DE MAX LINDER A LAS TARTAS DE CREMA 10 страница



Pero el más astuto de todos estos hombres de negocios será Cecil B. DeMille, que aprovechando la popularidad de la Biblia en la civilización anglosajona y su gusto por los fastos de la comedia musical lanza en 1923 Los diez mandamientos (The Ten Commandments), monumental pirámide de oropel que encandila a los públicos, boquiabiertos ante la milagrosa separación de las aguas del Mar Rojo. Este inmenso éxito le permitirá servirse nuevamente de las Sagradas Escrituras con su carnavalesco El rey de reyes (The King of Kings, 1927). Predicador de pacotilla, el impenitente DeMille entregará su alma al cielo después de haber realizado en 1956 una nueva versión «más fastuosa todavía» de Los diez mandamientos. A la vista de estos monstruos cinematográficos, René Clair escribe, en 1927, unas amargas meditaciones: «Hay quien sonríe cuando se habla de la muerte del cine. No bromeo: al cine lo matará el dinero».

El cine americano se ha impuesto a los públicos de todo el mundo al descubrir —como señala Hauser— que «la mente del pequeñoburgués es el punto de encuentro psicológico de las masas». Las películas de aventuras de Douglas Fairbanks, los apasionados dramas de Valentino y las comedias de la flapper Clara Bow (exponente de la «era del jazz» y llamada la chica del It, ya que todavía no se ha puesto en circulación el término sex-appeal) responden a un conformismo mental y a un esquematismo de fácil aceptación universal. En este sentido, tanto la personalidad como las películas de la pelirroja Clara Bow adquieren el valor de testimonio de las mutaciones morales y sociales de la comunidad americana al liquidarse la guerra mundial en 1918. Theda Bara desaparece rápidamente de las pantallas y las viejas ideas románticas sobre el matrimonio, la virginidad y el adulterio van a ser enérgicamente revisadas a la luz del feminismo nacido del tránsito de la sociedad agraria a la sociedad industrial y urbana. Clara Bow niega el arquetipo paulino de la mujer-sumisión y su afán de emancipación social y sexual le lleva a incorporar sus personajes a la vida laboral americana (aunque claro, en empleos tan peculiares como taxi-dancer, manicura o instructora de natación). Clara Bow capitaneó una legión de jazz-babies que parecen arrancadas de una página de Francis Scott Fitzgerald (Bessie Love, Colleen Moore, Anita Page) y que proponen al público internacional las excelencias del excitante American way of life de los movidos años veinte. La fórmula es infalible porque el lujo, el sexo y la aventura son valores mitológicos que no tienen meridiano y que, convenientemente dosificados, pueden barajarse en ciclos y en fórmulas hasta la eternidad. Y los productores americanos no lo ignoran.

Con los ojos abrumados por esta avalancha asfixiante de lujosas escenografías y frívolos enredos, los críticos americanos recibieron como un bálsamo purificador la revelación de Tol’able David (1921), de Henry King, rodada casi íntegramente en exteriores en una aldea de Virginia. Después de tantos palacios, alcobas y hoteles de lujo, poblados por inverosímiles enredos dramáticos, parecía que el cine redescubría el aire libre y la realidad de la vida americana en sus pequeñas localidades. La película exponía la transformación psicológica del débil y mimado David (Richard Barthelmess), al ver cómo unos forajidos hieren a su hermano y matan a su perro, tomando la determinación de vengarles. Sabemos, por sus escritos, la influencia que ejerció este film sobre Pudovkin, sensible al realismo de los clásicos americanos que arranca de Griffith y de la Vitagraph. Estas virtudes de sobriedad y simplicidad narrativa se encuentran también en los westerns, que penetran como bocanadas de oxígeno en la claustrofóbica producción cosmopolita y fastuosa de Hollywood.

El western había conocido unos años de postración, pero se revitalizó a partir del gran éxito de La caravana de Oregón (The Covered Wagon, 1923) de James Cruze, narrando la aventura de los pioneros que en 1842 emprendieron una larga y penosa marcha desde Iowa y Missouri hasta Oregón. Tampoco hay aquí un solo plano rodado en el estudio y muchos actores fueron elegidos entre los habitantes de Snake Valley (Nevada). La escena antológica de la partida de las carretas o el paso del ganado a través del río tienen una veracidad documental que se multiplica al compararla con la contemporánea producción de los estudios. El cine americano, en efecto, acaba de redescubrir el realismo de los escenarios naturales al aire libre y los temas de su historia como cantera dramática.

