Lo privado personal dentro de 4 страница



 A decir verdad, la línea divisoria a la que siguen refiriéndose en el siglo x los textos oficiales se encontraba desde hacía mucho tiempo a punto de desvanecerse bajo la presión de lo privado, y no precisamente bajo el efecto de una infiltración de lo germánico en los ámbitos de la romanidad, de lo bárbaro en lo civilizado: el movimiento era ya perceptible en el interior de la cultura clásica antigua. Puede ponérselo en relación con la ruralización: la ciudad, especie de gran decorado levantado para realzar el brillo de las exhibiciones del poder público, se vio invadida lentamente por el campo, mientras que el poder de los magistrados tendía a fragmentarse, a diseminarse entre las casas rústicas. La "corte" sustituyó, por tanto, insensiblemente, como modelo primordial de toda vida social organizada, a la ciudad. Por supuesto, subsistió la idea, al menos en el ánimo de la gente culta, de que la función real consistía en mantener una comunidad de hombres libres en paz y justicia, la idea de que al rey le incumbía ser el agente de "la paz en su plenitud", corno escribe Jonás de Orleans a comienzos del siglo lX, y realizar la "unanimidad del pueblo". Sin embargo, a causa ante todo de la cristianización de la realeza, el rey, tenido por el representante de Dios, pero de Dios Padre, se convierte a su vez él mismo en un padre, investido de un poder análogo al de los padres que gobiernan en cada casa. Por otra parte, los poderes que ejercía revistieron el aspecto cada vez más evidente de una propiedad personal, hereditaria, patrimonial: el movimiento de apropiación de la cosa pública nació precisamente en la cima de la jerarquía política. Fustel de Coulanges lo advirtió ya: publicus, en la Roma antigua, designaba la cosa del pueblo; en la Galia franca, la cosa del rey; el poder regio se había convertido en un bien de familia transmitido por copulación, por concepción, por la sangre, y repartido en cada sucesión entre consanguíneos o bien retenido indiviso entre hermanos, igual que una casa. Insensiblemente, elpalatium, el palacio, donde el soberano administra justicia, fue considerándose como una mansión, y ello quedó subrayado por el deslizamiento de sentido que afectó a ciertas palabras, como por ejemplo la latina curia.

 Originariamente, el término había designado la curia del pueblo romano, luego el Senado, y, por tanto, la misma esencia de la magistratura pública; en los textos que conservamos, curia se inclina, a partir del siglo VIII, a confundirse con curtis, a designar ese ámbito cerrado del que el poder público se halla legítimamente excluido, al tiempo que los escribientes, y los mejores de ellos, usan a la inversa el término curtis cuando tienen que referirse al palacio real: in curte nostra, le hacen decir a Carlomagno en los diplomas de mayor solemnidad. Un claro testimonio de la compenetración de la que estoy hablando nos la ofrecen, por otra parte, las estructuras del palacio imperial de Aquisgrán, que fue el prototipo de todas las residencias principescas medievales. Algunos de los elementos de esta edificación, construidos con hermosas piedras como los edificios públicos de la Antigüedad romana, proceden de la gran decoración urbana, cívica: la puerta monumental, la galería, con sus dos cuerpos en los extremos, la basílica al norte donde el soberano dictaba las leyes y prescribía su aplicación, el oratorio al sur, precedido de un atrio donde se congregaba el pueblo para ver al soberano, en el piso alto, y poder escucharlo cuando hablara desde una loggia. Por cierto que en este lugar, el trono, en virtud de una suerte de introversión, se hallaba vuelto hacia el interior, lo que otorgaba al santuario el aspecto de un lugar cerrado que reunía a sus familiares a los pies del dueño, imagen terrena del Padre celestial. Por lo que hace a la fachada, ¿no daba la impresión de ser una curtís , una barrera en torno al espacio donde vivía el rey con sus domésticos, se bañaba, dormía en unas construcciones de madera y daba de comer a sus gentes? El palacio de Aquisgrán, así como los otros palacios carolingios, levantados después de él por los príncipes feudales, como por ejemplo el recientemente excavado que hizo construir en Fécamp el duque Ricardo de Normandía, presentaba ciertamente los rasgos de una villa rustica, abrigando un vasto círculo doméstico cuyos dos servicios mayores, la capil a y la cámara, habían invadido insidiosamente muchos edificios de apariencia pública. En la capil a, los eclesiásticos de la "familia" rodeaban al dueño durante sus oraciones públicas, pero le servían también más corrientemente cuando se retiraba a rezar él solo en los días "privados". Y en la cámara se guardaba lo que únicamente como un residuo lingüístico seguía considerándose, como la caja pública, el arca publica, siendo así que constituía en realidad lo más precioso de la res familiaris. Según el autor de una biografía de Luis el Piadoso, el arca en cuestión, en la mansión del monarca carolingio, "consiste en los ornamentos reales (emblemas del poder, asimilados ahora a objetos privados), las armas, los vasos, los libros y las vestiduras sacerdotales"; para el monje de San Gall, la cámara es un vestuario, un guardarropa donde se alinean las ropas de uso habitual, y sabemos por un diploma de Carlos el Calvo que data de 867 que el lino y la lana tejidos por la dependencia campesina se mezclaban allí con los regalos ofrecidos cada año al soberano por los grandes del imperio. Todo cuanto una generosidad como ésta, obligatoria aunque privada, así como las rentas exigidas a los esclavos introducían en la casa real, todo, con la excepción de los brebajes y del forraje para los caballos, se hallaba puesto, según las ordenanzas que regían la vida interna del palacio carolingio, bajo la supervisión de la esposa del rey, una mujer, que precisamente por su misma condición de mujer estaba excluida del pueblo, acantonada en el interior, lo que me parece muy expresivo del irresistible retorno del poder público a lo privado.

