AGITADO ORIGEN DEL CINE AMERICANO



El 6 de octubre de 1889, cuando Edison regresaba a su feudo de West Orange (Nueva Jersey), después de un viaje a Europa, recibió una descomunal sorpresa al entrar en una dependencia de su taller-laboratorio. Proyectada sobre una pequeña pantalla blanca se le apareció la imagen centelleante de uno de sus colaboradores, el inglés William K. Laurie Dickson, que en levita y con gesto cortés le saludaba con su sombrero de copa, al tiempo que brotaba en la sala una voz nasal y metalizada, que decía: «Buenos días, señor Edison. Estoy contento de verle de regreso. Espero que esté satisfecho del kinefonógrafo».

De ser cierto este episodio, puesto en circulación por algunos historiadores americanos sospechosos de favoritismo hacia Edison, el cine sonoro habría nacido antes que el cine a secas, gracias al «mago de Menlo Park».

Thomas Alva Edison, genio prolífico y negociante poco escrupuloso, es una de esas figuras de leyenda creadas por las convulsiones de la revolución científica e industrial de nuestra era. En 1878 había patentado el fonógrafo y luego, con ayuda de Dickson, había intentado combinar este invento con la cronofotografía, en balbuciente anticipación de lo que cuarenta años más tarde sería el cine sonoro.

La vasta curiosidad científica del «mago de Menlo Park» le había llevado, como ya dijimos, a conseguir la impresión de fotografías animadas sobre película de celuloide perforada, fabricada por George Eastman. Sus experiencias en este terreno le hacen compartir legítimamente, con los Lumière, la discutida y colectiva paternidad del cinematógrafo.

A comienzos de 1893 hizo construir en un patio de su laboratorio una extraña barraca de aspecto insólito, que Dickson, muy ufano, denominó «teatro kinetoscópico», pero que el personal de la casa rebautizó con el sobrenombre jocoso de Black Maria (María la negra), por su vaga semejanza con los coches celulares para el transporte de presos, que en algunos Estados de la Unión se denominan así. Black Maria no era otra cosa que el primer estudio de la era protohistórica del cinematógrafo. Construido en madera, pintado de negro en su interior y exterior, tenía el techo desplazable y el conjunto podía girar sobre su base, orientándose de acuerdo con la posición del sol. El interior negro de esta inmensa cámara oscura ofrecía un fondo que daba relieve al movimiento de los actores.

En este fantasmagórico estudio se impresionaron las primeras series de fotografías animadas que Edison exhibió públicamente, a partir de 1894, en un aparato de visión individual patentado por él en 1891: el kinetoscopio.

A pesar de que el kinetoscopio obligaba a una postura algo incómoda al observador que aplicaba su ojo al ocular de aumento, el éxito alcanzado fue sorprendente y el invento de Edison se difundió con extraordinaria rapidez en infinidad de locales públicos. La industria del kinetoscopio era abastecida desde Menlo Park con peliculitas de diecisiete metros, cuyo precio oscilaba entre los 10 y los 20 dólares.

No tardaron las figuras más populares del music hall en aparecer en los kinetoscopios, en breves actuaciones. Gimnastas, bailarinas, acróbatas, boxeadores y contorsionistas se exhibían efectuando sus ejercicios que, por estar las películas arrolladas sin fin, podían contemplarse en su visión ininterrumpida a la cadencia de 46 imágenes por segundo. Los encuadres de estas películas revelan ya una elección funcional, mostrando las actuaciones de gimnastas y bailarinas encuadradas en plano general (mostrando todo el cuerpo) o en tres cuartos (hasta la rodilla).

El éxito comercial obtenido por estos aparatos de arrastre continuo y la creencia de que la visión individual era más rentable que el espectáculo colectivo, hicieron que Edison descuidara perfeccionar este invento. Edison estuvo convencido de que era un mal negocio proyectar películas en público y sobre pantalla hasta el momento en que Félix Mesguich, operador al servicio de Lumière, exhibió el sistema francés en un music hall neoyorquino, con una acogida auténticamente delirante, salpicada de vítores a los Lumière Brothers y vibrantes compases de «La Marsellesa». El cine demostraba así sin equívocos que su vocación y destino era el de un arte de masas.

Esto ocurría en junio de 1896. Pero cuando Mesguich, tras una gira, volvió a Nueva York cinco meses más tarde, se encontró con que, en franco retroceso la industria del kinetoscopio, aparecían en cambio por doquier las salas de exhibición equipadas con aparatos de proyección de patente americana: biógrafo, bioscopio, vitascopio, veriscopio… Una nueva casa productora, la American Biograph, lanzaba desde Broadway el reto monroísta en un gran luminoso: «América para los americanos». En un ambiente envenenado, con intervención de las autoridades aduaneras y confiscación de aparatos, el representante de Lumière tuvo que renunciar a su gira por el país y marchó al Canadá.

La nueva industria americana del espectáculo nació asentada en empresas como la Edison Co., la Biograph y la Vitagraph, que, además de producir películas propias, explotaban copias ilegalmente contratipadas de las producciones que llegaban de Europa, obteniendo considerables beneficios.

La Biograph Co., nacida en 1897 y que utilizaba un aparato fabricado por dos técnicos que habían abandonado a Edison, Dickson y el francés Eugène Lauste, gozaba del apoyo financiero del hermano del presidente McKinley, a la sazón gobernador del estado de Ohio. Con el eslogan de Monroe como bandera, esta productora servirá a la propaganda personal del político y se especializará en asuntos documentales y de actualidad.

