PROVECHOSO ASALTO Y ROBO DE UN TREN



En estos años borrascosos en los que las artimañas y zancadillas estaban a la orden del día, las leyes del copyright eran impotentes para preservar los derechos de los autores cinematográficos. Ya vimos cómo Edison no sintió ningún escrúpulo en obtener contratipos de las películas europeas; se justificaba afirmando que era él quien había inventado la fotografía animada. Y nadie se atrevía a chistar. Pero al abrir Méliès su sucursal americana y a medida que la vigilancia legal se fue haciendo más estrecha, Edison abandonó aquel tosco procedimiento de piratería y acudió a otro más seguro: el plagio de las cintas europeas.

El lugarteniente de Edison en estas tareas de bucanero intelectual fue Edwin S. Porter, un marinero escocés con un pasado nada plácido, que llegó a convertirse en operador y luego en jefe de su estudio de 1902 a 1910. Joven aplicado, Porter proyectó en su laboratorio una y otra vez las cintas de Méliès y las estudió detenidamente. El historiador americano Lewis Jacobs nos informa que Porter quedó «impresionado por su longitud y factura» y decidió que él también podía realizar películas que narrasen un argumento o historia, a través de la adición de escenas «artificialmente compuestas».

Era mérito de los pioneros europeos el haber inventado el cine narrativo: Méliès aportó la puesta en escena, los ingleses el descubrimiento del montaje como elemento narrativo y Zecca perfeccionó la estructura del relato. Porter heredó estos hallazgos europeos y realizó con ellos algunos films sorprendentes. En 1902 rodó Salvamento en un incendio (Life of an American Fireman). Para confeccionarla Porter recurrió a escenas documentales auténticas de trabajos del cuerpo de bomberos, tomadas en varias ciudades americanas, e introdujo un tema de ficción: una madre y su hijo en su hogar, rodeados por las llamas. Con estos materiales diversos Porter construyó una narración a la que, durante muchos años, se ha considerado matriz inaugural del montaje alternado de dos acciones paralelas (las víctimas de las llamas y los bomberos salvadores). Pero hoy sabemos que la versión original no era así y que tal alternancia fue obra de un remontaje posterior, que tenía su semilla en los films de Brighton. Y también Porter ha aprendido de ellos el uso del primer plano, que utiliza para mostrar una mano que acciona un avisador de incendios. Es, ciertamente, un primer plano funcional pero nos advierte que falta ya muy poco para que se descubra en este recurso técnico un poderoso elemento dramático, específicamente cinematográfico.

No hay duda de que con Porter estamos asistiendo a la consolidación de una técnica narrativa, base del cine de acción, que se desarrolla en todo su esplendor en una cinta de 234 metros con la que Porter introduce en el cine —y esto no es baladí— el riquísimo temario del Far-West. Este primer western de la historia del cine se titula Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery) y fue rodado por Porter en el otoño de 1903, utilizando como principales intérpretes a George Barnes, como jefe de los forajidos, y a Gilbert M. Anderson, que se hará más tarde famoso como protagonista de la serie de Broncho Billy. La narración de este paleowestern se desarrolla a través de las siguientes escenas:

1.o Interior de la oficina de telégrafos en una estación. Dos bandidos enmascarados obligan al telegrafista a transmitir una orden que obligue al maquinista de un tren que se aproxima a detenerse en la estación para proveerse de agua. Por la ventana de la oficina se ve el tren que se detiene. Los forajidos atan y amordazan al telegrafista.

2.o Depósito de agua en la estación. Los bandidos, que estaban escondidos detrás del depósito, saltan al tren, entre el ténder y el coche-correo.

3.o Interior del coche-correo. Se entabla un combate entre el funcionario de correos y los bandidos, consiguiendo éstos abrir la caja fuerte con dinamita y apoderarse de los valores. En esta escena el paisaje se desliza tras la ventanilla del vagón, efecto obtenido mediante el trucaje ya explicado de Un idylle sous un tunnel.

4.o El ténder y la plataforma de mando de la locomotora. El maquinista y el fogonero luchan con los bandidos, aunque éstos finalmente les obligan a detener el tren.

5.o Junto al tren que se para. El maquinista, amenazado por los revólveres de los bandidos, desciende de la locomotora.

6.o Exterior del tren. Los bandidos obligan a los pasajeros a apearse, los desvalijan y asesinan a uno que intentaba escapar. Consumado el robo, aterrorizan a los pasajeros disparando al aire sus armas.

7.o Los bandidos suben a la locomotora con su botín, obligan al maquinista a ponerla en marcha y desaparecen en la lejanía.

8.o La locomotora se detiene. Los bandidos descienden y se alejan rápidamente.

9.o Un valle con árboles. Los forajidos cruzan un arroyo. Después, una panorámica descubre a los caballos que les aguardan; los cabalgan y parten al galope.

10.o Interior de la oficina de telégrafos. La hija del telegrafista libera a éste de las ligaduras.

11.o Sala de baile típica del Far-West. En la animada sala irrumpe el telegrafista, que da la alarma. Los hombres toman sus rifles y salen precipitadamente.

12.o Colina con árboles. Los ladrones, a caballo, son perseguidos y se inicia un tiroteo.

13.o Paisaje con árboles. Los bandidos son acorralados y tras una lucha desesperada caen prisioneros.

14.o Primer plano del actor George Barnes, jefe de los malhechores, que apunta y dispara su revólver hacia el público.

Asalto y robo de un tren (1903) de Edwin S. Porter.

 

El catálogo de Edison especificaba que el primer plano final de Barnes podía colocarse indistintamente al principio o al final de la cinta. Sugerencia inútil, porque siempre se colocó al final, causando en el público un impacto sólo comparable al que unos años antes causara la inocente locomotora de Lumière arrojándose sobre los espectadores. ¿Sorprendente? No; es de pura lógica el estallido emocional que producía en la sala el primer plano del bigotudo malhechor, habida cuenta de la mentalidad precinematográfica de nuestros mayores y de la capacidad dramática del encuadre, rectángulo mágico rodeado de tinieblas, aislado, que potencia todo cuanto sucede en su interior. Sin saberlo, Porter está ofreciendo a su público un nuevo universo de relaciones, relaciones físicas y psicológicas: distancias que se acortan, tamaños que aumentan, emociones que se potencian… Todo esto, inédito hasta ahora, es el cine, cuyo embrión está naciendo en el seno de un género que, para muchos, será un género menor: el western.

En esta película antológica muchas escenas están interpretadas todavía «de frente», como en el teatro, pero algunas de ellas (la persecución, el combate en el bosque, el robo de los viajeros) se desarrollan «en profundidad», interviniendo el alejamiento o acercamiento relativo de los personajes a la cámara.

La película se anunció como «la obra cumbre del arte cinematográfico» y, por una vez, la publicidad no exageraba; era, por lo menos, la primera película importante con argumento de ficción (story picture) del cine americano. Tan grande fue su éxito que desencadenó la consabida avalancha de imitaciones, como The Bold Bank Robbery (1904) de Sigmund Lubin, y el propio Porter trató de repetir su éxito con The Great Bank Robbery (1904) y The Little Train Robbery (1905).

Porter era un hombre fecundo. Llevó a la pantalla la famosa novela de Harriet Beecher Stowe La cabaña del tío Tom (Uncle’s Tom Cabin, 1903), con una longitud extraordinaria para la época, pues medía casi cuatrocientos metros, más que ninguna otra cinta americana hasta entonces. Esta obra, que contaba con catorce escenas y un prólogo, estaba realizada de acuerdo con el estilo teatral de Méliès. Pero ése no es el camino natural de Porter, que dotado de un vivo sentido realista se desenvuelve mejor en sus dramas sociales, que al igual que las obras de Zecca se inspiran en una tradición británica, la del melodrama social victoriano. En The Ex-Convict (1906) contrasta, mediante el montaje, el miserable hogar del ex presidiario con la opulencia del rico industrial que rehúsa darle un empleo; en The Kleptomaniac (1906) también utiliza el montaje alterno para mostrar el diferente rigor con que la ley trata a una cleptómana rica, que es absuelta, y a una pobre mujer que por hambre roba un panecillo. Si al referirse a Zecca resultaba abusivo evocar el nombre de Zola, tampoco es justo referirse a los apóstoles del socialismo al examinar estos melodramas sociales que buscaban por el camino más corto los centros sensibles del gran público, utilizando métodos técnicos que, como el montaje de situaciones contrastadas, retomará Griffith, depurándolos, y de ahí pasarán a ser patrimonio del cine revolucionario ruso.

La importancia de la obra de Porter —que algún historiador ha denominado «el Zecca americano»— es tan grande que ha eclipsado, no muy justamente, las aportaciones de las otras productoras americanas: la Vitagraph y la Biograph. Wallace Mac Cutcheon (apodado Old Man), factótum de la Biograph, realizaba o supervisaba la abundante y variada producción que salía de sus estudios neoyorquinos, plagiando a Méliès (con temas fantásticos), a los británicos, a Zecca o Porter (con películas de persecuciones y typical westerns), mientras Stuart Blackton seguía al frente de los destinos de la Vitagraph, haciendo construir unos nuevos estudios en Brooklyn e iniciando en 1907 un plan de producción de seis películas al mes, que al año siguiente se elevó a cuatro a la semana. No hay que olvidar que estas cintas alcanzaban raramente los 300 metros, pero a pesar de ello su producción exigía una eficiente organización industrial que estos pioneros americanos supieron crear.

