LAS FRONTERAS DE LA SOCIALDEMOCRACIA EN LAS CRISIS DEL LIBRE MERCADO



 

Desde finales de la década de 1950 hasta 1973 el crecimiento europeo, norteamericano y japonés fue exponencial y se constató que, sin grandes convulsiones revolucionarias, la sociedad capitalista podía crecer y dar cobertura social —desde el nacimiento hasta la tumba— a todos los trabajadores. Alemania, por ejemplo, tras el derrumbamiento económico y la miseria de la postguerra, reconstruyó su economía en la parte occidental hasta alcanzar los estándares más altos del desarrollo económico, consiguiendo la renta más elevada por habitante de Europa. Los emigrantes italianos, españoles y turcos contribuyeron al desarrollo del país y también al crecimiento económico de sus respectivos países a través de las remesas de dinero que enviaban. Sanidad gratuita, escuelas públicas, prestaciones por desempleo, accidentes de trabajo y jubilación, vacaciones pagadas… se convirtieron en algo natural.

Todos estos logros se extenderán de manera generalizada por la mayor parte del mundo occidental, que había visto cómo el liberalismo clásico no pudo evitar afrontar la crisis de los años 30 del siglo XX con medidas económicas basadas en el predominio de la oferta y la demanda del mercado y en el rechazo a que el Estado tuviera un papel predominante en la dirección de la política económica y dirigiera, también, los presupuestos dirigidos a la política social. De esta manera se establecieron, además, subsidios agrarios para evitar la ruina de los agricultores ante una mala cosecha o una superproducción que abaratara los costes de los productos.

Las ideas del gran economista británico de la primera mitad del siglo XX John Maynard Keynes se aplicaron en la mayoría de los países occidentales desa rrollados con mayor o menor intensidad y dieron como resultado la construcción del estado de bienestar durante más de dos décadas y media. William Henry Beveridge, un aristócrata dedicado a las causas humanitarias y a eliminar la miseria de los más desfavorecidos, las defendería en su informe para las reformas sociales que le pidió, en 1940, el ministro de Trabajo británico, Ernest Beverin. En 1944 presenta un segundo «Informe Beveridge» (Full employment in a free society, es decir, «Trabajo para todos en una sociedad libre») y cuando en 1945 el laborista Atllee le gana las elecciones a Churchill, hace suyo su programa. Esas reformas sociales se extenderían por países como Suecia —donde el socialdemócrata Axel Wigfords impulsó las mayores prestaciones—, Dinamarca, Noruega y más lentamente en Alemania e Italia. El llamado «neoinstitucionalismo» crea un ambiente que parece irrebatible y que consolida el capitalismo en el mundo. El Partido Laborista británico se convierte en la única alternativa frente a los conservadores en la alternancia del poder y ya no se pone en cuestión un mercado sin regulación directa del Estado. De hecho, la socialdemocracia enarbolará el estado de bienestar como su gran logro —con la aceptación del capitalismo social—, aunque en su construcción hayan participado, también, la democracia cristiana italiana y alemana así como la derecha francesa, y lo defenderá como el mejor medio para liberar a la clase obrera de su secular miseria en contraposición a la situación de los trabajadores de los países comunistas, arguyendo que su modelo proporcionaba mejoras más contundentes a toda la población trabajadora.

El crecimiento sostenido que se había producido empezó a tener problemas. Por un lado, se produjo en 1973 la crisis del petróleo, principal fuente de energía, en la que los países productores organizados en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), temerosos de que sus reservas se agotaran ante la creciente demanda, encarecieron su precio; y, por otra parte, no conviene ignorar las enormes sumas que las prestaciones sociales suponían para el erario público. Parecía que las prestaciones del estado de bienestar se hacían insostenibles y comenzó a discutirse si la aplicación de las ideas de Keynes favorecía o perjudicaba el crecimiento económico y si podían mantenerse los beneficios que disfrutaban la mayoría de ciudadanos. Un claro ejemplo de todo ello es el caso de Dinamarca, donde si uno iba a una oficina de desempleo y afirmaba que su profesión era «domador de leones» recibía permanentemente los subsidios por desempleo hasta que se le encontrara un puesto de trabajo igual.

 

John Maynard Keynes. Todos sus escritos económicos fueron respuesta a problemas acuciantes de la economía de su tiempo.

 

Los Gobiernos conservadores de Margaret Thatcher en Gran Bretaña y de Ronald Reagan en Estados Unidos intentaron entre finales de la década de 1970 y la de 1980 aplicar las ideas neoliberales defendidas por los economistas de la Universidad de Chicago, cuyo máximo representante fue el economista estadounidense y premio Nobel de Economía Milton Freedman, quien tuvo una capacidad divulgadora para convencer de que el Estado debía disminuir el gasto público y reducir los impuestos para que fueran los ciudadanos quienes decidieran sus propias opciones económicas, invirtiendo en lo que pudiera parecerles más adecuado. Así, también fue discutida la enseñanza pública o la sanidad completamente gratuita porque muchas personas querían elegir otras opciones y exigían la reducción de los impuestos para decidir libremente en qué gastar su dinero. Con todo, el estado de bienestar no pudo ser desmantelado como querían algunos. La presión de los partidos socialdemócratas, y de algunos demócratas cristianos, así como la postura de los sindicatos, impidió que desaparecieran muchos servicios públicos aunque, por ejemplo, en Gran Bretaña se privatizaron los ferrocarriles y empresas del Estado creadas con posterioridad a la II Guerra Mundial.

La ola neoliberal se extendió por toda Europa, e incluso los partidos socialdemócratas admitieron un cierto liberalismo en sus planteamientos políticos hasta llegar en algunos casos a reconocerse como socialistas liberales. Se dejó que las distintas monedas de los países occidentales, antes de la entrada del euro, no tuvieran cambios constantes, de acuerdo con las directrices del Fondo Monetario Internacional (FMI) y variaran según las fluctuaciones de la bolsa y el mercado financiero, lo que provocó una cierta desvalorización del dólar. Atajar el crecimiento de la inflación fue un objetivo prioritario para disminuir las tasas de desempleo, restringiendo la cantidad monetaria en circulación. Las prestaciones sociales fundamentales no desaparecieron y, en todo caso, se ajustaron durante los años 80 y 90 del siglo pasado a las realidades del crecimiento y la productividad de las empresas, procurando que las jubilaciones no se deterioraran ante el aumento de años de vida media que alcanzaban los trabajadores. En algunos casos pudo servir como acicate para la investigación, el diseño y el marketing de muchos productos industriales o de servicios. Con la entrada en el mercado de los nuevos Estados emergentes, China e India principalmente, las condiciones económicas y sociales empezaron a cambiar. Además, la masiva emigración de Latinoamérica, del Magreb o de las zonas subsaharianas para ocupar puestos de trabajo que los europeos —con una demografía en recesión— desechaban, provocaron la reconversión de muchas industrias europeas y la necesidad de adaptarse a los nuevos ajustes de un mercado cada vez más globalizado.

El voto de la izquierda aumentó en la década de 1970 en todos los países europeos y el SPD alemán obtuvo los mejores resultados de su historia en 1972, liderado primero por Willy Brandt y después por el pastor protestante Helmut Schmidt. En Suecia la figura de Olof Palme, asesinado posteriormente mientras paseaba con su mujer después de salir del cine un 28 de febrero de 1986 por una calle de Estocolmo, fue un símbolo de la socialdemocracia escandinava que muchos querían imitar. En Francia, después de lograr la unidad socialista, François Mitterrand consiguió la presidencia en 1981, formó un Gobierno de comunistas y socialistas que no pudo evitar el deterioro económico y pronto tuvo que aceptar una realidad más conforme con políticas liberales. Pero el voto socialdemócrata comenzó a disminuir progresivamente en la década de los ochenta en Gran Bretaña, Alemania y los países escandinavos, mientras que aumentaba en el sur de Europa —España, Portugal y Grecia.


LAS REINTERPRETACIONES DEL MARXISMO EN LOS AÑOS 70 DEL SIGLO XX: EUROCOMUNISMO Y SOCIALDEMOCRACIA

 

Todos estos cambios repercutieron en la interpretación política y social que hacía el marxismo en sus dos versiones, socialista y comunista, sobre los procesos sociales. Se inició un nuevo revisionismo en la década de 1960, cuando los partidos socialdemócratas estuvieron mucho tiempo en la oposición. Pero en esta ocasión ya no ocurrió como en los tiempos del socialdemócrata alemán, E. Bernstein, que tuvo en contra, al menos formalmente, a la II Internacional: en la segunda mitad del XX la socialdemocracia ya no ponía en duda la propiedad privada. La abolición del capitalismo no fue el elemento distintivo de la socialdemocracia, se referían a la igualdad de oportunidades y a la necesidad de compensar las desigualdades sociales, sin centrar sus objetivos en las nacionalizaciones ni en la planificación, ante el fracaso de la experiencia soviética. En noviembre de 1959 el SPD alemán ya había ratificado, en su Congreso ordinario de Bad Godesberg, el cristianismo humanista como una corriente más del socialismo democrático: «Que arraiga profundamente en la ética cristiana, el humanismo y la filosofía clásica», dejando fuera cualquier alusión al marxismo. Lo mismo había hecho el socialismo austriaco en 1958 al manifestar que el socialismo y el cristianismo «como religión de hermandad, eran perfectamente compatibles», no sin la oposición de sectores de izquierda dentro de los propios partidos. Los socialdemócratas abandonaron el anticlericalismo y trataron de atraerse a distintos sectores cristianos, especialmente después del Concilio Vaticano II —que supuso una transformación de la Iglesia católica tradicional para intentar adaptarse a los nuevos tiempos—, no sin padecer las reacciones de los sectores más conservadores. Fue en Portugal, y sobre todo en España, donde costó más deshacerse del marxismo como interpretación principal de las realidades sociales. La decisión firme del líder socialista español Felipe González lo conseguiría, en 1978, en el XVIII Congreso del PSOE. González había recibido la influencia de la socialdemocracia alemana, que le había ayudado a conquistar el poder dentro del partido en el Congreso de Suresnes en 1974, cerca de París, tras enfrentarse a los viejos dirigentes que habían vivido la Guerra Civil española y desbancar a Rodolfo Llopis, dirigente histórico del socialismo español. Llopis creará un PSOE histórico que se presentará con las mismas siglas a las elecciones de 1977, las primeras democráticas después de la muerte de Franco, sin lograr representación parlamentaria, mientras que el PSOE renovado sobrepasaba los 110 escaños. Este hecho supuso toda una sorpresa para el PCE, ya que sus miembros esperaban convertirle en el primer partido de la izquierda, como en Italia. Quien años después sería líder de Izquierda Unida —una aglutinación de tendencias de izquierdas cuya organización fundamental será el PCE—, Julio Anguita, justificará en 1995 aquel fracaso del comunismo español en su retorno a la arena democrática porque, según él, lo que se produjo fue en realidad la equivocación del pueblo español debido a la manipulación de las fuerzas burguesas internacionales.

