Lo privado personal dentro de 7 страница



 Si se pasa de lo imaginario de los hombres de Iglesia al de la caballería, he aquí un texto escrito a fines del siglo Xlll para la diversión mundana; construido sobre un tema sagrado, el espíritu cortés lo penetra de manera casi sacrílega; se titula la Court de paradis (lit. Corte de paraíso o paradisiaca). Court con una te, o sea curtis. Pero también curia: Dios Padre "quiere reunir su corte", una corte plenaria, el día de Todos los Santos. Hace acudir, por tanto, a los señores y a las damas de su casa; sus heraldos van "por los dormitorios, las cámaras y los refectorios". La mansión es vasta, repartida como lo están en esta época los castillos más modernos en diversas piezas, cada una de ellas reservada a una categoría particular de la sociedad doméstica; una cámara es para los ángeles, otra para las doncellas... En cualquier caso, la reunión que va a celebrarse es la propia de una familia; de hecho, lo que Jesucristo tiene ante sus ojos es su "mesnada", "aparejada para alegrarse". He aquí la expresión clave: una fiesta, y en esta ocasión un baile. En el lugar de honor preside la señora de la casa: Nuestra Señora. Música y danza: la sociedad entera invitada a cantar. Ingenuamente, se nos muestra el paraíso como una casa jubilosa en la plena intensidad de su sociabilidad, reunida, al unísono del canto llano y en el círculo de la ronda, por el amo, el senior; cuyo deber consiste en "entretener a la corte". Aquí se interfieren la visión sagrada —alegría inefable, coro seráfico, caridad unificante— y la profana, la cortés —amor delicado, a manera de caridad, que reúne en un cuerpo, para el buen orden, a todos los comensales del príncipe.

 Un poema como éste nos lleva a orientar las pesquisas hacia la literatura de evasión cuyos vestigios se multiplican a partir de finales del siglo mi. Se descubre en ellos mansiones de ensueño que ya no son celestiales. De los textos más significativos, analizados durante uno de nuestros encuentros en Sénanque por Michéle Perret, emergen principalmente tres impresiones. La primera es la de una imprescindible clausura y se advierte así, desde que se aproxima uno al umbral del siglo Xlll, cómo se despuebla el área circunscrita por estos muros, cómo se convierte en el marco de una aventura solitaria. Segundo rasgo: la imagen doméstica ideal se halla muy fuertemente erotizada en aquellas obras com puestas por "jóvenes", por hombres célibes; la imagen es la de una especie de reserva de mujeres, encerradas, guardadas y tanto más tentadoras: la torre de las doncellas, llena de muchachas. Se transparenta aquí el fantasma recurrente de la libre copulación, reprimido, que también puede identificarse traspuesto a mito de los orígenes en el relato de Dudon de Saint-Quentin a comienzos del siglo Xl, así como en las conversaciones mantenidas, trescientos años más tarde, por el cura Clergues en Montaillou, y que los defensores de la ortodoxia proyectaron a su vez, con intención difamante, sobre las reuniones secretas, nocturnas y fascinantes de las sectas heréticas. Sin embargo, cuando, en la novela cortés, se localiza el juego amoroso, cuando, una vez forzado el recinto cerrado, el héroe logra apoderarse de una de las mujeres prohibidas, la unión, adúltera, tiende a tener lugar en un lugar subterráneo: el amor no se hace a la luz y, cuando es ilícito, ha de soterrarse, hablando con propiedad. Mientras que, en el sueño profano, y ésta es la tercera impresión, la morada perfecta es aérea y luminosa: mil ventanas, y la oscuridad acosada por la proliferación de las luminarias. La imagen se refuerza con el recuerdo de los jardines sobre el Orontes, las delicias turcas, las aguas murmurantes y todos los aderezos imaginables. El paraíso se fantasea como una mansión abundantemente poblada, exultante, y la casa perfecta como un paraíso relumbrante, preparado para las dichas de la vida.

 En el monasterio, modelo de lo privado

 Porque no dejaba de ser posible contemplar con los propios ojos sobre la tierra algunas réplicas de las mansiones paradisiacas. Se trataba de los monasterios benedictinos, que pretendían ser su proyección en este bajo mundo, a la vez que sus antecámaras y sus prefiguraciones. Se presentaban por consiguiente como ciudades cerradas. Ante todo unos muros, un "claustro" (claustrum), cuyo acceso tenía que hallarse estrictamente controlado, una sola puerta, abierta o cerrada a ciertas horas como la puerta de las ciudades, y de ahí la importancia primordial de una dependencia, la hospedería que regía cualquier relación entre el interior y el exterior. Aunque los monasterios eran en primer lugar unas casas, cada una de las cuales abrigaba una "familia", unas casas que resultaban ser, en efecto, las más perfectas, las mejor ordenadas: por una parte, desde el siglo lX, los recursos más abundantes convergían hacia la institución monástica, impulsándola así hacia la vanguardia del progreso cultural; y por otra, todo se encontraba allí organizado en

