ZUKOR Y GRIFFITH: DOS PILARES



La historia de la formación de Hollywood recuerda, en bastantes aspectos, la epopeya de la colonización del Oeste. Ciudad creada ex novo por la afluencia de aventureros, como Dodge City, Dallas, Wichita o Abilene, adquirió pronto esa bronca reputación de las ciudades del Far-West en su época heroica. En un Hollywood asolado por las rivalidades de los Independientes encontraremos a personajes tan inesperados como León Trotski, que actúa de oscuro figurante en varias películas —como El clarín de la paz (The Battle Cry of Peace, 1916) de Blackton— y hasta aparece junto a la estrella Clara Kimball Young en Mi esposa oficial (My Official Wife, 1916) de James Young.

Y en torno al revolucionario ruso, que debió de contemplar aquel mundo desquiciado con cierta escéptica perplejidad, los sabotajes y asaltos a productoras, como el organizado por la Universal contra la sociedad rival NYMP, o el ataque en toda regla, con hombres armados y hasta un viejo cañón de la guerra civil, contra los estudios de Kessel y Bauman…

Entre las nubes de pólvora que entintaban el cielo azul de California apareció un hombre que contribuyó, en gran medida, a imponer una disciplina industrial a las jóvenes empresas de Hollywood. Adolph Zukor era ya, a sus treinta y nueve años, un viejo zorro y el más astuto de los Independientes. A esa edad, en 1912, fue cuando compró los derechos del film d’art francés Elizabeth, reina de Inglaterra (La reine Élizabeth), interpretado por Sarah Bernhardt en Inglaterra y que acababa de obtener un éxito sin precedentes en los países europeos. Era, además, la primera película de cuatro rollos que se presentaba en los Estados Unidos. Zukor organizó una función solemne para su estreno, con los asistentes cuidadosamente seleccionados por invitación rigurosa.

La vanidad del ex aprendiz de tapicero debió de sentirse colmada cuando sonó en la sala del Frohman’s Lyceum Theatre una ovación cerrada en honor de la diva y cuando los periódicos del día siguiente se refirieron a la sesión como «un momento histórico del cine».

Zukor aprendió la lección del film d’art europeo y, asociado con Frohman, fundó aquel mismo año la empresa «Actores famosos en obras famosas» y eligió para trabajar con él a los nombres más seguros del cine norteamericano: al director Edwin S. Porter, que había abandonado a Edison, y a la actriz Mary Pickford, contratada por mil dólares a la semana. Para completar su organización, Zukor se asoció con varios empresarios creando la Paramount Corporation, que agrupaba a todas las grandes firmas independientes, con unas cinco mil salas, las mejores del país. Con la Paramount (que en inglés quiere decir «superior» y cuyo eslogan era selected pictures for selected audiences) se cerraba la era de los Nickel-Odeons y se inauguraba la de las grandes salas y grandes circuitos.

Gracias a la Paramount Zukor pudo abordar la realización de un viejo proyecto: el lanzamiento de un gran film (de una hora o más) por semana. Sobre los pilares del programa semanal, la exclusiva y la contratación en bloque Zukor fundó su imperio. La contratación en bloque —block-booking, en jerga cinematográfica— era un compromiso del exhibidor de alquilar toda la producción de la firma, en bloque y a ciegas (blind-booking), basándose en el prestigio de las estrellas que Zukor tenía contratadas en exclusiva. Zukor dividió su producción, además, en tres grupos, A, B y C, según fuera la categoría de los intérpretes y el presupuesto de la cinta. Esta clasificación es ya un reconocimiento implícito del imperio del star-system y una prueba evidente de la alta capacidad organizadora de Zukor, que acabará por imponer sus métodos a todos los Independientes, cerrando el ciclo caótico en que las rivalidades comerciales se dirimían a punta de revólver.

Si Zukor es el padre indiscutible de la moderna industria del cine americano, con unas fórmulas comerciales que todavía perduran, su padre artístico, que es casi tanto como decir del cine a secas, fue un mediocre actor teatral y escritor de ascendencia irlandesa, autodidacta, nacido en La Grange (Kentucky), hijo de un coronel sudista arruinado por la guerra civil. Se llamaba David Wark Griffith (1875-1948).

El primer contacto de Griffith con el cine se produjo en calidad de guionista cuando, en 1907, ofreció sin éxito a Porter un guión basado en el drama Tosca, de Sardou. Pero la entrevista con Porter no fue inútil, pues éste, que no tuvo confianza en el talento creador de Griffith, le juzgó en cambio buen intérprete y le contrató por 20 dólares para un papel en su película El nido del águila (Rescued from an Eagle’s Nest, 1907). Con su seudónimo teatral de Lawrence Griffith debutó en el nuevo arte, disfrazado de montañero que lucha ferozmente y vence con gran esfuerzo a un águila (de trapo y serrín) que previamente había raptado a un bebé.

Griffith estaba empecinado en vender su adaptación de Tosca y fue a ofrecerla a la Biograph. Allí tampoco la quisieron, pero volvieron a contratarle como actor y pidieron que trajera asuntos originales, no adaptaciones. No deja de ser curioso que Griffith, autor de más de cuatrocientas películas y respetado patriarca del cine americano, no haya conseguido jamás llevar su Tosca a la pantalla.

En 1908 Griffith debutó como realizador en la Biograph, cubriendo la vacante de Mac Cutcheon, con un salario de 50 dólares semanales y un ritmo de producción de una o dos películas de 100 a 300 metros por semana. Los temas abordados por Griffith son de una variedad asombrosa. Estajanovista del celuloide, le da lo mismo recurrir a Tennyson, Maupassant, Edgar Allan Poe o a Tolstói, que a los temas del Far-West, novelas populares, asuntos históricos o narraciones policíacas. Su experiencia como actor le llevó a cuidar especialmente la interpretación de sus películas y «descubrió» a numerosas estrellas de primera magnitud del cine mudo americano. La más importante fue la canadiense Gladys Mary Smith, inmortalizada con el nombre artístico de Mary Pickford, que a los cinco años había debutado en el teatro para ayudar a su madre viuda, en precaria situación económica. A los dieciséis fue contratada por la Biograph y debutó a las órdenes de Griffith en The Violin Maker of Cremona (1909). Por su rostro aniñado, sus ojos azules y sus tirabuzones rubios se la conocía, en sus primeras películas, como Little Mary y «rizos de oro». Su ascensión artística fue espectacular —disputada encarnizadamente por los productores— y no tardó en convertirse en «la novia de América» y hasta en «la novia del mundo». Su apariencia ingenua, que hizo cristalizar uno de los primeros arquetipos cinematográficos, ocultaba a una astuta mujer de negocios. Tan grande fue el prestigio de Mary Pickford como «ingenua» del cine, que hasta la edad de 36 años no se atrevió a evolucionar hacia un personaje más adulto, en Coqueta (Coquette, 1929) de Sam Taylor. Pero a pesar del protector Oscar que le fue concedido, el público repudió su nueva imagen y Mary Pickford se retiró del cine en 1933. Griffith también descubrió a las hermanas Lillian y Dorothy Gish, que acudieron a la Biograph recomendadas por Mary Pickford, a Mae Marsh y a un cómico canadiense imitador de Max Linder, que se hacía llamar Mack Sennett, a quien no tardaremos en volver a encontrar.

Además de detector de talentos, muchos de ellos sin ninguna experiencia dramática, Griffith comenzó a descubrir pronto un nuevo lenguaje cinematográfico que, hasta ahora, sólo había sido tímidamente esbozado en las obras de algunos creadores. La inspiración y el instinto cinematográfico de Griffith eran tan potentes que emergieron ya en su primera cinta, Las aventuras de Dorotea (The Adventures of Dolly, 1908), rodada en cuatro días. Su asunto, en cambio, era banal y recordaba El nido del águila: unos gitanos raptaban a una niña y la metían en un tonel, pero éste se desprendía del carromato e iba a parar, rodando, a una cascada, de donde la niña era rescatada por un pescador. Nada nuevo contiene, en efecto, este argumento folletinesco, pero en su narración Griffith utiliza por vez primera el flash-back o cut-back, esto es, una escena que se inserta en la acción principal, mostrando en evocación o recuerdo un acontecimiento pasado.

Este primer hallazgo es sólo un preludio de la ingente aportación técnica con la que Griffith enriquecerá el lenguaje cinematográfico. En Balked at the Altar (1908) comienza a utilizar el plano medio y en su noveno film, The Fatal Hour (1908), utiliza por vez primera la acción paralela al servicio de un «salvamento en el último minuto». Griffith llevará esta técnica a su apogeo al año siguiente en El teléfono (The Lonely Villa, 1909), perfeccionando así decisivamente un recurso técnico apuntado por vez primera, como vimos, en Attack on a Chinese Mission Station y utilizado por Porter. Su argumento es simple: para salvar a su mujer e hijas del acoso de unos bandidos, un hombre se precipita hacia su casa en una carrera contra el tiempo, empleando todos los medios a su alcance, desde el automóvil al coche de caballos. Griffith potencia la tensión dramática (suspense) prolongando la situación y haciendo alternar los planos de la familia acosada con los del marido corriendo, a intervalos cada vez más cortos. Este montaje demostró tal eficacia emotiva que fue adoptado por otros directores, que en homenaje a su inventor lo denominaron Griffith last minute rescue, o en nomenclatura técnica cross-cut y switch-back.

El teléfono (1909) de D. W. Griffith.

 

Con Griffith las acciones paralelas se incorporan de forma categórica y madura al acervo de la narrativa cinematográfica, lo que supuso el abandono definitivo de la incómoda y teatral linealidad del relato cinematográfico primitivo. En Salvada por telégrafo (The Lonedale Operator, 1911) vuelve a recurrir a ellas, con su «salvamento en el último minuto», haciendo alternar, mediante un montaje de aceleración creciente, a la telegrafista secuestrada y a su padre y a su novio que, prevenidos por su mensaje, acuden a salvarla. En esta película comienza, además, a elaborarse el estilo de Griffith, fundado en el desplazamiento de los puntos de vista de la cámara dentro de una misma escena. El film está dividido en secuencias (y no en escenarios o cuadros), y cada secuencia está dividida en planos de diferente valor, especialmente planos americanos y primeros planos de objetos (insertos).