Pensadores marxistas empezaron a cuestionar la interpretación que Marx había realizado en el siglo XIX. Uno de los principales autores, que había formado parte de los intelectuales polacos que se acercaron al marxismo, fue Leszek Kolakowski, católico practicante, quien en 1954 tuvo problemas con la ortodoxia oficial y fue tachado, cuando tenía 27 años, de desviarse del marxismo-leninismo. Era un hombre conocedor de varias lenguas —francés, alemán, polaco e inglés— y con una gran cultura, que se exilió en Inglaterra e impartió clases en Oxford y en distintos cursos en Francia, Italia y Estados Unidos. Su obra más famosa y controvertida fue Las principales corrientes del marxismo, originalmente publicada en París en 1976, en tres tomos, en polaco, y después traducida a muchos idiomas. Venía de estudiar las distintas interpretaciones cristianas, herejías o sectas, desde el final de la Edad Media. En 1966 el dirigente comunista Gomulka le llamó al orden públicamente por revisionista después de un curso sobre marxismo en la Universidad de Varsovia, posteriormente sería expulsado de su cátedra y cuando llegó a Gran Bretaña había ya abandonado el marxismo. Los últimos capítulos de su obra los dedica al marxismo soviético, con una especial relevancia para el estudio de Stalin, Trotsky y filósofos como Gramsci, György Lukács, Ernst Bloch y Herbert Marcuse, entre otros, además de analizar el marxismo agrarista de Mao. Para Kolakowski la principal fuerza del marxismo está en la ilusión romántica de que la historia tenía un camino ineluctable que desembocaría en el socialismo y la desaparición del capitalismo. El libro recibió muchas críticas de marxistas reconocidos como el inglés E. P. Thompson, autor de La formación de la clase obrera en Inglaterra, publicada originalmente en 1963, que marcó un hito en la interpretación del nacimiento de esa clase social. En Gran Bretaña surgió una serie de intelectuales, principalmente historiadores como Eric Hobsbawm o George Rudé, y sociólogos como Perry Anderson o Anthony Giddens , que hacen del marxismo una metodología de interpretación original que se despega de las versiones ortodoxas economicistas y deterministas que estaban siendo publicadas en la URSS o en las repúblicas populares.

En una posición diametralmente opuesta está el marxismo francés de Louis Althusser (1918-1990), que acabó su vida en un manicomio después de haber estrangulado a su esposa Hélène en 1980. Era miembro del PCF desde 1948, aunque siempre se mostró crítico con otros dirigentes de su mismo partido, como Roger Garaudy, que finalmente abrazó el mahometismo. En sus obras más importantes, escritas a finales de los sesenta del siglo XX, Para leer El Capital y La revolución teórica de Marx, Althusser abogó por una concepción antihumanista del marxismo, considerándolo como una ciencia que explicaba la realidad como lo hace la física o la química a partir del conocimiento de la historia por Marx, donde pueden distinguirse en su obra dos etapas. Una primera que participa del idealismo filosófico de Hegel, y otra segunda que rompe con él e interpreta la realidad por medio del «materialismo científico» donde establece la lucha de clases como proceso fundamental de la historia, a partir de su análisis en su obra cumbre, El Capital . A este cambio Althusser lo denomina «ruptura epistemológica» en relación con sus escritos anteriores. Tuvo relación con otro disidente del PCF, Michel Foucault, el cual concebía las enfermedades mentales como una forma de represión social. Pero es bajo la influencia de Jacques Lacan, quien lo psicoanalizó, que define la ideología como la representación de una relación imaginaria con las condiciones reales de existencia. Según Althusser, los neomarxistas habían abandonado el materialismo dialéctico y por ello matizó las tesis del marxista italiano A. Gramsci, que concebía la cultura como una manera de interpretar la dialéctica materialista y utilizó la concepción de «cultura hegemónica dominante» como una forma de sometimiento de la clase trabajadora por las fuerzas políticas, mientras que en su caso esta se relaciona con el psicoanálisis. La historia, para Althusser, sería, por tanto, un proceso sin sujeto ni fines cuyo motor son las fuerzas productivas y la lucha de clases que las controla. E. P. Thompson criticaría, desde las posiciones del marxismo inglés, el análisis althusseriano en su obra Miseria de la teoría , publicada en España en 1981.

 

Althusser, el teórico del marxismo antihumanista que acabó matando a su mujer.

 

También los filósofos de la llamada «Escuela de Frankfurt», Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Eric Fromm, entre otros miembros de la misma, intentaron redefinir el marxismo-leninismo porque los enemigos de clase que habían detectado Marx o Lenin tenían un carácter sectario, y para ellos los enemigos del proletariado no necesariamente están situados en la cúpula del poder político o económico: son principalmente los que distribuyen prejuicios sobre la lucha de clases o las ideas socialistas, y reprimen la sexualidad. Algunos teólogos católicos intentaron hacer compatible el mensaje evan gélico de igualdad de todos los seres humanos con las ideas marxistas de la alienación y explotación de la clase obrera y campesina: nació así la llamada «teología de la liberación» que no fue aceptada por la jerarquía vaticana.

Los partidos comunistas occidentales, a medida que la realidad del denominado «socialismo real» iba conociéndose, cambiaron su estrategia y aceptaron el término «eurocomunismo» para definir la nueva forma en que los comunistas iban a proyectar su política en el mundo desarrollado, principalmente en Europa. Al principio el término fue criticado por los propios partidos comunistas, pero al final fue aceptado por españoles e italianos, y en menor medida por comunistas franceses. Rechazado por la URSS y por las Repúblicas democráticas socialistas del este de Europa, sin embargo acabó siendo la orientación que adoptaron los comunistas de los países capitalistas desarrollados o en vías de desarrollo, incluyendo Portugal y España, que hasta 1974-1977 vivieron bajo dictaduras militares pero que habían alcanzado un grado mayor de crecimiento económico que los países del Tercer Mundo. Era la fórmula para derrotar al capitalismo por medios democráticos, lo que tácticamente no les distinguía de los partidos socialistas o socialdemócratas, pero no aceptaban que la sociedad de mercado fuera la solución para construir una sociedad más justa. Creían en la desaparición del capitalismo como forma productiva y en la implantación paulatina del socialismo por métodos pacíficos.


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Neoliberalismo, perestroika
 y socialdemocracia

 

GRECIA, PORTUGAL Y ESPAÑA: LA SUPERACIÓN DE LAS DICTADURAS Y EL AUGE SOCIALISTA

 

Después de la II Guerra Mundial los países europeos intentaron, por encima de las disparidades culturales y sus divergentes trayectorias políticas, hacer realidad aquella idea que expresara el político e historiador francés del siglo XIX François Guizot: «El carácter glorioso y original de la civilización europea ha sido que la autoridad y la libertad han vivido y crecido juntas, hombro con hombro, luchando siempre sin jamás reducirse mutuamente a la impotencia». La división en dos bloques repercutiría en Europa entre 1945 y 1989, pero después de 44 años cayeron las barreras, se destruyeron los muros y Alemania, como un símbolo de los nuevos tiempos, volvió a estar unificada. En 1957 nació el Tratado de Roma entre seis países que intentaban unificar sus economías. A esta Comunidad Económica Europea (CEE) fueron incorporándose posteriormente, y hasta el siglo XXI, un total de veintisiete Estados, pues ya con el Tratado de Maastricht, firmado en 1992, se pretendía una mayor integración política y social pasando a denominarse «Unión Europea» (UE).

A mediados de la década de 1970, junto a las autodenominadas «repúblicas socialistas democráticas del este de Europa» vinculadas a la estrategia política de la URSS, existían en el viejo continente todavía tres Estados no democráticos: Grecia, España y Portugal.

El fin de la monarquía griega

 

Grecia tenía un nivel económico similar a otros paí ses del sur de Europa, como Portugal y España, al final de la II Guerra Mundial. Su industrialización no era muy potente y predominaba el pequeño y mediano propietario agrícola porque los latifundios habían sido eliminados. Habían padecido una guerra civil entre 1944 y 1949 cuando la guerrilla comunista, que surgió durante la II Guerra Mundial, apoyada por la URSS y Yugoslavia, pretendió controlar el país y las fuerzas militares estadounidenses lo impidieron. En realidad nunca había surgido un movimiento socialista consistente como en los demás países europeos y la lucha política se limitaba a un enfrentamiento entre liberales y monárquicos. A partir de los años 50 comenzó un desarrollo industrial y una emigración de campesinos a las grandes ciudades como Atenas y Salónica controlado por las empresas de Estados Unidos, la superpotencia que mantenía una alta intervención en la vida política de Grecia. Hasta finales de los años 50 del siglo XX el Gobierno estuvo en manos de los conservadores del ERE (Unión Radical de Grecia). Sería a partir de los años 60 cuando despuntó la figura de Giorgios Papandreu con su partido de la Unión de Centros desde el que defendía que el Ejército pertenecía a la nación y no a la monarquía.

Constantino había sucedido a su padre, el rey Pablo I, en 1964. Papandreu obtuvo el poder en las elecciones de 1964, convirtiéndose en primer ministro, y contó con la hostilidad del monarca y los sectores conservadores. En 1965, Constantino le obligó a dimitir al descubrirse una organización secreta de carácter progresista en el Ejército. En abril de 1967 tuvo lugar el llamado «golpe militar de los coroneles», dirigidos por Andreas Papadopoulos, a quien Papandreu había apartado del Estado Mayor del Ejército, por motivos corporativos al no aceptar que los militares dependieran del Ministerio de Defensa. En diciembre se produce un contragolpe militar promonárquico que fracasa, obligando a Constantino a exiliarse. Papadopoulos es nombrado presidente de la República pero en noviembre de 1973 otro golpe militar sustituyó al Gobierno de la República de los coroneles y acentuó la represión contra los sectores de izquierda que tenían partidos débiles. Los comunistas estaban divididos entre eurocomunistas, que habían condenado la invasión de Checoslovaquia, y los ortodoxos, seguidores de las consignas de la URSS. El hijo de Giorgios Papandreu, Andreas, formaba el ala izquierda del partido de la Unión del Centro. Había sido profesor en la Universidad de Berkeley en los años 50 del siglo XX y regresó a Grecia en 1961. A partir de 1973 constituyó el PASOK, con la unidad de distintos grupos socialistas, que no se denominaba «partido» sino «movimiento» (Kinima,engriego) con un programa más radical que los partidos socialistas de los países del oeste de Europa. Ambos, comunistas y socialistas, eran contrarios a la OTAN y profundamente antiamericanos.

