Lo privado personal dentro de 27 страница



El pater familias

Un hogar es algo que hay que gobernar. Hay decisiones quese imponen cada día. Sobre todo, hay dos órdenes de problemas que exigen una buena definición de las responsabilidades: el patrimonio y los hijos. Respecto de los hijos, hay que hacerlo todo, desde su primera infancia hasta su matrimonio. Y además dependen a la vez de dos linajes y de dos tradiciones, representados respectivamente por el padre y la madre . ¿Cuál de los dos habrá de prevalecer? Idéntica observación hay que hacer con respecto al patrimonio. Hasta entre los nihil habentes (sin haberes) declarados como tales por los documentos fiscales, los hogares poseen siempre algunos bienes, aunque no sea más que escasos muebles y ropas. Y este patrimonio está siempre compuesto de varios elementos. Yuxtapone los bienes patrimoniales propiamente dichos aportados por el padre a sus propios bienes gananciales, la dote de la esposa y eventualmente las de las nueras, y los peculia de los hijos (bienes llegados a su posesión por donación o adquisición). La dote misma no constituye un bloque único, y los juristas distinguen la parte "estimada", que ha sido objeto de un inventario cuidadoso de la parte "no estimada", muebles u objetos de uso cotidiano. Padre, esposa, hijos mayores, todos están implicados en el patrimonio. Es preciso compartir las responsabilidades o delegarlas. También a este propósito, ¿quién es el que se impone?

Según la tradición italiana en su totalidad, el poder pertenece ante todo, indiscutiblemente, al padre de familia. Por asimilación a la del rey, su autoridad no dejó nunca de seguir consolidándose, durante los siglos por obra de los juristas (concretamente en Bolonia) hasta desembocar en el adagio repetido por doquier durante el siglo XIII: "A todo el inundo se le considera rey en su propia casa" (Quilibet, in domo sua, dicitur rex). Esta autoridad, la patria potestas, la ejerce el padre sobre sus hijos y es él su único depositario: como expone el jurista Azzo, "ni las madres ni los abuelos maternos tienen autoridad (potestas) sobre los hijos". El padre ejerce también esta misma autoridad sobre su descendencia, y en primer lugar sobre sus nietos, sea cual sea su edad, aun cuando tenga sesenta años (etiam sexagenarius) y cualquiera que sea la de sus hijos. No se trata de una máxima general que estuviera confinada en los manuales de los juristas. Elaborada como respuesta a cuestiones planteadas por la vida corriente, tenía en ésta una repercusión efectiva, y ante todo en virtud de los estatutos y costumbres de que las ciudades se dotaron durante los siglos Xlll-XlV (estatutos que regían, entre otros aspectos, la vida privada) e impregnaba mucho más aún la vida de las familias.

El pater familias se impone sobre todo como el gerente único del conjunto de los bienes del hogar dirigido por él. Le incumbe la gestión de la dote en su totalidad (siglo Xlll), estimata o no, y a veces de todas las dotes, incluidas las de sus nueras. Puede llegar incluso a vender la dote, sin que la mujer esté en situación de poderse oponer. Toda la práctica jurídica tiende a conceder plenos poderes al marido en el gobierno de los bienes aportados por la esposa al tiempo que se los sustrae a ésta, relegada a la incapacidad de frenar las iniciativas peligrosas para sus bienes, futura herencia de sus hijos. En cuanto a las rentas de esta misma dote, los juristas opinan también que conviene que se las añada al fondo común de la familia gestionado por el marido (y que no se los reinvierta), todo ello a fin de hacer frente a las "insoportables cargas" del matrimonio (que no pasan de ser sus gastos corrientes), con lo que el marido tiene el campo libre para reinvertir sus propias rentas en la tierra o en los negocios. En lo tocante al hijo, nos topamos con el mismo control del padre sobre su peculio y sobre sus adquisiciones, siempre en los términos de la patria potestas.