Estos hallazgos técnicos pueden parecer primarios y fáciles para un espectador cinematográfico actual, pero la prueba de que esto no era así la suministra la oposición que encontró Griffith entre los dirigentes de la Biograph cuando, en Después de muchos años (After Many Years, 1908) —adaptación de Enoch Arden de Tennyson— quiso mostrar en montaje alternado a Enoch Arden en una isla desierta y a continuación a Anna Lee, su esposa, esperando su regreso. A los productores les pareció que este «salto» espacial era un puro disparate y que el público no podría entenderlo. Griffith respondió diciendo que si Dickens había utilizado este procedimiento narrativo, él también podía hacerlo, porque la literatura y el cine tienen elementos narrativos comunes. Griffith pudo haber añadido que las acciones paralelas en cine son una equivalencia gráfica del «mientras tanto» literario. Pero Griffith no era un teórico, sino un intuitivo. Ganó la batalla de Después de muchos años, en donde utilizaba también por vez primera en su obra un primer plano de la protagonista con intención dramática, y esta victoria constituyó igualmente un progreso revolucionario para el arte del montaje.

Con Griffith asistimos a la gestación de una gramática cinematográfica radicalmente nueva, que ya nada tiene que ver con el teatro. A diferencia de Francia, en los Estados Unidos no pesa la herencia de una densa tradición escénica y ello permite, precisamente, el libre nacimiento de un lenguaje gráfico puro, sin reminiscencias extrañas. En La conciencia vengadora (The Avenging Conscience, 1914), inspirado en Edgar Allan Poe, Griffith recurre a primeros planos repetidos de un lápiz golpeando una mesa y de un pie repicando en el suelo para traducir visualmente el sonido obsesivo de un latido de corazón. Griffith comprendió bien cuál es la potencia expresiva de las imágenes y los resultados que pueden nacer de su libre combinación, que es el montaje. También supo aprovechar las ventajas de la profundidad de foco. En The Musketeers of Pig Alley (1912), drama de bajos fondos, juega sobre la tercera dimensión del espacio al hacer avanzar lentamente a un bandido hacia la cámara, hasta obtener un primer plano de su rostro, mientras sus compinches permanecen nítidos en último término.

Griffith contó para sus películas con la valiosísima colaboración del operador Billy Bitzer, pionero en el uso de la luz artificial, que con recursos extraordinariamente rudimentarios obtuvo resultados óptimos. Utilizó por vez primera la iluminación dramática y de contrastes en Edgar Allan Poe (1909), el contraluz y la iluminación lateral en El remedio (A Drunkard’s Reformation, 1909), el desenfoque como efecto artístico en When Pippa Passes (1909) y combinó por primera vez la luz natural con la artificial en The Politician’s Love Story (1909). En los estudios se denominaba al estilo de Bitzer «iluminación a lo Rembrandt», por su uso del claroscuro y del contraluz. Fue Bitzer también quien primero emplazó un proyector tras una ventana, para simular el efecto de la luz solar.

Establecer un catálogo con todos los hallazgos de Griffith se haría interminable. En Ramona (Ramona, 1910) aparece el primer gran plano general de la historia del cine, un paisaje de Ventura County, en California; en La batalla (The Battle, 1911), que no oculta su simpatía por la causa sudista, demuestra ya su pericia en el manejo de grandes masas y escenas de combate. Su inquietud y fecundidad le llevan a abordar todos los temas, sin amedrentarse ante el de La formación de un hombre (Man’s Genesis, 1912), que se anunció como «un estudio psicológico fundado en la teoría darwiniana de la evolución del hombre» y en el que su preocuación realista se reflejó en las hierbas secas con que hizo cubrir la desnudez de sus actores. El éxito de esta ingenua cinta seudocientífica le llevó a rodar al año siguiente un drama de la Edad de Piedra: La vida del hombre primitivo (Primitive Man, or the Wars of Primal Tribes). También descolló Griffith en la comedia satírica, con cintas como El sombrero de Nueva York (The New York Hat, 1912), con guión de Anita Loos, que revelaba un agudo sentido de la observación social, al estilo de Mark Twain.

El talón de Aquiles de la obra de Griffith reside, no obstante, en su ingenua visión del mundo que desemboca casi siempre en fórmulas toscamente melodramáticas. Es el tributo que ha de pagar la juventud de un arte que todavía se está forjando. Pero en el terreno de la técnica narrativa, de la invención visual, Griffith está introduciendo una auténtica revolución expresiva, con los desplazamientos del punto de vista de la cámara en el interior de una misma escena, para guiar el ojo y la atención del espectador, con el uso dramático del primer plano, las acciones paralelas y, en suma, los saltos en el espacio y en el tiempo a través del montaje. Griffith es, como Cézanne, el primitivo de un arte nuevo.

 THOMAS H. INCE Y LA NUEVA ÉPICA

El historiador francés Jean Mitry ha escrito que «si Griffith fue el primer poeta de un arte cuya sintaxis elemental había creado, puede decirse que Thomas Ince fue su primer dramaturgo».

Thomas Harper Ince (1882-1924) vino al mundo en el seno de una familia de actores y siguió a su vez la profesión de sus padres, si bien ocasionalmente se vio obligado a trabajar como mozo de café. Autodidacta, alardeaba de no haber leído jamás en su vida un libro, realizó o supervisó centenares de películas —westerns en su mayoría— y fue quien prestigió y difundió por todo el mundo este género genuinamente americano. Murió en unas circunstancias un tanto extrañas. La versión oficial afirmó que su fallecimiento se debió a una infección intestinal, sobrevenida durante un crucero. Pero en los medios bien informados de Hollywood circuló la versión, jamás desmentida, de que Ince murió a causa de los disparos del millonario y magnate de la prensa William Randolph Hearst, al sorprenderle una noche, en la cubierta de su yate, en apretada compañía de la estrella Marion Davies, amante oficial de Hearst.

Ince comenzó a trabajar en el cine como figurante, hasta que en 1911 Laemmle le dio las primeras oportunidades para dirigir. Pero su colaboración fue breve, debido a discrepancias artísticas. Un buen día Ince decidió dejar crecer su bigote. Cuando lo tuvo espeso consiguió un anillo con un grueso diamante, para adquirir aires de respetabilidad, y fue a entrevistarse con los productores Kessel y Bauman, que le contrataron por la apreciable suma de 150 dólares a la semana.

Kessel y Bauman confiaron a Ince la dirección de una de sus productoras, la Bison, situada en Los Ángeles y especializada en westerns. Allí Ince contrató al circo Ranch 101, que invernaba junto al cañón de Santa Mónica, fundando la productora Bison 101, y utilizó a sus artistas —cowboys de verdad, tiradores de rifle, domadores de potros, lanzadores de lazo e indios auténticos— en sus películas. La primera realización importante de Ince fue Across the Plains (1911), sobre la avalancha humana que en 1848 invadió California, a causa de la «fiebre del oro».

La tradición del western, como género cinematográfico, era breve. Edwin S. Porter, Broncho Billy y Francis Boggs (que dirigió a Tom Mix) habían creado los patrones fundamentales, de acuerdo con los esquemas morales de la América virtuosa, puritana y antiindia de los pioneros. En estas películas, que se nutrían de la mitología creada por la conquista y colonización del Oeste, la acción dominaba sobre la psicología y los paisajes naturales sobre el decorado.

La epopeya del Oeste constituye la historia de un país sin historia. Deliberadamente amputada de una parte esencial —la de los pieles rojas, con su cultura, sus gestas heroicas y sus bellas leyendas—, la biografía del Oeste americano comienza para los blancos con la expansión de los colonos a lo largo de Ohio y prosigue con el transporte de ganado, la fiebre del oro, la construcción del ferrocarril, la guerra contra los indios, las luchas entre ganaderos y agricultores y tantas otras gestas que los libros de Zane Grey y las películas de Hollywood, explicando las cosas a su manera, han contribuido a divulgar. Porque la filosofía del western hace buenas migas con la sentencia del general Sheridan: «Los únicos indios amigos son los indios muertos». Nada nos dicen de la aniquilación masiva de bisontes, fuente alimenticia de los pieles rojas, de los que Buffalo Bill, haciendo honor a su nombre, mató cinco mil en diecisiete meses. Ni tampoco nos hablan los westerns de la matanza de cheyenes desarmados a cargo de las tropas del general Custer, porque el western es la epopeya del pueblo invasor y vencedor, que sólo tiene memoria para sus glorias y que ensalza a sus héroes hasta convertirlos en mitos. Y aquí, por cierto, los mitos no son tan lejanos e increíbles como Prometeo, Hércules o Aquiles, sino que tienen nombre y apellido y una partida de nacimiento bien próxima. Sus nombres son ya leyenda viva a través de sus hazañas hechas celuloide: Buffalo Bill, Davy Crockett, Jesse James, Billy el Niño, Wild Bill Hickok, Calamity Jane, Doc Holliday, Pat Garrett…

La epopeya del Oeste fue, por antonomasia, la gran epopeya blanca del siglo XIX y se hallaba demasiado próxima —cronológica y geográficamente— para que los pioneros del cine americano la dejasen escapar como tema cinematográfico. Hombres toscos y satisfechos de su pasado histórico, vertieron en la pantalla los ecos de la gran aventura con ese toque de ingenuidad que otorga precisamente su grandeza a la épica de los pueblos primitivos. Para competir con Tom Mix (llamado el «centauro virtuoso», pero que sería incestuoso de ser cierto el símbolo de Jung caballo-madre) y Broncho Billy —primeros «caballistas» universales de la pantallaInce lanzó en 1913 a Río Jim, «el hombre de los ojos claros», encarnado por el actor William Shakespeare Hart, titán de la pradera y desfacedor de entuertos, que se imponía al público con su sola presencia física: sus ojos claros y penetrantes, su perfil rígido y su expresión melancólica e impávida a la vez, ejercían un poder magnético sobre las muchedumbres. Las biografías de Hart señalan que nació en Dakota, entre los siux, que tuvo una nodriza piel roja y que su infancia transcurrió entre vaqueros, indios y caballos. Todo este pasado se adhirió con tal fuerza a la piel de Río Jim que su presencia en la pantalla bastaba para echar por tierra todas las convenciones y artificiosidad del relato cinematográfico.

Como un Homero de los nuevos tiempos, Ince llevó de la mano a Río Jim, cabalgando sobre su fiel Pinto, por desfiladeros y praderas, entre acechanzas y emboscadas y tal vez sin darse cuenta de que estaba introduciendo en el cine algo muy importante: la naturaleza como decorado insustituible, los escenarios de California en todo su agreste esplendor, y el hombre, el vaquero, fundiéndose en ellos en cabalgadas y persecuciones sin cuento.