El monárquico Constantin Karamanlis regresó del exilio, consiguió que los militares abandonaran el poder con el respaldo de la presión internacional, restableció la Constitución de 1952 y proclamó una amnistía para los presos políticos. Constituyó un nuevo partido conservador, Nueva Democracia, que en las elecciones generales de noviembre de 1974 consiguió la mayoría. Y en el referéndum del 8 de diciembre de 1974 los griegos optaron por un Estado republicano. Karamanlis convocó elecciones anticipadas en 1977. El Partido Socialista Griego (PASOK) obtuvo unos buenos resultados. Karamanlis pasó a ocupar la presidencia de la República y Georgio Rallis, de Nueva Democracia, fue nombrado primer ministro. En 1980, Grecia se reincorporó a la OTAN y en 1981 entró en la Comunidad Económica Europea.

En las elecciones de 1981 el PASOK consiguió la mayoría absoluta en el Parlamento y Andreas Papandreu (hijo del anterior primer ministro) se convirtió en jefe del Gobierno de la República. En 1985, Christos Sartztakis, del PASOK, sustituyó en la presidencia a Karamanlis, y Papandreu continuó como primer ministro hasta 1988, año en que se vio obligado a dimitir cuando el Tribunal Supremo le acusó de estar implicado en un escándalo financiero, aunque posteriormente sería absuelto de todos los cargos. El PASOK perdió apoyo electoral y en 1990 el nuevo líder de Nueva Democracia, Constantine Mitsotakis, obtuvo los apoyos parlamentarios suficientes para formar Gobierno, al tiempo que Karamanlis accedía de nuevo a la presidencia de la República. Las dificultades económicas por las que atravesó el país a partir de 1992 propiciaron que los socialistas volvieran al poder, con Papandreu como jefe de Gobierno y Costis Stephanopoulos, un disidente de la Nueva Democracia, ocupó la presidencia. Papandreu falleció en junio de 1996 y fue sustituido por el socialista Costas Simitis, quien mantuvo la mayoría absoluta en las elecciones de septiembre de 1996 y de 2000.

La revolución de los claveles

 

Portugal tuvo un convulso tránsito de la dictadura a la democracia. El llamado «Estado Nuovo» o «Estado corporativo autoritario» se había mantenido desde que Antonio de Oliveira Salazar se hizo cargo de la presidencia de la República en 1932. El régimen podía asimilarse a los fascismos europeos de los años 20 y 30 del siglo XX. Tenía un marcado antisocialismo y anticomunismo, con una policía política, la PIDE, que en su tiempo fue entrenada por la Gestapo alemana.

Portugal, tradicionalmente aliada de Gran Bretaña, permaneció neutral durante la II Guerra Mundial aunque cedió las Azores como base aliada. No vivió totalmente marginada de las instituciones europeas en la posguerra y en 1959 fue admitida en la OTAN a fin de mantener la hegemonía occidental en la zona durante la Guerra Fría. Era un país predominantemente agrícola pero Salazar rechazó el Plan Marshall, lo que hubiera significado un empuje a su desarrollo. En 1961 las colonias africanas de Angola y Mozambique se rebelaron contra la metrópoli exigiendo la independencia, antesala de una lucha larga con unos costes humanos y económicos difíciles para una sociedad cuyas clases menos favorecidas seveían en la necesidad de emigrar. Las remesas que enviaban los portugueses que salieron del país desde Alemania, Francia, Suiza o Gran Bretaña, junto a la expansión del turismo, dieron un respiro a la balanza de pagos para que pudiese soportar una guerra a miles de kilómetros en la que contó con la ayuda de Estados Unidos para evitar que ambas colonias africanas cayeran en la órbita soviética. A partir de 1968, ante el deterioro físico de Salazar por un ataque de apoplejía, se hizo cargo del poder Marcelo Caetano, que tuvo que contener la presión, cada vez mayor, de los sectores sociales que deseaban una democracia y el fin de la guerra colonial. La situación se hacía insostenible en los primeros años 70 del siglo XX.

 

La Revolución de los Claveles fue el levantamiento militar de los oficiales que provocaron la caída de la dictadura salazarista de Portugal.

 

Fue el Ejército el que protagonizó la llamada «revolución de los claveles» el 25 de abril de 1974. Las tropas, mandadas por oficiales jóvenes mal pagados y expuestos a una guerra colonial en la que no creían, se echaron a las calles al transmitir la radio la canción Grandola Vila Morena,utilizada como consigna del levantamiento. Los oficiales de los cuarteles de las principales ciudades portuguesas se alzaron para derrocar al régimen y las gentes en las calles colocaban claveles en los fusiles de los soldados. Había habido un antecedente en 1959 cuando el capitán Varela Gomes, de filiación comunista, asaltó el cuartel de Beja pero fracasó ante unas fuerzas represivas bien pertrechadas y una oposición, comunista y socialista, con escaso poder de convocatoria.

Con el triunfo del 25 de abril, que se había ido fraguando desde el Movimiento de Fuerzas Armadas (MFA), se estableció una Junta de Salvación Nacional en la que destacaban los generales moderados Antonio Spínola y Francisco da Costa Gomes. Políticos socialistas como Mario Soares o comunistas como Alvaro Cunhal volverán del exilio después de decretarse una amnistía y suprimirse la policía política. Las colonias alcanzarán su independencia entre 1974 y 1977.

Un Gobierno provisional, encargado de la gestión, y presidido por el general Mario Firmio Miguel, que mantenía simpatías con el PC portugués, integró a todas las fuerzas políticas, pero tendría dificultades para encauzar el proceso de normalización política ante los enfrentamientos entre la izquierda y la derecha, y en especial con el general Spínola que representaba la opción más conservadora. Mario Soares fue ministro de Exteriores y Cunyal, ministro de Estado, apoyará a los radicales del MFA, liderados por el comandante Otelo Saraiva de Carvalho, que pretendían una democracia popular. El PC portugués sería criticado a causa de ello por sus homólogos italianos y españoles, defensores del eurocomunismo. Posteriormente, Saraiva de Carvalho acabaría desmarcándose del PC, acusándolo de dirigismo. Las elecciones del 25 de abril de 1975 dieron escaños al Partido Socialista, al Partido Popular Democrático (PPD) y, en menor grado, al PC y al recién formado Partido Centro Democrático Socialdemócrata (PCDS), que iría adquiriendo cada vez más fuerza social como opción de centro derecha. La Asamblea Constituyente inició sus trabajos en un clima de enfrentamientos sociales y políticos.

El Partido Socialista abandonó el Gobierno, junto con el PPD, ante el cada vez mayor control del Movimiento de las Fuerzas Armadas. A fin de controlar el devenir de la revolución e impedir el triunfo de la derecha —donde ubica al Partido Socialista acusándole de colaboracionista con la contrarrevolución— se constituyó, a finales de julio, un triunvirato compuesto por los militares Francisco da Costa Gomes, Vasco Goçalves y Otelo Saraiva, quien manifestó que le hubiera gustado convertirse en el Fidel Castro de Portugal.

Las intentonas golpistas de derechas y de izquierdas no cesaron. El 28 de septiembre de 1974 Spínola intentó, sin éxito, un golpe en el que apelaba a la mayoría silenciosa, para evitar que el proceso político se decantara hacia la izquierda radical. Tras unos meses refugiado en la España de Franco, el 11 de marzo de 1975 volvería infructuosamente a intentarlo. Se disolvió la Junta de Salvación Nacional, sustituida por un Consejo Supremo Revolucionario, pero se evidenció que las Fuerzas Armadas no estaban unidas, con diversas posiciones ideológicas en ellas. Los soldados disparaban contra sus propios compañeros, y obreros y campesinos se unieron en distintas revueltas. Se sucedían las protestas y los altercados y hubo un momento que se pensó que podía estallar una guerra civil. El escritor portugués José Saramago, años después Premio Nobel de Literatura, describió en su novela, Levantando da Chao,la ocupación de tierras por los campesinos. Se ocuparon más de un millón de hectáreas durante 1975 y se introdujo la sanidad pública, con la nacionalización de los hospitales, y en Lisboa y Oporto muchos jóvenes ocuparon casas vacías. De igual modo, más de setecientas empresas entraron en régimen de autogestión, y se disminuyó la jornada laboral. No se conocía desde antes de la II Guerra Mundial un movimiento social tan radical, aunque los procesos políticos que siguieron terminaron con estas medidas.

El 2 de abril de 1976 se aprobó una nueva Constitución, la sexta en la historia de Portugal. El 25 del mismo mes se convocarán elecciones para elegir la Asamblea Legislativa de la República, en contra de la opinión de los comunistas. El Partido Socialista Portugués consiguió en 1976 el 38% de los votos, el Partido Comunista de Cunyal el 10%, y el resto fue para el centro derecha, con líderes como Francisco Sa Carneiro y Ramalho Eanes. La estabilidad política no se consiguió de inmediato. Ante la lucha entre los sectores de izquierdas, comunistas y socialistas se enfrentaron por las distintas estrategias que cada cual preconizaba para el futuro de Portugal, y las organizaciones de derechas, muy fraccionadas, radicalizarían las posiciones políticas.

Mario Soares sería el primer presidente después de las elecciones de 1976, pero las dificultades políticas y los enfrentamientos sociales propiciaron que en las de 1979 triunfara el centro derecha, presidido por Sa Carneiro, y el general Ramalho Eanes se hiciera cargo de la presidencia. La alternancia política se consolidó y los comunistas, que tenían una organización fuerte y mejor articulada que otros partidos desde la clandestinidad, fueron perdiendo apoyo social. Los socialistas moderaron sus posiciones ideológicas y entraron en la dinámica de los demás partidos socialdemócratas europeos. El nuevo Partido de Centro Socialdemócrata portugués (PCSD), surgido después de la revolución con un programa de centro-derecha, con el tiempo se convirtió en mayoritario y curiosamente se autodenominó «socialdemócrata», sin tener ninguna vinculación con la Internacional Socialista, pero el término pudo atraer a votantes del PS. Cuatro años después de la revolución de los claveles una encuesta revelaba que el 39% estaba desencantado de todo el proceso político y consideraba que la situación había empeorado. La moderación fue instalándose en la vida portuguesa hasta lograr la entrada en la Comunidad Económica Europea en 1986.

La transición política española

 

El proceso de transición política español es más conocido y menos traumático que el griego y el portugués, hasta tal punto que se ha puesto como ejemplo y se ha divulgado en muchos círculos académicos y políticos como un modelo a seguir en el paso de una dictadura —tras una guerra civil— a un régimen plenamente democrático. Hoy, vistas las cosas con más perspectiva, se discute el carácter modélico de la transición española, que no estuvo exenta de dificultades de todo tipo, la más penosa de las cuales fue sin duda el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.

Después de la muerte del general Francisco Franco, acaecida el 20 de noviembre de 1975, un grupo de políticos salidos del propio franquismo, cuya figura estelar fue Adolfo Suárez, político hecho a sí mismo en las estructuras franquistas y presidente del Gobierno avalado por el rey Juan Carlos en 1976 pretendieron homologar las estructuras políticas con los regímenes parlamentarios que predominaban en la Europa occidental. Estaban dispuestos a pactar las condiciones de un nuevo Estado, con la integración de una oposición, derrotada en la Guerra Civil de 1936-1939, que en ningún momento había sido reconocida por el franquismo. Suarez creó desde el poder la Unión de Centro Democrático (UCD), con una mayoría de jóvenes que habían colaborado con Franco y algunos otros que estuvieron marginados por su dictadura.