La Vitagraph fue fundada en 1898 al asociarse el ex exhibidor feriante «Pop» Rock con el caricaturista inglés emigrado James Stuart Blackton y su compatriota Albert E. Smith, perspicaces negociantes que habían obtenido un éxito sensacional en todo el país con Tearing Down the Spanish Flag (1898), rodada en un ático neoyorquino el mismo día en que estallaron las hostilidades entre España y los Estados Unidos.

La guerra hispano-norteamericana hizo nacer, con violencia rabiosa, un género nuevo, el de la propaganda política, que se arrastrará ya para siempre a lo largo de toda la historia del cine. Apenas se habían iniciado las operaciones militares y ya circulaban por América centenares de copias de documentales amañados en los estudios sobre la guerra hispano-yanqui. Entre los más famosos figuró el rodado en Chicago por Edward H. Amet, reproduciendo, con ayuda de maquetas en un estanque, la batalla naval del 3 de julio, en la bahía de Santiago, en la que la flota del almirante Cervera llevó la peor parte. Amet salvó con mucha naturalidad el escollo que representaba que el combate se hubiese desarrollado durante la noche, alegando con mucha seriedad que se había servido de una película «supersensible a la luz lunar» y de un teleobjetivo capaz de impresionar imágenes a diez kilómetros de distancia. La gente se tragó el anzuelo y se dice que el gobierno español llegó a adquirir, para sus archivos, una copia de tan «importante documento» gráfico.

La propaganda política y la exaltación nacionalista habían entrado de golpe a ocupar un lugar preeminente en la galería de temas de aquel nuevo juguete que, a los ojos de muchos comerciantes, comenzaba a evidenciarse como una prometedora fuente de fabulosas ganancias. Pero la brújula de la rentabilidad ya estaba señalando a los negociantes nuevos temas sugestivos, como las Lovers’ scenes, nacidas tras el resonante éxito —éxito de escándalo, diríamos hoy— alcanzado por El beso (The May Irwin-John C. Rice Kiss, 1896), producida por Edison, que recogió en primer plano el casto beso de una escena cómica de The Widow Jones, comedia que triunfaba en Broadway. Este primer ósculo cinematográfico, que levantó una ola de protestas y que un comentarista calificó de «bestial», en razón del «efecto producido por este acto ampliado a proporciones gargantuescas», iba a traer no poca cola. Además de introducir el tema amoroso en el cine, prefiguraba la fórmula clásica del «final feliz» (happy end), que los industriales del cine no se cansarán de proponer en el futuro, como anestesia colectiva, a la inquieta voracidad del público. De este inocente beso derivaron otros muchos besos y también abrazos, cada vez menos castos, que provocaron la indignada reacción de las ligas puritanas, pero que gozaban de amplia aceptación entre el público masculino.

Por estas mismas fechas también se estaba descubriendo en Francia que el erotismo era un filón de segura rentabilidad. Como lo era también, servidumbre de la condición humana, el tema religioso. Y para pulsar esta fibra Richard G. Hollman rodó el drama de la Pasión en pleno Nueva York, en la azotea del Grand Central Palace, con un grupo de comparsas disfrazados. Como el rodaje era invernal, el monte de los Olivos se cubrió de nieve, aunque sin impedir que la empresa llegara a buen término, y esta original Passion Play, que acababa de inaugurar otra cantera temática, será divulgada por los predicadores ambulantes, ayudándoles a obtener recaudaciones más generosas entre sus audiencias de pecadores.

Al igual que el primitivo teatro medieval, el cine trataba de penetrar en las masas con temas devotos aunque guiados de la mano de hombres de dudosa piedad, pero de probado tesón. Como Sigmund Lubin, de Filadelfia, que rodó en un patio interior el drama de Cristo contra viento y marea, a pesar de que Judas Iscariote le dejó plantado a medio rodaje y a pesar de que el viento, que causó destrozos en los decorados de Palestina, descubría al espectador un panorama de rascacielos y a los curiosos que, desde sus ventanas, contemplaban el rodaje.

Vemos, pues, que en el torbellino de la primera hora, además del cine político, nacían juntos, como temas medulares, el señuelo erótico y la piedad religiosa. No tardaría en aparecer otro hábil comerciante, llamado Cecil B. DeMille, que, pescador en río revuelto, trataría de reconciliar ambos sentimientos, pagando su tributo al ángel y al diablo en unas mascaradas seudorreligiosas que arrastrarán (por una u otra razón, o por ambas a la vez) a vastos sectores de público.

 EL CINEMATÓGRAFO JUNTO A LA MUJER BARBUDA

En el corazón de París, en la rue Royale, Eugène Pirou tenía su elegante estudio fotográfico. Ante su cámara posaban, regularmente, príncipes, archiduques, marquesas, generales y lo más selecto de la alta burguesía parisina. Al hablar de él, las crónicas mundanas le llamaban «fotógrafo de reyes». Pero a pesar de su condición, Pirou se sentía atraído por el plebeyo espectáculo cinematográfico y se le ocurrió la idea de asociarse con el operador Léar para rodar una escena frívola interpretada por la actriz Louise Willy, que triunfaba en el escenario del Olympia. De este modo nació Le coucher de la mariée (1896), película de 60 metros, en la que la bella actriz se desvestía (aunque sin mostrar la menor parcela de su cuerpo, protegido por el corsé y las enaguas) y se acostaba en un lecho Luis XV. Al igual que El beso de Edison, esta apertura del cine a lo que se llamará más tarde sex-appeal tuvo tan gran aceptación popular, que la serie se prolongó en multitud de Visions d’Art más o menos sicalípticas que finalmente motivaron la intervención del prefecto de policía, que un buen día hizo arrojar al fondo del Sena veinticinco kilómetros de celuloide galante.