 Otro signo evidente: la naturaleza de los lazos que unen al rey con los miembros de su entorno. Este grupo (nómada, movilizado cada primavera para la expedición militar y, mientras tanto, para las partidas de caza en las zonas incultas) se reunía alrededor de las edificaciones palaciales o bien en el efímero emplazamiento de los campamentos, sobre todo en su condición de comensal: comer, comer todos juntos, en compañía del amo, visto como un protector nutricio, contarse entre los "comensales del rey" de los que habla la ley sálica. Eminente función simbólica de la comida en el corazón mismo de los ritos del poder. La adhesión, expresada por el término obsequium, es decir, la deferencia, el servicio libremente consentido, colocaba, por otra parte, a todas aquellas gentes bajo el patrocinio del soberano. La adhesión se anudaba mediante gestos de manos, mientras el amo tomaba entre las suyas las de aquél que, entregando así su persona, adoptaba la postura de un hijo ante su padre. Inevitablemente, a lo largo de los siglos VIII, IX y X, a causa de la creciente importancia atribuida a los gestos que distribuían el alimento e instauraban una confianza seudofilial, fue progresando la asimilación de la functio, es decir, del servicio público, a la amistad, al reconocimiento del "criado" y a la sumisión del cliente.

 La asamblea que reunía cada primavera en torno del rey carolingio todo lo que contaba en el Estado se vivía de esta manera como una reunión de familia, con intercambio de obsequios y banquete, lo que, subrayémoslo, provocaba la necesaria ostentación de la privacidad regia. Porque, entre lo privado y lo público, se daba desde luego una compenetración, una ósmosis: si el palacio tendía a parecerse a la casa de un particular, la de cualquiera que tuviese en sus manos una parcela de poder regio tenía que adoptar el aspecto de un palacio y, por tanto, abrirse, desvelar su interior, en concreto mediante la institución de un ceremonial en torno de la comida del dueño.

 Y esto es lo que se produjo a partir del siglo lX en la cima de la aristocracia, entre los condes. Un conde ocupaba el lugar del rey ausente en cada uno de los palacios erigidos en las distintas ciudades: lo mismo que el soberano, tenía que figurar como persona pública y, a la vez, como padre bienhechor y nutricio, exhibiendo al respecto su "privanza". El proceso de feudalización se inició precisamente gracias a semejante difracción del modelo que proponía la casa real.

 


Feudalismo y poder privado

 Este movimiento se aceleró en los decenios que precedieron al año mil y, por efecto de una serie de rupturas a lo largo de la cadena de los poderes, se fueron entonces aislando determinados nudos de autoridad. Ante todo, autonomía de la mayor parte de los palacios locales que en otros tiempos visitaban los reyes durante sus incesantes peregrinaciones y que en los intervalos ocupaban los condes; éstos, en la Francia del año mil, consideraban ya desde hacía algún tiempo que la parte del poder público cuya delegación habían recibido del rey sus antepasados iba a quedar en adelante incorporada a su patrimonio; su dinastía hundía sus raíces en una necrópolis, y su descendencia se organizaba como linaje al modo de la descendencia real. Al tiempo que reivindicaban para sí los emblemas y las virtudes de la realeza, dejaron poco a poco de acudir con regularidad ante la presencia del soberano, y su retraimiento, como el de los obispos, hizo alejarse el recuerdo de lo que subsistía de público en la corte real. Después de los años 1050-1060, el rey capeto ya no estaba asistido más que por los parientes más cercanos, por algunos camaradas de caza y de combate, y en fin, por los jefes de sus servicios domésticos, mientras que el poder de paz y justicia se encontraba decididamente en manos de príncipes independientes que de vez en cuando se encontraban amistosamente en las fronteras de su territorio, en terreno neutro, comportándose cada uno de ellos como un dueño y señor que considerase la porción del reino sometida a su poder como un apéndice de su propia casa.

