Lo privado personal dentro de 10 страница



Porque de lo que se trataba era precisamente de esto: lo privado que hasta ahora hemos visto sobre todo a la defensiva, atrincherado tras sus muros, dentro de su corteza, la clausura, tendía en realidad, como cualquier Organismo vivo, a expandirse, a dilatarse, y todo se ordenaba en la casa, concretamente la autoridad atribuida a su jefe, a que su vitalidad alcanzara su punto culminante: cada vez más parientes, cada vez más amigos, cada vez más sirvientes. Ésta es la razón de que encontremos, en lo más profundo del castillo de Ardres, una alcoba de fecundación y, junto a ella, una incubadora en la que se hallaban permanentemente las nodrizas que descargaban a la esposa de los cuidados de su progenitura con el fin de que pudiera quedarse de nuevo encinta lo antes posible. Y por eso mismo, los niños, en cuanto habían alcanzado el uso de razón, se repartían en dos compartimentos distintos: uno, cuidadosamente cerrado, en el que permanecían las niñas, futuras madres, hasta el momento de trasladarlas, una tras otra, en cortejo a otra casa de la que se convertirán a su vez en damas; y otro, abierto, en el que los muchachos sólo se alojarían como de paso, como si fueran huéspedes, porque se los dejaba sueltos, lanzados al exterior para que echaran mano de cuanto pudieran, y en concreto de las que habrían de ser sus esposas.

Sin embargo, como toda la capacidad genésica del pater familias no bastaba, el primer deber del amo, después del de engendrar y casar a su descendencia, su preocupación primordial consistía en conseguir que la parentela creciera lo más posible, atrayendo y "reteniendo" nuevos comensales. Este proyecto regía toda la economía doméstica: no se pensaba en invertir, y si se procuraba acumular reservas en la cámara, la bodega, el sótano, era tan sólo en previsión de las fiestas durante las cuales habrían de despilfarrarse alegremente las riquezas de la casa. Constitutio expensae, "organización de los gastos", tal es el título de un plan de reforzamiento de recursos, transcritos a mediados del siglo XlI en uno de los cartularios de la abadía de Cluny. Pretendía en efecto ajustar las rentas del patrimonio a las imperiosas necesidades de una indispensable liberalidad. En los tiempos feudales, la vida privada no estaba pacatamente replegada sobre el ahorro; se derramaba en generosidades expansivas a fin de multiplicar los amigos: la verdadera riqueza, tal como lo repetían hasta la saciedad las obras de la literatura profana.

El patrón se hallaba obligado, por consiguiente, a ofrecer en su casa satisfacción plena a las necesidades tanto del espíritu como del cuerpo. Las primeras, por aquel entonces, predominaban en principio sobre las segundas y, entre los servicios domésticos se suponía que los espirituales ocupaban el grado superior. No se ofrecían sólo en la capilla, sino también en la sala, y aun en la cámara, porque el padre de familia era el primer encargado de los mismos. Lo mismo que en el monasterio, la función paterna era pedagógica. El elogio del conde Balduino II de Guindes nos presenta a este "iletrado", que no sabía leer siquiera, coleccionando libros, ordenando que le tradujeran los textos latinos al idioma que él era capaz de entender, comentando las lecturas que acababa de escuchar, haciendo preguntas, discutiendo e instruyéndose para mejor instruir a otros. Mantenía junto a sí un personal auxiliar, en parte temporal —"maestros", graduados de las escuelas albergados durante algún tiempo para trabajar en las traducciones y enriquecer la biblioteca, o bien parientes integrados en una comunidad eclesiástica, canónigos o monjes, que, de paso, transmitían su saber especializado a sus hermanos y sobrinos—, y en parte permanente —los clérigos domésticos y los capellanes—. Estos eran los encargados de la predicación. Pero su amo los empleaba también de buena gana en componer divertimentos, textos hablados o cantados, en lengua vulgar, y escenificados, que él sabía muy bien que le valdrían, mejor que los sermones edificantes, el reconocimiento de los "amigos".

