DE MAX LINDER A LAS TARTAS DE CREMA 8 страница



A pesar de todo, Pabst ha encarrilado al cine alemán por el sendero del realismo social, con todas las limitaciones que se quiera, y a su trilogía de relatos femeninos sucederá, a principios del sonoro, una actitud mucho más comprometida, abocada directamente hacia temas de polémica social y política. No olvidemos que el espectro del nacionalsocialismo ha comenzado a planear ya sobre la República de Weimar, amenazando con devorarla.

 LA FLORACIÓN VANGUARDISTA

Ya vimos que el París de los llamados «felices veinte» fue un jardín abonado para todas las simientes de los iconoclastas del arte tradicional. El París de Picasso, de Max Ernst, de Éluard, de Picabia, de Cocteau y de Marcel Duchamp ha visto en el cine un retablo de maravillas al que cobija y mima en el interior de los cineclubs, catacumbas para iniciados donde se descubren y comentan con admiración las nuevas películas alemanas y soviéticas. La siembra de Delluc no ha caído en tierra baldía, aunque pronto se verá que el vanguardismo de la Escuela impresionista era de una timidez apabullante, casi decimonónica, comparada con las audacias de los hijos cinematográficos que le nacerán al futurismo, al dadaísmo y al surrealismo. Pero Delluc ha sido quien les ha abierto el camino, quien primero ha visto en el cine un vehículo cultural, un arte receptivo de las inquietudes más vivas. Cumplida su etapa, la nueva promoción de «terroristas» del arte se apoderará de aquel lenguaje recién descubierto para dinamitar a la civilización burguesa que ha llevado al mundo al conflicto bélico.

Los primeros estampidos de la nueva vanguardia fueron obra del pintor sueco Viking Eggeling, uno de los fundadores del movimiento dadaísta, que después de realizar varias experiencias con largas tiras de papel dibujadas se pasó al campo del celuloide, haciendo nacer el cine abstracto con Diagonal Symphonie (1921). Otro amigo suyo, el pintor dadaísta alemán Hans Richter, con sus Rythmus’21 (1921), Rythmus’23 (1923) y Rythmus’25 (1925), y su también amigo y pintor alemán Walter Ruttmann, con su Opus 1 (1923) y siguientes, inauguraron la escuela experimental alemana, que nacía bajo el signo de la abstracción y el geometrismo, a la busca del ritmo de las formas puras y de la «música visual». Otro célebre pintor francés, Fernand Léger, que nacido de la erupción cubista plasmará en el lienzo la fascinación que ejerce sobre él la civilización maquinista, realizará con Dudley Murphy un Ballet mécanique (1924) compuesto con sus motivos predilectos: engranajes, artículos de bazar, piezas mecánicas, títulos de periódico… Consecuente con su consigna «El argumento es el gran error del cine», Léger creó con elementos figurativos reconocibles un auténtico ballet, que hace de la película una obra de transición entre el arte abstracto y el figurativo.

Pero lo más vivo del cine vanguardista de los años veinte nació de la orgía surrealista que prendió en Europa como reguero de pólvora tras el célebre manifiesto de André Breton (1924). Torbellino emancipador parido de las entrañas del dadaísmo, arremetió con violencia contra los convencionales cánones establecidos, para retornar a la pureza del «automatismo psíquico» y a las motivaciones irracionales del subconsciente. La «escritura automática», desconectadas las riendas de la voluntad, será el método expresivo predilecto de los nuevos poetas, que realizarán su revolución estética a través de los senderos del humor, el horror, la paradoja, el erotismo, el sueño y la locura. No es raro que la fiebre surrealista contagiase al cine, pues, como ha explicado Buñuel, es «el mecanismo que mejor imita el funcionamiento de la mente en estado de sueño». Y el sueño es, no hay que olvidarlo, la forma más pura de automatismo psíquico. Pero este automatismo irreflexivo de los surrealistas es lo que menos se parece a la laboriosa y prolongada elaboración de una película: ésta será, precisamente, la mayor paradoja del cine surrealista que va a nacer.

