con la apariencia de un conflicto psicológico, una crisis de conciencia o un problema moral. El astuto Hitchcock comienza a aprovechar las enseñanzas técnicas de Orson Welles en La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943) —que ha considerado, y con razón, su mejor película— sobre un atractivo y en apariencia bondadoso criminal (Joseph Cotten), emparentado con los «héroes demoníacos» de Graham Greene, especializado en el asesinato de viudas y que acaba siendo desenmascarado por su sobrina (Teresa Wright). Con Recuerda… (Spellbound, 1945), sobre la redención de un trauma de infancia y de un complejo de culpabilidad, Hitchcock decubre el rentable filón del psicoanálisis —temática tratada ya veinte años antes por Pabstincluyendo una secuencia onírica concebida por Salvador Dalí y que anuncia el torrente de freudismo barato que el Hollywood ilustrado pondrá en marcha durante la posguerra.

Pero los años de guerra son también años de meditación y la presión de la activa e influyente minoría católica sobre Hollywood cristaliza en la aparición de numerosos films considerados «edificantes», tales como ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941) de John Ford, visión sensiblera y paternalista de los problemas de los mineros del País de Gales hacia 1890, La canción de Bernadette (The Song of Bernadette, 1943) de Henry King, Las llaves del Reino (Keys of the Kingdom, 1944) de J. M. Stahl y adaptando una popular novela de A. J. Cronin, Siguiendo mi camino (Going My Way, 1944) y Las campanas de Santa María (The Bells of St. Mary’s, 1945), ambas de Leo McCarey, con el cantor Bing Crosby como protagonista en el papel de sacerdote.

Apenas nada más puede señalarse en el Hollywood de la era bélica, que cierra el período de esplendor de sus grandes realizadores (Wyler, Ford, Capra), de quienes tomarán el relevo hombres de una nueva generación: Preston Sturges, que parecía destinado a heredar el puesto de Capra, John Huston, George Stevens, Edward Dmytryk, Delmes Daves. También la desenfrenada comicidad de los hermanos Marx comienza a extinguirse por estos años, sin que las bufonadas de Bob Hope ni las de la pareja Bud Abbott-Lou Costello consigan llenar su hueco. Quedan los extranjeros, como Ernst Lubitsch y Fritz Lang, que aportan a la causa antinazi Ser o no ser (To Be or Not to Be, 1942) el primero y Hangmen Also Die (1943), con guión de Bertolt Brecht, el segundo. Entre los recién llegados hay un nutrido contingente de refugiados franceses, que han puesto pies en polvorosa ante la invasión alemana: René Clair, Jean Renoir, Julien Duvivier, Jean Gabin, Michèle Morgan.

Ser o no ser (1942) de Ernst Lubitsch.

 

René Clair pasó del hibridismo francobritánico al francoamericano con Me casé con una bruja (I Married a Witch, 1942), que demostró la persistencia de los temas mágicos y sobrenaturales en su comicidad y lanzó a la estrella Veronica Lake y su célebre melena sobre el rostro, imitada por todas las mujeres americanas hasta que el Departamento de Defensa le rogó que cambiase de peinado, debido a los errores y accidentes provocados por las obreras que seguían aquella moda en las fábricas de armamentos. En Sucedió mañana (It Happened Tomorrow, 1943) Clair expuso la disparatada aventura de un periodista que tenía la prodigiosa facultad de poder leer el diario del día siguiente, hasta que descubre, horrorizado, la noticia de su propia muerte. Afortunadamente, se trataba de un «gazapo» periodístico.

Tampoco la obra americana de Jean Renoir brilló a gran altura, aunque The Southerner (1945), sobre la miseria de los trabajadores agrícolas del Sur de la Unión, fue juzgada demasiado avanzada y prohibida su exhibición en varios estados sureños. Sus Memorias de una doncella (The Diary of a Chambermaid, 1946), según Octave Mirbeau, y que fue rodada en un pueblecito francés del siglo XIX reconstruido en los estudios de California, resistirá mal la comparación con la versión que Luis Buñuel realizará en 1963.

Julien Duvivier no saldrá mucho mejor parado de este exilio artístico americano, enfrentado con nuevos métodos de producción y sometido a la tiranía de los grandes productores que, deslumbrados por el éxito comercial que obtuvo su romántico film de episodios Carnet de baile (Un carnet de bal, 1937), fuerzan al director a copiarse a sí mismo con los recuerdos de una mujer en Lydia (Lydia, 1941), o los episodios a que da lugar la azarosa historia de un frac en Seis destinos (Tales of Manhattan, 1942) y que concluye sus días como espantapájaros en el campo de un granjero negro.