El western nacía como epopeya visual, como acción pura, porque Ince, que es un intuitivo, ha comprendido que el cine es, ante todo, movimiento y acción. Las cintas de Río Jim constituyeron una auténtica revelación, no ya para el público americano, sino para la culta Europa, en donde los anchos horizontes y las polvorientas cabalgadas causaron una auténtica conmoción. Y la figura primaria de Río Jim prendió con fuerza incontenible en los públicos europeos, demostrando ya la tremenda capacidad del cine como creador de mitos. Louis Delluc, impresionado, escribió: «Yo creo que Río Jim es la primera figura descubierta por el cine y su vida el primer tema verdaderamente cinematográfico».

El esplendor de este nuevo cine, con sus caravanas, persecuciones, tiroteos y ataques indios, se manifiesta sobre todo en los planos generales (long shots), que permiten valorar unos decorados que ningún carpintero ni arquitecto del mundo serán capaces de construir. Por lo demás, la temática del western se moverá en adelante en el área de un círculo cerrado: el bueno, el villano, el sheriff, la chica, la prostituta de buen corazón (el western es cine de hombres y raramente hay en él mujeres malas), el juez —todos tipos de una sola pieza— y el rancho, la estampida, el saloon, el duelo a tiros en la calle mayor…, ¿cuántas veces habremos visto todo esto? Pero no importa. Si ayer los espectadores asistían boquiabiertos a la espléndida partida de carretas de La caravana de Oregón (The Covered Wagon, 1923) de James Cruze, más tarde asistirán con pasmo al periplo de La diligencia (Stagecoach, 1939) de John Ford, que al introducir una nueva dimensión psicológica en el género —El forastero (The Westerner, 1940) de William Wyler será su primera consecuencia— hará nacer tras el bache de la Segunda Guerra Mundial (en donde la violencia cinematográfica se polarizó en exclusiva hacia el género bélico) un western enriquecido —¿o impurificado, tal vez?— por elementos psicoanalíticos, políticos o sociológicos, en donde un arma larga ya no es un arma larga, sino un símbolo fálico, o el estadio racional y adulto que sucede a la etapa instintiva del arma corta…

El western moderno ha perdido la pureza épica de antaño y, como avergonzado de su simplicidad, ha pedido ayuda a la literatura moderna, a los manuales de psicopatología sexual y hasta a los problemas de la Guerra Fría. Con el disfraz del western Fred Zinnemann lanzará un alegato contra el maccarthismo en Solo ante el peligro (High Noon, 1951); en La pradera sin ley (Man Without a Star, 1954) King Vidor hará una apología de la propiedad privada frente a las tesis colectivistas, mientras la constante homosexual planeará dominante sobre Johnny Guitar (Johnny Guitar, 1955) de Nicholas Ray, El zurdo (The Left Handed Gun, 1958) de Arthur Penn y El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks, 1960) de Marlon Brando. Estos cambios son importantes, tan importantes que asistiremos a la increíble aparición del western «de interiores», de espaldas a la naturaleza, como El pistolero (The Gunfighter, 1950) de Henry King o Río Bravo (Rio Bravo, 1959) de Howard Hawks. Pero lo más sorprendente es que llegarán a aparecer incluso reivindicaciones —nunca es tarde cuando llega— del hasta ahora maltratado indio. Recordemos, en este sentido, Fort Apache (Fort Apache, 1947) de John Ford, Flecha rota (Broken Arrow, 1950) de Delmer Daves, Apache (Apache, 1954) de Robert Aldrich y El valle del fugitivo (Tell Them Willie Boy Is Here, 1969) de Abraham Polonsky. Mientras el western de Hollywood, pilotado por especialistas como John Ford, Anthony Mann, Delmer Daves, Raoul Walsh, William Wellman o John Sturges, se convierte en barómetro intelectual de las preocupaciones de todo orden de la sociedad americana, el western-acción a secas se ha ido a refugiar en la micropantalla de los televisores.

Pero dejemos a estos proscritos y vaqueros de guardarropía para retroceder a Ince, a la época heroica del western, cuando él dirigía o supervisaba, convertido en auténtico producer, las películas que se rodaban en los terrenos de Inceville. Su supervisión se ejercía muy estrechamente a través del control de un guión muy rígido, escrito por Gardner Sullivan, ex periodista que fue durante años el brazo derecho de Thomas Ince. Ésta es otra novedad capital; por estos mismos años Griffith y Feuillade rodaban prácticamente sin guión, improvisando sobre un argumento aceptado y condensado en un par de cuartillas. Hay que señalar que la práctica del «guión técnico» no se generalizó hasta los primeros años del cine sonoro, si bien algunos cineastas, como Fritz Lang y F. W. Murnau, llevaron su precisión (a partir de 1922) hasta dibujar cada plano de sus películas antes del rodaje. Ince exigía de sus directores asalariados un respeto minucioso del guión previsto, lo que le permitía otorgar su estilo a películas no dirigidas por él. Ince era además un montador excelente. Se le llamaba «doctor de films enfermos» porque con las tijeras era capaz de dar nueva vida e interés a cualquier mala película. El montaje le apasionaba hasta el punto que pasaba más tiempo en su sala de proyección que en los estudios de rodaje.

Además de descubrir a William S. Hart, Ince descubrió a otros actores, como Frank Borzage (que no tardaría en destacar como director), Charles Ray, que se reveló en The Coward (1916), el japonés Sessue Hayakawa, que protagonizó El huracán (The Typhoon, 1914), dirigida por el propio Ince, en donde hacía coincidir —según fórmula puesta en circulación por el cine danés— la culminación dramática con una gran catástrofe. Utilizó también este procedimiento en La cólera de los dioses (The Wrath of the Gods, 1914) sobre los amores prohibidos entre un oficial americano y la hija de un samurái, que finalmente suscitan la cólera del volcán…

Mientras los cañones tronaban en Europa en «la guerra que acabaría con todas las guerras», Ince puso su talento al servicio del idealismo wilsoniano y de su campaña electoral, con las consignas de pacifismo y neutralismo, con una obra tan ingenua como ambiciosa: La cruz de la humanidad (Civilization, 1915). La película, que desplegaba un inmenso esfuerzo material para cantar las excelencias de la paz, sufrió alteraciones al ser presentada en los países europeos, en pie de guerra. Con sus ejércitos de figurantes, bombardeos de aviación y navíos hundidos abrió la senda a otras cintas más modestas, pero que apuntaban hacia idénticos objetivos pacifistas, alentados por la administración Wilson. El camino era peligroso porque podía herir la susceptibilidad de algunos combatientes europeos, en pleno furor bélico. El límite de seguridad se rompió con motivo del serial Patria (1916), de George Fitzmaurice, que motivó una protesta diplomática de Inglaterra, que juzgó que allí se atacaba a su aliado Japón.

Pero este juego político-cinematográfico lleno de riesgos se acabó pronto. En abril de 1917 los Estados Unidos entraban en guerra y todos los sermones pacifistas se enterraban precipitadamente, mientras en todas partes, y por supuesto también en los estudios de cine, se afilaban las armas para servir a las nuevas consignas belicistas.

 NACE UNA MITOLOGÍA

Los primeros mercaderes del cine habían descubierto, en temprana hora, que el tropismo de las masas era particularmente sensible al estímulo del sexo. El descubrimiento no era, ciertamente, muy original. Existe toda una tradición artística que ha conjugado con éxito, de mil modos y maneras, el verbo amar. En la literatura popular americana —en las novelas cortas (Short Stories) de los magazines del estilo Saturday Evening Post— existía una constante temática, de bien probada eficacia, de la que no tardaron en apropiarse las Escenas de la vida real de la Vitagraph. Era la fórmula conocida con el nombre de boy meets girl («chico encuentra a chica»), de la que ni siquiera Griffith fue capaz de sustraerse. El esquema era, y es todavía, de una sencillez y de una eficacia aplastantes: «El chico conoce a la chica; el chico pierde a la chica; el chico recupera a la chica». El final es, naturalmente, un final con boda, es decir, un reconfortante «final feliz» (happy end).

El boy meets girl y su corolario el «final feliz» han constituido dos pilares sobre los que se ha asentado el tremendo poderío comercial de Hollywood. Hay que señalar que este esquema no es exclusivo de las películas llamadas «de amor», sino que aparece enhebrado a cualquier otra línea dramática, pero siguiendo un curso paralelo a la acción principal, de modo que ambas líneas tengan un feliz desenlace en el último rollo. Caben, naturalmente, mil variaciones sobre el tema del boy meets girl, pero lo usual es que en las películas de «amor y aventuras» se introduzca un tercer elemento, negativo, el «villano» o antihéroe, cuya principal función es la de perturbar la felicidad de la pareja protagonista. Este esquema triangular es viejo como el mundo: aparece en Homero y en la antigua literatura oriental y perdura en los dramas europeos y en las historietas ilustradas de los grandes rotativos americanos. La razón de esta constancia hay que buscarla en las capas más profundas del subconsciente humano. Este esquema plantea, en toda su elementalidad, el combate entre las fuerzas puras del Bien y del Mal. Es el viejo duelo de Ormuz y Ahrimán, de Caín y Abel, de Osiris y Set o de Balder y Loki en la mitología escandinava. Como dos polos en los que se subliman y condensan las apetencias más irracionales y secretas del hombre, las imágenes hechas celuloide del «héroe» y del «villano» fusionan y confunden los valores éticos y estéticos, como ocurre en las más viejas mitologías de la Tierra. El «héroe» es un personaje simpático y físicamente atractivo, mientras el «villano» —suma y compendio de todos los males— es físicamente desagradable. La diferenciación llega a tal extremo que con su sola imagen puede identificarse quiénes son el protagonista y el antagonista de una película. Ni que decir tiene que esta mitología procede en parte de la filosofía del Superhombre de Nietszche, que postula el exterminio de cualquier forma de fealdad física, como signo de debilidad y servidumbre.

El «villano», el malo sin matices, aristas ni explicaciones, el malo por antonomasia, es un producto ideal nacido del cerebro y de las necesidades dramáticas de los guionistas. Ser deshumanizado y eróticamente inhibitorio sirve para explicar —en forma harto simplista— todos los males que asolan a la humanidad. Con su eliminación física la pareja protagonista recupera la felicidad perdida. ¡Qué forma más atroz de falsear la compleja realidad y de camuflar las razones objetivas que condicionan la felicidad o infelicidad de los hombres! Pero la solución es cómoda y expeditiva a más no poder y el cine creará «villanos» profesionales, como Lew Cody, Montagu Love o Erich von Stroheim, nacidos para polarizar todo el odio y todas las frustraciones albergadas en las inmensas salas oscuras. Al villano le veremos evolucionar, al compás de las exigencias políticas, y de cuatrero se convertirá en gángster, antes de transmutarse en oficial alemán, para acabar como espía ruso que roba planos atómicos.

