Lo privado personal dentro de 5 страница



 Mediante su confiada entrega, los caballeros entraban en efecto en la "familia" del amo del castillo, en su privanza. Por eso precisamente las actas de un concilio celebrado en Limoges en 1031, al enumerar los hombres que forman la parte superior de la sociedad laica, cuando citan a continuación de los "poderes superiores" y de los "príncipes de segundo rango" a los "caballeros", añaden inmediatamente a la palabra milites el calificativo más conveniente:privati, privados. De este modo, había una porción del pueblo, extraída del dominio público, que vino a distribuirse entre los que eran grupo de parentesco. Todas las querellas que podían nacer entre estos familiares se resolvían en privado, en "batalla", mediante duelo judicial, o por arbitraje de su señor, un patrón al que servían como un sobrino debe servir a su tío materno, mediante la ayuda y el consejo, asociados todos ellos a la gestión de un patrimonio común, ya que era la fortaleza la que se adjudicaba la facultad de "ban" o convocatoria. Uno de sus deberes, al que les obligaba el alimento que recibían o el feudo que había de por medio, consistía en efecto en mantener al resto del pueblo bajo el yugo mediante aquellas rondas regulares de intimidación en torno al castillo que se llamaban "cabalgadas", y que tenían la función de mostrar la superioridad del hombre a caballo, agente del poder coactivo.

 La otra parte del pueblo era efectivamente objeto de una explotación que tendía a su vez a privatizarse también. Su abierta resistencia, con frecuencia sólo latente, pasiva, se advierte de un cabo al otro de la Edad Media. Resultó eficaz en ciertas áreas campesinas privilegiadas, tales los espacios montañosos, y en las únicas ciudades que conservaron su vitalidad durante el siglo XI, en lo más profundo de la retracción de la economía de trueque; me estoy refiriendo a las ciudades del sur de la cristiandad. En estos sectores, los caballeros no fueron los únicos que conservaron los atributos mayores de la libertad, los únicos que se reunían para juzgar y para combatir. Junto a ellos aparecen en los textos otros hombres llamados boni homines, "cualificados", o bien, en las ciudades, cives, "ciudadanos" (son precisamente los que, en el campo del ejército pisano, no están instalados en las tiendas del círculo superior, pero que, sin embargo, se disponen, en armas, a atacar Mallorca y a los que el príncipe arzobispo estimula corno si estuviera en un foro mediante su arenga). Pero la franja en que se mantenían vivas las actitudes y la conciencia del civismo, por debajo de las "mesnadas" de caballeros, siguió siendo muy estrecha. También se domesticó a la masa del pueblo, pero de una manera muy diferente a como lo estaban los caballeros. A sus caballeros, el "juez público" (es así como las actas del concilio de Anse designan aún en 994 al titular del poder regio) los trataba como a sus hijos, a sus sobrinos o a sus yernos; en cambio entendía que podía tratar a todos los demás habitantes del territorio sometidos a su autoridad ("ban") como a miembros de su familia, término que hemos de tomar en su sentido primero: el de su entorno doméstico servil. El modelo privado invasor era aquí no el del parentesco, sino el de la servidumbre, y la imagen que se imponía a la mente de los contemporáneos era la del latifundio, legado de la alta Edad Media rústica. Esta presentaba el castillo bajo el aspecto de una corte patrimonial o "dominical" (curtis dominicalis), de aquel recinto que, durante la época carolingia, delimitaba, en el corazón mismo de la vasta explotación agrícola, la mansión del amo y sus anejos. Y mostraba los pequeños cercados, los "huertos" (cundes), ocupados por los campesinos bajo el aspecto de cabañas de siervos donde la aristocracia carolingia había recluido a sus dependientes inferiores.

