DE STALINGRADO AL ZAR TERRIBLE 4 страница



Desde los tiempos heroicos de los Independientes, el cine americano ha sido un campo de batalla entre los pequeños productores y las colosales empresas que detentan el cuasimonopolio del negocio cinematográfico. Las Major Companies de Hollywood (Paramount, Metro, RKO, Warner Bros y 20th Century Fox) producían del 60 al 75% de los films americanos y el cien por cien de los noticiarios, distribuían del 90 al 95% de los films importantes y recibían entre el 85 y 90% de la totalidad de las recaudaciones. Los productores independientes, agrupados desde 1932 en la Independent Motion Pictures Producers Association, venían batallando desde hacía tiempo contra esta situación que violaba flagrantemente la Ley Sherman contra los monopolios. En 1938 consiguieron que el Departamento de Justicia incoara un proceso contra las grandes compañías. Tras muchas vicisitudes (son casi infinitos los recursos y dilaciones que permite el laberinto del procedimiento jurídico norteamericano), el Tribunal Supremo falló en contra de las grandes empresas, que entre 1949 y 1953 tuvieron que desvincular el negocio de producción del de exhibición, aunque en la práctica las cosas no cambiaron demasiado y las grandes compañías siguieron siendo las dueñas y rectoras del mercado americano.

Mientras las empresas trataban de defender sus intereses con las argucias de sus picapleitos, por otro flanco comenzaba a atacarles un nuevo enemigo mucho más temible: la televisión, cuya era comercial se había inaugurado en 1946. En esta fecha existían en el país unos 11.000 receptores en funcionamiento y, a pesar de la «congelación» del número de emisoras decretado por el gobierno entre 1948 y 1952, en este año el número de receptores había ascendido a 21.200.000. En muchísimos hogares este espectáculo casero pasó a sustituir la frecuentación cinematográfica y los taquillajes de los cines comenzaron a descender en flecha. En 1948 la industria del cine empezó a tomar medidas contra aquella amenaza y estableció un bloqueo de alquileres de películas a la televisión, con la esperanza de conseguir su asfixia por falta de programas. Sin embargo, la gran batalla contra la televisión no comenzó a ser librada hasta 1952, con el cine en relieve, las macropantallas y las superproducciones espectaculares, de todo lo cual nos ocuparemos en el próximo capítulo.

A pesar de estos inquietantes avatares, el cine americano de los primeros años de posguerra prosiguió la valiente orientación crítica de la era rooseveltiana, con sus mejores realizadores sensibilizados por el dramático trauma de la guerra. Porque aunque nueve millones de americanos se reintegraron a sus hogares, hubo millares que no volvieron. Sus cuerpos encontraron reposo en un campo de batalla o en un cementerio lejano. Eran, en el mejor de los casos, una cruz y un hombre: Guam, Guadalcanal, Iwo Jima, Bataan, Corregidor, Bastogne, Normandía… Entre los que volvieron abundaban los mutilados e inválidos, los ciegos, parapléjicos o neurópatas. Hombres física o mentalmente destrozados, rotos e inadaptados.

Al igual que ocurrió con la gran depresión de 1929, la catástrofe bélica actuó como un revulsivo moral, conmocionando a las capas más sensibles de la población americana. En este momento, mientras los consejos de administración dan la orden de reconversión de sus industrias a las necesidades de la paz y en muchos hogares se llora el hueco de los que ya no regresarán jamás, William Wyler rueda Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946), que muestra el regreso al hogar de tres veteranos de guerra: un oficial de infantería, banquero en la vida civil (Frederic March), un piloto de aviación (Dana Andrews) y un marino mutilado de ambos brazos (Harold Russell). Oportunísimo estudio psicológico-social del período denominado de «reconversión», aunque no exento de concesiones sentimentales, era una llamada a la conciencia del pueblo americano que causó un enorme impacto y cosechó varios Oscars, situándose por sus recaudaciones a la zaga de Lo que el viento se llevó.

Wyler es un prestigioso veterano, pero en esta línea polémica e inconformista, que mira cara a cara los grandes problemas del país, se hallan los jóvenes de la que más tarde se llamará «generación perdida», como Robert Rossen, Edward Dmytryk, Elia Kazan, John Huston, Jules Dassin, Joseph Losey y Fred Zinnemann.