Tampoco el personaje de la «chica» sale mucho mejor librado de un somero análisis. El primer arquetipo femenino creado por Hollywood fue el de la «ingenua» (Mary Pickford, Lillian y Dorothy Gish, Edna Purviance, Alice Terry), cuya función primordial era la de servir de premio que el guionista entregaba al «chico», al final de la película, para recompensar su valerosa actuación. La mujer aparece «cosificada» en un cine que, no lo olvidemos, está hecho por y para los hombres. Es un cine que hereda e incorpora las más viejas y estables fórmulas de la literatura y de la mitología, que de Oriente saltaron a la Europa cristiana, para acabar asentándose en Hollywood: del mito de Teseo y el Minotauro derivaron las leyendas del ciclo de san Jorge, en las que el caballero mataba al dragón y rescataba a la virgen que tenía raptada, tomándola como esposa. Unos siglos más tarde reaparecerán en versión actualizada e impresas sobre el celuloide fabricado por la Kodak.

Y todo esto rematado por el «final feliz», válvula de escape de la insatisfacción, la mediocridad y las angustias cotidianas de quienes acuden con devoción a las salas oscuras, para borrar sus problemas con el lavado cerebral de las imágenes animadas. Julián Marías ha escrito que nuestra civilización actual se sostiene gracias a las periódicas «dosis de cine», de modo semejante a la ración de coca que explica la resistencia de los indios peruanos. Pero el «final feliz», como la coca, es un veneno lento. Además de falso velo mixtificador que oculta la realidad, el «final feliz» ha sido acusado reiteradamente de inmoral. Aristóteles ya señaló el valor catártico de la tragedia; Leopardi criticó la inoperancia afectiva del «final feliz». Podría añadirse que el «final feliz» es una adormidera que tranquiliza al espectador, convenciéndole de que todo en el mundo marcha a las mil maravillas, mientras que el drama que muestra los valores justos pisoteados le llena de una sana indignación que le espolea y estimula para la lucha en su defensa. Se trata, en definitiva, del enfrentamiento de dos actitudes: el conformismo con su aceptación de la realidad tal cual es frente al inconformismo y a la rebeldía ante sus injusticias e imperfecciones para tratar de superarlas.

Estos esquemas fundamentales se han ido enriqueciendo y tornándose más complejos a lo largo de la historia del cine, de acuerdo con las exigencias de la evolución histórica y social. La primera mutación importante tuvo, naturalmente, un vector sexual. Fue la insuficiencia del personaje de la «ingenua» y el éxito alcanzado por las «mujeres fatales» del cine nórdico lo que determinó la importación a Hollywood de un nuevo arquetipo femenino caracterizado, a diferencia de la «ingenua», por su intensa actividad erótica.

Seguimos, no obstante, en el terreno de la mujer-objeto, de la mujer-hecha-para-el-placer, que se conocerá con el expresivo nombre de «vampiresa». Detengámonos un momento en esta denominación porque vale la pena. El vampiro, como todo el mundo sabe, es un mamífero quiróptero que habita en los bosques de la América central y meridional y que se alimenta de la sangre de otros mamíferos. De esta sugestiva realidad zoológica derivó el mito del vampiro, que arraigó en Europa central y cristalizó en una obra maestra de la literatura terrorífica: Drácula (1897), del irlandés Abraham Stoker. En una nueva finta idiomática el nombre pasó a designar también a estas mujeres devoradoras de hombres, que aureoladas por una publicidad astuta van a hacer añicos los corazones de los espectadores masculinos. Su primera formulación pictórica aparece en el cuadro de Philip Burne-Jones titulado The Vampire (1897), en el que se inspiró Rudyard Kipling para escribir un poema del mismo título y que divulgó este mito femenino en el área cultural anglosajona.

El perfil psicológico de estas mujeres no es nítido. Como escribe Edgar Morin «la vamp, surgida de las mitologías nórdicas, y la gran prostituta, surgida de las mitologías mediterráneas, tan pronto se distinguen como se confunden en el seno del gran arquetipo de la mujer fatal». Lo que sí es definible es cada una de las individualidades de esta gran familia erótica. Los arqueólogos del cine americano aseguran que su primera vamp fue Alice Hollister, que en 1913 interpretó el papel de María Magdalena y dos cintas de expresivos títulos: The Vampire y The Destroyer, ambas sobre el egoísmo y la crueldad de una mujer dispuesta a todo para sostener su vida lujosa y parásita. Pero ni la Hollister ni la actriz danesa Betty Nansen, que William Fox importó en 1914, consiguieron la rotunda e indiscutible celebridad de Theda Bara.

Nacida en 1890 en Cincinnati (Ohio) y de ascendencia judeoinglesa, Theda Bara fue un producto creado por el departamento publicitario de la Fox. Su verdadero nombre era Theodosia Goodman, pero la Fox hizo circular la fabulosa versión de que la joven actriz había nacido en el Sahara, fruto de los amores prohibidos de un oficial francés y de una muchacha árabe, que murió al darla a luz. Su nombre —cuya sonoridad era por cierto vagamente nórdica— era un anagrama de las palabras «muerte árabe» (arab death, en inglés). Al público le encantó aquella leyenda y se la creyó. Para redondear el mito la Fox creó un eslogan sugestivo con que arropar a su estrella: «La mujer más perversa del mundo» (the wickedest woman in the world). Con este fascinante aparato publicitario entró Theda Bara en el cine para encarnar los personajes de Carmen, Madame Du Barry, Cleopatra, Safo, Salomé, Margarita Gautier y otros que testimonian la escasa imaginación de los productores de todos los tiempos. Theda Bara levantó, desde la pantalla y en su vida privada, turbulentas pasiones y atizó la ira de todas las organizaciones puritanas y bienpensantes del país, que además alegaban que miss Theda Bara practicaba el espiritismo y las ciencias ocultas.

Theda Bara en Cleopatra (1917) de J. Gordon Edwards.

 

Con Theda Bara se incorpora un elemento clave en el mosaico de la mitología sexual. Siguiendo sus pasos vendrán luego Nita Naldi, Barbara La Marr, Greta Nissen, Mae West, Evelyn Brent, Margaret Livingstone, Betty Blythe, Lya de Putti, Carmel Myers, Alma Rubens, Pola Negri, Olga Baclanova… Todo un desfile de provocativas bellezas, que exhibirán generosamente su epidermis, en perpetuo duelo con todas las censuras del mundo, y añadirán capítulos gloriosos a la antología osculatoria de la pantalla. Bien es verdad que la vampiresa es, desde una perspectiva ética, un personaje extraordinariamente contradictorio. Mito agudamente erótico y profundamente atractivo (y, por lo tanto, de gran rentabilidad comercial), se sustenta sobre una grave contradicción interna, que es el castigo final que reciben ella, o sus amantes, o todos a la vez, en un apresurado parche de moralidad impuesto por el fariseo prejuicio carnal de la moral judía de la que, a fin de cuentas, somos herederos.

Podrían sacarse sabrosas conclusiones de este forcejeo moral entre Eros y Tánatos, entre el deseo y la frustración (o entre el comercio y los principios), que ha pasado a ser una constante moral de todos los códigos de censura o de autocensura del mundo. Así veremos al profesor Unrath aniquilado por la pasión carnal que le inspiró la bella Marlene Dietrich en El ángel azul, o a la espléndida Louise Brooks, que tras una vida de placeres y pasiones concluye sus días bajo el cuchillo sanguinario de Jack el Destripador en Die Büchse der Pandora, o asistiremos al proceso de autodestrucción de Margarita Gautier (Greta Garbo) en la adaptación de La dama de las camelias. Billy Wilder rizará el rizo al enterrar definitivamente el mito de la vampiresa, cuyos despojos exhibirá con complaciente sadismo en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950).

Pero estos parches de moralidad no atañen sólo a la vampiresa. Cecil B. DeMille, el hombre de la Biblia, ha escrito que «la carne es para los seres humanos lo que la aguja magnética es para un trozo de hierro». Aunque la sentencia no es muy brillante, ilustra una de las ideas motrices de Hollywood, en donde todavía pesa sobre sus ávidos comerciantes el legado moral de los puritanos del Mayflower. Cuando nos refiramos a la aparición del Código Hays de censura volveremos sobre el tema, pero señalemos ahora que la constante moral que aceptará ya el cine desde sus primeros años, como hipócrita componenda entre mercaderes y moralistas, es que toda relación amorosa que viole los principios de la moral admitida por la sociedad deberá recibir su correspondiente y aleccionador castigo en el último rollo de la película.

También el sexo masculino creó en la primera hora sus arquetipos eróticos. Primero fue el «héroe» a secas, ágil caballista, fuerte y valeroso, y centro de gravedad de la primera mitología cinematográfica (Tom Mix, Río Jim, Buck Jones, William Farnum). Pero el cowboy era tan elemental como la «ingenua» y hubo que potenciar también su erotismo con fórmulas más refinadas para paladares más exigentes. Así apareció, para dar la réplica a la vamp, el arquetipo del «gran amador». Quien mejor encarnaría el mito del apasionado amante latino fue, sin duda, un emigrante italiano llamado Rodolfo Guglielmi, que en 1913 desembarcó en América sin dinero y sin amigos, pero que no tardó en llegar a ser el ídolo de las mujeres con el seudónimo artístico de Rodolfo Valentino. En su juventud no fue admitido en la marina a causa de su insuficiente apertura torácica, pero ni esta minusvalía física ni el ser un reconocido gigoló hubieron de impedir su ascenso a la fama, creando un estilo amatorio que inspirará a otros galanes de estirpe o apariencia más o menos latina: Ricardo Cortez, Antonio Moreno, Gilbert Roland, Ramón Novarro, John Gilbert, Robert Taylor y George Chakiris. El latin lover supuso el tránsito del mito infantil al mito púber, depositario de la tradición de Don Juan y de Casanova, que ha impuesto a las mujeres anglosajonas la difundida creencia en una hipertrofiada potencia sexual de las razas socialmente inferiores (como lo es la latina para los anglosajones), debido a su represión católica. En este sentido, el mito del «amante latino» alberga cierta connotación masoquista, con la voluntaria sumisión y servidumbre sexual de la mujer a un ser inferior.