Los militantes y dirigentes de partidos que habían perdido la Guerra Civil vivían la mayoría en el exilio, así como aquellos que habían realizado acciones anti-franquistas y tuvieron la suerte de poder huir, terminada la contienda. Otros desarrollaban su actividad en la clandestinidad y, en muchos casos, habían sufrido torturas en comisarías y largas penas de cárcel. Los comunistas del PCE, que a partir de 1959 construyeron las bases de una central sindical, Comisiones Obreras (CCOO), estructuraron una oposición antifranquista aprovechando todos los recursos e instituciones, y colaborando con sacerdotes católicos progresistas para fomentar la agitación social, a la vez que creaban células de obreros, intelectuales y estudiantes que sirvieron, en los años 60 del siglo pasado, para la agitación universitaria de unos jóvenes que, aunque no habían vivido la Guerra Civil, tenían el testimonio de sus padres.

Según la historiografía oficial del PCE, el año 1956 marca un antes y un después en su estrategia política. Abandonaron la lucha armada y propusieron, como ya hemos señalado, la reconciliación nacional de las «dos Españas» sin reclamar la vuelta de la legalidad de la II República, en un momento en que la economía española empezaba a integrarse en la europea. Entre 1956 y 1978, año este último de la aprobación de la nueva Constitución, el PCE celebró cuatro congresos y una serie de reuniones del Comité Central, controlado por Santiago Carrillo, que vio reconocido su trabajo cuando Suárez legalizó el PCE en contra de la opinión de muchos sectores del franquismo que estaban dispuestos a cambiar el régimen pero no admitían a los comunistas, a los que acusaban de ser, con el apoyo de la URSS, los primeros causantes del deterioro en España durante la Guerra Civil. Carrillo consiguió que las Juventudes Socialistas que dirigía se decantasen por el comunismo en la Guerra Civil. Se hizo con el control de la organización del PCE durante los largos años del franquismo, y tuvo el apoyo de la presidenta del partido, Dolores Ibárruri, la mítica

«Pasionaria» de los años de la II República quien regresará a España desde la URSS después de la ley de amnistía de 1977 y conseguirá un escaño en las primeras Cortes democráticas, presidiendo incluso la mesa de edad del Congreso de los Diputados en su primera sesión, como también lo hará el poeta comunista Rafael Alberti.

Pero el PCE también tuvo escisiones: en el contexto del conflicto chino-soviético que propició los partidos comunistas marxistas-leninistas, de raíz maoísta, u otros grupos con planteamientos de lucha armada al estilo de las Brigadas Rojas de Italia, o, ya en España, el FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota), o los GRAPO. A estos grupos habría que añadir la organización terrorista vasca ETA, que pretenderá la independencia del País Vasco, con un discurso marxista-leninista, y que desarrolló una fuerte actividad durante la transición e incluso posteriormente. En algunos casos, Carrillo utilizó como táctica política a algún destacado militante comunista para convertirlo en mártir de la lucha contra el franquismo. Así ocurrió con Julián Grimau, según la versión de Jorge Semprún, al que el PCE ordenó viajar a España. Descubierto, fue detenido y torturado por la Brigada Político Social. Estaba acusado por el régimen franquista de actividades represivas, e incluso de torturas, durante la Guerra Civil, contra los partidarios de la sublevación de 1936 que, según la legislación vigente, no habían prescrito. Sentenciado a muerte por un tribunal militar fue ejecutado el 20 de abril de 1963. El caso adquirió una dimensión internacional, con protestas en la mayor parte de los países democráticos del mundo y del mismísimo papa Pablo VI, y supuso un gran descrédito para el franquismo.


 

 

El Partido Comunista de España se fundó en 1921 con los defensores de la vía revolucionaria de los bolcheviques que militaban en el PSOE, pero apenas tuvo fuerza hasta la Guerra Civil.

 

Otros sectores cuestionaron al franquismo, como el nacionalismo vasco y el catalán, que contaban con tradiciones políticas desde el siglo XIX. También surgieron en la década de 1960 diversos grupos socialistas vinculados, en su mayor parte, a sectores universitarios u obreros cualificados que acabarían integrados en el PSOE. Uno de sus principales representantes fue Felipe González, que estudiaría Derecho en Sevilla y tendría como profesor a un antiguo ministro moderado de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) durante la II República, Manuel Giménez Fernández, catedrático de Derecho Canónico. El PSOE no tuvo una presencia muy activa durante el franquismo y su aparato político estuvo repartido entre México y la ciudad francesa de Toulouse, formado por antiguos militantes que participaron en la Guerra Civil. Algunos fueron marginados y expulsados del PSOE, como el que fuera presidente del Gobierno de la República durante parte de la Guerra Civil, Juan Negrín, acusado de ponerse en manos de los comunistas durante el conflicto armado.

Conviene no perder de vista que a los partidos socialistas o socialdemócratas les resultaba difícil desarrollar una actividad importante en la clandestinidad pues no tenían una estructura tan jerarquizada como los comunistas ni tampoco practicaban lo que estos no habían tenido reparo en proclamar: «el sacrificio de las generaciones» practicado por Stalin con los campesinos y otros sectores de la URSS. Existieron, no obstante, grupos clandestinos en el interior que sufrieron también la represión, como Ramón Rubial o Agustín Soriano, pero no consiguieron articular movimientos sociales como hizo el PCE, convencido de que sería el partido mayoritario de la oposición cuando se recuperara la democracia, como ocurría en Italia con el PCI.

Uno de los acontecimientos de mayor relieve de la transición desde la perspectiva socialista fue el protocolo que firmó en 1978 el nuevo secretario general del PSOE con los distintos grupos socialistas catalanes. Felipe González, después del Congreso de Suresnes que, como vimos, en 1974 le elevó como principal dirigente, relegando a la vieja guardia proveniente de la guerra civil que controlaba el partido desde Toulouse. Contribuiría a la formación del Partit dels Socialistes Catalans (PSC) después de que los diferentes partidos socialistas, de carácter nacionalista, se unificaran con la Federación del PSOE que basaba su fuerza, sobre todo, en los trabajadores metropolitanos de Barcelona, la mayoría de origen inmigrante de otras zonas españolas, pero con poco arraigo en toda Cataluña. En una primera etapa, tuvo portavoz propio en las Cortes españolas hasta que se unificó como grupo socialista único y pasó a formar parte de la estructura del PSOE manteniendo un estatus especial.

El PSOE, en un Congreso extraordinario en septiembre de 1979, abandonaría el marxismo como única forma de interpretación de los procesos sociales, después de una áspera polémica entre los distintos sectores del socialismo español en el XXVIII Congreso de 1978. En 1982, el PSOE conseguiría 202 diputados, la mayoría absoluta en las Cortes españolas, y gobernaría igualmente, aunque con menos diputados, en las sucesivas convocatorias de 1986 y 1989. En 1993 perdió la mayoría absoluta pero pudo gobernar por acuerdos parlamentarios con los nacionalistas catalanes y vascos hasta 1996. En 1986, España, gobernada por González, se incorporaría con pleno derecho a la CE. Los sectores conservadores consiguieron aglutinarse en torno al PP (Partido Popular) en 1992 y ganar en las elecciones en 1996, y por mayoría absoluta en el 2000. Pero en 2004 y en 2007 volverían a gobernar los socialistas al obtener mayoría en el Congreso de los Diputados.

Los socialistas consiguieron marginar al PCE, que perdió apoyo social y tuvo menos porcentaje de votos que sus homólogos portugueses y griegos. Carrillo fue descalificado por miembros del sector eurocomunista, que lo consideraban un autoritario. De hecho, en el X Congreso del PCE, en 1981, Carrillo expulsó a varios de ellos entre los que estaban el veterano Manuel Azcárate, que se encargaba de las relaciones exteriores del partido. Y tampoco contó con el respaldo de los ortodoxos prosoviéticos que no estaban de acuerdo con la eliminación del leninismo como seña de identidad comunista, y solo había dejado el marxismo en el IX Congreso en 1978. Pero la derrota de 1982 acabó definitivamente con su liderazgo. Intentó mantener su influencia a través de un joven dirigente asturiano, Gerardo Iglesias, pero este se unió a los renovadores que fundarían Izquierda Unida en 1986, mientras Carrillo volvía al PSOE en 1991.

LA CRISIS DEL COMUNISMO REAL. DE LA PERESTROIKA A LA CAÍDA DEL MURO DE BERLÍN, Y EL EFECTO DOMINÓ EN LAS REPÚBLICAS DEMOCRÁTICAS DEL ESTE DE EUROPA

 

Regresemos a la tenida por patria del socialismo y del comunismo, la URSS. En 1964 fue cesado Nikita Kruschev ante el fracaso económico de los planes quinquenales y la intranquilidad de cierta parte de las fuerzas armadas, que consideraban que había practicado una política de distensión favorecedora de los intereses de las potencias occidentales. No sufrió un proceso judicial pero le restringieron las salidas de su casa y se le prohibió hacer declaraciones. Vivió tranquilo hasta su muerte, en septiembre de 1971, algo que resultaba inédito en la Unión Soviética cuando un dirigente era cesado en épocas anteriores.

Durante los años de consolidación de la URSS se había formado lo que el periodista ruso exiliado, Michael Voslensky, denominó «Nomenclatura», es decir, el conjunto de los dirigentes que trataban de perpetuarse en la dirección del partido y hacer de ello su medio de vida, en esa combinación siempre difícil de diferenciar entre el PCUS y el Estado. Era un grupo de privilegiados, que ya señalara el disidente yugoslavo, Mijail Mijailov, en 1956, en su libro La nueva clase,porque gozaba de un estatus que a la mayoría de la población le era difícil alcanzar. Era en realidad una dictadura «sobre el proletariado», como los partidos trotskistas propagaban.

A Kruschev le sustituyó el presidente de la URSS, Alexis Nikolaievich Kosiguin, como primer ministro, quien formaría un poder colegiado con Nikolai Podgorny, presidente del Soviet Supremo y Leonid Brezhnev, ascendido a secretario general en 1966. Este último acabaría controlando en solitario el poder ante la deteriorada salud de Kosiguin, que moriría en diciembre de 1981. Otros personajes alcanzaron puestos relevantes como el ministro de Asuntos Exteriores Andrei Gromiko y Yuri Andropov, jefe de la KGB desde 1967. No hubo una vuelta atrás y apenas se mencionó a Stalin. El PCUS en su conjunto fue convertido en el eje de todos los triunfos de la URSS, disminuyendo el personalismo de los dirigentes.

