DE MAX LINDER A LAS TARTAS DE CREMA 4 страница



Como puede verse, estamos asistiendo a las primeras formulaciones teóricas del nuevo arte. El italiano Ricciotto Canudo, afincado en París, fue quien primero se atrevió a afirmar que el cine era un arte, el séptimo arte, teoría estética revolucionaria que razonó en su curioso Manifiesto de las siete artes (1911), en el que afirmaba que el cine es una síntesis de las tradicionales artes del espacio y artes del tiempo. Luego vino Delluc, que con su noción de fotogenia trató de asir el secreto estético del nuevo arte. Teoría balbuciente, que no encontró su primera formulación madura hasta la aparición del húngaro Béla Balázs, que expone sus ideas en un libro titulado El hombre visible o la cultura del cine (1924), en donde opone a la tradicional cultura de la palabra (la cultura literaria) la novísima cultura de la imagen creada por el cine. El cine, lenguaje internacional no supeditado a particularismos idiomáticos, como el literario, ha creado al hombre visible. Casi nada. Tres son, para Balázs, los elementos que hacen del cine un arte: el primer plano, el encuadre y el montaje.

El encuadre es «la porción de realidad elegida con determinada perspectiva, mediante la cual el director expresa en el cuadro su voluntad subjetiva». Es el encuadre-opinión de los expresionistas, que mediante la angulación u otro recurso técnico otorga un especial significado al material plástico. Por otra parte, los encuadres se unen y combinan entre sí mediante el montaje, «como si fuesen palabras en un texto literario». De todos los posibles encuadres hay uno que fascina a Balázs, y con razón, pues es uno de los ejes de la estética cinematográfica: el primer plano. El primer plano, que aísla y agranda los objetos convirtiéndolos en personajes dramáticos y descubriendo la secreta microfisonomía del rostro humano, que ha incorporado al arte una nueva topografía dramática, antes ignorada, porque, como escribirá Josef von Sternberg, «al agrandarse monstruosamente sobre la pantalla, una cara debe ser tratada como un paisaje, con su relieve de luz y sus depresiones tenebrosas. Se debe mirar como si los ojos fueran lagos, la nariz una montaña, las mejillas praderas, la boca un campo de flores, la frente un cielo y los cabellos nubes».

No cabe duda de que el cine está comenzando a comprenderse a sí mismo.

 EL «STURM UND DRANG» ALEMÁN

En 1916, el cine contaba solamente con veinte años de historia —poquísimos años en la vida de cualquier arte— y ya hemos visto cómo su lenguaje comenzaba a ser inventado por entonces en los Estados Unidos por el patriarca D. W. Griffith. Pero mientras Griffith estaba operando su sensacional revolución expresiva, los ejércitos alemanes se batían en los campos de batalla europeos y de las salas de proyección germanas se barría implacablemente la producción del enemigo, francesa, inglesa y americana, que en estos años tenía, además, un marcado cariz antialemán. En 1916, que es el año de Verdún, el gobierno alemán decidió resolver este problema cinematográfico creando una gran empresa de producción para abastecer al país —que hasta entonces había sido primordialmente una colonia del cine danés— con películas propias. De esta vasta operación industrial, ideada por el general Ludendorff, ordenada por Hindenburg y apoyada por el poderoso Deutsche Bank y por la artillería pesada de la industria alemana (Krupp, I. G. Farben), surgiría en 1917 la célebre UFA (Universum Film A. G.), con un capital inicial de veinticinco millones de marcos, eje motor de la industria del cine alemán.

Pero una fábrica no puede funcionar sin ingenieros, como un arte no puede existir sin artistas. Al concluir las hostilidades la UFA atacó de momento el problema del cine alemán por su vertiente industrial. Si el cine alemán tenía que ser grande, era menester hacer grandes películas. Este razonamiento, análogo al de los pioneros del cine italiano y al de los productores americanos en cada ocasión que Hollywood ha visto sus cimientos sacudidos por una crisis, condujo al nacimiento de un ciclo de cine costoso y espectacular, conducido con mano maestra por Ernst Lubitsch.