El ex guionista Robert Rossen, formado en los escenarios teatrales de Nueva York antes de ser atraído por Hollywood, denunció con vigor la corrupción que roe al mundo del boxeo en Cuerpo y alma (Body and Soul, 1947), tema que por sus posibilidades fotogénicas y riqueza dramática atrajo también a Mark Robson, otro joven director de origen canadiense, autor de El ídolo de barro (Champion, 1949), película protagonizada por Kirk Douglas. Que el tema de la corrupción dominante en muchos sectores públicos y privados del país preocupaba a estos jóvenes aparece claro en sus obras y Rossen insiste en él en El político (All the King’s Men, 1949), adaptando una novela de Robert Penn Warren, sobre la trayectoria de un político de ideas generosas, vencido finalmente por la corrupción del medio ambiente, y que resultó ser una penetrante radiografía del fascismo latente en los Estados Unidos.

Entre los hombres más prometedores de esta generación se encontraba Edward Dmytryk, nacido en Canadá pero de padres ucranianos, que comenzó a destacar con el éxito de Hitler’s Children (1942) y alcanzó su mejor momento con Encrucijada de odios (Crossfire, 1947), en donde ponía el dedo en la llaga de un problema candente, el del odio antisemita, mostrando el asesinato de un soldado judío desmovilizado. Este tema rebasa también el interés más o menos patológico del caso particular para convertirse en un documento social y en una acusación pública, ya que son seis millones los judíos que acaban de ser aniquilados en la martirizada Europa, a manos de los esbirros de Hitler, víctimas de un odio similar al del personaje que Dmytryk muestra en su película.

Esta voluntad de ofrecer un documento social es lo que lleva a Dmytryk a realizar, sin mucha fortuna, Hasta el fin del tiempo (Till the End of Time, 1946), sobre los problemas que plantea el retorno de los mutilados de guerra al hogar, y a adaptar la novela Christ in Concret de Pietro Di Donato en su película Give Us This Day (1950) rodada en Inglaterra, pasión simbólica de un obrero italiano en Nueva York, en los años de la depresión, que acepta un peligroso empleo y muere en accidente de trabajo, engullido por una hormigonera, el día de Viernes Santo.

El tema del antisemitismo arraigado en esta sociedad americana tan vulnerable a los prejuicios raciales interesa también a Elia Kazan, que lo aborda en La barrera invisible (Gentleman’s Agreement, 1947). En estos años vemos asomar también por vez primera a las pantallas americanas el problema del racismo negro, problema gravísimo y candente, pues entre 1945 y 1950 se han registrado todavía trece linchamientos de hombres de color en los estados de la Unión que alardea de poseer la Constitución más democrática del mundo. Pero muchos negros han perdido la vida en los campos de batalla vistiendo uniforme norteamericano, y comienza a abrirse paso la exigencia de que a igualdad de deberes corresponde una igualdad de derechos. Y a pesar de que en muchas películas el negro sigue siendo el clásico mayordomo bobalicón o el bufón de music hall, aparecen algunos films que, todavía con timidez, testimonian por vez primera la existencia de un doloroso conflicto racial en el país. Éste es el caso de Un rayo de luz (No Way Out, 1950), de Joseph L. Mankiewicz, y de El pozo de la angustia (The Well, 1951), de Leo Popkin y Russell Rouse.

Pero esta saludable corriente de cine crítico fue brutalmente decapitada a raíz de la campaña iniciada en 1947 por la Comisión de Actividades Antiamericanas, destinada a extirpar de raíz la «infiltración subversiva» en el seno de la industria del cine. No hay que olvidar que en este momento la Unión Soviética está a punto de convertirse en potencia atómica y los dos grandes bloques empiezan a cruzar, con sus rivalidades y desconfianzas, el peligroso umbral de la Guerra Fría, cuya temperatura se elevará con la crisis de Berlín y la guerra de Corea. En 1933, el presidente Roosevelt había dicho: «La sola cosa de la que debemos tener miedo es del miedo mismo». Pero ahora el miedo se ha apoderado de la nación y por todas partes se ven sospechosos, saboteadores, espías, quintacolumnistas. El senador Joseph McCarthy, de ingrata memoria, alentará la histeria colectiva de la nación organizando su «caza de brujas», que alcanzará a algunos de los intelectuales más prestigiosos del país. Los dardos de la Comisión de Actividades Antiamericanas apuntan ahora hacia Hollywood, que para eludir las sospechas pone en marcha una larga serie de películas de propaganda anticomunista, que inicia el veterano William Wellman con El telón de acero (The Iron Curtain, 1948).