Como hace de patrón para con las cosas, el padre lo es igualmente con respecto a las personas de su hogar. La esposa se halla tan sometida como los demás a la potestas definida por los juristas y bajo este título le debe a su consorte obediencia y respeto. Las enseñanzas de los grandes directores de conciencia dominicos confirman las de sus colegas juristas. Al recordarle en 1398 a una de sus penitentes que la mujer ha sido colocada bajo la autoridad de su marido (excluido únicamente el pecado), Giovanni Dominici expresa un lugar común de la predicación. Y la misma cantilena escuchamos en los moralistas fra Paolino, Alberti, E. Barbaro y muchos otros: "Como único dueño en su casa, el marido no revela a su esposa más que una parte de los secretos familiares. Es él personalmente quien ha de formarla en su oficio de mujer y, a la vista de la fragilidad de su constitución física y de su carácter, sólo ha de confiarle en el hogar algunas responsabilidades menores". Esta subordinación puede llegar a tener consecuencias prácticas dolorosamente tangibles, expresadas y codificadas por ciertos estatutos comunales en los que se autoriza a los maridos, como en Gello (Toscana, 1373), "a corregir a sus hijos, a su hermano menor e incluso a su mujer". La autoridad otorgada al padre sobre sus hijos por los textos jurídicos, legislativos o morales es aún más completa. Los hijos deben a su padre un profundo respeto y una absoluta reverencia, como a quien ha de ser para ellos una persona sacrosanta. Cualesquiera que sean las responsabilidades públicas del hijo, desaparecen en la vida privada: el padre conserva en ésta inalteradas su autoridad y su precedencia (Palmieri). Cualquier falta, cualquier rebeldía, injuria o negligencia (hacia un padre de edad avanzada) serán legítimamente castigadas o por el padre mismo o por la justicia pública. Todavía en 1415, una rúbrica de los estatutos florentinos autoriza a un padre o a un abuelo a meter en la cárcel a un descendiente cogido en falta. Los predicadores gustan de desarrollar un tema análogo: quien honra a su padre se verá más adelante recompensado en sus hijos; recibirá la bendición divina, etcétera. En fin, se diría que todo el mundo (moralistas, clero) está de acuerdo en reconocer en los padres dispuestos a "enaltecer la vida de sus hijos con las costumbres más virtuosas" (Palmieri) la fuente de toda educación. Giovanni Dominici, a quien su tratado de la buena educación obliga a ser concreto, insiste para que un hijo responda a su padre: "Messer si", permanezca de pie ante sus padres, baje humildemente la cabeza cuando se le ordena algo y manifieste abiertamente, en una palabra, su respeto constante para con el autor de sus días.

La legislación y los imperativos sociales reflejan con seguridad las costumbres, y lo que se sabe de los hogares toscanos corresponde en parte al programa cuyas grandes líneas acabo de recordar. El estatuto sobre el encarcelamiento de un hijo se aplicaba todavía en Florencia en 1463 y, en las grandes familias burguesas del siglo XV, los patriarcas son con frecuencia los testigos vivientes de esta preeminencia del padre. Se ve a algunos de ellos conservar en sus manos la totalidad de la autoridad en materia económica. En 1480, el viejo Gino Ginori redacta por sí mismo, y por sí solo, su declaración fiscal, añadiendo a propósito de sus hijos adultos que viven bajo su techo y trabajan con él: "Trabajan conmigo en mi empresa de paños y todavía no tienen la suficiente experiencia para separarse". Otros patriarcas de su talla dotan ellos mismos a sus nietas, etcétera. El poder del padre en materia económica se halla también fuertemente enraizado en el mundo más modesto de los aparceros. En los alrededores de Siena, hacia 1400, las familias de aparceros aparecen organizadas como sociedades reducidas en las que el padre lo gestiona, lo controla y lo distribuye todo (trabajo, deudas, cosechas, stocks).

Con frecuencia se ve también a los padres imponerse como los primeros responsables de la educación. Su mujer es la primera que experimenta su intervención. Su completa juventud, su inexperiencia al tiempo de casarse, la convierten necesariamente en tributaria de los conocimientos de su marido. Muchos esposos infligirían a su jovencísima mujer, atenta y asustada, los largos discursos moralizadores y sentenciosos gracias a los cuales el viejo Giannozzo, de acuerdo con lo que relata su sobrino Alberti, se vanagloriaba de haber hecho de su joven mitad un ama de casa más que cumplida: "Sus dones y su formación, pero mucho más aún mis instrucciones hicieron de mi esposa una excelente madre de familia". Pero las solicitudes más tiernas y más vigilantes —las más llamativas también— de los padres se orientan hacia la formación moral e intelectual de su progenitura (con ocasión, por ejemplo, de las veladas de las que ya se ha hablado). ¡Qué alegría para ellos cuando esta atención se ve recompensada! Este afectuoso orgullo ilumina las cartas dirigidas a finales del siglo XV por el notario ser Ugolino Verini a su hijo Michele, joven humanista prodigio. Este exigente padre anima a su hijo, le aconseja de cerca, le reprende incluso, pero, con mucha más frecuencia, al comprobar las excepcionales disposiciones y el afecto de aquel pequeño personaje de diez años, deja escapar su ternura: "Qué alegría me habría causado tu visita (de Florencia a Pisa). A nadie quiero más que a ti, a nadie deseo tanto ver; tú has colmado todos mis deseos".

