ALEMANIA AL BORDE DEL NAZISMO



La revolución del cine sonoro benefició a Alemania, en primer lugar porque disponía de patentes nacionales de registro y reproducción de sonido, y en segundo lugar porque reabsorbió una buena parte del censo artístico alemán emigrado a Hollywood, cuyo marcado acento extranjero le impidió continuar allí su carrera. Artistas de la categoría de Emil Jannings y Conrad Veidt retornaron a trabajar para la UFA, y entre los recién llegados estuvo el austríaco Josef von Sternberg, que iba a asombrar al mundo con la sensacional revelación de El ángel azul (Der blaue Engel, 1930).

El argumento de El ángel azul procede de la novela Profesor Unrath de Heinrich Mann (hermano de Thomas Mann), implacable fustigador de los vicios de la sociedad burguesa alemana de su tiempo, y narra la tragedia del solterón, severo y metódico profesor Rath (Emil Jannings), que acude a reprender a la provocativa cantante Lola-Lola (Marlene Dietrich), que con sus actuaciones en el tugurio El Ángel Azul tiene alborotados a sus alumnos. Pero el profesor cae en las redes de encantamiento de la bella Lola-Lola y llega a casarse con ella, por lo que es expulsado del colegio. Los años que siguen son de continua humillación y degradación moral para Rath, convertido en payaso y al que sus discípulos han apodado Unrat (basura, en alemán), produciéndose el colmo de la humillación al regresar la compañía ambulante a El Ángel Azul, en donde Rath debe actuar ante sus antiguos conciudadanos. Pero en el momento de su actuación, ante el público regocijado, tiene un acceso de locura, intenta estrangular a Lola-Lola y va a morir asido a un pupitre de su antigua clase.

El ángel azul (1930), de Josef von Sternberg.

 

Sternberg había titubeado largamente antes de decidir qué actriz debería interpretar el papel de Lola-Lola, pero su casual descubrimiento de la entonces desconocida Marlene Dietrich (Maria Magdalena von Losch, de verdadero nombre), cuando actuaba en la pieza de Georg Kaiser Zwei Krawatten, fue una baza decisiva que contribuyó al éxito de esta película, excepcional por muchos motivos. El ángel azul era la primera película importante del cine sonoro alemán y fue, además, una de las más decisivas aportaciones a la nueva y titubeante estética del cine audiovisual. Su utilización dramática del sonido (la voz ronca y sensual de la cantante, el desgarrado «kikirikí» que emite en escena el profesor convertido en payaso, las risas y retazos de canciones cuyo volumen varía al abrirse y cerrarse las puertas, etc.), su turbio erotismo, con la provocativa belleza de Lola-Lola exhibiendo sus espléndidas piernas enfundadas en medias de seda, subrayada por el lujurioso punto de vista de la cámara baja, y su sadismo implícito, que hurga sin piedad en la llaga de la degeneración física y moral del antiguo profesor, fueron los factores que más contribuyeron a su éxito universal, convirtiendo esta película, desde el día de su estreno, en un «clásico» del cine sonoro. Su argumento, si bien se mira, tiene muy poco de original y reincide en la mitología clásica de la vamp devoradora de hombres, sin olvidar el ejemplar castigo final que condena la pasión carnal. Pero la película era también, como ha observado Sadoul, «la imagen de la decadencia de ciertas capas burguesas alemanas que proporcionaban al nazismo una parte de sus efectivos». Y todo ello expuesto con el característico y asfixiante barroquismo escenográfico de Sternberg, herencia del Kammerspielfilm, en el que los objetos adquieren valor dramático, con su enervante pesadez de atmósfera y con su proverbial refinamiento fotográfico.

Esta obra maestra del «realismo fantástico» de Sternberg obtuvo tal éxito que, mientras en París se abría un club nocturno bautizado El Ángel Azul, Sternberg y Marlene Dietrich, convertida de la noche a la mañana en un mito erótico universal, se embarcaban rumbo a América contratados por la Paramount.

Al partir Sternberg, quedaban en Alemania G. W. Pabst y Fritz Lang como las dos personalidades dominantes del cine germano. Pabst prosiguió su trayectoria polémica con Cuatro de infantería (Westfront 1918, 1930), película antibelicista que exponía con gran realismo las penalidades de cuatro soldados en las trincheras alemanas de primera línea, durante la Primera Guerra Mundial. No faltaron, ciertamente, los deslices melodramáticos tan caros a Pabst, como en la escena en que el soldado de permiso encuentra a su esposa en brazos del carnicero, que en compensación le suministra raciones extraordinarias de carne. Sectores de la crítica europea de izquierdas fueron severos con la película, reprochándole su ambigüedad y timidez en la explicitación de las causas de la guerra, pero se exhibió con éxito en Alemania por los mismos días en que aparecía Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, 1930), de Lewis Milestone, sobre la novela de Erich Maria Remarque, que al ser presentada en Berlín promovió manifestaciones de protesta, que degeneraron en choques entre los nazis que pedían su prohibición, y los comunistas, que la defendían. Finalmente, su exhibición fue prohibida en Alemania.

Después Pabst abordó una adaptación de la sátira social de Bertolt Brecht La ópera de cuatro cuartos en La comedia de la vida (Die Dreigroschenoper, 1931), contubernio festivo del hampa y de la policía londinense que obtuvo un éxito mundial, a pesar de la repulsa de Brecht, que descontento de la adaptación promovió un pleito contra la Nero Film, fallado en contra del dramaturgo. En el mismo año Pabst rodó el film minero Carbón (Kameradschaft, 1931), inspirado en un hecho real y que Pabst dedicó «a los mineros de todo el mundo». En esta película coral y sin protagonistas individuales, en la tradición del mejor realismo soviético (se reconstruyeron en los estudios galerías de mina utilizando auténticos bloques de carbón), Pabst mostraba una catástrofe en el interior de una mina fronteriza francesa, que provocaba la ayuda de sus camaradas alemanes, que para salvar a los mineros franceses rompían la reja subterránea de separación fronteriza establecida en 1919. En este drama colectivo sobre la solidaridad obrera, por encima de las convencionales barreras geográficas y políticas, Pabst hizo que los personajes hablasen su propio idioma. Esta exigencia realista tuvo afortunadas proyecciones dramáticas, como en la escena en que un minero francés semidesvanecido ve llegar a un hombre con una careta antigás que habla alemán, haciéndole enloquecer al creer revivir los episodios de la guerra. Algunos críticos franceses interpretaron la simbólica rotura de la reja fronteriza como una reivindicación de Alemania sobre la Alsacia-Lorena, pero lo cierto es que la película, a pesar de la ingenuidad de los discursos finales, que condenan «el gas y la guerra» como los enemigos de la clase obrera, está animada por el generoso aliento humanitario y pacifista del mejor cine realista de Pabst. El contundente plano final, que muestra la reposición de la sólida reja fronteriza, fue amputado por las censuras de varios países.

La subida de Hitler al poder en 1933 provocará una desbandada, el segundo gran éxodo del cine alemán, en el que encontraremos a Pabst, Fritz Lang, Max Reinhardt, Conrad Veidt, Max Ophüls, Paul Czinner, Elisabeth Bergner, Joe May, Peter Lorre, Robert Siodmak, Leontine Sagan, Eugene Schüfftan, Alexis Granowsky, Billy Wilder, Fred Zinnemann y Slatan T. Dudow, que cometieron el grave delito de nacer judíos o, simplemente, de tener ideas democráticas. Muchos de los fugitivos acabarán por converger en Hollywood, pero no será ése el caso de Pabst, que tras un vagabundeo por Francia, en donde realizó una sorprendente y discutible versión de Don Quijote (Don Quichotte, 1933) —con fragmentos cantados por el bajo Fiódor Chaliapine disfrazado de caballero de la triste figura y con un sabor figurativo a lo Gustave Doré— y tras una fugacísima visita a Hollywood, retornó a la Alemania nazi en 1941.

En estos años en que se masca la próxima tragedia que se abatirá sobre Alemania, una parte de su cine aparece vivamente sensibilizada por la situación política. Acabamos de verlo en la obra de Pabst y lo veremos también en Hampa (Berlin-Alexanderplatz, 1931), de Phil Jutzi, que a pesar de su equívoco título español es un testimonio social y un aguafuerte de la sordidez del barrio berlinés de Alexanderplatz, con los mendigos, prostitutas y gentes miserables que pululan sobre su asfalto. Es un trozo de la dolorida Alemania que, buscando una panacea para sus males, se arrojará de un modo suicida a los brazos de un antiguo pintor de brocha gorda que lleva en su bolsillo el carnet número siete del partido nazi.

Pero antes de que esto suceda, el sector más sensible del cine alemán lo está profetizando en sus obras. Véase Muchachas de uniforme (Mädchen in uniform, 1931), la excelente película que Leontine Sagan realiza sobre una novela de Christa Winsloe, que obtuvo además un gran éxito popular, lo que significa que la Sagan no anda predicando en el desierto. Interpretada únicamente por mujeres, Muchachas de uniforme es una denuncia de la rigidez prusiana que impera en un internado para hijas de oficiales, tejida a través de un conflicto de fondo lesbiano, que empuja a la hipersensible protagonista (Herta Thiele) hacia el suicidio. Tratando con extraordinaria delicadeza un problema pedagógico y sexual bastante común (el amor de una adolescente hacia su profesora), Leontine Sagan denunció el «espíritu de Postdam» encarnado en la severa directora del internado, materialización femenina del fantasma de Federico el Grande. Y todo esto expuesto con una finura psicológica y con una sutileza que no son comunes en el cine (claro que tampoco es común que las películas sean dirigidas por mujeres), virtudes que no servirán de atenuantes a la hora del desastre político, en que la Sagan tendrá que huir de su país para refugiarse en Inglaterra.

La nota más aguda del realismo social y político la dio en 1932 el búlgaro Slatan T. Dudow al rodar Kühle Wampe (Kühle Wampe), con guión de Bertolt Brecht y Ernst Ottwald y música de Hans Eisler. Kühle Wampe era el nombre de una colonia de barracones en las afueras de Berlín, poblada por obreros desocupados, en donde transcurría la acción. La película fue prohibida por la censura alemana alegando que atacaba al jefe del Estado, a la administración de la justicia y a la religión —¿qué más puede decirse?—, pero circuló profusamente por los cine-clubs extranjeros, en sesiones organizadas por el Socorro Rojo Internacional.

Fritz Lang, en cambio, dio su mensaje social a través de las sinuosidades de dos importantes obras policíacas, género que es uno de sus predilectos por permitirle exponer el drama del hombre acosado, una de sus obsesiones más constantes. En M o El vampiro de Düsseldorf (M, 1931) llevó a cabo un penetrante estudio sobre una colectividad conmovida por un caso de criminalidad patológica, tan abundante en la Alemania de aquellos años (recuérdense los nombres de Peter Kürten, Haarman, Grossman y Denke). Peter Lorre encarnó magistralmente al asesino de niños que con sus crímenes sádicos conmueve a la sociedad, provocando una reacción en cadena. La policía multiplica sus operaciones de búsqueda, lo que perturba la actividad habitual del hampa, de modo que ésta decide movilizar a todas las fuerzas de los bajos fondos para cazar al criminal. Un mendigo ciego le localiza y le marca con una M (Morder: asesino) en la espalda. Finalmente, acorralado y capturado, es conducido a una fábrica abandonada para ser juzgado por el hampa.

M (1931) de Fritz Lang.

 

La película fue a la vez la exposición de la tragedia interior de un obseso sexual y una corrosiva visión crítica de la sociedad en que vive, con regusto brechtiano: coincidencia de objetivos de la policía y del hampa cuando sus actividades rutinarias se ven perturbadas, la caricatura del juicio oficial, con las voces que reclaman el exterminio físico de los seres anormales… Fritz Lang pensó en titular el film «Asesinos entre nosotros», pero el partido nazi se sintió aludido y amenazó con boicotear el film, por lo que Lang cedió a sus presiones y lo cambió. Después, Lang recurrió a un viejo conocido, el diabólico doctor Mabuse, que creado por la pluma de Norbert Jacques había inmortalizado llevándolo por vez primera a la pantalla en 1922, con el serial El doctor Mabuse (Dr. Mabuse der Spieler). Ahora, cuando Hitler está a punto de asaltar el poder, resucita oportunamente a este Genio del Mal en El testamento del doctor Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1932), que con su capacidad hipnótica sobrehumana dirige una vasta y bien organizada red criminal, presagio de la larga noche de terror que se avecina. También Fritz Lang abandonará en 1933 su país y a su esposa nazi, rechazando el alto puesto oficial que le ofrecía Goebbels, gran admirador (como Hitler) de su Metrópolis y Los Nibelungos, para conocer el exilio en América, tras una breve estancia en Francia, donde adaptó la pieza de Ferenc Molnar Liliom (Liliom, 1933), film menor que mostraba el dilema de la culpabilidad o inocencia de su protagonista fallecido. ¿Irá al infierno o al purgatorio? El tema de la culpabilidad, verdadera o falsa, es uno de los ejes de toda la obra de Lang.

Mientras Pabst y Lang, por caminos muy distintos, daban con su obra testimonio de una realidad social y política asfixiante, otros cineastas tomaban caminos muy diversos. El geólogo Arnold Fanck, por ejemplo, cantaba la épica montañera y la fotogenia de la naturaleza en las altas cumbres heladas en Prisioneros de la montaña (Die weise Hölle von Piz Pallü, 1929), que realizó en colaboración con G. W. Pabst, y en Tempestad en el Mont Blanc (Stürme über der Montblanc, 1930), cuyos rodajes entre los glaciares alpinos eran ya toda una gesta y que constituían a la vez un himno panteísta a la naturaleza y un canto prometeico a los héroes que se atrevían a conquistar sus cimas, con resonancias entre paganas y fascistas, reforzadas en esta última película —la primera sonora de la serie— con fragmentos de Bach y de Beethoven, emitidos por una radio abandonada en el Mont Blanc, para orquestarse con los rugidos de la tormenta.

El género creado por el doctor Fanck culminó con Leni Riefenstahl (que había debutado en 1925 como actriz de sus películas) en Luz azul o El monte de los muertos (Das blaue Licht, 1932), en donde aparece como intérprete y directora, con un guión de Béla Balázs y una espléndida fotografía de Hans Schneeberger. Es la historia de la joven Yunta, que descubre el secreto de la luz azul del monte Cristallo que tiene atemorizados a los campesinos y que es debida al brillo de los cristales de roca de una gruta en las noches de luna llena. Cuando su amante descubra la secreta gruta a los campesinos, Yunta morirá despeñada por un precipicio…

El frenético romanticismo del alma alemana domina el ciclo montañero, con su imponente solemnidad formal, épica y wagneriana. Pero el romanticismo tiene un registro muy amplio y en su vertiente intimista lo pulsa el austríaco Paul Czinner, especialista en análisis de la psicología femenina, que dirige a su esposa Elisabeth Bergner en Ariane, la joven rusa (Ariane, 1931), sobre la novela de Claude Anet. Y en su vertiente frívola culmina con la superopereta El Congreso se divierte (Der Kongress tanzt, 1932), de Erik Charrell, que sitúa en el célebre Congreso de 1814, en la imperial Viena, los amores del zar Alejandro de Rusia (Willy Fritsch) y de una gentil guantera (Lilian Harvey), film que sería prohibido por Hitler en 1937. La inmensa poularidad de El Congreso se divierte sólo será igualada por Vuelan mis canciones (Leise flehen meine Lieder, 1933), realizada por el austríaco Willy Forst para la mayor gloria vocal de Martha Eggerth.

Forst se convertirá en uno de los puntales del cine austríaco, con su brillante ejercicio de estilo en Mascarada (Maskerade, 1934), que gira en torno a un cínico pintor, un adulterio y un retrato de mujer comprometedor, temas banales que adquieren consistencia por la grácil liviandad de un estilo. La obra de Forst, que ofrecía una imagen del mundo elegante de Viena con una perspectiva opuesta a la de Stroheim, no pasó de ahí y se quedó en promesa, cosa que no ocurrió con su compatriota Max Ophüls, que llegará a convertirse, valga la paradoja, en el gigante del género liviano. Enamorado de la Belle Époque, romántico, nostálgico, irónico, barroco y hasta manierista, obtiene su primer éxito con Amoríos (Liebelei, 1932), adaptación de una pieza de Arthur Schnitzler y que narra los amores de dos muchachas con dos oficiales de caballería. Una (Luise Ulrich) desenvuelta y divertida, otra (Magda Schneider) tímida y retraída, pero cuando se entere de la muerte de su amante en un lance de honor, se matará arrojándose por una ventana. La historia agridulce de estos amoríos vieneses, con pasos de vals y paseos en trineo, señala la culminación histórica y el final de un estilo, el apogeo y muerte de la efímera escuela vienesa, que decapitada por el nacionalismo será continuada y aun superada, en un trasplante parisino, con el regreso de Max Ophüls a Francia (1950) desde su exilio americano.

EL MITO DE LA «PROSPERITY»

El nacimiento del cine sonoro americano coincidió con el espectacular y desastroso crack económico de 1929, que, nacido de un chispazo bursátil en Wall Street, irradió la más grave y repentina depresión económica que registra la historia del mundo industrializado. Este desastre nacional generó en los ciudadanos una necesidad casi patológica de evasión y de diversión, lo que tuvo como consecuencia que la industria cinematográfica fuese una de las poquísimas del país que no sólo no perdió terreno, sino que ascendió verticalmente en estos años de crisis. Resulta difícil deslindar en el incremento de la frecuentación cinematográfica lo que deba atribuirse a la innovación del sonoro y lo que corresponde a los efectos morales del colapso económico. Algo parecido puede decirse del auge de las revistas y comedias musicales, que son productos de evasión por excelencia.

La tremenda sacudida de la crisis tuvo, además de sus efectos específicamente económicos, la virtud de quebrar el ciego y difuso optimismo en el sistema capitalista, creado como reflejo durante una década de arrolladora y engañosa prosperity. Los escritores americanos de los treinta darán un buen testimonio de esta pérdida de valores, de este súbito despertar a una amarga realidad. El trauma espiritual de toda una generación de intelectuales, recién sensibilizada por la ejecución de Sacco y Vanzetti, sirvió para reanimar la tradición de la novela social de los grandes cronistas de la vida americana, como Theodore Dreiser y Sinclair Lewis, que han escrito su American tragedy y su Babbit en la primera mitad de la década que acaba, en una América que baila el charlestón y que no quiere prestar sus oídos a los agoreros, que creen ver gigantes en donde sólo hay molinos de viento. Toda una generación de escritores, que comprende a John Dos Passos, John Steinbeck, Richard Wright, Erskine Caldwell y Upton Sinclair, tomará el camino de la narrativa social, poniendo el dedo en las llagas que más escuecen a esta sociedad que ha cometido el error de creer en la prosperidad sin límites.

Era lógico que en el cine se produjese un movimiento paralelo, sobre todo desde el momento en que Franklin D. Roosevelt gana las elecciones de 1932 e inaugura la etapa del New Deal, que promueve el reformismo en el campo económico y social y estimula la autocrítica en el político e intelectual. Este clima colectivo explica la súbita radicalización de una buena parte de la producción de Hollywood en estos años, que parece alcanzar por fin una edad adulta con el examen crítico de los grandes problemas que ensombrecen el rostro del país, desde los grandes monopolios hasta el paro obrero, desde la administración de la justicia hasta la corrupción política, pasando por las instituciones penitenciarias y los problemas agrarios.