De manera que, para complacerlos, se esforzaba por vencer el hastío que acechaba a aquellos guerreros y cazadores durante las inevitables interrupciones de su actividad deportiva. Pero sabía muy bien que les complacería aún más, y que sería tanto mejor obedecido, servido y amado si colmaba los deseos de sus cuerpos. Ponía, por tanto, todo su empeño en conducir a los suyos, siempre que podía, a la persecución de la caza o al encuentro con otros protagonistas, en la batalla o en el torneo. Procuraba que su casa estuviera bien provista de mujeres para todo, y su guardarropa de vestes, como se decía entonces, en cantidad suficiente para las distribuciones rituales, con ocasión de las grandes fiestas. Sin estos regalos, sin estos "beneficios" periódicos, ¿cómo manejar la mesnada, cómo cumplir sobre todo con el honor del oficio patronal? En 1219, Guillermo, mariscal de Inglaterra, en su lecho de muerte, se hallaba en el trance de repartir sus bienes personales; había legado todo su dinero a las gentes de Iglesia a fin de que rogaran por su alma; y entonces le recuerdan que quedan aún en su cámara numerosas ropas de escarlata, forradas de piel, y ochenta abrigos de piel al menos, nuevos todos ellos y de los que podría obtenerse una buena cantidad para adquirir muchas más oraciones. Guillermo se enoja: se aproxima Pentecostés, sus caballeros tienen derecho, en tal día, a nuevas galas, y las tendrán; el amo no puede fallar, y su moral le exige, en el umbral mismo del tránsito, hacer que el deber de munificencia doméstica se sitúe por delante del cuidado de su salvación. Vestir, pero sobre todo saciar, procurar lo más abundante, lo más sabroso, lo que agrada al paladar y se distingue de los manjares vulgares, ese companagium que para los amos y sus huéspedes no constituye, como para el común de los sirvientes, una simple y discreta compañía del pan, sino lo principal de la alimentación. Y para ello, no reparar jamás en gastos. Porque en su alcoba donde procreaba y en su sala donde daba de comer, el señor sólo ejercía su potestad en su propio ámbito privado en la misma proporción en que mantenía su actitud de dadivosidad, y la acrecentaba cada vez más.

Lo mismo que el abad del monasterio, el señor se veía ayudado en su gestión por oficiales domésticos cuyas tareas se hallaban repartidas, en la época feudal, más o menos como tiempos atrás en el palacio carolingio. Su primer auxiliar era su esposa, dueña de un poder análogo a aquél del que disponía la reina en el siglo dirigía todo aquello que en la casa era femenino —o se asimilaba a lo femenino, por ejemplo los niños de corta edad—, reinaba sobre las reservas y controlaba cuanto entraba en la casa. Vemos, por ejemplo, a la mujer del señor de Ardres supervisando la percepción de las tasas que gravaban los hogares campesinos, y como 'una de aquellas mujeres dependientes, demasiado pobre, no había podido entregar el borrego prescrito, la dama, en compensación, había exigido la donación de una muchacha; se ocupó luego de su crianza, y, desde el momento en que estuvo lo suficientemente crecida, la casó, la emparejó, explotando sus capacidades de procreación, velando como un buen pastor por el aumento de su rebaño y cooperando así con su marido en la extensión de la "familia"; la vemos, asimismo, en su gobierno de la proliferación doméstica, tomar bajo su protección a una sirvienta encinta y, para restablecer el buen orden, obligar al presunto seductor a casarse con ella; la vemos también corregir imperiosamente y aterrorizar a todas las mujeres de la casa, doblegándolas a su voluntad —como había acabado por doblegarse, según Juan de Marmoutier, bajo la presión de la reina de Francia, la huérfana de un gran vasallo que el soberano pretendía casar contra su voluntad, a la que él no podía forzar y cuya resistencia encargó a su esposa que quebrantara.

