Lo privado personal dentro de 29 страница



Las enfermedades y sobre todo los alumbramientos son las ocasiones, siempre en el ámbito privado de la alcoba, de actividades que corren a cargo del grupo doméstico de las mujeres: preparación de platos apetitosos, de baños calientes para reconfortar a la recién parida, de canciones para su entretenimiento, etcétera; sin contar las muchas otras fiestas que alegrarán sin duda la brigata.

Pero el mundo privado de la esposa no puede alejar de evocarnos el del marido. Desde su habitación, que es un poco su despacho, la esposa dirige y combina ciertas actividades de las que es corresponsable con él (administración del hogar, educación) o que son propias de ella (pequeños trueques entre mujeres); más adelante, la penetración de los gustos humanistas en el gabinete de las damas lo amueblará de libros y de esos pupitres que vemos en las Anunciaciones de fines del siglo XV. Pero, a imagen de su alcoba, más íntima y más acogedora, la esposa le da a su universo privado una tonalidad más doméstica, más frívola también (¡ah; los vestidos, las modas!) o a veces, por el contrario, más mística; más tierna, en una palabra, más sensible: se llora más en ella. Pero también se sabe reír; la esposa acostumbra a estar sola en su alcoba menos veces que el marido en la suya; niños, niñas, criadas, nodrizas constituyen a su alrededor una corte indiscreta y molesta que la ocupa pese a todo, la ayuda y la reconforta. Todo ello, por supuesto, en los medios acomodados urbanos. En el resto, las mujeres trabajan durante toda la jornada y estas consideraciones sobre el espacio privado las dejarían con la boca abierta.

El lugar de los hijos

Los hijos pequeños comparten en buena proporción el destino de su madre. Pero sólo en parte, porque en la burguesía las criaturas sólo excepcionalmente son amamantadas por su madre. Se confía los bebés a nodrizas, de las que apenas la cuarta parte (23 %) se hallan instaladas en casa de sus patronos. En la proporción de tres por cuatro, los niños pequeños pasan sus primeros años lejos de sus padres, e incluso en una proporción mayor puesto que el 53 % de los mismos sólo al cabo de dieciocho meses por lo menos vuelven al seno de sus familias. Un memorialista nos habla de que su padre le hace permanecer con su nodriza nada menos que hasta los doce años.

Pero más pronto o más tarde, si es que han sobrevivido, sus padres los recuperan y vuelven a reintegrarse en la vida privada familiar. Tienen sus cunas, construidas y equipadas muy sencillamente (con un ligero colchón), y se las coloca junto al lecho de sus padres, a veces incluso encima de él. Se trata, en este último caso, de un simple armazón de madera sumariamente acondicionado, suspendido del techo por cuerdas y que se maca (Simone balancea como una ha Martini, siglo XIV). Las habitaciones en que los inventarios sitúan estos reducidos muebles (alcoba de amigos, cuarto de cocina, trastero), indican dónde se los guarda más que dónde se los utiliza, salvo si una nodriza ocupa la camera di cucina (cuarto de criada). En cualquier caso, ninguna de las cunas mencionadas en nuestros inventarios se encontraba en la alcoba de la madre. Al niño no se lo introduce en su cuna en la alcoba materna más que durante el tiempo que va desde su retorno de casa de la nodriza hasta el momento excitante de ir con los mayores, en suma por poco tiempo. Los pañales, las mantillas y la canastilla de la primera edad se hallan en la mayoría de los casos al alcance de la mano de la madre (antecámara, alcoba) y bajo su vigilancia, como si fuera quien hubiese de controlar personalmente (con nodriza o sin ella) el estado y el empleo de la canastilla, que es con frecuencia abundante (cincuenta camisas de niño contadas en un solo cofre) y bien cuidada.

Francesco di Barberino, moralista del siglo XIV, prodiga innumerables consejos atentos y sensibles a propósito de la solicitud por los niños pequeños. Pero se dirige a la nodriza; ¿los seguía esta honrada campesina? ¿Los conocía siquiera? ¿Correspondían a las prácticas usuales en el pueblo?

En ambiente popular o campesino, la mortalidad infantil es considerable con ocasión de las pestes (1348-1430). Desde entonces, y más aún a partir del siglo XV, el infanticidio (por sofocación) no es un fenómeno excepcional, y los abandonos se han vuelto tan numerosos como para provocar la creación de hospicios (San Gallo, Innocenti, 1445, en Florencia), generadores a su vez de nuevos abandonos. Los recién nacidos, sobre todo de sexo femenino, son demasiado frágiles, a veces escasamente deseados, para que el afecto real que se les prodiga resista a las graves estrecheces de la pobreza.