En 1908 la Vitagraph era la productora más activa de América y, también, la más interesante, pues en esta fecha inició la producción de las llamadas Escenas de la vida real (Scenes of True Life), que además de suponer un acercamiento realista a temas, ambientes y personajes cotidianos de la vida americana, introdujo una auténtica revolución técnica, que impresionó profundamente a los realizadores europeos.

En aquella época los directores americanos respetaban en sus películas ciertas normas técnicas convencionales, que venían a formar un código de estética cinematográfica y cuyos preceptos han llegado hasta nosotros:

«1.o Cada escena debe empezar con una entrada y terminar con una salida.

2.o Los actores deben presentar el rostro a la cámara y moverse horizontalmente, salvo cuando el movimiento es rápido, como en una persecución, o prolongado, como en una pelea; en estos casos, la acción se efectúa diagonalmente respecto a la cámara, para facilitar a los actores mayor espacio.

3.o Las acciones que se desarrollan en último término deben ser lentas y muy exageradas, para que el público pueda percibirlas bien».

Ya vimos cómo Smith en Inglaterra, Zecca en Francia y Porter en América se habían atrevido, ocasionalmente, a intercalar un primer plano en una escena mostrada en plano general. Pues bien, los técnicos de la Vitagraph rompieron con el artificio teatral y comenzaron a emplear sistemáticamente este recurso que permitía valorizar la fisonomía del actor en detrimento del ambiente y decorado, pero que tuvo además la consecuencia de popularizar sus rostros, lo que a la larga habrá de tener consecuencias fabulosas para la industria del cine. Con genial intuición, los hombres de la Vitagraph hicieron uso de planos próximos y los franceses comenzaron a denominar plano americano al que mostraba a «los personajes sin piernas», según escribía Victorin Jasset. La aproximación de la cámara a los personajes estuvo acompañada, por ley de necesidad, de una interpretación más sobria y realista de los actores. Estas innovaciones técnicas y temáticas, mutuamente condicionadas, influyeron en realizadores franceses, como Louis Feuillade, que se rindieron ante la superioridad de este cine hecho por autodidactas e incultos aventureros del otro lado del océano.

Desde el punto de vista creador, el cine americano estaba alcanzando una madurez que anunciaba la próxima aparición de Griffith. Desde el punto de vista industrial, y a pesar de los avatares de la guerra de patentes, el cine americano estaba sólidamente asentado sobre tres pilares —Edison, Vitagraph y Biograph— que trataban de perturbar al máximo la existencia de otros modestos productores. La exhibición de películas cinematográficas tenía lugar en barracas de feria, music halls, o Penny Arcades (locales de atracciones, con juegos eléctricos y mecánicos) de las grandes ciudades, hasta que a Jesse L. Lasky, fracasado buscador de oro en las heladas aguas del Yukón, se le ocurrió sustituir la fórmula de venta de las copias a los exhibidores por su alquiler. Esto permitió el nacimiento de la exhibición cinematográfica autónoma, liberada de la servidumbre del music hall. En manos de emigrantes judíos floreció rápidamente el nuevo negocio, explotado a partir de 1901 en unos locales especializados, bautizados pronto con el nombre de Nickel-Odeons, porque su entrada valía invariablemente un níquel, es decir cinco centavos. Curiosa personalidad la de estos empresarios hebreos, como Adolph Zukor, Carl Laemmle, William Fox y Marcus Loew, con biografías turbulentas y zigzagueantes todos ellos, pioneros de la industria del cine que no tardarán en enfrentarse con el colosal trust de Edison y llegarán a convertirse más tarde en máximos gerifaltes de la poderosa industria de Hollywood.

EL «FILM D’ART»

Si el cine americano poseía el más vasto mercado de exhibición del mundo, con cerca de diez mil salas, Francia seguía siendo el país con mayor volumen de producción. El cine francés ya era una industria, y como toda industria iba a conocer sus momentos de prosperidad y de crisis. La primera crisis apareció súbitamente en 1907, como una crisis de crecimiento cuyo diagnóstico no era difícil: el público se estaba cansando de aquel juguete óptico que ofrecía siempre los mismos asuntos, idénticos melodramas o payasadas, incapaz de una evolución madura, de un progreso dramático.

Al igual que las salidas de fábricas y llegadas de trenes se repitieron hasta la saciedad en los primeros cinco años de vida del cine, ahora se estaba asistiendo a idéntica cristalización de temas, consagrados por un éxito inicial. Nada más ilustrativo que cotejar los catálogos de las casas de producción de la época, para darse cuenta de la falta de imaginación, puerilidad y vulgaridad de los asuntos ofrecidos. Y no podía ser de otra manera; el cine era mediocre porque sus guionistas también lo eran. Escritores fracasados, oscuros periodistas o actores retirados escribían, por retribuciones ínfimas, los argumentos de las películas. Y los productores tampoco exigían más, porque seguían la ley de la inercia de los primeros éxitos, sin darse cuenta de que ello les abocaba a un callejón sin salida.

Diversión plebeya, como la máquina tragaperras, el tiovivo o la casa encantada, el cinematógrafo era despreciado por los intelectuales. Su público no era el que frecuentaba los teatros, museos o salas de conciertos. Para estas gentes era válido el juicio que no tardaría en emitir Georges Duhamel, que verá en el cine un «placer de ilotas, pasatiempo para criaturas miserables, chorro de imágenes, confort de las posaderas, cloaca que arrastra, como si fuesen mondaduras, los vestigios de los sueños más bellos».

Para salvar aquella difícil situación, los hermanos Lafitte, banqueros franceses, fundaron en 1908 la sociedad productora Film d’Art, poniendo a su cabeza a dos prohombres del teatro francés: Charles Le Bargy y André Calmette. Pensaron los Lafitte que si el cine atravesaba una crisis de argumentos, ésta podía salvarse recurriendo a los grandes temas del teatro clásico o haciendo que los escritores famosos creasen argumentos para el cine. Al mismo tiempo utilizarían a los grandes actores de la Comédie Française para prestigiar y enaltecer aquel espectáculo populachero.

El cine ya había echado mano ocasionalmente de los temas literarios o históricos, cuya popularidad o renombre facilitaban su difusión. Pero aunque Méliès haya evocado en imágenes el Fausto de Goethe y el pionero italiano Ambrosio haya llevado a la pantalla Los últimos días de Pompeya (Gli ultimi giorni di Pompei, 1907), ni éstos ni las encarnaciones de Juana de Arco, Barba Azul, Aladino, Gulliver, Don Quijote o la Dama de las camelias que el cine ha producido hasta esta fecha constituyen una política de producción organizada y consciente ni persiguen como objetivo elevar el nivel artístico del cine, incorporando a actores, escenógrafos y directores de reconocido prestigio en los medios culturales.

La sociedad Film d’Art —presuntuoso nombre— se proponía poner punto final al anonimato artístico propio del cine primitivo y, aunque vistiese su proyecto con un ropaje de alto vuelo intelectual, no hacía otra cosa que introducir en el cine la noción de estrella, como polo atractivo de públicos, que va a dar no poco juego a todo el cine futuro. El proyecto de los Lafitte permitiría difundir por doquier, en adelante, la actuación de unos actores famosos que sólo podían ser admirados hasta entonces, a un precio relativamente alto y socialmente discriminatorio, en los mejores escenarios de París. Así parecía cumplirse la profecía de Frantz Dussaud, que, inventor de un fonógrafo para sordos y un cinematógrafo para ciegos, había afirmado: «El cine es el teatro de mañana». Pero no olvidemos que los Laffitte eran banqueros y no filántropos, como tampoco lo era Pathé y que no obstante fundó también la cultísima Société Cinématographique des Auteurs et Gens de Lettres (SCAGL), en donde, entre argumentos de Molière y Victor Hugo, nos encontramos con un viejo conocido, el proteico Ferdinand Zecca, que fabrica muy seriamente sus «obras de arte» sobre celuloide, siguiendo las consignas del momento.

Quienes, como Gustave Babin, se lamentaban de que el cine «no ha encontrado todavía su Shakespeare ni su Molière» podían ahora respirar tranquilos. Las más ilustres plumas de la época, bien retribuidas, comenzaron a inclinarse ante el cine. Los Lafitte encargaron argumentos a Anatole France, Victorien Sardou, Edmond Rostand y Jules Lemaître, entre otros. Todo el mundo participó en este furor cultural, hasta Sarah Bernhardt, a pesar de que la divina Sarah despreciaba el cine («esas ridículas pantomimas fotografiadas», decía) pero se rendía, como cualquier mortal, ante los 1.800 francos por sesión más un canon por metro de película.