Un recorrido por la producción americana de los años treinta revela la vitalidad y vigor de sus testimonios sociales: Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone, es uno de los más violentos alegatos contra la guerra que ha producido jamás el cine; en Soy un fugitivo (I Am a Fugitive from a Chain Gang, 1932), Mervyn Le Roy denunció las inhumanas condiciones de los presidios de Georgia, con una historia auténtica en la que el actor judeopolaco Paul Muni encarnaba magistralmente a la trágica víctima de un error judicial; Chaplin compone un retablo satírico-dramático sobre la taylorización y el desempleo en Tiempos modernos (Modern Times, 1936); Fritz Lang lanza dos violentas requisitorias, contra el linchamiento en Furia (Fury, 1936) y sobre las dificultades en la reincorporación a la vida civil de un ex presidiario (Henry Fonda), que vuelve a la cárcel condenado injustamente, en Sólo se vive una vez (You Only Live Once, 1936), historia inspirada en su parte final en la biografía real de los gángsters Bonnie Parker y Clyde Barrow; la cofradía sanguinaria del Ku-Klux-Klan es puesta en la picota en The Black Legion (1937) de Archie Mayo, que denunciaba a una organización secreta americana dedicada a atacar a los inmigrantes, mientras William Wyler expone el drama de la infancia miserable de Nueva York en Callejón sin salida (Dead End, 1937). La grave situación de los campesinos es el tema de Las uvas de la ira (Grapes of Wrath, 1940) de John Ford y de The Land (1940-1941) de Robert Flaherty. Alentadas por un militante espíritu democrático estuvieron también las biografías que William Dieterle rodó sobre Pasteur (1936), Zola (1937) y Juárez (1939), interpretadas todas por Paul Muni.

También la comedia, o una parte de ella, decide olvidarse de los frívolos enredos del mundo elegante aunque, como de comedias se trata, siempre acaban con el mejor de los finales, con la injusticia derrotada por algún esforzado caballero de los nuevos tiempos. El siciliano Frank Capra y su guionista Robert Riskin fueron los adalides de esta corriente del «optimismo crítico», que lo que quiere demostrar, a la postre, es la inquebrantable salud del sistema democrático americano, en el que cualquier ciudadano puede convertirse en multimillonario o en presidente de los Estados Unidos. En Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934) veremos cómo un periodista poco afortunado (Clark Gable) puede ascender a la cúspide social gracias a su matrimonio con la hija de un multimillonario (Claudette Colbert).

En la filosofía social de Capra sólo es infeliz el que quiere, porque la sociedad americana está abierta a todos y la corrupción y la injusticia se desmontan haciéndoles frente. Esto es lo que hizo Gary Cooper en El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town, 1936), con tan buena fortuna que el Gary Cooper’s Fans Club de San Antonio inició una campaña para que el actor fuera elegido presidente del país en las elecciones de 1936. Portavoz del optimismo de la era rooseveltiana, Capra ha sido caracterizado por Juan Antonio Bardem como «nuestra abuelita Frank Capra», porque cuenta una y otra vez la fábula del dragón de la plutocracia y del abuso vencido por un gentil caballero, o por una agraciada secretaria, que al casarse con un millonario jefe abolirá sus injustas diferencias sociales…

Esta tendencia no puede disociarse de la implantación en 1930 del Código Hays de autocensura, que no entra de hecho en vigor hasta 1934 para los miembros de la MPPDA, que son los cinco titanes que controlan el negocio cinematográfico —la Paramount, la Metro-Goldwyn-Mayer, la Fox, la Warner Bros y la RKO—, más tres compañías menores: Universal, Columbia y United Artists. Este tinglado que manejan, en su base financiera, Morgan y Rockefeller, lleva tiempo recibiendo las más feroces invectivas de las ligas puritanas, que se horrorizan de los pantalones que osa llevar Marlene Dietrich y se ponen muy nerviosas con las cosas que canta Mae West, a quien acabarán por hacerle la vida tan imposible que abandonará el cine en 1937. Está, además, el nada desdeñable capítulo de los suicidios con barbitúricos que se ponen de moda por estos años en Hollywood. El abuso de somníferos llevará el sueño eterno a Alma Rubens (1931), Marie Prévost (1934), George Hill (1934), John Gilbert (1935), James Murray (1937) y Lupe Vélez (1944), entre otros.

El rigor puritano de Hays, apodado «el zar del cine», no alcanza tan sólo a la moral sexual, sino a la social, la política y hasta la racial, como el precepto de su Código que prohíbe mostrar relaciones amorosas entre blancos y negros, que ha estado vigente hasta 1956. Su objetivo final es que las películas americanas presenten una sociedad inmaculada, confortable, justa, ponderada, estable, aséptica y tranquilizante, en donde la lacra y el error son sólo pasajeros y accidentales. Una sociedad que insufle a los americanos el orgullo de ser tales y a los extranjeros la envidia y la admiración de su modélico way of life y de la calidad de los productos que utilizan. Esto lo traducirá a un más franco lenguaje comercial un alto político de Washington, al declarar: «Allí donde penetre una película americana, allí se venderán más gorras americanas, más automóviles americanos y más productos de nuestro país».

Se han hecho muchos chistes a costa del sibilino puritanismo de Hays. Elmer Rice, en su viaje al imaginario mundo cinematográfico de Purilia, escribe: «La vida procede en Purilia de una fuente ignorada, y si no alcanzo a definirla, puedo en cambio certificar que no es la consecuencia de una unión sexual. Pero me apresuro a añadir que, aun sin ser el resultado de esta unión, el nacimiento es siempre provocado por un matrimonio». Pero el puritanismo es arma de doble filo, a cual más cortante, y en las filigranas de guionistas y directores para burlar astutamente la letra del Código se evidenciará que, más que como restricción, actuará en muchos casos como excitante positivo de la imaginación erótica a través de las más rebuscadas e insólitas argucias freudianas.

Los directores tendrán que medir celosamente en adelante la longitud de los besos y los centímetros de desnudo. Los mitos eróticos sufrirán naturalmente una transformación considerable. Tampoco hay que ignorar otro factor tan decisivo como es la incorporación masiva de la mujer a la vida laboral, acentuada después de la crisis de 1929, que hace añicos las últimas estampas mitológicas de procedencia romántica. La mujer se convierte en compañera de trabajo y de lecho, despojada de su complicado atavío mítico. Es la secretaria y la dactilógrafa, la compañera de aventuras que encarnan Joan Crawford o Jean Arthur como arquetipos de la muchacha-que-quiere-vivir-su-vida, libre y desenvuelta y espejo de millones de norteamericanas. Es el signo de los nuevos tiempos, que con la acelerada democratización de la cultura ya no acepta personajes tan irreales y distantes como las divas de antaño, exigiendo a los dioses del Olimpo de Hollywood que bajen a la tierra y se hagan seres humanos.

Queda el triunfante mito de Marlene Dietrich como devoradora de hombres que ha nacido con El ángel azul. De la mano de Sternberg, hasta su ruptura profesional y sentimental en 1935, la veremos evolucionar desde sus primeras cintas americanas. En Marruecos (Morocco, 1930) no sólo no devora al hombre, que en este caso es Gary Cooper, sino que en la escena final arroja sus lujosos zapatos para correr tras él y compartir como una humilde beduina los riesgos y penalidades del desierto. En Fatalidad (Dishonoured, 1931) se convertirá en espía por amor, traicionará a su patria y será fusilada, y en El expreso de Shanghái (Shanghai Express, 1932) sacrificará su honor para salvar al hombre que ama.

Sternberg hizo evolucionar a su Galatea en un universo desenfrenadamente barroco, acariciándola con la luz tamizada por los difusores, con su excepcional sabiduría fotográfica y su recreada morosidad narrativa, con sus larguísimos encadenados que alcanzan hasta diez segundos, atosigante andamiaje estilístico puesto al servicio del intenso fatalismo romántico que modula sus películas. El ciclo Sternberg-Dietrich concluyó con La Venus rubia (Blonde Venus, 1932), Capricho imperial (The Scarlet Empress, 1934) y Capricho español (The Devil Is a Woman, 1935), que por ofrecer una imagen ridícula de la guardia civil motivó una airada protesta del gobierno español, amenazando con prohibir todas las producciones de la Paramount si no se retiraba la película de circulación, como así se hizo, por presiones del Departamento de Estado norteamericano.

La primacía comercial de Hollywood en estos años se asienta en la gran aceptación popular de sus géneros: la comedia musical, el cine policíaco y de gángsters, el cine fantástico-terrorífico, el cine de aventuras y el film romántico.

La comedia americana fue uno de los géneros triunfantes del cine sonoro de Hollywood mientras los grandes cómicos del cine mudo abandonaban la pantalla, o transformaban profundamente su estilo, como ocurrió con Chaplin. Su hueco será llenado por la feroz y disparatada comicidad, rayana con el surrealismo, de los hermanos Chico, Harpo y Groucho Marx, que llegan al cine en 1929 procedentes del music hall, de donde vienen con su piano el primero y su arpa el segundo. Pero la comedia ligera, creada por Lubitsch y remozada por Capra, es la que se llevará la parte del león. Títulos como Vive como quieras (You Can’t Take It With You, 1938) de Capra, La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, 1938) de Howard Hawks o Ninotchka (Ninotchka, 1939) de Lubitsch, sátira antisoviética que nos trae como novedad unas fotogénicas carcajadas de la Garbo, llenan las plateas y demuestran que lo que fundamentalmente busca el público en el cine es divertirse. Y la Sophisticated Comedy, con sus enredos y la propaganda pasada de matute, con sus ambientes elegantes y su chorro de optimismo, cumplirá esta función a las mil maravillas.

Ninotchka (1939) de Ernst Lubitsch.

 

La comedia musical es la principal novedad que ha aportado el sonoro, y aunque las alas de su imaginación son bien cortas, pues siempre asistiremos a las mismas peripecias del grupo de jóvenes emprendedores que tratan de estrenar su espectáculo en Broadway, como pretexto para intercalar cada cinco o seis minutos un número musical, lo que importa es el despliegue de medios y los sincrónicos arabescos rítmicos de unas girls transformadas en robots y fuerza de choque de un aséptico y deshumanizado erotismo. El género encontró su tope y culminación en La calle 42 (42nd Street, 1933), de Lloyd Bacon y con coreografía de Busby Berkeley, estajanovista del género, que no será rebasado hasta los nuevos planteamientos que traerán en la posguerra Vincente Minnelli y Stanley Donen. Capítulo aparte merece el virtuoso del claqué Fred Astaire, que entre 1933 y 1939 formó una popularísima pareja cinematográfica con Ginger Rogers.

Uno de los géneros mayores y más originales del cine americano de los treinta fue el importante ciclo de films de gángsters y de presidio, a los que el sonido ha restituido la voz de sus macabros y excitantes conciertos de metralletas. El gángster heroico de La ley del hampa se transforma en Hampa dorada (Little Caesar, 1931), de Mervyn Le Roy, en el egocéntrico y feroz Rico Bandello (Edward G. Robinson), que con prurito intelectual se siente convertido en el César de los bajos fondos de Chicago. Esta epopeya de la depravación, con final moralizador, señala las nuevas directrices del género, que ve ahora en el gángster una lacra social que debe ser extirpada, aunque jamás llegará al fondo de la cuestión y no se atreverá a bucear en las causas y razones que hacen posible el inquietante fenómeno del gangsterismo. Por eso, lo mejor de este nutrido ciclo vale sobre todo como documento, como testimonio, como página periodística de impresionante fuerza expresiva, más que como diagnóstico e investigación de sus raíces sociales.

Ben Hecht, que había escrito el argumento de La ley del hampa, fue también el guionista de Scarface, el terror del hampa (Scarface, 1932), de Howard Hawks, que con su biografía del gángster italoamericano Al Capone (que por precaución rebautiza en la película con el nombre de Tony Camonte, encarnado por el actor Paul Muni), lleva el género a su culminación, con su trasfondo incestuoso y episodios tan impresionantes como los asesinatos en el hospital y la bolera, que harán merecer a la película el título de «himno a la metralleta triunfante».

Howard Hawks ha declarado sobre Scarface: «Quería describir a la familia Capone como si se tratase de los Borgia instalados en Chicago», y Howard Hughes, productor del film, proclamó en su publicidad que éste era «el film de gángsters que acababa con todos los films de gángsters». No lo fue y a este ciclo de violencia desatada, que en parte derivó hacia los dramas carcelarios, pertenecen El presidio (The Big House, 1930) de George Hill, Public Enemy (1931) de William A. Wellman, Las calles de la ciudad (City Streets, 1931), de Rouben Mamoulian, Quick Millions (1931) de Rowland Brown, Aristócratas del crimen (Bad Company, 1931) de Tay Garnett, Soy un fugitivo de Le Roy, a la que nos hemos referido en otro lugar, 20.000 años en Sing Sing (20.000 Years in Sing-Sing, 1933) de Michael Curtiz, Contra el imperio del crimen (G-Men, 1935) de William Keighley y El bosque petrificado (The Petrified Forest, 1936) de Archie Mayo, que impone la fascinante personalidad de Humphrey Bogart, en el papel del gángster Duke Mantee que ya había interpretado en el escenario, quien perderá su vida por esperar a la mujer que ama, prefigurando un nuevo y atractivo tipo romántico: el badgood boy (o «malo-bueno») que alcanzará su plenitud en la posguerra y que, para no ofender la susceptibilidad de mister Hays, deberá perder su vida en las últimas escenas de cada película, humedeciendo los ojos de sus admiradoras pero acallando así la irascibilidad de las conciencias puritanas.

También los elementos sádicos son integrantes primordiales del ciclo fantástico-terrorífico que, reactualizando los resortes estilísticos del expresionismo que ha importado Paul Leni de Alemania, lanza en 1931 la Universal, pilotado por Tod Browning con Drácula (Dracula) y por el inglés James Whale con su Frankestein, el autor del monstruo (Frankestein, the Man Who Made a Monster), libre adaptación de la novelita gótica de Mary W. Shelley (1816) llevada ya a la pantalla en 1910, que debía protagonizar el actor húngaro Bela Lugosi, pero que, descontento con el aparatoso maquillaje que le haría irreconocible al público, fue interpretado por el oscuro actor británico Boris Karloff, que inició así una brillantísima carrera como especialista en personajes monstruosos o perversos. Ya Mary Shelley había referido la hazaña biológica del doctor Frankenstein al viejo mito de Prometeo, que intenta robar el fuego sagrado (en este caso es el secreto de la vida) y recibe por ello un severo castigo divino. Esta constante ejemplarista había aparecido ya en otras ocasiones en que el cine había picoteado en este viejo mito, como en El Golem (el hombre de arcilla), en Homúnculus y en el robot-María de Metrópolis. Los desmanes de los monstruos humanoides y la hecatombe final que suele coronar estas películas, con el consabido castigo al sabio ambicioso y pecador, representan el reflejo de una postura hostil al progreso científico, que sólo en rarísimas ocasiones será superada.

Quien más alto brilló en este escaparate de monstruos, vampiros, zombis y momias resucitadas fue el director Tod Browning, que había demostrado ya su talento dirigiendo repetidamente al gran actor Lon Chaney, pionero del género y maestro en el arte del maquillaje, aunque jamás permitió que sus tremebundas caracterizaciones devorasen una personalidad psicológica sensible y estudiada. A Tod Browning, llamado el «Edgar Allan Poe del cine», debemos el aquelarre goyesco La parada de los monstruos (Freaks, 1932), película alucinante en la que seres deformes (hombrestronco, mujer barbuda, hermanas siamesas, liliputienses) se vengan de la bella Olga Baclanova mutilándola bárbaramente, para exhibirla como un monstruo más en su galería circense. Por su parte, Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper, que proceden del cine documental, dieron dos obras maestras al género con las sádicas cacerías de hombres del conde Zaroff en El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932) y con la plasmación del mito de la Bella y la Bestia en su insólito y hermoso King-Kong (King Kong, 1933), basado en un relato de Edgar Wallace (acaso inspirado en Jonathan Swift), en donde el entrañable gran gorila desempeñó el papel de víctima y de personaje positivo y que supuso la primera utilización del trucaje denominado transparencia. Al nutrido ciclo de la Universal pertenecen también La momia (The Mummy, 1932), dirigida por el prestigioso operador alemán Karl Freund, y El hombre invisible (The Invisible Man, 1933) de James Whale y según la novela de H. G. Wells, que al final de la película es delatado por sus huellas en la nieve y al morir recupera su opacidad.

King-Kong (1933) de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper.

 

El cine de aventuras, puerta abierta a la evasión de los problemas cotidianos, se bifurca en varias direcciones. Al capítulo exótico, que ha nacido como consecuencia del éxito de los documentales de Flaherty, pertenece la serie de Tarzán de los monos, personaje creado por el novelista Edgar Rice Borroughs en 1912 y que tiene su ascendencia en la obra de Rousseau (el salvaje bueno y feliz) y en la de Darwin (adaptación de los seres vivos al medio ambiente). También pertenecen a este grupo la nutrida serie de epopeyas colonialistas que cantan las gestas racistas de los atractivos actores de Hollywood en sus luchas contra los feos, sucios y sanguinarios indios, malayos o africanos de otros continentes: Tres lanceros bengalíes (Lives of a Bengal Lancer, 1934) de Henry Hathaway, La carga de la brigada ligera (The Charge of the Light Brigade, 1936) de Michael Curtiz, Gunga Din (Gunga Din, 1939) de George Stevens, La jungla en armas (The Real Glory, 1939) de Henry Hathaway, Policía Montada del Canadá (North West Mounted Police, 1940) de Cecil B. DeMille.

Las gestas del aire, por su parte, penetran en el cine con el éxito de Alas (Wings, 1927) de William Wellman y encuentran en el ex piloto Howard Hawks un consumado especialista: Por la ruta de los cielos (Air Circus, 1928), La escuadrilla del amanecer (The Dawn Patrol, 1930), Águilas heroicas (Ceiling Zero, 1935) y Sólo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939). Otros prefieren el drama del mar, como Michael Curtiz, que lanza a la popular pareja Errol Flynn-Olivia de Havilland en El capitán Blood (Captain Blood, 1935), pero el título más memorable de este género lo crea el escocés Frank Lloyd con Rebelión a bordo o La tragedia de la Bounty (Mutiny on the Bounty, 1935), inspirada en una expedición de 1789 a Otaheite (Tahití), en busca del famoso árbol del pan, truncada por el motín de la tripulación contra el capitán Bligh (Charles Laughton), sublevación que fue secundada por su primer oficial Fletcher Christian (Clark Gable).

Si el cine de aventuras sigue funcionando sobre los viejos y estables esquemas de antaño, el cine de amor acusará la mutación de las modas eróticas y de las costumbres, consecuencia de la transformación de la situación social de la mujer y de las exigencias de la democratización de la cultura, que tienden a barrer los clichés del Romanticismo e imponen una cierta democratización, más aparente que real, a sus mitos. Y aunque la Garbo sigue paseando su silueta que parece de otro mundo por las pantallas, las angulosas facciones y enormes ojos de Joan Crawford han creado un nuevo tipo de mujer, llevando al celuloide la historia de su propia vida, la de la self-made-woman de origen plebeyo que se asfixiaba en su San Antonio natal, del que escapó para probar fortuna en otros horizontes más anchos.

Encontró su suerte en Nueva York al ganar un concurso de baile, atrayendo la atención de los jerarcas de la Metro. Pasemos por alto ciertas noticias sobre su intervención en cintas sicalípticas reservadas para caballeros de paladar erótico exigente, que la vida es dura y el precio de la supervivencia no siempre es grato. Su trayectoria desde Vírgenes modernas (Our Dancing Daughters, 1928) de Harry Beaumont, su primer gran éxito, hasta convertirse en la estrella número dos de Hollywood, a la zaga de la Garbo, y en una gran señora de la pantalla, resumen su biografía real, que la conducirá a ser la señora de Douglas Fairbanks jr. y, más tarde, a ocupar uno de los más altos cargos de la Pepsi-Cola Inc.

Joan Crawford formó pareja en muchas películas con Clark Gable, que la compartió con Jean Harlow, quien es, tal vez, la actriz que mejor define el sex-appeal de la época, pues ahora ya se le llama así. Fue la primera vamp rubia de la pantalla, más exactamente, rubia platino (Platinum Blonde, título de la película que bajo la dirección de Capra interpretó en 1931), e impuso esta «moda Harlow» a las mujeres americanas. Jean Harlow inició un proceso importante de revalorización erótica del seno, alardeando ostentosamente, a través de sus generosos escotes delanteros y de espalda, de que no utilizaba sostenes. Su erotismo directo y agresivo nos dice bien a las claras que la mujer ha dejado de ser ya un ente para ser cantado por los trovadores. La mujer nueva, producto de la industrialización, de la jornada de ocho horas y de las fábricas de cosméticos, se llama Jean Harlow.

