Lo privado personal dentro de 6 страница



 El pueblo devoto adquirió así, irresistiblemente, la fisonomía de una inmensa parentela repartida en diversas viviendas, colocadas cada una de ellas bajo la protección de un santo o de la Virgen, acogedoras, englobantes, tentaculares también, y a lo largo del siglo XI se fue desplegando el sueño de introducir la humanidad entera en las múltiples casillas de la servidumbre celestial. Un sueño así fue el que alentó la empresa de los promotores de la paz de Dios. Pretendieron encauzar el poder que emanaba de las fortalezas, levantando nuevos recintos frente a su presión, aislando determinados lugares y momentos, a fin de delimitar así otro dominio privado, el de Dios. Violar aquella privacy, saquear los santuarios, los espacios bordeados de cruces que los rodeaban, los "cementerios", las sauvetés- (aldeas a salvo, creadas en el Mediodía francés), robar durante los días consagrados especialmente a Dios, equivalía a desafiar su Omnipotencia, a correr el riesgo de atraerse su Venganza, su venganza privada. También equivalía a desafiarlo poner la mano sobre los hombres y las mujeres considerados como pertenecientes a su Casa en razón de su condición, clérigos y monjes, mujeres solas, pobres. Como lo era también pretender apoderarse de aquéllos a los que Dios había acogido en su hospitalidad sin medida, en todos los asilos abiertos a los desarmados y a los fugitivos. Eran sus huéspedes, que se hallaban en su mundium, bajo la protección de su mano.

 Uno de los efectos de la institución mediante la paz y la tregua de Dios de un ámbito privado secularizado fue el de disponer de un marco adecuado para asambleas comunitarias y, con ello, propiciar a este nivel la reconstitución de un espacio público. Las iglesias donde se bautizaba, y donde se absolvía a los muertos, se convirtieron en efecto en el punto de cristalización de pequeñas sociedades cerradas constituidas por los habitantes de la parroquia, muchos de los cuales, durante los siglos Xl y Xll, acudieron a cobijarse a la sombra de la edificación eclesiástica, en el espacio de inmunidad que los reglamentos de paz ponían al abrigo de las violencias. Al reagrupar a los "pobres" en solidaridades de vecindad, aquellas concreciones aldeanas formaron una especie de corraladas colectivas defendidas contra cualquier intrusión, y los que se retiraban a ellas, unidos entre sí por la coposesión de los derechos de uso sobre la parte del terreno que no se cultivaba ni era de sembradío, pudieron resistir mejor las exigencias señoriales. En algunos de aquellos lugares, más comúnmente en las aldeas revitalizadas por la recuperación de las actividades comerciales, la cohesión y la "amistad" se institucionalizaron, cimentadas en prácticas de comensalidad originarias del fondo de los siglos, al reunir a los miembros de las asociaciones de defensa mutua para comer juntos periódicamente, y sobre todo para beber en compañía. Intervino a su vez en todo ello el ritual de los juramentos colectivos que el movimiento por la paz había logrado imponer a la gente de guerra a fin de neutralizar a los fautores de discordia encerrándolos en un cerco de obligaciones pacíficas, el mismo ritual que, trasladado a los humildes, reunió a los jefes de familia del poblado. Era cosa establecida que la "concordia" —cuestión de corazón—se mantendría en el seno de estas uniones al margen de cualquier injerencia de un poder dominante, gracias a un compromiso amistoso, a "la mano de los vecinos", como rezan los usos del burgo de Cluny redactados en 1166. Por consiguiente, en lo privado, como si se tratara de una familia, el poder llamado público no intervenía más que en casos de fractus villae, cuando la comunidad entera se sentía conmocionada por algún gravísimo crimen, por uno de aquellos adulterios "públicos", de aquellos latrocinios "públicos" cuya persecución en la ciudad se reservaba el conde, incluso dentro del territorio privado dependiente de la catedral, y aun cuando los culpables dependieran directamente del obispo y del cabildo.