Nada bueno podía salir de este desenfreno literario en el que todo el mundo trataba de dignificar al cine y redimirlo de sus antiguos pecados plebeyos y juglarescos. Pero, en fin, el 17 de noviembre de 1908, a bombo y platillos, se presentó en la sala Charras, de París, el primer programa de la sociedad Film d’Art, cuyo plato fuerte era El asesinato del duque de Guisa (L’assassinat du Duc de Guise, 1908), escrita por el académico Henry Lavedan e interpretada por ilustres actores de la Comédie Française. Estreno de campanillas, con el tout Paris en traje de gala y una expectación subida. Y en la pantalla de la sala Charras el cine se transfigura, como por efecto de magia, en arte respetable y públicamente reconocido. Su título de nobleza lo adquiere con una conjuración palaciega de 1588, entre muebles y tapices de guardarropía, jubones, pelucas, barbas postizas y profusión de puñaladas. Y al final del melodrama un título lapidario: UNOS MESES DESPUÉS ENRIQUE III DEBÍA CAER A SU VEZ BAJO EL PUÑAL DEL MONJE FANÁTICO JACQUES CLÉMENT.

Definitivo. La gente puesta en pie aplaude, como si estuviera en el teatro. Vítores. La película ha causado sensación: el cine ya es un arte. Vanidad de vanidades, los cultos académicos acaban de infligir un gravísimo daño a la causa del cine; han retrocedido a los tiempos del cine-teatro de Méliès, con la cámara inmóvil en la platea, pero despreciando lo esencial de su legado: la desbordante catarata de su fantasía. Pero la pedantería puede más que la razón y el «teatro fotografiado» se impone, con temas de Homero, Dickens, Shakespeare, la Biblia, Sófocles, Goethe, Zola, Daudet y Molière. Aparecen nuevas sociedades productoras como Le Film Esthétique, de Gaumont, o la Association Cinématographique des Auteurs Dramatiques, de Éclair… Todo el mundo rivaliza en la tarea de dignificar el cine con sus versos alejandrinos, barbas postizas, túnicas y gesticulación desbordada. ¿Será posible? Apenas el cine ha aprendido a narrar, a balbucear una historia sencilla y ya se pretende de él que exponga los conflictos de la tragedia griega o la complejidad de los dramas shakespearianos. Ante una cámara sorda y paralítica los actores recitan su texto literario —¿habrase visto absurdo mayor?— y para traspasar su sordera apoyan su expresividad en el gesto, que resulta enfático y declamatorio.

Los incultos norteamericanos, que no saben quién es Homero y que les importa un bledo la Academia Francesa, están haciendo progresar mientras tanto el cine con pasos de gigante, descubriendo los nuevos temas del Far-West y la vitalidad de las anchas praderas. Las cintas de Porter son oxígeno puro al lado de las anquilosadas y ridículas piezas de museo que producen los sesudos varones de Francia. En América el cine está forjando su nuevo lenguaje, con el empleo de las acciones paralelas, el uso del primer plano y la utilización de escenarios naturales. En Francia la cámara se encierra en los más convencionales decorados de estudio, renuncia a sus posibilidades creadoras e inicia lo que más tarde se llamará star-system, esto es, la utilización del prestigio de la vedette o estrella (sea intérprete o autor) como gancho para el público, que desde luego ayudará a salvar el bache que atraviesa el cine francés. Aunque influyen también otros factores, como el Congreso de Fabricantes de Películas de 1909, en el que se decide sustituir la venta de películas por su alquiler, que beneficia tanto a productores como a exhibidores, al tiempo que cancela el pasado aventurero de las barracas de feria y otorga cierta seriedad al nuevo comercio. El cine, pese a la torpeza de tantos profesionales de la cultura, acabará por adquirir sus títulos de nobleza. A pesar del pedante film d’art que se propaga, entre aplausos, por Europa, suscitando imitaciones en Dinamarca e Italia y llega hasta América, en donde Zukor, que ha importado la imagen augusta de Sarah Bernhardt, fundará la empresa Actores Famosos en Obras Famosas (Famous Players in Famous Plays). Su nombre no puede ser más significativo.

Verdaderamente, el itinerario recorrido hasta ahora por la locomotora de Lumière ha sido intenso y vertiginoso. Se ha pasado de las simples escenas documentales rodadas de un tirón, en un solo plano, a las películas que narran argumentos relativamente complejos, con variedad de escenas. No hablemos ya de los relatos del teatro clásico, que eso es harina de otro costal, sino de las cintas de Méliès, de Brighton, de Zecca, de Porter o de la Vitagraph. El cine ha aprendido a narrar y, además, de la barraca de feria ha pasado a estabilizarse en el Nickel-Odeon; de la artesanía de Méliès ha pasado a la industria altamente organizada de Pathé o de Edison, con sus luchas encarnizadas por el control del que será el «arte de masas» por excelencia e instrumento capital de presión sobre la opinión pública. En verdad que el cine, a pesar de obstáculos como el calamitoso incendio del Bazar de la Caridad, ha dado un salto gigantesco en pocos años. Pocos años que han bastado para ofrecer en abanico un preludio de temas casi exhaustivo de los grandes argumentos que mueven al hombre desde sus orígenes: la política, el sexo, la religión, las injusticias sociales… ¡Quién podía predecir que la persistencia retiniana nos llevaría tan lejos! En sus pocos años de vida el cine ofrece ya un retablo de maravillas en el que se codean, en familiar vecindad, Eurípides, Zola, Juana de Arco, experimentos de magia, Dante, bailarinas orientales, Shakespeare, mujeres voladoras, asaltos de trenes, falsos documentales, modelos desnudándose, Edipo, Tosca, Guillermo Tell, atentados políticos, catástrofes marítimas, la Pasión de Cristo… ¿Ha ofrecido algún arte tanto y tan variado en sus doce primeros años de vida?

 


FORMACIÓN DE UN ARTE

 

1908-1918

 

 

DE BALZAC A NICK CARTER

El año 1908 queda ya muy lejos de nosotros. Es el año en que la comidilla de todos los corros la constituye la boda de la bailarina española Mariquita Delgado con el fabuloso rajá de Kapurthala. Los malintencionados inventan chistes sobre el acontecimiento y la noticia llega casi a eclipsar, en los periódicos, al asesinato del rey de Portugal, que acontece por aquellas fechas. También el cine de 1908 está muy lejos de nosotros. Las películas se ruedan en un día, en el interior de unos extraños hangares de vidrio (el uso de la iluminación eléctrica constituye todavía una excepción), y los operadores, con su gorra de visera, le dan a la manivela silbando una marcha militar para conservar, gracias a su ritmo, la cadencia de 16 imágenes por segundo.

La proyección de películas, molesta por el centelleo de las imágenes, va a progresar notablemente a partir de 1908, gracias a las mejoras introducidas en las máquinas perforadoras de película y en los obturadores de proyección. Y al eliminarse las causas de fatiga de la proyección, la práctica de los entreactos frecuentes deja de ser necesaria y la longitud de las películas aumenta, naciendo la distinción entre largometraje y cortometraje. El hijo pródigo (L’enfant prodigue, 1907), de Michel Carré, alcanza ya los 1.600 metros. Y para albergar estos programas que podían rebasar las dos horas hubo que construir salas cómodas y bien equipadas, como esos primeros Palaces que edifican Pathé y Gaumont y en cuya decoración y estructura se percibe el complejo de inferioridad que el cine arrastra, todavía, frente al noble espectáculo teatral.

El cine francés, que pronto languidecerá en el paréntesis de la Primera Guerra Mundial, ha escrito con Lumière y Méliès las primeras páginas brillantes de un arte en gestación. Con Pathé y Gaumont hemos asistido a la formación de una industria y al fenómeno de la multiplicación de los géneros, fruto de una eficiente organización creadora. La producción de Pathé y de Gaumont abarca todos los géneros: el film esthétique, las películas bíblicas, los dramas mundanos, los dramas «realistas» y «sociales», las escenas «reservadas para caballeros», las adaptaciones literarias… Para producir estas mercancías de celuloide, una legión de técnicos y artistas asalariados trabajaban contrarreloj con sueldo fijo y enmarcados en una rígida organización productiva, que no perseguía más fin que una alta rentabilidad de sus productos (cuyo costo total no superaba los diez francos por metro). Zecca capitaneaba a un nutrido equipo en la casa Pathé, pero los mejores hombres del cine francés habían ido a parar a la Gaumont, que en 1912 llegó a superar ampliamente a su rival gracias al esfuerzo de Louis Feuillade.