 Había decidido en efecto instalar por parejas en sus respectivas parcelas a los hombres y las mujeres de sus chusmas serviles a fin de que procrearan y sacaran adelante a los hijos nacidos de su unión; era la mejor manera de administrar la parte de capital, de riqueza, constituido por los mancipia, de asegurar su mantenimiento y su renovación. El único inconveniente era el abandono, al ponerles casa, en manos de aquellos objetos animados que eran los esclavos, de una parte de vida privada. Aunque esta parte había sido tasada bien mezquinamente: los hombres así establecidos tenían que acudir, cada dos o tres mañanas, a la corte dominical, a permanecer allí durante toda la jornada, efectuando todos los trabajos que se les ordenara hacer, comiendo en el refectorio común, reincorporados por este procedimiento, a lo largo de media o casi media vida, al entorno doméstico primitivo; en cuanto a las mujeres de su casa, quedaban obligadas al trabajo colectivo en el gineceo, en el taller femenino de labores textiles; por otra parte, el amo seleccionaba a su gusto entre los hijos de estas parejas, ya que cada vivienda era un vivero gracias al cual mantenía en buena forma los equipos de sirvientes a jornada completa; y podía en fin echar mano de todo en las casas de sus esclavos, de las hijas para casarlas a su arbitrio —y si el padre quería reservarse este derecho, tenía que comprarlo—, así corno de una parte de la sucesión, del ganado a la muerte del padre, e incluso de las ropas a la muerte de la madre. Los corrales de los siervos no se hallaban, como los de los campesinos libres, protegidos por la ley contra la intrusión de un poder de exacción: no eran otra cosa en efecto que anejos de la mansión del amo, propietario de su contenido en hombres, en mujeres, en jóvenes, en bienes, en animales, igual que lo era de su propio horno, de sus propios establos y de sus hórreos.

 A comienzos del siglo XI, cuando se revela la organización feudal de la sociedad, se advierte con toda claridad que los dueños del poder originariamente político pretenden asimilar el territorio de su jefatura a un gran dominio, a un latifundio, extorsionar a todos los residentes y a todos los transeúntes que no son caballeros del mismo modo que extorsionan a los no libres que les pertenecen, y se puede ver cómo se convierten en instrumentos señoriales los instrumentos del poder público, cuando se aplican sobre la parte desarmada del pueblo. De la misma manera que en torno del príncipe o del conde el tribunal público superior se transformaba en una reunión familiar compuesta de parientes, de feudatarios, de caballeros privados, las asambleas reunidas en el campo para juzgar a los humildes de condición libre se convirtieron en tribunales domésticos; los señores de los castillos delegaban para su presidencia a uno de sus servidores, y a la gente menuda, cualquiera que fuese su estatuto, se la corregía allí como en otros tiempos a los esclavos de las grandes propiedades. En la región del Máconnais, la transformación se había realizado ya hacia 1030. Fue menos precoz en otras regiones, pero tuvo como resultado el desvanecimiento progresivo de la distinción entre los "pobres" (empleo el término propio de la época, que se aplicaba a todos los hombres sin poder y sometidos a la autoridad —"ban"— del castillo) de los que en otro tiempo habían sido tenidos por libres y los otros. Lo que no era más que una consecuencia natural, ya que donde se mantenía viva la noción de libertad era en las asambleas aldeanas, en las que este individuo tenía derecho a sentarse v aquél quedaba excluido porque era cosa sabida que su cuerpo pertenecía a algún otro por nacimiento, y tal mujer podía (cito un acta de fines del siglo XI transcrita en uno de los cartularios de la abadía de Cluny) "probar legalmente" que no caía bajo el dominio privado de quien pretendía ser su amo. Cuando semejantes asambleas, en un principio públicas, vinieron a confundirse con instancias que, en el interior de las familias, castigaban las conductas inconvenientes de los no libres, la noción se vino abajo, como es evidente. Eso sí, lentamente: fueron necesarias tres generaciones para que los redactores de documentos dejaran de oponer, en los campos del Máconnais, los servi a los liberi homines. Pero, cincuenta años antes, la expresión terna francorum, la tierra reservada a los "francos", o sea a los hombres libres, para su uso colectivo, había caído ya en desuso, puesto que los campesinos, francos o no, tenían ahora acceso a las tierras comunales bajo el control del señor con jurisdicción. Y ya en 1062, un escribano que redactaba un acta de donación denominaba globalmente a los hombres que eran objeto de la cesión los "esclavos" (servi); y se consideraba en la obligación de precisar: "estos esclavos, lo mismo si son libres que si son esclavos", porque no se había perdido del todo el recuerdo de la distinción teórica; siendo así que de hecho se los cedía en montón, por parte de su común propietario privado, como un rebaño.