El mismo Cruze, que había adquirido un sólido oficio como director de seriales, volvió a apuntarse otro tanto con Los jinetes del correo (The Pony Express, 1925). A este nuevo aliento épico pertenecen también dos obras que para la Fox realiza John Ford, director de origen irlandés que ha debutado en 1917, y que le sitúan como uno de los maestros del género: El caballo de hierro (The Iron Horse, 1924), que evoca los primeros tendidos de la vía férrea de la Union Pacific Railway a través de las Montañas Rocosas, y Tres hombres malos (Three Bad Men, 1926), película inspirada en la avalancha aventurera hacia el Oeste desencadenada por la «fiebre del oro». Ahora podemos decir, en verdad, que el clasicismo americano no ha muerto y que la tradición de Ince no ha perecido diluida en los turbios remolinos pasionales de Hollywood.

Pero el índice de la máxima vitalidad artística del cine mudo americano procede de su brillante escuela cómica, que nacida de las furiosas pantomimas de Mack Sennett se desarticulará a la llegada del sonido, golpe mortal a su expresividad mímica. Hoy se nos aparece la figura de Buster Keaton, llamado Pamplinas en España, como uno de los gigantes del cine cómico de todos los tiempos. Procedente como tantos otros del music hall, Keaton llegó al cine en 1917 de la mano de Fatty. Su rostro impasible le valió ser calificado como «el actor de la cara de palo» y «el hombre que nunca ríe». Pero si es cierto que Keaton permanece impertérrito aunque el mundo se derrumbe a su alrededor, la profundidad de sus ojos enormes desborda en expresividad y en capacidad de comunicación poética. Una cláusula de su contrato le prohibía reír en público y a esta constante violencia psíquica se atribuyó el ataque de locura que en 1937 le llevó a ser internado en una clínica. Es difícil saber lo que haya de cierto en esto, pero la verdad es que en Keaton, actor y mito aparecen fundidos en un personaje insólito, que a veces adquiere una dimensión extraterrestre, meticuloso en la preparación de los cuidadosos gags que salpican sus obras maestras: La ley de la hospitalidad (Our Hospitality, 1923), El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Junior, 1924), El navegante (The Navigator, 1924) y El maquinista de la General (The General, 1926). Con la gravedad del mármol, Buster Keaton pasea impertérrito por estas películas, creando unos gags extraordinariamente elaborados y calculados. Se ha dicho que Keaton es un cerebral y Chaplin un sentimental, opinión inexacta para Keaton, pues Keaton es, además de excelente creador de gags, un extraordinario y sensible poeta de la imagen.

Muy diferente es el caso del supertímido Harry Langdon, que dio sus primeros pasos en la pantalla en 1926, a las órdenes del también debutante Frank Capra: El hombre cañón (The Strong Man, 1926), Sus primeros pantalones (Long Pants, 1927). Con su aire de bebé soñoliento, que recuerda el rostro lunar de Pierrot, Langdon jugó al equívoco de la inocencia hasta sus límites patológicos, tan temeroso y huidizo ante las mujeres que en una película asesinaba a su esposa en la noche de boda para no tener que afrontar sus obligaciones conyugales. Su comicidad masoquista abre las válvulas psicológicas del público, que se regocija cruelmente con las desventuras de la hipertimidez morbosa, aunque su mecanismo cómico, que va de la ingenuidad hacia el sadismo, hizo de él un personaje que injustamente fue poco apreciado por el gran público, siendo mucho mejor comprendido por las minorías intelectuales.

A diferencia de Langdon, Harold Lloyd logró sobrevivir a la implantación del cine sonoro. Comenzó su carrera para Hal Roach con el seudónimo de Lonesome Luke, formando pareja con la atractiva Bebe Daniels. Aunque al principio calcaba a Charlot, con bigotito incluido, luego adoptó el sombrero de paja y las gafas redondas de carey, creando un personaje obstinado y tenaz, caricatura del americano medio, aunque con escasa resonancia humana y poética. Basó principalmente su comicidad en recursos mecanicistas, cuyos límites alcanzó en el inestable equilibrio de su cuerpo suspendido en el vacío, en la famosa escena de la fachada del rascacielos de El hombre mosca (Safety Last, 1923). Tal vez por ofrecer una tan precisa imagen caricaturesca de la vitalidad y del optimismo americanos, Harold Lloyd llegó a ser el más popular de los cómicos de su país, lo que puede medirse por su extensa filmografía, pues rodó ciento sesenta cortometrajes, es decir, más que Chaplin, Keaton, Laurel y Langdon juntos.

