DE MAX LINDER A LAS TARTAS DE CREMA 9 страница



Una buena parte de la vanguardia, como se ve, avanzó por los senderos de la fantasía sin fronteras, desde el geometrismo de las formas puras a la pirueta surrealista. Pero otro sector se polarizó hacia la tendencia documentalista, en la que las imágenes arrancadas de la realidad urbana eran ofrecidas en un álbum impresionista que recuerda, en no pocas ocasiones, las experiencias del Cineojo de Dziga Vértov.

Esta tendencia fue inaugurada en Francia por el trotamundos brasileño Alberto Cavalcanti, que había debutado en 1923 como escenógrafo de Marcel L’Herbier y que en 1926 realizó Rien que les heures, cinta impresionista sobre un día de la ciudad de París, entre el amanecer y la medianoche, interrumpida periódicamente por primeros planos de un reloj que señala la hora. Cavalcanti ha puesto su sentido de la imagen al servicio de la poesía visual de los ambientes populares, las calles de París y sus suburbios, en la tradición populista que arranca de Fièvre y de Cœur fidèle y que anuncia su ulterior actividad en el seno de la escuela documental británica. Luego realizó las películas En rade (1927), rodada en los muelles de Marsella, y la que Paul Rotha califica de «cine-poema burlesco» La P’tite Lili (1928), ilustrando con imágenes la cancioncilla popular «La Barrière».

Sobre el mismo registro populista el emigrante estonio Dimitri Kirsanov realizó Ménilmontant (1926), film rodado en el barrio parisino del mismo nombre y que hoy calificaríamos de neorrealista, a pesar de su intriga melodramática. Todas estas páginas de la vida urbana, que desplazan las pupilas de los experimentos malabaristas para aproximarlas a la vida cotidiana, redescubierta en su lozanía por las cámaras tomavistas, anuncian el inminente nacimiento de la escuela naturalista francesa, de la mano vigorosa de Jean Renoir.

En Alemania, la tendencia documental estuvo representada por Walter Ruttmann, tránsfuga del cine abstracto que influido por Vértov canta en imágenes a la capital alemana durante la primavera en Berlin, Symphonie einer Grosstadt (1927), cuya acción, al igual que en el film de Cavalcanti, transcurre desde la calma del amanecer hasta el caos de la noche berlinesa. Pero la pirotécnica formalista de la vanguardia surge aquí con fuerza, con imágenes sobreimpresionadas y collages fotográficos que contrastan diversos ambientes ciudadanos a la misma hora, enloquecedor calidoscopio visual que a veces transforman la película en un puro documental abstracto y geometrista, jugando con cables telefónicos o ángulos de calles. De todo ello se desprende una visión del hombre, no social como en Vértov, sino zoológica, como si de hormigas se tratase, pululando en un mundo sin sentido.

Parecidas características tuvo su primera película sonora, La melodía del mundo (Melodie der Welt, 1929), realizada por encargo de una compañía de navegación y que esta vez no se limitaba a una ciudad, sino a todo el globo terráqueo, constituyendo un informe y ruidoso himno cósmico, tejido de paralelismos y de contrastes. «Lo que importaba mostrar —ha declarado Ruttmanneran— tanto las semejanzas como las diferencias de los hombres, su parentesco con los animales, los vínculos que les unen a los paisajes y a los climas, así como los esfuerzos que hacen para liberarse de las bestias o de su medio ambiente». El éxito de estas películas inauguró en Alemania la era de los Kulturfilms, que más que detallar una realidad con sentido didáctico, se entretenían en juegos malabares de vertiginoso montaje: altos hornos, chorros de vapor, músculos tensos, chimeneas humeantes, rostros crispados… En resumen, la pedagogía devorada por el más rabioso formalismo.

Por eso se nos aparece hoy como mucho más válido —y, sobre todo, menos pedante— Menschen am Sonntag (1929), que realizan en Berlín un grupo de judíos austríacos que se harán más tarde famosos en Hollywood: Robert Siodmak la dirige, con un guión de Billy Wilder, Kurt Siodmak y Edgar G. Ulmer, mientras Fred Zinnemann va como ayudante del operador Eugen Schüfftan. Las diversiones de dos parejas de trabajadores que pasan un domingo junto al lago Wandsee están integradas en un ambiente popular, captado con técnica documental, como harán más tarde los neorrealistas italianos. Por vez primera el cine alemán se aproxima a la condición de los humildes, no para hacerles protagonizar tragedias, como en Lupu Pick, o sórdidos dramas de degradación moral, como en Pabst, sino para mostrarlos tal y como son, en su prosaica y banal pequeñez y no sin cierta dosis de tierna melancolía. Es la senda que conducirá más tarde a títulos como Marty y El empleo.