Separado de Pirou, Léar aborda, tal vez con ánimo de purificarse, Vida de Cristo (La Passion du Christ, 1896), que por estas fechas conoció otra versión de Lumière. Esta última alcanzó los 250 metros. ¡Un cuarto de hora de proyección! Estas duraciones eran realmente excepcionales en aquella época.

Como puede verse, la imaginación de los comerciantes americanos y europeos está surcada por idénticos meridianos y los mismos temas nacen simultáneamente a ambos lados del Atlántico, para convertirse en pivotes sobre los que girará la gran rueda de la producción futura. No hay que pedirle peras al olmo. Al productor y al exhibidor francés o americano no se les llega siquiera a plantear, como en algunos casos se planteará más tarde, un dilema entre calidad o rentabilidad. La película es pura y simplemente una mercancía, cuya aceptación está en función de las fibras sensibles del público que las imágenes sean capaces de pulsar. Y los dardos se orientan, inevitablemente, hacia los puntos más vulnerables, los blancos más seguros.

No debe olvidarse que en estos momentos la exhibición está en manos de los feriantes nómadas, que sin saberlo son los portadores de un nuevo arte popular. Junto al tragasables y a la mujer barbuda se exhibe la última rareza, el Cinématographe Lumière, en ferias y parques, en barracas de madera y ante un público popular. Su origen recuerda, por muchos motivos, el nacimiento anónimo de la poesía medieval, cantada por los juglares.

Arte nómada y plebeyo, no tardó en asentarse en las principales ciudades, integrándose en los programas de algunos cafés-concierto franceses y music halls ingleses o americanos. Esto ocurría entre 1898 y 1902.

A pesar de que el cine era una diversión popular, en 1897 participaba, junto a otras muchas atracciones, en la fiesta benéfica anual del Bazar de la Caridad, a la que concurría lo más selecto de la alta sociedad parisién. Unas mil quinientas personas se hallaban reunidas en el Bazar cuando se inició la catástrofe. El operador cinematográfico, poco experimentado, encendió mal la lámpara oxiétrica que utilizaba para proyectar y una lengua de fuego brotó del aparato, prendiendo en los adornos de papel y de marquetería. El fuego se extendió con gran rapidez y el pánico de las gentes hizo el resto. Convertido en brasero, el Bazar de la Caridad enterró entre sus cenizas más de ciento treinta cadáveres. El suceso causó una conmoción extraordinaria en todo el mundo. Primero se dijo que se trataba de un atentado político; luego se vio que era un accidente debido a la impericia. Pero la maldición cayó sobre el cinematógrafo y se alzaron muchas voces pidiendo su prohibición. La incipiente industria del cine sufrió un duro golpe que la hizo tambalear gravemente.

Sin embargo, el invento de Lumière se había extendido ya por todo el mundo, aunque todavía en forma tímida. Pocas eran las capitales que desconocían aquel prodigio óptico. Los pioneros de cada país trabajaban, bien con aparatos adquiridos a Lumière o a sus agentes, o bien con equipos fabricados pacientemente por ellos mismos. En España se encuentran ambos casos. El zaragozano Eduardo Jimeno, pionero de la exhibición, rodó en 1899, con un aparato de la casa Lumière, Salida de la misa de doce del Pilar de Zaragoza. El ebanista barcelonés Fructuoso Gelabert, en cambio, fabricó el suyo propio y, utilizando a Santiago Biosca como operador, rodó en 1899 Riña en un café, Salida de los trabajadores de la España Industrial y Salida de la Iglesia de Santa María de Sants.

Riña en un café (1899) de Fructuoso Gelabert.

 

Como puede verse, además de imponer su invento, Lumière ha impuesto sus temas en un curioso fenómeno de mimetismo. Entre tantas Salidas, Llegadas y Paradas militares que se multiplican por doquier, el cine está corriendo el grave peligro de perecer por falta de imaginación. Es cierto que se ha echado mano de las consabidas «poses artísticas», «escenas galantes» y a veces también «picantes» y otras imágenes pornoplásticas que hoy sirven, a lo sumo, para ilustrarnos sobre la fugacidad de los cánones de la estética femenina. Pero eso no es mucho. Como búsqueda de un lenguaje valen más esas carnavalescas Pasiones que nos retrotraen a los orígenes del teatro medieval. Valen más porque se plantean la tarea de narrar un argumento relativamente complejo y con abundancia de personajes. Por ese camino, a la búsqueda de una estructura narrativa, puede inventarse algo que se parezca al montaje, que es una de las claves expresivas del cine. Y la cámara puede sentir deseos de moverse. Promio, operador de Lumière, descubrió por azar en 1896 el efecto de travelling, cuando paseaba en una góndola por Venecia. Ese mismo año Dickson utilizó el movimiento de panorámica, haciendo girar la cámara sobre su punto de apoyo. A partir de ahora la cámara se atreverá a subir a los ascensores y a viajar en los trenes pero su movilidad (relativa) la aplicará únicamente a la toma de vistas documental. Hemos de convenir en que esto no es mucho. Al cine le estaba haciendo falta un genio que desatascase sus ruedas y le inyectase un hálito de fantasía, de libertad creadora, abriéndole nuevos horizontes como arte y como espectáculo. Y este genio llegó.