 Sin embargo, y una vez que el odio había quedado proscrito de estas asociaciones —puesto que, por ejemplo, las instituciones de paz promulgadas en Laon en 1128 no se limitaban a prohibir las violencias en el interior del espacio protegido, sino que condenaban también a cualquiera que "a causa de un odio mortal contra otro lo persiguiera si se marchaba de la ciudad o le tendiese una emboscada a su regreso", con lo que toda agresividad había de expulsarse del grupo y proyectarse hacia el exterior contra quien osara lesionar los intereses colectivos—, fue adquiriendo cuerpo del modo más natural un poder de control interno, y surgió un grupo de notables encargado de los menesteres de conciliación, con lo que pudo verse, de arriba abajo de una autoridad de tutela limitada a la dirección de expediciones llamadas "públicas" y al ejercicio de una justicia que durante el siglo XII empezaba a denominarse "suprema", cómo se configuraba, en el seno de lo privado colectivo, en torno de la noción de bien común, un área de acción pública distinta de los ámbitos privados particulares. En efecto, durante la alta Edad Media, ni la "paz", ni la "amistad" (nombres que se daba con frecuencia a la asociación) reunían a todos los habitantes, como tampoco lo había conseguido el "pueblo". Sólo quedaban comprendidos en la solidaridad los varones adultos que no se encontraban en dependencia doméstica. El texto de la convención concluida en 1114 en Valenciennes es muy claro al respecto: los hombres (viri) ingresan ritualmente en la comunidad activa a los quince años cumplidos; se excluyen de ella, por tanto, por más que se hallen comprendidos "en la paz de la ciudad", los muchachos menores, todas las mujeres "cualquiera que sea su estatuto y grado", y finalmente los monjes, las monjas y los clérigos, porque son todos ellos siervos de Dios. Se precisa además que "todo amo (dominus) puede, dentro del recinto urbano, flagelar, azotar a su dependiente (diens) o a su esclavo (servus) sin hacerse culpable de violación de la paz; y si los esclavos que viven juntos en la misma casa se apalean entre ellos, las quejas y los castigos tienen que ir a parar al amo, es decir, al dueño de la casa (dominus hospicii), y los jurados de la paz no deben inmiscuirse de ninguna manera, salvo si hay de por medio una muerte (...)". "El esclavo, que come el pan de su amo, no puede testimoniar con su amo contra nadie por violación de la paz". De esta forma, dentro del espacio pacificado, sometido a la ley común, o sea pública, hay islotes que escapan a esta misma ley, casas cuya inmunidad se halla protegida muy especialmente por esta misma ley. El "asalto", o la efracción de una de ellas, se castiga con la tarifa más alta, la de los crímenes "públicos". Fijados por escrito a comienzos del siglo Xlll, los usos de Picardía, Athis, Oisy, Walincourt, reconocen el derecho de defensa propia: no se castiga a nadie por matar a un asaltante dentro de casa; el que haya golpeado dentro de una casa a alguno de sus habitantes es reo de una multa muy pesada: 40 sueldos; si el agresor había tratado de introducirse por la fuerza, tenía que pagar 100 sueldos; y 200 si había conseguido sus propósitos. Una prueba del fulgurante valor simbólico atribuido al recinto privado: la comunidad se venga de aquél de sus miembros que ha quebrantado el contrato de amistad destruyendo su casa. Venganza, pero en este caso pública, que es lo que se pone de manifiesto en Valenciennes donde corresponde a los magistrados, a los "jurados de la paz", decidir la operación (en Ham, es el alcalde de la comuna quien asesta el primer golpe, por tres veces), mientras que a los hombres que colaboran en el derribo, y que actúan en nombre del bien común, no les puede alcanzar ningún perjuicio: "No puede por esto originarse guerra (es decir, venganza de una casa contra otra, impulsada por un grupo de parientes y amigos contra otro grupo semejante), odio, ni emboscada, ya que lo llevado a cabo se hace en justicia y por mandato de la autoridad".