Casi sin darse cuenta una buena parte de la vanguardia se ha ido deslizando desde el fetichismo formal de los «terroristas» del arte a la observación naturalista y al verismo documental. Este itinerario nos conduce hasta la gran personalidad de Jean Renoir, hijo del célebre pintor impresionista, que ha llegado al cine tras el impacto que le produjo el serial de aventuras Los misterios de Nueva York y la decisiva revelación de Charlot y de Esposas frívolas, de Erich von Stroheim: «Este film me dejó estupefacto —ha confesado—. Lo he debido ver por lo menos diez veces». No es raro que Renoir dejase de lado sus actividades de ceramista y que, impregnado por la gran tradición del realismo francés, en su doble vertiente literaria (naturalismo) y pictórica (impresionismo), se orientase hacia el cine, adaptando la novela de Zola Nana (1926), interpretada por su esposa Catherine Hessling, ex modelo de su padre, historia de una famosa cocotte del Segundo Imperio que marca un hito en la historia del naturalismo cinematográfico francés.

Aunque irregular, la producción muda de Renoir revela ya un talento cinematográfico poco común y una versatilidad ante los géneros que viene avalada por la divertidísima farsa cuartelera Tire-au-flanc (1928), notable además por la desenvoltura de sus prodigiosos movimientos de cámara. Ya veremos cómo la plenitud de Renoir se desarrollará en el período sonoro, pero ya ahora maneja la técnica en función de sus exigencias veristas y es de los primeros en utilizar la nueva emulsión pancromática en interiores, para lo que introduce la revolucionaria iluminación mediante lámparas de filamento, en sustitución de los arcos voltaicos. Esto fue lo que hizo, y no deja de resultar paradójico, para rodar una cinta fantástica inspirada en Andersen, La cerillerita (La petite marchande d’allumettes), en 1928, año crucial en el avance de la técnica cinematográfica, ya que de esta fecha datan también La pasión de Juana de Arco de Dreyer y Sombras blancas en los mares del Sur de Van Dyke (Oscar a la mejor fotografía del año), que se ruedan íntegramente con la emulsión pancromática que, lanzada al mercado por Kodak en 1913, se venía utilizando únicamente en exteriores.

También el belga Jacques Feyder, que había dado sus primeros pasos en el cine como actor, tomó la senda naturalista después del gran éxito comercial de su suntuosa versión de La Atlántida (L’Atlantide, 1920-1921), primera versión cinematográfica de las muchas que se harán de la novela de Pierre Benoit, que se rodó en el Sahara y resultó ser el film más caro del cine francés de la época. Artista nómada a la busca de la independencia creadora por los platós de Austria, Suiza, Francia y Alemania, malversó su riguroso sentido de la precisión ambiental en una Carmen (Carmen, 1926), en la que se pasó el rodaje discutiendo con Raquel Meller, antes de conquistar unánimes elogios con Thérèse Raquin (1927), adaptación de la novela de Zola rodada en Berlín con técnicos alemanes, que dejaron impreso el sello de su estilo fotográfico contrastado a lo largo de sus imágenes naturalistas, a juzgar por las fotos fijas que han sobrevivido a esta obra desaparecida. Después Feyder marchó a Hollywood, dejando tras de sí en Francia un explosivo vodevil, Les Nouveaux Messieurs (1928), farsa política sobre el ascenso de un obrero socialista a ministro, que tuvo no pocos problemas con la censura.

Muchos fueron los extranjeros que contribuyeron al esplendor de la edad de oro del cine mudo francés. Pero con significar muchísimo los nombres de Buñuel, Dreyer, Cavalcanti, Feyder, Man Ray o Kirsanov, no fue nada desdeñable la aportación de un Renoir, de un Cocteau y, especialmente de René Clair, destinado a convertirse por bastantes años en el cineasta más prestigioso de su país. Su verdadero nombre es René Chomette y nació en 1898, hijo de un acomodado comerciante de jabones. Rechazó el confortable y seguro porvenir que le ofrecía su padre para dedicarse a la aventura del periodismo. Cronista literario y crítico de espectáculos en varios periódicos, escribió también canciones para la célebre Damia y una novela titulada L’île des monstres. Su experiencia cinematográfica se inició en 1920, casi por azar. Damia le pidió que interpretase un pequeño papel en una película suya, de ambiente coreográfico. Para quebrar su indecisión, Damia le dijo que lo pasaría muy bien con las bellas bailarinas de la película… Más tarde, Clair confesaría: «Las bailarinas me decidieron a aceptar. Era la primera vez que ponía los pies en un estudio. Entré en él para tres días y me he quedado para toda la vida».