EL MAGO DE MONTREUIL

Entre los privilegiados espectadores que asistieron a la primera proyección organizada por los Lumière en el Salon Indien se hallaba un hombre de treinta y cinco años, tercer hijo de un acaudalado fabricante de zapatos, mago e ilusionista por vocación y director del teatro Robert Houdin de París. Su nombre era Georges Méliès.

El propio Méliès ha explicado cómo, al concluir la histórica proyección, fue al encuentro de Antoine Lumière con la pretensión de adquirir uno de aquellos prodigiosos aparatos, avanzando una oferta de 10.000 francos. Pero ni Méliès ni el director del Museo Grévin, que ofreció 20.000, ni el del Folies Bergère, que llegó a los 50.000, consiguieron su propósito. Al igual que Thiers, que en 1833 consideraba a la locomotora como una «simple diversión científica», Antoine Lumière concretó así su respuesta, que se ha hecho célebre: «Amigo mío, deme usted las gracias. El aparato no está a la venta, afortunadamente para usted, pues le llevaría a la ruina. Podrá ser explotado durante algún tiempo como curiosidad científica pero, fuera de esto, no tiene ningún porvenir comercial».

Pero las contundentes palabras del científico, cuya autenticidad hoy parece dudosa, no torcieron la decisión del prestidigitador. Unas semanas más tarde llegó a los oídos de Méliès la noticia de que el óptico Robert William Paul había lanzado al mercado, en Inglaterra, un aparato similar al utilizado por Lumière y denominado bioscopio. Méliès se apresuró a adquirir uno de aquellos artefactos por la suma de 1.000 francos, con el que inició inmediatamente proyecciones públicas en el teatro Robert Houdin, utilizando cintas inglesas de Paul y americanas de Edison.

Sin embargo, Méliès no se conformaba con la simple condición de exhibidor y al mes siguiente compró en Londres varios miles de metros de película virgen de la casa Eastman, no perforada, que utilizó para iniciar su propia producción cinematográfica.

Las primeras cintas de Méliès siguieron la senda ya trazada por Lumière. Se trataba de las consabidas «escenas naturales» entre las que no faltan las inevitables llegadas de trenes, salidas de fábricas, regadores regados, bebés almorzando o barcas haciéndose a la mar. Son películas vulgares que nada tienen que ver con su futura producción, que nacerá en el momento en que descubra que el cinematógrafo es el más formidable instrumento de magia que haya pasado jamás por sus hábiles manos de ilusionista.

Esta revelación le llegó a Méliès por puro azar en el transcurso de 1896. Cierta mañana había plantado su cámara tomavistas y su trípode en la plaza de la Opéra, con el ánimo de rodar algunas breves escenas documentales, al «estilo Lumière». De pronto, mientras estaba en pleno rodaje, la cámara sufre un atasco y la película se detiene. Méliès se da cuenta y procede a reparar el desperfecto y, tras esta breve interrupción, continúa el rodaje. Pero con gran sorpresa suya, al efectuar más tarde la proyección de esta película, observa que allí donde un momento antes pasaban hombres aparecen de pronto unas mujeres y que el autobús Madeleine-Bastilla se convierte súbitamente en una carroza fúnebre…

Méliès comprendió bien pronto que acababa de descubrir, por casualidad, un trucaje; el primer trucaje del cine, que hoy llamamos paso de manivela, y que permite rodar a la cadencia de imagen por imagen, base del cine de animación, de los trucajes por sustitución y de muchas películas de fantasía. La trascendencia de esta revelación iba a tener un alcance decisivo, porque a partir de ella Méliès encauzó su producción por el rumbo de la magia y de la fantasía sin límites, alineando al cine como un nuevo instrumento de prestidigitación en el ya célebre escenario del teatro Robert Houdin.

Es entonces cuando Méliès idea las famosas «escenas de transformación», que dejan boquiabierto al ingenuo público parisino. La primera de ellas es El escamoteo de una dama (L’escamotage d’une dame chez Robert Houdin, 1896), que rueda en el jardín de su finca de Montreuil-sous-Bois, al aire libre, ante un telón de fondo pintado. Para producir el efecto de la desaparición de la mujer, Méliès detiene el rodaje un momento, para permitir que la dama abandone la escena y luego sigue rodando, sin alterar la posición de la cámara. El trucaje es simple, pero el efecto conseguido causa gran impresión en el público y Méliès, al año siguiente, lo repite con un ¡más difícil todavía! en otras cintas que combinan la desaparición con la sustitución. Esto ocurre en Fausto y Margarita (Faust et Marguerite, 1897), en donde la dama se transforma, por arte de birlibirloque, en diablo.

Fausto y Margarita (1897) de Georges Méliès.

 

Lanzado por el tobogán de la fantasmagoría, Méliès comienza a explorar las ingentes posibilidades de aquel nuevo y prometedor juguete mágico y en sus viajes al país de las maravillas va descubriendo, o intuyendo, casi todos los trucajes que forman el patrimonio del cine moderno: maquetas, desapariciones, apariciones, objetos que se mueven solos, personajes voladores, sobreimpresiones, encadenados, fundidos, fotogramas coloreados pacientemente a mano… Hay que señalar, no obstante, que el trucaje es, para Méliès, un fin en sí mismo y no un medio, como lo es en la actualidad. Y es que nos hallamos, no hay que olvidarlo, ante un prestidigitador profesional que ha visto en el cine un «artefacto mágico» parangonable a la caja de doble fondo o a la baraja trucada. No obstante, será la necesidad la que espoleará su imaginación incitándole hacia nuevos perfeccionamientos técnicos. En 1897 Méliès tuvo que impresionar por encargo unas breves cintas con actuaciones del cantante Paulus, destinadas a la explotación en un café-concierto. Una vez vestido y maquillado como para actuar en el escenario, Paulus se negó rotundamente a cantar al aire libre y exigió que se rodase en un escenario y ante un decorado teatral. Méliès se vio entonces obligado a rodar su actuación en el interior del Robert Houdin, utilizando treinta proyectores de arco para la iluminación, lo que constituyó una innovación histórica capital en la técnica de la toma de vistas, otra vez debida a la casualidad.