Todo esto nos sumerge en el alambicado fenómeno del starsystem, que nació con pretensiones de dignidad intelectual durante el film d’art francés, pero que los Independientes americanos utilizaron a fondo como arma contra la MPPC, quebrando sus principios industriales de la estandarización de las películas y del anonimato de los actores (aunque el star-system no tardará en engendrar a su vez una nueva estandarización, asentada en la consagración de las estrellas-arquetipo).

Los orígenes del star-system americano, empero, son bastante complejos. La técnica del primer plano había permitido a la Vitagraph difundir y popularizar los rostros de sus actores. Un referéndum de 1911 para designar al intérprete más popular del país colocó a Florence Turner, estrella de la casa, como reina de los públicos. Por aquel entonces las cosas no estaban tan bien organizadas como ahora y el único índice de popularidad de un actor o actriz era la recaudación de la taquilla. El expresivo lenguaje de la taquilla (box-office) advirtió a los productores de que existían intérpretes de una «rentabilidad» superior a la de otros. Así surgió la noción de money making star (actor fabricante de dinero) y los productores comenzaron a preocuparse seriamente de la elección y «lanzamiento» de sus estrellas.

Todo esto tuvo, claro está, su reflejo económico. Mary Pickford, primera gran estrella del nuevo firmamento, trabajó en forma anónima en sus films de 1909 y 1910. Cuando los distribuidores ingleses de sus películas recibieron algunas cartas pidiendo información sobre la actriz, inventaron que se trataba de una tal miss Dorothy Nicholson y un ejemplar de The Bioscope de 1911 publicó una biografía imaginaria de miss Nicholson, acompañada de una foto de Mary Pickford. Pero esto no duró mucho. Mary Pickford empezó a trabajar con Griffith por 10 dólares diarios. En 1910 Laemmle la contrata por 175 a la semana. En 1912 Zukor se la arrebata con la oferta de mil dólares semanales, pero en 1916 le estaba pagando diez veces más. El nacimiento del star-system tiene una vertiente numérica harto significativa. Adolph Zukor, que fue uno de los pilares de la «política de estrellas», importó Elizabeth, reina de Inglaterra, de Sarah Bernhardt, por 20.000 dólares, pero recaudó con ella más de 80.000. Max Linder fue contratado por Pathé en 1905 con un salario de 20 francos; en 1911 le pagaba 150.000 al año y en 1912 la cifra ascendió a un millón.

Esto es muy importante porque va a condicionar toda la producción futura. Una estrella vale más que un director, un guionista o un productor. Por consiguiente el cine se hará para y por las estrellas y las películas se lanzarán apoyadas en sus nombres, su rostro, su sonrisa o sus piernas. Y las estrellas, claro, ponen condiciones. Mary Pickford revisa los guiones y acepta tan sólo aquellos que encajan con el arquetipo ideal que la pantalla ha divulgado. En Italia, un buen día Febo Mari se niega a llevar barba para encarnar a Atila; entonces Alberto Capozzi, para no ser menos, rehúsa también la barba que debía llevar su san Pablo. La «querella de las barbas» es menos anecdótica de lo que parece a primera vista.

El productor, naturalmente, mima y cuida a sus estrellas y para sostener la llama sagrada de su negocio organiza una publicidad fabulosa basada en bodas, divorcios, fotos dedicadas, suicidios frustrados, escándalos fabricados, secretos de alcoba, correspondencia íntima… Todo esto y mucho más alimenta la devoción histérico-erótica de los fans de la estrella repartidos por todo el mundo. Porque no hay que olvidar que, a fin de cuentas, la estrella es un producto industrial que se elabora y se lanza al mercado de modo análogo a una marca de automóvil, un cosmético o una lavadora mecánica. Carl Laemmle lo intuyó prontamente al afirmar que «la fabricación de estrellas es cosa primordial en la industria del film». Los departamentos de publicidad de las grandes casas productoras son los encargados de elaborar y lanzar a la estrella, que con su mirada, su busto o sus pantorrillas abrirá nuevos mercados al país de la superproducción. Eso ya lo sabía el ladino Hays, quien no tuvo pelos en la lengua al afirmar que «la mercancía sigue al film».

Las razones psicológicas más profundas del arraigo del star-system están en la transferencia emotiva que se opera en el espectador durante el ritual de la proyección cinematográfica. El cine es, de todas las artes, la que exige del espectador una menor colaboración intelectual y la que ofrece, en cambio, una mayor participación emotiva. La concentración del rectángulo luminoso y la oscuridad del local son circunstancias que contribuyen a explicar este proceso cuasihipnótico, durante el cual el espectador vive una vida que no es la suya. Es la diversión (del latín divertere, desviar, apartar) en su acepción más pura. Si por accidente la proyección se interrumpe y las luces se encienden, el espectador siente un profundo malestar e incluso vergüenza, al verse bruscamente extraído de una vida que no es la suya para reencontrar violentamente a su propio yo. Habría que referirse, todavía, a la edad media del público de cine y, particularmente, a su «edad mental», que es la que de verdad cuenta, pero eso nos llevaría muy lejos…

Una de las características más importantes del mito cinematográfico es la transferibilidad, es decir, la posibilidad de transferir y referir el arquetipo ideal a una persona real y concreta y en especial al soporte físico del mito. En este principio psicológico se asienta el culto a la personalidad, porque el actor o actriz aparecen para el fan revestidos de todas las cualidades y virtudes de los personajes que han encarnado repetidamente en la pantalla: belleza, valor, inteligencia… Esto no ocurre en el teatro, pero sí en el cine. Por eso ha escrito Malraux que «Marlene Dietrich no es una actriz como Sarah Bernhardt, sino un mito como Friné». Y cuando el intérprete da este salto cualitativo que le convierte en mito, nace una adoración colectiva por parte de sus fans, que confunden actor y arquetipo, y se crea un ritual mágico-erótico, una imitación de sus formas de vestir, de hablar, de moverse, de su «estilo» en suma… Recordemos, por su proximidad, la «cola de caballo» puesta de moda por Brigitte Bardot o la revalorización del busto femenino (devaluado desde 1900) después de la Segunda Guerra Mundial, gracias a las actrices más populares del cine italiano… Bächlin, que es un economista, lo ha enunciado con todo el rigor de un científico: «La forma de vida de una estrella es en sí misma una mercancía».

Esto es el star-system: el fetichismo colectivo de la estrella y de cada acto de su vida privada, la identificación con el ídolo —como en algunas antiguas ceremonias paganas—, la «evasión» de la propia personalidad, la industrialización de los mitos (que es algo que no pudieron hacer los griegos con sus Aquiles, Afroditas o Prometeos) mediante oficinas encargadas de despachar la voluminosa correspondencia de la estrella y publicidad masiva en revistas especializadas (Silver Screen, Photoplay, Screenland, Movieland, Confidential…). Por eso no debemos asombrarnos cuando Patrick Lindermohr nos explica que algunas artistas japonesas de strip-tease utilizan como nombre profesional el de conocidas estrellas de Hollywood. Es el viejo principio mágico de la transferencia el que mueve todavía nuestros resortes más ocultos y que nos lleva a considerar que, a fin de cuentas, entre el bosquimano y el habitante actual de los rascacielos no media tanta diferencia.

 PERO TAMBIÉN NACE UN ARTE

Qué duda cabe que el star-system, a pesar de los pesares, constituyó un agente estimulante de primer orden en el desarrollo y crecimiento de la industria cinematográfica. Pero en lo que atañe al arte del cine, considerado como medio de expresión y técnica narrativa, la figura que dio el empujón decisivo fue un individuo más bien bajo, de nariz aguileña y aspecto poco espectacular, cuyos primeros pasos cinematográficos ya hemos descrito. Nos estamos refiriendo a David W. Griffith.

Griffith no fue impermeable a la moda italiana de las películas costosas y espectaculares y ya sabemos con qué atención estudió los hallazgos técnicos de Cabiria. Su última obra realizada para la Biograph e inspirada en el ciclo monumental italiano Judit de Betulia (Judith of Bethulia, 1913-1914), fue la primera película de cuatro rollos rodada en América y, también, su primera superproducción, anunciando que Griffith se siente tentado y dispuesto a abordar los más ambiciosos proyectos. Y el primero no tardó en llegar: fue El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915), producido por la empresa independiente Epoch Producing Corporation.

Griffith basó su guión en la novela The Clansman, del reverendo Thomas Dixon, que narraba con acento heroico el nacimiento y actuación de la organización racista Ku-Klux-Klan, al acabar la Guerra de Secesión. No hay que perder de vista que Griffith era, igual que el reverendo Dixon, hijo de un coronel sudista arruinado por la guerra civil. Entre sus confusos principios de autodidacta se hallaba profundamente arraigado, desde los lejanos días de la infancia, el desprecio hacia la raza negra, considerada como inferior. Griffith se proponía mostrar en la película la amistad y el amor de los miembros de dos familias blancas, los Stoneman y los Cameron, bruscamente enfrentados por el estallido de la guerra civil al tomar los primeros el partido del Norte y los segundos el del Sur. El nacimiento de una nación iba a constituir una pieza dramática capital, que contribuiría a atizar uno de los más candentes problemas que gravitan todavía sobre la sociedad norteamericana desde los días de la guerra civil. La película se rodó en once semanas, con gran lujo de medios, y costó 110.000 dólares, cifra fabulosa teniendo en cuenta el valor del dólar en 1914. Hay que señalar que el éxito comercial obtenido estuvo en función de la polvareda polémica y del escándalo que suscitó. Antes de que la película se estrenase, el presidente Wilson se la hizo proyectar en la Casa Blanca, pero ante la proximidad de las elecciones, y deseoso de ganarse los votos del Sur, no hizo nada para impedir su posterior difusión.

El nacimiento de una nación (1915) de D. W. Griffith.