Las actitudes cambian con respecto a los niños que ya pueden andar y muy pronto hablar. Cuando regresan de casa de la nodriza es cuando los retoños de la burguesía ocupan realmente su puesto en la existencia privada familiar. La conservación de cunas de diferentes tamaños pone de manifiesto que estos pequeños muebles no se reservaban a los primeros años, pero parece que el niño tenía acceso enseguida a una cama, que compartía con sus hermanos, con sus hermanas, con alguno de sus padres o con toda la familia (hasta seis personas juntas), según los casos, las circunstancias y los medios sociales. Giovanni Dominici presenta al niño a partir de entonces como un pequeño ser adulado y colmado —en las familias acomodadas— de cuidados y de mimos; todo el mundo le abraza, según nos cuenta, le chupetea o le acuna con canciones; los cuentos de brujas y Otros que no lo son le producen una impresión de delicioso terror; en su rincón de juguetes tiene caballos de balancín, tamboriles y tambores, pájaros de madera o de cerámica multicolor, etcétera; todos los regalos de un entorno que rivaliza en lindezas. ¿Niño mimado? Algunos inventarios lo confirman a primera vista, ya que revelan la existencia en los cofres de la alcoba materna de una cantidad enorme de trajes con los que vestir maravillosamente al diminuto rey de la casa: vestuario variado, abundante, sólido, soberbiamente colorista y rutilante de botones de plata (ciento setenta sobre las diferentes piezas de un solo vestuario infantil).

Pero la descripción de Giovanni Dominici, dirigida a una muy alta dama, no puede aplicarse según parece, ni siquiera en la burguesía, más que a un número limitado de familias. Los hijos de un peletero, por ejemplo, de acuerdo con su inventario, no disponen para ellos dos más que de una capa y de cuatro túnicas negras, sólo una de ellas forrada, y la hija de un alguacil no tiene en su guardarropa, aparte de cuatro camisas, más que una bata de casa, dos túnicas sencillas y una falda ligera, todo ello de lana muy común. Y en general, la mención de juguetes caros es rarísima. Cualesquiera que sean los sentimientos de que se les hace objeto, sobre lo que habré de volver, los niños ricos no se hallan forzosamente mimados, aun cuando la educación es cierto que se suavizó al filo del siglo XV. Por lo que se refiere a los niños del pueblo, su guardarropa es aún más pobre, y nunca se habla de sus juguetes.

La inserción de los niños pequeños en el mundo privado de la familia se lleva, por tanto, a cabo, por regla general, de manera sencilla y a veces un tanto áspera. El niño disfruta por supuesto de sus juegos y sus juguetes sin pretensiones, y no se le escatima la ternura. Pero como comparte muy pronto la alcoba y aun la cama de sus hermanos mayores, empieza enseguida a participar de sus ocupaciones y cuidados. Cuanto más pobre es un niño, antes se acaba la despreocupación de la niñez: encontramos a niñas de seis a ocho años colocadas como criadas.

Hemos de añadir una última sombra al cuadro (intencionado) de Giovanni Dominici aunque se refiere a la élite más favorecida. Atención, dicen algunos expertos de la época, a la vinculación del niño con su nodriza, esa madrecita afectuosa y so lícita, si se continúa confiándolo a ella después del destete. Semejante vinculación podría debilitar el amor dirigido naturalmente hacia la madre y aun debilitarlo en forma duradera.

Adolescentes y "jóvenes"

 

A medida que crecen, chicos y chicas van adquiriendo su personalidad; muchos de ellos trabajan desde jóvenes. Ganan dinero. ¿Tienen ocasión de vivir con más independencia a pesar de seguir viviendo en el hogar paterno?