Pero entre el enjambre de cómicos que poblaban las pantallas americanas de la época (entre otros, Harry Snub Pollard, Larry Semon Jaimito y la contrastante pareja del «gordo y el flaco» Stan Laurel-Oliver Hardy, creada en 1926), destacó por su enorme personalidad la figura de Charles Chaplin, convertido ya en productor de sus propias películas, que escribe, dirige e interpreta. Tras sus primeros años de actividad cinematográfica, a los que ya nos hemos referido, vemos cómo en 1921, durante su tormentoso período matrimonial con Mildred Harris, realiza su primer largometraje, El chico (The Kid), llenó de amargas resonancias autobiográficas vividas en la miseria de los slums londinenses. Convertido por azar en padre adoptivo de un niño abandonado (Jackie Coogan), el vagabundo le instruirá en las artes de la picaresca, haciéndole romper a pedradas los cristales de las ventanas, para que luego aparezca él como servicial vidriero, ganándose algunos céntimos. Pero la aparición de la madre del chico les forzará a una dolorosa separación… Con El chico se hace evidente el desplazamiento del mundo chapliniano desde la caricatura hacia la tragedia, trascendiendo lo folletinesco del asunto gracias a la enorme fuerza patética de sus imágenes, y de cuya secuencia del sueño nacerá Milagro en Milán, de De Sica. Su itinerario romántico-satírico a través de Los ociosos (The Idle Class, 1921), Día de paga (Pay Day, 1922) y El peregrino (The Pilgrim, 1922), en donde Charlot cambia su traje de presidiario por el de pastor de almas y pronuncia ante sus feligreses un inolvidable sermón mímico sobre David y Goliat, se interrumpe en 1923 con una película insólita, que dirige para la United Artists pero que, por única vez en su carrera, no interpreta: Una mujer de París (A Woman of Paris).

La importancia de esta comedia dramática no ha cesado de crecer con el tiempo (a pesar de que Chaplin retiró todas las copias de explotación a la llegada del cine sonoro), considerada como la primera película psicológica de la historia del cine y el primer auténtico estudio realista de costumbres. Eisenstein comparará su importancia, como jalón artístico, a la aparición del templo dórico o del puente colgante de Brooklyn. René Clair, en una crítica de la época, la califica como «la obra más innovadora de la temporada». Sin embargo, la ausencia del popular vagabundo hace que la película sea recibida fríamente, también porque el público no está acostumbrado a contemplar en la pantalla tal sutileza de sentimientos ni la ambigüedad de caracteres, que quiebra el clásico y pueril esquema de «buenos» y «malos».

Una mujer de París narra la dramática historia de Jean Millet (Carl Miller) y Marie Saint-Clair (Edna Purviance), que separados por un equívoco se encuentran un año más tarde en París, él como modesto pintor y ella como la amante de un hombre rico, cínico y vividor (Adolphe Menjou, que con esta película estableció el arquetipo de dandi elegante utilizado por Lubitsch). Tratan de reanudar sus relaciones y vivir juntos, pero las circunstancias les separan nuevamente y Jean se suicida. Con este asunto banal, el humanista Chaplin lanzaba una amarga acusación contra los prejuicios y la intolerancia que hacían imposible la felicidad de dos seres que se aman. Su extremada preocupación por obtener un gran realismo psicológico de los personajes le llevó a construir algunos decorados con cuatro paredes y a fotografiar las escenas a través de un orificio perforado en una de ellas, como espiando su intimidad. El rodaje de la película duró casi un año y supuso un esfuerzo titánico para su realizador. En su afán de penetrar en el mundo interior de los personajes, utilizó por vez primera en el cine de un modo plenamente maduro y sutil las sugerencias visuales y las elipsis, economía expresiva que le permitió sugerir, por ejemplo, el paso de un tren mediante los reflejos de las ventanillas sobre el rostro de la protagonista. La más famosa alusión elíptica se produjo en la escena del encuentro de los protagonistas en casa de Marie, cuando Jean cree que es una mujer libre y pueden reanudar su antiguo idilio, pero al abrir un cajón caen un cuello y unos puños de hombre, revelando este detalle la nueva situación.