Louis Feuillade fue para Gaumont lo que Zecca para Pathé. Hijo de un vinatero, Feuillade cultivó el periodismo, desde las páginas de La Croix hasta las de Toréro, en donde defendió a capa y espada sus aficiones tauromáquicas y sus convicciones monárquicas y conservadoras. En 1905 inició su carrera como guionista de Gaumont y al año siguiente, al abandonar Alice Guy la dirección artística de la empresa, fue contratado por Gaumont como su sustituto. Los retratos de Feuillade nos muestran a un individuo mostachudo, con aire de empleado de despacho, protegiéndose de su fuerte miopía con unos quevedos y con la calva cubierta por un sombrero hongo. Hombre cultivado, Feuillade no faltó a la cita del film d’art, aunque su temperamento realista le llevaba de un modo natural hacia otros temas y otros estilos. En 1911 inicia su reacción contra aquel pomposo (y relativamente caro) cine de cartón-piedra con una serie de películas inspiradas en las Escenas de la vida real de la Vitagraph y que se presentan bajo el genérico común de La vida tal como es (La vie telle qu’elle est). El verismo puesto en circulación por la literatura naturalista y por el Teatro Libre (1887) de André Antoine había llegado a influir, siquiera en sus aspectos más epidérmicos, en Ferdinand Zecca. Feuillade, más culto y sensible que el director corso, asumió de buen grado estas influencias y las de la serie de Vitagraph en su relato de lacras sociales, cuyos títulos son elocuentes: Las víboras (Les vipères, 1911), sobre la maledicencia, La tara (La tare, 1911), sobre la hipocresía, La media de lana (Le bas de laine, 1911), sobre la avaricia… Plena de resonancias folletinescas, la serie La vida tal como es avanzó a través de un temario social de una densidad inusitada: el drama del alcoholismo, la crueldad de las minas, el poder del dinero…, aunque siempre, claro está, con la óptica conservadora y biempensante propia de las novelas por entregas. Esta perspectiva será superada por algunos films interesantes de André Antoine, como Travail (1919), que incorporaron con mayor rigor ideológico al cine algunas técnicas del naturalismo literario: decorados naturales, actores no profesionales, etc.

En el plano técnico el avance ha sido importante. Los decorados, que no son ya los palacios o templos de cartón del film d’art, resultan realistas y convincentes; también la interpretación de los actores se torna más sobria y naturalista, acorde con los ambientes y los temas. La luz artificial comienza a utilizarse con valentía para crear efectos. Con el fin de economizar tiempo de rodaje, pero con absoluta falta de visión comercial, Pathé había prohibido a sus técnicos el empleo de primeros planos y de planos americanos (que llamaba despectivamente culs-de-jatte, esto es, «lisiados»). El primer plano aparece con cierta frecuencia, en cambio, en la producción de Gaumont. Este recurso expresivo, que llegará a convertirse en uno de los pilares dramáticos del cine mudo, merece ya la atención de los técnicos. En 1912 el ingeniero Léopold Löbel aconsejaba: «Si para apreciar mejor ciertos detalles es necesario mostrarlos de cerca, se interrumpe la toma de vistas cuando se ha mostrado el asunto completo y se opera una aproximación, para tomar únicamente a gran escala la parte que debe mostrarse especialmente. Esto se llama, en cinematografía, hacer primeros planos. Puede afirmarse que las proyecciones han ganado mucho interés desde que se ha empezado a hacer primeros planos. Esta interrupción necesaria para tomar un detalle a gran escala causa cierta desazón en el espectador. Vale más, siempre que pueda hacerse, aproximar o bien el actor a la cámara o bien la cámara, instalada sobre una plataforma con ruedas, al actor».

En 1907 la casa Zeiss lanzó los objetivos Tessar de abertura f/3,5. Como es sabido, la profundidad de foco de un objetivo es inversamente proporcional a la distancia focal y a la abertura del diafragma. Como las emulsiones ortocromáticas que se utilizaban tenían una sensibilidad relativamente alta, la profundidad de foco obtenida en aquellas películas era notable. Los intérpretes evolucionaban libremente en el decorado y la profundidad de foco de los objetivos permitía que se acercasen y se alejasen de la cámara, moviéndose en profundidad y no en un plano horizontal, como en el teatro.

La serie La vida tal como es y sus derivadas (Estudios de la vida de provincias, Batallas del dinero, Escenas de la vida cruel), que mostraban con acento folletinesco ciertos aspectos de la realidad social, no tuvieron una gran aceptación popular. Por eso Gaumont decidió cambiar de táctica y orientó su producción hacia una modalidad narrativa vieja como Homero y Scherezade y de bien probada eficacia: el serial.

Alejandro Dumas había demostrado las excelencias comerciales de la novela de folletín, que interrumpía la acción al final de cada entrega, en un momento dramático culminante. Esta técnica de origen teatral (recuérdese el «efecto» de final de acto) despertaba la curiosidad del público, que esperaba sobre ascuas la aparición del episodio siguiente. Aplicado al cine, esto iba a traducirse lógicamente en una alza de frecuentación, creando la habitualidad —lo que los americanos llaman theatre-going habit— en el público.

Victorin Jasset había creado ya en 1908 —el mismo año en que nace el film d’art— una serie de episodios en torno al popular personaje Nick Carter. Las andanzas de este héroe resultaban familiares al público consumidor de los fascículos que divulgaban semanalmente, ayer como hoy, sus andanzas o las de Buffalo Bill, Nat Pinkerton o el pirata Morgan. Por eso Gaumont orientó su producción hacia este sendero, a pesar de que en 1911 había anunciado muy seriamente que deseaba alejar al cine francés de la influencia de Rocambole para encaminarlo hacia metas más dignas. Pero Rocambole era, al fin y al cabo, más rentable que los retablos sociales vagamente inspirados en Zola o Balzac, y Feuillade, cumpliendo órdenes superiores, sustituyó las explosiones de grisú por las de bombas de relojería y comenzó a crear la serie de Fantomas (1913-1914), protagonizada por René Navarre, según la obra de Marcel Allain y Pierre Souvestre, a la que siguió la de Los vampiros (Les vampires, 1915), con la bella Musidora, encarnación del mal que, enfundada en un ceñido y excitante maillot negro, hacía estremecer a los espectadores. Feuillade también fue el autor del serial sobre el detective justiciero Judex (1916-1917), con traje de terciopelo, sombrero ancho y capa de color negro, y Victorin Jasset creó otro sobre las monstruosas maquinaciones criminales de Zigomar (1911-1913).

Los vampiros (1915) de Louis Feuillade.

 

Estas extravagantes aventuras, tejidas de trampas infernales y persecuciones sin cuento a través de peligros inverosímiles, enfrentando a héroes y villanos de gran categoría, señalan el status nascens de una concepción cinematográfica radicalmente nueva. Y hasta de una concepción de la existencia; concepción deportiva de la vida, del culto al peligro, superado por la rapidez de los reflejos y la fortaleza de los puños. El Aquiles de los nuevos tiempos no empuña una lanza sino una pistola automática y, desafiando el peligro junto a una bella heroína, corretea sobre los tejados o bajo el pavimento de las grandes ciudades. Sus aventuras son un canto al moderno mundo de la mecánica y en ellas desempeñan un papel protagonista los automóviles, dirigibles, hidroaviones, ferrocarriles y máquinas diabólicas. Con su involuntaria poesía surrealista, los seriales que electrizan a las masas constituyen un inapreciable testimonio moral de una época y de una concepción del mundo.

En los Estados Unidos, naturalmente, la moda de los seriales o chapter-plays prende con fuerza, atizada por la rivalidad de los grandes periódicos de Hearst y de McCormick que los patrocinan. Pero será un empleado francés de Pathé, Louis Gasnier, quien creará en América la obra cumbre del género con Las peripecias de Paulina (The Perils of Pauline, 1914) y Los misterios de Nueva York (The Exploits of Elaine, 1914-1915), en treinta y seis emocionantísimos episodios, protagonizadas ambas series por la famosísima Pearl White (Perla Blanca), rutilante estrella de archidinámica silueta, mezcla de trapecista y de amazona, que se ha formado como acróbata en un circo ecuestre y no teme lanzarse de un tren en marcha o balancearse sobre un profundo abismo. Si alguien parecía querer vivir vertiginosamente fue esta muchacha rubia de Springfield, que llegó a convertirse en la primera heroína del cine y, tras protagonizar las más increíbles aventuras en la pantalla, extinguió su vida en el hospital norteamericano de París.

Los seriales consiguieron su objetivo: con su semanal ración de «opio óptico» conquistaron la fidelidad de las masas. Estas desquiciadas aventuras de bajos fondos, que han nacido a la sombra de la ya lejana Historia de un crimen de Zecca, han introducido ciertamente en el cine una involuntaria poesía de los objetos insólitos y de la acción disparatada: aparatos infernales, ferrocarriles dinamitados, paisajes suburbanos, escenarios inéditos e inquietantes y sombras expresivas crean un universo poético y unas obras que Louis Delluc, primer crítico francés, consideraba «abominaciones folletinescas». Sería difícil rebatir el juicio de Delluc, pero sería también injusto negar el progreso técnico que estas obras suponen para el cine francés —por su frescura y agilidad narrativa en primer lugar— en relación con el presuntuoso, teatralizante y retrógrado film d’art.

Los seriales constituyen un género internacional. Mientras Emilio Ghione crea sus rocambolescos episodios en Italia, Alberto Marro dirige Barcelona y sus misterios (1915), en ocho episodios inspirados en el célebre folletín de Antonio Altadill. En Alemania, Albert Neuss y Otto Ripert crean Homúnculus (Homunculus der Führer, 1916), que en seis episodios muestra la historia de un ser artificial creado por un sabio que quiere dominar al mundo. Pertenece, pues, a la nutrida familia de «genios del mal», de la que son miembros, entre otros, Zigomar, Fantomas, el doctor Mabuse y Fu-Manchú.