 

 Plano de la abadía de Cluny a mediados del siglo Xl (segun K.J Conant).

 función de un proyecto de perfección, inequívoco, bien establecido, rigurosamente calculado, la regla de san Benito. Como sucede además que no hay ninguna otra casa que nos sea tan bien conocida como éstas, cuyas ordenanzas interiores se ponen de manifiesto gracias a cuantiosos documentos explícitos, parece un buen método proseguir mediante su examen la indagación de cómo se comportaban en conjunto los ricos en el ámbito privado.

 Entre 816 y 830, al tiempo que se difundía el renacimiento carolingio, y que el emperador Luis el Piadoso ultimaba la reforma monástica, aplicando fielmente el modelo benedictino, se había configurado un esquema teórico. Nos hallamos ante el trazado de la disposición ejemplar del espacio cenobítico: el célebre plano de San Gall, dibujado a escala, acompañado de una leyenda, sobre cinco trozos de pergamino cosidos. Fue sin duda el obispo de Basilea quien se lo envió al abad Gozberto, preocupado con la reconstrucción de la abadía. De alcance teórico, en efecto, por su voluntad de correspondencia estricta con las armonías universales, orientado y construido sobre los ejes del mundo en perfecto equilibrio aritmético, el plano descansa sobre un módulo de base de cuarenta pies, con la nave de la iglesia constituyendo el soporte de toda la composición. Ya que la iglesia se levanta en el corazón de este organismo, punto de intersección entre la tierra y el cielo: en este preciso lugar se lleva a cabo la unión con el paraíso, cuando la comunidad se reúne en él para cumplir su función primordial, cantar las alabanzas de Dios al unísono con los coros angélicos.

 Al sur del espacio litúrgico se halla establecida la residencia de la fraternidad. Sus disposiciones son semejantes a las de la villa antigua: un patio interior adosado a la iglesia; de un lado, la bodega, las reservas de alimentos, la cocina, la panadería; a continuación el refectorio, y encima un almacén para las prendas de vestir; por fin, contra el tercer muro, flanqueada por los baños y la letrina, una sala sobre la cual, en el piso superior, está el dormitorio que comunica con la iglesia; contiguos a esta residencia se extienden en toda su amplitud los anejos para la producción agrícola y artesana, las huertas, los hórreos, las caballerizas, los establos, los talleres y las casas de los servidores domésticos. Al norte, al otro lado de la iglesia, a la que se halla igualmente adosado, se encuentra el alojamiento del padre, del abad, una casa provista de su propia cocina, de su propia bodega, así como de sus propios baños. Al nordeste, en otra residencia, se hallan recluidos los alejados temporalmente de la comunidad fraterna, los enfermos y los novicios; residencia autónoma, pero desdoblada, ya que el local dedicado a las purgaciones y las sangraduras se encuentra relegado al ángulo extremo; finalmente, cerca de la puerta, al noroeste, los extraños a los que se ha franqueado la clausura se albergan en dos casas abastecidas del mismo equipo completo; la más próxima a la residencia del abad acoge a los visitantes distinguidos y a los escolares "externos", que no forman parte de la familia; la otra, situada del lado de los hermanos, se reserva a los pobres y a los peregrinos.

 Se advierte claramente que semejante organización de lo que trata es de reflejar las estrictas jerarquías de la corte celestial. En el centro está el lugar de Dios, el santuario; a su derecha, en la prolongación del tramo norte del transepto, el del abad, aislado: como al jefe de la familia, se le alza en solitario sobre un plano superior; a la izquierda del Todopoderoso, en tercer grado, se sitúa el grueso de la parentela, los hijos, todos ellos hermanos, todos ellos iguales, los monjes, homólogos de los ángeles, formando como éstos una milicia, una guarnición cuidada por un servicio doméstico siempre a su disposición en el refectorio, en virtud de un ideal de autarquía, de suficiencia; en el punto más alejado de la puerta, que es la fisura abierta al mundo corrompido, se juntan los inválidos y los jóvenes reclutas en periodo de formación, niños, viejos —así como los mismos muertos—, el cementerio se halla en este recinto; porque la parte más vulnerable de la comunidad debe, en efecto, estar al margen, resguardada, en razón de su debilidad, pero también protegida por la divina diestra; a esta misma derecha se encuentran los lugares consagrados a las funciones espirituales, la escuela y el taller de escritura, mientras que lo material, sustento del cuerpo, se relega a la izquierda de Dios. Es de notar también que las tumbas se alinean hacia el este, del lado de la aurora, símbolo de la resurrección, mientras que, hacia el oeste, del lado del poniente, de la perversidad del siglo, se alojan las gentes de paso.

