DE STALINGRADO AL ZAR TERRIBLE 7 страница



 LA INESTABLE PROSPERIDAD BRITÁNICA

Al acabar la guerra, Arthur Rank consolida su colosal imperio cinematográfico buscando firmes conexiones comerciales en los Estados Unidos. De nada han valido las protestas de algunos pequeños productores acusando a Rank de actividades monopolistas. De la encuesta parlamentaria promovida en 1943 se desprenderá que Rank controla más de 2.000 salas de exhibición importantes, pero no sólo el gobierno no le inquietará por ello, sino que Su Majestad no tardará en concederle el título de lord.

El cine inglés afronta con optimismo su posguerra y en 1946 eleva al 40% su proteccionista cuota de pantalla, que sube al 45% en 1948. Rank prosigue su política «de prestigio» con las adaptaciones literarias de Dickens, que David Lean realiza concienzudamente en Cadenas rotas (Great Expectations, 1946) y Oliver Twist (Oliver Twist, 1947). No hay que olvidar que en la memoria de todos está el gran éxito de Pigmalión realizado hace unos años por Leslie Howard y Anthony Asquith, director que vuelve a ensayar la fórmula del cine-teatro con La importancia de llamarse Ernesto (The Importance of Being Ernest, 1952) según la obra de Oscar Wilde. Pero las recetas del éxito no se patentan fácilmente y Rank no tardará en confesar que ha perdido dos millones de libras esterlinas con sus films de prestigio destinados al mercado americano. Se comprende fácilmente a la vista de películas tan costosas como los suntuosos ballets filmados Las zapatillas rojas (The Red Shoes, 1947) y Los cuentos de Hoffman (The tales of Hoffman, 1951), del tándem Michael Powell y Emeric Pressburger.

En el plano artístico, las experiencias más interesantes de Rank son las que realiza Laurence Olivier con textos de Shakespeare. Prosiguiendo la línea iniciada con Enrique V, Olivier trata de reconciliar la vieja antinomia entre lenguaje teatral y cinematográfico en un Hamlet (Hamlet, 1948) rodado con una cámara muy ágil, para enriquecer la dramaturgia teatral con las posibilidades técnicas de desplazamiento en el espacio y en el tiempo que son específicas del cine. Recuérdese, por ejemplo, la famosa escena en que los comediantes interpretan la pantomima que simula el asesinato del rey. La cámara se desplaza por la sala en travellings semicirculares en torno a los comediantes, descubriendo en primer término durante su recorrido las reacciones de los personajes que la contemplan: el terror del rey, el júbilo de Hamlet, la inquieta curiosidad de Horacio… Aunque este Hamlet resulta heterodoxo en el plano shakespeariano, enfatizando su aspecto psicoanalítico y subrayando el complejo de Edipo del protagonista, causa un considerable impacto y el jurado de Venecia lo prefiere a La terra trema, distinguiéndole con el León de Oro de la Mostra en 1948. Olivier no reanudará su discurso shakespeariano hasta siete años más tarde, con un Ricardo III (Richard III, 1955), en Technicolor.

Hamlet (1948) de Laurence Olivier.

 

De todos modos, el cine de Olivier sigue siendo un cine de minorías, un experimento artístico que no encuentra eco en los grandes públicos. El espectador medio prefiere el cine policíaco, gran tradición nacional que sigue cultivándose en ausencia de Hitchcock. El farol azul (The Blue Lamp, 1950), de Basil Dearden, es uno de sus mejores exponentes. Pero en este capítulo quien más alto brillará será el hábil Carol Reed, que no en vano se ha formado a la sombra de Edgar Wallace y que realiza en 1947 uno de sus mejores títulos con Larga es la noche (Odd Man Out, 1947), exponiendo magistralmente la caza de un delincuente (James Mason), que recuerda al inolvidable Gypo Nolan de El delator, pues el tema del hombre acosado (tan grato a Fritz Lang y a Hitchcock) será también uno de los predilectos de Reed. Al año siguiente se inicia su colaboración con el escritor católico Graham Greene, autor del guión de El ídolo caído (The Fallen Idol, 1948), minucioso y sensible estudio de la psicología infantil.