Pero a pesar de la nueva imagen de la mujer americana, que es la que desvelará en toda su desnudez el doctor Kinsey unos años más tarde, los rescoldos del Romanticismo siguen alimentando los sueños de muchas jovencitas. Por eso Hollywood sigue produciendo sus cantos al amor, entendido al viejo estilo, bajo la dirección de artesanos tan seguros como Paul Czinner o John M. Stahl. La nota más aguda de este Romanticismo la da Henry Hathaway con una película absolutamente insólita, inspirada en una obra de George du Maurier: Sueño de amor eterno (Peter Ibbetson, 1935). Se comprende que a André Breton le encantase este desmelenado himno al Amor en el que la separación física de Mary (Anne Harding) y Peter (Gary Cooper), encerrado en la cárcel, es superada por la arrolladora potencia de sus sentimientos, que les permite reunirse realmente durante sus sueños y, finalmente, después de la muerte.

Este carácter de excepcionalidad, en donde el amor es un pasadizo cursi que conduce a la magia, no lo tiene en cambio la película de Tay Garnett Viaje de ida (One Way Passage, 1932), una de las mejores historias de «amor imposible» llevadas jamás al cine, entre un delincuente destinado a la silla eléctrica (William Powell) y una tuberculosa incurable (Kay Francis), que viven una intensa aventura sentimental durante un viaje en barco entre Extremo Oriente y San Francisco, ocultándose celosamente sus circunstancias personales y fraguando planes para un imposible futuro.

Los géneros y ciclos, que repetían con variantes accidentales temas y fórmulas de comprobada rentabilidad, fueron los arietes de penetración comercial de Hollywood y garantizaron la estabilidad de sus mercados. Pero por encima de los ciclos y de las series emergió la personalidad de los grandes creadores, cuya obra se resiste al encasillamiento formulario.

Tenemos en primer lugar a King Vidor, que otorgó mayoría de edad al cine sonoro americano con su Aleluya (Hallelujah!, 1930), película interpretada íntegramente por actores negros y que trata de captar y resumir la esencia del alma negra a través de su folclore musical. Su narración es simplicísima y expone la trayectoria de Zeke (Daniel L. Haynes), que, habiendo matado involuntariamente a un hombre en una pelea, se convierte en predicador evangelista. Pero el espíritu del mal, encarnado en la atractiva Chick (Nina Mae McKinney), reaparece en su vida y se adueña de sus sentimientos. Cuando Chick huya con su antiguo amante Hot Shot (William Fontaine), Zeke partirá en su persecución, alcanzará con un disparo a su amada y perseguirá a su rival por un pantano hasta darle alcance y estrangularle.

Aleluya (1930) de King Vidor.

 

Aunque la película procedía en su concepción de la avalancha del cine musical de los primeros años del sonoro, superaba al resto de la producción por su extraordinaria calidad estética y por sus hallazgos en la utilización del nuevo medio, como la canción de Zeke al regresar al hogar, que prosigue ininterrumpidamente en las escenas discontinuas en el barco, en el tren y en los campos; las conversaciones superpuestas de los negros que hablan a un tiempo mientras juegan a los dados; el sermón de Zeke reflejado a través de las expresiones faciales de Chick y la persecución final, en donde el dramático silencio de los pantanos es roto por el chapoteo de los pies, las ramas que se quiebran, el chillido de un pájaro, célebre escena que inspirará a Dovjenko el comienzo de su Aerograd (1935). Su gran belleza audiovisual, con momentos antológicos como el del bautizo en el río, no ha de hacer olvidar, sin embargo, la radical falsedad de esta visión del mundo de los negros, que recogen el algodón cantando alegremente en un mundo en el que no existen blancos, ni barreras ni conflictos raciales, en un mundo estilizado hasta la falsedad, para crear un soberbio espectáculo, eso sí, sobre el folclore negro del sur de los Estados Unidos.

Más realista y periodística es su adaptación del drama de Elmer Rice La calle (Street Scene, 1931), que transcurre íntegramente en un barrio humilde de Nueva York, con un catálogo de tipos arrancados de la vida americana: el judío, la mujer ligera, el emigrado italiano, la vieja chismosa… Vidor tiene una visión simple e ingenua del mundo y si es cierto que su grandeza deriva casi siempre de esta elementalidad suya de cronista o de cantor de gestas, también es cierto que, a la hora de abordar problemas complejos, como el de la crisis en las zonas agrarias, su bagaje le resultará insuficiente. Su inmensa buena fe de socialista utópico y romántico le llevó a formar una cooperativa con actores y técnicos para financiar El pan nuestro de cada día (Our Daily Bread, 1934), que recoge a los héroes —¿o antihéroes?— de Y el mundo marcha, para situarlos en una granja arruinada, cuya explotación se hará finalmente posible por el trabajo en cooperativa. Pero esta vez el aliento épico de Vidor, que no le falta, no es suficiente para remontar las puerilidades de este ingenuo sermón campesino, atiborrado de buenas intenciones.

Chaplin, en cambio, es un humanista que reconoce bien a la sociedad en que vive y sabe de sus lacras e injusticias, que ha padecido en su propia carne. Por eso sus Luces de la ciudad (City Lights, 1931) aparecen impregnadas de una lúcida amargura. El vagabundo idealista será zarandeado por los zigzagueantes azares de la vida, que en esta película toman cuerpo en un millonario (Harry Myers) al que ha salvado del suicidio en plena borrachera. Cuando se halla en estado de embriaguez, el caprichoso millonario se convierte en su amigo y protector, pero le repudia y desconoce cuando está sereno. Charlot obtiene su ayuda económica para que pueda operarse de la vista una humilde muchacha ciega vendedora de flores (Virginia Cherril), por la que siente un tierno afecto. La mala fortuna y el variable humor del millonario se confabulan para llevarle a la cárcel. Cuando sale, la bella florista ha recobrado la vista y tiene una tienda elegante, pero no reconoce al pobre vagabundo. Le obsequia con una flor y una moneda y, al hacerlo, se da cuenta de que es su bienhechor. Ella ve, al fin.

Esta incursión en el más puro folletín podría haber resultado fatal para otro artista, pero la gracia alada de Chaplin convierte el melodrama en una película conmovedora. Su repudio del cine sonoro le llevó a utilizar únicamente una banda musical (basada en el tema de La violetera de José Padilla, que Chaplin había oído de labios de Raquel Meller), pero incluyó una burlona parodia del cine hablado en el ininteligible discurso protocolario de la inauguración de una estatua, al principio de la película.

Su espíritu polémico tuvo ocasión, en Tiempos modernos (Modern Times, 1936), de hacer un balance pesimista de la barbarie del supercapitalismo y de la deshumanizada ultratecnificación industrial: el enloquecedor trabajo en cadena, la máquina que ahorra el tiempo que los obreros invierten en la comida, la multitud que acude al trabajo como rebaño de corderos, el desempleo… Este tragicómico retablo social de los años de la depresión, que no es tanto una crítica contra el maquinismo industrial como una crítica contra la inhumana explotación del hombre por el hombre, estuvo realizado también siguiendo los cánones de la estética muda y de la pantomima, si bien con el añadido de una banda musical, numerosos efectos sonoros (ruidos de máquinas, timbres, etc.) y hasta algunas palabras.

De hecho, esta película cerró el ciclo de su autor y fue, también, la última obra protagonizada por el vagabundo Charlot. La aceptación plena de las posibilidades del cine sonoro no se produjo hasta su siguiente El gran dictador (The Great Dictador, 1940), sátira feroz contra las dictaduras nazi y fascista que Chaplin realiza a pesar de las presiones y amenazas de la embajada alemana en Washington. La valiente postura combativa de Chaplin en una América que todavía permanece neutral y espectadora ante el incendio bélico que abrasa a Europa, le valió no pocas críticas y levantó encendidas polémicas. Chaplin realizó una creación magistral en dos papeles distintos, el del dictador Hynkel (caricatura de Hitler) y el de un pobre barbero judío perseguido por las fuerzas del dictador, mientras la figura de Benito Mussolini era parodiada por Jack Oakie, en el papel de Napaloni.

El gran dictador (1940) de Charles Chaplin.

 

El carácter excepcional e independiente de Chaplin y su humanismo polémico le colocan como una figura fuera de serie, criticado y combatido por el mundillo chismoso de Hollywood y por la influyente cadena periodística de William Randolph Hearst. En realidad, se trata de un caso marginal e insólito en relación con el grueso de la producción cinematográfica americana. Por eso, la industria de Hollywood le mira con escéptico recelo y no le toma en cuenta en sus sistemas de valoración. Para Hollywood, los «tres grandes» del cine americano de anteguerra son Frank Capra, John Ford y William Wyler.

De Capra nos hemos ocupado ya y a Ford le sorprendimos en otro capítulo en trance de crear algunos de los mejores westerns del cine mudo. A través de su copiosa filmografía se ha ido afirmando su estilo, que alcanza plena madurez en la década que sigue a la gran crisis. Ford ha asimilado las lecciones del Kammerspielfilm alemán y, auxiliado por los guionistas Dudley Nichols y Nunally Johnson, creará los títulos más sólidos de su carrera en estos años. En La patrulla perdida (The Lost Patrol, 1934) aparece claramente el hermetismo de atmósfera y el respeto de las tres unidades, a través de la aventura de la patrulla inglesa acosada en el desierto por los árabes, sin que éstos aparezcan jamás, salvo en las últimas escenas, para potenciar la agobiante angustia del cerco. También esta opresiva pesadez de atmósfera gravita sobre El delator (The Informer, 1935), adaptación de una novela de Liam O’Flaherty, que transcurre en doce horas, en la noche de un brumoso Dublín reconstruido en los estudios de la RKO. Es el drama de Gypo Nolan (Victor McLaglen), un pariente espiritual de Judas y de Raskolnikoff, que expulsado de una asociación nacionalista irlandesa cede a la tentación de denunciar a la policía a un dirigente revolucionario. Cobra su recompensa, pero roído por el terror y el remordimiento despilfarra el dinero y es detenido por los nacionalistas, que le juzgan secretamente y le ejecutan al amanecer.

El delator (1935) de John Ford.

 

La concentración dramática y la opresión ambiental de estos dramas fatalistas, que son una prolongación americana del Kammerspielfilm, se relajó en La diligencia (Stagecoach, 1939), merced a su rodaje en los espléndidos espacios abiertos de Nuevo México. Pero este western magistral siguió siendo fiel a las leyes de construcción dramática de Ford. Al igual que en La patrulla perdida, el espectador asistía a la aventura de un heterogéneo grupo de individuos unidos por el destino en el interior de una diligencia. Los conflictos dramáticos de la película nacían de esta forzada convivencia de caracteres en la cerrada unidad de lugar y a lo largo de las unidades de acción y de tiempo acotadas por el trayecto hasta Lordsburg. Con ello Ford introducía la psicología como factor dramático determinante en el western, género preocupado únicamente hasta entonces por la pura dinámica física. La diligencia se convirtió en uno de los puntos de partida del western moderno, que cumplía la formulación señalada por King Vidor: «Para los westerns mudos bastaban intrigas débiles, porque su acción era intensa. Pero desde el advenimiento del sonoro el diálogo debe aumentar la intriga en profundidad». Incontables serán los hijos bastardos que nacerán del saqueo de esta histórica diligencia y de su periplo que, por guardar fidelidad a los cánones medulares del género, no desdeña el clásico motivo del ataque indio, secuencia que se inicia con un plano antológico, por la gran economía de su resolución técnica. Situada la cámara en lo alto de una montaña, sigue mediante una panorámica hacia la izquierda el movimiento de la diligencia a lo lejos. Este movimiento natural permite descubrir, de improviso, a los indios en primer término que, desde lo alto de esta montaña, vigilan el avance de la diligencia.

Después Ford realizó con Las uvas de la ira, según Steinbeck, uno de los títulos más vigorosos del cine social americano. Nuevamente asistimos a la odisea de un grupo humano, la familia campesina Joad, que, expropiada su pequeña granja de Oklahoma, recorre en un viejo camión las carreteras del país a la busca de una inalcanzable tierra de promisión. Su patético acento de veracidad nacía, como en La diligencia, por el predominio de escenarios exteriores, ventana abierta al drama agrario americano, cosa que no ocurrió en Hombres intrépidos (The Long Voyage Home, 1940), que al condensar cuatro piezas dramáticas cortas de O’Neill, de ambiente marinero, da lugar a los opresivos decorados de estudio, fotografiados con profusión de claroscuros por Gregg Toland. La arquitectura de la obra es la propia del estilo de Ford: un grupo de marineros sufre mil contratiempos y penalidades en el interior de un barco cargado de municiones. El drama nace, otra vez, del hermético mundo cerrado por las unidades, sea en alta mar o en un sórdido cafetín de puerto.

William Wyler compartió con John Ford el incienso de los máximos honores en el cine americano de anteguerra. Alsaciano educado en Francia y Suiza, este sobrino del productor Carl Laemmle aterrizó en Hollywood en 1921. Después de realizar una veintena de westerns para la Universal, la empresa fundada por su tío, comenzó a destacar por sus sólidas adaptaciones, concienzudas y meticulosas, de novelas y piezas dramáticas a la pantalla: El abogado (Counsellor-at-Law, 1933), según la pieza de Elmer Rice, Desengaño (Dodsworth, 1936), de Sinclair Lewis, Callejón sin salida (Dead End, 1937), drama social de Sidney Kingsley, Jezabel (Jezebel, 1938), novela sureña de Owen Davis, Cumbres borrascosas (Wuthering Heigths, 1939), de Emily Brontë, La carta (The Letter, 1940), de Somerset Maugham, y La loba (The Little Foxes, 1941), de Lillian Hellman, drama típicamente wyleriano de tensiones familiares alimentadas por conflictos de intereses. Con estas dos últimas películas y con Jezabel, que le valió un Oscar a Bette Davis, impuso el nombre de esta actriz como uno de los más vigorosos temperamentos de la pantalla americana.

Con Wyler se pone sobre el tapete la espinosa y debatida cuestión del cine literario, que no oculta su filiación y que aporta al cine una revalorización del guión y de los diálogos, enriqueciendo con la savia de sus fuentes literarias el análisis psicológico de los personajes, insertos en un marco social bien definido. Esta orientación del cine hacia el estudio psicológico propio de la novela va a tener consecuencias importantes. Porque la evolución psicológica necesita como soporte narrativo la homogeneidad temporal. Por eso, el respeto de la arquitectura literaria de sus fuentes llevó a Wyler a estructurar sus películas en largas escenas, sostenidas por la acción y diálogos de los personajes que evolucionan en el decorado.

Puesto que lo importante en el cine-escritura de Wyler es la continuidad de la interpretación y los diálogos del actor inserto en el decorado, con la valiosa ayuda de su operador Gregg Toland asienta la técnica de su puesta en escena sobre el espacialismo que permite la fotografía con gran profundidad de campo, que Jean Renoir y John Ford comienzan a emplear también por estos años, beneficiándose del uso de las sensibles emulsiones Super Sensitive Eastman que Kodak ha lanzado al mercado en 1934. Con este método, los personajes evolucionan por el decorado sin perder nitidez de enfoque y aparecen vinculados a su medio, al mismo tiempo que el realizador puede presentar simultáneamente dos actuaciones o situaciones, colocadas a diferentes distancias de la cámara, sin tener que fragmentar la escena mediante el montaje, pasando de una a otra. «Así —escribe Wyler— puedo seguir una acción evitando los cortes. La continuidad que resulta hace los planos más vivos, más interesantes para el espectador que estudia cada personaje a su gusto, efectuando él mismo sus propios cortes».

Esta técnica, que en oposición al clásico cinemontaje de la época muda abre tras la pantalla un paralelepípedo de espacio tan real y coherente como el de un escenario teatral y revaloriza la importancia del actor, de los diálogos y del decorado, levantará no pocas discusiones sobre el «cine impuro», que tan ardientemente defenderá el crítico y teórico francés André Bazin. Pero, al fin y al cabo, es la consecuencia lógica de la aportación al arte de las imágenes del elemento sonoro, que ya no siente el rubor de su pretendida «impureza» y, sin reservas ni complejos, se integra con plenos derechos en la estética audiovisual. Es cierto que el honesto ascetismo funcional de Wyler quita brillantez a su lenguaje visual, pero ya veremos cómo Orson Welles, partiendo de las mismas premisas técnicas, llegará a la cúspide del desenfreno figurativo.

El fenómeno del cine literario de Wyler, al servicio de un realismo psicológico teñido de un individualismo pesimista, va asociado a la incorporación de directores de procedencia teatral al cine, europeos o de ascendencia europea en su mayoría, como Rouben Mamoulian, George Cukor, Otto Preminger y hasta Max Reinhardt, que lleva a la pantalla El sueño de una noche de verano (A Midsummer Night’s Dream, 1935), y tendrá como consecuencia una traslación masiva de best-sellers y de éxitos de Broadway al celuloide. Aunque en Hollywood no se llegue a los excesos del «teatro filmado», tal como lo entendía Marcel Pagnol, asistiremos sin embargo a algunos casos límite, como el trasplante a los estudios de los decorados teatrales de The Green Pastures (1935), película realizada por William Keighley sobre una pieza de Marc Connelly, evocación bíblica vista a través de la ingenua mentalidad de los negros y que con su postiza y elemental estilización escenográfica delata ostentosamente su origen teatral.

El mayor éxito comercial del cine sonoro americano nacerá también de la traducción cinematográfica de un best-seller, de la novela sudista y racista de Margaret Mitchell Lo que el viento se llevó (Gone With the Wind, 1939), iniciada por George Cukor y concluida por Victor Fleming, que impone definitivamente el procedimiento Technicolor y con sus recaudaciones se coloca a la zaga de El nacimiento de una nación. Decididamente, el espíritu de la guerra de Secesión no ha muerto en la conciencia del pueblo americano.

 EL NATURALISMO POÉTICO FRANCÉS

La marcha ascendente del cine francés, uno de los más avanzados de Europa, sufrió un serio tropiezo a principios del sonoro. Dos fueron las causas principales de este bache. La primera radicó en la crisis económica irradiada desde los Estados Unidos, cuyos efectos, a través de los eslabones de la mecánica de mercados, no tardaron en perturbar la vida económica francesa, enterrando el espumeante optimismo de los llamados «felices veinte» bajo la losa de las quiebras, el desempleo y la agitación social. Pero además el cine francés, que no poseía patentes propias de sistemas sonoros, se vio desarmado ante la nueva situación y su industria cinematográfica tuvo que convertirse en un vasallo de los bancos de Nueva York y de Berlín. La Paramount americana ocupó los estudios de Joinville, mientras la Tobis alemana se equipaba e instalaba en los viejos estudios Eclair-Menchen, donde René Clair rodaría sus primeras cintas sonoras, producidas por la Tobis.

No es raro que en estas circunstancias la aventura cinematográfica se hiciera cada vez más difícil y al desmantelarse el motor de la vieja vanguardia, liquidada con el advenimiento del sonido por el vertiginoso aumento de los costos de producción, tan sólo lograra sobrevivir la obra insólita de Jean Vigo, realizada de espaldas a la industria y en dificilísimas condiciones. Hijo del escritor y militante anarquista Miguel Almereyda, que murió estrangulado en la prisión de Fresnes, Jean Vigo se convertirá en uno de los más grandes poetas del cine francés —«Rimbaud del cine» se le ha llamado—, en lucha constante contra las circunstancias adversas y con una fragilísima salud, que le llevaría a la tumba a los veintinueve años de edad.