Había también otros ayudantes que asistían al amo y al ama, encargados cada uno de ellos de un "menester" (ministerium), de la dirección de algún servicio especializado. El reglamento interior de una gran casa, la corte de Hainaut, nos proporciona uno de los panoramas más claros de estos servicios y de su funcionamiento. En 1210, dos ancianos, escogidos entre los más "privados" del penúltimo conde, su hermano bastardo y su capellán, habían acudido a recitar de memoria en público las usanzas más antiguas, que se quería restablecer y fijar. Todo tendía entonces a institucionalizarse, a endurecerse, y los oficios más fructíferos habían pasado a serlo en propiedad, se habían convertido en venales con el visto bueno del patrón, eran hereditarios, algunos de ellos en manos de mujeres, O de maridos bajo la dirección de sus esposas, aunque lo normal era que el hijo mayor sucediera a su padre muerto o demasiado anciano, tras haber aprendido el "menester" en la curia como presunto heredero. A despecho de semejante esclerosis, los "ministeriales" continuaban siendo considerados como miembros de pleno derecho de la familia, comiendo a la mesa del amo, durmiendo, desde luego, en la casa, provistos de un caballo, lo que les situaba por encima del común, y aun de dos, si eran caballeros; todos los años, recibían las vestes, una capa y una túnica; y aparte, la livrée ("librada" o parte libre, de donde se deriva "librea"), es decir, los gajes para completar a su albedrío su equipamiento; y finalmente, para los encargados del servicio de armas, una soldada —tales los commilitones del conde, sus compañeros de guerra que cabalgaban a su lado, lo más cerca posible, en su conroi, el equipo de combate tan estrechamente apretado; no se hace mención de ellos en este documento, pero se sabe que eran de la misma edad (coetani) que el jefe, la mayoría de ellos sus parientes, sus camaradas desde la infancia, armados caballeros el mismo día que él, formando en la casa un cuerpo más unido, más privado, parecido al cabildo de los canónigos, y situados, según se cree, como los canónigos, por encima de los simples ministeriales. Aunque éstos vivían igualmente en estrecha intimidad con el amo, obligados a acompañarlo en todas sus expediciones militares "para defender su cuerpo".

Pero no todos se hallaban en el mismo rango: a este nivel, en esta vasta mansión, las funciones estaban finamente jerarquizadas. De tres oficios, en el documento que estamos utilizando, se dice que son mayores y que derivan directamente de tres "menesteres" laicos que ayudaban en otro tiempo al soberano carolingio en su casa, que fue el modelo inicial de toda vida privada nobiliaria. Tales oficios eran los del gran senescal, el primer camarero y el copero mayor. Se suponía que servían al conde en todo lo tocante a su principado, pero, con toda evidencia, su cargo, que se había vuelto honorífico, ya no les obligaba a vivir en la casa, sino que simplemente les valía el acceso al príncipe, y un puesto a su lado en los cortejos en que exhibía su poder. Por debajo de estos altos personajes se perciben en efecto tres organizaciones domésticas autónomas, correspondientes a las tres residencias condales, cada una de las cuales constituía la cabeza de una entidad política: dos castillos, Mons y Valencien nes, flanqueados ambos por una colegiata —la más importante la de Mons, puesto que en ella reposaban los antepasados de la dinastía (no olvidemos a los muertos, incluidos en la parentela, asociados a la vida privada mediante las periódicas ceremonias conmemorativas)— ; y luego una tercera casa, menos sólidamente constituida, que dominaba un señorío recientemente adquirido, el de Ostrevent. Había además un camarero suplementario. En efecto, cuando Margarita, "la esposa de Balduino (V), el que está enterrado en medio del coro de Mons" —que era la hermana del conde de Flandes—, fue entregada a un marido, éste no era entonces más que heredero del Hainaut; su padre seguía ocupando la mansión ancestral; la nueva pareja necesitaba su propia casa; los esposos se habían establecido en otra parte, en Lille, en las tierras de la dama; ésta se hallaba servida por sus mujeres; había casado a una de ellas y convertido al marido en su propio camarero; desde entonces funcionaba una "cámara" particular de la condesa, "en cualquier sitio", dice el texto, no vinculada a ninguna casa, y que llevaba la gestión de los bienes "muebles", la parte específica de la posesión femenina, el ajuar. Se daban, por tanto, múltiples grados: la persona del conde, la de la condesa, los rangos entre las casas, y en cada una de las principales, dos grandes servicios, uno de los cuales se sobreponía al otro, ya que los cargos se repartían del mismo modo que, en la casa, el espacio convivial: un. servicio de la mesa, o sea de la sala, dirigido por el senescal y el copero; y un servicio de la cámara, más privado, cuyo organizador era el camarero, que figuraba después del senescal pero antes del copero, encargado de la bodega, y, por tanto, de lo más bajo.

