Lo privado personal dentro de 30 страница



Su número no es muy elevado (3,8% de la población de Prato en 1371, 4,8 en Florencia en 1480), pero las circunstancias les favorecen en determinados momentos y llegan a representar un 10% de los campesinos toscanos en 1427. Por estas fechas, su presencia se deja sentir sobre todo en el pueblo y la pequeña burguesía, en donde su proporción alcanza y sobrepasa el 11%, mientras que es más discreta en los medios opulentos donde su techo se sitúa en el 3 a 4%. Pero su número no está en proporción con su papel familiar, sobre todo en los ambientes verdaderamente acomodados, así como en el campo. En estos dos casos, el anciano, siempre cabeza de la familia, dirige con frecuencia hogares muy amplios, donde cohabitan con él uno o varios matrimonios de hijos con sus correspondientes nietos. Con respecto a estos patriarcas, los memorialistas como Alberti manifiestan un gran respeto y animan vivamente a que se les consulte, se les escuche y se les obedezca en razón de su experiencia. Insisten también en que se ponga mucho cuidado en el confort de su alcoba. En la realidad, la actitud de la familia ante el anciano es más ambigua, y el respeto, en ciertos momentos, hace agua por todas partes. Su mujer, que a veces se ha casado en segundas nupcias y es aún joven, puede estar ya cansada de un hombre no muy fogoso, tal vez repugnante y naturalmente celoso, si hemos de fiarnos del éxito entre los cuentistas (Boccaccio, Sacchetti) de este papel de repertorio. El cambista Lippo del Sega, entonces de sesenta y cuatro años, registra con despecho en su memorial las injurias con que lo abruma su joven esposa que le llama vecchio rimbambito (viejo chocho) y le echa en cara, dice él, que "il cesso dove ella cacava era piú bello (.. ) que la mia bocca". En cuanto a los hijos, la tutela inacabable de este fósil se convierte con frecuencia en un peso sobre ellos, y los documentos abundan en las desavenencias que semejante situación trae consigo en las familias. Pero la cotidianidad de los ancianos es más sosegada; la edad, como en todas partes, los vuelve locuaces y debieron de animar no pocas veladas junto a la lumbre mucho mejor de como lo hacía, según Alberti, impulsado por la adulación general, aquel inagotable pelmazo de Giannozzo.

La situación de las mujeres ancianas era, sin duda, más dura. Las viudas jóvenes tienen poder y autoridad, aunque hayan de compartirlos con los tutores de sus hijos, y a veces inclusocon los hermanos del rido. Pero son poco numerosas: los hogares dirigidos por viudas de menos de treinta y ocho años no representan en Florencia, en 1427, más que el 1,6%, y ni siquiera el 1% en el campo. La posición de las viudas al frente de las familias se deteriora cuando son mujeres de edad, caso mucho más frecuente. En Florencia también, los hogares dirigidos por una viuda de más de cincuenta y ocho años alcanzan el 8,4% en la ciudad y el 5% en el campo. Sólo que estos hogares no tienen la consistencia de los otros: apenas si cuentan con dos personas, y su patrimonio medio (urbano) es extremadamente bajo (alrededor de 200 florines frente a los 800 florines de los hogares masculinos). Envejecer, para una mujer, significa afrontar la viudez (un 48% de las florentinas son viudas a los sesenta años, un 53% a los sesenta y cinco, un 75% a los setenta), la soledad y la pobreza, salvo si se encuentra un mezquino albergue en el hogar de un hijo. Escuchemos a una anciana confiándose a una joven: "Cuando somos viejas, ¿para qué servimos, si no es para remover las cenizas del hogar? Cuando somos viejas, nosotras las mujeres, nadie quiere vernos, ni el marido siquiera. Se nos larga a la cocina, a pasar revista a las ollas y a las cacerolas y a contarle nuestras tonterías al gato. Y esto no es todo. Hay letrillas que se burlan de nosotras: los buenos bocados para Juanona, las cortezas viejas para las viejas cortezonas, ¡y si todo se redujera a esto!". Envejecer, para una mujer, equivale a contemplar cómo se desintegra a su alrededor la vida privada doméstica. En el mejor de los casos, equivale a sentirse importuna en el hogar que te acoge, dejada a un lado, como un trasto entre otros, sin que una ternura intacta aún consiga despertar eco alguno. ¿Quejas fundadas? ¿Jeremiadas sin razón? ¿Cómo saberlo? Los padecimientos del hambre y del frío son a veces mucho menos duros que las heridas y los desiertos del afecto.