Homúnculus (1916) de Otto Ripert y Albert Neuss.

 

La boga del serial se extiende de 1908 a 1915 y produce centenares de títulos de muy diverso valor. En los primeros años del sonoro conocerá un efímero renacimiento, para encuadrarse más tarde definitivamente en los programas de televisión, que con ellos vivirá ahora su prehistoria artística, como el cine vivió la suya entre 1908 y 1915.

 ALBA Y OCASO DEL CINE DANÉS

El cine danés tuvo un parto regio. Elfelt, fotógrafo de la Corte, construyó en 1898 una cámara tomavistas para retratar un bello grupo familiar compuesto por sus soberanos, junto a sus parientes el zar de Rusia, el rey de Grecia y la reina de Inglaterra. Jamás se había reunido en un fotograma tan abundante y variada sangre real y, según parece, Sus Altezas quedaron encantadas con aquella experiencia.

Pero aunque el cine danés surgió en un palacio, conoció como los otros cines su desarrollo y crecimiento en las barracas de feria y en las manos más plebeyas del reino. Su pionero fue un tal Ole Olsen, individuo de lo más curioso, que antes había sido acróbata, empresario de circo y director del casino de Malmoe. Después de dedicarse por algún tiempo a la exhibición de películas, en 1906 fundó la productora Nordisk Film Kompagni, con un oso polar sobre un globo terráqueo como emblema, que ha subsistido hasta hace poco. Hombre avezado en las lides circenses, Olsen ideó un debut altamente espectacular para su firma. Compró un león reumático al zoo de Copenhague y en una playa decorada con palmeras artificiales rodó la caza de la bestia, que al final fue despedazada. En un fiordo nórdico transformado en paisaje tropical nació pues el cine danés, armando regular escándalo, pues el ministro de Justicia trató de prohibir la película, al considerar que sus imágenes eran excesivamente crueles.

La breve pero brillante carrera del cine danés transcurriría ligada en adelante al escándalo, pues iban a ser los escándalos los que le abrirían de par en par las fronteras de otras naciones. El primero de ellos fue Trata de blancas (Den hvide Slavehandels sidste Offer, 1910), drama erótico-realista en tres bobinas sobre la innoble corrupción de castas doncellas, que dio mucho que hablar e hizo correr no poca tinta. Este título, como Pecados de la juventud (Samvittighedens Stemmer, 1910) y otros muchos, llamaban a las puertas de la curiosidad sexual de las masas con el que será uno de los principales caballos de batalla de todo el cine futuro. Ni que decir tiene que el posible erotismo de estas películas estaba sabiamente compensado por un final altamente moralizador, como suele ocurrir todavía en las cintas actuales de intención erótica.

No fue pequeña la contribución danesa al capítulo del erotismo cinematográfico. El beso realista fue también un invento —cinematográfico, se entiende— del cine danés. El castísimo ósculo de May Irwin y John C. Rice en la cinta de Edison había armado mucho revuelo; pero ahora aparecerá reducido a sus reales y modestas dimensiones ante las atrevidas muestras osculatorias danesas. Un cronista cinematográfico alemán de la época señalaba así esta evolución: «Los personajes no se contentan ya con besarse rápidamente como antes. Los labios se unen largamente, voluptuosamente, y la mujer, en pleno éxtasis, echa la cabeza hacia atrás». El prestigio de escabrosidad del cine danés fue tan grande, que se dice que los públicos europeos se agolpaban ante las taquillas de los cines para poder contemplar los atrevidos «besos daneses», que no debían ser muy distintos de los que los propios espectadores practicaban en su intimidad. De todos modos, pasarán todavía algunos años antes de que algunas estrellas americanas, y luego europeas, pongan en circulación por las pantallas el beso-ventosa, con la boca abierta, para que los adolescentes de todo el mundo tengan una escuela en que aprender el ritual del amor.

El beso no era, a decir verdad, más que un elemento instrumental de un mundo frívolo que el cine danés creó con profusión de melodramas, en los que se barajaban millonarios, bailarinas, hijos naturales, aristócratas, payasos tristes, adúlteras, oficiales del rey y gitanas, envueltos en complicados problemas sentimentales y familiares y reproducidos siempre y monótonamente en plano general, como en cualquier film d’art francés. Este mundo postizo y fabuloso creado por el cine danés en sus años de apogeo recuerda, por muchas razones, el universo sofisticado que crearán luego las cintas de Hollywood. Claro es que existen diferencias, como la del final feliz, que el cine danés repudiaba, porque el triste fin de los amores imposibles entre un príncipe de sangre azul y una humilde trapecista puede ser tanto o más rentable que el rosado happy end con boda y sonrisas. En estos dramas mundanos y pasionales del cine danés se ha querido ver un involuntario testimonio de la descomposición del viejo mundo de la aristocracia, cuyos desperdicios ha recogido ya, como tema literario, la novelística continental. También de la literatura decadente romántica procede una figura mítica que tomará cuerpo por vez primera en el cine danés: la mujer fatal o vamp.

Hablar de la mujer fatal danesa es hablar de la singularísima Asta Nielsen, actriz teatral que no tardó en consagrarse en el cine con Hacia el abismo (Afgrunden, 1911), dirigida por el escritor Urban Gad, que será más tarde marido de la estrella. En esta cinta la Nielsen interpreta el papel de una honesta muchacha que es seducida por un artista de variedades. Estamos todavía sobre la senda trazada por Trata de blancas, pero asistimos en cambio a la revelación de la gran trágica de ojos negros, de la que dirá Apollinaire: «Es la visión de un bebedor y el sueño de un hombre solitario». Asta Nielsen merecerá los sobrenombres de «Sarah Bernhardt escandinava» y «Duse del Norte» y su rostro expresivo encarnará personajes trágicos con una intensidad sobrecogedora.

Urban Gad continuó dirigiendo a la Nielsen en Sangre gitana (Det hede Blod, 1911), El crítico instante (I det store Sjeblik, 1911), que la censura sueca prohibió, y Sueño negro (Den sorte Drom, 1911), en donde actuó por vez primera junto a Valdemar Psilander, a punto de convertirse en máximo ídolo masculino del público danés.

Asta Nielsen en la versión de Hamlet (1920) de Sven Gade y Heinz Schall.

 

País con una sólida y brillante tradición teatral, con buenos escenógrafos, actores y directores, Dinamarca se convirtió rápidamente en una primera potencia cinematográfica, que encontró su mercado natural en los países centroeuropeos. El público internacional aplaudía las cintas de Urban Gad y Asta Nielsen, que en 1914 abandonaron la Nordisk por la Kinograf y siguieron haciendo películas juntos —entre ellas Sangre andaluza (Spank Elskov), que indignó a la crítica española— mientras Ole Olsen trataba de sustituir en su productora a la insustituible intérprete con otra mujer fatal, Betty Nansen, dirigida en sus primeras películas por August Blom. Al final de la Primera Guerra Mundial, con el cine danés en plena crisis y la paz recobrada, Asta Nielsen irá a Alemania para proseguir allí su carrera de actriz. Entretanto, en las pantallas de Italia ha comenzado a aparecer la variante latina de la mujer fatal, aunque será en Hollywood donde, definitivamente sofisticada, la vampiresa tomará carta de naturaleza para irradiar su pérfido atractivo por todas las pantallas del mundo.

Pero no todo fue folletín, melodrama, frivolidad y mujeres fatales en el primitivo cine danés. Hubo quien investigó soluciones plásticas nuevas, como el director Stellan Rye, que trabajó en Alemania y preludió el nacimiento de la gran escuela expresionista germana. Uno de los aspectos técnicos más notables del primitivo cine danés es, precisamente, su refinamiento plástico y su sabio empleo de la luz artificial. Estas características se encuentran en las obras de los dos creadores máximos del cine danés: Benjamin Christensen y Carl Theodor Dreyer.

Actor, cantante y director, Christensen debutó realizando e interpretando una obra que alcanzó gran éxito popular: El secreto de la X misteriosa (Det hemmelighedsfulde X-et, 1913). Era la historia de un oficial que iba a ser injustamente fusilado como supuesto espía, y que callaba porque una carta que probaría su inocencia deshonraría en cambio a su esposa. Al final las cosas se arreglaban y el público salía muy satisfecho.