Estas películas bastarían para acreditar el valor de Carol Reed como uno de los puntales más firmes del cine inglés de posguerra. Pero con El tercer hombre (The Third Man, 1949), otra vez con un guión de Graham Greene, obtiene un éxito que rebasa todo pronóstico y al que no es ajena la inspirada cítara de Anton Karas. Reed ha aprovechado las lecciones del mejor cine policíaco americano y del expresionismo alemán (angulaciones enfáticas, encuadres oblicuos, claroscuros y efectos de iluminación) al situar en la Viena ocupada de posguerra esta equívoca historia de una amistad traicionada. Verdad es que Harry Lime (Orson Welles) es un monstruo de maldad, que se lucra con el tráfico de antibióticos adulterados. Pero su simpatía y su inteligente cinismo hacen de él uno de los más eficaces bad-good-boys que ha creado jamás el cine y que resume así su filosofía: «Italia tuvo a los Borgia y a sus crímenes al mismo tiempo que el Renacimiento y sus maravillas, mientras que en setecientos años de paz Suiza sólo ha creado el reloj de cucú». Su amigo, en cambio, es un mediocre escritor de novelas baratas (Joseph Cotten), que sólo aceptará la culpabilidad de Harry Lime cuando las pruebas que le presente el mayor Calloway (Trevor Howard) sean abrumadoras. Luego, en la prodigiosa persecución por las laberínticas cloacas de Viena (escena que lleva la firma de Welles, colaborador oficioso en su realización), el mediocre abatirá al genio, como ocurre en tantas películas del propio Welles. Con su astuta turbiedad moral, El tercer hombre se incorporaba al nutrido capítulo de cine de Guerra Fría, dando una imagen detestable de los ocupantes soviéticos. Película hábil, brillante, ágil e incisiva, fue todo un compendio de la tortuosa ambigüedad moral de su realizador y de su guionista.

Un éxito mundial como el de El tercer hombre obliga a mucho. Y para no correr riesgos, Reed tratará de amalgamar en el Berlín de posguerra las aplaudidas fórmulas de Larga es la noche y de El tercer hombre en Se interpone un hombre (A Man Between, 1953), primer peldaño en el tobogán de su decadencia.

Las prestigiosas películas de Laurence Olivier y los éxitos mundiales de Carol Reed colocaron definitivamente al cine británico entre las «grandes potencias» de la cinematografía mundial. A afianzar su consolidación internacional contribuyó el brillante ciclo de comedias iniciado en 1949 por los Estudios Ealing, que desmienten rotundamente el pretendido localismo del llamado «humor británico». La serie se impuso en todo el mundo tras el éxito de Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, 1949) de Robert Hamer, con la revelación del excelente actor Alec Guiness interpretando ocho papeles distintos (entre ellos uno de mujer) y a punto de convertirse en una de las grandes estrellas del cine europeo, gracias a sus frecuentes y afortunadas apariciones en esta serie. Charles Crichton realizó Los apuros de un pequeño tren (Train of Events, 1949) y Oro en barras (The Lavender Hill Mob, 1951), Mario Zampi firmó Risa en el paraíso (Laughter in Paradise, 1951) y Henry Cornelius Genoveva (Genevieve, 1953). Pero el más personal de todos estos directores fue el angloamericano Alexander Mackendrick, autor de El hombre del traje blanco (The Man in the White Suit, 1951), La bella Maggie (The Maggie, 1953) y El quinteto de la muerte (The Lady Killers, 1955).

Este brillante ciclo de éxitos comerciales se prolongó hasta 1955, fecha en que sir Michael Balcon vendió los Estudios Ealing a la televisión, cuya veloz expansión está haciendo tambalear a la industria del cine inglés. Por otra parte, Rank se ve obligado a desistir de sus intentos de penetrar en el colosal imperio norteamericano, saldando la operación con crecidas pérdidas. El momento es crítico. La muerte en 1956 de sir Alexander Korda, uno de los pilares en que se asentó el desarrollo del cine británico, adquiere el carácter simbólico de un final de etapa. A mediados de la década de los años cincuenta el cine inglés se encontraba, cara a cara, con el fantasma de la crisis.

UN ARTE UNIVERSAL

El advenimiento del cine sonoro, apoyado en las diferencias idiomáticas, había sido un enérgico estimulante para el desarrollo de los pequeños cines nacionales, diversificando los núcleos de producción y presentando batalla al monopolio de las grandes potencias. Al acabar la guerra resulta ya insostenible el equívoco de las «cinematografías menores». El Cairo, por ejemplo, con 64 películas producidas en la temporada 1945-1946, se ha convertido en la capital cinematográfica de los países de lengua árabe. La producción de Hong-Kong alcanza los 200 films en 1948 y no tardará en situarse, cuantitativamente, como la tercera potencia cinematográfica del mundo (a la zaga del Japón y la India), abastecedora del mercado del sudeste asiático. México y la Argentina se consolidan como dos activos centros de producción y Japón comienza a ampliar el perímetro de su mercado gracias a los éxitos alcanzados en los festivales internacionales, que se han convertido (especialmente los de Cannes y Venecia) en plataformas de lanzamiento de las pequeñas cinematografías nacionales, carentes de otros canales para dar a conocer su producción al mundo.