La mesa, o mejor las mesas (mensae) se hallaban instaladas en la sala o, en cuanto el tiempo lo permitía, al aire libre. En cuanto a las formas, como en el monasterio: no estaba bien visto comer en cuclillas, ni de pie, deprisa y corriendo. Comer era un acto solemne y público. Era conveniente que dependiera del ofi cio situado en cabeza. El senescal era quien velaba sobre la parte más noble de los alimentos servidos, sobre el companage, los esques (escae, adquiridos en el exterior y preparados en la cocina, principalmente la carne, cuya presentación y trinchamiento ante el amo incumbía al primer servidor (y esta precedencia de lo cárnico resulta esclarecedora); bajo su autoridad servían, de acuerdo con su rango, siete oficiales subalternos: el "comprador" y el "despensero" en primer lugar; los tres "cocineros" que atendían a las ollas; el conserje, encargado de mantener los hogares encendidos en la casa, el de la cocina y el otro, más brillante, que realzaba el esplendor de la sala; el portero, que recibía y ponía en su lugar a los huéspedes; y finalmente, el criado responsable de servir el pan y la sal. En cuanto a la bebida de calidad, o sea el vino, se hallaba a su vez bajo el control de un oficial mayor, el copero. En Mons, a comienzos del siglo mll, era una mujer la que ocupaba este puesto, hija de caballero, heredera de su padre, pero también canonesa y por ello poco disponible. "Bajo orden suya", se llevaba el vino a las mesas y, si así le placía, ella misma se lo servía con sus propias manos al conde y a la condesa. De hecho, había dos sustitutos que la reemplazaban de ordinario. En segunda Psición, con autoridad a su vez sobre dos encargados de almavenía "el que conservaba el vino y lo servía en las cántaras y en las copas" (razón por la cual dependía también de él el "menester", muy inferior del ollero o alfarero). Más abajo aún figuraba. el panetero, quien proporcionaba un alimento que, para los señores, como signo de su distinción, no pasaba de accesorio: las hogazas; todavía otras cuatro personas más dependían de este subalterno, un proveedor, un panadero "hereditario" establecido fuera del palacio, en la aldea, igual que los artesanos independientes, y un responsable de los panes, O más exactamente de las rebanadas, de los canapés sobre los que se extendían los alimentos, que supervisaba por su parte "al hombre que ponía estas rebanadas sobre las mesas". Al final de la lista estaba el responsable de la charcutería, ya que las ordenanzas domésticas situaban en último lugar el tocino, alimento popular lo mismo que el pan y procedente de los sótanos de lo más inferior de la casa.

En Mons, el "camarero menor" —subordinado de un camerarius, subordinado a su vez al camarero mayor del Hainaut— debía. supervisar la cámara y los objetos preciosos que en ella se guardaban: encargado, por consiguiente, de la "ropa", de todo lo textil, debía preparar también los lechos "para toda la corte", los cuales, en su mayoría, se desplegaban cada noche en la sala; traía el. agua que su superior presentaba al conde y a la condesa, y al mismo tiempo se la ofrecía para lavarse antes de la comida a los clérigos y a los caballeros; finalmente, bajo el control del camarero titular, que era quien sin duda se reservaba el manejo del dinero, el camarero menor fabricaba las candelas y las repartía, en particular las que, fijadas sobre un pan, iluminaban al conde, a la condesa y al senescal, y sólo a ellos, mientras se hallaban sentados a la mesa.

De un lado, por tanto, estaban la mesa, el día, el fuego resplandeciente, la ostentación; de otro, los lechos, la noche, la vela de sebo, el retiro. La sala estaba equipada principalmente para el festín, representación en sí mismo, ostentación del orden necesario. El conde y la condesa, la pareja dominante, ocupaban el centro del espectáculo, como objetos de un honor particular, servidos por los domésticos de más alto rango; y cerca de ellos, casi a su mismo nivel, permanecía el senescal, que tenía derecho, lo mismo que el amo, en su condición de majar domos, de primero de la casa, al pan con sal junto a su tajada, y a una luz encendida delante de él. Y como se trataba de una escenificación pública, de una demostración de poder, era importante que los oficiales de la mesa fuesen caballeros; recibían el mismo equipo, la misma librea que. los camaradas de armas del patrón; acompañaban a éste cada vez que montaba a caballo, junto con los cocineros y el conserje: su actividad diurna se proyectaba hacia el exterior, hacia las acciones al aire libre. En cambio la cámara se muestra, cuando se leen estas usanzas, como enclaustramiento en la propia concha; ni sombra del vino que tan bien le va a la fiesta, o al derroche; lejos de la luz del día, para lavar lo que mancilla y repeler las tinieblas, nada como el agua lustral y las luminarias profilácticas.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 101; Мы поможем в написании вашей работы!

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