 Este proyecto fue el que se aplicó a los monasterios del siglo algunos de ellos inmensos y desmesuradamente poblados: en Corbie, en 852, vivían 150 monjes; se daba de comer permanentemente a la puerta a 150 viudas y se recibía cada día en la hospedería a 300 huéspedes, al tiempo que los servicios desbordaban ampliamente fuera de la clausura, formando una importante población, como en torno de Saint-Riquier, en calles asignadas cada una de ellas a un equipo especializado de trabajadores. Sin embargo, en el plano de San Gall, correspondiente a la época feudal, las disposiciones generales del espacio monástico aparecen en contigüidad unas de otras; pero precisamente una tendencia a la concentración progresiva de algunas de ellas condujo al alejamiento de las restantes. Esto se comprende muy bien al ver cómo era el Cluny del abad Odilon, a mediados del siglo Xl (antes de las fastuosas construcciones de su sucesor san Hugo quien, tratando de desarrollar un sueño, el sueño imperial, lo hizo con referencia a otro modelo arcaizante urbano, que atribuía más espacio a lo público). La orientación es la misma; una puerta en el mismo lugar la iglesia en el centro, ligeramente desplazada; una edificación de la misma estructura para la comunidad fraterna; los enfermos y el cementerio al este; al oeste, un amplio patio de recepción, y la hospedería, desdoblada a su vez en dos. Pero no hay ya residencia particular para el abad, que aquí se reintegra en medio de sus hijos; como tampoco talleres, ni hórreos en el interior del recinto. En efecto, de acuerdo con la interpretación cluniacense de la regla de san Benito, el trabajo manual impuesto a los monjes se había reducido a meramente simbólico; se mantenía el ideal de suficiencia, pero el abastecimiento incumbía a unas explotaciones satélites, a unos "deanatos" dispersos por el campo, cuya estructura reproducía en forma más modesta, como se advierte hoy mismo con toda claridad en lo que subsiste del deanato de Berzé, las instalaciones de la casa madre. Esta no conservaba de hecho más anejos contiguos que las caballerizas; en una civilización ecuestre como ésta, el gusto por el caballo había penetrado en las usanzas monásticas: el abad de Cluny sólo se dejaba ver fuera del monasterio rodeado de un numeroso escuadrón. De la fabricación del vestitus, las distintas piezas de la indumentaria, de la provisión de los exteriora, todo lo que se adquiría fuera, estaba encargado en un "burgo" establecido a las puertas de la abadía, poblado de negociantes, artesanos y sirvientes asalariados, porque la comunidad estaba comenzando a echar mano con menor parquedad del instrumento monetario. De esta manera, en el seno de su clausura, el monasterio se había vuelto más homogéneo. Era efectivamente una sola vivienda. Se advierte con toda nitidez cómo, en su dimensión privada, la vida se hallaba regida por un conjunto de textos, de códigos consuetudinarios y de estatutos, que fijaban minuciosamente los usos.

 La cultura cluniacense concibió en efecto la convivialidad como una liturgia permanente y estrictamente ritualizada. Se ordena en torno de la persona del abad, integrado en adelante en la comunidad que dirige, y de la que no se separa ni para la comida ni para el descanso; si enferma, se une a los restantes enfermos en la enfermería; desempeña sus faenas en la cocina por turno como los demás. Se subraya así un rasgo importante, la voluntad reforzada del codo con codo, el temor al aislamiento: la vida privada se ha vuelto tan gregaria que el jefe de familia no dispone ya de un sitio al que retirarse al margen de los demás. Por el contrario, se han acentuado con respecto a él los signos de deferencia. Cuando llega o se retira, se levantan todos, así como se inclinan a su paso; en el refectorio se colocan dos cirios ante él y, cuando se dirige a la iglesia o a la sala capitular para la reunión cotidiana, uno de sus hijos lleva una luz encendida delante de él, lo mismo que cuando ha de desplazarse por la noche a lo largo de las dependencias conventuales. Al regreso de sus viajes, toda la comunidad se presenta ante él debidamente acicalada; a la entrada del templo, el abad abraza a los monjes, uno tras otro —rito de la acogida paterna—y ese día se sirve en el refectorio un plato suplementario —rito de la comida festiva--; por lo demás, se le distingue de los otros también en la mesa: se le presentan manjares más finos y vino de mejor calidad. La luz, el beso, el vino, el cortejo, todo el aparato de una "entrada jubilosa", corno se dirá más tarde de los reyes. El abad es, en efecto, el amo.