No es de extrañar que, después de esta experiencia, Méliès se decida a construir en el jardín de su finca de Montreuil un auténtico estudio, al abrigo de las inclemencias del tiempo, con el techo y las paredes de vidrio para aprovechar la luz solar, aunque en 1905 le añadiría su primera instalación eléctrica. Allí desplegará su portentosa actividad como director, actor, operador, maquillador, decorador, carpintero y electricista a la vez. Este laboratorio de hechicería, de diecisiete metros de largo por siete de ancho, constituyó el primer estudio de Europa, ya que Edison le había precedido en América con su rudimentario Black Maria.

Entre 1896 y 1913 Méliès realizó unas quinientas películas, de las cuales hoy se conservan una décima parte, aproximadamente. Debe tenerse en cuenta que Méliès vendía sus películas a los exhibidores ambulantes, de modo que es ardua la tarea de localizar el paradero actual de muchas de ellas, que probablemente no han sobrevivido al vandalismo de dos guerras, amén de otros avatares.

En la variadísima producción de Méliès, junto a títulos tan prometedores como Magie diabolique Georges Méliès (1898) o El antro de los espíritus (L’antre des esprits, 1901), aparecen películas publicitarias, hechas por encargo, que anuncian una marca de mostaza, de corsés, peines, sombreros, una loción contra la calvicie o una marca de whisky. En la que anunciaba el Dewar’s Whisky mostraba a un escocés bebiendo con delectación este licor, bajo los retratos de tres antepasados suyos, que acababan por cobrar vida y saltar de sus marcos para disputarse a puñetazos la botella. Finalmente ésta se rompe y los antepasados, contritos, retornan a sus cuadros.

Con un ingenio inagotable, el mago de Montreuil condensa en sus breves películas hallazgos de una frescura extraordinaria. En La cueva maldita (La caverne maudite, 1898) emplea por vez primera la «fotografía espiritista», que hoy conocemos con el nombre más prosaico y exacto de sobreimpresión. En El hombre orquesta (L’homme orchestre, 1900), el propio Méliès, que con frecuencia interpreta sus películas, aparece multiplicado en las figuras de siete músicos que, simultáneamente, tocan diversos instrumentos. El efecto se consiguió con siete sobreimpresiones sucesivas sobre un fondo negro. En El hombre de la cabeza de goma (L’homme à la tête de caoutchouc, 1902) muestra el experimento de un científico que consigue hinchar su propia cabeza hasta proporciones descomunales, y que después, alarmado, la reduce nuevamente a su tamaño normal. El trucaje se obtuvo mediante un travelling de acercamiento a la cabeza (sobre fondo negro) para aumentar su tamaño. En El huevo mágico (L’oeuf magique prolifique, 1902) Méliès se transforma, gracias a un fundido encadenado, en un esqueleto. En El melómano (Le mélomane, 1903), la cabeza de Méliès salta, a modo de notas musicales, sobre un pentagrama formado por cinco hilos telegráficos.

Y puesto ya a inventar todo lo susceptible de ser inventado, Méliès lanza, en 1897, un nuevo género cinematográfico: las actualidades reconstruidas, aportación fantasiosa al periodismo gráfico, que se inicia con siete episodios de la guerra greco-turca, con su combate naval y todo, reproducido pacientemente por Méliès con la ayuda de maquetas. Dentro de este género, que como ya vimos arraigó también con éxito fulminante en los Estados Unidos, se hizo famosa su serie seudodocumental sobre el acorazado Maine (Le cuirassé Maine, 1898) y, sobre todo, El proceso Dreyfus (L’affaire Dreyfus, 1899), reproducido meticulosamente en su estudio, sin dejar en el tintero los episodios de la Isla del Diablo. Pero el más célebre de estos documentales amañados fue el que representaba la coronación de Eduardo VII (Le sacre d’Édouard VII à Westminster, 1902), rodado con antelación al acontecimiento real y con la asesoría del maestro de ceremonias de Westminster, valiéndose de un mozo de lavadero para encarnar la figura del rey y de una corista del teatro Châtelet para la reina Alexandra.

Las creaciones de Méliès son el fruto del encuentro de dos técnicas distintas: la del fotógrafo y la del hombre de teatro e ilusionista. Sus películas suelen estar divididas en «cuadros» o «escenas» que, concebidos de acuerdo con los cánones del arte teatral, hacen progresar la narración. De este modo, la cámara tomavistas se limita a ser un aparato inmóvil que reproduce fotográficamente lo que ocurre sobre el escenario.