 

El estreno tuvo lugar en Los Ángeles, bajo la protección de la policía. Los medios liberales e intelectuales del país criticaron abiertamente aquella película que mostraba a los negros como seres villanos o degenerados (y los pocos negros «buenos» que aparecían eran, inevitablemente, esclavos bobalicones y estúpidos). Los incidentes no tardaron en estallar: en mayo de 1915 la policía de Boston se enfrentó en las calles con la multitud, durante un día y una noche, produciéndose numerosas víctimas; violentas manifestaciones contra la película tuvieron lugar en Nueva York y Chicago. Era el primer gran escándalo de la historia del cine y, por lo mismo, el primer gran éxito de taquilla. Las apasionadas tomas de posición de los periódicos sobre esta película tuvieron la virtud de instituir la crítica de cine como sección regular en sus páginas. Todo el mundo hablaba y discutía sobre El nacimiento de una nación, todo el mundo iba a ver la película, una o varias veces. Como consecuencia de ello su recaudación comenzó a elevarse hasta llegar a batir las marcas pasadas y futuras: en 1963, la documentada revista Variety todavía colocaba El nacimiento de una nación a la cabeza de los grandes éxitos de taquilla del mercado norteamericano, con una cifra estimada superior a los 50 millones de dólares y seguida, lo que resulta bien significativo, de otra película racista de parecido corte: Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939), con 41.200.000 dólares.

Desde el punto de vista técnico El nacimiento de una nación marcó una fecha decisiva en la evolución del arte cinematográfico. La versión final de la película constó de doce rollos, con un total de 1.375 planos, que hacían progresar la narración gracias a una ágil utilización del montaje. Con El nacimiento de una nación se rebasaba, definitivamente, el híbrido recodo del cine-teatro, de las estampas fotografiadas. Los planos generales se combinaban con los planos próximos: tres cuartos, medios y primeros planos. Se dice que el operador Billy Bitzer se resistía a tomar planos de conjunto, en los que las figuras resultaban muy pequeñas, afirmando que para el espectador «aparecerían como conejos».

Pero Griffith no temía alternar un plano general con otro próximo, produciendo un choque óptico, ni desplazar la cámara para efectuar una toma de vistas en movimiento. En este sentido, la espléndida apertura de la batalla de Petersburg ha quedado como un fragmento antológico de su estilo. Se inicia con la imagen de una mujer que, asustada, estrecha a una criatura entre sus brazos. Están sobre un promontorio. Entonces la cámara describe un movimiento panorámico hacia la derecha, descubriendo un amplio valle por el que marcha una lejana columna militar, mientras unas casas, al fondo, son pasto de las llamas. Con una sola toma, gracias a un simple movimiento de cámara, Griffith demuestra que la pupila de cristal es capaz de alcanzar dos perspectivas visuales muy diversas, contrastando además el contenido del encuadre: la pobre mujer temerosa y la rigidez mecánica, inhumana, de la columna militar vista desde la altura. El coronel nordista, con el sable desenvainado, conduce sus tropas al asalto (plano general); llega a las primeras líneas (plano medio) y planta su bandera en la boca del cañón enemigo (plano americano). Un sudista salta fuera del parapeto (plano medio seguido de una panorámica) para auxiliar a un herido nordista (plano próximo). Un soldado hunde la bayoneta en el cuerpo de un adversario derribado (plano americano). Otro reconoce entre los muertos enemigos a un antiguo amigo (plano medio). Una mano (primer plano) reparte unos granos de café y (plano medio) los distribuye a los hombres mientras la batalla se desarrolla (plano general y de conjunto).

Toda la batalla de Petersburg estaba mostrada alternando los grandes planos de conjunto con los planos próximos que detallan las incidencias particulares del combate. Y el montaje paralelo, recurso narrativo predilecto de Griffith, permite orquestar tres acciones alternadas por el montaje: la ciudad de Atlanta en llamas, las escenas de angustia en el interior de la mansión de los Cameron y el campo de batalla.

Esta ubicuidad creada por el montaje, característica del estilo de Griffith y que también lo será del de Pudovkin, es puesta también al servicio de su típico «salvamento en el último minuto» en la escena de la persecución de Flora Cameron por parte del negro Gus, que quiere violarla. Esta escena se desarrolla en tres acciones: Flora huyendo por el bosque (que, desde el punto de vista fotográfico, es uno de los momentos magistrales de la cinta), el negro Gus que la persigue y, más tarde, el hermano de Flora (Little Colonel), que no puede impedir que su hermana, para salvar su honra, se mate arrojándose desde lo alto de un precipicio. Sobre el cadáver de Flora Little Colonel jura venganza y decide fundar el Ku-Klux-Klan, convirtiéndose en «Gran Dragón» de la secta. La idea de las capuchas se le ocurre al ver a unos niños blancos asustar a otros negros cubriéndose con unos trapos.

Además de fragmentar las escenas en planos de diferente valor, Griffith utilizó para potenciar la selectividad del encuadre los caches, que al ennegrecer determinadas partes del fotograma alteraban su proporción rectangular habitual. Griffith utilizó variadas formas de caches para modificar una composición o conseguir un efecto dramático. El plano descrito que abre la batalla de Petersburg utiliza un cache circular en torno a la mujer, aislándola del entorno y potenciando la emotividad de la imagen. Otras veces oscurece la parte superior e inferior del encuadre para conseguir un formato panorámico que realce un paisaje horizontal. Este recurso gráfico, que Griffith utilizó sistemáticamente, cayó en desuso al llegar el cine sonoro.

Se ha escrito muchas veces que El nacimiento de una nación representó, además, el nacimiento del arte cinematográfico. Jamás el cine había abordado una narración tan larga y compleja (de 2 horas y 45 minutos de duración), ni había sido capaz de exponerla con tal agilidad, ritmo y coherencia narrativa. En realidad, Griffith llevó a cabo una genial síntesis de procedimientos ya inventados, pero los utilizó sistemáticamente, con un gran sentido de la funcionalidad expresiva y de la economía narrativa.

En contraste con la maestría técnica en la planificación y el montaje y con la pericia en la dirección de masas, la dirección de actores se reveló en muchas ocasiones excesivamente tosca. Claro que el defecto arranca ya del guión, del esquematismo psicológico de los personajes, divididos pura y simplemente en «buenos» y «malos», sin profundidad ni matices. A la falsedad interpretativa contribuyó también la elección de Griffith de actores blancos, con el rostro embetunado, para encarnar a la mayor parte de los personajes negros. El reparto comprendió nombres que no tardarían en refulgir como estrellas de la gran época del cine mudo, como Lillian Gish, Mae Marsh, Wallace Reid, Henry B. Walthall, Bessie Love, Elmo Lincoln, Miriam Cooper y Ralph Lewis; Raoul Walsh, que interpreta el breve papel del asesino de Lincoln, no tardará en catalogarse como uno de los directores más activos del cine norteamericano. Pero, en su conjunto, las posibilidades de los intérpretes se vieron coartadas por los límites propios de este primario melodrama racista —verdadero himno en honor del Ku-KluxKlan— cuya fuerza y vigor reposaban, exclusivamente, en la excepcional intuición cinematográfica del autodidacta Griffith. Aunque a veces su pedantesco mal gusto pudo más que la intuición, como en el epílogo simbólico, con la victoria de Cristo sobre el Moloc de la guerra.

El inmenso éxito de El nacimiento de una nación tuvo la virtud de transformar la joven industria cinematográfica, en la que comenzaron a poner sus ojos los financieros de Wall Street. Con el espaldarazo de la alta banca, los negocios de los Independientes empezaron a conocer complejas y ambiciosas combinaciones. En julio de 1915 se unieron las firmas de Harry Aitken, Adam Kessel y Charles Bauman para formar la Triangle Pictures Corp., aportando cada uno de ellos a su respectivo director artístico: D. W. Griffith, Thomas Ince y Mack Sennett. Los tres mayores creadores del cine americano formaron así los vértices de un triángulo que, hasta su liquidación en 1918, estuvo a la vanguardia de la producción norteamericana, produciendo obras de un interés histórico capital.

Así, pues, Griffith realizó ya para la Triangle su segunda gran superproducción, Intolerancia (Intolerance, 1916), que con su coste de dos millones de dólares pasó a convertirse en la película más cara de toda la historia del cine, con una cifra todavía no superada teniendo en cuenta la posterior depreciación del dólar. La idea inicial de la película provino de un informe de la Federal Industrial Commission sobre las sangrientas huelgas de 1912 y del asunto Stielow, huelguista acusado del asesinato de su patrón. Con este material histórico Griffith realizó The Mother and the Law, narración articulada básicamente sobre su clásico «salvamento en el último minuto»: el obrero que va a ser ajusticiado y el indulto concedido en el último momento. Pero cuando hubo concluido esta película pensó integrarla como parte de un amplio fresco destinado a mostrar, a través de varios episodios históricos, las desgracias provocadas por la intolerancia religiosa o social en la historia de la humanidad. Así Griffith emprendió el rodaje de tres nuevos episodios: «La caída de Babilonia», ocasionada por las disensiones entre los sacerdotes de Baal y los de Ishtar, «La Pasión de Cristo» y «La noche de san Bartolomé», sangriento episodio de las luchas entre católicos y protestantes en la Francia de Catalina de Médicis.

El rodaje de Intolerancia, la película más ambiciosa y compleja de toda la carrera de Griffith, representó un esfuerzo gigantesco. Junto a Los Ángeles se alzaron colosales decorados, siendo el mayor de todos el que representaba el Palacio de Babilonia, que medía 70 metros de altura por 1.600 de profundidad, dimensiones inusitadas que exigieron el empleo de un globo cautivo para el rodaje de los planos de conjunto. Se movilizó un auténtico ejército de figurantes (algunos días llegaron a ser 16.000), alimentados por grandes cocinas de campaña como en las operaciones militares. Para realizar una película de tan gigantescas proporciones Griffith se rodeó de un estado mayor de ayudantes, algunos de los cuales llegarían a ser directores famosos, como Erich von Stroheim, W. S. Van Dyke y Tod Browning. En el reparto figuraron, entre otros nombres, Lillian Gish, Constance Talmadge, Seena Owen, Elmer Clifton, Alfred Paget y Bessie Love, y en papeles secundarios o como simple figurantes Douglas Fairbanks, Mildred Harris (futura señora Chaplin), Erich von Stroheim (como fariseo), Owen Moore, Noël Coward, Colleen Moore, Tod Browning y Monte Blue (como jefe de los huelguistas en el episodio moderno).