Otro factor que acentúa la internacionalización del cine después de la guerra es la proliferación de las coproducciones entre dos o más países, alianza económica nacida del vertiginoso aumento de los costos de producción y para aprovechar recíprocamente ciertas ventajas (paisajes, actores de otro país, etc.) y ensanchar además el mercado de las películas. En teoría, la coproducción supone un beneficioso intercambio de experiencias artísticas, de valores y métodos de trabajo, pero en la práctica se evidenciará que este compromiso de mercaderes abocará en muchísimos casos a una impersonal estandarización de los productos que no ponga en peligro su crecida inversión financiera.

Después de la guerra el mapa cinematográfico cambia velozmente de fisonomía, con la casi única excepción del África negra, todavía sometida al colonialismo o al neocolonialismo. Alemania, por ejemplo, se convierte en potencia de segundo plano, con sus mejores hombres desperdigados por los estudios de todo el mundo y su producción, que no es ni remota sombra de lo que fue antaño, escindida en dos núcleos: la DEFA, creada en 1946 en Alemania del Este, y la UFA en la Alemania Occidental, que en 1947 toma en sus manos Erich Pommer (súbdito americano desde 1944), por encargo de los ocupantes aliados. Al desbancamiento cinematográfico alemán corresponde, en cambio, el ascenso del cine italiano, mexicano y japonés, o el nacimiento histórico de nuevos cines, como el de Israel, adonde acude el inglés Thorold Dickinson con el objeto de rodar para sus hermanos de raza Hill 24 Doesn’t Answer (1955). Gran parte de los lánguidos cines centroeuropeos, situados ahora en el campo socialista, inician una nueva etapa histórica y al cabo de pocos años Polonia y Checoslovaquia se convierten en primerísimas potencias europeas.

Entre las más alentadoras novedades que pueden registrarse en la Europa posbélica se halla el renacimiento de la producción nórdica. Noruega ha llamado la atención de los espectadores de la Mostra veneciana con El bastardo (Bastard, 1941), rodado en Laponia por el sueco Gösta Stevens, y Carl Th. Dreyer retorna después de un largo silencio al cine con Dies Irae (Vredens Dag, 1943), prosiguiendo su patético discurso sobre la inocencia perseguida y martirizada que había tenido su más alta culminación en La pasión de Juana de Arco.

En Dies Irae, Dreyer toma como pretexto un caso de brujería del siglo XVII, de brujería auténtica (o, por lo menos, con la apariencia de tal la presenta Dreyer), tal vez para hacer más tajante su condena de la intolerancia que sólo sabe custodiar la fe con hogueras y suplicios, tema que dominó ya su Blade af Satans bog. En un opresivo clima de rigorismo protestante se desarrolla este intenso drama de conciencias atormentadas, expuesto en imágenes sobrias y con decorados austeramente estilizados, pero en unas composiciones de una calidad plástica que lleva la impronta de los grandes maestros: Rembrandt, Ribera, Caravaggio…

Ya hemos visto que el tema de la brujería es una de las obsesiones más arraigadas en el alma nórdica. Este fantasma mental es también el punto de partida de una de las mejores producciones suecas de este período, Himlaspalet [El camino del cielo] (1942), de Alf Sjöberg, que procedente del Teatro Real de Estocolmo corrobora su fuerte personalidad con Tortura (Hets, 1944), con guión de un joven todavía desconocido que se llama Ingmar Bergman, drama patológico de un sádico profesor de latín que aterroriza a sus alumnos y en el que se ha querido ver una parábola sobre el terror nazi. El gusto expresionista y la constante psicopática serán también dos características de su mejor película, la excepcional adaptación del drama de Strindberg La señorita Julia (Fröken Julie, 1950), con una Anita Björk prodigiosa, cediendo a la pasión morbosa que siente por su criado, y con unas audaces transiciones de tiempo mediante el recurso espacial de los movimientos de cámara, innovador procedimiento que será copiado al año siguiente por Benedek en La muerte de un viajante y más tarde por otros realizadores.