El balance de estos años de depresión histórica, de la guerra más devastadora que ha conocido la humanidad, es también negativo para el arte del cine. No hay que olvidar que el arte es un espejo de la sociedad en que nace. Y el horizonte de estos años no puede ser más triste y desolador. Tan sólo se salva del mediocre panorama general el genio excepcional de Orson Welles, revelado en las vísperas del ataque nipón a Pearl Harbour, pero amordazado después de 1942 por la metalizada capital del cine, que no alcanza a imaginar los días borrascosos que se avecinan con el final de las hostilidades.

INGLATERRA BAJO LOS «BLITZ»

La Inglaterra machacada por los bombardeos nazis movilizó su cine al servicio de la contienda, sacando un buen provecho de su experiencia y excelente tradición documental. Alberto Cavalcanti sucedió a Grierson, a la sazón en el Canadá, en la dirección del movimiento documental inglés, que se mostró especialmente activo en estos años, con su temática solicitada por la defensa pasiva, el mantenimiento de la moral de la población y la esperanza en la victoria final, que formando una V con sus dedos y con optimista sonrisa en los labios anuncia sir Winston Churchill a la nación.

Humphrey Jennings, que procede del surrealismo, será la más notable revelación del documental inglés en los años de la guerra. Su Listen to Britain (1941), en colaboración con Stewart McAllister, es, además de un retablo de la vida civil durante las hostilidades, un documental experimental que trata de demostrar y rehabilitar las posibilidades creadoras de la banda sonora. Su título (Escuchen a la Gran Bretaña) es significativo y exacto, porque lo que nos propone Jennings en realidad es un concierto de los ruidos de un país en pie de guerra. Este lujo, porque los experimentos son un lujo en esa larga noche poblada por las alas de los Stukas, no se lo permite ya en Fires Were Started (1943), sobre la lucha contra los incendios durante los grandes bombardeos nocturnos de Londres. Su obra más conmovedora fue, sin embargo, A Diary for Timothy (1945), carta dirigida al bebé Timoteo que nace en el momento de la liberación de París. Los últimos párrafos de esta carta eran de una lucidez estremecedora: «Te he mostrado, Timoteo, el fin de una guerra. Pero ¿no nos tocará vivir ahora, como después de la otra guerra, la crisis, el desempleo, la carrera de armamentos y de una cadena de acontecimientos idénticos que conducirán a una nueva carnicería?»

Los films of facts, utilizando abundante material documental de archivo, gráficos explicativos y entrevistas ante las cámaras, fueron una especialidad del documentalista Paul Rotha, que realizó para el Ministerio de Infomación World of Plenty (1943), excelente exposición didáctica sobre el problema de la alimentación, con un examen de las privaciones a que obliga la guerra y proponiendo una más justa distribución alimentaria en el mundo para cuando finalice.

El rigor documental impregna también las películas británicas de ficción con tema bélico (a diferencia de lo que ocurre con las norteamericanas), hasta el punto de que a veces resulta difícil rastrear la frontera entre el documento y la reconstrucción. Éste es el caso de las películas navales Sangre, sudor y lágrimas (In Which We Serve, 1942), del comediógrafo de moda Noël Coward y de David Lean, convertido en el film oficial de la resistencia británica, y de San Demetrio London (San Demetrio London, 1943) de Charles Frend, que llevaba a la pantalla la historia real de este petrolero, torpedeado e incendiado por los alemanes, que era abandonado en el Atlántico y recuperado más tarde por su misma tripulación. También Carol Reed, nombrado director de la Army Kinematograph Service, realizó en The Way Ahead (1944) un excelente retablo de la Inglaterra en armas y con material del frente efectuó el montaje de The True Glory (1944), en colaboración con Garson Kanin. Pero la elogiable probidad documentalista de los ingleses tuvo, según se ha sabido más tarde, algunos (excusables) deslices. Tal fue el caso de un célebre paso de baile de Hitler, en un vagón ferroviario en Compiègne cuando la capitulación de Francia, que difundieron profusamente los documentales aliados y que en realidad fue «fabricado» por John Grierson, inmovilizando algunos fotogramas en el momento en que el Führer tenía levantada su pierna derecha.

Los industriales del cine saben que en esta hora de angustia la población necesita el sedante de la evasión, válvula de escape para sus nervios erizados, y Alexander Korda propone al sufrido pueblo británico un fantástico viaje a Oriente en El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1939-1940), superproducción en Technicolor que firman Zoltan Korda, Ludwig Berger y Michael Powell. Sin embargo, los mayores esfuerzos de producción correrán a cargo de Arthur Rank, que con sus costosas películas «de prestigio» —como César y Cleopatra (Caesar and Cleopatra, 1944) de Gabriel Pascal, según la obra de G. B. Shaw, y el shakesperiano Enrique V (Henry V, 1944) de Laurence Olivier— trata de conquistar el mercado norteamericano.