A pesar de que sus películas están basadas en una sucesión de «cuadros», sería impropio emplear el término montaje para referirse a su construcción, ya que Méliès ignora absolutamente las posibilidades de continuidad que pueden nacer del montaje. Así, por ejemplo, en Viaje a través de lo imposible (Le voyage à travers l’impossible, 1904) muestra en un cuadro un automóvil que, a gran velocidad, choca contra el muro de una casa y penetra en ella. En el siguiente cuadro aparece el interior de la casa, en cuyo comedor se halla una familia sentada en torno a la mesa. De pronto la pared se quiebra y penetra el automóvil…

Viaje a través de lo imposible (1904) de Georges Méliès.

 

La originalidad de Méliès estriba, justamente, en esta simbiosis entre los recursos típicamente teatrales (maquillajes, mímica, decorados, complicada tramoya y división en actos y escenas, ya que no en secuencias y planos) y los medios y trucajes de naturaleza fotográfica. Esta concepción le lleva a emplazar siempre la cámara tomavistas ante el escenario, ofreciendo el punto de vista de un espectador de platea perfectamente centrado, abarcando todo el decorado. En algunos casos sus películas comienzan con un telón que se alza y que cae al final de la acción; en otros Méliès, antes de efectuar alguno de sus prodigios mágicos, saluda al público imaginario con una cortés inclinación de cabeza; los personajes entran y salen por el foro como si estuviesen representando una pieza, y los decorados no ocultan jamás su inspiración teatral. La interpretación de los actores está basada en la mímica y su gesticulación es exagerada, porque Méliès no ha comprendido, y el cine tardará todavía algunos años en comprenderlo, que en el arte de la pantalla, a diferencia de lo que sucede en el teatro, la lejanía de las localidades no modifica sensiblemente la percepción del espectador. Esta errónea comprensión del nuevo arte le hizo menospreciar el uso del primer plano, que sólo empleó como trucaje, para agrandar objetos.

Aunque las películas producidas por Méliès llevaban en su portada la marca de su productora Star Film, algunas empresas americanas, como la Edison Company y la Biograph, obtenían reproducciones ilegales de ellas y vendían por su cuenta las copias, consiguiendo pingües beneficios. Para hacer respetar sus derechos, Méliès abrió en 1903 una sucursal de la Star Film en Nueva York, poniendo al frente de ella a su hermano Gaston. A partir de entonces obtuvo de cada película dos negativos (rodando con dos cámaras tomavistas), enviando uno de ellos a los Estados Unidos.

En 1899 Méliès lleva a la pantalla el cuento infantil La Cenicienta (Cendrillon), que él mismo califica, en su catálogo, como production à grand spectacle. A Méliès le tienta cada vez más, en efecto, eso que hoy llamamos superproducción, aunque sea a la escala industrial más modesta del 1900. Por eso, alternando con sus «escenas picantes», que Méliès también cultiva a partir del éxito de Le bain de la Parisienne (1897), y con sus falsos documentales, sus cuentos infantiles y sus juegos de brujería, van apareciendo películas tan ambiciosas como Viaje a la Luna (Le voyage dans la Lune, 1902), fantaciencia cómica que debe muy poco a Julio Verne y que le cuesta la friolera de 10.000 francos. Con esta película Méliès entra en el torbellino de la «gran producción», que acabará por crearle graves dificultades financieras.

El inicio de la decadencia de Méliès puede situarse hacia 1906. Su industria artesanal, que ha convertido el invento de Lumière en pujante espectáculo popular, comienza a competir difícilmente con las poderosas sociedades europeas o americanas (Pathé, Gaumont, Nordisk Film, Edison, Biograph, Vitagraph, etc.). El hecho de que sus películas de este período tuvieran especial audiencia entre los niños, cuando el cine comenzaba a afianzarse entre los adultos, fue un neto síntoma de su declive. Por otra parte, los exhibidores, antes nómadas, comienzan por entonces a estabilizar sus locales y de ahí nace la exigencia de una continua renovación de programas, que la artesanía de Méliès no está en condiciones de proveer. No obstante, sigue cultivando el «gran espectáculo» con películas tan caras y ambiciosas como 200.000 leguas bajo el mar (Deux cent mille lieues sous les mers, ou le cauchemar d’un pêcheur, 1907) y ¡A la conquista del Polo! (A la conquête du Pôle, 1912), que dan la justa medida del portentoso ingenio de este pionero del cine.

A finales de 1908 Georges Méliès preside el Primer Congreso Internacional de Fabricantes de Películas, como resultado del cual la Star Film ingresa en el trust fundado por Edison en Nueva York. Al año siguiente vuelve a presidirlo, con asistencia de unos cincuenta delegados, en donde se toma el acuerdo capital de unificar la perforación de las películas de 35 mm. Pero allí también se decide eliminar el sistema de venta de películas a los exhibidores, sustituyéndolo por el alquiler, de superior rentabilidad. Esta medida iba a resultar fatal, precisamente, para los productores independientes y artesanos, carentes de adecuada organización, como era el caso de Méliès.

En 1911, con los recursos cada vez más menguados, Méliès tuvo que aceptar la ayuda financiera de su rival Charles Pathé, con la garantía de su estudio y del teatro Robert-Houdin. Pathé se habría apoderado de ellos muy pronto de no haber sido por el estallido de la guerra, que paralizó la acción judicial, al tiempo que Méliès desaparecía sin dejar rastro.