Su brevísima filmografía se inició con el documental experimental A propos de Nice (1929), que Vigo califica de point de vue documenté y que, de hecho, fue el primer documental social del cine francés, que en clave satírica y recurriendo con frecuencia a los trucajes y montajes de intención irónica rodó en Niza durante las fiestas del Carnaval. El ojo implacable, ácido y mordaz de Vigo ha captado una Niza que tiene muy poco que ver con la que nos proponen las agencias de viaje y las postales turísticas. Es una Niza decadente al gusto de las películas de Stroheim, con sus casinos barrocos, sus gigolós, sus cocottes de postín, sus señoras emperifolladas y sus perros de lujo, que su cámara indiscreta, escondida a veces bajo la americana, ha retratado con despiadada veracidad.

La amargura crítica de Jean Vigo impregna también el poema sobre la adolescencia Zéro de conduite (1932-1933), rememoración autobiográfica de sus tristes años de escolar que es, a la vez, una representación crítica y simbólica de los estamentos de la sociedad francesa, subrayando el lado grotesco de las jerarquías y de sus ridículas formas protocolarias. En el interior de un sórdido liceo de provincias Vigo entona su excepcional poema anarquista, que culmina con la sublevación de los escolares, en el día del reparto de premios, contra las pomposas autoridades académicas, el prefecto, el director del colegio, enano y barbudo, y el cura, flanqueados por bomberos uniformados, que son puestos en fuga por los muchachos. Pocas veces se han visto en cine escenas tan intensamente poéticas como la revuelta en el dormitorio, con lectura de inflamada proclama y rotura de almohadas y colchones, cuyo blanco plumón se extiende por toda la estancia. Rodada al ralentí y con la música registrada al revés, esta memorable escena nos transporta al corazón del mundo onírico del poeta, en el que se dan cita el lirismo en sus más altos registros y la amarga crítica social de quien ha padecido una infancia huérfana y desamparada.

Las autoridades académicas fueron sensibles a la mordaz caricatura de la película y consiguieron su prohibición a poco de estrenarse, no levantándose esta medida hasta 1946. A pesar de ello, Vigo consiguió realizar L’Atalante (1933-1934), nombre de una barcaza fluvial habitada por su joven patrón Jean (Jean Dasté), recién casado con la campesina Juliette (Dita Parlo), que disputa con su marido por sus ansias de «descubrir la ciudad», y el pintoresco marinero Jules (Michel Simon). A caballo de la poesía surrealista y el naturalismo populista, Vigo realizó este poema de amor, que fue alterado y brutalmente mutilado por la Gaumont para su exhibición comercial sin que Vigo, en su lecho de muerte, pudiese hacer nada para impedirlo. La septicemia le segó la vida en plena juventud, pero su brevísima obra, que se admira hoy en las cinematecas de todo el mundo, tendió un puente decisivo entre los malabarismos vanguardistas del surrealismo y el realismo poético que dominará el cine francés de anteguerra.

En lucha con dificultades de todo orden, la obra de Vigo fue realizada, paradójicamente, con una gran libertad creadora y al margen de las estructuras y presiones industriales. De ahí deriva su lozanía y su carácter insólito y atrevido. Más afortunado que Vigo, René Clair, convertido en un valor estable y cotizado en las bolsas cinematográficas, pudo crear su obra en el seno de la gran industria, al amparo del capital francoalemán. Su debut sonoro con Bajo los techos de París (Sous les toits de Paris, 1930) demuestra, como las dos obras maestras contemporáneas El ángel azul y Aleluya, hasta qué punto los grandes creadores del nuevo cine sonoro son incapaces de sustraerse por completo a la moda del film musical, aunque superen largamente los límites del género. Aquí el protagonista es un cantante callejero (Albert Préjean), que prodiga sus melodías por los barrios de un Montmartre reconstruido por Lazare Meerson en los estudios Tobis. Explotando el pintoresquismo típico de sus callejuelas, de sus bistrots y de sus bal-musettes, con el cliché del chulo (Gaston Modot) que explota a la muchacha (Pola Illery), convertida en manzana de la discordia de dos entrañables amigos, rociado todo con las cancioncillas típicas del más típico París, Clair consiguió una película que a fuerza de ser parisina pasó inadvertida a los espectadores de la capital de Francia y tuvieron que ser los alemanes quienes despertaran con sus aplausos el chovinismo de la dormida crítica gala y revelaran al mundo la maestría de este retrato poético e irónico de París, o por lo menos de ese trozo pintoresco de la capital que parece fabricado para ser tema de tarjeta postal.

Bajo los techos de París (1930) de René Clair.

 

En Bajo los techos de París el sonido jugó una baza importante, aunque Clair no dejó de ironizar a costa de su uso y abuso, como en la escena en que dos personajes discuten tras la puerta de vidrio de un café, sin que nada se oiga pero nada se pierda tampoco del contenido de la conversación. El empleo asincrónico del sonido, preconizado por los rusos, fue aprovechado audazmente por Clair. Por ejemplo, en la batalla entre la policía y Fred y sus compinches a lo largo de la valla del ferrocarril, con el ruido del tren que pasa, el humo que envuelve a los personajes y, al apagarse el farol de un balazo, los gritos que surgen de la riña en la oscuridad; o la escena en el dormitorio del protagonista, con Albert y Pola en el suelo, acostados uno a cada lado de la cama, encendiendo y apagando la luz sin dejar de discutir.

En Bajo los techos de París tomaba cuerpo el estilizado universo poético de Clair, donde el amor y las pinceladas de ternura acaban por triunfar sobre su galería de caricaturas. Esta exaltación romántica la veremos con frecuencia en su obra posterior. Sin embargo, en su siguiente película, El millón (Le million, 1931), vuelve al endiablado ballet grotesco, al estilo de Un sombrero de paja de Italia, en persecución esta vez de una chaqueta en cuyo bolsillo va un billete de lotería premiado. Después de esta farsa colectiva, conducida con mano maestra por Clair, éste abordó la sátira social ¡Viva la libertad! (À nous la liberté!, 1931), historia festiva de un ex presidiario que llega a convertirse, como Pathé, en el multimillonario «rey del gramófono», aunque al final perderá su imperio y sólo le quedará la amistad de su antiguo compañero de presidio. También la solución romántica cerraba esta fábula alusiva al mundo de los negocios, haciendo suyo el proverbio burgués que afirma que «el dinero no hace la felicidad», pero con incisivas anotaciones críticas sobre la civilización industrial y el trabajo en cadena, que inspirarían a Chaplin a la hora de realizar Tiempos modernos, hasta el punto de que el doctor Goebbels, apoyándose en que el film de Clair había sido financiado por la productora alemana Tobis, intentó un proceso por plagio contra el artista inglés, que fue desmontado por Clair al declarar que se sentiría orgulloso de haber podido ayudar, siquiera fuera en pequeña medida, a su admirado maestro.

El millón (1931) de René Clair.

 

En la cúspide de su prestigio, Clair volvió a su entrañable universo parisino de Bajo los techos de París, tomando como pretexto las fiestas del Catorce de julio (Quatorze Juillet, 1932) y corroborando aquello de que nunca segundas partes fueron buenas. Abordó a continuación la farsa política El último millonario (Le dernier milliardaire, 1934), cuya acción transcurría en el ficticio reino de Casinario (deformación caricaturesca de Montecarlo), en donde la crisis económica hacía desaparecer el dinero para retornar al rudimentario sistema económico del trueque. El film fue un grave fracaso comercial y Clair, desanimado, marchó a Inglaterra para rodar allí El fantasma va al Oeste (The Ghost Goes West, 1935), que con humor francobritánico narraba la divertida historia de un castillo escocés comprado por un millonario americano y trasplantado piedra a piedra, con su fantasma incluido, a los Estados Unidos.

René Clair fue el artista solitario que mantuvo enhiesto el pabellón del cine francés durante el bache que va de 1930 a 1934. Junto a él, pero a respetable distancia, comienzan a destacar algunos nombres, aunque a veces, como en el caso de Julien Duvivier, no se trate de recién llegados, sino de veteranos. El nombre de Duvivier, que había firmado una buena colección de estampitas piadosas para consumo de beatas, empieza a sonar con su adaptación de la novela de Jules Renard Pelirrojo (Poil de Carotte, 1932), estudio sensible de la psicología infantil.

Jacques Feyder, por su parte, preludia el renacimiento del cine francés con la ruidosa campanada de La kermesse heroica (La kermesse héroïque, 1935), que conmovió a los Países Bajos, provocando apasionados incidentes. Elementos del partido nacionalista flamenco, pronazi, soltaron ratas en la sala del estreno y destrozaron sus butacas. Hubo choques con la policía y detenciones en Amberes, en Amsterdam y en Gante y la película fue prohibida en Brujas. El motivo de estas algaradas era una farsa jovial sobre la dominación española en Flandes, cuyos soldados se aproximan a una pequeña ciudad, provocando el pánico en el burgomaestre (André Alerme), que decide hacerse pasar por muerto, mientras su esposa (Françoise Rosay) y las restantes mujeres de la localidad organizan una recepción triunfal y se entregan alegremente a los gallardos ocupantes españoles, para obtener su clemencia. Después, a la luz del alba, las alegres violadas verán partir con nostalgia a los apuestos soldados que, por unas horas, han interrumpido la gris monotonía de sus vidas.

La meticulosidad y exactitud de la espléndida reconstrucción ambiental, con decorados de Lazare Meerson y fotografía de Harry Stradling, estuvo inspirada en los testimonios pictóricos de la gran escuela flamenca: Brueghel, Jan Steen, Jordaens, Franz Hals, Vermeer… Con su ropaje desenfadado, La kermesse heroica señalaba al cine francés las posibilidades de su vocación realista, de exacta y documentada recreación de ambientes, como ninguna otra cinematografía del mundo parecía capaz de superar.

El rigor naturalista será, en efecto, una constante que dominará también la obra de Jean Renoir, que alcanza su madurez expresiva en esta primera década del sonoro. Con La golfa (La Chienne, 1931), adaptando una novela de Georges de la Fouchardière, Renoir prosiguió su discurso naturalista brillantemente iniciado con Nana. La golfa constituye un aguafuerte sobre la degradación de un modesto empleado que a las puertas de la vejez vive su primera aventura pasional con una prostituta, por la que llega a convertirse en asesino. Este relato cinematográfico, con resonancias de El ángel azul, nos dice del gusto de Renoir por los tipos abyectos, los ambientes sórdidos y los detritus de la sociedad que afloran cada día en la página de los sucesos.

No ha de extrañar que, tras un breve interludio comercial, Renoir se inspire directamente en la crónica de sucesos, de la que extrae la historia de un crimen pasional acaecido en una zona rural del mediodía de Francia, lugar de confluencia de la emigración obrera italiana y española. Su Toni (1934), rodada casi íntegramente en exteriores de Martigues, sin estrellas, sin música exterior al film y con un estilo fotográfico de reportaje, fue una película neorrealista al pie de la letra. Cuando Renoir rueda su obra nadie habla todavía de neorrealismo porque ni siquiera ha sido inventada esta palabra. Bien es verdad que el sentido de protesta social del cine italiano de posguerra está ausente de Toni, que no pasa de ser la crónica de un conflicto pasional, pero sus aportaciones —más allá de lo formal, que el cine ruso ha llegado en esto mucho más lejos— son las de haber convertido un tema destinado al género policíaco en crónica y reportaje social y haber desplazado la temática de los sentimientos y de las pasiones del marco elegante y burgués, al que parecía indisolublemente ligada, para llevarla al terreno de los humildes.

Con la formación del Frente Popular (1936), que radicaliza a la opinión política francesa, el realismo de Renoir adquiere un tinte más polémico y comprometido. Esta etapa se inicia con Le crime de M. Lange (1935), sobre un guión del poeta Jacques Prévert, que añade al estudio de un medio popular (como en Toni) la novedad de una solución revolucionaria, con la formación de una cooperativa de obreros que se hace cargo de la imprenta abandonada por su dueño, cínico y desaprensivo (Jules Berry), que al reaparecer para hacerse cargo del negocio cuando marcha viento en popa cae muerto por uno de sus antiguos subordinados (René Lefèvre). En esta misma línea política se inscribió el documental La vie est à nous (1936), en el que interviene Renoir, realizado para propaganda del Partido Comunista.

Pero el humanismo de Renoir es, como el universo pictórico de su padre y la tradición burguesa que representa, hedonista, sensual, nostálgico y populista. Esta bonhomía romántica domina su obra maestra inacabada, Un día de campo (Une partie de campagne, 1936), con sus escaramuzas amorosas en un paisaje fluvial a lo Auguste Renoir, que culminan en ese magistral fragmento poético de la seducción de Henriette (Sylvia Bataille), tendida al borde del río, con el cuerpo estremecido y los sentidos embriagados por la caricia de los labios de Henri (Georges Darnoux). Recordando aquello de que lo bueno si breve dos veces bueno, habrá que celebrar por una vez que una película haya quedado inacabada. Su siguiente adaptación de Máximo Gorki en Los bajos fondos (Les Basfonds, 1936) resultará notablemente inferior.

Los dos vectores que mueven la obra de Renoir, el idealismo romántico y el progresismo social, aparecen fundidos en su generoso alegato pacifista La gran ilusión (La grande illusion, 1937), que más que condenar la barbarie de la guerra explica su génesis en la injusticia, mostrando que más graves y profundas que las convencionales divisiones fronterizas lo son las divisiones que separan a los hombres en el seno de una misma sociedad. Los vínculos aristocráticos que unen en automática complicidad y simpatía al oficial alemán Von Rauffenstein (Erich von Stroheim) y a su prisionero, el oficial francés De Boeldieu (Pierre Fresnay), son una de las claves de la obra, resumida en la amarga confidencia de Von Rauffenstein a su colega de armas: «No sé quién va a ganar esta guerra, pero sé una cosa: el fin, cualquiera que sea, será el fin de los Rauffenstein y de los Boeldieu».

La gran ilusión se presentó en Venecia, provocando no poco revuelo. El Gran Premio fue a parar a Carnet de baile (Un Carnet de Bal, 1937), de Duvivier, y para atenuar el desafuero se otorgó a Francia el premio «al mejor conjunto de películas». En honor a Renoir hay que señalar que Goebbels calificó a su obra de «el enemigo cinematográfico n.o 1» y que el presidente Roosevelt, por el contrario, opinó que «todos los demócratas del mundo deberían ver este film».

Después de realizar La gran ilusión, Renoir rindió homenaje a la Revolución Francesa en La Marsellaise (1937), película financiada —primer caso en la historia del cine— mediante emisión y suscripción popular de acciones, experiencia muy acorde con el clima del Frente Popular. Luego volvió a adaptar a Zola en La bête humaine (1938) y, antes de embarcarse hacia América, realizó con La regla del juego (La règle du jeu, 1939) una de sus obras más originales. Tal vez ha sido la ruptura del Frente Popular en 1938 lo que ha desencadenado esta lúcida comedia, que, vagamente inspirada en Musset, abandona el mundo de los humildes y de los detritus de la sociedad para rizar el rizo del vodevil con una mascarada elegante y corrosiva, organizada con ritmo de frenético ballet en una lujosa mansión de Sologne, poblada por una clase social que ha dejado de creer en sí misma para preocuparse únicamente de las apariencias, de las reglas del juego social. Por su agresiva novedad, tratando con aparente ligereza un tema grave y con la continuidad del relato articulada en una línea narrativa zigzagueante, la película no fue comprendida, fue prohibida por la censura militar al comenzar la guerra y constituyó un enorme fracaso comercial, que tardaría varios años en ser reivindicado.

La personalidad artística de Renoir creció a pasos de gigante, al tiempo que la de René Clair, establecido en Inglaterra, parecía pasar a un segundo plano. El tono realista que ha impreso Renoir a sus películas será una constante que, con variados matices, dominó a lo mejor de la producción francesa de anteguerra, agrupada por los historiadores bajo el calificativo de «naturalismo poético» francés o «realismo negro» francés.

El «realismo negro» de anteguerra es naturalista por su significativa elección de los personajes, arrancados de las capas más bajas del escombro social: desheredados de la fortuna, legionarios, desertores, chulos, mujerzuelas, echadoras de cartas, maleantes, suicidas. Es también naturalista por la topografía que componen sus sórdidos ambientes: muelles, suburbios industriales, tabernas, hoteluchos equívocos, callejuelas brumosas, paredes desconchadas… Poético lo es por su estilización romántica de esos elementos realistas y negro por el implacable fatalismo que domina a estos dramas en los que la felicidad aparece como un espejismo inalcanzable, que rezuman una visión sombría y pesimista del hombre, tendiendo un puente entre el gusto populista de los treinta y el desesperado nihilismo existencialista que cristalizará en la posguerra.

No es casual que algunas de las películas más significativas de la serie, como El signo de la muerte (Le grand jeu, 1933) de Jacques Feyder y La bandera (La bandera, 1935) de Julien Duvivier, estén situadas en el marco de la Legión, último refugio de los peores depósitos de la resaca social, o que sus personajes se presenten, como el protagonista de El muelle de las brumas (Quai des brumes, 1938), de Marcel Carné, como desertores del ejército colonial. Otras se desarrollan en el turbio laberinto de la Casbah argelina —Pépé-le-Moko (1936) de Julien Duvivier—, en la brumosa zona portuaria de Le Havre (El muelle de las brumas), o en una sórdida pensión, como la Pension Mimosas (1934) de Jacques Feyder, poblada por tahúres, y el Hôtel du Nord (1938) de Marcel Carné, situado junto al canal de Saint-Martin.

La bandera (1935) de Julien Duvivier.

 

Jacques Prévert y Charles Spaak aportaron la mayor parte de los guiones del movimiento naturalista poético, en el que, a decir verdad, privaba descaradamente lo poético y lo romántico sobre lo realista, utilizado tan sólo como sugestivo armazón plástico por su riqueza expresiva y su turbio pintoresquismo, caldo ideal de cultivo de sus dramas pesimistas sobre la degradación humana y la aplastante inflexibilidad del destino. Raramente sus personajes escaparon a la excepcionalidad social, y cuando Duvivier decidió prescindir de maleantes o proscritos para utilizar vulgares y honestos obreros desempleados, como hizo en La belle équipe (1936), coronó también su aventura con el fracaso final de su empresa cooperativa, debido como siempre a la presencia perturbadora de una mujer, ángel-demonio que precipita invariablemente todas las tragedias de este ciclo, demostrando que debe mucho más al romanticismo y al Kammerspielfilm que al realismo puro y simple, tal como lo entendieron los rusos y lo entenderán los italianos.

Jacques Feyder fue quien disparó este ciclo, con El signo de la muerte y Pension Mimosas, que tuvo sus más asiduos cultivadores en Julien Duvivier y en Marcel Carné. Con La bandera, que ofrece unas imágenes inéditas del famoso «barrio chino» de Barcelona, La belle équipe y Pépé-le-Moko, Duvivier lanzó al actor Jean Gabin y lo impuso como un puntal de esta serie, antihéroe de perfil trágico, mauvais garçon u obrero simpático, mascullando su argot con acento canalla y confinado al gris suburbio de las ciudades industriales o bien a la jungla de los bajos fondos.

Pero fue Marcel Carné, procedente del periodismo cinematográfico, quien, trabajando casi siempre con guiones del poeta Jacques Prévert, hizo culminar el movimiento con El muelle de las brumas, que creó la popular pareja Jean Gabin-Michèle Morgan, Hôtel du Nord y Amanece (Le jour se lève, 1939), en donde asistiremos a la tragedia de un hombre que, acosado por la policía en el interior de un edificio suburbial, evoca el drama amoroso que le condujo al crimen y finalmente se suicida al romper el día. Jean Grémillon, también con un guión de Prévert, cerró la serie con Remordimiento (Remorques, 1939-1940), con Jean Gabin convertido en marinero navegando contra las revueltas corrientes del destino, de nuevo junto a Michèle Morgan.