 Permanencia, por tanto, en todos los niveles del edificio social, de una distinción entre lo público y lo que no lo es, pero también fluidez, vaivén entre uno y otro de los dos dominios, por lo que semejante interpenetración no deja de hacer muy relativa la noción de vida privada en los tiempos feudales. A fin de ponerlo más de relieve, he aquí el análisis de un episodio de la historia de Génova, tal como lo relata el notario de la comuna. Esta "comuna" era en realidad una "compañía", una asociación de derecho privado establecida por un tiempo limitado, como una sociedad de comercio, entre los jefes de algunas grandes casas, con sus torres, como símbolos de poder, erigidas las unas frente a las otras, en estado de recíproca bravata. No obstante, los asociados habían delegado un poder a determinados magistrados, los "cónsules", título éste que, tomado en préstamo del vocabulario de la antigua Roma, hace expresamente referencia a la noción de res publica, puesto que la función consular consistió precisamente en contener los impulsos agresivos. En 1169 había una "guerra" declarada desde hacía cinco años, nacida de una reyerta en la playa entre gente joven de dos casas rivales. Y se intentó una reglamentación cuyas modalidades merecen nuestra atención. En primer lugar, se exigió de todos los ciudadanos de la población un juramento de paz, hecho en público, por el que se comprometían a perseguir a quien quebrantara el orden. Si no se llegó enseguida a derribar las casas de los dos jefes de los clanes hostiles, sí que se las hizo ocupar mediante una guarnición pública. Luego se organizaron combates públicos; "seis batallas o duelos en campo cerrado entre los mejores ciudadanos", en el patio del palacio público, que era el del arzobispo, el gran patrón, investido de los re galia. Sin embargo, ante semejantes disposiciones, lo privado hizo frente: "los consanguíneos y los aliados de cada parte" acudieron a suplicar al magistrado que procediese de otro modo, convocando una asamblea de reconciliación: entonces cambia la decoración; ya no es el de la paz cívica; la ciudad entera se transforma corno en un área de salvaguardia, como en un espacio colocado bajo la paz de Dios; se plantan cruces en cada puerta y el día fijado acude el clero en su totalidad, conducido por el arzobispo, con ornamentos de fiesta y portando reliquias. Se llama a los dos "jefes de la guerra" a que juren la paz sobre los Evangelios. Uno de ellos rehúsa. Plantado en su sitio, impertérrito a pesar de las súplicas de la parentela, evoca "a gritos" a los muertos de su linaje "a causa de la guerra"; al final lo arrastran hasta el libro a fin de poner término a la venganza. Se trataba, indudablemente, de una venganza privada. Pero el compromiso de paz, ¿fue privado o público? Ambigüedad.

 Para referirme una vez más a Italia, donde el recurso precoz a las escrituras notariales nos permite percibir mejor las cosas, y que alimentaba también por aquel entonces una reflexión de vanguardia sobre la lógica jurídica, añadiré para acabar algunas palabras sobre un fenómeno de refracción de las ordenanzas de lo público sobre lo privado, cuando se trataba de mantener la paz en el interior de un grupo familiar cuya proliferación había llegado, en el siglo Xlll, hasta tener que dividirse a su vez en múltiples familias. Me refiero a aquellos acuerdos de consorteria que organizaban la parentela como una comuna, y con el mismo propósito: "para el buen estado y el incremento de la casa". Semejantes pactos imponían un juramento de paz, pero sólo a los varones de más de dieciséis años; además, promulgaban un código; instituían una "cámara" para el dinero común, así como un magistrado, llamado a su vez cónsul, cuyo papel era el de garantizar la concordia, y que para ello hacía recitar periódicamente el texto de la convención a sus hermanos, a sus sobrinos, y los reunía en un día fijado para elegir al término de su mandato a su sucesor. Es perceptible, por tanto, en el mismo corazón de aquellas "casas", (le aquellos "albergues", cuyo ayuntamiento formaba la asociación comunal, la presencia de una autoridad, familiar y privada, ciertamente, pero que es curioso lo poco que difiere de aquella otra tenida por pública y que gestionaba el conjunto de la vasta casa englobante que era la comuna. En el seno de cada molécula parental, este poder, que emanaba de la gente masculina y adulta, se deslizaba por entre los intersticios de las células estrictamente privadas, y aseguraba el acuerdo entre ellas. Pero también se comprueba con toda claridad que no pretendía introducirse por la fuerza en aquellos hogares, porque éstos se hubiesen resistido a ello con toda resolución.

 Resistencia, barrera alzada: se tiene la impresión de que, en lo más profundo de estas articulaciones sociales, se tropieza al fin con un núcleo duro, el grupo de parentesco elemental, la "familia" constituida por un hombre, su esposa, sus hijos solteros y sus servidores. La casa. Una de aquellas casas que intercambiaban mujeres, públicamente, exhibiéndose entonces en las plazas y las vías públicas en cortejos brillantemente desplegados, y eso que sólo se trataba de un simple tránsito, de un necesario intermedio de ostentación entre dos ceremonias a puerta cerrada, los esponsales, celebrados en la casa de la muchacha, y las bodas, que tenían lugar en la del joven novio. Aquí mismo, sin embargo, en el seno de esta mansión, ¿la sala donde se celebraba el banquete nupcial era acaso menos privada que la alcoba o el lecho en que al final de la jornada habría de consumarse el matrimonio? En cuanto a nuestra joven, antes de que la entregasen en matrimonio su padre, su hermano o su tío, la habrían requerido para que expresara claramente su consentimiento. Pero sabemos que algunas de aquellas muchachas se obstinaban en rechazarlo, con lo que el poder del jefe de la casa se encontraba ante obstáculos que eran otras tantas barreras que protegían auténticos islotes de autonomía individual. Nos disponemos a penetrar en lo más privado de la vida; algo que se sustrae a las miradas. Nuestra pesquisa, violando lo que son los límites ostensibles de lo privado, habrá de proseguir adelante hasta la persona misma, hasta su cuerpo, hasta su alma misma, hasta su intimidad.