No se supo más de él hasta que, a fines de 1928, un periodista, el director del semanario Ciné-Journal, identificó a Méliès, convertido en un anciano de barba puntiaguda, vendiendo juguetes y golosinas en la estación de Montparnasse. La noticia saltó a los periódicos y, naturalmente, se organizaron homenajes y se le otorgaron condecoraciones, intentando reparar el olvido en que había caído, durante catorce años, el fundador del espectáculo de sombras animadas. Pero ni los aplausos, ni los discursos, ni los homenajes, ni las condecoraciones resolvieron los problemas del anciano Méliès, que siguió abriendo puntualmente cada mañana su puestecito de la estación de Montparnasse, para ganarse el sustento trabajando durante quince horas diarias. El fantasma de la enfermedad le andaba rondando y, afecto de un cáncer de estómago, falleció el 21 de enero de 1938, en el hospital Léopold-Bellan, de París. En su entierro tan sólo dos cineastas conocidos acompañaron su ataúd: René Clair y Alberto Cavalcanti.

Viaje a la Luna (1902) de Georges Méliès.

 

Si tuviéramos que resumir la compleja aportación de Georges Méliès al arte del cine, difícilmente encontraríamos palabras más justas que las utilizadas para encabezar su catálogo americano de 1903. Decían así: «Georges Méliès ha sido la primera persona que ha realizado películas cinematográficas con escenas artificialmente preparadas y mediante esta innovación ha dado nueva vida a un comercio agonizante. Ha sido también el creador de películas con temas fantásticos o mágicos y sus obras han sido imitadas después, sin éxito, en todos los países».

En efecto, si Edison fue quien primero impresionó una película cinematográfica y los Lumière quienes hicieron posible su proyección sobre un lienzo, a Méliès le cupo el mérito de crear con ello una nueva forma de espectáculo popular, incorporando al cine la puesta en escena de origen teatral. Es cierto que este peso teatral —el lastre del «teatro filmado»— gravitará todavía durante bastantes años sobre el cine francés, llegando a ser funesto, pero no hay que olvidar que su saludable y generosa inyección de fantasía abrió amplísimas perspectivas a un invento que, en manos de los Lumière, estaba pereciendo por su cortedad imaginativa y escasez de repertorio, que lo alejaban del interés de las masas una vez satisfecha su curiosidad inicial. Méliès se enfrentó con el cine con la misma inquietud que un niño ante un juguete nuevo y complicado. Exploró sus entrañas, descubrió muchos de sus secretos y experimentó largamente con sus fascinantes recursos, creando una colección de joyas cinematográficas repletas de ingenio y espontaneidad y arrancando al cine del punto muerto artístico y comercial en que se hallaba sumido.

Los Lumière, científicos de severa estirpe positivista, habían hecho nacer al cine como aparato reproductor óptico de la realidad, ignorando que, más allá de sus sobrias escenas documentales, podía caber un mundo de dislocada fantasía. Al realismo y naturalidad del aire libre, Méliès opuso la elaboración artificiosa del estudio, la puesta en escena teatral y el trucaje de ilusionista. He aquí los dos polos antitéticos entre los que se moverá en adelante toda la historia del cine: realismo y fantasía. Entre estos dos caminos radicalmente opuestos cabía una síntesis, una simbiosis superadora. Fruto del encuentro entre el naturalismo de Lumière y la imaginación creadora de Méliès nacerá en otras latitudes, como superación dialéctica, una nueva y prometedora forma expresiva.

Estamos viviendo, todavía, la protohistoria de un arte.

LA ESCUELA DE BRIGHTON

En el esfuerzo colectivo que hizo nacer el prodigio de la fotografía animada no estuvo ausente la Inglaterra victoriana. Su aportación tuvo un nombre injustamente postergado, el de William Friese-Greene, célebre fotógrafo de Piccadilly, que en su empeño por conseguir un buen método de cronofotografía invirtió todo su peculio personal, se arruinó y llegó a sufrir prisión por deudas. Camino doloroso que no conoció otro pionero inglés, el óptico londinense Robert William Paul, que, por encargo de unos empresarios griegos, construyó en 1894 una imitación del kinetoscopio de Edison, que no estaba patentado en Inglaterra. Le tomó gusto a la cosa y siguió fabricando más aparatos, introduciendo modificaciones y perfeccionamientos, llegando a construir en 1895 una cámara tomavistas para surtir con películas propias a los cada vez más numerosos kinetoscopios ingleses. En 1897 fundó la empresa Paul’s Animatograph Ltd., y con él nació el cine británico y ya sabemos que Méliès recurrió a Paul para comprar su primer aparato cinematográfico.

Al igual que Méliès, Paul comenzó su carrera creadora cultivando las escenas naturales al estilo de Lumière, pero no tardó en ser tentado por los temas fantásticos y realizó un precedente notable del viaje polar de Méliès: The Adventurous Voyage of the Artic (1903).

Pero no acabó en William Paul la aportación británica al nuevo espectáculo. En Brighton, playa de moda favorecida por un clima benigno, varios fotógrafos profesionales habían sido iniciados en los secretos de la fotografía animada por Friese-Greene. Con paciencia e ingenio construyeron sus propios equipos y sus nombres han pasado a la historia formando lo que Sadoul ha llamado la «Escuela de Brighton». Entre ellos destacan George Albert Smith, James Williamson y Alfred Collins.

Smith impresionó en la playa sus primeras escenas naturales, en abril de 1897, para ilustrar una serie de conferencias sobre fotografía. Pero no tardó en intuir nuevas posibilidades de su aparato óptico y, abandonando el aire libre, se encerró con sus bártulos en un estudio y comenzó a aplicar al nuevo invento el trucaje fotográfico de la sobreimpresión. Esta experiencia, llevada a cabo simultáneamente a la de Méliès y sin que ninguno de los dos pioneros conociera los trabajos del otro, le abocó de un modo natural hacia el cine fantástico, poblado por espectros y fantasmas. Muy satisfecho de su hallazgo, que prolongaba al cine un trucaje fotográfico muy común, lo hizo patentar.