Kosiguin intentó reconducir la economía dando a las fábricas una mayor autonomía para cumplir los planes de producción, y su eficacia sería medida no por la capacidad de producir más bienes sino por la de venderlos, y adecuar el sistema de precios a la realidad de la demanda, lo que ocasionó la protesta de una gran parte de la burocracia del partido y la reacción contraria de los militares, que vieron sus privilegios discutidos, además de las rutinas administrativas que en muchos casos provocaban una corrupción generalizada en los mandos intermedios. Y en cuanto a la política exterior, se procuró mantener la distensión con los países occidentales desarrollados, abandonando la idea de exportar la revolución. Con todo, la URSS apoyó a los movimientos comunistas que estallaban en el Tercer Mundo, Vietnam, Laos y Camboya, de igual manera que se alineó con los países árabes frente a Israel. No pudieron los dirigentes soviéticos, sin embargo, llegar a un acuerdo con los comunistas chinos, y las repúblicas populares del este europeo empezaban a manifestar su independencia respecto de las directrices del PCUS y a practicar su propia política económica, combinando, como se intentó en Hungría en 1956, la planificación estatal con mecanismos de mercado. Surgieron propuestas de reforma que iban más allá de lo que podía asimilar la URSS, como en Polonia, convulsionada por las demandas del sindicato no legal Solidarinosc,dirigido por Lech Walesa, quien se convirtió en un mito de la resistencia polaca contra el sistema comunista.

Otro caso fue el de Checoslovaquia, al que hemos aludido en el anterior capítulo, que padeció las depuraciones estalinianas y, en especial, aquellos eslovacos que reclamaron una federación para el Estado. La crisis económica checa se había acentuado a partir de 1962 en un país que tenía un desarrollo industrial alto antes de la I Guerra Mundial, y que había decaído con la administración centralista comunista porque a la URSS no le interesaba que se desarrollara una industria competitiva en el espacio controlado por ella. La crisis política de 1968 se fraguó cuando Alexander Dubcek se enfrentó a la línea prosoviética de Antonín Novotny, muy vinculado a la etapa de Kruschev, y logró que abandonara el cargo de primer secretario, aunque siguió siendo presidente de la República Checa.

El nuevo dirigente comenzó una etapa acelerada con reformas económicas que daban más juego al mercado, pero los partidarios de Novotny todavía tenían representación en puestos clave del partido y comenzaron a enfrentarse a Dubcek y su equipo. Novotny dimitió de la presidencia y fue sustituido por el general Ludvik Svoboda, aceptado por Moscú. Los dirigentes del bloque soviético, encuadrados en el Pacto de Varsovia, criticaron la deriva de los nuevos líderes checoslovacos y advirtieron de la información antisocialista que difundía la prensa del país. Los partidos comunistas occidentales defendieron las reformas de los checos y eslovacos, y Svoboda avaló ante Breznev la postura de Dubcek. Las tropas del Pacto de Varsovia, dirigidas por la Unión Soviética, pero sin el apoyo de Rumanía, invadieron el país y los tanques ocuparon en las principales ciudades junto a un total de 250 000 soldados húngaros, polacos, búlgaros, alemanes de la RDA y sobre todo soviéticos. Poco a poco los reformadores fueron apartados de la dirección de PCCh y muchos militantes fueron expulsados del partido. Era el fin de la afamada primavera de Praga. Se impuso una censura severa y Breznev desarrolló su tesis de soberanía limitada para los países que controlaban los dos bloques en que quedó dividido el mundo después de la II Guerra Mundial, con la preponderancia estadounidense en el lado de economía de libre comercio y con los países de las llamadas «repúblicas democráticas» del este de Europa controlados por la URSS.

 

El comunismo se derrumbó con el muro de Berlín, se disolvió junto con la Unión Soviética y pareció haber terminado su parábola histórica.

 

Durante los dieciocho años que gobernó Breznev, la URSS padeció un estancamiento económico y social que se hizo más evidente para los soviéticos cuando las nuevas tecnologías les permitieron conocer mejor las formas de vida del mundo desarrollado, su música, su cine o las modas juveniles. Las industrias de consumo no tenían un papel preponderante en la estrategia de planificación económica, y sus productos eran muy deficientes para competir en un mercado cada vez más internacionalizado. La mayor inversión se destinó al armamento militar. La corrupción se generalizó entre los miembros del PCUS que tenían el monopolio del poder. La propia familia de Breznev obtuvo privilegios económicos y sociales que en otros países con libertad de expresión hubieran sido aireados en los medios de co municación. Una máxima difundida entre los trabajadores del imperio soviético refleja bien el descrédito al que había llegado el régimen: «Ellos hacen ver que nos pagan, nosotros hacemos ver que trabajamos».

Breznev tuvo como objetivo de su Gobierno mantener la seguridad de su territorio. Para ello los Estados fronterizos debían ser sus aliados y por eso quiso controlar el Afganistán de los rebeldes radicales islamistas, en un contexto internacional en que Pakistán era aliado de Estados Unidos, en Irán se había producido una revolución islámica que no encajaba con el sistema soviético y China llevaba su propio camino cada vez más alejada del sistema soviético. Dispuso la invasión militar cuando el régimen afgano, aliado tradicional, empezaba a perder influencia y entraba en un periodo de descomposición donde se sucedían los golpes de Estado. Comenzó una guerra civil (1978-1992) que la URSS no pudo controlar al intentar apuntalar al Gobierno prosoviético de Kabul. Fue una guerra de desgaste, a la que contribuyó Estados Unidos apoyando a los disidentes rebeldes radicales islamistas parecida a lo que Vietnam supuso para los estadounidenses.

Era una época en la que el comunismo aumentaba su heterogeneidad mundial. Junto a las disidencias china y yugoslava, apareció la de Camboya. Con la caída del régimen de Lon-Nol, de tendencia pronorteamericana, se proclamó un Nuevo Estado de Kampuchea bajo el mando del secretario del Partido Comunista, Pol Pot, que impuso un régimen de terror donde pretendía la abolición del dinero y la obligación, desde la infancia, de trabajar en la construcción de canales para la producción de arroz. Desde 1976 a 1978 la represión de los llamados «Jémeres Rojos», protegidos por China, se hizo cada vez más intensa. Vietnam y la Unión Soviética intervinieron. Los vietnamitas invadieron el país y provocaron su división hasta que, en 1985, se llegó a un acuerdo por el que se retiraron las tropas del Vietnam y el régimen de Pol Not desapareció dejando una estela de millones de muertos.

GORBACHOV Y LA PERESTROIKA

 

Breznev murió el 10 de noviembre de 1982 y le sucedió el jefe de la KGB, Yuri Andropov, miembro de la Nomenclatura, que mantuvo los equilibrios internos tras mostrar una amplia trayectoria en el PCUS. La represión interna contra los movimientos nacionalistas o contra los intelectuales disidentes continuó: en 1983 Amnistía Internacional denunciaba más de doscientos casos de persegui dos políticos, recluidos en psiquiátricos. Pero Andropov no pudo desarrollar sus proyectos de reforma pues su mandato apenas duró un año y algunos meses, al morir el 9 de febrero de 1984. Le sucedió Konstantin Chernenko, de 72 años, representante de los dirigentes comunistas de la época de Stalin que continuaron durante el mandato de Breznev. Falleció el 10 de marzo de 1985 gracias a su salud precaria. Fue entonces cuando accedió al cargo Mijaíl Gorbachov, a los 55 años, que inició la lucha contra la corrupción administrativa y puso en marcha un plan de reformas tan ambicioso que no lo pudieron soportar lasestructuras políticas y económicas de la URSS. Gorbachov, miembro de una familia campesina rusa del Cáucaso, había estudiado Derecho en Moscú, entró en el Soviet Supremo de la URSS en 1971 y fue ascendiendo en la estructura del PCUS, apoyado por Andropov.

Le tocó, además, afrontar la crisis de Chernóbil en Ucrania, el accidente nuclear más grave que acabó con la vida de miles de personas. Sus reformas fueron llamadas uskoréniye (aceleración), pero después los términos glasnost (apertura) y perestroika (reconstrucción), se hicieron más populares. La perestroika y sus reformas radicales fueron enunciadas en el XXVII Congreso del Partido, entre febrero y marzo de 1986. Muchos encontraron el ritmo de la reforma demasiado lento, atribuido por varios historiadores al bloqueo de los conservadores al proceso de cambio y al distanciamiento de la élite soviética de los «Nuevos Pensadores», escritores, ensayistas y filósofos neomarxistas, marginados y, en algunos casos, perseguidos por los dirigentes de la URSS.

En enero de 1987 el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) vería la cristalización de las reformas políticas de Gorbachov, incluidas las propuestas de varios candidatos para las elecciones, el nombramiento de personas externas al partido en cargos del Gobierno y la crítica al estancamiento durante la época de Breznev, como hiciera Kruschev con Stalin. Se aceptó la reforma económica de las empresas, la libertad de producir para un mercado que debía liberalizarse, el estímulo de la iniciativa privada, así como el desmantelamiento de las grandes colectivizaciones agrarias repartiendo la tierra en régimen de cooperativas o arren damientos. Fue una decisión personal de Gorbachov y su equipo de economistas para intentar superar el colapso en que había entrado la economía soviética.

En 1988, en Ginebra, Gorbachov llegó a un acuerdo con el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, para reducir el armamento nuclear y para llevar a cabo la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán. En ese mismo año la Conferencia del PCUS dio el paso definitivo: se admitía toda clase de críticas, con absoluta libertad, y se descentralizaba el poder en los Consejos de las diferentes Repúblicas. Para algunos militantes aquello significaba el definitivo abandono de los ideales comunistas y una claudicación ante el imperialismo estadounidense, mientras que para otros representaba el único camino posible para salvar el socialismo. 1989 estuvo dominado por las cuestiones internas: se convocó un Congreso de los Diputados Populares, constituido por 2 250 miembros —1 500 designados mediante elecciones libres y voto secreto y el resto nombrados por el partido— que elegiría un Consejo Supremo y el Soviet Supremo, con quinientos representantes. Esto suponía un paso decisivo hacia una democracia con libertad de posiciones políticas. En la reunión se produjeron acuerdos que refrendaban el pluralismo socialista, lo que supuso el final del monopolio político del PCUS y la independencia real de muchas repúblicas que reivindicaron su identidad propia distinta de la rusa, especialmente en el caso de Estonia, Letonia y Lituania, y en las zonas del Cáucaso.

Pero, por su parte, las reformas económicas no dieron los resultados deseados, al tiempo que los regímenes del Bloque del este se desmoronaban ante la incitación de Gorbachov a que realizaran una política independiente. El símbolo de todo ello fue la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, que representaba la división del mundo en dos bloques y donde habían muerto más de 5 000 alemanes de la República Democrática Alemana desde su construcción al intentar pasar a la República Federal Alemana. Ni historiadores, ni economistas, ni sociólogos habían predicho que el comunismo real acabaría en tan poco tiempo.

 

Gorbachov consideró que la crisis del país solo se superaría con reformas profundas, aspiración que compartían los sectores más instruidos de la sociedad, pero la presión de EEUU con Reagan como presidente, que aceleró el programa de armamento nuclear, colapsó la economía soviética.