Germaine Dulac, escritora y militante feminista que había llevado ya a la pantalla el guión de Delluc La fête espagnole (1919) y el drama conyugal La souriante Madame Beudet (1922-1923), que preludió algunos temas del futuro Antonioni, fue la encargada de inaugurar el capítulo del surrealismo cinematográfico con La coquille et le clergyman (1927), basada en un texto del escritor y actor Antonin Artaud. Acorde con la tradición de escándalo de toda obra surrealista que se precie, La coquille et le clergyman armó el suyo, y mayúsculo, al ser presentada en el célebre Studio des Ursulines. Pero esta vez no fueron los burgueses irritados quienes protestaban, sino Antonin Artaud y sus amigos que mostraban ruidosamente su desacuerdo con la realización de Dulac, cuya delicada sensibilidad no podía en verdad congeniarse con la ferocidad artística de Artaud. Además, Artaud había querido interpretar al protagonista de la película, un pastor protestante impotente y reprimido que persigue a una mujer ideal, personaje incorporado finalmente por Alexandre Allin.

En realidad, todo este arsenal de símbolos psicoanalíticos y de imágenes oníricas que caracterizaba a la película en cuestión, llevaba en sí el germen de la caducidad, destinándola a envejecer sin remedio. Hoy La coquille et le clergyman se nos antoja una venerable pieza arqueológica, testimonio del furor surrealista que se abatió sobre una Europa ya lejana… Después Dulac, defensora de la noción de «cine puro», intentó materializar la silenciosa «música visual» de las imágenes en Étude cinématographique sur un arabesque (1928), según Debussy, Thème et variations (1928) y Disque 927 (1929), bajo la inspiración del preludio en si bemol de Chopin.

Todas estas experiencias vanguardistas, y otras paralelas, despectivas con lo que es argumento y estructura narrativa, estaban inspiradas por una hipertrofia formalista, inventando y experimentando atrevidos recursos que, pasado el infantilismo vanguardista, se incorporarán de una manera lógica y madura al lenguaje cinematográfico habitual: montaje acelerado, sobreimpresiones, desvanecidos, etc. También es cierto que de este festín de quincallería visual nacerá la gran tradición francesa de los maestros de la cámara, que va de Renoir a Godard. Y no es menos cierto que a partir de ahora todos los códigos del relato y de la representación cinematográficos han sido puestos en cuestión. Es cosa que no hay que olvidar a la hora del balance histórico.

El movimiento surrealista francés, al que se incorporó la resaca inconformista de otras latitudes, como el pintor y fotógrafo americano Man Ray, autor de Emak Bakia (1928) y L’Étoile de mer (1928), se vio bruscamente enriquecido en 1928 con la arrolladora personalidad del español Luis Buñuel, que no tardará en convertirse en cineasta «maldito» y en uno de los «monstruos» de la historia del cine. Nacido en Calanda (Teruel) en 1900, en el seno de una familia terrateniente, Buñuel estudió con los jesuitas de Zaragoza y en esta época escolar nacieron en él dos obsesiones que perdurarán en toda su obra: su pasión por la entomología y su «descubrimiento» del universo religioso, que le impresionó hasta el punto de llevarle a celebrar misas simuladas ante sus compañeros de juego. A los diecisiete años se trasladó a la Residencia de Estudiantes de Madrid, a cuyo ambiente cultural, frecuentado por espíritus tan significativos como Federico García Lorca, Ramón Gómez de la Serna y Rafael Alberti, aportó una inyección de interés cinematográfico, organizando entre 1920 y 1923 sesiones de cine-club, las primeras de España y de las primeras del mundo.

Abandonó sus estudios de ingeniero agrónomo, seguidos por indicación de su padre, para ingresar en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid. En 1925 dio el gran salto a París, donde su interés por el cine cristalizó en irresistible vocación al contemplar Der müde Tod, de Fritz Lang. En 1926 penetra profesionalmente en su nuevo mundo creador como ayudante del realizador Jean Epstein. Y en 1929 escribe con Salvador Dalí y dirige Un perro andaluz (Un chien andalou), con un guión tejido con sus sueños. Rodada en quince días y presentada en el Studio des Ursulines, la película produjo el efecto de una bomba. Su obertura es, coherente con la agresividad del movimiento surrealista, uno de los intentos más afortunados para alterar la digestión de los más tranquilos de espíritu: una navaja de afeitar secciona, en primerísimo plano, un ojo de mujer. A partir de ahí se desata un torrente de imágenes oníricas, que el propio Buñuel ha calificado de «un desesperado y apasionado llamamiento al asesinato». A pesar de que, como producto del puro automatismo, la obra no persigue una explicación por vía simbólica, a veces su laberinto de imágenes gratuitas se ilumina con relámpagos que (tal vez a pesar de sus autores) tienen un sentido. Tal es el caso del amante que en su aproximación al objeto de su deseo debe arrastrar la pesadísima carga de dos pianos de cola en los que reposan sendos cadáveres de asnos y van atados a dos seminaristas… La poesía de la película es fundamentalmente, sin embargo, la poesía de lo absurdo.

