DE MAX LINDER A LAS TARTAS DE CREMA 11 страница



Aunque la carcoma del tiempo se cebará en las partes más endebles y melodramáticas de este discutido y discutible desfile de imágenes bélico-románticas, hoy quedan todavía en pie los fragmentos antológicos de la marcha hacia el frente, la partida de los camiones, el encuentro de los soldados enemigos en el hoyo de un obús o la marcha a través del bosque de Belleau, imágenes recias y veraces que deben no poco a los recuerdos de guerra de su guionista Laurence Stallings, que combatió en el frente francés.

No es cosa que deba sorprendernos. Con el paso de los años, la explicitación del lenguaje de los sentimientos se ha ido afinando en el cine hasta unos extremos de sutileza (véase Antonioni o Bergman) que no guarda proporción con la escasa evolución del realismo en la captación de escenas épicas y colectivas, cuya cúspide representó la escuela soviética. Estas escenas siguen vigentes, pero todo lo mucho que de melodrama tiene El gran desfile se nos aparece hoy como caducado.

Por otra parte, Vidor es, ante todo, un cronista de gestas colectivas, a medio camino entre el cantor homérico y el patriarca bíblico. Como artista, Vidor ha encarnado la mentalidad de la América agraria, patriarcal y conservadora, aunque su integridad moral le ha llevado a ofrecer algunos de los más veraces, incisivos y auténticos retratos de su país. Por eso se nos aparece hoy como infinitamente más válida la crónica social de Y el mundo marcha (The Crowd, 1928), drama de la ambición y del fracaso de un modesto empleado, que intenta inútilmente escapar de su clase social en la jungla capitalista de rascacielos. Crudo testimonio del struggle for life, a las puertas del gran crack de 1929, Vidor eligió como protagonista, para obtener la máxima veracidad, a un oscuro y desconocido actor (James Murray), de físico anodino. La movilidad de la cámara descubierta por los alemanes permitió a Vidor un brillantísimo arranque para extraer a su personaje de la masa anónima, a la que al final le reintegraría. Mostraba al comienzo de su vida laboral a la multitud que entraba y salía de un gran edificio comercial, después la cámara viraba para mostrar las hileras de ventanas y la imponente mole de la edificación. Entonces la cámara comenzaba a recorrer las filas de ventanas, hasta penetrar por una de ellas para contemplar centenares de mesas y de empleados y se aproximaba al protagonista, entregado en su mesa a su rutinaria tarea. Vidor rodó varios finales distintos, pero finalmente la película fue exhibida con el que mostraba al protagonista y a su esposa riéndose estúpidamente en un circo de las payasadas de un clown. La cámara iniciaba entonces un movimiento de retroceso y de elevación para abandonarles como granos de arena inmersos en la multitud.

Y el mundo marcha (1928) de King Vidor.

 

Cuando nos fijamos en lo más perdurable del gran legado del primer medio siglo de arte cinematográfico, vemos fácilmente que, con contadísimas excepciones, el material mejor inmunizado contra la polilla del tiempo y de las modas es aquel que ha nacido como documento de una época, como testimonio y reflejo de una realidad. Lo más vivo de la narrativa americana —literaria o cinematográfica— tiene ese directo y eficaz estilo de crónica que deriva de su gran tradición periodística. En cambio, una buena parte del viejo cine alemán, esclavo de una moda pictórica y escenográfica, ha envejecido irremisiblemente.

No ha de extrañar, pues, que la simplicidad periodística y el estilo directo de la crónica se apliquen también al gran capítulo cinematográfico de las aventuras y la acción. Esto se hará palpable en la obra de Howard Hawks, que ha demostrado ya su vocación aventurera corriendo como piloto de carreras y luchando como aviador en Europa. «Para mí, el mejor drama es el que trata de un hombre en peligro». Esta frase de Hawks, que podría haber sido suscrita por Hemingway, nos da una de las claves de su obra, que comienza a despuntar a partir de Una novia en cada puerto (A Girl in Every Port, 1928), canto a la amistad ruda y viril de dos marineros (Victor McLaglen y Robert Armstrong), no empañada por sus continuas rivalidades amorosas, porque Hawks es también un portavoz de la misoginia de la sociedad americana, que ha convertido a la mujer en un artículo de consumo o en un ave de presa. En esta ocasión, la mujer es la rutilante Louise Brooks.

Encontraremos a Hawks en su plenitud durante el sonoro como uno de los mejores exponentes del gran capítulo del cine de acción, uno de los géneros predilectos de Hollywood, y como autor también de algunos títulos clásicos de la comedia sonora americana. Y en el apartado del cine romántico, que como veremos enseguida aparece dominado en estos años por el hechizo fotogénico de la Garbo, el cine americano consigue un éxito mundial con El séptimo cielo (Seventh Heaven, 1927), de Frank Borzage, que impone la «pareja ideal» Janet Gaynor-Charles Farrell y obtiene un Oscar para su director y otro para su actriz. Jamás Borzage volverá a alcanzar el desorbitado éxito popular de El séptimo cielo, ni en El ángel de la calle (Street Angel, 1928), ni en Estrellas dichosas (Lucky Star, 1929), ni siquiera con la que se considera su mejor película: Torrentes humanos (The River, 1929), hoy desaparecida, poema de amor entre las nieves de Alaska protagonizado por un leñador (Charles Farrell) y una joven a la que recoge (Mary Duncan). Este film sobre la iniciación amorosa en plena naturaleza, al modo de Dafnis y Cloe, revelaba la persistencia de las lecciones del cine sueco y en su escena culminante Mary Duncan se tendía desnuda sobre el cuerpo también desnudo e inanimado de Charles Farrell, para transmitirle su calor vital. Este difícil equilibrio entre la pureza lírica y el erotismo es algo que no abunda, ni abundará, en la producción de Hollywood para la que el sexo, no entendido como liberación; sino como esclavitud, se convertirá en una de sus más rentables y apreciadas mercancías.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 126; Мы поможем в написании вашей работы!

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