En 1922 trabajó como ayudante del realizador Jacques de Baroncelli y al año siguiente realizó su primera película, París dormido (Paris qui dort, 1923), disparate cómico entroncado con la magia de Méliès, que nos muestra a los habitantes de París paralizados por un rayo que ha descubierto un sabio loco. El protagonista, que ha escapado a estos efectos, se pasea por la ciudad, convertida en un inmenso museo de figuras de cera. Luego vienen los fallos del mecanismo del sabio, que hacen caminar a la gente con movimiento acelerado o retardado, y finalmente la vuelta a la vida normal. Un puro disparate, disparate futurista si se quiere, protagonizado por muñecos más que por seres humanos. Después de esta experiencia, Clair penetra en una vanguardia más ortodoxa —valga la contradicción— al aceptar el encargo de un mecenas para realizar el cortometraje Entr’acte (1924), destinado a ser proyectado en el entreacto de los Ballets Suecos, que se exhibían en el Teatro de los Campos Elíseos. El pintor y poeta dadaísta Francis Picabia escribió el argumento, en la más dislocada pureza vanguardista, que Clair convirtió en un festín de imágenes locas que culminaron en la hilarante persecución de un ataúd por su séquito fúnebre. En este divertimento dadaísta intervinieron como actores Man Ray y Marcel Duchamp, que aparecían jugando al ajedrez, y Picabia y el músico Erik Satie, llevando un cañón.

Nacido cinematográficamente en el cogollo del vanguardismo, en 1927 Clair dio un viraje decisivo, al adaptar a la pantalla el vodevil de Eugène Labiche y Marc Michel Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paille d’Italie, 1927). Con esta película se inicia la gran obra satírica de Clair. Los elementos que componen la farsa le van a las mil maravillas: una boda burguesa de fin de siglo, cuyo novio se ve obligado a buscar por todo París en el día de la ceremonia un determinado sombrero de paja, para evitar que se descubra la infidelidad de una señora casada, que se entiende con un gomoso teniente de lanceros… La comicidad de la película brota no sólo de la disparatada búsqueda contrarreloj de un sombrero de dama en tan especiales circunstancias, sino de la penetrante caricatura de una época y de unos tipos: el militar seductor y furibundo, el marido cornudo que toma baños de pies en una palangana, la dama falsamente honesta, el tío sordo al que le han rellenado con papel la trompetilla para que no se entere del lío, el alcalde y su protocolario discurso nupcial, verdadera pieza maestra de mimodrama…

Entre los monigotes de París dormido, que no guardan ninguna relación con la realidad, y estas caricaturas extraídas de una época y de una clase social concretas, media un abismo creador. Clair se convierte de pronto en el más penetrante caricaturista y el más fino espíritu satírico del cine francés. La tosca pero extraordinaria comicidad de la escuela americana se ve superada por la finísima ironía francesa, que hará merecer a Clair el apodo de «Molière del cine».

Es cierto que este creador, frío y cerebral, mantiene sus críticas en el terreno inofensivo y amable de los aspectos grotescos y ridículos de la confortable burguesía francesa, que es el mundo al que pertenece. Sus películas no desencadenan los escándalos que acompañan, casi inevitablemente, a los demoledores escopetazos de un Buñuel o de un Stroheim. Pretender eso sería pedirle peras al olmo. Clair pertenece a la tradición de una cultura caracterizada por el comedimiento y la frialdad pasional. Retoma la tradición del vodevil y le aplica su afinado estilete crítico, para montar sus farsas a costa de la ceremoniosa, protocolaria, cartesiana y comedida clase media francesa. Y esto lo hace magistralmente.