James Williamson, antiguo farmacéutico, impresionó también escenas documentales al aire libre, como la competición de regatas de Henley (1899), en donde muestra, en planos sucesivos, a la multitud de espectadores, a las embarcaciones en varios momentos de la competición y su llegada a la meta. Esto es algo importante: la cámara ya no es el perezoso observador inmóvil de Méliès, sino un ojo nervioso que salta de un punto de vista a otro, e incluso un plano muestra a los espectadores en travelling, captados desde una embarcación que se desplaza. Si el cine es, ante todo, movimiento, moving picture, como le llaman los americanos, no hay duda de que estamos asistiendo a su auténtico nacimiento, gracias a este sentido realista de los cameramen ingleses que anuncia, a más de treinta años de distancia, el florecimiento de la escuela documental británica en la segunda anteguerra.

Como cualquier documentalista de la época, Williamson aborda la actualidad reconstruida y en 1900 realiza una pieza verdaderamente importante: Attack on a Chinese Mission Station, episodio de la guerra de los bóxers visto con la óptica colonialista de un fiel súbdito victoriano. Esta película de cinco minutos estaba dividida en cuatro cuadros o escenarios, que mostraban:

1.o Puertas de la misión. Aparición de los bóxers, que fuerzan las puertas de la misión.

2.o Fachada de la casa del pastor. El pastor se da cuenta del ataque y ordena a su mujer e hija que se refugien en la casa. Luego abre fuego contra los chinos y se defiende hasta que acaba las municiones y es asesinado. La esposa del pastor aparece en un balcón y agita un pañuelo.

3.o Tropa de marinos británicos mandada por un oficial a caballo. Como si las señales con el pañuelo tuvieran un poder mágico, las tropas inglesas se precipitan a salvar a sus compatriotas atacados.

4.o Fachada de la casa del pastor. Continuación de la escena segunda, pero con irrupción de los marinos en el preciso momento en que los bóxers raptaban a la hija del pastor, que es rescatada por el apuesto oficial de Su Majestad. Los bóxers son reducidos y hechos prisioneros.

Esta alternancia dramática de escenarios, mostrando primero a las víctimas y luego a las tropas salvadoras, supone un progreso narrativo específicamente cinematográfico que ni Méliès ni los americanos habían conseguido, pero que pronto será patrimonio universal de todo el cine de aventuras y de los westerns que van a nacer muy pronto en suelo americano.

Este montaje intencional de escenas aleja la balbuceante narrativa cinematográfica de la vía teatral de Méliès, a pesar de que Williamson todavía no ha aprendido a cambiar el punto de vista de la cámara en el interior de un mismo cuadro o escena. Eso sí supo hacerlo Smith, en cambio, aunque no por razones dramáticas, pues los primeros planos que intercala en sus películas tienen por misión ampliar detalles demasiado pequeños de la acción, que escaparían al ojo del espectador, u obedecen a un simple trucaje óptico en películas en las que aparecen telescopios o lupas de aumento, recurso que utilizó por vez primera en Grandma’s Reading Glass (La lupa de la abuela, 1900). La indiscutible importancia de George Albert Smith va ligada a su temprano uso de los trucajes y del primer plano. La ampliación de tamaños mediante el primer plano responde en Smith a una exigencia funcional, de ampliación óptica, pero no es un elemento de expresividad dramática, aunque lo haya empleado ya desde 1898, en su serie Humorous Facial Expressions. En 1902 Smith inventó el Kinemacolor, primer sistema de cine cromático.

El uso del primer plano, también como trucaje, es utilizado al final de un audaz travelling subjetivo por Williamson en A Big Swallow (1901): un caballero, molesto porque un fotógrafo ambulante le está retratando, se aproxima a él con la boca abierta (hasta conseguir un primer plano de la boca abierta) y devora al fotógrafo y a su cámara. Luego se aleja satisfecho, masticando.

También se debe a Williamson la introducción de un elemento característico del cine de acción: la persecución. Ésta aparece por vez primera en Stop Thief! (1901), que muestra la caza del ratero en tres planos gracias a la ubicuidad de la cámara. Recordemos que Méliès, para resolver una escena de persecución, hacía que los personajes diesen vueltas, uno detrás de otro, sobre el escenario y los fotografiaba con la cámara inmóvil. Esta torpe solución teatral fue ampliamente superada por los pioneros de Brighton, que hicieron justamente famosas las «persecuciones» del cine inglés y que culminaron en The Life of Charles Peace (1903), en donde Frank Mottershaw reconstruyó las fechorías auténticas de este bandido y su posterior ajusticiamiento. Alfred Collins, especialista en persecuciones cómicas, utilizó en Marriage by Motor (1903) el travelling de dos coches que se persiguen y alternó sus puntos de vista respectivos (plano y contraplano).

Y es que el dinamismo de los temas abordados fuerza de un modo natural la invención de una nueva sintaxis, que aleja progresivamente al cine del sendero teatral de Méliès para acercarlo cada vez más al realismo cinematográfico que culminará en Griffith. La movilidad de la cámara y la aparición de un rudimentario montaje en estas cintas inglesas preludia el nacimiento, no lejano, de una auténtica narrativa cinematográfica.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 134; Мы поможем в написании вашей работы!

Поделиться с друзьями:






Мы поможем в написании ваших работ!