A este deprimente retablo habitado por desarraigados y asociales podría añadirse el Raskolnikoff (Pierre Blanchard) de Crimen y castigo (Crime et châtiment, 1935), de Pierre Chenal, muy coherente con los tintes sombríos y el axiomático determinismo pesimista del «naturalismo poético». Al hacer el balance de este ciclo, removiendo entre el lodo y los escombros de sus universos rarefactos, podremos recapitular un impresionante catálogo de hombres y mujeres proscritos por la sociedad, que han quemado inútilmente sus vidas en busca de una imposible felicidad. Veremos suicidarse al bandido Pépé-le-Moko (Jean Gabin), después de ser apresado por la policía en el puerto, al atreverse a salir del refugio de la Casbah por causa de su amor hacia Gaby (Mireille Balin); contemplaremos el trágico final del desertor Jean (Jean Gabin), cuando pretendía huir con Nelly (Michèle Morgan) al Brasil, para construir una nueva vida en El muelle de las brumas; asistiremos, en fin, al fracaso colectivo de los obreros de La belle équipe, enfrentados por el amor de Gina (Viviane Romance), y a las últimas horas de François (Jean Gabin), que antes de suicidarse rememora la historia de su crimen pasional, en Amanece.

Este denso ciclo canaille, que ofrece jugosos elementos para un estudio de la mitología imperante en los años del Frente Popular, ejerció gran fascinación sobre los públicos cultivados de Europa. Su negro pesimismo hizo que estas películas fuesen muy admiradas por la joven crítica italiana, como reacción contra la retórica optimista de su cine oficial. Los puntos de vista actuales son muy distintos, y estos films han caído en un olvido no siempre justo.

Pasemos por alto todo lo que de melodramático tiene la serie, que no es poco, con los personajes femeninos convertidos en detonantes sistemáticos de estas tragedias arrabaleras, pues la calidad del ropaje literario y la riqueza visual de sus imágenes, creadas con filtros difusores y artificiosas brumas de estudio, recubren estos fangosos melodramas con una capa de negra poesía que, en algunos casos, ha soportado airosamente la carcoma del tiempo. Aunque vistas las cosas con perspectiva, este ciclo pesimista que ventiló tantas ruinas humanas puede aparecérsenos hoy como una detección sutil de la atmósfera densa y cargada que precede a la tormenta de la guerra. El naturalismo poético francés, que guarda no pocos puntos de contacto con «las tragedias cotidianas» del naturalismo alemán, es el lenguaje artístico que corresponde a una época de crisis, a un momento de quiebra de valores y de desconfianza en la estabilidad social. Y la involuntaria profecía pesimista de sus desgarradoras películas no va a tardar en cumplirse.

 LA EDAD MEDIA DEL CINE SOVIÉTICO

El gobierno soviético se había tomado muy en serio la importancia del cine como instrumento de información, agitación y propaganda para las masas. Si en 1925 había tan sólo dos mil salas de proyección sobre la gigantesca piel del país, al acabar el primer plan quinquenal (1928-1932) su número se había elevado a veinte mil. En contraste con esta espectacular expansión, la importación de películas extranjeras fue drásticamente limitada en un intento de autoabastecer su mercado interior y el cine sonoro no fue adoptado hasta disponer de un sistema propio que evitase el vasallaje al capital extranjero, de modo que no comenzó a difundirse hasta 1931, gracias a los trabajos de los ingenieros P. G. Tager y A. F. Shorin.

El cine sonoro soviético inició su marcha con paso titubeante, a pesar del éxito excepcional de su primer largometraje, El camino de la vida (Putevka v zizn, 1931) de Nikolái Ekk, inspirado en las experiencias pedagógicas de Makarenko, que exponía un retablo desgarrador de la infancia abandonada y delincuente (bezprizornye), al término de la guerra civil, reeducada y recuperada por la sociedad mediante el trabajo en común, en la construcción de una línea ferroviaria. Pero este impresionante documento social (que por su esperanza de recuperación de los jóvenes mediante el trabajo fue uno de los motivos de ruptura de algunos surrealistas con el comunismo) domina con mucho el nivel medio de los primeros años del cine ruso y será un insólito meteoro sin continuidad inmediata.

El sonido era una novedad que, al nacer, hizo fruncir el ceño a los grandes maestros del cine soviético, y para preservar la libertad del montaje habían postulado su empleo antinaturalista y contrapuntístico. Pero en 1931 se han producido ya en el mundo películas sonoras tan decisivas como Aleluya, El ángel azul y Bajo los techos de París, de modo que veremos a Pudovkin apropiarse del nuevo elemento expresivo con un gran entusiasmo experimental, en El desertor (Dezertir, 1933), tras el fracaso de su Prostoi sluciai [La vida es bella] (1931), película que se exhibió finalmente en versión muda y en la que Pudovkin experimentó el «primer plano del tiempo» (ralentí).

Aunque Pudovkin —y con él todos los cineastas soviéticos— acabará aceptando el sonido sincrónico con todas sus implicaciones, se resistirá a admitir la decadencia del montaje en la nueva estética y su película El desertor se realiza con cerca de 3.000 planos, cifra desmesurada en relación con las películas sonoras que se están haciendo por el mundo. En ella vuelve Pudovkin a los virtuosos efectos de montaje corto en las briosas escenas de choques entre los huelguistas alemanes y la policía. Pero además, El desertor va a resultar premonitoria sobre el destino del nuevo cine soviético. Su primera y última parte, que cantan la lucha revolucionaria de los obreros portuarios de Hamburgo, vibran con el aliento de las grandes epopeyas revolucionarias del mejor cine ruso. Su segunda parte, en cambio, que muestra la estancia del obrero «desertor» alemán en la Unión Soviética, tiene el tono de un sermón propagandístico, chato y convencional. Y es que, como veremos enseguida, resultan mucho más agradecidas y brillantes, artísticamente hablando, las gestas del combate revolucionario, las escaramuzas callejeras con la policía, la furia de la lucha de clases y la crítica del capitalismo que los sermones de propaganda y el cine didáctico, cantando las excelencias de la patria del comunismo. Esta nueva etapa, que corresponde a los duros años de industrialización acelerada y de construcción del socialismo, abre una ingrata Edad Media en la historia del cine soviético, en su tránsito del «cine de poesía» al nuevo «cine de prosa».

La puesta en marcha del segundo plan quinquenal en 1932 incluye un atento replanteamiento de la situación del cine y una fijación de directrices para su desarrollo ulterior. Ya en el Congreso de Trabajadores del Cine de 1928, a las puertas del primer plan quinquenal, se había iniciado la crítica contra el «fetichismo técnico» de las grandes producciones soviéticas mudas y se había pedido una más austera funcionalidad expresiva, para que la narración cinematográfica fuera asequible e inteligible a todos los espectadores, que van desde los profesores universitarios hasta los incultos mujiks. No hay que olvidar el hecho de que el lenguaje cinematográfico se basa en una serie de convenciones gráficas (sucesión de planos con diferentes tipos de encuadre, saltos espaciales y temporales, etc.), cuya comprensión requiere un aprendizaje mental. Las proyecciones de películas en zonas rurales en las que el cinematógrafo era desconocido habían demostrado que una gran parte del público, especialmente el de más edad, era incapaz no ya de seguir las incidencias argumentales, sino de comprender las elementales convenciones de la gramática cinematográfica. Por eso el Partido pide que se renuncie a los «intelectualismos» y «formalismos», que es tanto como decir a la libre experimentación, en aras de una mayor eficacia social. Ésta es una de las contradicciones inherentes a este arte de masas, en donde con demasiada frecuencia la audacia expresiva anda reñida con la aceptación popular, a pesar de que el caso excepcional de Chaplin o el de El acorazado Potemkin demuestren que también es posible lograr un equilibrio a nivel genial entre calidad y amplia popularidad.

En 1932, pues, se gesta la teoría artística del «realismo socialista», que será definido en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos (1934) como «la representación verídica de la realidad apresada en su dinamismo revolucionario». Marx ya había defendido la tesis del arte realista, criticando la presentación de los personajes «con coturnos en los pies y una aureola alrededor de la cabeza», y Engels lo definió como «la representación exacta de personajes típicos en situaciones típicas». Y si es bueno que el arte refleje la realidad en su dinámica dialéctica, es malo que nazca en los despachos de los burócratas, que poco conocen de ella y que, en el mejor de los casos, confunden lo que es con lo que ellos querrían que fuese. El «realismo socialista», entendido como consigna burocrática más que como producto de una espontaneidad creativa, dominará a una parte de la producción de la Edad Media del cine soviético, que ha pasado de la era de la poesía a la era de la prosa. Su fe de vida aparece con Contraplán (Vstrechnij, 1932), de Frederij Ermler y Serguéi Yutkevich, película que responde al esquema del realismo socialista aplicado al cine y que resulta ser, según como se mire, una curiosa película policíaca de suspense.

Contraplán trata de la construcción de un gigantesco prototipo de turbina, cuya fabricación tropieza con los manejos de un ingeniero saboteador, aunque finalmente y después de muchas vicisitudes el plan de producción logrará cumplirse puntualmente. Aquí aparece ya la acentuada «tipificación» maniquea de los personajes, que es tanto como decir aniquilación psicológica, y que, si era válida en las epopeyas colectivas de Eisenstein, demostrará ahora su insuficiencia aplicada a conflictos de personajes individualizados, que aparecen como monigotes moralmente predeterminados y desprovistos de toda complejidad, en aras de su fácil comprensión por parte de los más vastos y heterogéneos públicos.

La discutidísima teoría del «tipo», difícil compromiso entre lo general y lo particular, será uno de los caballos de batalla de las polémicas en torno al «realismo socialista», que para explicar las fuerzas que mueven la realidad social tenderá peligrosamente a sustituir a los personajes vivientes por símbolos didácticos. Con todo, en Contraplán palpita el aliento revolucionario en algunas curiosas escenas, como la del nacimiento a la vida de la descomunal turbina, que adquiere el carácter de un protagonista vivo, con el ruido de sus entrañas auscultado ansiosamente por el viejo Babchenko, como un médico auscultando el corazón de un gigantesco bebé de acero. Las máquinas son, para la nueva sociedad en acelerada transformación, elementos preciosos a los que se mima y mitifica, como ocurre durante el dramático suspense de la puesta en funcionamiento de la turbina.

Este fetichismo tecnológico será una de las características del cine revolucionario que canta la transformación industrial. Ya vimos el papel que jugaban los tractores en La línea general y en La tierra. La constancia de esta obsesión hará nacer en los países capitalistas, cuyo momento histórico-social no tiene nada que ver con el ruso, la chanza de que «el chico y la chica se casaron y tuvieron un tractor». Y es que al enjuiciar la instrumentalización política del cine soviético —que condujo a resultados lamentables en el plano cultural— no hay que olvidar la observación de Marcuse: «Lo que es irracional fuera del sistema, es racional dentro del sistema».

Las tareas urgentes de la industrialización y de la revolución agraria convertirán al cine soviético en un arma propagandística de emergencia, con todo lo que ello supone. En este ingrato momento artístico, Eisenstein abandona el país junto con su operador Tissé y su ayudante Grigori Alexandrov para estudiar en el extranjero la nueva técnica del cine sonoro A su paso por París estampa su firma en la Romanza sentimental (Romance sentimentale, 1930), que realiza su ayudante, y luego se embarca en dirección a Hollywood. El periplo americano de Eisenstein será una de las páginas más dolorosas que registra la historia del cine. Si la dictadura del proletariado plantea a veces incómodas consignas a la libertad creadora del artista, ahora se constatará que la dictadura del capital es capaz de destrozar a los más potentes genios de la creación. La Paramount rechazó uno tras otro los proyectos que le sometió Eisenstein, entre ellos una adaptación de An American Tragedy de Dreiser, que finalmente sería encomendada a Sternberg.

En situación angustiosa, con la negativa de las autoridades de prorrogar su permiso de residencia en el país, Eisenstein encontró su última oportunidad en el proyecto que le ofreció el escritor Upton Sinclair para realizar una gran película en México, que a través de un prólogo, un epílogo y cuatro episodios (Sandunga, Magüey, Fiesta y Soldadera) componían un vasto fresco que sintetizaba los grandes temas de la historia y de la cultura mexicanas: la superposición de la civilización cristiana a una cultura pagana, la explotación de los peones en las grandes haciendas y los estallidos revolucionarios, el ritual del amor y de la muerte en los trópicos… ¡Que viva México! (1930-1931) podría haber llegado a ser la película más importante de la brillantísima carrera de Eisenstein. Pero cuando llevaba rodados cerca de cuarenta mil metros (o sea, unas veinticuatro horas de proyección), Upton Sinclair le retiró el apoyo económico, sumiendo a Eisenstein en la consternación.

El material impresionado había sido remitido regularmente a los Estados Unidos, pero Eisenstein se encontró hundido y desarmado al negarle la policía el permiso de entrada en este país. La penosa aventura de ¡Que viva México! concluyó de la peor manera, con gran parte del prodigioso material plástico que rodó Eisenstein malvendido a la Bell and Howell y montado por manos mercenarias. Con los retazos de su monumental retablo destrozado se montarán, entre otras películas, Tormenta sobre México (Thunder Over Mexico, 1933), de Sol Lesser y Upton Sinclair, Death Day y Time in the Sun, de Marie Seton, obras que jamás fueron reconocidas como propias por el genial director ruso. Con el material que pudo salvarse de este desastre, el historiador Jay Leyda montó su interesantísimo Eisenstein’s Mexican Film: Episodes for Study, en 1957.

Profundamente deprimido, Eisenstein regresó a su patria, en donde tampoco pudo llevar a feliz término el rodaje de La pradera de Bejin (Bejin lug, 1935-1937), tragedia campesina saboteada por Boris Chumiatski, a la sazón máximo responsable de la Dirección Central de Cinematografía, que la juzgó poco ortodoxa en el plano político (hasta 1965 no se exhibió en la URSS —y luego en todo el mundo— un montaje realizado con fotos fijas de esta película inconclusa que, según la versión oficial, fue destruida durante la guerra, al evacuar los estudios Mosfilm a Alma-Ata). Entonces Eisenstein, como Pudovkin, se refugió en la enseñanza en el Instituto de Cine y en la elaboración de su importante obra teórica, hervidero de ideas fecundísimas sobre el empleo del sonido y del color, que desgraciadamente no tuvo ocasión de experimentar durante estos años cruciales para la evolución de la técnica cinematográfica.

Este período de indecisión y titubeo del cine soviético se cerró con el éxito arrollador de Chapaiev, el guerrillero rojo (Chapaiev, 1934), de Serguéi y Gueorgui Vassiliev, que en tres años fue vista por cincuenta y dos millones de espectadores y que Stalin puso como ejemplo y modelo de lo que debía ser el realismo socialista en cine. Chapaiev, el guerrillero rojo señalaba el fin de una etapa y el nacimiento de otra. Basada en la novela histórica de Dimitri Furmanov, narraba las gestas de este héroe de la guerra civil, mostrando su transición de guerrillero de tendencias anarquistas hasta su incorporación a la disciplina del naciente Ejército Rojo. Ha sido otra vez, como vemos, una gesta épica la que ha devuelto su perdida grandeza al cine revolucionario. Pero esta gesta épica, a diferencia de los grandes retablos colectivos de Eisenstein, tenía por hilo conductor a un «héroe positivo» individualizado. Sin embargo, uno de los méritos mayores de la película fue el de no caer en un tipo monolítico y sin defectos, sino mostrar a un ser humano limitado por numerosas deficiencias. La misma objetividad ocurría en la presentación del enemigo, sin ocultar sus perfiles heroicos, como en la impresionante carga de los oficiales blancos, avanzando impertérritos a ritmo de tambor, mientras sus filas van siendo diezmadas por las balas del enemigo. Las debilidades de Chapaiev, su incultura y sus torpezas, eran parcialmente suplidas por un comisario político, de modo que este film a la gloria de Chapaiev era también contra Chapaiev, pues como observa sagazmente André Bazin, «ponía en evidencia la primacía de una visión política a largo plazo sobre la acción de un jefe de guerrillas heroico y provisionalmente útil».

Chapaiev, el guerrillero rojo (1934), de Serguéi y Gueorgui Vassiliev.

 

Con el inmenso éxito de Chapaiev, el guerrillero rojo nacía el primer gran héroe individual del realismo socialista, históricamente ligado a las masas populares. Este detalle y su independencia de todo arquetipo generado por el star-system es lo que diferencia, precisamente, a un héroe de este corte de los del cine occidental, como Tom Mix, Río Jim, Pearl White o Douglas Fairbanks. Chapaiev sería el primer héroe, pero no el último, del nuevo cine soviético. Pisándole los talones apareció el obrero bolchevique Máximo, cuya evolución fue narrada en una trilogía que totalizó seis horas (1934-1939), realizada por Grigori Kózintsev y Leonid Trauberg, a través de tres momentos históricos significativos: antes de la Primera Guerra Mundial, julio de 1914 y el año 1918. El obrero Máximo fue un héroe popularísimo en la Unión Soviética, como Nick Carter o James Bond lo serían en Occidente. El éxito de esta fórmula permitió emprender también una trilogía sobre la vida del héroe de las letras Máximo Gorki, que realizó Mark Donskoi (1938-1940).

El desplazamiento del cine de masas hacia la biografía forzará al cine soviético hacia un mayor psicologismo, como se hace evidente en Veliki grazdanin [El gran ciudadano] (1939) de Frederij Ermler, biografía camuflada con seudónimo del dirigente bolchevique Serguéi Kírov, asesinado en 1934, que debatía los problemas de la industrialización que por aquellos años eran el eje de la planificación económica.

El cine aplicado a exponer las grandes gestas revolucionarias, como Los marinos de Cronstadt (My iz Kronstadt, 1936) de Dzigan, o las biografías de sus protagonistas, como la del profesor Polezaiev en El diputado del Báltico (Deputat Baltiki, 1937), de Zarkhi y Kheifits, inspirada realmente en la figura del botánico Timiriazev, es una consecuencia lógica del imperativo realista y del interés por los capítulos más recientes de la historia patria. Dovjenko se plegó a esta corriente que Jay Leyda califica de «realismo histórico» con Chors (1939), canto al modesto carpintero que se convirtió en héroe de la guerra civil en Ucrania, y Pudovkin aportó al capítulo histórico Minin i Pojarski (1939) y una biografía del general Suvorov (1941), ambas en colaboración con Mijaíl Doller y galardonadas con el Premio Stalin en 1941.

Entretanto, la evolución formal del cine soviético ha sido muy considerable. La estética sonora ha encontrado sus cauces a través de una adecuada valorización del diálogo. Todavía en 1934 aparece una película muda, la adaptación que Mijaíl Romm hace de Boule de suif, de Maupassant, sustentada en la técnica del primer plano. Pero este mismo año se produce un título que significa una decisiva ruptura estética. Se trata de la adaptación del drama de Ostrovski La tempestad (Grozà), por Vladímir Petrov, hombre de formación teatral, que ha estudiado en Londres a las órdenes de Gordon Craig. Su película critica la moral oscurantista de la época del zarismo, a través de la historia de un adulterio que concluye en suicidio. Esta especie de Madame Bovary eslava debe a su procedencia teatral un tratamiento en planos largos, con algunos movimientos de cámara complejos, que harán que Pudovkin, aun añorando la eficacia específica del montaje y acusando a la película en cuestión de «teatralizante», escriba que se trata «de uno de los primeros films de nuestro cine que haya dado al actor la posibilidad de sentirse un ser humano».

La nueva estética sonora, que en Occidente están forjando Jean Renoir y William Wyler, se consolida también en la Unión Soviética con una revalorización del juego interpretativo a través de lo que más tarde se llamará la técnica del plano-secuencia y abandonando la gran fragmentación del cine-montaje clásico, que por su selectividad y capacidad de sugestión era especialmente apto para la orientación psicológica del espectador y la eficacia propagandística. El propio Eisenstein, maestro en el arte del montaje, explicó desde 1933 en sus cursos en el Instituto de Cine la técnica del plano-secuencia y la composición en profundidad, refiriéndose al «montaje dentro del encuadre», equivalente a lo que más tarde Mijaíl Romm llamará «toma de vistas en montaje».

Fue Petrov quien inició el ciclo de exaltación histórico-nacionalista en la producción rusa, que nace como respuesta al agresivo reto del nazismo, con su barroco y monumental fresco en dos partes sobre Pedro el Grande (Petr Piervyi, 1937-1939), orientación que culminó Eisenstein con Aleksandr Nevski (1938), que cerraba para su autor un paréntesis de diez años de improductividad creadora, en el curso del cual elaboró su revolucionaria teoría del montaje audiovisual, entendido como conjunción, conflicto o contrapunto de dos elementos de naturaleza distinta: la imagen y el sonido.