El renacimiento del cine sueco se observa en un amplio frente. Un frente que va desde el notable cómico Nils Poppe a los documentalistas Arne Sücksdorff y Gösta Werner, autor éste del excelente Taget [El tren] (1943). La revelación de La señorita Julia en el festival de Cannes de 1951, conquistando la Palma de Oro, ha alertado a la crítica internacional hacia aquella cinematografía de la que apenas se tenían noticias desde los tiempos remotos de Sjöström y Stiller. Al año siguiente vuelve a producirse en Cannes una nueva conmoción con el poema sobre el amor adolescente Hon dansade en sommar [Ella bailó un solo verano] (1952), de Arne Mattson, aunque aquí, es justo decirlo, juega el factor del atrevimiento erótico, con el cristalino abrazo de dos cuerpos desnudos al borde del agua y que es, paradójicamente, una de las escenas más castas que ha ofrecido jamás el cine amoroso de todos los tiempos. Como contrapunto de este bello poema aparece la figura del pastor, severo, intolerante, que condena y maldice estos amores que finalizan trágicamente.

Es curiosa esta obsesión religiosa que gravita sobre una sociedad en apariencia tan laica, racionalista, opulenta, estable, higienizada y que por su aceptación del amor libre se halla ya de vuelta de todo paganismo. Pero las fábulas de brujería y el temor al infierno no sólo no han sido desterrados del alma nórdica, sino que aparecen como sus preocupaciones mayores, como se hará evidente en la obra de Ingmar Bergman, hijo de un pastor protestante que ha hecho sus primeras armas en el teatro y que va a exponer sus atormentados conflictos místicos y existencialistas en un virtuoso lenguaje tributario del expresionismo. Heidegger, Kierkegaard, Sartre y Camus están presentes en la obra de este gran artista, que debuta en 1945 pero que no comienza a adquirir consistencia hasta Sommarlek [Juegos de verano] (1950), Un verano con Monika (Sommaren med Monika, 1952) y, sobre todo, con el acongojante manifiesto pesimista de Noche de circo (Gyclarnas afton, 1953), una consideración casi zoológica de la condición humana y en cuyo final el payaso cuenta un sueño en que imaginó que se iba reduciendo de tamaño hasta retornar al útero materno. Este film sobre el fracaso fue también un fracaso comercial y obligó a Bergman a derivar provisionalmente hacia la comedia rosa, para retornar, después de Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens Leende, 1955), a sus reflexiones filosóficas. De su páramo desolador nacería la búsqueda y el planteamiento del interrogante religioso, aunque con torturado agnosticismo, de El séptimo sello (Det Sjunde Inseglet, 1956), que abre un nuevo capítulo en su obra.

De Holanda nos llegan los documentales Spiegel van Holland [Espejo de Holanda] (1950), que concilia el reportaje turístico y el film de arte, y Pantha rei [Todo fluye] (1952), poema del agua y de la tierra, firmados por Bert Haanstra. Por su parte, Joris Ivens, incansable trotamundos, rueda en Australia Indonesia Calling (1946), sobre la huelga que paralizó a parte de la marina de guerra holandesa que debía atacar a la Indonesia independiente, marchando luego a rodar varios documentales en los países comunistas de la Europa Oriental. En Suiza, que carece también de tradición cinematográfica, aparece la prometedora personalidad de Leopold Lindtberg (nacido en Viena), realizador de La última oportunidad (Die letzte Chance, 1945), mientras del impacto neorrealista nace en Grecia Stella (1955), del joven Michael Cacoyannis, que llegará a ser el más sólido director de su país.

En la América Latina se producen también alentadoras sorpresas. En primer lugar está el caso de México, país pionero del arte cinematográfico latinoamericano gracias al ingeniero Salvador Toscano Barragán, que con una cámara comprada a Lumière registró, desde 1897, los acontecimientos más importantes de su país, reunidos luego en Memorias de un mexicano (1954). El cine mexicano se afianzó a comienzos del sonoro, con películas musicales y evocaciones del folclore revolucionario: Sobre las olas (1932) de Miguel Zacarías y Rafael J. Sevilla, Allá en el Rancho Grande (1936) de Fernando de Fuentes. A pesar de su vasallaje al vecino Hollywood México cuenta con instalaciones importantes, como los estudios CLASA (1935), Azteca (1939) y Churubusco (1945), el 49% de cuyas acciones pertenecían a la empresa norteamericana RKO. Sin embargo, las mejores imágenes cinematográficas de México han sido hasta ahora fruto de episódicas incursiones extranjeras: ¡Que viva México!, Redes y The Forgotten Village (1941) de Herbert Kline, las dos últimas adscritas a la Escuela de Nueva York. Pero estimulado por las medidas proteccionistas del gobierno del general Cárdenas, el cine mexicano comienza a levantar la cabeza y en el festival de Cannes de 1946 sorprende con la fulgurante revelación de Emilio Fernández en María Candelaria.


Дата добавления: 2020-11-15; просмотров: 120; Мы поможем в написании вашей работы!

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