Esta obra, por sí sola, no habría dado a Christensen la fama que consiguió merced a una película absolutamente insólita, Häxan, rodada en Suecia entre 1918 y 1921 y en la que él mismo interpreta el papel de diablo. Para realizar este inquietante retablo de la brujería a través de los tiempos, Christensen estudió detenidamente los archivos judiciales de los siglos XVI y XVII. Con este material documental de primera mano ilustró una alucinante exposición visual sobre la brujería y la superstición a través de la historia, con imágenes de pesadilla de tal audacia que no se detiene ante las escenas más crueles o más repulsivas: aquelarres, brujas que besan el trasero de Satán, fláccidos senos de ancianas atenazados por los inquisidores, filtros preparados con corazones de pichón y excrementos de gato, jóvenes brujas que copulan con demonios… Haxan es, en cierto modo, un film fuera de serie, marginal en relación con el grueso de la producción del momento. Y además de ser un documento gráfico único y pavoroso sobre las prácticas de brujería y su bárbara represión —inspirado plásticamente en Brueghel y el Bosco— es un alegato contra la injusticia, la crueldad y la intolerancia de los hombres. En una escena asistimos a un penoso recorrido por un asilo moderno de ancianas, jorobadas, ciegas, neurópatas… Christensen nos advierte: «En la Edad Media se habría considerado a estas desgraciadas posesas por el demonio». En esta advertencia escalofriante se resume el espíritu de esta película que es algo más que un documento arqueológico sobre la superstición: es un toque de atención a la conciencia del hombre, desarrollado a través de imágenes absolutamente inéditas y de un raro refinamiento y audacia técnica en el uso de la luz, el encuadre, los maquillajes y los decorados, resultando un conjunto visual impresionante y convincente, a pesar de su desbordante fantasía. Lástima que el talento de Christensen se malgaste más tarde, en Hollywood, aniquilado en la rutina de las Mistery Comedies que se verá obligado a realizar.

Häxan (1921) de Benjamin Christensen.

 

Esta tentación de lo irracional, del romanticismo negro y de las brumas de lo desconocido, característica de la tradición cultural nórdica, aparece también en Carl Th. Dreyer, educado en el más rígido luteranismo por sus padres adoptivos y que desarrollará en sus películas una problemática de inspiración religiosa. Sus debuts como redactor de rótulos y guionista en la Nordisk carecen de interés. Tampoco sus primeras películas revelan lo que llegará a ser su obra futura. En 1919 dirige Praesidenten, al que sigue Blade af Satans Bog [Páginas del libro de Satanás] (1920), retablo de cuatro episodios históricos, inspirado en Intolerancia de Griffith, que muestra las diabólicas artes desplegadas por Satanás (bajo la apariencia de fariseo, Gran Inquisidor, jacobino y monje ruso, respectivamente) para sembrar el mal en el mundo. Aunque aquí aparece por vez primera el que será uno de los problemas medulares de toda la obra de Dreyer —la presencia del Mal en un mundo creado por la bondad de Dios—, esta ingenua historia mefistofélica no tiene la frescura de su siguiente Prastankan (1920), que Dreyer realiza en Noruega por cuenta de una productora sueca, satirizando la antigua costumbre escandinava según la cual la viuda de un pastor protestante fallecido debía contraer matrimonio con el pastor que le sucediera. Como se ve, en el balance de los primeros años de la obra de Dreyer no puede señalarse mucho, aparte de su excepcional sentido figurativo y la óptima calidad de la fotografía, que en su composición y calidades luminosas revela la inspiración de grandes modelos pictóricos. Cuando el cine danés naufrague durante la Primera Guerra Mundial, para no volver a recuperarse jamás, Dreyer quedará como figura solitaria realizando, en su patria o fuera de ella, unas películas extraordinariamente personales que son, a la vez, reflejo de las inquietudes místicas que laten soterradas en el complejo acervo cultural nórdico.

 LOS EFÍMEROS FASTOS DE ITALIA

Los manuales escolares de historia explican que la opulencia, la molicie y el lujo fueron factores decisivos en la caída espectacular del antiguo Imperio romano. Aunque la explicación es simplista y harto discutible, viene como anillo al dedo para resumir la prodigiosa ascensión y pronta decadencia del primitivo cine italiano, nutrido con la absorción de competentes técnicos extranjeros (Gaston Velle, A. Wanzel, Chomón, etc.).

El cine italiano nació, como los demás, con un modesto Arrivo del treno nella stazione di Milano (1896), de Italo Pacchioni. Pero la tentación del gran espectáculo yacía agazapada en el numen de sus artistas y apareció en la primera hora. En diciembre de 1904, el inventor-pionero Filoteo Alberini se asocia con Santoni para fundar la productora Manifattura Cinematografica Alberini i Santoni (convertida al año siguiente en la famosa marca S. A. Cines) y producir La caduta di Roma (1905), con la ayuda del Ministerio de la Guerra, cañonazos de verdad y una legión de figurantes. Eso era algo que ninguna cinematografía se había atrevido a abordar todavía. Pero el genio italiano era capaz de todo y antes de que en Francia naciera el film d’art, el importador de películas turinés Arturo Ambrosio fundó en 1906 la Società Ambrosio y reconstruyó la aparatosa erupción del Vesubio y el apocalipsis histórico de Los últimos días de Pompeya, que se anunció como «la película más sensacional de la época».

Acreditando tales títulos, sería difícil negarle a Italia la paternidad de lo que hoy se llama «superproducción», y que los norteamericanos bautizarán con el expresivo nombre de «film-mamut». Se ha dicho que la añoranza de las viejas glorias imperiales fue lo que determinó la orientación de este cine. Esta explicación de psicología colectiva podrá ser tan discutible como se quiera, pero no cabe duda de que hay una vocación fastuosa —que se traducirá, cinematográficamente hablando, en simple oropel— en el lejano cine de Italia. No hay más que repasar los títulos de aquellos viejos colosos, espejos en los que podrá mirarse el inefable DeMille: Jerusalén libertada (Gerusalemme liberata, 1911) de Guazzoni, Espartaco (Spartaco o il gladiatore de la Tracia, 1912) de Pasquali, Quo vadis? (Quo vadis?, 1912) y Marco Antonio y Cleopatra (Marcantonio e Cleopatra, 1912) de Guazzoni… El más insigne de estos pioneros fue el pintor y cartelista romano Enrico Guazzoni, cuyo Quo vadis?, de dos mil metros y que adaptaba la novela de Sienkiewicz, causó un impacto mundial y se convirtió en modelo para muchas cinematografías. También los temas religiosos están al orden del día; la Biblia, que no exige el pago de derechos de autor, ha batido todas las marcas de adaptaciones cinematográficas. La cosa llegará a tal punto que en 1913 Pío X prohibirá el empleo del cine en la enseñanza religiosa al tiempo que condena la frivolidad con que se utilizan los temas sagrados en la pantalla. Aunque, como en todo, hay sus más y sus menos, pues durante la guerra el Vaticano entrará en relación con los distribuidores alemanes para hacerles llegar, a través de la neutral Suiza, el Christus (1916) del conde Julio César de Antamoro y alentará la adaptación de la célebre novela Fabiola por parte de Enrico Guazzoni.

De toda esta colección de mascaradas cinematográficas ha de retenerse, por su especial significación, la Cabiria (Cabiria, 1913) realizada por el piamontés Piero Fosco (apodado Pastrone), que además de suponer un importante esfuerzo material (costó más de un millón de liras) introdujo interesantes novedades técnicas. Para realizar esta película Pastrone buscó la colaboración del célebre poeta Gabriele d’Annunzio, a la sazón refugiado en Francia tras la condena de sus obras por la Iglesia y el acoso de sus acreedores. A d’Annunzio se le ha llegado a calificar de «primitivo del arte nuevo, el Giotto del cine», injustos ditirambos para quien, según Lizzani, sólo puso una vez sus pies en un cine y se limitó a ojear y aprobar el texto del guión y de los rótulos de Cabiria, estampando en ellos su firma por una retribución de 50.000 liras. De todos modos, Pastrone se esmeró imitando cuidadosamente el estilo decadente y alambicado del divino vate.

Cabiria (1913) de Piero Fosco.

 

El nombre de d’Annunzio prestigió y facilitó la carrera comercial de esta colosal «visión histórica del siglo tercero antes de Cristo», pero quien aportó mayores méritos en una forma casi anónima fue el operador aragonés Segundo de Chomón, muy acreditado ya como especialista en trucajes y probable inventor del procedimiento «imagen por imagen», que utilizó en El hotel eléctrico (1905). En Cabiria Chomón tuvo la oportunidad de perfeccionar la toma de vistas con la cámara en movimiento (ya empleada por él en Vida, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo de Zecca) mediante un carrello que Pastrone hizo construir y patentar en 1912. Ciertamente, los travellings de la película son muy tímidos y siempre tienen una función descriptiva —no expresiva— que realza la corporeidad de los decorados tridimensionales, otra novedad capital que hay que señalar en el activo de Cabiria. Georges Sadoul asocia ambos hallazgos técnicos cuando escribe que «para una escenografía en tres dimensiones era menester dar al cine su tercera dimensión», con la cámara en movimiento. Por todo ello se ha podido afirmar que si lo mejor del cine danés primitivo tendía hacia una estética pictórica, el cine italiano, más significativo, se orientaba en cambio hacia la organización arquitectónica del espacio.