 He aquí, por tanto, el segundo efecto de la invasión por lo privado del derecho de dominio sobre los "pobres": todos los seres humanos que, en el área a la que se extendía su poder, no eran cosas suyas, pretendieron los dueños del poder coactivo que se "confiaran" también en sus Manos, igual que los caballeros, que se entregaran a ellos. Un documento de Cluny relata un hecho que se había producido hacia 1030 en una aldea de las riberas del Saona: había venido a establecerse allí un "hombre libre"; y allí residió "en libertad", pero al cabo de un tiempo hubo de "encomendarse" a los señores del lugar. Commendatio, el término es el mismo que para el acto de fidelidad a un hombre de guerra, y los gestos rituales no diferían seguramente demasiado, si bien era muy otra su consecuencia: una "encomienda" así (commendise) no integraba en la parentela sino en la familia, en el grupo de los dependientes inferiores obligados a servir, no noblemente, filialmente, como los caballeros, sino servilmente, sin pertenecerse ya, como objetos de apropiación. Los ricos-hombres del Máconnais ceden y venden en el siglo xi sus "francos" corno venden y ceden sus esclavos. A estas gentes se las sigue llamando aún libres, pero su vinculación es también hereditaria; su amo y patrón penetra en sus casas para apoderarse en ellas de lo que le viene bien de su herencia; no se pueden casar sin su consentimiento. Cuando por fin el vocabulario de los documentos se adapta, un siglo después de la gran transformación, hay dos expresiones muy significativas que se introducen en ellos para calificar el conjunto de los dependientes entre los que ya no queda nada de los estatutos que en otros tiempos distinguía la ley: un amo puede decir, de éste o de aquél, es mi hombre "propio": me pertenece, es propiedad privada mía; o bien, es mi "hombre de cuerpo": su cuerpo me pertenece.

 Es cosa evidente, sin embargo, que los dueños del poder feudal no consiguieron, salvo en casos excepcionales, reducir a servidumbre a todos los "pobres" del territorio que dependía de su fortaleza. Escaparon a ella aquéllos de entre los humildes que constituían la dependencia doméstica de las casas de caballeros establecidos en el distrito, hombres de cuerpo a su vez, pero cuyo cuerpo era propiedad de otro dueño; como dicen los estatutos dictados en 1282 para la ciudad de Orange, eran los de mainada hospicii, los que formaban la manade de una mansión (hotel), de una casa lo suficientemente vasta, lo suficientemente segura para conservar su autonomía frente al poder del castillo. Escaparon también a este poder algunos grupos de hombres y de mujeres designados por el texto como "residentes" (manentes). El poder señorial dejaba sentir menos su peso sobre éstos, y su carácter público no se había borrado por completo. Así, por ejemplo, la carta de Tende redactada después de 1042 distingue, entre los servicios debidos al conde, aquéllos que, indefinidos como lo eran las obligaciones de los esclavos, le deben los homines de su mamada, de aquellos otros por el contrario especificados a los que se hallan obligados los homines habitatores. Sin embargo, para este tipo de gentes que había podido defenderse mejor, ya que sus padres se habían negado a cumplir los ritos de sumisión, de dejarse englobar en una u otra de aquellas familias tentaculares, tampoco dejaron de revestir una fuerte tonalidad familiar las exigencias del hombre que, considerándose su dominus, pretendía dominarlas, ni las prestaciones que requería en nombre de la protección que les había brindado. Como, en fechas determinadas, tenían que acudir a la casa del jefe a ofrecer lo que se llamaba "obsequios", y a cumplir con ciertas prestaciones personales en sustitución del servicio de armas del que habían quedado descargados, se trasladaban durante un cierto tiempo a la "corte" del señor, instalándose con respecto a él en una relación de convivialidad, de obediencia. Había también otra especie de exacción, aquellos derechos denominados de "cama", de "albergue", de recepción (recet), que producían un efecto semejante. Su origen público es indiscutible: en la Antigüedad tardía, los magistrados que tenían que desplazarse eran albergados por los ciudadanos. Sólo que, en los siglos XI y XII, esta hospitalidad obligatoria abatía periódicamente las barreras que protegían la vida privada del villano; la familia entera de su señor se le venía encima a hartarse y campar en su corral, y él tenía que pasarse un día, una noche, como en familia, si no con el señor mismo, al menos con uno de sus caballeros. Y si acababa por triunfar su obstinada resistencia a semejante intrusión, o bien obtenía que se limitara el derecho de cama o albergue, quedaba la obligación de saldar la equivalencia; los campesinos considerados "libres" no tenían más remedio que echar mano del vino de su bodega, del pan de su artesa, de las monedas de su cofre, y hasta de sus colchones cuando el señor y su séquito venían a pernoctar en la aldea —y era toda una victoria popular conseguir semejante "franquicia"; la autorización para el villano y su mujer de conservar al menos la suya—. En el pueblo sometido, que los escribientes más seguros de su vocabulario no llamaban ya populus, sino plebs, el caparazón de la vida privada había venido aquí a adelgazarse y disgregarse: el proceso de feudalización había hecho que, en todos los peldaños de la jerarquía social, se dilatara en las relaciones de poder lo que hasta entonces se había mantenido encerrado privadamente, lo había propulsado como una marea, rompiendo los diques. Paradójicamente, cuando la sociedad se feudalizó, hubo cada vez menos vida privada porque todas las formas de poder se fueron convirtiendo en privadas cada vez más.