 

En marzo de 1991 se convocó un referéndum en la Unión Soviética y el 78% de los votantes optó por el «sí» a la continuidad de la Unión Soviética, pese al crecimiento de los movimientos nacionalistas e independentistas. Pero ese mismo año, en noviembre, el Tratado de Belovezhie disolvía la URSS, al separarse Ucrania, Rusia y Bielorrusia en noviembre, que después constituyeron la Confederación de Estados Independientes (CEI) a la que se incorporaron, posteriormente, ocho repúblicas más.

En agosto de 1991 se produjo un intento de golpe de Estado militar y civil de tendencia involucionista en el que intervinieron sectores de altos funcionarios del PCUS y algunos miembros del mismo Gobierno con el objetivo de destituir a Gorbachov y volver de nuevo a la antigua política soviética. Este intento fracasó por la acción del presidente de la Federación Rusa, Boris Yeltsin, quien después decidió ilegalizar el PCUS y reconoció la independencia de las repúblicas bálticas. El 25 de diciembre de 1991 desaparecía oficialmente la URSS. Ante la negativa de los presidentes de las repúblicas de la Confederación de Estados Independientes (CEI) de reconocer la facultad de tomar decisiones por los órganos de un poder central, Gorbachov, cada vez más debilitado políticamente, dejó su cargo de secretario general del PCUS, disolvió el Comité Central y optó por dimitir de su cargo de presidente. Se retiró definitivamente de la política en 1996 al no obtener el respaldo electoral suficiente para convertirse en presidente de la Federación Rusa.

Sin embargo, el comienzo de la caída del comunismo había empezado, en realidad, ya antes en Polonia que, como sabemos, ya había mostrado síntomas de resistencia a las imposiciones de la URSS y a las reglas del partido comunista polaco, que no sabía cómo salir de la cada vez más profunda crisis social y económica. En los meses de julio y agosto de 1980 las huelgas se extendieron por todo el país promovidas por el sindicato Solidarinosc, una plataforma sindical apoyada por la Iglesia católica, que exigió el reconocimiento de los sindicatos libres, el derecho de huelga y la libertad de expresión. Al final, en una decisión sin precedentes, se llegó al acuerdo de Gdansk el 30 de agosto de 1981, con el reconocimiento del derecho de huelga y la libertad sindical a cambio de admitir el papel dirigente del partido comunista en el Estado, que en Polonia recibía el nombre de «Partido Obrero Unificado». Sin embargo, Solidarinosc no cesó en sus críticas al régimen y propuso la autogestión de las empresas, así como la elección de los dirigentes políticos mediante elecciones libres. La URSS, entonces gobernada aun por Breznev, vio con preocupación la situación polaca y el jefe del Ejército de Polonia, Wojciech Jaruzelski, proclamó el estado de guerra y constituyó una Junta de Salvación Nacional, en un acto que él mismo justificaría años después diciendo que así evitó que las tropas del Pacto de Varsovia entraran en Polonia como lo habían hecho en Checoslovaquia en 1968. Más tarde, ya con Gorbachov en el poder, se inició una nueva etapa y en 1989 se legalizó el sindicato Solidarinosc y se convocaron elecciones generales para el mes de junio.

El sindicato dirigido por Lech Walesa obtuvo un éxito completo y comenzó una nueva etapa política reforzada con el nombramiento del cardenal polaco, Karol Wojtyla, como papa con el nombre de Juan Pablo II, quien ejercería una influencia decisiva desde el Vaticano, aunque indirecta, en los acontecimientos de Polonia y en la caída de los partidos comunistas de la Europa del este, sobre todo en aquellos países de tradición católica como Hungría, Croacia o Eslovenia. No en balde los servicios secretos de Bulgaria, país entonces dentro de la ortodoxia comunista, intentaron acabar con su vida en un atentado en la Plaza del Vaticano en 1981.

EL SOCIALISMO EN LAS SOCIEDADES DE LIBRE MERCADO: LA REDEFINICIÓN IDEOLÓGICA DE LA SOCIALDEMOCRACIA

 

Los partidos socialistas o socialdemócratas experimentaron una transformación profunda desde la II Guerra Mundial hasta la primera década del siglo XXI. En la Europa occidental han gobernado en distintas etapas —en algunos países como Suecia estuvieron más de cuarenta años en el poder—, o han formado parte de gobiernos de coalición. En cualquiera de las dos opciones tuvieron que ir modulando su discurso ideológico a medida que el desarrollo social y económico evolucionaba en el transcurso de los últimos setenta años. Los cambios tecnológicos, la aparición de las demandas ecológicas, la liberalización de la mujer, la transformación de la clase obrera, la relación con los sindicatos, una nueva militancia de profesionales, la globalización y la integración europea han calado en las posturas políticas de los socialistas. Muchos de estos partidos han sufrido escisiones y debates ideológicos sobre el papel del socialismo en una sociedad futura, especialmente cuando la crisis económica de los años 70 del siglo pasado y el neoliberalismo practicado por distintos Gobiernos ante la crisis del estado de bienestar condicionaron la respuesta que la socialdemocracia debía proporcionar a su militancia o sus votantes.


MAYO DEL 68

 

La revuelta francesa de mayo de 1968 se extendió a otros países como Estados Unidos y Alemania. En este último país ocurrió algo parecido a lo sucedido en Francia: una nueva generación que había vivido con cierta opulencia de finales de las décadas de 1950 y 1960 cuestionó el sistema capitalista y la forma de actuar de los partidos tradicionales de izquierdas —tanto comunistas como socialdemócratas— basadas principalmente en las aportaciones al marxismo que había hecho la Escuela de Frankfurt, representada por Marcuse, Adorno y Erich Fromm, así como parte de la acción y el pensamiento de tradición libertaria).

La protesta nació principalmente en las universidades francesas, alemanas y algunas norteamericanas, pero tuvo su mayor apoyo mediático la de Francia. Durante poco tiempo unió a obreros y estudiantes en Francia que proclamaron la huelga general, hubo ocupación de fábricas en un movimiento que se les escapaba a los dirigentes de izquierdas, tanto socialistas como comunistas, que no entendieron el malestar estudiantil y su extensión a otros sectores sociales y enlazaba, en parte, con consignas que podían asimilarse al movimiento libertario. Y aunque todo volvió a su cauce, con un reforzamiento de las opciones conservadoras, mayo del 68 evidenció que la izquierda clásica no tenía alternativas para las nuevas expectativas de unos jóvenes que habían vivido en el estado de bienestar. Discutían las bases consumistas de un capitalismo al que ya no se le planteaban masivamente alternativas de cambio radical, y también desechaban, por fracasado, el llamado «socialismo real» de la URSS y las Repúblicas del este de Europa.

Por su parte, en el resto de Europa y en Latinoamérica nacieron algunos grupos que practicaron la guerrilla urbana y el terrorismo con el objetivo de que resurgiese el movimiento revolucionario en una sociedad que consideraban alienada, sin diferencias sustanciales entre laizquierda y la derecha. Las Brigadas Rojas en Italia, Acción Directa en Francia, la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, así como los Tupamaros en Uruguay, entre otros, representaron durante los años 70 del siglo XX la reacción contra lo que consideraban el acomodo de unos partidos de izquierdas sin capacidad de respuesta ante un sistema que mantenía la explotación de los trabajadores.

No obstante todo lo dicho, aunque tal vez en consonancia con ello, desde 1950 hasta principios de la década de 1970 la mayoría de los países europeos experimentaron un crecimiento económico hasta entonces desconocido, que permitió construir un estado de bienestar donde las prestaciones sociales como sanidad, educación, seguro de desempleo y jubilación estaban aseguradas y existía el pleno empleo. En la década de los 80 se puso en cuestión la continuidad de un Estado que pudiera sostener el gasto de todas las demandas sociales si no era a base de aumentar los impuestos. Fue entonces cuando los neoliberales reafirmaron su posición de que el mercado podía resolver, con mayor eficiencia, los problemas que el estado de bienestar no había solucionado. Defendían que las garantías que proporcionaban las instituciones estatales provocaban una falta de iniciativa individual, a la vez que se desincentivaba el trabajo y el ahorro, produciendo unos sectores parásitos que viven a costa de los presupuestos públicos, aumentan el déficit público y provocan la inflación. Denunciaban los neoliberales, y denuncian de hecho, además, una falta de productividad y una pérdida de la competitividad que se han hecho más evidentes a medida que la economía se ha mundializado, que se ha globalizado, y países emergentes han empezado a competir ofreciendo productos más baratos.

Los partidos socialdemócratas reaccionaron ante este análisis afirmando que el recorte de los servicios sociales no sirvió para mejorar la competitividad y el crecimiento económico, y lo único que logró fue aumentar las desigualdades sociales. Afirmaban que la aparición de una economía especulativa, de obtener beneficios en poco tiempo, o condicionar las políticas de los Estados para favorecer determinados intereses, también provoca la falta de iniciativa empresarial, desactivada ante un panorama en que la riqueza se alcanza mediante el oportunismo especulativo y no por un trabajo constante y una inversión en innovación y mejor educación. Sin embargo, cuando tuvieron que hacerse cargo de la política económica, aplicaron medidas similares a las de los conservadores: restricción de la deuda pública y el control de la inflación. Fue entonces cuando la vinculación con el sindicalismo, que los propios partidos socialdemócratas habían contribuido a crear, se rompió sin remedio. Los socialistas, al asumir responsabilidades de gobierno, tuvieron que frenar las peticiones sindicales de mejoras salariales, especialmente a partir de la crisis energética de 1973.

El caso más representativo del final de la época de la socialdemocracia fue el primer mandato de François Mitterrand. Llegó a la presidencia de Francia en 1981 con el apoyo de casi todos los grupos de izquierdas, liderados por un Partido Socialista que era, en realidad, un conglomerado de tendencias diversas que iban desde la defensa de la revolución socialista hasta las posiciones reformistas de los socialdemócratas. El programa de Mitterrand contemplaba la nacionalización de las grandes empresas, el control de las multinacionales, una política de impuestos que gravara las grandes fortunas, el reparto del trabajo, así como estimular la demanda interna para disminuir los índices de paro creciente, impulsar la inversión en las industrias públicas, conseguir la semana laboral de treinta y cinco horas, la reducción de la edad de jubilación, el aumento de las vacaciones, una mayor oferta de puestos en la Administración, junto a una descentralización que rompiera el tradicional centralismo del Estado francés. El objetivo era alcanzar una vía democrática al socialismo que superara tanto la colaboración socialdemócrata con el capitalismo como la rigidez de las repúblicas socialistas del este de Europa. El nombramiento de cuatro ministros comunistas propiciaba, además, el entendimiento con la principal central sindical controlada por el Partido Comunista Francés (PCF).