Lubitsch había rehusado seguir el negocio de su padre, modesto comerciante textil, para dedicarse al teatro. Fue discípulo del titán de la escena alemana Max Reinhardt y en 1913 comenzó a actuar como intérprete cinematográfico, en papeles cómicos, y en 1915 como realizador, dirigiendo varias comedias interpretadas por la popular Ossi Oswalda. En 1918 inició su colaboración con la célebre Pola Negri, a la que dirigió en Los ojos de la momia (Die Augen der Mumie Ma) y en Carmen (Carmen), según Mérimée. Al año siguiente abrió su ciclo histórico-espectacular con la película antifrancesa Madame Du Barry (Madame Du Barry), visión tenebrosa de la Revolución de 1789, y lo prosiguió con la antibritánica Ana Bolena (Anna Boleyn, 1920), la pantomima oriental Una noche en Arabia (Sumurun, 1920) y la evocación egipcia La mujer del faraón (Das Weib des Pharao, 1921). Esta ofensiva industrial, de grandes escenografías y enormes presupuestos, dio positivos frutos y Lubitsch, favorecido por sus puyazos políticos —que se completaron con su divertida sátira antiamericana La princesa de las ostras (Die Austernprinzessin, 1919)—, se convirtió en uno de los puntales del cine alemán, del que no tardaron en apoderarse los magnates de Hollywood (1923), perdonándole como buenos cristianos sus anteriores ofensas, de modo que el irónico Lubitsch prosiguió su carrera en la costa californiana —recordemos su sátira antisoviética Ninotchka (Ninotchka, 1939) y la antinazi Ser o no ser (To Be or Not to Be, 1942)— hasta su muerte en 1947.

Si las mordaces comedias y las evocaciones históricas de Lubitsch (que iniciaba así en el cine el género seudohistórico en el que los grandes acontecimientos políticos se explican en función de los enredos de alcoba y deslices de favoritas) fueron los obuses de grueso calibre que disparó la UFA, para anunciar la noticia del parto del gran cine alemán, fue la violenta irrupción de la escuela expresionista la que dio cartas de nobleza a su arte cinematográfico.

El expresionismo, más que una escuela, es una actitud estética cuyo rastro nos conduce hasta las formas más primitivas del arte aborigen. Véanse esas máscaras polinesias de rasgos desgarrados que evocan con temor un mundo sobrenatural, contémplense esos leones de metal del rey Béhanzin, último monarca de Dahomey, de fieros y enormes colmillos, o esas aves amenazadoras, de largo pico, que brotan de los mástiles totémicos que salpican el Parque de Vancouver. Antes de que el expresionismo irrumpiese en los cenáculos de Munich y de Dresde en la anteguerra alemana, los genios torturados de Goya y de Van Gogh habían aportado a la pintura europea la materialización del drama interior a través de formas y colores. Pero el expresionismo se hizo consigna y escuela en Alemania como reto y respuesta al impresionismo pictórico y al naturalismo literario. Frente a la fidelidad al mundo real captado por los sentidos, se alzó la interpretación afectiva y subjetiva de esta realidad, distorsionando sus contornos y sus colores. Las experiencias en esta línea iniciadas hacia 1910 por varios pintores centroeuropeos (Nolde, Klein, Munch, Kokoschka, Kubin) y que llegaron a penetrar en el teatro (Georg Kaiser, Walter Hasenclever, Reinhard Sorge), en la poesía, en la música y en las artes decorativas, aparecen en el cine, en un fenómeno osmótico y tardío, con El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1919), de Robert Wiene.

Los historiadores gustan buscar antecedentes a toda ruptura estética. Suelen citarse como precursores del expresionismo cinematográfico algunas películas alemanas, especialmente la cinta fantástica El estudiante de Praga (Der Student von Prag, 1913) de Paul Wegener y del danés Stellan Rye, drama del estudiante Balduin que por amor vende al diablo su imagen reflejada en los espejos, y El Golem (Der Golem, 1914), de Paul Wegener y Henrik Galeen, antigua leyenda judía sobre un hombre de arcilla al que el rabino Loew consiguió infundir vida mediante una fórmula mágica. Estamos en el terreno de la fantasía sin fronteras, en contradicción con el realismo naturalista que, después de Méliès, parece querer imponerse en el cine mundial. Hay un cordón umbilical que une estas inquietantes leyendas con la explosión del romanticismo alemán. El romanticismo y su reflejo filosófico, el idealismo, han dominado y dominan todavía a lo más vivo y activo de la cultura alemana. Y de aquí a la irrupción de Caligari no hay más que un paso.