 La invasión de imágenes mentales y de usos que se habían fortificado en el dominio de lo privado de la vida fue tan brutal entonces que se acabó muy pronto por pensar el Estado bajo el aspecto de un organismo familiar. He aquí dos ejemplos.

 Landolfo el Viejo, excelente historiador, describió, medio siglo más tarde, lo que era el principado milanés al día siguiente del año mil; habla de Milán, de la ciudad, de su entorno rural, como de una familia, la de san Ambrosio, ya que el poder regio pertenecía ahora al arzobispo, sucesor del santo. Una comunidad familiar bien ordenada, con las diversas funciones domésticas repartidas en el seno de esta corte inmensa entre diez oficios, entre diez "órdenes" —es la palabra que emplea— jerarquizados, cada uno de ellos dirigido por un "maestro", jefe de un equipo. Los más numerosos de estos servicios, así como los situados más arriba en la escala, estaban evidentemente encargados de la administración de lo sagrado; pero, en lo más bajo de la escala, había dos que se ocupaban de los asuntos profanos, uno de ellos con la misión de dirigir a los sirvientes en el interior de la casa; el otro, bajo la dirección del vizconde, heredero de los antiguos magistrados pero considerado en adelante como un oficial privado, con la encomienda de reunir, con vistas a las acciones judiciales o militares llevadas a cabo fuera de la domos, al pueblo milanés, a la comunidad de los hombres libres, de los "ciudadanos", como dice este escrito, que, sin embargo, sigue viendo en ellos la vasta área doméstica del príncipe. Se supone que todos ellos le sirven; y todos ellos a su vez reclaman su patrocinio, a la expectativa de verse defendidos por san Ambrosio como por un padre, de ser también, llegada la ocasión, mantenidos por él, y en efecto, se nos muestra al arzobispo Ariberto distribuyendo, en tiempos de hambre, dinero y ropa, ordenando al jefe de la panadería que haga amasar cada día ocho mil panes, al jefe de la cocina que ponga a hervir ocho grandes medidas de habas para dar de comer a los hambrientos, con lo que el conjunto del pueblo así alimentado se incorpora mediante la imaginación a la mansión principesca, privatizada.

 El otro ejemplo, italiano también, pero más tardío, proviene del texto que celebró la expedición victoriosa de los de Pisa contra Mallorca en 1113, una epopeya, deformante, y por ello mismo capaz de revelar mejor las configuraciones simbólicas. El campo del ejército pisano, o sea de la comunidad pública convocada para una aventura militar, se nos presenta aquí también corno una morada, o más bien como una vasta sala dispuesta para los festines, que el señor se ha comprometido a ofrecer a los comensales: la tienda del arzobispo, que ocupa el lugar de Cristo, se halla en su centro, flanqueada por las de los doce "grandes" que, haciendo por su parte las veces de los apóstoles, tienen bajo sus órdenes a los combatientes; estos jefes se hallan vinculados al prelado por parentesco, por el deber vasallático, en virtud de los feudos que han recibido de él, en virtud por tanto de vínculos privados, y cada uno de ellos es a su vez patrón de una "compañía" (y aquí reaparece la palabra pan, la idea del alimento compartido), de una fracción del pueblo cuyas tiendas forman un amplio círculo en torno del círculo más estrecho de la nobleza. Una malla de protecciones, tal es la imagen que se hacen de su poder todos los príncipes de esta época; se representan su casa en ademán de abrigar bajo sus alas un cierto número de casas subalternas, cada una de ellas dirigida por un "grande", que ejerce sobre una porción del pueblo un poder análogo al suyo.