En Aleksandr Nevski aparecen novedades importantes en relación con la obra anterior del maestro. Sin abandonar por completo su clásica concepción coral, Eisenstein centró sin embargo su película en la exaltación de este héroe nacional del siglo XIII, que logró la unidad de su pueblo y batió a los Caballeros Teutones en 1242. También desaparece aquí su vigoroso estilo documental, que otorgó una patética veracidad a El acorazado Potemkin, para ser sustituido por una estilizada reconstrucción y un simbólico grafismo lineal (ángulos agudos = agresividad; líneas verticales = autoridad; cuadrados y círculos = defensa). Esta elaborada simbología alcanza también a los colores de los contendientes: blanco (muerte, crueldad) para los teutónicos; y negro (heroísmo, patriotismo) para los rusos. Tan extremado intelectualismo se aplicó también al montaje audiovisual, buscando una exacta correspondencia paralela entre las fluctuaciones de la línea melódica de Prokófiev y el grafismo de sus encuadres.

Este inmenso esfuerzo de ingeniería artística tendría como contrapartida, exceptuando las escenas antológicas (como la memorable batalla del lago), una incómoda frialdad que planea sobre esta espléndida ópera cinematográfica «en blanco mayor», como la denomina Sadoul, que marca un hito en la evolución estética del cine sonoro por su innovador montaje audiovisual y por su perfección formal. Película de exaltación patriótica que canta el heroísmo del pueblo ruso en función de su caudillo, se cerraba con una severa advertencia del príncipe Nevski, señalando que la misma suerte que habían corrido los Caballeros Teutones la correrían quienes osaran invadir su territorio. A las puertas de la Segunda Guerra Mundial, Hitler era el destinatario de este mensaje que, insensatamente, se atrevió a menospreciar, y bien que habría de pesarle en la hora amarga de Stalingrado.

A diferencia de lo que ocurre en Occidente, en la Unión Soviética el cine no se plantea como un negocio destinado a devengar dividendos, sino como un servicio prestado a la comunidad. Sería ingenuo ignorar los errores y abusos que pueden derivarse de tal servidumbre didáctica y propagandista, pero en cualquier caso las ideas de servicio y de utilidad social dominan todos sus géneros. No es casual, por lo tanto, que una parte de la producción rusa se aplique para cubrir la demanda del público infantil. Con películas infantiles inició su carrera Petrov, y el cine de marionetas, creado por Ladislas Starevich, tendrá ocasión de fundirse magistralmente con actores de carne y hueso en la fábula sobre El nuevo Gulliver (Novy Gulliver, 1935) de Aleksandr Ptushko, que con finalidad didáctica enseña que la unión de muchos, aunque sean pequeños y débiles, puede conseguir el objetivo deseado. Argumentos de Julio Verne fueron vertidos al cine y Legotchin creó una obra maestra con Byeleyet parus odinok [A lo lejos una vela] (1937), con las imágenes de la Revolución vistas a través de los ojos de dos niños, hijos de un pescador y de un maestro respectivamente, que cooperan en la lucha. Y es que el cine soviético, no debemos olvidarlo, además de pasatiempo es un arma ideológica de capital importancia en la gran batalla de la cultura de masas.

EL CINE DOCUMENTAL

El cine nació como documental, como reproducción pura y simple de la materia bruta y sin elaborar que se desarrollaba ante las protohistóricas cámaras de Lumière: llegada de un tren, salida de una fábrica, parada militar, demolición de un muro. Pronto rebasó este ingenuo anecdotario para convertirse en testimonio gráfico de actos históricos, protagonizados por los notables de la época, como el zar Nicolás II en la ceremonia de su coronación, el matrimonio del príncipe de Nápoles, el presidente Porfirio Díaz o McKinley en un discurso a la nación. Orillemos discretamente el denso capítulo de las «actualidades reconstruidas» que tan benévolamente aceptaba el público de la época, porque encierran una contradicción ontológica con el género que nos ocupa, para pasar a la prensa cinematográfica periódica ingeniada por Pathé, con su gallo que todo lo sabe y que todo lo ve. Con el noticiario de actualidades, el documental se incorpora de un modo regular y definitivo a la industria del cine.

Los ingleses se llevaron la palma en el terreno del documental en los años heroicos del cine. El país de los grandes filósofos empiristas comprendió el gran poder de la cámara como instrumento de conocimiento del mundo sensible. El productor Charles Urban, fundador de la Warwick Film Co. y de la Urban Trading Co., favoreció la aparición de numerosos documentales geográficos y científicos, con atrevidas incursiones en el mundo microscópico, realizados por Ormitson Smith, George Rogers, Rider Noble y Martin Duncan. También fue el operador inglés H. G. Ponting quien realizó el primer gran documental con 90o South (1910), salvado milagrosamente de la trágica expedición de Scott al polo Sur, diario gráfico de un viaje al infinito sin billete de vuelta, que demostraba que los Lumière habían acertado al bautizar a su invento como «gran viajero», haciendo posible que las imágenes del último rincón del mundo pudiesen pasearse por las salas de proyección de todos los países.

Con ser todo esto muy importante, limitaba al cine a pasivo reproductor de las apariencias de las cosas. El género documental tendría que aguardar hasta la aparición de Robert J. Flaherty para alcanzar su mayoría de edad, con el material visual construido y articulado con sentido e intención y centrado sobre el hombre, con sus afanes y sus luchas, en calidad de gran protagonista.

Nacido en Michigan, pero de ascendencia irlandesa, Robert Joseph Flaherty estudió en la Escuela de Minas de Michigan, pero sintiendo la llamada de la aventura se convirtió en explorador y cazador en las regiones inhóspitas del Canadá, emprendió varias expediciones a la bahía de Hudson y estableció un mapa detallado de las costas del canal de Fox. Desde 1913 había cultivado el cine como simple aficionado, pero hasta 1920 no pudo contar con el suficiente apoyo económico, en este caso el de la empresa peletera Révillon Frères, para lanzarse a la gran aventura documental con garantías suficientes.

Casi un año pasó Flaherty con su cámara entre los hielos de la bahía de Hudson para rodar la tremenda epopeya de la lucha del hombre contra una naturaleza hostil en Nanuk, el esquimal (Nanook of the North, 1920-1922). Su protagonista es Nanuk, un modesto esquimal con su esposa Nyla, sus hijos y sus perros. Su tema es el más simple que pueda darse: las vicisitudes de su vida cotidiana. Con Nanuk, el esquimal el cine documental trasciende el estatuto de mera apariencia de las cosas para convertirse en drama, en drama veraz, sin trampa ni cartón, y además y por vez primera un primitivo, lo que solía denominarse un «salvaje», era protagonista de una película.

Nanuk, el esquimal (1922) de Robert J. Flaherty.

 

El enorme e inesperado éxito de este film polar, sin estrellas ni lujosas escenografías, abrió los ojos de los industriales de Hollywood y la Paramount propuso a Flaherty el rodaje de un documental en los mares del Sur. Aceptado el encargo, Flaherty se embarcó con su tomavistas para las Samoa y, empleando película pancromática para obtener adecuada calidad de su riquísima gama de verdes y de la piel de los indígenas, rodó Moana (Moana, 1923-1925), interpretada por una joven pareja maorí. Su belleza plástica no bastó para borrar el recuerdo de su anterior creación, ya que Moana carecía de aquella dramática dureza y caía en la blanda exaltación rousseauniana del «salvaje bueno y feliz», situado en un mundo paradisíaco y sin conflictos.

Sin embargo, la acogida del público fue también excelente y los productores comenzaron a tomarse muy en serio aquello de los films «exóticos», protagonizados por salvajes y localizados en lugares no contaminados por la civilización blanca. La marea del cine exótico se inició, como subproducto flahertiano, a finales del período mudo. Sería injusto restar méritos a algunas de sus obras, como Sombras blancas en los mares del Sur (White Shadows in the South Seas, 1927-1928), rodada por W. S. Van Dyke en Tahití, al principio con la colaboración de Flaherty, que lo abandonó disconforme con la intervención de algunos actores profesionales. La película iba a resultar un producto de gran belleza, pero híbrido desde el punto de vista del rigor documentalista. En ella se barajaban tres grandes motivos: la visión documental de Tahití y de las costumbres de sus indígenas, el poema de amor entre el médico blanco Matthew Lloyd (Monte Blue) y la nativa Fayway (Raquel Torres) y la denuncia de los inhumanos abusos de la colonización blanca en una sociedad primitiva, pero feliz.

Van Dyke no volvió a encontrar tanto aliento poético hasta que realizó en Alaska Eskimo (Eskimo, 1933), en donde demostró la primacía de la imagen haciendo que los indígenas hablasen su lenguaje esquimal. Pero el éxito de Sombras blancas en los mares del Sur le encasilló por algunos años como especialista de las películas exóticas de la Metro, con las «africanerías» al estilo de Trader Horn (Trader Horn, 1930), que obtuvo un éxito inmenso, y la serie de Tarzán, protagonizada por Johnny Weissmuller. Corramos un piadoso velo sobre El pagano de Tahití (The Pagan, 1929), lamentable caricatura de Sombras blancas que realiza Van Dyke para lucimiento de los pectorales y dorsales de Ramón Novarro, convertido en tahitiano de pura cepa y cantando en inglés Love Pagan Song.

Lo mejor del ciclo exótico —a pesar de los indiscutibles méritos de Batkiari (Grass, 1926), sobre las migraciones estacionales kurdas, Chang (1927), rodado en las selvas de Siam por Ernest B. Schoedsack y Merian Cooper con la innovadora utilización del objetivo zoom, y de la aventura robinsoniana de Caín (Caïn, aventure des mers exotiques, 1930), rodada por Léon Poirier en Madagascar— fue sin lugar a dudas el espléndido Tabú (Tabu, 1930), la obra póstuma de F. W. Murnau. También esta película se inició con la colaboración de Flaherty, que no pudo llegar a buen término por las discrepancias entre su criterio documentalista y el subjetivismo creador de Murnau, tributario del romanticismo pesimista alemán. Aquí reaparece en imágenes de prodigiosa fuerza lírica su gran tema de la pareja enfrentada al Destino o a las fuerzas del Mal, con la mujer asumiendo el papel de víctima expiatoria. Reri y Matahi viven felices en Bora-Bora y se aman. Pero el gran sacerdote designa a la muchacha para ser consagrada a los dioses y, por tanto, declarada tabú para los hombres. Los jóvenes enamorados se fugan a una isla lejana, pero el gran sacerdote acabará por encontrarles y raptará a Reri, mientras su amante perece devorado por las aguas al intentar dar alcance a la canoa que se lleva a su amada. Trágico y bellísimo poema de amor, en donde los elementos naturales, como ocurre siempre en Murnau, se convierten en símbolos sin necesidad de falseamiento formal: el navío que entra por la izquierda del cuadro representando el destino, los pechos desnudos de los jóvenes que bailan a veinte centímetros sin poder tocarse… Durante el accidentado rodaje Murnau violó varios lugares declarados tabú por los indígenas de Bora-Bora y se dijo que su maldición fue la causa de su muerte en accidente de coche, antes de que llegase a estrenar la película.

Aunque todas estas obras, como los westerns americanos, aprovechaban de un modo realista los escenarios naturales, su realización no estaba presidida por una específica vocación documental, como ocurría con Dziga Vértov o con las obras de la célebre Escuela Documental Británica, creada por el sociólogo escocés John Grierson.

Grierson estudió Filosofía en la Universidad de Glasgow y, becado por la Fundación Rockefeller, se aplicó al estudio de los medios modernos de información y difusión cultural. De ellos, el cine fue el que atrajo más poderosamente su interés e, influido por el realismo soviético y el cine de Vértov en particular, realizó el documental Drifters (1929), sobre las tareas de la pesca del arenque en el Mar del Norte. Su producción estuvo asegurada por el Empire Marketing Board, departamento gubernamental encargado de los problemas de la alimentación del Imperio Británico, que el año anterior había confiado a Grierson la dirección de su departamento cinematográfico, de donde nacería la famosa Escuela Documental.

Grierson fue el aglutinador y el teórico de la Escuela, formada por Basil Wright, Arthur Elton, Paul Rotha, Harry Watt y Edgar Anstey y a la que se incorporarían, invitados por Grierson, Robert Flaherty y Alberto Cavalcanti. Grierson vertebró toda una teoría del cine documental, definiéndolo como «tratamiento creativo de la realidad». Él había observado que «el precio de una película oscila entre la suma que costaría la construcción de un hospital y el presupuesto indispensable para sanear los barrios bajos de Southwark». Consciente de tamaña responsabilidad social, no oculta que considera al cine «como un púlpito y usó de él como propagandista». Por eso piensa que «el documental inglés debe abandonar los horizontes lejanos de Flaherty» para tratar sus temas «con un sentido social más definido que lo que hicieron los franceses y los alemanes, y con una observación más precisa del trabajo y de los trabajadores que la desarrollada por los rusos».

Con Grierson nace y se desarrolla el documental de información laboral, comercial y social, protegido por instituciones gubernamentales como la GPO (Departamento de Comunicaciones), cuya sección cinematográfica dirige junto con Cavalcanti de 1934 a 1937, y por poderosas empresas comerciales que han descubierto en el cine un influyente medio de información y propaganda que puede alcanzar a todos los confines del Imperio. En 1939 Grierson pasó a dirigir el National Film Board del Canadá y desde 1946 a 1950 trabajó para el departamento cinematográfico de la UNESCO.

Flaherty se incorporó a la Escuela realizando junto con Grierson Industrial Britain (1931), sobre la artesanía ceramista de las Midlands inglesas condenada por el rápido desarrollo de la gran industria, aunque subrayando el papel primordial del hombre como factor de producción en la era maquinista. La verdad es que el temperamento lírico de Flaherty no se avenía muy bien con la rigurosa concepción sociológica de Grierson, de modo que no tardó en producirse su separación, en la que es fama que Grierson le dijo a su colega: «Tú márchate a buscar paraísos perdidos, si eso es lo que te gusta. Yo voy a ver lo que hay de puertas adentro. Tú busca los salvajes de los más apartados continentes. Yo voy a ver a los salvajes de Londres o de Birmingham».

Flaherty no desoyó el consejo porque marchó con su cámara a las inhóspitas islas de Aran, masas rocosas situadas al oeste de Irlanda y azotadas por un viento apocalíptico, cuyos habitantes libran cada día un combate homérico con el mar para arrancarle su subsistencia. Flaherty había decidido rodar un documental en aquella isla cuando regresaba a Europa en un barco con emigrantes arruinados por la crisis estadounidense y uno de ellos le explicó la pobreza terrible de la rocosa isla de Aran, que no dispone ni de un puñado de tierra cultivable. En aquel agreste escenario Flaherty rodó Hombres de Arán (Man of Aran, 1934), bello poema del esfuerzo del hombre, en el que anteponía no obstante su visión lírica y su concepción rousseauniana, filtros deformantes que daban mítica hermosura a la durísima lucha de aquella familia pescadora.

Las concesiones preciosistas, en cambio, no fueron casi nunca toleradas (con la excepción de Basil Wright) en la abundante producción de la Escuela Británica. Los temas navales, iniciados por Drifters, fueron una de sus constantes: Shipyard (1934-1935), de Paul Rotha, muestra la construcción de un gran transatlántico y los beneficios que se derivan de este trabajo para una pequeña comunidad inglesa; North Sea (1938), de Harry Watt, está dedicado a las comunicaciones radioeléctricas en el mar y tiende a adquirir una estructura argumental, como en los films de ficción.

En otra vertiente, Housing Problems (1935) de Arthur Elton y Edgar Anstey es un documental implacable y riguroso sobre el problema de las viviendas humildes, conducido con un estilo objetivista que será más tarde el de las encuestas televisivas y del cinéma-vérité. Alberto Cavalcanti dedicó su Coal Face (1935) al examen de la vida en los centros carboníferos, pero fue Basil Wright quien convirtió el testimonio documental en obra de arte con Night Mail (1936), en colaboración con Harry Watt, hermoso cine-poema sobre el tren correo nocturno que se desliza hacia Escocia atravesando la geografía del país, realzado por el bello texto poético de W. H. Auden que ocupa la banda sonora.

El mismo Wright había realizado en Ceylán uno de los más hermosos documentales de la Escuela, Song of Ceylon (1934-1935), por encargo de la Compañía Británica del Té. Aunque aquí se descubre la oreja de la propaganda colonialista, la película resulta fascinante por sus calidades poéticas y por su esfuerzo creativo en el campo audiovisual, con un inteligente uso del contrapunto eisensteiniano: el elefante empujando el árbol mientras suena el jadeo de una locomotora, la escena del muchacho y el cocotero ilustrada en la banda sonora con textos de rutinaria correspondencia comercial, el trabajo de los nativos contrapunteado con la narración de un viajero del siglo XVII.

Exceptuando las concesiones al lirismo de Basil Wright, el documental británico fue por lo general austero y con un prurito de objetivismo y de imparcialidad política (no se olvide que estaba financiado por el gobierno), que excluía toda demagogia y combatividad social. No se puede decir lo mismo, en cambio, de la llamada Escuela de Nueva York, que nació alentada por el clima liberal de la administración Roosevelt. Su centro fue la productora independiente Frontier Films, fundada por el fotógrafo y documentalista Leo Hurwitz y que agrupó a excelentes fotógrafos, críticos y realizadores, como Ralph Steiner, Pare Lorentz, Paul Strand, Jay Leyda, Lewis Jacobs, Oscar Serlin, Willard van Dyke y Herbert Kline. Sus documentales no fueron meramente descriptivos, sino que casi siempre tuvieron un acento de vigorosa protesta social. Pare Lorentz abordó con valentía los problemas agrarios del valle del Mississippi en The Plough That Broke the Plains (1936) y The River (1938), sobre un registro parecido al de Flaherty cuando, por encargo del Departamento de Agricultura, realizó con The Land (1940-1941) un sombrío retablo de la miseria campesina provocada por la implacable erosión geológica de grandes zonas de los Estados Unidos. Pero The Land, en la que por vez primera Flaherty rehuía la tentación lírica y plasticista para ceñirse al rigor testimonial, fue prohibida por el gobierno, considerándola excesivamente pesimista.

La orientación social de esta Escuela llevó a Paul Strand a México a recoger la tradición estética y revolucionaria de Eisenstein en Redes (The Wave, 1934-1936), que dirige en colaboración con Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel, con actores elegidos entre los humildes pescadores de Alvarado, en el golfo de Veracruz. Después Strand denunció la intolerancia racial y social de su país en Native Land (1938-1941), en colaboración con Leo Hurwitz, tenida por una de las mejores obras de la Escuela. Claro que la vida de estos vigorosos documentales es semiclandestina, excluidos de los grandes circuitos comerciales, ya que el público norteamericano se nutre con el periodismo brillante de la popular serie de noticiarios The March of Time (1934-1943), que produce el veterano Louis de Rochemont como suplemento de la revista Time, responsable de la penetración de una estética documental en algunas producciones comerciales de la posguerra.

También a Nueva York fue a parar, en 1936, el holandés Joris Ivens, cuya trayectoria artística es sumamente reveladora. Comenzó por realizar documentales científicos microscópicos (1927) y luego, bajo la influencia del impresionismo vanguardista, utilizó como pretexto el puente móvil sobre el Maas, en Rotterdam, en De Brug (1928), y la lluvia sobre Amsterdam, en Regen (1929), para realizar dos virtuosos cine-poemas casi abstractos. Pero en 1930 su obra sufre una inflexión y su mundo de formas puras se enriquece con la presencia del hombre, protagonista colectivo de Zuiderzee (1930), en la lucha contra la penetración de las aguas del mar. Esta epopeya del trabajo humano disputándole terreno al océano abre una nueva e importante etapa para Ivens, cuyo cine se centrará en adelante sobre los grandes problemas que atenazan al hombre, contra la opresión y la injusticia y en favor de su esfuerzo y de sus grandes realizaciones. Su espíritu polémico, que no excluye altísimas calidades líricas, le convertirá en un artista nómada que irá a la Unión Soviética para rodar Komsomol (1932), al corazón de las minas belgas para realizar Borinage (1933), a China para filmar The 400 Millions (1938) y a la doliente España en armas para arrancar el testimonio Tierra de España (Spanish Earth, 1937), que se exhibirá con un comentario de Ernest Hemingway.