Pero la conmoción producida por Un perro andaluz fue apenas nada si se la compara con la que causó su siguiente film, La edad de oro (L’Âge d’or, 1930), liberado ya casi completamente de la influencia de Dalí y financiado por el vizconde de Noailles. Aquí Buñuel lanza un ataque demoledor a lo que suele denominarse «el orden establecido», coronado con un homenaje blasfemo al marqués de Sade y orquestado con música de Wagner, cuya grandilocuencia multiplica la potencia corrosiva de sus imágenes. Exaltación surrealista del amour fou y denuncia de todos los mecanismos sociales y psicológicos que entorpecen su realización, tuvo la virtud de poner rápidamente en marcha los resortes de autodefensa de la sociedad tan maltratada por Buñuel en su película. A la quinta semana de su estreno, agentes de la Liga Antijudía y de la Liga de los Patriotas lanzaron en plena proyección bombas fumígenas en la sala y arrojaron tinta violeta a la pantalla. Se organizó una batalla campal en la que salieron malheridas las telas de Dalí, Max Ernst, Man Ray, Miró y Tanguy expuestas en el vestíbulo. Este incidente fue el detonante que desencadenó una serie de episodios en cadena, orquestados por grandes campañas de prensa, que concluyeron con la prohibición del film el 11 de diciembre de 1930 y la confiscación de sus copias realizada por la policía al día siguiente. Esta medida policíaca venía a corroborar, en el fondo, la eficacia crítica y demoledora de la película de Buñuel y la gran debilidad y fácil vulnerabilidad de la sociedad a la que ponía en la picota.

L’Âge d’or (1930) de Luis Buñuel.

 

Pero el ruidoso escándalo —que para Hollywood es sinónimo de publicidad— le ha valido la atención de la Metro-Goldwyn-Mayer, que le ofrece un contrato. Buñuel se instala en Hollywood y un buen día recibe un mensaje de Irving Thalberg, poderoso y respetado patrón de la Metro, rogándole que asista a la proyección privada de un film sonoro de la entonces famosa estrella Lily Damita. Pero Buñuel, fiel a su automatismo psíquico, le dice al emisario: «Dígale a mister Thalberg que no tengo tiempo para perderlo oyendo a una p…». El recado llegó a su destino y Buñuel a Europa al mes siguiente.

De regreso a España y gracias a un billete de lotería premiado, Buñuel pudo rodar en Las Hurdes el impresionante documental Tierra sin pan (1933), retablo de una miseria alucinante, con profusión de enfermos, tarados y cretinos. A los acordes de la cuarta sinfonía de Brahms Buñuel desvela este museo del horror —con imágenes tan estremecedoras como la del asno devorado por un enjambre de abejas—, que se sitúa entre el documental etnográfico, el cine de denuncia social y el aquelarre goyesco. El gobierno español decidió prohibir su exhibición.

Al lado de la vigorosa obra de Buñuel resultarán empequeñecidas las restantes producciones surrealistas. Véase Le sang d’un poète (1930) del polifacético Jean Cocteau, niño mimado de los cenáculos parisinos. Película exasperadamente refinada, barroca, hermética y decadente, que expuso sin embargo con gran franqueza, lo que no deja de ser elogiable, las tendencias homosexuales y misóginas, narcisistas y onanistas de su autor. Impregnada de un turbio erotismo, la obra contenía fragmentos de una riqueza imaginativa, inquietante y sorprendente, como el paseo por el pasillo del hotel espiando el interior de las habitaciones para descubrir una insólita lección de vuelo o a un hermafrodita híbrido entre ser humano y robot electrónico…

París y Berlín se habían convertido en las dos capitales del vanguardismo cinematográfico mundial. Ya hemos visto que a París fueron a parar numerosos artistas extranjeros, empujados por la marea del inconformismo y de la inquietud creadora: el norteamericano Man Ray, el español Luis Buñuel y el brasileño Alberto Cavalcanti. También fue a recalar en París, tras el naufragio del cine danés, Carl Theodor Dreyer. La Société Générale de Films le propuso realizar una biografía de Catalina de Médicis, María Antonieta o Juana de Arco, a su elección. Dreyer escogió a la última y realizó con ella uno de los grandes «clásicos» del cine mudo.