 Tiene bajo su exclusiva autoridad y rige con soberanía la sociedad doméstica entera. Pero no la gobierna él solo. Le asiste un equipo, un cuerpo intermedio, cuyos consejos ha de aceptar, constituido por aquellos a quienes los códigos consuetudinarios denominan los seniores, una palabra que pone de relieve lo que es un rasgo primordial de sociabilidad interna, la necesaria subordinación de la juventud a los ancianos. El abad cuenta además con el apoyo de los jefes de servicio, de los oficiales. El "primero", el prior; es una especie de vice-amo, que suple en todo al abad cuando éste no se encuentra a disposición. Los responsables de los cuatro sectores están a sus órdenes. La iglesia está confiada al sacristán, que la abre y la cierra a las horas prescritas, se ocupa del cuidado de los accesorios de uso litúrgico y de los instrumentos sagrados que utiliza la comunidad para el cumplimiento de su función específica. Al camarero se le confía lo que se guarda en lo más interior de la casa, en la "cámara"; es, por tanto, el responsable del dinero, y de lo que se procura con él —que no cesa de aumentar durante los siglos XI y XII todo lo que entra en el monasterio, por donación, renta o compra, en tejidos, en vino, en metales preciosos o en moneda, va a parar a sus manos, que son las que aseguran su juiciosa distribución; él es quien renueva cada primavera el vestuario de los monjes, y cada otoño, en vísperas de Todos los Santos, sus jergones y los paramentos de sus lechos; como es el que proporciona las herraduras para los caballos, las navajas de afeitar y provee a todo el alumbrado menos al de la iglesia. Lo referente al victus, a los víveres, y que normalmente es producto de las tierras del dominio, es algo que concierne al cillero o despensero; es el dueño de la despensa o bodega, donde duerme un monje de guardia y se mantiene ininterrumpidamente una luz encendida; el mismo que reparte, cada día, las raciones de comida, con la ayuda del encargado de la custodia del vino y del encargado del granero, que es el que reparte la harina y también el agua, y que se cuida en consecuencia del lavado de la ropa; y finalmente, con la ayuda del condestable, que es quien pone orden en el boato profano de Cluny, la caballería.

 Las relaciones con las gentes de fuera, menos puras y que se mantienen en un nivel inferior al de la dignidad monástica, constituyen el cuarto oficio, compartido por el hostelero y el limosnero. Este reparte las sobras entre los indigentes; fuera de los muros, en la aldea, visita cada semana a los enfermos obligados a guardar cama (pero no a las mujeres: unos sirvientes laicos a sus órdenes son los encargados de esta tarea) y mantiene dentro del claustro a dieciocho pobres racioneros, o sea pensionistas: se trata de aquellos habituales pobres de solemnidad cuya presencia se consideraba entonces indispensable en cualquier casa acomodada. Del limosnero depende también la acogida a los pobres de paso: albergarlos es una función de caridad. En cambio la de la hospitalidad es algo muy distinto: los viajeros de calidad, que proceden del mismo medio social que los monjes, y a los que éstos reciben como amigos —y a estas gentes se las reconoce porque no viajan a pie sino a caballo—, se alojan en otros locales que administra el propio hostelero. En el curso de la campaña de construcción llevada a cabo por al abad Hugo a fines del siglo Xl, esta hospedería se convirtió en una imponente edificación de 135 pies por 30, dividida en dos partes —y he aquí, bruscamente, un rayo de luz dirigido sobre lo que estamos tratando precisamente de ver, las ordenanzas domésticas de la aristocracia laica—; dos dormitorios, uno para los hombres, con cuarenta jergones y cuarenta letrinas individuales, y otro, con treinta lechos y treinta letrinas, para las damas, "las condesas y las demás mujeres de honor"; entre ambos, estaba el refectorio en que se encontraban los dos sexos ante unas mesas dispuestas al efecto; era una sala suntuosa, provista de manteles, de copas, servida por una abundante servidumbre, un maestresala, un cocinero, un portero, un muchacho encargado de la limpieza de las polainas y de traer el agua, y un burrero que abastecía de leña para la chimenea, todos ellos asalariados a las órdenes del hospedero, que era el intermediario con el exterior, en contacto con lo que ensucia; y precisamente por ello, no lo olvidemos, encargado por oficio de la limpieza de todas las letrinas del monasterio.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 75; Мы поможем в написании вашей работы!

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