La financiación de Tierra de España la obtuvo Ivens en Nueva York, de un grupo integrado por Hemingway, Dos Passos, Archibald Mac Leigh, Lillian Hellman y Frederic March. Su presentación tuvo lugar en la Casa Blanca y al acabar su proyección, el presidente Roosevelt exclamó: «¡Es un film que todo el mundo debería ver!» Y es que la guerra de España se ha convertido en un tema candente que apasiona a la opinión pública y atrae a operadores de todas las latitudes: Heart of Spain (1938) de Leo Hurwitz y Paul Strand, Return to Life (1938) de Henri Carter y Herbert Kline, Spanish A. B. C. (1938) de Thorold Dickinson y producido por Ivor Montagu, responsable también de Defense of Madrid (1938), Behind the Spanish Lines (1938) y Testimony of Non-Intervention (1938). Esther Chub monta Ispaniya (1939) con material del operador ruso Roman Karmen. En 1939 aparece Espoir (o Sierra de Teruel), del escritor y aviador André Malraux, que permaneció prohibida hasta la liberación de Francia. Sin necesidad de entrar en los temas de ficción, la lista de documentales sobre esta conmovedora página de historia se haría interminable.

El cine ha descubierto su importancia como espejo de la historia y como vehículo de información. Su destino es el de contribuir a que los hombres, de diferentes latitudes y de diversas costumbres, puedan conocerse y comprenderse mejor y, en consecuencia, se sientan solidarios en sus problemas y en sus objetivos. Y su misión es también la de profundizar en el conocimiento del mundo físico que les rodea, desde las formas de vida microscópicas hasta los cuerpos celestes que se mueven en el infinito. El auténtico fundador del documental científico fue el francés Jean Painlevé, que lo cultivó desde 1925 y permitió a los espectadores contemplar con ojos nuevos el mundo cotidiano, pero ignorado y fascinante, de los fenómenos del reino animal: el pulpo, el caballito de mar, el vampiro, la fecundación y los movimientos protoplasmáticos desvelaron, gracias al ojo analítico de la cámara, todos sus secretos. Por el camino desbrozado por el doctor Painlevé avanzará la legión de los Kulturfilms de la UFA, que a partir de 1940 se beneficiará de la incorporación del Agfacolor, para una más fiel y veraz reproducción del mundo físico.

DIBUJOS ANIMADOS

Los dibujos animados nacieron, en rigor, antes que el cine mismo. Recordemos las célebres Pantomimas luminosas que Émile Reynaud exhibía desde 1892 en el Museo Grévin para pasmo y delectación de los públicos parisinos. Pero Reynaud pintaba sus muñecos directamente sobre una banda de papel y no como se haría más tarde, es decir, fotografiando sobre película las series de dibujos.

Para que el cine de animación fuera una realidad era menester inventar previamente el trucaje llamado «paso de manivela» o «imagen por imagen», sobre cuya discutida paternidad (Stuart Blackton, Segundo de Chomón, Méliès) no entraremos, porque el auténtico pionero de los dibujos animados no fue ninguno de ellos, sino el francés Émile Cohl, que acabó sus días en la miseria a pesar de ser el fundador de un género que ha reportado luego tan ingentes beneficios económicos. Émile Cohl creó sus primeros monigotes en Francia (1908-1912), pero prosiguió su carrera en los Estados Unidos (1914-1916), en donde dio vida, en colaboración con McManus, al personaje Snookum, protagonista de la primera serie de dibujos animados del mundo y, de nuevo en Francia al acabar la guerra, creó junto con Louis Forton la serie protagonizada por Pieds Nickelés (1918-1919).

Pieds Nickelés (1917) de Émile Cohl.

 

Si el género nació en Francia, conoció su desarrollo y esplendor en los Estados Unidos. Muy poco después de que Cohl iniciase sus experiencias, Winsor McCay creaba en América el curioso y simpático personaje Gertie, el dinosaurio (1914), inspirándose en el estilo de las historietas cómicas populares. Fue también el norteamericano Earl Hurd quien perfeccionó decisivamente la técnica de los dibujos animados, al patentar en 1915 el uso de hojas transparentes de celuloide (cells) para dibujar las imágenes y que permitirían superponer a un fondo fijo las partes en movimiento (action). Este método de trabajo, mejorado por Raoul Barré, al servicio de Edison, y Bill Nolan, que introdujo el movimiento de panorámica en los fondos, abrió una etapa de gran progreso en los dibujos animados.

Los hermanos Max y Dave Fleischer dieron vida a personajes que alcanzaron gran popularidad, como el travieso payaso Coco (1920-1930) y la seductora Betty Boop (1930-1939), parodia de la vamp con su boca en forma de corazón y su traje ceñido y faldicorto, inspirado en la cantante Helen Kane, que alborotó a las ligas puritanas y finalmente fue prohibido por la censura de mister Hays. Su risa característica poopoo-pi-doo será un rasgo del que se apropiará otra vamp irónica de carne y hueso: Marilyn Monroe. Su más duradero personaje fue el marinero Popeye (1930-1947), creado originalmente por E. C. Segar para la publicidad de espinacas en conserva, pero que desbordó esta función a través de sus eternas querellas con el barbudo Bluto, disputándose los huesos más que el corazón de la flacucha Olive Oyl (Rosario), recuperada por Popeye gracias a sus contundentes argumentos físicos de que hace gala merced a una oportuna ingestión de espinacas. Su popularidad fue tan grande que la marina lo utilizó en sus campañas de reclutamiento antes de la Segunda Guerra Mundial. El australiano Pat Sullivan, por su parte, fue el autor del afortunado gato Félix (1917), preludio de los animales antropomórficos que creará Walt Disney.

Nacido en Chicago en 1901 (a pesar de que algunos seudohistoriadores se han empeñado en hacerle español a la fuerza) y fallecido en Hollywood en 1966, el caricaturista y dibujante publicitario Walt Disney se interesó por los dibujos animados hacia 1919 y creó la serie Alice Comedies (1924-1926) y la del conejo Oswald (1927-1928), antecedente del ratón Mickey (1928), ideado por su ayudante Ub Iwerks. La incorporación del sonido en 1928 le permitió jugar con los efectos musicales, creando felices gags cómicos. La etapa de las Sinfonías tontas (Silly Symphonies) se inició con La danza macabra (Skeleton Dance, 1929), en donde unos esqueletos golpeaban sus huesos emitiendo notas de xilofón, y adoptó felizmente el Technicolor a partir de Árboles y flores (Flowers and Trees, 1932).

Disney dio vida a una pintoresca fauna humanoide, como el perro Pluto (1930), el pato Donald (1934), el caballo Horacio y la vaca Clarabella, que caricaturizaban bajo sus rasgos animales la psicología de los humanos. Mickey Mouse, el primero de la serie y surgido de las cintas musicales, compañero de la encantadora Minnie, fue un personaje todavía elemental, cándido y bondadoso, que se convirtió en símbolo del triunfo del débil sobre la fuerza bruta. Pero poco a poco fueron haciéndose más complejos, astutos y hasta agresivos, como el perro Pluto y sobre todo el pato Donald, caricatura del americano medio, audaz e infantil, vanidoso y emprendedor, lujurioso e irascible, presa fácil de rabietas y de euforias delirantes. Todo un coro de animales estilizados, como la coqueta patita Daisy o el simpático, perezoso y despistado Goofy, pobló las fantasías de Disney con una tipología digna de la Commedia dell’arte y llena de intención, como la de la fábula de Los tres cerditos (The Three Little Pigs, 1935), en la que el cerdito trabajador no era devorado por el lobo, eco de las consignas políticas del New Deal de Roosevelt.

En 1935 Disney conquistó el nuevo perfeccionamiento de la truca multiplana, que facilitaba la descomposición del dibujo en varios términos independientes y que utilizó por vez primera en El viejo molino (The Old Mill, 1937). La madurez de su compleja organización industrial le permitió abordar los primeros largometrajes de dibujos animados de la historia del cine. El primero de ellos fue Blancanieves y los siete enanitos (Snow White and the Seven Dwarfs, 1937), que obtuvo un gran éxito mundial, pero que corroboró la debilidad de Disney cuando pulsa su registro sensiblero y moralizante y su incapacidad para animar con eficacia a los seres humanos de corte realista.

La realización de un largometraje de esta especie, que costó 1.700.000 dólares y contó con cerca de 400.000 dibujos, supone una vasta, rígida y eficaz organización, con una acentuada división del trabajo. Pero sus estudios de Burbank estaban en condiciones de acometer esta tarea y, bajo la supervisión de Disney, aparecieron Pinocho (Pinocchio, 1940), inspirado libremente en el personaje creado en 1880 por el italiano Collodi, Dumbo (Dumbo, 1941) y Bambi (Bambi, 1942), que confirman las virtudes y limitaciones del gran mago de los dibujos animados.

Seguro de sí mismo, Walt Disney emprendió con Fantasía (Fantasia, 1940) un ambicioso experimento audiovisual, intentando plasmar en imágenes la música de Bach (Toccata y fuga), Chaikovski (Cascanueces), Dukas (El aprendiz de brujo), Stravinski (La consagración de la primavera), Beethoven (La sinfonía pastoral), Ponchielli (La danza de las horas), Músorgski (Una noche en el Monte Pelado) y Schubert (Ave Maria). Casi nada. Para completar el tour de force combinó imágenes reales con dibujos animados e ideó para la película un sistema de sonido estereofónico con cuatro pistas (Fantasound), sistema que había ensayado ya Abel Gance en 1934. Pero la verdad es que este esfuerzo colosal, en donde los grandes maestros de la música vienen ilustrados con imágenes al gusto de las tarjetas navideñas, fue un fracaso artístico, del que tan sólo se salvó el fragmento de Mickey jugando peligrosamente, como el propio Disney, a aprendiz de brujo, en su simpático y habitual universo poético del que jamás debió salir su autor.

Fantasía venía a inscribirse en el dibujo animado de vanguardia, que había conocido ya algunas curiosas experiencias audiovisuales en Europa. Así, por ejemplo, Une nuit sur le Mont Chauve (1933) de Alexandre Alexeieff y Claire Parker, con música de Músorgski, obra en que se obtenía la animación mediante una pantalla de alfileres, cuyas cabezas componían las figuras en un estilo puntillista. Otras obras de este tipo fueron L’idée (1934) de Berthold Bartosch, con música de Arthur Honegger, La joie du vivre (1934) de Hoppin y Gross y música de Tibor Harsányi, o la cinta abstracta Colour Box (1935), pintada directamente sobre película por el neozelandés Len Lye, maestro de Norman McLaren.

Disney prosiguió sus combinaciones de imagen real y dibujo en Saludos amigos (Saludos amigos, 1942) y Los tres caballeros (The Three Caballeros, 1943), obuses propagandísticos destinados a la América Latina. Pero a pesar de su indiscutible potencia industrial y de la perfección de su técnica, a partir de 1940 su colosal imperio comienza a sentir los aguijonazos de los competidores. Walter Lantz, creador del osito Andy Panda, inicia en 1941 la serie del pájaro carpintero Woody Woodpecker, producida por la Universal, que introduce el sadismo y el furor destructivo en el género, rasgos que serán quintaesenciados como sustratum de la comicidad traumática de la pareja formada por el gato Tom y el ratón Jerry, creados por la imaginación de William Hanna y Joe Barbera, al servicio de Fred Quimby (Metro-Goldwyn-Mayer). Los excitantes sádicos de sus agitadas aventuras, que contrastan con el ternurismo de Disney, señalan un cambio de rumbo en el género, que se acentuará en la posguerra, sin que el mago de Burbank, y a pesar de los anzuelos tendidos a las Américas de más allá del Río Grande, pueda impedirlo. La Segunda Guerra Mundial cierra, en la historia del dibujo animado, la gran era de Walt Disney.

 EL CINE BRITÁNICO EN ESCENA

El cine inglés, que había conocido un glorioso amanecer con la Escuela de Brighton, se deslizó a partir de 1908 hacia la más completa postración, víctima del constante aumento de los costes de producción, de la competencia extranjera y del rigor puritano de sus censores. Los éxitos esporádicos, como el de David Garrick (1913) de Cecil Hepworth, se hicieron cada vez más raros y desde el final de la Primera Guerra Mundial su mercado se vio inundado por la avalancha norteamericana y su industria sin las fuerzas necesarias para competir, siquiera modestamente, con ella.

La parálisis del cine inglés se prolongó hasta finales del período mudo, momento en que se promulgó una legislación fuertemente proteccionista, la Cinematograph Film Act de 1927, culminación de un sinnúmero de debates parlamentarios y campañas de prensa iniciadas desde tres años antes. La Cinematograph Film Act fijó una producción mínima anual de cincuenta películas y para forzar su salida comercial impuso a los distribuidores y exhibidores una cuota mínima obligatoria del 5% de films ingleses en su programación. Como consecuencia de este enérgico estímulo, en un año la producción británica se quintuplicó y en 1936 la cuota se elevó al 20%.

El brusco crecimiento de esta mimada industria determinó la absorción de un crecido número de artistas extranjeros, que con su veteranía contribuirían a consolidar su solidez comercial. Alemanes como E. A. Dupont, Lothar Mendes o Henrik Galeen, húngaros como Alexander Korda, su hermano Zoltan y Paul Czinner, americanos como William Cameron Menzies y Sam Wood y franceses como René Clair y Jacques Feyder establecieron por algunos años su cuartel general en los estudios británicos. El capital inglés confió a estos extranjeros, de probada eficacia artística, sus obras más ambiciosas, que sirvieron para poner a prueba la capacidad de su industria. El astuto Alexander Korda, por ejemplo, fue enviado por la Paramount a Inglaterra en 1931 y allí fundó la empresa de producción London Films. Siguiendo la senda de las «vidas privadas» ideada por Lubitsch había realizado Korda ya en Hollywood La vida privada de Helena de Troya (The Private Life of Helen of Troy, 1927) y dispuso ahora de grandes medios materiales para la reconstrucción histórica de La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of Henry VIII, 1933), con una sensacional creación del actor Charles Laughton, en el papel del monarca lujurioso y glotón, caracterizado tal como lo pintó Hans Holbein, y que fue el primer gran éxito internacional del cine sonoro inglés (costó 60.000 libras y reportó un millón), a la vez que revelaba a su primera gran estrella femenina, Merle Oberon.

Korda prosiguió cultivando este filón con La última aventura de Don Juan (The Private Life of Don Juan, 1934), última interpretación de un Douglas Fairbanks en decadencia, y Rembrandt (Rembrandt, 1936), mientras su hermano Zoltan, especialista en films exóticos, viajaba a la India para rodar Sabú (Elephant Boy, 1935-1937) y a África para realizar una nueva versión en color (la anterior fue la de Lothar Mendes, en 1929) de la epopeya colonialista Las cuatro plumas (The Four Feathers, 1939). Tras la realización de Rembrandt, el crecimiento de la London Films impidió a Korda continuar dedicándose a tareas de dirección pero se convirtió en el timonel de la industria del cine británico.

La última aventura de Don Juan (1934) de Alexander Korda.

 

También supuso un gran esfuerzo material la producción de La vida futura (Things to Come, 1936), del americano William Cameron Menzies sobre guión de H. G. Wells, película de anticipación que muestra el retroceso de la humanidad a la era de las cavernas a causa de una guerra apocalíptica, salvada finalmente por una elite de tecnócratas y de científicos que implantan la Utopía del Bienestar. Otros éxitos notables del pelotón extranjero fueron El fantasma va al Oeste (The Ghost Goes West, 1935) de René Clair y el lacrimógeno Adiós, Mr. Chips (Good-bye Mr. Chips, 1939) de Sam Wood.

A pesar de que la artillería del cine sonoro inglés estuvo en manos de extranjeros, algunos nombres británicos comenzaron a despuntar con fuerza en este período, como Anthony Asquith, hijo del conocido político, que con la colaboración del inolvidable actor Leslie Howard y del incisivo humor de G. B. Shaw realiza un aplaudidísimo Pigmalión (Pigmalion, 1938). Carol Reed, influido por el estilo y la orientación social de la escuela documentalista, adapta la novela de A. J. Cronin The Stars Look Down (1939), que expone el fracaso de un minero que se ha convertido en ingeniero en sus intentos por mejorar las condiciones de vida en las minas de Gales. Sin embargo, quien más ruido armará de todos estos realizadores ingleses es el hijo de un comerciante de volatería llamado Alfred Hitchcock, que ha estudiado con los jesuitas y ha abandonado los libros de ingeniería para meterse en eso del cine, a ver qué pasa.

En la patria de Conan Doyle y de Edgar Wallace, Hitchcock fue quien prosiguió con mejor fortuna la rica tradición de la narrativa policíaca, aunque poniéndole sus gotas de ironía jesuítica. Su nombre comienza a sonar con El vengador (The Lodger 1926) y el productor John Maxwell le confía la realización de la primera película sonora del cine inglés: La muchacha de Londres (Blackmail, 1929), en la que una joven (Any Ondra), novia de un detective, comete un homicidio y tiene que ser arrestada por su novio. En Murder (1930) Hitchcock utiliza por vez primera en el cine, simultáneamente a La edad de oro de Buñuel, la voz en off como monólogo interior de un personaje. Ciertamente, no carece de inventiva este grueso y flemático inglés, que después de oscilar entre la comedia amable y el género policíaco se ha decidido finalmente por el último, en el que llegará a ser un consumado maestro.

Apartándose de caminos trillados, rehúye los tradicionales ambientes insólitos o truculentos para situar sus intrigas en medios cotidianos y domésticos, entre gentes normales y prosaicas que ven de pronto sus existencias sacudidas por el ramalazo de lo extraordinario. Esto da a sus películas cierto sabor documental y fuerza de veracidad. Está también la ironía, que hace ceder la brutal tensión psicológica de sus suspenses, anglicismo (to suspense: mantener en vilo) que se hará de uso común entre las gentes gracias a su obra. Claro que el suspense no lo ha inventado Hitchcock y es incluso anterior a los cuentos que desgranaba la ingeniosa Scherezade para mantener en vilo el interés del califa y salvar así su cabeza. Pero Hitchcock sublimará su técnica jugando con los nervios y con el masoquismo de los espectadores. Sus narraciones progresan implacablemente manteniendo siempre oculto un elemento importante de la intriga, hasta poner su interés al rojo vivo. Hitchcock ha propuesto el gráfico ejemplo del señor sentado en una silla bajo la que se oculta una bomba de relojería, de la que sabemos que estallará, pero ignoramos en qué momento.

Dotado de un estilo brillante y efectista, Hitchcock demostrará su prodigiosa habilidad en El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much, 1934), 39 escalones (The Thirty-nine Steps, 1935) y Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938), su penúltimo film inglés y uno de los mejores de su primera etapa, que fue rodado íntegramente en el estudio, utilizando maquetas o el decorado interior de un vagón de tren. Con sus ingeniosas intrigas Hitchcock se adelanta a la ulterior evolución de la narrativa policíaca, sazonando la pura aventura con ingredientes de orden psicológico, social o moral. De todos modos, no es cosa tampoco de tomarse muy en serio a nuestro hombre, porque él tampoco se toma siempre las cosas en serio, como se verá con más claridad en su siguiente etapa norteamericana, donde a veces tendremos la impresión de que se toma, en cambio, al pie de la letra su famosa boutade: «¿Qué es el cine? Un montón de butacas para llenar».