 El campo de lo religioso no escapó tampoco a semejante invasión. Los cristianos de la época feudal, al menos aquéllos cuyas actitudes es posible conocer, se presentan ante la divina potestad en las posturas rituales de quien hace entrega de sí: como los caballeros que se confían al señor del castillo, están de rodillas, con las manos juntas, aguardando una recompensa, a la espera de verse paternalmente acogidos en el otro inundo, aspirando a introducirse en el ámbito privado de Dios, en su familia, pero en el grado conveniente al "orden" del que forman parte, es decir, al pie de una jerarquía de sumisión. Tratan de alcanzar un lugar en uno de aquellos espacios privados subalternos que se ajustan unos en otros en el interior de lo privado divino. Saben que el Dios juez, el Cristo del día postrero, pronunciará sus sentencias rodeado de un consejo privado, formado por sus familiares; y se dirigirá a ellos como lo hacen los señores en las cortes feudales, dando sucesivamente la palabra a sus barones, a fin de que cada uno de ellos defienda la causa de sus propios fieles, de quienes le han prestado su fidelidad. Este papel de asesor lo ejercen los santos, cuyo poder terreno procede del privilegio que tienen de hallarse sentados desde ahora en el cielo junto al Señor y poder dar su parecer. Terribles a veces, vengativos, tomándose el desquite por su cuenta —pensemos en la irascible santa Foy— contra aquéllos que se atrevieron a tocar su ganado o su vino, el ganado y el vino de sus servidores, los monjes cuya comunidad cuida del santuario en que reposan sus reliquias, y que son sus domésticos. El cristiano se halla, por tanto, convencido de haber contraído una obligación de sumisión y de fidelidad con los santos, habiéndose convertido así en una especie de subvasallo de Dios. El medio más seguro de atraerse su benevolencia consiste en convertirse también en su doméstico ingresando en una de aquellas comunidades monásticas, profesando en ellas. ¿Cuántos caballeros en el siglo xi no decidieron, en su lecho de muerte, vestir el hábito de san Benito, asegurándose mediante una buena donación al monasterio más próximo el derecho de ser contados in extremis entre los servidores de un patrón sobrenatural? ¿Cuántos, pagando a su vez el derecho de entrada, no intentaron hacerse admitir al menos como cofrades de tal o cual comunidad religiosa? ¿Y cuántos no hicieron donación de sí mismos, mediante los ritos no ya del vasallaje, sino de la servidumbre, entregándose como esclavos, convirtiéndose en la propiedad de un santo, en sus hombres o sus mujeres "de cuerpo", tales aquellos "santeros", muchos de los cuales procedían de la más alta nobleza, tan numerosos en Alemania, o en Lorena, protegidos ya desde ahora en este mundo y en el otro por su dueño, en cualquier caso alineados bajo su estandarte, que corno ya se ha visto era un signo de apropiación?


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 81; Мы поможем в написании вашей работы!

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