El ladrón de Bagdad (1939), de Zoltan Korda.

 

Hijo de un comerciante en granos y harinas, el multimillonario Joseph Arthur Rank fue educado en una rigurosa fe metodista, que le llevó a fundar en 1933 la Religious Films Society, productora destinada a la propaganda religiosa. Pero al palpar el jugoso negocio cinematográfico sintió desvanecer poco a poco sus pías intenciones y acabó por meterse de lleno en el profano oficio. En 1938 adquirió los estudios de Pinewood y de Denham (los más importantes del país) y en 1941 los circuitos de salas GaumontBritish y Odeon, que le permitieron el control de la exhibición. Al año siguiente fundó la sociedad Eagle-Lion y en 1946 la John Arthur Rank Organization Ltd., que agrupaba las firmas GaumontBritish, Gainsborough Pictures, Two Cities Films, Independent Producers y los estudios de Denham y Pinewood. Así pues, durante los años de la guerra se formó el colosal imperio de celuloide de Rank, que llegará a controlar el 60% de la producción nacional. Al acabar la contienda sus tentáculos se extenderían por el continente, a través de circuitos de exhibición propios, y alcanzarán a la gran empresa norteamericana Universal-International.

El mayor éxito artístico de Rank fue el Enrique V del actor-director Laurence Olivier, que tras una fecunda experiencia dramática debutaba en el campo de la realización cinematográfica con este interesante ensayo de cine-teatro en Technicolor, rodado en Irlanda, con una escenografía de Carmen Dillon inspirada directamente en los tapices de Bayeux y en las miniaturas del Libro de las horas del duque de Berry. La originalidad del film reside en que arranca del pretexto de una representación teatral isabelina de la obra, en la que Olivier inserta deliberada y libremente un tratamiento cinematográficamente realista, con escenas al aire libre y movimientos de masas, como las de la memorable batalla de Azincourt. Como puede verse, la culta Inglaterra no pierde los nervios a pesar de las bombas volantes que surcan el cielo y producirá, durante este ingrato período, algunas obras artísticamente muy estimables.

En este capítulo del cine de calidad hallaremos a Thorold Dickinson, que después de haberse paseado con su cámara por la España en llamas, adapta con gran fortuna el drama psicológicopolicíaco de Patrick Hamilton Luz de gas (Gaslight, 1940), sobre las maquinaciones de un asesino (Anton Walbrook), que trata de hacer enloquecer a su esposa (Diana Wynyard). Cuatro años más tarde George Cukor tratará de rehacer este éxito en los Estados Unidos con Luz que agoniza (Gaslight, 1944), con Ingrid Bergman y Charles Boyer, después de que la Metro-Goldwyn-Mayer se hubo asegurado de la bárbara destrucción de todas las copias de esta versión inglesa (una copia fue milagrosamente salvada por el British Film Institute) para impedir de este modo su competencia en el mercado.

Luz de gas (1940) de Thorold Dickinson.

 

David Lean, por su parte, expone con gran sensibilidad en Breve encuentro (Brief Encounter, 1945) la historia del amor imposible de una madre de familia de la pequeña burguesía inglesa (Celia Johnson), que vive el breve placer y la angustia de una aventura extraconyugal, a la que se obliga a renunciar. Historia veraz y minuciosa de una frustración sentimental, no es ésta —como se ha dicho a veces— la primera película que utiliza de un modo sistemático el comentario en off, en primera persona. Esto lo hizo ya Sacha Guitry en Le Roman d’un Tricheur (1936), pero jamás se había utilizado este procedimiento con tanta eficacia y funcionalidad dramática.

Un caso aparte es el de la producción de los Estudios Ealing, baluarte independiente que desde 1938 dirige con acierto y con un gran prurito de calidad Michael Balcon. La obra más notable que sale de estos estudios durante la guerra es la película fantástica Al morir la noche (Dead of Night, 1945), con cinco episodios alucinantes de la pluma de H. G. Wells, que son llevados a la pantalla por Alberto Cavalcanti, Charles Crichton, Basil Dearden y Robert Hamer. Ya veremos cómo, después de la guerra, los Estudios Earling pasarán al primer plano de la vida cinematográfica inglesa como promotores y mantenedores de la celebrada corriente de la comedia británica.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 198; Мы поможем в написании вашей работы!

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