Pastrone, como hizo antes Ambrosio en Los últimos días de Pompeya, utilizó planchas de vidrio sobre fondos pintados para imitar el mármol pulido de los palacios (procedimiento que se empleará durante muchos años en las películas llamadas «históricas»), en aras del realismo exigió que sus actores se dejaran crecer su barba natural; buscó, con Chomón, los más espectaculares efectos de luz con reflectores y pantallas (notables en los sacrificios del templo de Baal y en el incendio de la flota romana gracias a los espejos de Arquímedes). Pero, al fin y al cabo, uno puede preguntarse: ¿para qué un esfuerzo tan colosal y tan gigantesco despliegue de medios? ¿Para qué este rodaje fabuloso en Cartago, Numidia, Italia y Sicilia con otros tantos equipos técnicos? ¿Para qué esta publicidad de la película lanzada desde su avión por el héroe del aire Giovanni Vidner?… Estamos en lo de siempre, en la peligrosa pendiente del cine-espectáculo que suscita en el espectador una actitud mental semejante a la del antiguo público del Coliseo: legiones de extras, orgías paganas, erupciones volcánicas, sacrificios, ídolos de cuarenta metros, batallas navales… Cuando los espectadores puedan comparar todo esto con el empleo de las masas en el cine ruso se verá lo que tiene de zarzuelero y postizo. Quedan en pie, indiscutibles, los hallazgos técnicos. Por encima de la gesticulante y falsa interpretación de los actores (a pesar de sus barbas reales) quedan las innovaciones escenográficas y el uso del travelling y de la luz artificial. Griffith llegará a adquirir una copia de esta película y la estudiará detenidamente, proyectándola una y otra vez. La influencia del monumentalismo de Cabiria quedará patente en el episodio babilónico de su Intolerancia.

Bien es verdad que no todo fue oropel y mascarada en el joven cine italiano. Las inquietudes futuristas de Marinetti cristalizaron en Perfido incanto (1916), film de Anton Giulio Bragaglia que se suele considerar como la primera película de vanguardia de la historia del cine y en la que se emplearon decorados futuristas, espejos cóncavos y objetivos prismáticos. También hubo quien, al apuntar hacia objetivos más modestos, cosechó triunfos artísticos de mayor vitalidad. En las antípodas del imperialismo de Cabiria se halla el populismo de los dramas naturalistas que prosiguen la tradición de Giovanni Verga. La obra maestra de este cine antirretórico fue, según parece, Perdidos en las tinieblas (Sperdutti nel buio, 1914), dirigida por el escritor siciliano Nino Martoglio, adaptando un drama teatral de Roberto Bracco. El asunto no escapa a las peores convenciones del melodrama: el duque de Valenza seduce a una honrada muchacha humilde y la abandona cuando ésta da a luz una niña, que es confiada a un mendigo ciego, mientras su madre se convierte en una grande cocotte de Nápoles… En apariencia esto no es nada nuevo. Pero quienes han contemplado esta película (cuya última copia se conservó hasta el final de la guerra 1939-1945 en la Cineteca de Roma) han señalado la maestría con que se contrastan, mediante el montaje alternado, los ambientes opulentos y los más humildes, con extraordinario verismo y riqueza de detalles. Película de confrontación de clases sociales —como los melodramas sociales de Porter— pero que introduce como novedad la de explicar la miseria de unos por la explotación de los otros. Su realismo alcanza también a las soluciones formales, pues la tristeza de la historia está bañada por un resplandeciente sol napolitano, en contraste con las fórmulas estilísticas del expresionismo germano-escandinavo. Durante la Segunda Guerra Mundial, los jóvenes estudiantes de cine en el Centro Sperimentale —que unos años más tarde serán los artífices del neorrealismoestudiarán este «clásico» italiano junto a las obras maestras de los rusos, como ejemplo de cine realista. El uso del montaje contrastado de Perdidos en las tinieblas preludia la aparición de los estilos de Griffith y de Pudovkin.

Martoglio realizó otras películas de orientación verista (como su adaptación de Thérèse Raquin), y a esta tendencia puede asociarse también Historia de un Pierrot (1913) del conde Baldassare Negroni. Pero este cine verista no puede competir, en el plano comercial, con las orgías históricas ni con los dramas mundanos y pasionales que van a ponerse en boga a partir de 1914. La mascarada histórica se trastoca en histérica y aparece la gesticulante diva, que va a causar enormes e irreparables estragos desde las pantallas italianas. La actriz teatral Lyda Borelli inicia el ciclo con Pero mi amor no muere (Ma l’amore mio non muore, 1913), drama de espionaje y pasiones desatadas de Mario Caserini. A la contención interpretativa del estilo Vitagraph la Borelli opuso los gestos desmedidos, contorsiones, juego de ojos, cabeza hacia atrás, cabellera desatada… Es la gran tradición de la pantomima que se integra en los asuntos grandilocuentes al estilo de d’Annunzio o de Henri Bataille, pero que valieron a la Borelli una popularidad inmensa, justificada por su sensual elegancia y que desencadenó un auténtico fenómeno de «borellismo» antes de 1918.

El vedettismo irrumpe en el cine italiano con una fabulosa carrera de cifras, y muy pocas actrices escaparán a las reglas del juego. La gran Eleanora Duse, aunque confesaba en una carta «el primer plano me aterra», tratará de perpetuar su imagen en el celuloide con Ceniza (Cenere, 1916) de Ambrosio, en donde a sus sesenta años debía interpretar, al comienzo del film, a una joven de veinte. Pero el resultado le causó tan profundo disgusto que quiso destruir la película, retirada finalmente de circulación. Francesca Bertini brilló con luz propia oponiendo a la desbordante extroversión una mayor matización psicológica y provocando litigios entre productores. Entre la mujer-sexo (Borelli) y la mujer-amor (Bertini) tomó posiciones una auténtica legión de mujeres fatales, que se colgaban de cortinajes de terciopelo y ponían los ojos en blanco, que vivían en palacios de mármol y sembraban sus embrujos voluptuosos en los corazones de los hombres, caminando entre surtidores o tumbándose en canapés bebiendo champán o ingiriendo un veneno… Sus nombres tienen, con frecuencia, extrañas resonancias mitológicas: Italia Almirante Manzini, Lydia Quaranta, Mary Cleo Tarlarini, Hesperia, Pina Menichelli, Giovanna Terribili Gonzales, Maria Jacobini, Helena Makowska, Lina Cavalieri…

El reinado de la diva, que justificó su fama de devoradora de hombres imponiendo sus criterios y caprichos a los guionistas, productores y directores, fue efímero. Entre terciopelos y ojos profundos, el cine italiano pereció arruinado como cualquier millonario perdido por el amor de una mujer fatal.

El cine italiano cayó como caen los colosos con pies de barro. Las producciones costosas, que habían permitido apuntalar su edificio industrial, aplastaron finalmente con su peso su propia obra, con sus presupuestos cada vez más altos y sus vértigos financieros. La entrada de Italia en la guerra dio el golpe de gracia a su cine y al llegar la paz se encontró con las pantallas europeas sometidas al monopolio de Hollywood. A pesar de la luminosidad de su cielo, de la riqueza de sus paisajes y del magnetismo de sus estrellas, el cine italiano en bancarrota malvivirá a partir de ahora en la más completa mediocridad, hasta su feliz renacimiento en 1945.

 LA GUERRA DEL TRUST Y LA FUNDACIÓN DE HOLLYWOOD

La «guerra de patentes» iniciada con violencia furibunda por Edison concluyó, como todas las guerras, con la firma de un acuerdo. Las artimañas de los abogados de Edison y las negociaciones entre bastidores condujeron a un pacto entre las grandes compañías productoras, que fue firmado tras un opíparo banquete, en el que los comensales, entre brindis y sonrisas, se conjuraron para no permitir que nadie pudiera disfrutar de las migajas económicas de aquel festín cinematográfico. Así nacía un poderoso cártel internacional, la MPPC (Motion Pictures Patents Company), que bajo la jefatura de Edison agrupaba a la Biograph, la Vitagraph, la Essanay, al «coronel» Selig, a Sigmund Lubin, a la Kalem, al distribuidor George Kleine y a los productores franceses Pathé y Méliès.

El objetivo de este trust regido por Edison era el de imponer una disciplina —disciplina de monopolio, entiéndase— en el anárquico mercado cinematográfico. Los productores asociados debían pagar anualmente a Edison un impuesto de medio centavo por cada pie de película impresionada, cada distribuidor debía proveerse de una licencia anual que costaba 5.000 dólares y cada exhibidor debía cotizar dos dólares semanales. Quien no cumpliera estas drásticas imposiciones corría el riesgo de ser perseguido judicialmente por utilizar aparatos cuyas patentes pertenecían al trust. Claro que estas normas eran únicamente de aplicación en el mercado americano. Por no gastar 150 dólares más, Edison había renunciado a extender su patente a Europa. Tuvo ocasión de arrepentirse, aunque la exigua inversión que había supuesto su invento (no superior a 20.000 dólares) se estaba transformando ahora en un chorro continuo de ingresos, que rebasaba holgadamente el millón de dólares anuales.

Edison se había convertido, de la noche a la mañana, en el dictador de la industria americana del celuloide. Trató de obtener de George Eastman el suministro exclusivo de película virgen para los miembros del trust. Pero lo que a Eastman le interesaba era vender la máxima cantidad de película, es decir, era partidario de la libre competencia y de la multiplicación de empresas cinematográficas. Porque al margen del trust y en abierto desafío existían quienes se llamaban a sí mismos Independientes —que Edison calificaba de «proscritos» (outlaws)—, que se negaban a pagar impuestos al trust y que a modo de francotiradores libraban sus escaramuzas con los picapleitos del mago de Menlo Park. Su existencia, durante estos años, fue de lo más azarosa. Pero como eran individuos curtidos por los sinsabores de la emigración —judíos centroeuropeos en su mayoría— con un espíritu a prueba de ardides y jugarretas, se agruparon para defenderse en organizaciones como la Independent Motion Picture Distributing and Sales, presidida por Carl Laemmle, y la Greater New York Film Company, fundada por William Fox.