El argumento de El gabinete del doctor Caligari fue imaginado por el poeta checo Hans Janowitz y por el austríaco Carl Mayer y, según escribe Kracauer, estuvo inspirado en un caso de criminalidad sexual acaecido en Hamburgo. El guión original narraba los estremecedores crímenes que cometía el médium Cesare, bajo las órdenes hipnóticas del demoníaco doctor Caligari, que recorría las ferias de las ciudades alemanas exhibiendo a su sonámbulo. La secreta idea de los guionistas era la de denunciar, a través de esta parábola fantástica, la criminal actuación del Estado alemán, que utilizó a sus súbditos durante la guerra como el satánico Caligari a su subordinado Cesare. Propusieron el guión a Erich Pommer, jerarquía suprema de la Decla-Bioscop y uno de los puntales del renacimiento del cine alemán, que a su vez lo ofreció al realizador Fritz Lang. Pero Lang encontró el asunto excesivamente truculento y Pommer encomendó su ejecución a Robert Wiene, un realizador gris de origen checoslovaco e hijo del actor Carl Wiene.

Wiene tomó el guión y, a pesar de las protestas de sus autores, añadió dos nuevas escenas (una al principio y otra al final), que transformaron radicalmente el sentido de la narración, pues se convirtió en el relato imaginario de un loco que cree ver en el bondadoso director del manicomio en que se halla al temible doctor Caligari. Con ello, también, se derrumbó el sentido de protesta política de la obra que, todo hay que decirlo, era de un hermetismo de nada fácil interpretación. Pero aunque esta historia fantástica de crímenes se convirtió mutatis mutandis en un relato perfectamente realista, su dimensión alucinante y demoníaca persistió a través del estilo plástico que Wiene eligió para llevarla a la pantalla. Se han discutido mucho los méritos de Wiene en esta película, atribuyéndose sus revolucionarias innovaciones a sus decoradores y figurinistas Hermann Warm, Walter Reimann y Walter Röhrig, activos miembros del grupo Sturm de Berlín, impulsor de la estética expresionista. Sea como fuere, y más allá de las querellas historiográficas, forzoso es reconocer que la baza principal de la película estuvo en su desquiciamiento escenográfico, con chimeneas oblicuas, ventanas flechiformes y reminiscencias cubistas, utilizándolo todo en función no meramente ornamental, sino dramática y psicológica, creando una atmósfera inquietante y amenazadora.

Jamás las retinas de los espectadores habían sido heridas por tanta audacia plástica. También es verdad que el azar contribuyó a acentuar el extremismo de las soluciones formales. La limitación del cupo eléctrico del estudio sugirió la idea de pintar luces y sombras en los decorados. Así se hizo, y con gran fortuna. Pero con ser tan positiva la aportación de la película, que abría una nueva dimensión imaginativa, insólita y subjetivista a la producción cinematográfica, como contrapartida encarrilaba al joven arte hacia una peligrosa cineplástica de servidumbre pictórico-escenográfica, desechando la movilidad de la cámara, el poder creador del montaje y el rodaje en escenarios exteriores, en un retorno a la vieja estética de Méliès. Jean Cocteau señaló los peligros de este estilo asfixiante y teatralizante al escribir que «es un error fotografiar decorados sorprendentes, en vez de procurar esta sorpresa por medio de la cámara».

La incorporación de la figura humana y de sus movimientos reales no era cosa fácil en aquel mundo de formas dislocadas y extravagantes. Con una interpretación estilizada y con la ayuda de unos maquillajes sorprendentes, Caligari (Werner Krauss) y Cesare (Conrad Veidt) consiguieron integrarse eficazmente en el conjunto plástico, que admitía mucho peor a los restantes personajes de inspiración realista. También el movimiento, que es una dimensión real, despojará a muchas películas de esta escuela de la irreal fascinación plástica que emana de sus fotogramas estáticos.

El gabinete del doctor Caligari constituyó un éxito sin precedentes, que consiguió romper el bloqueo impuesto por los aliados al cine alemán al acabar la guerra, prestigiándolo extraordinariamente en el extranjero. Caligari fue, junto con Charlot, el primer mito universal creado por el cine y los críticos franceses acuñaron la palabra caligarismo para designar las películas alemanas tributarias de la nueva estética. El éxito fue enorme, a pesar de que las secretas intenciones de la película no fueron comprendidas. Un crítico alemán escribió: «Se trata de un homenaje a la desinteresada y meritoria labor de los psiquiatras». No lo era, pero lo cierto es que la película interesó vivamente a los círculos psiquiátricos y a partir de esta revelación los cenáculos intelectuales europeos comenzaron a interesarse seriamente por el cine, considerándolo como una manifestación artística de vanguardia, pletórica de posibilidades.