La disciplina y el respeto suscitan la satisfacción del amo; la actitud levantisca y la arrogancia, su cólera. La legislación le autoriza a castigar a los suyos. Echa mano de este derecho con satisfacción general, y ante todo para con su mujer. Sacchetti cuenta la historia de un matrimonio de venteros de la Romaña, cuya esposa había estado ayudando una noche a su marido a regañadientes y de mala manera. Había además allí un cliente que se ahogaba de indignación. Cuando la Providencia le dejó viudo como a su patrona de aquella noche, se casó con ésta con la única intención de castigarla por su pasada insolencia. Lo que llevó a cabo, desde la misma noche de bodas, agobiando a la desgraciada a fuerza de zurras, de brutalidades y de insultos. Castigada, molida a palos, metida en cintura, la nueva esposa juró y perjuró con voz quebrada: sería una esposa perfecta. Y Sacchetti concluye sentenciosamente: la calidad de las esposas depende enteramente de sus maridos. Si no suscribe el proverbio (por cierto muy popular) que dice: "Buena esposa o fregona, toda mujer quiere zurra", no deja de reconocer que, efectivamente, la fregona quiere palo. La cuestión le ha llegado al alma. Y le vemos dedicar todavía un nuevo cuento al diálogo forzoso entre otra joven esposa y Manir) Báton. Por lo que a los hijos se refiere, no hay buena educación sin golpes (palo o zurriago), golpes cuyo buen uso recomienda Giovanni Dominici: "Los castigos, cuando no son furibundos pero sí frecuentes, les resultan de excelente provecho".

Esposa y madre

Apaleadas y sometidas, las mujeres no por ello dejan de conservar en el hogar un poder que, con tal que tengan personalidad, puede llegar muy lejos y de hecho se ve en buena parte corroborado por las reflexiones humanistas.

La mujer, dicen los moralistas, ha de limitarse al hogar, pero ocupará en él el primer puesto "por delante del resto de la familia". Lo que equivale a asignarle, desde luego en un campo muy restringido, una real autoridad. Autoridad delegada y controlada, a veces minuciosamente, pero completamente cierta en las discusiones y decisiones de cada día, y ello sin necesidad de tener siempre al marido tras ella: es libre, por ejemplo, cuando éste anda de viaje, caso muy frecuente en estas ciudades de comerciantes. "Todo el cuidado familiar de los efectos domésticos, de los sirvientes, de la educación de los hijos, a ella le corresponde. Como auténtica princesa en la familia, es misión suya gobernar y distribuir con solicitud y prudencia todo lo que el marido ha dejado en sus manos multiplicarlo y mejorarlo" (Ermolao Barbaro). He aquí un primer homenaje simpático, aunque ampuloso y sólo alusivo. Más directo y esclarecedor nos resulta san Bernardino de Siena. De su pintoresca y prolija descripción, retengamos algunas instantáneas que muestran a la esposa afanándose de la bodega al granero, vigilando el aceite, salando la carne, barriendo, hilando, tejiendo, cortando, lavando, limpiando la ropa, manteniendo toda la casa en orden. ¿Trabajo de criada? Sí, desde luego, san Bernardino lo admite, ¡pero cuánto mejor hecho todo! En cualquier caso, trabajo fundamental, base de todo un edificio familiar regido por la esposa y cuyos pisos se llaman educación de los hijos (Barbaro insiste por su parte mucho en ello), sostén del marido y de la familia, puerta abierta a los necesitados y, finalmente, paz y concordia. Concordia, objetivo primordial de toda vida social y de todo gobierno: la presentación de la mujer como su verdadera garantía en lo privado, he aquí el mordiente de una nueva reflexión moral sobre el sentido y el resultado del trabajo femenino doméstico.