Pero la Comisión es implacable y realiza una investigación inquisitorial sobre las ideas y creencias políticas de las gentes del cine. Hoy, con la perspectiva que otorga la distancia histórica, puede medirse la envergadura de aquel disparate del que lo menos que puede decirse es que honraba muy poco a los principios de la democracia americana. En el curso de las sesiones de la Comisión se oirán y se verán cosas increíbles. El productor Jack L. Warner, interrogado sobre si se había infiltrado propaganda comunista en sus películas, declaró que «algunas películas contienen alusiones, dobles sentidos y cosas por el estilo, que habría que seguir ocho o diez cursos de jurisprudencia en Harvard para comprender lo que significan». Que el vicepresidente de la Warner Bros no comprendiese el contenido de los films que él mismo producía era bastante grave, pero no lo era menos que la novelista Ayn Rand declarase que Song of Russia (1944) de Gregory Ratoff era una película de propaganda roja, porque en ella aparecían niños rusos que sonreían.

El actor Adolphe Menjou, después de afirmar en un alarde de modestia que había realizado «un estudio particular sobre el marxismo, sobre el socialismo fabiano, sobre el comunismo, sobre el estalinismo y sobre sus probables efectos en el público americano» afirmó, interrogado por Richard Nixon (republicano de California), que eran comunistas «todas las personas que tienen ideas no americanas», poniendo como ejemplo a las personas que asistían a los recitales del cantante negro Paul Robeson. La madre y administradora de la actriz Ginger Rogers, señora Lela E. Rogers, que fue saludada por un miembro de la Comisión como «una de las autoridades sobre comunismo en los Estados Unidos», tachó de comunista la película Compañero de mi vida (Tender Comrade, 1943) de Dmytryk, en la que hacían decir a su hija: «El reparto, el reparto justo: esto es la democracia». Declaró también que Un corazón en peligro (None But the Lonely Heart, 1944), de Clifford Odets, era propaganda roja, entre otras razones porque el crítico del Hollywood Reporter había escrito sobre ella que su historia se desarrollaba «en un ambiente pesimista a la manera rusa». Jack L. Warner tuvo que admitir que su producción Humoresque (1947), de Jean Negulesco, contenía propaganda comunista porque en ella John Garfield le decía a Joan Crawford, de la que estaba enamorado: «Tu padre es un banquero», y añadía que el suyo vivía de un humilde negocio de droguería.

Se produjeron durante las lesiones largas y sutiles disquisiciones para tratar de definir, con algún rigor, qué debía entenderse por «propaganda comunista». Finalmente se aceptó que debían tenerse por comunistas las películas que criticasen a las personas ricas o a los miembros del Congreso o que mostrasen a un soldado desmovilizado desengañado de su experiencia bélica.

En aquel clima de puro disparate se alzaron muchas voces de protesta (como las de Thomas Mann, William Wyler o John Huston), pero fueron ahogadas por el presidente de la Comisión, J. Parnell Thomas, que, por cierto, fue encarcelado un poco más tarde por estafa, al descubrirse que se había lucrado con las pagas de inexistentes secretarios.

Entre todas las personas que se sentaron en el banquillo ante la inquisitorial Comisión, hubo diez que se negaron a responder cuando fueron interrogadas sobre sus ideas y filiación política. Éstos fueron Adrian Scott, productor de Encrucijada de odios, y su director Edward Dmytryk, el guionista y director Herbert Biberman y los guionistas Alvah Bessie, Lester Cole, Ring Lardner jr., John Howard Lawson, Albert Maltz, Samuel Ornitz y Dalton Trumbo. Invocando la primera enmienda de la Constitución que data de 1791 y que garantiza la libertad religiosa, de palabra y de prensa, criticaron a la Comisión, negándole el derecho a investigar la ideología y filiación política de los ciudadanos. En consecuencia, los diez rebeldes fueron condenados por «desacato al Congreso» a una multa de mil dólares y a cumplir un año de condena en una prisión federal. Aquella condena suponía, además, el despido y el desempleo, a menos que se retractasen ante la Comisión y demostrasen estar bien dispuestos a colaborar en aquella purga política, denunciando nombres a la Comisión.