Los jóvenes célibes no siempre tienen derecho a un lecho personal. Vemos —pero es un caso particular— a tres jóvenes ermitaños florentinos compartiendo la misma cama (en la que una noche duerme una cuarta persona: su confesor). La práctica del lecho compartido es frecuente entre los pobres y en el campo. No obstante, disponer de su propia cama es cosa corriente incluso entre gente artesana. Ejemplos de esto son abundantes en los cuentistas. Catalina de Siena, vigésima cuarta hija de un tintorero en una familia de veinticinco hermanos, tiene su cama individual por lo menos desde los catorce años, y tanto mejor para las otras hermanas dispensadas de compartir su lecho, porque Catalina ha sustituido el colchón por unas tablas. Dormir solo en su cama no siempre es sinónimo de aislamiento, cuando hay varios lechos colocados en la misma alcoba. El alguacil municipal cuya vivienda nos es conocida en 1390, y que dispone de dos habitaciones, había instalado sus tres camas en una de ellas, y una de las camas tenia cortinas. La misma santa Catalina comparte durante algunos meses la habitación de uno de sus hermanos. Pero la gente joven quiere estar sola y suele conseguirlo. Catalina, a fuerza de insistencia, acaba por obtener una alcoba aislada; pieza de la que únicamente su deplorable obstinación en rechazar todo matrimonio la había privado a título de sanción; y son muchos los jóvenes y las muchachas que disponen como ella de su alcoba individual, en la ciudad y a veces también en los medios rurales. Esta afortunada conquista es tan propicia para la expansión de una vida espiritual interiorizada como para la de una vida sentimental. Hay niños que adquieren muy pronto el hábito de una plegaria personal (Inés de Montepulciano, Catalina de Siena), mientras que otros, entre sus hermanos mayores, recitan entre sí, de dos en dos, en secreto, esos otros salmos de que nos hablan los cuentistas. En fin, en esas alcobas es donde los jóvenes humanistas, lo mismo en la ciudad que en sus propiedades del Campo, ordenan y utilizan sus libros y su escritorio.

El aliciente de una vida privada juvenil así entendida no desintegra el mundo privado de la familia. Los hijos mayores son puestos a contribución por sus padres, llevan a cabo determinados servicios. A los siete años, santa Catalina es enviada ya a hacer recados; a los trece, la meten en la cocina (como humillación); desde que tiene fuerzas para ello, recorre los dos tramos de escalera de su domicilio llevando a su espalda hasta el granero los fardos que acaba de descargar en el umbral un mulo o un asno. Para Francesco di Barberino, es normal que una hija de comerciantes (aunque sean ricos) colabore en todas las faenas del hogar en las que anda metida un ama de casa, o sea (según precisa Paolo da Certaldo) hacer el pan, cocinar, lavar, preparar las camas, y todas las labores de hilo, de tela y de aguja, así como hilar, zurcir o bordar escarcelas, como las hijas de caballeros o de jueces. En cuanto a las muchachas del pueblo, campesinas o semejantes, su trabajo será el de una sirvienta, ni más ni menos. También los muchachos pueden resultar útiles. Después de haber sido pequeños recaderos durante la niñez, adquieren enseguida más autoridad. Morelli relata elogiosamente la historia de un primo suyo, un chaval de doce a catorce años, capaz de llevar por sí solo toda la intendencia de la familia, mientras las veinte personas que la componían se habían refugiado en Bolonia, huyendo de Florencia, con ocasión de una peste.

Como es natural, los servicios, la vida corriente y hasta la misma vida profesional de los jóvenes se hallan bajo el control de los padres. Todas las iniciativas domésticas, incluso las puramente privadas (emplazamiento de una cama, dormir en una terraza) están sometidas a la autoridad paterna. Sobre todo cuando se trata de muchachas, en cuyo caso la alcoba, la cama, el cerrojo, el peinado, las ocupaciones domésticas, todo está reglamentado por los padres (tal es el caso de santa Catalina de Siena). Lo mismo se diga a propósito de la elección de oficio: los contratos de aprendizaje los cierra el padre y desde luego es él quien los decide. En términos más amplios, esto es cierto también para la gestión de la fortuna perteneciente al hijo, cualquiera que sea el medio de apropiación de tal fortuna: donación, salario, herencia o compra; la paterna potestas permite que el padre controle la gestión y el uso de todo esto. Por más que con frecuencia la emancipación venga a atenuar semejante poder.

La presión familiar se acentúa con ocasión del matrimonio.

Se halla en juego algo demasiado importante para dejarle campo libre a la decisión puramente privada del interesado. Primera cuestión: ¿casarse o no casarse? En la respuesta, es opinión unánime, la familia tiene mucho que decir. Hay muchos jóvenes (al menos en los ambientes acomodados) que son reticentes a tomar una mujer: es algo demasiado costoso, demasiado fastidioso, demasiado pesado. Alberti, que deplora semejante estado de cosas, predica la firmeza: "Hay que inducir a los jóvenes a casarse mediante la persuasión, los razonamientos o las recompensas; por medio de cualquier argumento, medio o artificio". Y sigue todo un plan de discurso muy bien argumentado. Ya puede adivinarse lo que eran las innumerables discusiones, arrebatos y lágrimas de que los hogares fueron testigos por esta causa. Con respecto a las muchachas, se anda con menos contemplaciones. Cuando Catalina participa a su madre su voto irrevocable de castidad y le enseña sus cabellos cortados al rape, .Morena Lapa está a punto de ahogarse de furor. La indignación es general: reproches y humillaciones llueven día tras día. Se le advierte: "Aunque se te destroce el corazón, tendrás que casarte". Entonces se la priva de su habitación, se le quita la llave, la libertad y se la manda como fregona a la cocina. No está en juego sólo la muchacha, lo está toda la familia: la joven es una maravilla, todo permite esperar una alianza matrimonial muy halagüeña, un "gran yerno".