Tras este experimento marginal en su carrera, Chaplin volvió a su sombrero hongo y a su bigotito, para revivir las penalidades sin cuento de los buscadores de oro en la Alaska de 1898, en La quimera del oro (The Gold Rush, 1925). Aquí asistimos a algunos de los más geniales momentos interpretativos del vagabundo, acosado en una barraca aislada por la nieve por el martirio del hambre y transformado —a los ojos de su robusto compañero— en un descomunal y suculento pollo. Después, aguardando inútilmente a su amada en la noche de Año Nuevo, soñará que le ofrece un prodigioso baile de panecillos, que ensartados en tenedores se transforman por la magia chapliniana en gráciles piernas de bailarina… Pocas veces el cine ha logrado una fusión tan perfecta entre lo tragicómico y la poesía como en esta epopeya burlesca de la fiebre del oro, que nos hace asistir a la tremenda soledad del hombre en su desesperada búsqueda de la felicidad.

Durante el rodaje de La quimera del oro la vida privada de Chaplin atravesó el borrascoso episodio de su boda con Lita Grey, coronado por el sensacional divorcio en 1927, tras el cual ella hizo su agosto recorriendo los cabarets del país y narrando al público detalles picantes de su intimidad conyugal. Ya el texto de su demanda de divorcio, jugoso en escandalosas procacidades, había circulado por la nación a diez dólares la copia. La prensa comienza a desatar furiosas campañas contra el «judío extranjero», y no es raro, pues su personalidad es demasiado fuerte e independiente y su sinceridad demasiado insobornable para ser tolerada por Hollywood ni por las hipócritas ligas de biempensantes que tanto abundan en el país. Estos incidentes hicieron que el rodaje de su siguiente película, El circo (The Circus, 1927), fuese muy lento y explican en parte la frialdad con que fueron recibidas por el público las melancólicas desventuras y amores circenses del genial vagabundo, que están impregnados de una amargura no ajena a los problemas de su vida privada.

En el Hollywood devorado por Wall Street y agarrotado por el star-system, la sinceridad y la autenticidad creadora son virtudes nada fáciles de practicar. Por eso la obra de Chaplin emerge con tanta fuerza entre las cascadas de celuloide pomposo, grandilocuente y cretinizante. Por eso admiramos a los cineastas que se atreven y consiguen dar una imagen real y auténtica de la verdadera América, que es la América que amamos. Y por eso amamos a King Vidor y a la parte más viva de su obra.

Nacido en Galveston (Texas) en 1894, la aventura cinematográfica de Vidor comenzó a los diez años, como proyeccionista del cine de su ciudad natal. En sus Memorias Vidor ha explicado cómo y cuánto aprendió contemplando una y otra vez las cintas de los primitivos europeos, de Max Linder y de los italianos: «Vi el Ben-Hur hecho en Italia, de dos rollos, veintiuna veces al día y ciento cuarenta y siete veces durante la semana que se estuvo proyectando. Los mismos actores que la hicieron no pudieron empaparse de ella más que yo. Durante una proyección concentraba mi atención en la mímica de los personajes tal y como se expresaban por el movimiento de sus manos y brazos; en la siguiente me decidía a estudiar solamente las expresiones faciales y en otra me dedicaba exclusivamente a observar atentamente el pensamiento expresado tan sólo por las actitudes de los cuerpos».

Con el virus del cine metido en la sangre, Vidor consiguió ser contratado a los dieciocho años como cameraman de actualidades por la Mutual y rodó escenas del huracán que asoló Galveston, de maniobras militares, carreras de automóviles y otros acontecimientos locales. Fue ayudante de Ince y de Griffith y aunque inició su carrera de realizador en Hollywood en 1919, su nombre no comenzó a destacar hasta la aparición de El gran desfile (The Big Parade), a finales de 1925, que supuso la culminación del tema de la Primera Guerra Mundial en la producción muda americana.

La película levantó una considerable polvareda polémica y la prensa inglesa acusó a la Metro de haber planeado una maniobra propagandística para demostrar que los Estados Unidos eran los protagonistas de la victoria sobre Alemania. Es cierto que la película está empapada de patriotería barata, que falta en ella la terminante posición antibélica que hace la grandeza de, pongamos por caso, Armas al hombro, de Chaplin. Las obras de Vidor, ya se verá con el tiempo, no están vacunadas contra las puerilidades más sorprendentes, que asoman con el simple relato de sus argumentos. El gran desfile narra, por ejemplo, cómo el joven Jim (John Gilbert) marcha a combatir en el frente francés, donde pierde una pierna. Al regresar a su país, renuncia a su inconstante novia y regresa a Francia para reunirse con una joven campesina (Renée Adorée), que le ha revelado el verdadero amor.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 121; Мы поможем в написании вашей работы!

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