La ambigüedad de un destino de esposa se halla perfectamente ilustrado por lo que sabemos, gracias a sus cartas, de la existencia y los humores cotidianos de Monna Margherita, mujer del mercader Francesco di Marco Datini de Prato. Al principio, los esposos están siempre juntos. Luego la profesión de Francesco va separando cada vez con más frecuencia a los dos cónyuges. Se escriben aún más. Cuando su correspondencia la revela plenamente, Margherita es una mujer que ha madurado, cuyo carácter se ha endurecido y que soporta peor las servidumbres de su subordinación a un marido nada fácil. Todo lo cual vien a e dar a las relaciones entre ambos más complejidad y a la vez más relieve. Francesco, cuya vigilancia de buen massaio se ha visto reforzada por su formación de comerciante, abruma a su compañera cada día con consignas rebosantes de advertencias tan suspicaces que se vuelven ofensivas: "No te olvides de mantener cerradas las ventanas de la cocina, de regar los naranjos, no te olvides (...), no te olvides (...)". Al principio, Margherita obedece gentilmente. Pero luego las relaciones se ponen tensas. Su esterilidad irremediable, las aventuras ancilares de su marido la ensombrecen y la exasperan. Responde más humorísticamente a los reproches quisquillosos de su cónyuge y sabe replicar. Se la ve insistir en sus diferencias de nacimiento (su sangre es noble), cortar en seco las jeremiadas de su marido (has sido tú el que ha querido marcharse), reprocharle, a veces con vehemencia, su conducta incorrecta (cambia tu manera devivir, piensa en tu alma) y, en resumen, dar muestras de una gran franqueza. Y también de una cierta independencia, porque Francesco, en ocasiones lúcido y contrito, le da la razón y llega a animarla para que "actúes de la mejor manera según tu opinión (...), con sólo que Dios hubiese querido que yo te escuchara (...)", etcétera. En las circunstancias cotidianas de una larga vida conyugal, cuando una esposa tiene carácter (y mal carácter además) y el alejamiento de su marido la fuerza a mil iniciativas o decisiones, es evidente que acaba por establecerse a favor suyo un cierto equilibrio. La brutal ruptura de la viudez la encuentra mejor armada para afrontar el choque de sus nuevas responsabilidades (gestión, educación), absolutamente iguales a las de un hombre.

Pero donde la mujer se realiza es sobre todo en la educación de los hijos. Como esposa estéril que era, Margherita sufría todas las consecuencias de aquella frustración. Su caso no constituye la norma, ni mucho menos. Las mujeres se hallan por lo general colmadas por la maternidad, y hay un sinfín de circunstancias que las sitúan en esta posición central de educadoras. Ante todo, su edad. De siete a diez años más jóvenes que sus maridos, y casadas entre los dieciséis y los dieciocho años, ocupan entre la generación del padre y la de los hijos (sobre todo de los mayores) una posición intermedia que las aproxima a éstos. Las madres representan también para ellos la estabilidad y la permanencia en un mundo (sobre todo en las ciudades) en que los varones, mercaderes y artesanos, trabajan durante más tiempo, o se ausentan también, con más frecuencia y más duraderamente. La influencia educativa de las madres es, por tanto, grande. Excesiva, en opinión de algunos moralistas: cuidado con la blandura de un ambiente demasiado femenino. En ciertos medios burgueses, a pesar de la legislación tan favorable al paterfamilias y del culto que le rinden los memorialistas burgueses, la realidad, al menos en determinadas ocasiones, consiste muy posiblemente para el niño en el eclipse del padre.

Existe en los matrimonios una jerarquía teórica, jerarquía idealizada por los moralistas, aun cuando la realidad la desmienta, en la que el padre precede a la madre. Se la puede observar en numerosos ejemplos a través de los apelativos, formas de tratamiento, etcétera, que la concretan. Por ejemplo, un marido no trata jamás en segunda persona de plural a su mujer. La esposa, en cambio, sí; y cuando el marido se ve honrado con un título (messer, maestro), aquélla se guardará mucho de olvidarlo: "Maestro, voi" (Boccaccio). En cuanto a su padre, el voi parece de rigor en todas las ocasiones para los hijos de la burguesía urbana.

Una pareja, al fin y al cabo

Pero semejante escala de dignidad y deferencia se ve a veces perturbada, en particular entre la gente modesta. En este medio, las esposas tutean todas ellas, sin cumplidos, a sus maridos y se comprobará que saben apostrofarlos en términos subidos de color y sin pelos en la lengua. La misma Monna Margherita tutea a su puntilloso marido. El tratamiento de respeto por parte de la esposa parece de hecho limitado a ciertos medios nobles o patricios fieles a sus tradiciones, o deliberadamente arcaizantes (como en el caso de Alberti). El tratamiento de los hijos, por el contrario, parece más extendido; pero se tiene la impresión, cuando persiste, de dirigirse a los dos padres juntos, y lo mismo parece que ha de decirse de las otras señales de cortesía. Las reglas de buena conducta (reverencias, silencio respetuoso, saludos rimbombantes) en los que Dominici considera indispensable formar a los hijos, se dirigen siempre sin distinción a los dos genitori. Al insistir en prioridad sobre la demarcación padres/hijos, Dominici propone un ideal, pero refleja también con toda seguridad una situación unánimemente aceptada. A los ojos de sus hijos, los padres toscanos, o italianos, aparecen sobre todo probablemente como una pareja, como una única entidad tutelar rodeada de un aura que difumina las diferencias, iguala a los personajes y fusiona sus autoridades.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 73; Мы поможем в написании вашей работы!

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