Griffith rodó setenta y seis horas de película, montando con este material una copia de ocho horas de duración, pero que finalmente redujo a tres horas cuarenta minutos. En esta obra monumental Griffith llevó a sus últimas consecuencias su técnica de las acciones paralelas, al desarrollar los cuatro episodios alternados por el montaje, para reforzar su paralelismo simbólico. La película comenzaba con el episodio moderno, proseguía con el de Babilonia, pero iniciando la acción en el punto en que debiera hallarse de haber empezado al mismo tiempo que el anterior. De ahí se pasaba al episodio de Cristo, para volver luego al moderno y después al de la matanza de hugonotes… Este monumental puzzle histórico no tenía más punto de conexión (aparte del paralelo significado simbólico) que unos versos de Walt Whitman repetidos como leitmotiv, para enlazar los diversos episodios: «La cuna se mece sin fin — uniendo el presente y el futuro» (Endlessly rocks the Cradle - Uniter of here and hereafter). Con su aplicación del montaje paralelo a episodios históricos diversos, Intolerancia se convirtió en la primera película acronológica de la historia del cine, ejerciendo una influencia que llegará hasta la técnica novelística, particularmente anglosajona (Dos Passos, Faulkner, Aldous Huxley, Virginia Woolf).

Griffith subtituló su película «La lucha del amor a través de los tiempos» (Love’s struggle through the ages). No deja de ser curioso que Griffith, que acababa de filmar un gigantesco panfleto contra la raza negra, hiciese gala aquí de generosas ideas sociales. Pero éstas son, justamente, las contradicciones típicas de un autodidacta de las características de Griffith. En la excelente escena del tiroteo contra los huelguistas, la cámara describe una panorámica para seguir a los obreros en su huida y descubre, pintadas con grandes letras, las palabras The same thing today as yesterday (Lo mismo hoy que ayer), que evocan un fatalismo que precisamente Griffith trataba de combatir con su película.

De los cuatro episodios de Intolerancia, el moderno es el más emotivo y convincente; el más espectacular es el de Babilonia, con la reconstrucción del fabuloso festín de Baltasar, mientras el de la Pasión de Cristo resulta endeble y convencional. La ubicuidad espacio-temporal creada por el montaje alterno fue percibida por el público como un gigantesco caos, como un rompecabezas histórico sin sentido. El perspicaz crítico Louis Delluc no escapó a este juicio negativo: «Una mezcolanza inexplicable —escribió— en la que Catalina de Médicis visita a los pobres de Nueva York, mientras que Jesús bendice a las cortesanas del rey Baltasar y las tropas de Darío toman al asalto el rápido de Chicago». El público europeo que aplaudía los westerns de Ince no apreció el valor de aquella película vanguardista que se adelantaba en muchos años a la dramaturgia visual de su tiempo. Los directores rusos, en cambio, acusaron profundamente el impacto de Intolerancia, si bien no fue proyectada en su país hasta 1919, tras la elogiosa acogida que le proporcionó Lenin.

Intolerancia fue, en resumen, un tremendo fracaso económico. En algunos países se prohibió su exhibición, juzgando peligroso su alegato ideológico. Tan grande fue el descalabro económico que faltó el dinero necesario para derribar los gigantescos decorados. Durante un decenio, las suntuosas ruinas de la Babilonia de Griffith proyectaron sobre Hollywood su amenazadora sombra, como una estremecedora advertencia a la industria del cine.

Fracaso explicable, pero fracaso injusto. Por encima del tono sensiblero, del atroz esquematismo psicológico, del mal gusto y de la tosquedad de los símbolos (defectos que confluyen en el epílogo, con la caída de los últimos tiranos y la apoteosis de la paz universal), Griffith creó con su excepcional sentido cinematográfico una obra de un ritmo prodigioso, una obra que no debía nada a la técnica teatral y que utilizaba sistemáticamente los recursos de la nueva dramaturgia visual: uso dramático del primer plano, movimientos de cámara, acciones paralelas, efectos de montaje, metáforas visuales, caches… Todos los recursos narrativos que Griffith ha importado de los textos de Dickens, sin descuidar, por cierto, los aspectos más folletinescos de la literatura victoriana.

Es cierto que Griffith no fue el inventor, en sentido estricto, de estos resortes técnicos. Aunque existe una vasta polémica entre los historiadores, parece ser que en la Escuela de Brighton, en Porter y en Zecca se hallan por vez primera las aplicaciones del primer plano, del montaje paralelo o de la cámara en movimiento. Pero más allá de la querella puramente arqueológica (cuyo interés es escaso), todos los historiadores convienen en que Griffith fue el primero en utilizar sistemáticamente estos recursos, creando un lenguaje de intención dramática.

El talento de Griffith demostró, en otros aspectos creadores, graves limitaciones. La psicología de sus personajes es rudimentaria; y los conflictos que narra, elementales y folletinescos. Estas insuficiencias se revelaron palpablemente con la rápida asimilación por otros creadores del lenguaje técnico por él inventado, superando entonces ampliamente las obras del maestro. Chaplin y Stroheim, beneficiándose de los hallazgos técnicos de Griffith, no tardaron en crear unas películas de profundo contenido humano. Ahí se encierra toda la importancia y todas las limitaciones del genio intuitivo de Griffith, que tal vez, de haber llegado unos años más tarde al cine, inventada ya la sintaxis visual que él creó, sería hoy un desconocido artesano de películas mediocres.

Seymour Stern ha tratado de resumir la importancia de su obra en cifras: realizó más de cuatrocientos films; gastó más de 20 millones de dólares en sus películas; ganó unos 65 millones; entre 1908 y 1915 realizó un promedio de dos rollos por semana. Podría añadirse que Griffith es el autor de la película más cara y de la más taquillera de la historia del cine.

Al desaparecer la Triangle (a lo que no fue ajeno el fracaso de Intolerancia), Griffith se asoció con Douglas Fairbanks, Mary Pickford y Charles Chaplin para fundar la productora United Artists (1919), sociedad que distribuiría directamente sus propias películas y que jugará un papel importante en el desarrollo del cine americano. Su fundación no estuvo motivada por platónicos ideales artísticos (como rezó la declaración fundacional), sino alentada y parcialmente financiada por el poderoso grupo industrial Dupont de Nemours (fabricante de película y rival de Kodak), que trataba de hacerse con el mercado norteamericano a través del control de las grandes estrellas convertidas en productoras de sus propias películas.

Griffith prosiguió como realizador en activo hasta 1931, a principios del sonoro. Pero ninguna de sus obras posteriores tuvo la resonancia de aquellas que supusieron la invención de la nueva gramática de las imágenes. El film pacifista y rodado en Europa Corazones del mundo (Hearts of the World, 1918) obtuvo cierto éxito, aunque no tanto como La culpa ajena (Broken Blossoms, 1919), según un relato de Thomas Burke que transcurre en los barrios bajos de Londres y que muestra cómo la hija de un boxeador fracasado y borracho (Lillian Gish) es atraída por la ternura y amor del chino Chen Huan (Richard Barthelmess) y, a causa de ello, maltratada por su padre hasta matarla; el chino, enloquecido, mata al boxeador y se suicida ante el cadáver de su amada. Con su intimismo y su evidente carga folletinesca La culpa ajena se nos aparece hoy como un claro antecedente del Kammerspielfilm alemán e inicia, al decir de Paul Rotha, el cine de ambientes sórdidos y miserables, que tendrá su culminación en Avaricia de Stroheim. En su puritano y sensiblero Las dos tormentas (Way Down East, 1920), adaptación de un melodrama de Lottie Blair Parker, se valió del empleo de los elementos de la naturaleza desatados para subrayar la culminación emocional de la acción, según fórmula que por estos años utilizaban también los realizadores nórdicos y que se incorporará como manido recurso al repertorio cinematográfico habitual. El lenguaje que ha inventado Griffith ya no puede dar más de sí, convertido en patrimonio del cine universal. Sus obras quedan reducidas al melodrama puro, sin el soporte ortopédico de la novedad técnica. Esto resulta evidente en Las dos huérfanas (Orphans of the Storm, 1922), con las hermanas Gish perdidas en el caos de la Revolución francesa, y en La batalla de los sexos (The Battle of the Sexes, 1929), y más penoso todavía cuando el creador de la sintaxis cinematográfica se copia a sí mismo, tratando inútilmente de rehacer páginas de historia que le hicieron célebre, como ocurre en América (America, 1924) y Abraham Lincoln (Abraham Lincoln, 1930), su primer film sonoro.

René Clair cuenta que una noche, mientras cenaba con unos amigos en el barrio chino de Londres (en el inolvidable escenario de La culpa ajena), tuvo la gran sorpresa de ver aparecer en el local a Griffith, entonces ya en plena decadencia. Le invitó a tomar una copa con él y luego, bruscamente, Griffith se levantó y abandonó el local, sumergiéndose en la brumosa noche londinense. «Se diría —escribe René Clair— que paseaba entre la niebla en busca de su perdida juventud y su genio extinguido —como Thomas de Quincey, soñando con su pobre Anna—, tratando de encontrar en la noche del pasado aquella niña triste de La culpa ajena, aquella sombra que él hizo nacer y que ahora tenía más vida que él mismo».

HOLLYWOOD SE IMPONE

Paralizado el cine europeo por el desarrollo de la contienda mundial, la industria de Hollywood pudo conquistar cómodamente unas posiciones comerciales y una primacía industrial, base de la situación que ha conservado hasta nuestros mismos días.

Hollywood comenzó a imponer sus películas en todos los mercados (con las eficaces fórmulas coactivas del block-booking y del blind-booking) gracias al creciente prestigio de sus estrellas, convertidas en auténticos arietes comerciales. Son los días de gloria de Mary Pickford y de Douglas Fairbanks. De la falsa ingenua ya hemos hablado; de Doug (su marido) habría mucho que decir. Vino al mundo en Denver (Colorado) en 1883 y murió en Santa Mónica (California) en 1939. Sus padres, orgullosos de aquel vástago del que se dice que nació con dos dientes, declararon: «Le llamaremos Douglas y será tan célebre como Ricardo III». Se convirtió, en efecto, en un paladín de las causas justas, arquetipo idealizado del americano sano, deportivo y sonriente. Primero, con temas actuales de la vida americana, teñidos de cierta ironía; luego, mitificado como superhombre universal, en marcos exóticos o épocas pretéritas, para alcanzar con su impacto al heterogéneo público internacional. Aunque sus películas están llenas de saltos, cabriolas y acrobacias, los sabelotodo de Hollywood afirman que Fairbanks no podía subir más alto que una silla porque le entraba vértigo, y que Richard Talmadge le doblaba en sus fabulosos saltos. Pero el público creía a pies juntillas en lo que veía (o en lo que creía ver) y aplaudió sin reservas a Doug desde su primera película, El cordero (The Lamb, 1914), de Christy Cabanne con guión de Griffith, y sobre todo en su segunda etapa: La marca del Zorro (The Mark of Zorro, 1920) y D’Artagnan y los tres mosqueteros (The Three Musketeers, 1921), ambas de Fred Niblo, Robin de los bosques (Robin Hood, 1922) de Allan Dwan, El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1924) de Raoul Walsh y Don Q., hijo del Zorro (Don Q., Son of Zorro, 1925) de Donald Crisp. Buena parte del rápido éxito del optimista y atlético Fairbanks se debió a sus hábiles guiones, escritos por una jovencita de San Diego llamada Anita Loos (que debutó como guionista siendo todavía colegiala) y por su marido John Emerson.