El programa de la izquierda francesa no tuvo en cuenta el contexto de una economía internacional que tenía ya un peso importante en las decisiones que los Gobiernos adoptaran, y su experimento terminó en un rotundo fracaso: los empresarios no estaban dispuestos a colaborar, la subida de los impuestos no constituía un estímulo para los profesionales de las clases medias, la introducción de las nuevas tecnologías necesariamente comportaba una reconversión de muchos puestos de trabajo, y tampoco contaron con la competencia de los países asiáticos emergentes. El Gobierno tuvo que dar marcha atrás restringiendo el gasto público y congelando los salarios, lo que implicaba un viraje de la política económica. Los socialistas franceses cambiaron su estrategia y sus planteamientos teóricos en el Congreso de Toulouse de octubre de 1985 y se distanciaron de los comunistas, que abandonaron el ejecutivo. Tanto el PSF como el PCF iniciaron su declive, perdiendo parte del apoyo social que tradicionalmente les votaba.

En Gran Bretaña, los laboristas habían padecido profundas divisiones entre un ala izquierdista, que mantenía los ideales del laborismo clásico, cuyos más destacados representantes generalmente estaban vinculados al estamento docente de las principales universidades británicas, contaban con el apoyo sindical y mantenían la expectativa de acabar algún día con el capitalismo; y unos sectores más moderados que aceptaban la sociedad de libre mercado, aunque con reformas, y apreciaban que el izquierdismo laborista comportaba estar permanentemente en la oposición en una sociedad como la británica. Su derrota electoral en 1977 les llevó a un replanteamiento completo de sus postulados teóricos y en el Congreso de Brighton de octubre de 1989 introdujeron modificaciones en el grado de representación de los sindicatos, según los reglamentos del partido, y en la futura política económica que los laboristas debían asumir.

Un nuevo líder, Tony Blair, proveniente de la clase media ilustrada, representó la esperanza de la recuperación electoral —después de más de una década de Gobiernos conservadores—, con el llamado «nuevo la borismo» y la propuesta de la «tercera vía», formulada teóricamente por el sociólogo británico Anthony Giddens, que suponía la derrota del izquierdismo. Blair, quien consiguió gobernar durante diez años (1997-2007), tenía una personalidad carismática y arrolladora y definió en el Congreso de Brighton las nuevas bases del laborismo:

Nuestro enfoque no encaja ni en el laissezfaire ni en la intromisión estatal. La función del Gobierno es favorecer la estabilidad macroeconómica, desarrollar políticas fiscales y de bienestar que fomenten la independencia —no la dependencia—, dotar a los ciudadanos de los elementos necesarios para poder trabajar, merced a una mejora de la educación y de las infraestructuras, y apoyar a la empresa, especialmente a las industrias del futuro, basadas en el conocimiento. Y nos enorgullece el sabernos respaldados por los empresarios y también por los sindicatos.

 

Se trataba de combinar los elementos de las políticas de bienestar impulsadas por el Gobierno, pero no necesariamente gestionadas directamente por él, sino introdeciendo la iniciativa privada en campos hasta entonces acotados solo para la acción del Estado. La sanidad y la educación, entre otros servicios, y el estímulo al ahorro privado para compensar las pensiones de jubilación fueron configurando una mezcla de competencia privada y apoyo público en los servicios hasta entonces bajo el control del Estado, huyendo de las políticas de nacionalizaciones tan en boga después de la II Guerra Mundial.

El Estado debía actuar hasta un determinado límite, sin impedir que la iniciativa privada interviniera también en la gestión de los servicios públicos, siguiendo criterios empresariales y proporcionando, tal vez, mayor eficiencia a los servicios que la ciudadanía recibía, exclusivamente, de los funcionarios públicos. De alguna manera, Blair no renunciaba al legado de Margaret Thatcher, su antecesora en el Gobierno, y en parte se limitó, en muchos casos, a matizar el neoliberalismo a ultranza de la primera ministra conservadora. Blair admitía muchas de las críticas que se habían formulado al estado de bienestar y proponía un sistema mixto en el que la gestión de los servicios públicos, con hospitales y escuelas, pasaban al control privado pero con la misión de dar un servicio más eficaz que el del propio Estado o municipio y con la obligación de dar cuenta de su gestión. Socialdemocracia y liberalismo se imbricaban para salir del dogmatismo que había caracterizado a ambas ideologías. Y así, algunos se autodenominaron «socialistas liberales», rechazando la socialización de los medios de producción y la abolición de la propiedad privada.

Regresando a la realidad española, los Gobiernos de Felipe González practicaron, sin la formulación teórica y de marketing de los laboristas británicos, una política similar a lo que años después se conocería como «la tercera vía», avalada por algunos profesores universitarios especialistas en sociología y economía. Pero, en realidad, la renovación socialista había comenzado en el Congreso del SPD alemán en 1959, cuando el marxismo desapareció definitivamente como seña de identidad que había caracterizado, durante casi un siglo, el socialismo europeo.

CHINA: DE LA VÍA SOCIALISTA AL CAPITALISMO

 

Nadie había osado discutir con Mao desde la instauración del régimen comunista. Era el «Gran Timonel» y su figura alcanzaba la categoría de los héroes mitológicos. Sin embargo, los fracasos en política económica con los planes quinquenales para la industria pesada, la colectivización de las comunas agrarias y una cada vez mayor distancia entre los campesinos y los obreros industriales, produjeron en el seno del Partido Comunista Chino fuertes disensiones entre los que preconizaban reformas económicas moderadas, como Zhou Enlai, precursor de la China moderna, y pionero de la apertura de China con los países occidentales, frente a los radicales ortodoxos, que pretendían la socialización de los medios de producción para alcanzar, cuanto antes, el comunismo que la URSS no había sabido realizar. Fueron estos quienes, como vimos en el capítulo anterior, impulsaron la llamada «Revolución Cultural» que comportó un antioccidentalismo feroz para acabar con el aburguesamiento de la clase obrera.

En sus últimos años de vida —Mao moriría en 1976— se distanció de la «banda de los cuatro» y recuperó a Zhou Enlai, quien, al enfermar y morir en el mismo año de 1976, fue sustituido por Deng Xiaoping. Antiguos líderes marginados durante el periodo de radicalización, volvieron asumir responsabilidades políticas y Deng Xiaoping controló, poco a poco, los órganos de decisión política y propició un viraje radical de la economía china. ¿Cómo lo consiguió? Todavía hoy es un misterio debido al tradicional hermetismo de los dirigentes chinos. Nada sabemos con claridad sobre cómo se produjeron las luchas internas de poder en el seno del PCCh y de qué manera los moderados controlaron la situación. Se hizo responsable de los desmanes de la Revolución Cultural a un hombre que tuvo la confianza de Mao, y representaba al sector radical de las fuerzas armadas, Lin Biao, y que murió en un accidente aéreo. Tenemos limitados conocimientos sobre algunas figuras políticas del PCCh que, todavía en tiempos de Mao, habían reclamado tímidamente libertades políticas y de asociación. Sus propuestas se extenderían por varios campus universitarios y el 4 de junio de 1989 tuvo lugar la concentración en la gran plaza de Tiananmen de Pekín. El Ejército y la Policía dispersaron con fuego real a la población allí concentrada, en su mayoría jóvenes que reclamaban una mayor libertad y reivindicaban la figura del líder aperturista, Hu Yaobang, muerto el 15 de abril del mismo año y que había organizado manifestaciones por las libertades desde 1979. No se sabe exactamente el número de fallecidos pero, sin duda, fue una masacre que pudo llegar a los trescientos muertos y a los mil heridos.

En la China postmaoísta no hubo un Congreso como el XX del PCUS, donde Kruschev desmitificó la figura de Stalin y empezaron a conocerse las depuraciones estalinistas. Mao no fue en ningún momento discutido, a pesar del apoyo que proporcionó durante un tiempo a los radicales, la llamada «banda de los cuatro», en la que, como ya señalamos, participaba su esposa. Su figura quedó como un icono intocable que nadie podía discutir y en las escuelas todavía los libros de texto así lo destacan. De hecho, en el XXXIII Congreso del PCCh en 1987 los dos hombres fuertes del aparato político, Deng Xiaoping y Zhao Ziyang se limitaron a proponer reformas económicas, no sin la oposición de ciertos sectores del partido cuya cabeza más representativa era Li Peng.

Sin embargo, cuando acaecieron los acontecimientos de Tiananmen, Deng Xiaoping se mostró partidario de una represión dura, rechazando cualquier intento de ampliar libertades, mientras que Zhao Ziyang adopta una línea más moderada y prefiere el diálogo con los estudiantes, pero caerá en desgracia y la ley marcial se impondrá en todo el país y se difundirá una amplia campaña contra los agitadores agentes del capitalismo. Deng se convertiría en el hombre fuerte del régimen hasta su muerte en 1997 y propuso como sucesor en la dirección política a Jiang Zeming, que asumió la secretaría del partido, la presidencia de la República y la dirección de las Fuerzas Armadas. Mantuvo el hieratismo de las posiciones conservadoras, impidiendo incluso la libertad religiosa y reprimiendo etnias como las del Tíbet o los uigures, de religión musulmana y de etnia diferente a la predominante en el resto de China: la han.

En cambio, la economía china ha experimentado, en los últimos veinticinco años, uno de los mayores crecimientos del PIB, alrededor del 14%, convirtiéndose en una de las principales economías del mundo, al tiempo que ha servido como motor de la de otros países. Con más de 1200 millones de habitantes, ha contado con una mano de obra barata que trabajaba más de diez horas diarias. Ha liberalizado su producción industrial y, en parte, también la agrícola, abriendo su mercado al exterior con escasas normas proteccionistas, lo que ha posibilitado la inversión extranjera y un incremento de la competencia con los países desarrollados, expandiendo sus productos industriales a un precio más bajo, lo que ha provocado una distorsión en los mercados internacionales. Actualmente es el tercer país exportador del mundo, la sexta potencia comercial, el segundo consumidor de petróleo y el país con el mayor número de teléfonos móviles. Sin embargo, todo ello ha tenido efectos colaterales perniciosos que las autoridades chinas han intentado evitar, tal como la emigración del campo a los grandes centros urbanos donde se concentra el comercio y la industria. Las industrias estatales han entrado en declive mientras la iniciativa privada crece a un ritmo acelerado, con convenios con empresas extranjeras que han revolucionado los precios a la baja de muchos productos en los mercados internacionales.

Ha ocurrido lo contrario que en la India, donde existía una tradición democrática legada por el colonialismo británico, con representación en el Parlamento de socialistas y comunistas, pero ha mantenido unos índices de pobreza muy altos aunque también ha experimentado un despegue económico en los últimos años. Estos dos ejemplos incitan a debatir sobre si el crecimiento y desarrollo económico comporta invariablemente el pluralismo y la democracia.