Las dudas sobre el talento creador de Wiene se acentuaron a la luz de su mediocre obra posterior, inserta en la gran marea expresionista que dominó en la producción alemana a partir de esta fecha: Genuine (1920), sobre un pintor que infunde vida al retrato de su amada; una adaptación de Raskolnikoff (Raskolnikoff, 1923), de la obra de Dostoievski e interpretada por actores del Teatro de Arte de Moscú; la evocación religiosa INRI (INRI, 1923) y Las manos de Orlac (Orlacs hände, 1924), adaptación de la novela fantástica de Maurice Renard, que muestra el torturado drama del pianista Orlac (Conrad Veidt), al que a causa de un accidente el cirujano le ha sustituido sus manos por las de un criminal.

No es casual que la estética expresionista solicitase con evidente preferencia sus temas de los arcanos de la fantasía y el terror. Asesinos, vampiros, monstruos, locos, visionarios, tiranos y espectros poblaron la pantalla alemana en una procesión de pesadillas que se ha interpretado como un involuntario reflejo moral del angustioso desequilibrio social y político que agitó la República de Weimar y acabó arrojando al país a los brazos del nacionalsocialismo. Finísimo barómetro de las preocupaciones colectivas, el cine registrará estas violentas conmociones sociales en su estremecedora parábola expresionista. Henrik Galeen y el actor Paul Wegener resucitarán El Golem (Der Golem, 1920), que causará desmanes sin cuento en el gueto judío de Praga, Murnau pondrá en circulación el mito del vampiro con Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) y el pintor y escenógrafo Paul Leni narrará en El hombre de las figuras de cera (Wachsfigurenkabinett, 1924) la historia de un joven poeta que, encargado de escribir unos relatos publicitarios sobre un museo de figuras de cera, imagina unos episodios alucinantes protagonizados por el sultán Harun-al-Raschid (Emil Jannings), el zar Iván el Terrible (Conrad Veidt) y el sádico asesino inglés Jack el Destripador (Werner Krauss). Con razón señalará Kracauer que esta procesión de horrores es un vivo reflejo, en el plano cultural, del desgarramiento del alma burguesa alemana, en tensión entre la tiranía política y el caos social.

El hombre de las figuras de cera (1924) de Paul Leni.

 

El expresionismo evolucionó, como no podía ser menos, sustituyendo las telas pintadas de El gabinete del doctor Caligari por los decorados corpóreos e introduciendo un empleo más complejo y audaz de la iluminación como medio expresivo, hasta conseguir una película en que toda la intriga se expone casi únicamente por medio de sombras, sin rótulos literarios: Sombras (Schatten, 1923) de Arthur Robison. Sin embargo, al mismo tiempo que el expresionismo maduraba y se enriquecía con nuevos recursos estilísticos, fecundaba en su seno la semilla de una nueva corriente, que ha pasado a la historia con el nombre de Kammerspielfilm.

Del mismo modo que las grandes puestas en escena de Max Reinhardt en el Deutsches Theater inspiraron el ciclo espectacular de Lubitsch, las experiencias realistas e intimistas de su Kammerspiel (Teatro de cámara), montadas para auditorios de no más de trescientas personas, fueron las que inspiraron la reacción realista del Kammerspielfilm. La llamarada expresionista no ha de hacer olvidar la existencia de una sólida veta realista, o mejor naturalista, en la moderna literatura alemana. Gerhart Hauptmann, Hermann Sudermann y Thomas Mann, que publica por estos años La montaña mágica, son tal vez sus nombres más representativos. Sea como fuere, inspirándose en el naturalismo intimista del Teatro de cámara de Reinhardt, el guionista Carl Mayer y el director rumano Lupu Pick rompieron con las fantásticas elucubraciones del expresionismo con dos curiosas «tragedias cotidianas», que se orientaban hacia el estudio naturalista y psicológico de personajes simples y de ambientes arrancados de la realidad cotidiana: Scherben (1921) y Sylvester (1923).


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 143; Мы поможем в написании вашей работы!

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