La vida privada de los sirvientes

La familia, dice Alberti, comprende sus propios miembros y los sirvientes. Los hogares burgueses no emplean en Florencia, durante el siglo XV, más que unos efectivos reducidos, muy inferiores a la marea doméstica que invadirá las casas en el siglo XVl (16,7% de la población florentina en 1552). Los grandes palacios renacentistas en particular sólo movilizan un equipo muy restringido. Si el servicio de la vasta familia ampliada de Giovanni Rucellai requiere en su palacio su buena media docena de personas (y cinco la de Francesco Datini), una casa normal, incluso en la alta burguesía, se contenta con dos o tres domésticos, cifra que encontramos también entre los médicos y los notarios, los jueces y los comerciantes. Si descendemos en la escala social, artesanos, tenderos, revendedores, gentes todas ellas del popolo medio, no tienen a su servicio más que una persona, por lo general una sirvienta. En Pisa, en 1428-1429, las servidumbres numerosas son aún más raras; y, en este caso también, se las reserva ante todo para el servicio de la casa. Abundantes o escasos, los domésticos no dejan de subrayar su presencia constante en muchos hogares.

¿Cómo se integran en ellos?

Su juventud es una ventaja. Se ha podido calcular que en Florencia, en 1427, entre los sirvientes conocidos, un 40% de los hombres (456) y un 39% de las muchachas (280) tenían entre ocho y diecisiete años. Cuando los criados son tan próximos en edad a los niños de la casa, se los trata como a éstos: con severidad ___ se les pega—, pero en la medida (le lo posible con justicia, y hasta con magnanimidad —no se los zurra por pequeñas faltas, se los perdona—. Tales son al menos las consignas de los memorialistas (Paulo da Certaldo, Alberti, Giovanni Rucellai). Diferentes tareas aguardan a esta gente joven. Diversidad que subraya el vocabulario al distinguir entre Famulus domicellus, finte, nodriza, camarera, rages azzo, y probable que ello lleve consigo tina penetración desigual de cada uno de ellos en el ámbito privado familiar. Si se trata de sirvientas, cuando en una casa hay varias, la camarera estará por definición más cerca que las otras de la existencia privada de su señora. Pero semejante distinción carece de objeto en las familias donde sólo se tiene a una criada para todo, y son las más numerosas. Sean camareras o criadas, en cuanto cumplen los quince años, y hasta los treinta (la categoría más numerosa), la dueña de la casa (casada alrededor de los dieciocho años) encuentra en ellas las compañeras de su misma edad que resulta tentador convertir en confidentes cuando el destino os confina en un espacio sin horizonte y sin apertura, compartido con un marido bastante viejo, muy severo y la mayor parte de los días ausente. Confidentes, cómplices también en las escapadas sentimentales de la patrona; aunque se trata de chismes habituales entre los cuentistas y que se hallan desprovistos de cualquier consistencia estadística. Con mayor o menor familiaridad o respeto, la camarera o la criada es requerida constantemente para asistir a su señora en los momentos más íntimos —tocador, baños, reconocimientos—, y es en todo instante la compañera calificada del ámbito privado propiamente femenino.

En Florencia, a fines del siglo XlV, los amos acomodados alojan convenientemente a sus domésticos, a los que se les reserva con frecuencia una alcoba cerca de la cocina o en alguna otra parte de la casa. Esta habitación hace también a veces de trastero; en ella pueden almacenarse los objetos más heteróclitos (provisiones, muebles viejos, leña y todo tipo de materiales, etcétera), mientras que artesas y otros muebles le dan un cierto aire de office. Pero está siempre equipada con una cama, provista a su vez de su juego completo de ropa (como la de los patronos), y a veces con sillas. Tanto este juego de cama corno la restante ropa de los domésticos (paños, toallas, manteles) son más ordinarios y a veces están más usados que los de los amos, y el ama de casa se ocupa de tenerlo todo ordenado en sus arcones y de controlar por sí misma su uso, pero no hay que ver en ello ninguna humillación particular: también a los hijos se los trata con la misma simplicidad, y el ama es la que guarda bajo llave toda la ropa de la casa.

Vigilados, y eventualmente castigados, no por ello dejan los domésticos de tener derecho al buen trato y a las atenciones. También se anudan con ellos lazos recíprocos de afecto, sobre todo con las nodrizas. Hay sirvientes que se vinculan al hogar, que envejecen en él, y el amo no se olvidará de recompensar semejante vinculación en su testamento, añadiendo al puñado de libras habitualmente repartidas entre sus familiares unas disposiciones especiales en favor de los viejos que le han sido fieles: vestidos de buen tejido, monedas de oro o parcelas de tierra. Incluso no es raro que prevea para ellos vida y abrigo en casa de sus herederos, tratamiento que recuerda incluso el de las viudas. Para el mantenimiento de esta concordia entre amo y domésticos, y del mismo modo que lo hacen para con los hijos, los moralistas son pródigos en consejos deontológicos dirigidos a unos y a otros. Francesco di Barberino insiste en los deberes de la cameriera tan peligrosamente introducida en el corazón de la vida privada doméstica: que sea deferente, limpia, casta, sincera (nada de adulaciones a su señora), apegada a los niños y sobre todo discreta,

discreta, ¡extremadamente discreta!