Junto al star-system, que prodigó bucles ingenuos y parpadeos perversos, el cine americano se afianzó como una segura mercancía gracias a la eficacia de su estilo narrativo, herencia del funcionalismo expresivo de Griffith. En las películas de aventuras de la Triangle (Ince, Jack Conway, Allan Dwan, Raoul Walsh, Victor Fleming, Sidney Franklin) se gestó este estilo invisible, que los historiadores llaman «estilo Triangle» y que es patrimonio del clasicismo cinematográfico norteamericano, prodigio de continuity narrativa: lenguaje visual conciso, la cámara a la altura de los ojos, movimientos de cámara tan sólo para seguir a los personajes, montaje preciso, economía narrativa, empleo del plano americano (que ilustra la prioridad del funcionalismo sobre la estética) y repudio de los efectismos formales, que sólo aparecen excepcionalmente en algunos depositarios de la tradición culta europea, como ocurrió con el francés Maurice Tourneur, instalado en Hollywood desde 1914. Este lenguaje sencillo y antirretórico, directo y eficaz, producto de las exigencias narrativas de los westerns y de las películas de acción, creó una reputación de habilidad técnica que el cine norteamericano todavía no ha perdido.

A esta simplicidad estética correspondió una gran simplicidad temática, barajando los esquemas mitológicos más elementales, con películas de «buenos y malos», persecuciones y tiroteos, angustias y final feliz. El espectador encontró un mundo de aventuras en el que proyectarse fácilmente, para vivir jirones de una vida intensa y apasionante, arrinconando por un momento sus problemas y frustraciones. Y los mercaderes del celuloide, claro, lo sabían.

Entre los más importantes constructores del imperio comercial de Hollywood no puede olvidarse al prolífico Cecil Blount DeMille (1881-1959). Estudió en la Academia Militar de Pennsylvania y se presentó como voluntario para luchar contra España en la guerra hispano-yanqui, pero no fue admitido a causa de su edad (1898). Estudió entonces arte dramático en Nueva York y actuó en Broadway. Su acercamiento al cine fue casual. Un buen día los productores Jesse Lasky y Samuel Goldwyn propusieron a su hermano William DeMille, director escénico, que trabajase para ellos. William despreciaba el cine (lo que era de buen tono) y designó a su hermano menor para sustituirle. Lasky tenía sus esperanzas puestas en la pieza teatral The Squaw Man, de Edwin Royle, que triunfaba en Broadway. Gastó casi todo el capital social (24.000 dólares) en comprar los derechos de la obra y contratar a su intérprete Dustin Farnum, pero recibió 43.000 de adelanto de los distribuidores, según fórmula que no tardaría en generalizarse. Toda la fortuna de la productora fue, pues, confiada a las inexpertas manos de DeMille, lo que estuvo a punto de costar un serio disgusto. La película se rodó en una granja de Hollywood transformada en estudio, pero una vez concluida resultó que no se podía proyectar. La perforación de la película era incorrecta y la impericia de DeMille y de su operador había hecho pasar inadvertido este detalle. Lasky, Goldwyn y DeMille se creyeron arruinados. Como solución desesperada fueron a consultar a un reputado técnico de Filadelfia, empleado de Lubin, que consiguió salvar la película, copiándola sobre otra correctamente perforada. Con el éxito de The Squaw Man (1913) se inició la prosperidad de sus productores y la afortunada carrera de DeMille, que realizaría nuevas versiones de este film en 1918 y 1931.

En los años en que triunfaba el cine espectacular italiano, con sus apoteosis de escayola y su magnificencia de cartón, DeMille (como Griffith) supo replicar con un «más grandioso todavía». DeMille fue un peón capital en la industrialización del cine norteamericano. Para competir con las vamps y el lujo de las producciones de William Fox, Lasky contrató a la cantante Geraldine Farrar, a la que DeMille dirigió en María Rosa (Maria Rosa, 1915), Carmen (Carmen, 1915) y Tentación (Temptation, 1915). Pero la obra que cimentó la fama de DeMille y prestigió definitivamente al cine norteamericano en Europa, obteniendo un éxito inmenso, fue La marca del fuego (The Cheat, 1915).

De La marca del fuego escribió René Clair: «He aquí el triunfo del cine sobre el teatro»; el exigente Louis Delluc emitió un juicio que se ha hecho célebre: «Por primera vez vemos un film que merece este nombre. The Cheat tiene, sobre todo, el valor de una cosa completa. Las obras geniales no son siempre completas. Aquí no se ve el genio. Un músico no hablará de genio ante la Tosca de Puccini. Sin embargo, todos reconocerán que se trata de una cosa completa, organizada con una destreza y una maestría admirables. The Cheat es la Tosca del cinema». El compositor Paul Souday, sensible a las imágenes de DeMille, se inspiró en su argumento para escribir una ópera. Y las masas parecieron confirmar el juicio de los críticos e intelectuales, arremolinándose en la entrada de los cines en que se proyectaba La marca del fuego. En París batió todas las marcas al permanecer diez meses consecutivos programada en el Select. Jamás una película había despertado tanto interés en Europa.

La marca del fuego (1915) de Cecil B. DeMille.

 

Y ¿qué queda hoy de esta Tosca cinematográfica? Nada; apenas nada. El detritus de un mal melodrama policíaco, escrito por Hector Turnbull y asentado en el eterno triángulo. Veamos el asunto: una dama (Fanny Ward) pierde en el juego una fortuna destinada a beneficencia; le promete a un rico japonés (Sessue Hayakawa) que se entregará a él si le da tal cantidad. El japonés cumple lo estipulado, pero el azar hace que la mujer obtenga el dinero por otro conducto y entonces rechaza al japonés, que airado le marca la espalda con un hierro al rojo. El japonés aparece asesinado y se detiene al marido como sospechoso. Pero ante el tribunal la mujer confiesa la verdad, rasgando sus vestidos para mostrar, sobre su blanca piel, la marca del fuego. Naturalmente, como Friné, conquista la clemencia de sus jueces.

He aquí el melodrama químicamente puro. Sin embargo, su novedad radicaba en que por vez primera el cine trataba de desarrollar un drama en términos de conflicto psicológico. Superando el esquematismo épico de los westerns y de los seriales de aventuras y rebasando los monigotes de los dramas mundanos del cine danés o italiano, Cecil B. DeMille trató de bucear en un nuevo campo de acción: el de los sentimientos y de las motivaciones internas. Pero estamos todavía muy lejos de Antonioni. DeMille recurre, con perspicaz intuición, al uso reiterado de primeros planos de los rostros, cuya sobriedad interpretativa elogió la crítica de la época, aunque hoy se nos antojan simplemente grotescos. Fue, sin embargo, en nombre de la sobriedad y matización expresiva de Hayakawa y del uso del primer plano en lo que se basó la crítica para hablar de ruptura con el teatro. El sendero estético era correcto, pero faltaban los términos de comparación: la elogiada contención interpretativa era un valor del momento histórico relativo y contingente, inadmisible ya para un espectador de 1925, año en que florecen obras capitales del cine alemán y ruso.

No obstante, a pesar de estas limitaciones, Cecil B. DeMille demostró poseer una extraordinaria capacidad de asimilación técnica. Su empleo de la iluminación artificial marcó una fecha en la historia del cine. Por vez primera se utilizaban los efectos de iluminación angulada, siluetas, sombras inquietantes, no meramente naturalistas, sino simbólicas, como la luz que cae sobre el ídolo oriental mientras, en la penumbra, luchan el japonés y la mujer; como esas rejas de la cárcel cuya sombra se proyecta por vez primera (¡cuántas veces lo veremos después!) sobre el marido preso… Añádase a eso el espectacular desenlace en un proceso judicial (fórmula nueva, pero que se hará tópica en el cine norteamericano), el toque de exotismo y el lujo de los ambientes, todo destinado a bombardear los centros nerviosos del espectador con métodos inéditos hasta entonces. Decididamente, estamos muy lejos del rudimentario cine épico, de las praderas y las cabalgadas. El cine, todavía balbuciente, está tanteando un camino nuevo. Los actores no son ya símbolos abstractos, ideas materializadas, como en Griffith, sino seres movidos por pasiones y sentimientos. El paso es importante, pero al intentar expresar un drama psicológico, DeMille desemboca en el burdo efectismo del Grand Guignol. El cine de 1915 no podía llegar más lejos. Hoy sabemos que, por su misma naturaleza, el cine mudo es un vehículo incómodo para exponer con convicción las sutilezas de un conflicto psicológico. Pero DeMille siguió explorando este terreno en su importante ciclo de «comedias matrimoniales», suntuosas y sofisticadas, cuya aceptación reveló la mutación del público norteamericano desde 1918, formado sustancialmente desde entonces por la burguesía de las ciudades. La sensibilidad de DeMille para captar los cambios de gusto del público era muy fina y sus comedias de alcoba (que impusieron el nombre de Gloria Swanson) introdujeron en la producción norteamericana nuevos estándares de moral sexual. Todo su ciclo de «comedias matrimoniales» —entre las que descuella El admirable Crichton (Male and Female, 1919)— puede reducirse a una idea fundamental: la necesidad de continuar el romance después del matrimonio, lo que conduce naturalmente al adulterio, convirtiéndose por lo tanto sus películas en sermones para que los esposos cumplan sus deberes conyugales. Importante desde el punto de vista moral y escenográfico, este ciclo de películas carecía de profundidad humana y artística. Desde el punto de vista del resultado, el cine épico, basado en la pura dinámica visual, ofrecía por estas fechas obras mucho más sólidas y capaces de resistir mejor la carcoma del tiempo. Y mejor todavía que la épica, el nuevo cine cómico creado por Mack Sennett, fresco y espontáneo, ingenuo y regocijante, cuyo valor y significación no hará más que agigantarse con el paso del tiempo.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 147; Мы поможем в написании вашей работы!

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