 Estas casas satélites eran en el siglo xi otros tantos castillos, edificios en los que se hallaban conjugados dos símbolos, el del poder público y el del poder privado; de una parte la torre, enhiesta, erguida, emblema del poder coactivo, y de la otra el recinto, la chemise (camisa), como dirá el antiguo francés, emblema de exención doméstica. Estas viviendas disfrutaban de una franca autonomía; pero se las imaginaba a todas ellas como englobadas en el ámbito familiar de un patrón, que por cierto no se concebía como totalmente aislado del propio rey. De hecho, había costumbres que intervenían para forzar a los jefes de las familias subordinadas a agregarse temporalmente a aquélla que los dominaba. Cuando el cabeza de ésta, como en otro tiempo el rey carolingio, convocaba en las grandes festividades a todos sus amigos a reunirse en la corte (curia o curtis según los textos, los escribientes vacilan al respecto), éstos pasaban unos cuantos días junto a él, ejerciendo osten-siblemente el papel de servidores. He aquí cómo evoca Thietmar de Mersebourg la corte que presidía el rey de Alemania a comienzos del siglo Xl: servían en ella, nos dice, cuatro duques (el verbo que emplea es ministrare: en esta puesta en escena, en efecto, cada uno de los grandes personajes, en el desempeño de sus funciones de "ministerial", dirigía un oficio doméstico), uno de ellos encargado de la mesa y situado por ello en la cima de la escala, el otro de la cámara, el tercero de la bodega, y el cuarto de la cuadra. Por lo demás, las relaciones de convivialidad, de cuasi parentesco, las vivían efectivamente durante un tiempo mucho más prolongado los hijos de los patrones de segunda zona, comúnmente colocados durante su adolescencia en la "corte" dominante, comiendo durante todo este tiempo con el amo, durmiendo y cazando en su compañía, educados por él, rivalizando entre sí por complacerle, aguardando de él paramentos, diversión, y acabando por recibir de él sus armas, a veces una compañera, la espada, la esposa, o sea todo aquello con lo que poder a su vez ponerse al frente de su propia casa, autónoma, y sin embargo estrictamente vinculada a la casa nutricia en virtud de los remanentes de semejante comensalidad de juventud. Rasgo fundamental: fue gracias a las formas de la vida privada como la feudalización "desmenuzó" el poder público. La vida privada estuvo efectivamente en el origen de la amistad, de los compromisos de servicios mutuos, y asimismo en el punto de partida de la devolución del derecho de mando, que se suponía no podía ser legítimamente ejercido sino mediante la disposición de una doble fidelidad, a un protector, y a unos protegidos. De esta manera se impuso la imagen de una jerarquía en cuatro grados, en virtud de la cual la casa real englobaba las de los príncipes, las casas principescas envolvían a su vez los castillos, y cada torre en fin dominaba la fracción del pueblo establecida a sus pies.

 Sin embargo, con ocasión del advenimiento de lo que llamamos feudalismo, el pueblo quedó dividido en dos partes. Sólo algunos de los varones adultos estuvieron en situación de asumir en plenitud el oficio cívico primordial, el servicio de las armas, provistos del mejor utillaje. Cuando los nombra, el latín de los textos emplea la palabra miles, que significa guerrero, pero, bajo este vocablo, se advierte, latinizado, un término del lenguaje hablado, caballarius, caballero. La fortaleza era el lugar natural en que desempeñar la función asignada a tales hombres; y a las fortalezas acudían "en periodo de prueba", a estar en ellas de guarnición durante un tiempo determinado; allí se reunían todos ellos en los momentos en que, por encontrarse amenazada la paz pública, se lanzaba lo que se llamaba "el grito del castillo". Los caballeros se hallaban sometidos al dueño del castillo —éste se refería a ellos como a "sus caballeros"—, y su autoridad sobre ellos, semejante a la que le sometía a él mismo el señor del país, era de naturaleza absoluta y netamente familiar. Cuando alcanzaba la edad adulta, cada uno de los "guerreros del castillo" hacía ya tiempo que había confiado su cuerpo al jefe de la fortaleza mediante gestos, algunos de los cuales, como los de las manos dadas y tomadas, expresaban la entrega de sí, mientras que otro de ellos, el beso, signo de paz, anudaba la recíproca fidelidad. Mediante estos ritos se daba por concluido una suerte de tratado, que unía a los contrayentes por un vínculo que podía confundirse con los del parentesco. Así lo atestiguan la elección de la palabra "señor", que significa "el viejo", para designar a quien recibía la confianza, el hecho asimismo de que los caballeros aparezcan en la suscripción de las actas del señor mezclados con los consanguíneos de éste en un grupo homogéneo, y el hecho en fin de que el patrón se consideraba obligado a mantener a sus "fieles", a alimentarlos copiosamente sentados a su mesa, o bien, aunque no siempre, a concederles con qué vivir por su cuenta, o sea a cederles un feudo. Semejante concesión se llevaba a cabo mediante el rito de investidura, el paso de una mano a otra de algún obsequio, lo que parece haberse derivado, en medio de las brumas de la remota alta Edad Media, de algún simbolismo de adopción.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 73; Мы поможем в написании вашей работы!

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