Los esclavos domésticos

Con buena voluntad mutua y advertencias, no todas las dificultades quedaban barridas. La inserción de los domésticos en la vida privada es demasiado artificial como para llevarse a efecto y perdurar sin complicaciones. Las disposiciones teñidas de bondad tomadas por los amos y más arriba indicadas encubren a veces el simple deber —recordado por el confesor— de satisfacer emolumentos impagados de tiempo atrás. Y hay otras muchas fricciones que sofocan, sin llegar siempre a extinguir del todo, las relaciones de afecto entre amos y criados. Las quejas de los amos llueven por todas partes, y los domésticos incompetentes, perezosos, cazurros y sin honradez llenan las conversaciones y las correspondencias (la de Margherita Datini, por ejemplo); las criadas guapas son demasiado coquetas (a juicio de la señora), las "viejas tarascas" que las reemplazan demasiado feas (a juicio de los señores). Pero si los domésticos escribieran, les reprocharían a sus amos brutalidad, avaricia, lascivia y para de contar. Los rencores salen a flote y se vuelven rancios: "Aunque lo viera colgado de la horca, no daría un ochavo por salvarlo, porque es un redomado mentiroso lleno hasta reventar de vicios y de bellaquería", escribe exasperada Margherita Datini, a propósito de un sirviente. Parece en definitiva que la desconfianza puede con amos y criados (recíprocamente), a juzgar por la facilidad con la que se cambia de criado (o de amo). En principio, un criado se ajusta mediante contrato notarial, en el que se precisa la duración del servicio, que puede llegar a los seis años (el caso más frecuente en Génova). En realidad, el contrato no se practica ni se respeta en todas partes. De treinta contratos conocidos en el siglo XV por las ricordanze de tres familias florentinas sólo hay cuatro de más de un año. Las criadas (de ellas se trata sobre todo) permanecen normalmente en servicio entre tres y seis años, mientras que la estancia usual (media) es de cuatro meses.

En semejantes condiciones, el servicio doméstico, asegurado en su mayor parte por gente mercenaria, entraña para los amos la sucesiva incursión en su más íntimo ámbito privado —la alcoba— de testigos sin benevolencia cuya indiscreción podría propalar no pocos secretos. De ahí las llaves, cuyo manojo no debe abandonar nunca el cinturón de la dueña de la casa; los arcones, o ese espacio privado individual que es la alcoba de cada uno de los esposos. Y aún quedan los secretos de los sentimientos, y de los cuerpos, ofrecidos a la indiscreción, a los comentarios, a las habladurías de decenas de observadores efímeros (una doncella asiste al baño y al momento de acostarse de los recién casados —desnudos ambos— en un fresco de San Gimignano). Los señores se preocupan por sus sentimientos y sus aventuras, que desean mantener fuera del alcance de los demás, pero se diría que son indiferentes a los eventuales chismes sobre su desnudez. Los verdaderos secretos son los de las familias y las fortunas.

En las grandes casas conviene que no olvidemos que con los domésticos libres coexiste una categoría inferior de sirvientes, la de los esclavos (servi). Estos esclavos (orientales) se emplean también en los campos sicilianos y españoles, pero la gestión y la ostentación domésticas los han introducido en mayor proporción en la vida privada de la familia urbana. Un censo enumera en Génova, en 1458, más de dos mil de estos infortunados. Se trata sobre todo, en una proporción aplastante, de mujeres (97,5%), casi todas ellas empleadas como criadas en las familias, donde es frecuente que se las prefiera a las libres por razones de economía (el precio de compra de las más caras no sobrepasa los seis años de emolumentos de una sirvienta normalmente pagada). En Venecia, en Florencia y en otras ciudades, las esclavas son numerosas y por lo general se las emplea como criadas.