Malparada había salido hasta entonces la historia como tema de inspiración cinematográfica. Las reconstrucciones de cartón piedra a la italiana y los fastos de DeMille o de Lubitsch habían tomado contacto con los asuntos históricos, no con espíritu investigador o documentalista, sino con el alegre desenfado de un director de circo. Al carnaval espectacular prefirió Dreyer la exposición austera de un drama psicológico, estructurado con escrupuloso respeto a los estudios historiográficos sobre la santa y a las mismas actas del proceso, provocando una malhumorada reacción del arzobispo de París.

Consecuencia de este criterio realista fue que el rodaje siguiera la progresión cronológica del guión, cosa absolutamente inhabitual en la industria cinematográfica; que los actores prescindieran de todo maquillaje, merced al empleo innovador de la sensible película pancromática; que en la escena en que a la santa se le debían cortar los cabellos, se hiciera así realmente, sin trucos. Y, naturalmente, las lágrimas de Marie Falconetti (que actuaba por primera y última vez ante las cámaras) no iban a ser de glicerina, sino nacidas de su profunda y dolorosa crisis. En contraste con este realismo, los decorados eran de una blanca y estilizada simplicidad. Esto no era un capricho de Dreyer. La intensa concentración del drama nacía, en primer lugar, del uso sistemático y reiterado del primer plano (de los 1.200 que tiene la película, no llegan a la veintena los planos generales) y en segundo lugar de la simplicidad escenográfica, que no distraía la atención de los personajes.

El equilibrio realismo-estilización de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, 1927-1928) y su uso magistral y exhaustivo de la técnica del primer plano (con frecuencia encuadrado en ángulos contrapicados), hicieron de ella una película insólita, de una extraña y conmovedora belleza plástica. Rodada casi íntegramente en interiores, todo el juego dramático estuvo conducido por una sucesión de primeros planos —las rugosas epidermis y ceñudas muecas de los jueces frente a la pureza del rostro de Juana—, que conformaban la geografía escénica gracias a la dirección de sus miradas. Fue una lástima que los rótulos literarios viniesen a quebrar el admirable ritmo visual de sus imágenes, portentosas imágenes que en su repudio de los insertos escritos parece reclamar imperiosamente el advenimiento del sonido. No sería justo silenciar la excepcional labor del operador Rudolph Maté, responsable de la belleza fotográfica de los encuadres que componen este patético oratorio visual, fijos o en movimiento y violentamente desnivelados en muchas ocasiones.

Dreyer, que es uno de los grandes místicos de la historia del cine, siguió siéndolo al abordar el universo fantástico de La bruja vampiro (Vampyr ou l’étrange aventure de David Grey, 1930), su primera película sonora, que realizó también en Francia y gracias al mecenazgo de un noble holandés, sobre una novela vampírica del irlandés Sheridan Le Fanu y bajo la influencia del depurado expresionismo de El hundimiento de la casa Usher, de Epstein. Nuevamente nos hallamos ante el obsesionante tema del Mal, de las fuerzas satánicas y sobrenaturales, que ha tentado a los grandes místicos de la pantalla, como Murnau o Bergman, aunque también se ha escrito, tal vez abusivamente, que el film de Dreyer supone una premonición del nazismo. Pero la película era demasiado personal y virtuosa —su culminación fue la escena del entierro vista por el muerto a través de la mirilla del ataúd— para interesar al gran público, como ocurriría con las obras del ciclo terrorífico que iniciaría al año siguiente el cine norteamericano. Su rotundo fracaso económico abrió un paréntesis de inactividad en la carrera de Dreyer, que se prolongó durante doce años.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 127; Мы поможем в написании вашей работы!

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