Una vez conseguida —o arrancada— la aquiescencia del interesado, queda por resolver la segunda cuestión: ¿con quién? Otro objeto de conciliábulos y de intervenciones. Pero en este caso se trata de la apertura del mundo privado familiar al de los otros, y ya volveremos sobre ello.

Hay, sin embargo, ocasiones en que los hijos mayores célibes consiguen ablandar o relajar la autoridad paterna, y en las cuales recuperan parcialmente su autonomía o bien se asocian al ejercicio de la autoridad del pater familias. En el plano teórico, la opinión general, corroborada poco a poco por los estatutos urbanos (a pesar de la letra de la ley romana), les reconoce a los hijos una participación en el dominium (ejercicio de la autoridad) sobre el patrimonio paterno. En el terreno práctico, la situación es aún más clara. En los medios rurales, los hijos se asocian con el padre en la redacción de los contratos, por ejemplo de aparcería, y en la gestión. Los hermanos intervienen y toman a veces partido con toda energía con ocasión del matrimonio de sus hermanas (como lo hacen en Siena los de la joven Catalina). El umbral se sitúa en este caso en los catorce años, edad en la que el muchacho puede comprometerse o asociarse en determinadas responsabilidades, en las asambleas aldeanas, por ejemplo. Y además, se apoyan unos a otros. Existe una connivencia entre hermanas, entre hermanos. En resumen al crecer, los hijos procuran forjarse un mundo privado que no se reduzca simplemente al refugio de la alcoba cerrada, sino que implique el ejercicio autónomo de algunas responsabilidades.

A pesar de los frenos de la costumbre y las reticencias de los padres, los muchachos acceden al menos en parte a esta forma superior de vida privada. Las tentativas brotan por todas partes: piedad, sexo, trabajo personal, alianzas matrimoniales. No todas ellas se ven coronadas por el éxito. Pero desembocan con más facilidad en él cuando los jóvenes pueden unirse con otros grupos que constituyen otros tantos espacios privados de sustitución: las cofradías, las bandas de jóvenes, el aprendizaje en las tiendas. Todos estos grupos mal conocidos, pero numerosos, contribuyen con sus ritos, con sus alborotos, a integrar a los jóvenes en otras comunidades privadas y, gracias a todo ello, poco a poco, en esa otra comunidad superior que es la gran colectividad urbana. Para las muchachas, en cambio, la esperanza de una emancipación activa es débil, por no decir nula. Salvo que se refugien en la plegaria, el misticismo o esa decisión libre que es el rechazo del matrimonio. Situación ésta acentuada además por la corriente de misoginia siempre vigorosa en muchos hogares tradicionales, tal como nos lo ilustran diversos memorialistas (Paolo da Certaldo y otros). La joven tiene que vivir, por supuesto, y su aspecto vestimentario tiene que hallarse de acuerdo con el nivel de su familia. Pero nada de delicadezas, y ni pensar en que salga de casa, salvo en circunstancias precisas y calibradas. Al menos ésa es la norma de conducta, ampliamente difundida, y no sólo en los ambientes burgueses.

Envejecer en casa y entre los demás

La vejez es una realidad cambiante para los contemporáneos. Dante la hace comenzar a los cuarenta y cinco años. Palmieri, a los cincuenta y seis: hasta entonces habla de virilitá. Esto en lo que concierne a la vejez, que constituye el inicio pero no el término de la declinación. La verdadera vejez, la nuestra, la cuarta edad, la decrepitud (término de la época), se sitúa, en opinión de Ios setenta, lo que viene a coincidir con el parecer de Dante, en palmieri. Adoptar para definir la vejez los cuarenta y cinco o incluso los cincuenta y cinco años equivale a incidir ampliamente en la población de los padres e incluso de los padres jóvenes, puesto que las edades de los padres de hijos de menos de un año, en la Toscana de 1427, oscilan entre los treinta y los cincuenta años, y su edad media es de cuarenta. Apenas si a los cincuenta y seis años empieza un hombre a conocer a los hijos de sus hijos, sus nietos de nombre y de linaje. Desplacemos, por tanto, nuestra atención sobre los individuos más venerables, sobre los de sesenta y cinco/setenta y más años, los verdaderos viejos que cristalizan efectivamente los sentimientos y las actitudes suscitadas por la edad avanzada.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 87; Мы поможем в написании вашей работы!

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