Adquirir y albergar a una esclava no deja de tener sus consecuencias sobre la vida privada. En el momento de su adquisición, estas desgraciadas son aún jóvenes (entre las 340 esclavas compradas en Florencia —y registradas— de 1366 a 1397, el 40% no tiene todavía veintitrés años) y se hallan totalmente desamparadas; en la casa, todo el mundo les da órdenes, todo el mundo les pega (amo, señora, hijos mayores), y los testimonios de los procesos en que comparecen nos las presentan viviendo con frecuencia bajo el temor a los golpes. Pero luego, a medida que pasan los meses y a pesar de los golpes, estas pobres muchachas van adquiriendo más seguridad y más importancia, en la medida en que se introducen más íntimamente en la vida privada de su señora. Sin escapar a la tutela general, las esclavas se vinculan sobre todo a la esposa. Una costumbre tácita, difundida en ciertas ciudades (Friuli, Ragusa) les impone a las mujeres acomodadas el empleo de una esclava, y donde la costumbre no es tan imperiosa, en Génova o en Venecia, la esclava-sirvienta es un elemento esencial del prestigio de las nobles y ricas matronas. Al vivir día tras día con sus amas, estas humildes compañeras se introducen cada vez más en su intimidad. Naturalmente, los trabajos más despreciados y los más fatigosos son para ellas y no para la criada eventual. Pero también se les puede encomendar ocupaciones más apacibles, como la costura, que lleva consigo la charla. A algunas se las utiliza como amas de cría. En 1460, una cierta María, esclava de tenderos florentinos, se queda sola en la casa a lo largo de todo un día. Se la ve penetrar por su cuenta, en múltiples ocasiones, en la alcoba de su señora; sabe dónde se guarda el cofre de las joyas y le echa mano a la llave con toda facilidad. Se advierte que se halla totalmente familiarizada con este santuario de la vida privada —la alcoba— sin provocar en absoluto la desconfianza de sus amos. Incluso cabe que éstos se encariñen con una esclava abnegada y diligente hasta el punto de confiar ampliamente en ella para la gestión de su hogar. Alessandra Strozzi embroma en numerosas ocasiones a su hijo Felipe a este propósito (1463).

En el seno de la vida privada familiar, sucede que una esclava puede hacerse también con un medio privado personal, empresa facilitada por la prolongación de su servicio que, si no es revendida, puede vincularla durante largos años a una misma familia, al contrario de lo que ocurre con las sirvientas libres (aunque no siempre sea éste el caso). Incluso se le puede adjudicar una habitación particular. A muchas esclavas se las relega bajo los tejados, en una buhardilla atestada de provisiones y de muebles en desuso (Florencia, 1393). Se las puede alojar también, lo que ya es una solución preferible, en la misma sala donde su cama (que no se describe: ¿tienen una?) linda con la leña y los materiales de construcción (Florencia, 1390). Notemos que al menos duermen solas. Y hay otras que tienen derecho a un alojamiento más decente, a una verdadera alcoba. "Mi alcoba", dicen ellas mismas. En esta habitación privada es donde vemos a una de ellas (Florencia, 1450), mientras guarda sus propios vestidos. Por supuesto, se trata de efectos muy sencillos, pero idénticos a las prendas domésticas de sus señoras, si se deja a un lado su antigüedad y la calidad de su tejido. Esta misma muchacha dispone con toda independencia de su guardarropa, que ella misma utiliza, ordena, y puede incluso deshacer. Se la ve también deambulando por la ciudad, intercambiando visitas con sus amigos —libres o liberados— sin tener que rendir cuentas a nadie.

Sólo que esta presencia enquistada en la intimidad de los hogares no deja a veces de provocar un buen número de indisposiciones en ellos. Los hay que soportan mal un comportamiento extraño, a veces hostil, y que pone de manifiesto gustos, opciones, un secreto, unas rebeldías, cosas inquietantes todas ellas, que expresa también la búsqueda de un ámbito privado indócil que contrasta con el conformismo habitual de los restantes miembros del hogar. El traumatismo que ha dejado marcada la captura, y luego el desarraigo, de los esclavos, ha perturbado el carácter de muchos de ellos. Eso es algo que no se les perdona. Se condena lo que su comportamiento tiene de exótico. Se les reprochan las lagunas de una educación que jamás recibieron, sus risas, sus mentiras, sus querellas... su olor. En fin, las esposas tienen miedo a los estragos que provocan en los sentidos de sus maridos esos cuerpos jóvenes cargados con todo el atractivo del exotismo: entre una cuarta parte y un tercio de los niños confinados a los hospicios florentinos de trovatelli (de expósitos) hacia 1430-1445 son hijos de mujeres esclavas y, por tanto, hijos también de sus patronos burgueses. Tampoco suele ser posible mantener de por vida en casa, en una dependencia privada de tipo infantil, a adultos ávidos de una autonomía, de una existencia privada que en definitiva sólo podría acabar expresándose en la seducción, la protesta, la violencia o, fenomeno frecuente, la huida. A fin de cuentas, son muchos los esclavos que acaban convirtiéndose en libertos.

 


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 84; Мы поможем в написании вашей работы!

Поделиться с друзьями:






Мы поможем в написании ваших работ!