En aquel clima de pánico e histeria, que se exacerbó durante la guerra de Corea, se produjeron sucesos espectaculares y lamentables. El director Robert Rossen huyó a México en busca de refugio, pero acabó por colaborar con la Comisión y delató nombres. Jules Dassin marchó a Francia, pero el día antes de comenzar el rodaje de El enemigo público n.º 1 (L’ennemi public n.º 1, 1953), la actriz Zsa Zsa Gabor (agente al servicio del FBI) se negó a trabajar a las órdenes de Dassin, que tuvo que ser sustituido por el francés Henri Verneuil. Edward Dmytryk, al ser nuevamente interrogado en 1951, admitió haber pertenecido entre 1944 y 1945 al Partido Comunista americano y denunció los nombres de veintiséis antiguos camaradas suyos. Actitud semejante a la adoptada, entre otros, por el actor Sterling Hayden, los directores Elia Kazan y Frank Tuttle y los guionistas Budd Schulberg y Martin Berkeley (este último batió la marca denunciando a ciento sesenta y dos personas), por lo que fueron rehabilitados por el Comité y las empresas productoras. Al cerrar sus sesiones en 1951, la Comisión pudo establecer una lista negra que incluía trescientos veinticuatro nombres, a los que los productores, reunidos en cónclave secreto en el Waldorf Astoria, se comprometieron a no dar trabajo en tanto no fuesen depurados por un Clearing Office establecido al efecto.

En este clima moral se comprende el éxodo europeo de personalidades como Charles Chaplin, Orson Welles, Jules Dassin o Joseph Losey. La última película americana de Chaplin es Monsieur Verdoux (Monsieur Verdoux, 1946), inspirada en un argumento de Orson Welles, que esbozando el retrato de un atildado asesino francés de mujeres, a lo Landru (interpretado por él mismo), expone cómo aquel buen padre de familia asesina a doce mujeres para mantener con su fortuna a los suyos, componiendo una amarga y lúcida parábola sobre la fragilidad de la moral que rige las relaciones humanas. «Para el general alemán Von Clausewitz —declarará Chaplin— la guerra era la continuación de la diplomacia, por otros medios. Para Verdoux, el crimen es la continuación de los negocios, por métodos diferentes». La película escandalizará a algunos sectores de la opinión pública, que arremeten con furia contra el gran artista. La Comisión de Actividades Antiamericanas ha puesto también sus ojos en él, y Chaplin cablegrafía a su presidente su filiación política: «Soy, solamente, un luchador de la paz».

En 1952 Chaplin abandona definitivamente los Estados Unidos y realiza e interpreta en Inglaterra Candilejas (Limelight, 1952), historia del payaso Calvero que transcurre en el ambiente de los music halls londinenses antes de la Primera Guerra Mundial, evocación sentimental con regusto autobiográfico, memorias afectivas del gran actor inglés, como memorias políticas suyas serán Un rey en Nueva York (A King in New York, 1957), despiadada disección de la sociedad norteamericana, que causa no pocos quebraderos de cabeza al destronado rey Shadov (Charles Chaplin), exiliado político en este país por haber intentado la locura de utilizar la energía atómica con fines pacíficos.

La situación interna de la Norteamérica de posguerra, atenazada por una neurosis colectiva, es también una de las causas que contribuyen a explicar el auge por estos años del llamado cine negro, de temática criminal. Tampoco hay que desdeñar otros factores, como el pavoroso incremento de la criminalidad que sucede a la borrasca de la guerra y que en 1952 alcanzará la aterradora cifra de un delito grave cada quince segundos. Éstos son elementos psicosociales que clarifican las causas de la boga del cine negro, la corriente más densa y homogénea del cine americano de posguerra.

Las novelas negras de Dashiell Hammett, Raymond Chandler y Mickey Spillane habían forjado desde los años treinta la popularidad de este género. La moda llegó al cine, que camina a remolque de grandes capitales, con cierto retraso. John Huston fue el iniciador de la serie en 1941 con El halcón maltés (The Maltese Falcon), novela de Hammett ya llevada al cine por Roy del Ruth en 1931 y que ahora interpreta Humphrey Bogart, actor que iba a convertirse en uno de los puntales de este género que se prolongaría hasta 1950. Proscrito el realismo crítico por la presión política y la «caza de brujas», los realizadores americanos más conscientes se refugiaron en este cine que con su sórdida negrura daba, a modo de parábola, un reflejo pesimista de la realidad social, mostrando un mundo en descomposición poblado por seres depravados, criminales sádicos, policías vendidos, mujeres amorales, personajes roídos siempre por la ambición y la sed de dinero o de poder, en un revoltijo de intrigas criminales y de conflictos psicoanalíticos, que distancian considerablemente este género del cine policíaco de anteguerra, mucho menos complejo y bastante menos turbio. Humphrey Bogart, prototipo de bad-good-boy, triunfa sobre Edward G. Robinson, último gángster de la vieja escuela, en Cayo Largo (Key Largo, 1948), de John Huston.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 98; Мы поможем в написании вашей работы!

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