Los Independientes eran gentes dispuestas a jugarse el tipo para defender sus negocios de exhibición. Algunos, perseguidos por Edison, tuvieron que abandonar la batalla y salir disparados hacia Cuba o México. Pero la mayoría plantaron cara al trust con mil tretas y argucias. Los miembros del trust no eran capaces, por otra parte, de abastecer la creciente demanda de las salas exhibidoras. Por esta razón los Independientes fueron pasando de la exhibición a la producción de películas, que rodaban ocultos en graneros, garajes o almacenes abandonados, como si fuesen delincuentes, valiéndose de cámaras tomavistas importadas de otros países, desafiando así los tentáculos de la vasta y poderosa organización de Edison, con sus detectives privados, sus sagaces picapleitos y los fulminantes mandamientos judiciales que paralizaban los rodajes clandestinos, confiscaban sus aparatos y permitían el arresto de productores, técnicos y artistas.

Un clima de terror se cernía sobre los Independientes, mientras la industria del cine en general vivía una era de caos y confusión. La situación se agravó al iniciar el Chicago Tribune en marzo de 1907 una durísima campaña en la que acusaba al cine —por vez primera, porque el estribillo se repetirá luego hasta la saciedad— de corruptor de la juventud y espejo de todos los vicios. Su primer editorial, que aportaba como prueba una serie de títulos de películas escabrosas importadas de Francia, pedía entre otras cosas que se prohibiese la entrada en los cines a los menores de dieciocho años. En vano George Kleine replicó públicamente que el cine había ofrecido asuntos tan edificantes como la Pasión de Cristo, Ben-Hur o la Cenicienta. La Sociedad para la Protección de la Infancia de Nueva York, eligiendo la vía de la acción directa, hizo asaltar un cine que consideraba inmoral, mientras el Consejo Municipal de Chicago autorizaba al jefe de policía para prohibir e incautarse de los films que reputase perniciosos (noviembre de 1907). No deja de ser curioso que sea en la futura capital del gangsterismo y de la corrupción donde nació la censura cinematográfica norteamericana. Reaccionando ante esta amenazadora situación, la propia MPPC creó en 1909 su organismo de autocensura, el National Board of Censorship, que en 1915 se convirtió en el célebre National Board of Review.

Sometido a un intenso fuego cruzado por parte de inventores, abogados y ligas puritanas, el cine americano crecía con las máximas dificultades. Sólo gentes con el temple de los Independientes eran capaces de salvarlo de aquella jungla de intereses y prejuicios. Es hora ya de que bosquejemos algunos rasgos personales de estos célebres pioneros, en cuyas manos nacerá, con enorme vitalidad, el nuevo cine americano.

Adolph Zukor (1873-1976), judío húngaro que desembarcó en Nueva York con tan sólo 40 dólares cosidos al forro del chaleco. Aprendiz de tapicero, recadero de un taller de peletería y finalmente peletero, instaló en 1903 su primera sala de exhibición en Nueva York: será el padre de la Paramount. Carl Laemmle (1867-1939), judío alemán que desembarcó con 50 dólares en el bolsillo, peón agrícola, empleado en una droguería, corredor de un almacén de ropas confeccionadas en Wisconsin y a partir de 1906 propietario de un Nickel-Odeon en Chicago: será el padre de la Universal. Wilhelm Fried (1879-1952), judío húngaro, más conocido como William Fox, que fue payaso y regentó una tintorería antes de dedicarse en 1906 al negocio de la exhibición cinematográfica: es el patriarca de la Fox. Los hermanos Warner (Harry, Jack, Albert y Sam), judíos polacos, propietarios de un negocio de reparación de bicicletas en Youngstown (Ohio), en 1903 fundaron una sala de exhibición en Newcastle: son los creadores de la Warner Bros. Marcus Loew (1870-1927), hijo de judíos alemanes, fue vendedor de periódicos a los siete años, corredor de pieles y sastre antes de asociarse con Adolph Zukor en el negocio de la exhibición. Más tarde creará con el judío polaco Samuel Goldfish (1882-1974), más conocido como Samuel Goldwyn y antiguo empleado de una casa de guantes, la famosa Metro-GoldwynMayer.

Estos hombres de origen humilde fueron quienes libraron la gran batalla contra el trust de Edison, y al recordar su linaje Zúñiga escribirá que con ellos «el judío internacional empieza a dar sus pasos cinematográficos». Leyendas aparte, es obligado reconocer el coraje de estos hombres en su lucha contra la poderosa organización de Edison. Carl Laemmle, por ejemplo, humilló al trust arrebatándole a la estrella Florence Lawrence —conocida como The Biograph Girl—, divulgando en la prensa la noticia de que había perecido en un accidente de coche, para rectificarla ocho días después, levantando la consiguiente barahúnda publicitaria en apoyo de su lanzamiento junto al actor King Baggot, con quien formó la primera «pareja ideal» del cine. Laemmle también arrebató a Mary Pickford a la Biograph —cuando todavía no era «la novia de América»— ofreciéndole 175 dólares a la semana. El trust lanzó a sus sabuesos contra Laemmle, que se embarcó con la actriz rumbo a Cuba. Pero el trust no se arredró por tan poca cosa y fletó un vapor para perseguirlos, en el que envió, además de una orden de arresto, a la madre de la estrella, que se oponía a que su hija, menor de edad, se casase con el actor Owen Moore. Pero no pudo impedir la boda, que además emancipaba a la actriz y ponía a salvo a Laemmle de las amenazas de los abogados del trust. La historia acabó bien para todos, hasta para la madre de Mary Pickford, que no tardará en amasar una fortuna con el negocio del petróleo.

Piratería para unos y avatares de la libre competencia para otros, la guerra del celuloide conoció los episodios más pintorescos. Pero la batalla de los Independientes no se planteó con toda agresividad hasta que William Fox, apoyado en algunas amistades políticas influyentes de Nueva York, llevó en 1913 ante los tribunales a la MPPC, acusándola de violar la Ley Sherman contra los monopolios, que data de 1890 y que es conocida también con el nombre de «ley antitrust». El pleito fue largo y la sentencia condenatoria contra el trust no se pronunció hasta 1917. Pero sin esperar el fallo judicial, los Independientes siguieron luchando contra el trust, lanzando películas que introducían el sistema europeo de nombres famosos y obras costosas para atraer al gran público. No hay que olvidar que la película es una mercancía de unas características muy peculiares; el progreso de la técnica cinematográfica y la explotación del star-system —en el que jugaron un papel capital Laemmle y Zukor— orientaron las preferencias del público hacia los productos de los Independientes. Pero como la artillería del trust seguía produciendo víctimas entre estos pioneros, con el pretexto de «ofensa a la moral» o litigio de patentes, algunos de ellos comenzaron a alejarse de las grandes ciudades del Este para buscar refugio en las regiones menos pobladas del Oeste.

El productor que inauguró esta ruta fue el llamado «coronel» Selig, antiguo tapicero de Chicago y especialista en westerns, que en busca de clima apropiado se desplazó a Los Ángeles para rodar los exteriores de El conde de Montecristo (The Count of Monte Cristo, 1907), de Francis Boggs, al tiempo que se alejaba discretamente del cuartel general de Edison (aunque más tarde se asoció al trust). El lugar elegido por Selig reunía condiciones óptimas para el rodaje de exteriores: variedad de paisajes y un cielo luminoso casi todo el año. Además, la proximidad de la frontera de México ofrecía una protección inmejorable contra la incursión de los detectives neoyorquinos.

El ejemplo de Selig no tardó en ser imitado por otros productores, que se fueron cobijando en los suburbios de Los Ángeles, especialmente en uno llamado Hollywood, antiguo feudo de los indios cahuenga y cherokee y así bautizado por la esposa de un granjero de Michigan asentado allí en 1857: Hollywood significa, literalmente, bosque de acebos. En aquel tranquilo lugar, con resonancias épicas muy próximas, entre las aguas del Pacífico y los picos de San Gabriel, iba a alzarse la más fabulosa fábrica de mitos que el hombre hubiera podido soñar.

Mientras Edison y las ligas puritanas arremetían con furia contra los Nickel-Odeons, consiguiendo la clausura de cuatrocientas salas de exhibición en una sola noche, en un plácido barrio de Los Ángeles nacía una nueva y próspera industria. Pero esta insólita placidez californiana es sólo un fugaz espejismo, una inadmisible anomalía en el corazón del Far-West, territorio de aventura que está recibiendo en avalancha a unos hombres endurecidos por la lucha sin cuartel contra el trust de Edison. En 1911 se produjo el primer incidente grave: el director Francis Boggs es asesinado a tiros de revólver, durante un rodaje, por un figurante japonés. Éste fue el primer escándalo de un Hollywood que no es todavía ni una pálida sombra de lo que sería unos años más tarde.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 125; Мы поможем в написании вашей работы!

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