El gran éxito de Un sombrero de paja de Italia hizo que Clair volviese a recurrir a una obra de Labiche y Michel para realizar su película siguiente. Pero Les deux timides (1928), su última obra muda, estuvo lejos de constituir un éxito. Había en ella reminiscencias de origen vanguardista, como los acontecimientos que explica el abogado, inmovilizados bruscamente en la pantalla en el momento en que pierde el hilo del discurso, para ponerse luego en marcha nuevamente. En otra escena divide la pantalla en dos porciones para mostrar simultáneamente lo que sueñan dos rivales por amor, que tratan de eliminarse mutuamente. Son los últimos devaneos vanguardistas de Clair, reminiscencias de sus años de aprendiz de brujo, pero a partir de ahora encarrilará definitivamente su cine hacia el mundo de los seres humanos, aunque caricaturizados, enterrando sus experimentos oníricos y su mundo de muñecos nacido en el seno del terremoto dadaísta.

APOGEO DE HOLLYWOOD

La catástrofe de la Primera Guerra Mundial, con la consiguiente paralización de la producción europea, permitió a la industria cinematográfica americana ascender hasta situarse como la tercera del país, después de las de automóviles y de conservas. Cancelada definitivamente su etapa aventurera, los grandes bancos de Nueva York extendieron sus tentáculos hacia aquella nueva y próspera fuente de riqueza. Las acciones de algunas compañías importantes, como Pathé y Fox, comenzaron a cotizarse en la Bolsa. Se produjo una lucha feroz, de altos vuelos, por el control financiero de Hollywood. Es el período conocido por el expresivo Company eat Company. Las combinaciones capitalistas cristalizaron en 1922 en la formación de la poderosa asociación Motion Picture Producers and Distributors of America Inc., presidida por el ex ministro republicano Will Hays, que agrupó las principales empresas y reglamentó sus normas internas de funcionamiento y convivencia.

En estos años de prosperidad para la industria del cine, un metro cuadrado de terreno de Hollywood pasó a valer más que los de ninguna otra ciudad de la Unión. Pero este rápido crecimiento trastornó profundamente los métodos clásicos de producción. Los presupuestos de las películas son cada vez más altos y cada film se convierte en una arriesgada aventura financiera para su productor. Para paliar el riesgo se generaliza la práctica del block-booking y se recurre a la estandarización de los productos, en ciclos temáticos y fórmulas de probada rentabilidad. Los producers-supervisors de los bancos vigilan los gastos y la marcha de la producción, anteponiéndose su importancia a la de los directores, que pasan a convertirse en meros empleados.

Una de las bazas fuertes de la nueva industria es, naturalmente, el star-system, pivote de la histeria colectiva de los públicos que se arremolinan a las entradas de los cines. Las vidas privadas de las estrellas se convierten en pasto de revistas especializadas de enorme tirada. Pero esta inflación publicitaria se revelará pronto como un peligroso bumerán para la industria, con la irrupción de escándalos sensacionales en cadena. Primero fue la muerte de la starlette Virginia Rappe durante una orgía en la que participaba el obeso cómico Roscoe Arbuckle, Fatty, a quien le fue imputada (1921). Luego siguieron el turbio asesinato, jamás aclarado, del realizador William Desmond Taylor (1922), la muerte de Wallace Reid (1923) y de Barbara La Marr (1926) intoxicados por las drogas, el asesinato de Thomas H. Ince (1924) y un sinnúmero de escándalos de alcoba, de todos los tonos imaginables, que movilizaron a las fuerzas vivas del puritanismo militante para el asalto y destrucción de aquella nueva Babilonia, convertida en capital del pecado. El presbiteriano Will Hays convocó al jesuita Daniel A. Lord y al publicista Martin Quigley para redactar un código de normas morales, el famoso Código Hays, que no fue adoptado por la industria del cine hasta 1930 y del que tendremos ocasión de volver a ocuparnos.

A este período fastuoso de Hollywood corresponden los grandes alardes de producción y las borracheras de presupuestos. El impacto escenográfico de las nuevas películas alemanas y las grandes puestas en escena de Lubitsch inspiraron El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1924), fantasía oriental en modem style de Raoul Walsh para la mayor gloria de Douglas Fairbanks, que con su impresionante arsenal de trucajes nos retrotrae a los viejos tiempos de Méliès. Rex Ingram lanza a Rodolfo Valentino como estrella en Los cuatro jinetes del Apocalipsis (The Four Horsemen of the Apocalypse, 1921), disfrazado de gaucho y bailando un tango que corta el aliento a las damas más respetables. Fred Niblo realiza para la Metro-Goldwyn-Mayer un colosal Ben-Hur (Ben-Hur, 1926), que cuesta seis millones de dólares, para lucimiento de Ramón Novarro, sucesor de Valentino arrebatado a México, como lo serán Dolores del Río y Lupe Vélez.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 108; Мы поможем в написании вашей работы!

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