AL SERVICIO DEL TERCER REICH

A poco de subir Hitler al poder, el doctor Goebbels, ministro de Propaganda del Tercer Reich, tomó en sus manos las riendas del cine alemán y pidió a sus artistas en un discurso que creasen El acorazado Potemkin del nuevo régimen. Eisenstein le contestó en una carta abierta en la que, después de agradecerle el cumplido, le decía al señor ministro: «No se imagine que su arte gubernamental criado en medio de tanta infamia será capaz de inflamar el corazón de los hombres». La advertencia de Eisenstein era superflua, porque El acorazado Sebastopol (Panzerkreuzer Sebastopol, 1936), de Karl Anton, se encargaría de demostrar que no basta con jugar a los barcos para ser buen almirante en las procelosas aguas del arte.

Con mal pie ha dado el cine nazi sus primeros pasos, a pesar de la protección ilimitada que recibe la UFA, convertida en niña mimada del Ministerio de Propaganda. La desbandada de actores y directores judíos en 1933 evidenciará hasta qué punto ha sido importante la aportación de sangre hebrea al arte cinematográfico alemán. Como un gigantón solitario queda en Alemania el fabuloso Emil Jannings, que se convertirá en una especie de actor oficial, galardonado con el título de Actor del Estado en 1941. Para su lucimiento personal se montan grandes películas biográficas, realizadas por Hans Steinhoff, como El rey soldado (Der alte und der junge König, 1935), sobre Federico Guillermo I de Prusia y primer film nazi de exaltación nacionalista a través de un tema histórico, predicando la primacía del Estado sobre el individuo, Roberto Koch, el vencedor de la muerte (Robert Koch, der bekampfer des Todes, 1939), homenaje al descubridor del bacilo de la tuberculosis, y Ohm Kruger (1941), una de las muestras más punzantes del cine de propaganda antibritánica, que biografiaba al antiguo presidente del Transvaal Paulus Kruger.

Otra vieja gloria del cine alemán, G. W. Pabst, retenido en Viena por un accidente, se reincorpora en 1941 a los estudios de Berlín y realiza con grandes medios y ninguna convicción los films biográficos Kömodianten (1941), sobre la actriz del siglo XVIII Karoline Neuber, y Paracelsus (1943). Después de la hecatombe, a la hora amarga del mea culpa, Pabst aportará a su proceso de desnazificación la cinta projudía Der Prozess (1947) y Der letzte Akt (1955), sobre el derrumbamiento del Tercer Reich.

Antes de que estallase la guerra, se había abierto ya el fuego entre el cine alemán y las cinematografías aliadas. Goebbels se llevó un berrinche al ver aparecer los primeros puyazos del cine americano, como Confessions of a Nazi Spy (1939) del ucraniano Anatole Litvak, y amenazó con boicotear toda la producción americana en territorio alemán. Pero lo cierto es que la batalla del cine propagandístico la iniciaron los nazis el mismo año en que ocuparon el poder con la presentación a bombo y platillos de Crepúsculo rojo (Morgenrot, 1933), de Gustav Ucicky, considerado como «el primer film del Partido» y exaltación de la «muerte heroica», que fue presentado tres días después del triunfo de Hitler y en presencia del dictador. Goebbels, que tiene puesta su fe en los cineastas arios, a los que transmite sus consignas e instrucciones, parece haber olvidado en dónde reside el secreto y la razón de ser del arte. «Que el hombre político presione —ha escrito Gramsci— para que el arte de su tiempo exprese un determinado mundo cultural es una actividad política, no de crítica artística: si el mundo por el que se lucha es un hecho viviente y necesario, su expansividad será irresistible y dicho mundo encontrará sus artistas. Pero si a pesar de la presión, esta irresistibilidad no se ve y no opera, significa que se trataba de un mundo ficticio y postizo, una elucubración de pigmeos que se lamentan de que los hombres de mayor estatura no estén a la altura de ellos».

Crepúsculo rojo (1933), de Gustav Ucicky.

 

Esto es, precisamente, lo que ocurre con Goebbels, con el doctor Hippel (jefe de su departamento de cine) y con la producción alemana de estos años. La biografía del héroe nazi Ludwig Horst Wessel, autor del himno del Partido, que rueda en 1933 Franz Wenzler, provocó de puertas adentro tan agrias disputas entre el mariscal Goering y Goebbels que hubo que rehacerla y cambiarle el título (Hans Westmar), borrando todo rastro biográfico de aquel personaje, que había vivido a costa de las mujeres.

A la postre, podrán contarse con los dedos de una mano las obras de doce años de propaganda nazi que conseguirán escapar al ridículo, a pesar de tan enormes esfuerzos, de tanta movilización de cerebros y de consignas, de recursos y de medios materiales. El más colosal monumento que alzó el cine alemán a la gloria del Tercer Reich fue el documental Triumph des Willens (1936), obra de Leni Riefenstahl, amiga personal de Hitler y nombrada asesora cinematográfica del Partido en 1933, que pasó de la épica montañera a la exaltación wagneriana del régimen, por encargo del mismísimo Führer. Con medios enormes y tras dos años de montaje la Riefenstahl creó este documento apabullante de dos horas, destinado a conmemorar el Congreso del Partido Nacionalsocialista celebrado en Núremberg, y que de un modo automático nos hace evocar el terrible «mundo nuevo» que esbozó Lang en Metrópolis, con fantasía de visionario. Su prólogo, que es uno de los momentos clave del film, muestra la aparición, entre las aguas del océano celeste, del pájaro de acero que conduce al Señor de Alemania y que aterriza en Núremberg, entre el entusiasmo de sus adoradores terrestres. La Riefenstahl da un acento pagano a estas imágenes de inspiración bíblica, grandilocuentes pero en ocasiones impresionantes.

La vibración pagana le convendrá mucho mejor a su extraordinario documental Olimpíada (Olympia, 1936), que con la ayuda de treinta y cinco cámaras y la colaboración oficiosa de Walter Ruttmann recoge con excepcional calidad las incidencias de los IX Juegos Olímpicos celebrados en Berlín en 1936. Este canto al cuerpo humano y a la belleza del esfuerzo, que todavía no ha sido superado, nos muestra también con gran rigor documental, valiéndose de largos teleobjetivos, los pequeños detalles, los preparativos de las pruebas, los nerviosismos, los gestos y tics del Führer durante las competiciones, recogidos con una inhabitual veracidad, y sobre todo el triunfo sensacional del atleta negro Jesse Owens ante la plana mayor de un régimen que, ejecutivo del doctrinario Rosenberg, se empeña en sostener la absoluta superioridad de la raza aria.

Ningún cineasta alemán será capaz de alcanzar la solemnidad épica de la Riefenstahl en sus films de propaganda. Véanse como muestra otros títulos famosos, como El flecha Quex (Hitlerjunge Quex, 1933) de Hans Seinhoff, historia del hijo de un obrero comunista que se enrolaba en las juventudes nazis y moría heroicamente, o El judío Süss (Jud Süss, 1940), el más alto ejemplo de cine antisemita (que todavía se proyecta actualmente en algunos países árabes) y que forja la celebridad de Veit Harlan. Pero esta execrable seudobiografía del judío Joseph Süss Oppenheimer, que fue hombre de confianza del archiduque Karl Alexander von Wurtenberg, produjo por sus excesos una reacción paradójica en los países ocupados en que fue proyectada, suscitando la simpatía hacia esta raza tan maltratada por el aparato de represión. Al acabar la guerra, Veit Harlan tendrá que rendir cuentas ante los tribunales de desnazificación por esta infamia. Se defenderá, como todos, diciendo que se limitaba a cumplir órdenes y que lo mismo hacía aquello que románticas estampitas en Agfacolor, novedad técnica basada en una patente de Rudolf Fischer de 1912, que incorporó Harlan al cine comercial con La ciudad soñada (Die goldene Stadt, 1941), protagonizada por su esposa Kristina Söderbaum, que protagonizó también su siguiente El lago de mis ensueños (Immensee, 1942), asimismo con las desvaídas pinceladas vegetales del Agfacolor.

El gobierno alemán estaba muy orgulloso de la proeza de sus químicos, que habían conseguido poner a punto el primer sistema europeo de cine en color. Josef von Baky también empleó este sistema para rodar Las aventuras del barón de Münchhausen (Münchhausen, 1942-1943), espectaculares y extravagantes, con las que Goebbels quiere conmemorar el décimo aniversario del cine nacionalsocialista, que, según él, enterró al expresionismo («arte degenerado», le llama) y al realismo social, productos zafios de los «intelectuales judíos».

El tiempo no le ha dado la razón. Casi ningún título del período nazi ha pasado a la historia del cine por su calidad y en vano buscaremos alguno que ni remotamente pueda compararse a las grandes obras de Murnau, de Lang o de Pabst. Tan sólo algunos honestos artesanos, zafándose de las consignas, llegaron a realizar productos estimables. Tal es el caso del probo Helmut Käutner, autor de la sensible adaptación de Guy de Maupassant Romanza en tono menor (Romanze in moll, 1943), que tal vez sin quererlo reflejó con sus melancólicas imágenes el sufrimiento del alma alemana durante su doloroso itinerario a través de una era de tinieblas.

 OTRAS CINEMATOGRAFÍAS

A diferencia de lo que ocurre en otros campos de la creación artística, el cine requiere para su existencia quia talis el soporte de una compleja organización industrial, y esta necesidad determina casi automáticamente cuáles son las naciones capaces de convertirse en «grandes potencias» cinematográficas. Pero si es bien cierto que casi toda la historia del cine gira en torno a los países altamente desarrollados, como Estados Unidos, Unión Soviética, Alemania y Francia, es también arriesgado e injusto trazar una divisoria tajante entre las «grandes potencias» y las llamadas «cinematografías menores», en las que la mengua de cantidad no significa necesariamente ausencia de calidad.

Por otra parte, el advenimiento del cine sonoro estimuló el desarrollo de los pequeños cines nacionales, favorecidos por el repudio a la producción hablada en idiomas extranjeros. Así veremos renacer tímidamente el cine sueco, antaño gran potencia, cuya producción se estabiliza en torno a los 25 films anuales. El veterano Gustav Molander revela el talento de la actriz Ingrid Bergman en Intermezzo (1937), pero en 1939 será arrebatada a su país por el productor norteamericano David O. Selznick, que hará de ella la actriz escandinava más importante y universal desde Greta Garbo.

Otra antigua gloria, la Italia que ahora pilota Benito Mussolini, siente añoranza de su perdido esplendor y su Duce se empeña en hacer del país una gran potencia cinematográfica. Para ello no vaciló en crear el instituto docente Centro Sperimentale di Cinematografia (1935) y en levantar los inmensos estudios de Cinecittà (1937), los mayores de Europa, al frente de los cuales coloca a su hijo Vittorio. Con Sole (1929) y Tierra Madre (Terra madre, 1930), del debutante Alessandro Blasetti, Mussolini proclama el nacimiento del nuevo cine italiano, que debe ser grandioso y monumental y debe glosar las glorias pasadas y presentes del Imperio. A Camisa negra (Camicia nera, 1932), del mediocre Giovacchino Forzano, tuvieron la desfachatez de llamarla «el acorazado Potemkin del Fascio». Hoy nadie se acuerda de ella. Para cantar la epopeya de las campañas coloniales en África Augusto Genina rodó El escuadrón blanco (Squadrone bianco, 1936), según una novela de Joseph Peyré, y Bengasi (Bengasi, 1942), realizada por encargo directo de Mussolini, aunque la ciudad libia cayó en manos de los aliados a poco de concluirse el rodaje para consternación del dictador. Este mismo Genina, especializado en cine de perfil heroico, es el autor de la producción italoespañola Sin novedad en el Alcázar (L’assedio dell’Alcazar, 1940).

La potencia industrial del nuevo cine italiano es sin embargo un hecho y se demuestra con reconstrucciones tan costosas y espectaculares como Escipión, el Africano (Scipione, l’Africano, 1937) de Carmine Gallone, o con la leyenda La corona de hierro (La corona di ferro, 1941), del fecundo Blasetti. Junto a este cine monumental y grandilocuente proliferan las comedietas sentimentales que la crítica antifascista de la época calificó felizmente de «películas de teléfonos blancos». Porque no hay que olvidar que la mayor parte de la juventud intelectual, que cultiva la crítica de cine o estudia en el Centro Sperimentale (como Antonioni, Pietro Germi, De Santis y Luigi Zampa), se opone al fascismo con las armas que tiene a mano: la pluma y la cámara tomavistas. En las páginas de la revista Cinema, que dirigía Vittorio Mussolini, Giuseppe De Santis se hizo famoso por sus ataques al cine oficial, a las anodinas y vacías comedias de teléfonos blancos y al caligrafismo formal en que se refugian muchos realizadores (como Mario Soldati, Renato Castellani, o Alberto Lattuada), ante la imposibilidad de dar un contenido y una profundidad polémica a sus películas. En el Centro Sperimentale dictan sus clases el crítico Umberto Barbaro y el historiador Francesco Pasinetti, postulando la necesidad de un cine realista y condenando, más o menos veladamente, la ampulosa retórica fascista. Se estudian los textos de Pudovkin y en sus aulas y en las catacumbas de los cine-clubs se proyectan y admiran las películas prohibidas de los maestros rusos, de Eisenstein y de Pudovkin, y de los artífices del realismo francés, como Renoir, Carné y Duvivier. De la convergencia de todas estas influencias nacerá, en el momento en que se desmorone la dictadura, el neorrealismo italiano, que brotará con el ímpetu de un grito de protesta.

Escipión, el Africano (1937) de Carmine Gallone.

 

Checoslovaquia es otra de las «pequeñas potencias» significativas del cine de anteguerra, alcanzando su producción 54 films en 1937. La influencia del realismo soviético gravitó sobre alguno de sus realizadores, como Karl Junghans, autor del pesimista retablo Así es la vida (Takovy je zivot, 1929), si bien su figura más notable fue Gustav Machaty, cuya reputación estuvo ligada al escándalo que suscitaron sus películas. El mérito de Machaty, sin embargo, es el de haber hecho de la temática sexual la protagonista de sus films, con madurez artística y sin rodeos ni disimulos. Hasta ahora se han hecho películas románticas y galantes, incluso con ribetes escabrosos, pero jamás se ha colocado tan francamente el tema de la sexualidad, reducida a puro determinismo biológico, como centro de un film. Machaty coge el toro por los cuernos y comienza a dar que hablar con Erotikon (1929), con la bella Ita Ray, que abre los mercados al cine checo y suscita una crítica airada del abate Bethleem. En Entre sábado y domingo (Ze soboty na nedeli, 1931) expone en estilo Kammerspielfilm la historia de la seducción de una oficinista en un sábado por la noche y su intento de suicidio. La unidad de tiempo (el fin de semana) y la casi completa unidad de lugar (el apartamento del seductor) tienen como contrapunto una planificación ágil, con gusto por los detalles, las metáforas visuales y los ángulos de cámara insólitos.

Este estilo alcanzó su mayor virtuosismo en Extasis (Ekstase, 1933), que reveló a la bella actriz austríaca Hedy Kiesler (que en Hollywood sería Hedy Lamarr) causando escándalo (y jugosos taquillajes) por su atrevida exposición del tema del amor físico, a pesar del final moralizante que le impuso la censura y a pesar también de la discreción de las escenas de la actriz corriendo desnuda por el campo y la de su entrega, mostrada elípticamente por las perlas del collar roto que caen al suelo. Su atrevimiento residía en la presentación de la mujer reducida a la categoría de pura hembra, sexualmente insatisfecha de su pareja y que corre a buscar el macho que pueda saciarla, por encima de barreras y convenciones, como en las imágenes simbólicas del caballo y de la yegua en celo que contrapuntean el primer encuentro de los amantes. Jamás volverá a encontrar Machaty tanto aliento lírico como en este poema visual, simple en su tema pero retorcido en su expresión plástica, en donde apenas hay diálogos, pero en el que, junto a un empleo casi exasperante de los simbolismos visuales, el universo sonoro se convierte en un importante elemento expresivo, como ocurre con el jadeo del marido angustiado, ilustrado por el ruido de una locomotora. El talento de Machaty pereció, como el de tantos otros, enterrado en los estudios de Hollywood a partir de 1936.

Y es que las pequeñas cinematografías europeas difícilmente pueden competir con la gran industria norteamericana, basada en la aceptación de sus géneros populares y en la celebridad de sus estrellas. El cine europeo, salvo contadísimas excepciones, es un cine sin estrellas. Y las pocas que surgen son absorbidas, como Ingrid Bergman y como Hedy Lamarr, por la producción americana.

No obstante, el cine español de esta época tuvo en Imperio Argentina a la actriz más popular, en la acepción más completa del término, de toda su historia. Descontando el meteoro de Buñuel, el cine español no tenía artistas de talla ni una industria debidamente organizada. Una mujer del calibre de Imperio Argentina pudo hacer concebir esperanzas sobre su afianzamiento industrial, basado en la gran aceptación pública de sus actuaciones. Florián Rey, el autor de ese «clásico» del cine español mudo que es La aldea maldita (1929), melodrama rural que anda a caballo entre la influencia del realismo soviético en las escenas corales y el tema de honor calderoniano, la dirigió en sus más aplaudidas creaciones: La hermana San Sulpicio (1934), Nobleza baturra (1935), Morena Clara (1936) y Carmen la de Triana (1938). Pero la cosa no pasó de ahí y en vano se desgañitó Juan Piqueras desde su combativa revista Nuestro Cinema (Madrid-París, 1932-1935), pidiendo un cine mejor y más auténtico. Para colmo, el estallido de la guerra civil yuguló la prometedora experiencia de producciones populares de Buñuel para la empresa Filmófono. Tampoco tuvieron más fortuna los restantes cines de habla castellana, con sus nombres más populares (desde Dolores del Río hasta Carlos Gardel) vendidos al capital extranjero.

Los cines asiáticos son un caso aparte. El vastísimo mercado continental permitió el desarrollo cinematográfico en dos polos: en Japón (el país más industrializado de Asia) y, en menor medida, en la India. Japón llegó a alcanzar los 575 films en 1937, rebasando la producción de los Estados Unidos. Su historia cinematográfica es mal conocida en Occidente, que sólo la tomó en consideración tras la sensacional revelación de Rashomon en el festival de Venecia de 1951. Pero lo poco que sabemos del viejo cine japonés no es muy halagüeño, debido a la presión de la censura imperial y a un tradicionalismo a ultranza que conducía a extremos tales como que los papeles de mujeres fuesen durante bastantes años interpretados por hombres (oyamas), siguiendo las normas de su antiquísimo arte teatral.

Los avatares del cine nipón comenzaron cuando en 1910 la agrupación de actores kabuki prohibió a sus miembros trabajar en el cine, lo que provocó el colapso de esta industria y el dominio de su mercado por franceses (Pathé, en particular) y norteamericanos. El nacimiento de la poderosa productora Nikkatsu en 1912 fue el punto de despegue de una cinematografía que en los años veinte alcanzó los 800 y 900 films anuales, aunque de muy escasa calidad, especializando su producción en dos sentidos: los Gendaijeki, films de temas contemporáneos rodados generalmente en Tokio, y los Jidaijeki, evocaciones históricas o legendarias rodadas en los estudios de Kyoto, antigua capital del Imperio. Esta división de géneros, con sus naturales subdivisiones, trazarán el perfil de toda la producción japonesa ulterior. Señalemos, más bien como curiosidad, que Kenji Mizoguchi, uno de los «grandes» del cine japonés, comenzó su carrera como director para la Nikkatsu en 1922, después de haber trabajado durante algún tiempo como oyama. Pero ni su obra ni la de sus colegas alcanzó un relieve ni remotamente comparable con el de la producción occidental contemporánea, porque el arte necesita para poder desarrollarse —ya vimos los ejemplos de la Alemania nazi y de la Italia fascista— un clima de mínima libertad que no existe bajo la milenaria teocracia del Mikado. Será menester el desplome de sus arcaicas estructuras políticas para que el Japón entre plenamente en la Edad Moderna y, con ello, su cine pueda desarrollarse con inusitada vitalidad artística.

 


EL PARÉNTESIS DE LA GUERRA

 

1939-1945

 

 


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