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Cuadros

Georges Duby

 Dominique Barthélemy

 Charles de La Ronciére

 


La vida privada en las

 familias aristocráticas

 


De la Francia feudal

 Como ha podido comprobarse, durante la época feudal, o sea, durante los siglos XI y XII, lo privado no se deja aislar con facilidad de lo que lo rodea, lo penetra y lo resiste. Para desprenderlo de todo ello, importa mucho conocer a fondo en su globalidad y sus articulaciones la formación cultural y social en que se inserta. Resultaría poco prudente, en el actual estado de las investigaciones, tratar en conjunto de todo Occidente, mosaico de etnias con usos muy diversos, o de toda la sociedad, siendo así que la documentación no nos permite conocer de modo suficiente sino las capas dominantes. El ensayo que aquí se ofrece a la lectura se atiene, por consiguiente, a la mitad norte del reino de Francia y hace referencia tan sólo a las familias de la aristocracia. Sometidos al poder privado del jefe de la casa, los miembros de estas familias se hallaban encerrados en una doble red de relaciones, las unas de convivialidad y las otras de parentesco. Hemos decidido examinarlas por separado. Dominique Barthélemy se ocupa del linaje y el matrimonio, temas sobre los que he escrito con abundancia en otras obras y que no deseo en absoluto resumir aquí. Por mi parte, me he hecho cargo de lo referente a la vida familiar.

 G. D.

 


Convivialidad

 El sueño

 Para tratar de entender lo que eran las relaciones de poder en el interior de las grandes familias feudales, los usos y los ritos de una sociabilidad privada, ¿no es acaso lo mejor comenzar por considerar los sueños, las representaciones imaginarias de la perfecta morada, y partir del paraíso, de la estancia de los elegidos en el otro mundo? De los textos que lo describen, cabe fijarse ante todo en los que cita Jacques Le Goff en su Purgatorio (págs. 151-153), y que datan de la más alta Edad Media. Según la visión de Sunniulfo, relatada por Gregorio de Tours, los que triunfan de las pruebas de este mundo acceden a "la gran mansión resplandeciente de blancura", y viene a ser análogo lo que alcanza a ver dos siglos más tarde otro visionario. "Al otro lado del río, grandes y altos muros resplandecientes"; si bien san Bonifacio, que es quien deja constancia de este segundo sueño, pone en guardia a sus lectores y explica: "Se trataba de la Jerusalén celestial". Por tanto, no una mansión, sino una ciudad: la metáfora es política, urbana, se refiere a la ciudad que, a pesar de su decadencia de entonces, sigue siendo fascinante gracias a todos aquellos monumentos al borde de la ruina, a lo que viene a añadirse el recuerdo de Roma, un refugio, público desde luego, dispuesto a acoger a todo el pueblo de Dios. Por otra parte, las arcadas que enmarcan las figuras de los evangelistas en las miniaturas carolingias no evocan precisamente una corte, sino los pórticos del forum. Sobre esta imagen primitiva, vino más tarde a sobreponerse la figura doméstica: la Iglesia romana pretende seguir apareciendo como la representación de una fortaleza. Pero, sin embargo, sigue siendo ante todo morada: sobre el tímpano de Conques, a la derecha del Cristo juez, del lado bueno, oponiendo sus alineaciones sosegadas al desorden de la parte izquierda donde los condenados se ven engullidos, puede distinguirse un símbolo arquitectónico: unas hornacinas abiertas a un lugar de concordia, a aquella paz de la que se disfruta en comunidad en el corazón de la clausura, pero cubiertas como por un manto y reunidas en una habitación colectiva por una sola techumbre protectora. Por la misma época, Bernardo de Clara val apostrofaba al paraíso en estos términos: "Oh mansión maravillosa, preferible a las más queridas tiendas", como un recinto sólidamente construido, para afincarse en él, y descansar, tras la vida inestable, desorientada, del horno viator: una morada, indudablemente.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 83; Мы поможем в написании вашей работы!

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