Todavía hoy las autoridades chinas consideran que hicieron lo correcto con la represión de Tiananmen y que después de más de veinte años China ha recorrido un camino de éxitos económicos que han permitido que una población de más de 1200 millones alcance estándares de vida nunca hasta entonces conocidos, convirtiéndose en una potencia económica temida por su agresividad y competitividad en los mercados mundiales. Y además las preocupaciones de la juventud china se centran en encontrar un trabajo en las nuevas industrias o incluso desarrollar expectativas empresariales. Un sociólogo chino, Shi Guoliang, que trabaja en la Universidad de Pekín, y analiza el comportamiento de los jóvenes, concluye que hoy son más pragmáticos que la generación de 1989, que actuaba al calor de sentimientos más emocionales y sin apreciar los beneficios de la sociedad de consumo en que China se ha convertido. Si en 1989 el poder de compra de sus habitantes apenas alcanzaba los 750 dólares, en el 2009 llega a los 6379.


Conclusión

 

A la búsqueda de una alternativa socialista a la sociedad globalizada, ¿qué queda del socialismo marxista y no marxista en el siglo XXI?

Todavía hay dos países que se declaran abiertamente comunistas: Cuba y Corea del Norte, ambos con serias dificultades económicas y políticas. China, por su parte, mantiene la estructura de organización política estatal construida por el Partido Comunista Chino, pero su política económica va directamente, como hemos visto, lanzada a la conquista del libre mercado. Sus formas productivas han cambiado —en las grandes ciudades principalmente— la sociedad tradicional por una vida muy parecida a la de los países industrializados, aunque sin libertades políticas y de expresión. Solo las voces de algunos exiliados, antiguos dirigentes, como Bao Tong, son capaces de admitir que un Gobierno que no es responsable respecto a su propio pueblo no puede serlo ante el resto del mundo.

Del comunismo de los distintos pueblos que formaban la URSS y de las repúblicas del este de Europa que esta controlaba queda la nostalgia de unos pocos, junto al desencanto de una mayoría que ha perdido su fe en los grandes sistemas, o lo que algunos denominan los «metarrelatos», como lo era el marxismo que habían interpretado los bolcheviques e impregnó sus instituciones. Desde hace ya un tiempo intentan acomodarse, lentamente, a los parámetros de los países occidentales en el consumo, en la desigualdad de la riqueza y en la imitación de elecciones políticas, que no siempre son transparentes. Es como si Rusia y las nacionalidades de la antigua URSS estuvieran en un periodo de larga transición —unas más que otras— en el cual la Federación Rusa pretende mantener su hegemonía sobre aquellas, aunque en algunas ocasiones se interpongan culturas, especialmente en el Cáucaso, que han revitalizado sus raí ces musulmanas, como es el caso de Chechenia. Si las cosas van por buen camino los rusos pondrán fin, en el futuro, a la dialéctica entre eslavismo y occidentalismo para integrarse como un país de cultura occidental que tiene sus raíces en el cristianismo y en la Ilustración. A la postre, el marxismo oficial, consolidado en 1917 y resquebrajado en 1989, ha servido para poner a los rusos en el paradigma occidental, porque Marx fue él mismo, en definitiva, hijo de la Ilustración.

Los países de la Europa del este intentan, después de la caída del muro de Berlín en 1989, sentirse parte de la Unión Europea. Sus estructuras políticas son todavía endebles por su escasa tradición democrática, sin opciones políticas bien diferenciadas que respondan a sectores sociales estructurados; pero, aun así, han entrado por un camino que, con dificultades, parece querer superar las diferencias entre el este y el oeste.

Otra cuestión es la de los partidos socialistas o socialdemócratas que nacieron con vocación internacionalista y, por lo general, partieron del marxismo como sistema de interpretación de la historia y de análisis del capitalismo. Ha dominado, en general, el vínculo nacional a sus Estados, como se demostró durante la primera de las guerras mundiales y se consolidó después de la segunda. Cada partido atendía a los problemas de su espacio electoral y trataba de expandir sus propuestas a muchos otros sectores de la sociedad. La clase obrera se ha desdibujado desde los tiempos de Marx, y el estado de bienestar alcanzado ha difuminado las alternativas a la sociedad de libre mercado. La pregunta «¿qué es una clase social?» forma parte del debate académico entre profesores que han profundizado en la obra de Marx, sin llegar a un acuerdo. Lo mismo ocurre con el concepto «alienación», según el cual los obreros estaban dominados no solo por las condiciones de trabajo sino también ideológicamente por los propietarios burgueses. Los proletarios perdían su conciencia de clase y por ello la labor de los dirigentes sindicalistas y socialistas consistía en aclararles su condición para que fueran agentes que contribuyesen al triunfo del socialismo.

En la actualidad, los programas socialistas se caracterizan por incidir en la retórica de la «profundización de la democracia», con más y mejor participación en los asuntos públicos, y por insistir en mantener las prestaciones sociales con el apoyo del Estado. Pero las diferencias en política económica respecto a otros grupos conservadores, o de centro derecha, son muy escasas por cuanto se parte de un mismo paradigma: la sociedad de libre mercado. Y aunque haya discrepancias entre los economistas y políticos sobre cómo ejecutar los presupuestos aprobados en los Parlamentos, se practican políticas similares aunque, en algunos casos, con matices importantes. En determinadas circunstancias, socialistas y democristianos o liberales han formado gobiernos de coalición, como en Italia en los años 50, 60 y 70 del siglo XX, o en Alemania y Holanda. Ningún partido socialista que esté en disposición de gobernar, o haya gobernado, defiende la socialización de los medios de producción y la planificación económica centralizada en términos marxistas, ni atiende a la lucha de clases. Incluso han abandonado el marxismo como único enfoque de interpretación de los procesos sociales y han reconocido la influencia del humanismo, del cristianismo o de otras expresiones religiosas, como en la India o en otras partes de Asia. Y, aunque de forma minoritaria, existe asimismo un socialismo musulmán en el que el Corán es la base teórica o teológica más relevante.

Los grupos de lucha armada, que utilizaron la violencia terrorista en nombre del marxismo por creer que sin revolución violenta no había posibilidad de cambiar el sistema de explotación capitalista, no han cuajado y aunque aún quedan restos de guerrilleros en algunos países de Latinoamérica (Sendero Luminoso en Perú, la guerrilla colombiana, los zapatistas mexicanos o los rebeldes tamiles de Sri Lanka) sus fuerzas son cada vez menores.

Los socialdemócratas siguen planteando el tema de la justicia social y la distribución de la riqueza, dentro de los márgenes que les dejan sus propuestas electorales ya que han de cubrir sectores muy diversos, de muy distintas habilidades y con posiciones económicas muy desiguales, que ya no se identifican con la clase obrera tradicional sino que todos creen pertenecer a la «clase media», concepto más difuso, por otra parte, que el de «clase obrera». Estos partidos han incorporado demandas nuevas como la igualdad de género, la defensa del medio ambiente o la aceptación de formas de estructuras familiares diferentes a las tradicionales. Pero en los últimos años les ha surgido la competencia de otras propuestas que se preocupan principalmente por la contaminación de la atmosférica, la destrucción del medio ambiente y la desaparición de especies animales o plantas, y defienden una economía sostenible sin deterioro de las fuentes de riqueza. Son los llamados «verdes», una opción política, independiente de los partidos socialistas, que ha triunfado principalmente en Alemania y que se extiende, también, por Francia y muchos otros países.

Algunos partidos socialistas que han gobernado en Europa, y en menor medida en países sudamericanos, en distintos periodos después de la II Guerra Mundial, han vivido casos de corrupción destacados por parte de algunos de sus dirigentes, lo que les ha hecho perder credibilidad entre su electorado y, en parte, ha contribuido al incremento del descrédito de la política como intermediación entre los ciudadanos y el Estado. Venezuela es un ejemplo. No obstante, siguen manteniendo importantes porcentajes de votos en Europa principalmente, aunque no generen expectativas de cambios radicales. En muchos casos, sus órganos de dirección se han burocratizado, han controlado las listas que se presentaban a las elecciones y han practicado la cooptación de sus órganos de dirección.

Los militantes con carné van disminuyendo y los que mantienen la militancia adoptan posiciones pasivas, desentendiéndose de las pugnas internas, en muchos casos provocadas por la competencia de liderazgo, lo que dificulta un mensaje unitario y provoca rencillas insalvables entre los dirigentes. La contradicción entre participación masiva y libre, exponiendo cada cual su visión política, aireado todo ello por los medios de comunicación, provoca una imagen de división que el electorado, en algunos casos, penaliza. Una organización rígida, controlada por la cooptación, y un aparato político que se perpetúa quitan espontaneidad a la libre expresión de las ideas pero la apariencia de unidad tiene como contrapartida positiva unos mayores réditos electores, aunque supone una perversión de la democracia. Las nuevas generaciones han tomado la política como fuente de trabajo y existe el peligro de que la acción de los partidos conduzca a una situación inerme, que nada soluciona, y de ahí que en países en vías de desarrollo surjan alternativas populistas, antipartidos, que pongan en cuestión los mecanismos democráticos, como ocurre en Sudamérica con el ascenso al poder de Hugo Chávez en Venezuela o Evo Morales en Bolivia. Y todavía está por explicar de manera comprensible el fenómeno del populismo argentino en torno al peronismo, con una tradición que viene desde casi el final de la II Guerra Mundial. Esta reacción no ha alcanzado a Europa aunque existen algunos elementos que pueden ir en esa dirección: Berlusconi en Italia sería un ejemplo.

La II Internacional, reconstruida después de la II Guerra Mundial, fue convirtiéndose en un foro de debates ideológicos pero con escasas resoluciones políticas que influyeran en las decisiones aplicables por los partidos socialistas de todo el mundo. Y justo cuando el fenómeno de la globalización económica resultaba cada vez más imparable. En la etapa de Willy Brandt, dirigente socialdemócrata alemán y presidente de la II Internacional en los años 70 del siglo XX, hubo una cierta revitalización en las propuestas socialistas y una presencia más activa en el contexto internacional.

En los últimos tiempos, la crisis económica y la globalización han rehabilitado el papel del Estado y el mantenimiento de las políticas sociales, muy cuestionadas por el neoliberalismo a partir de 1973; y es que la pérdida de credibilidad de este con la crisis financiera del 2008 terminó por provocar el surgimiento de economistas que plantearon, en una línea parecida a la de Keynes, la vuelta al intervencionismo estatal en el sector financiero. Aunque otras opciones políticas intentan paliar los déficits de las prestaciones sociales, el socialismo se ha convertido en su mejor defensor, si bien sin grandes alternativas. Mantiene una cultura y una estética que enlaza con las tradiciones socialistas pero el contenido ha variado sustancialmente. Ha entrado, además, en una fase de carencia ideológica aplicando políticas de la economía neoclásica del capitalismo para solucionar las crisis y ha desvalorizado el papel de los sindicatos afines que también se han acomodado a la situación.

Los partidos comunistas, por su parte, prácticamente han desaparecido después del derrumbamiento del Bloque soviético y se refugian en organizaciones de amplio espectro donde caben otros sectores políticos radicales, desdibujando incluso su denominación de origen. El eurocomunismo de finales de las décadas de 1970 y 1980 apenas cubrió las expectativas de una revisión de los presupuestos y prácticas comunistas, provocando enfrentamientos irreconciliables entre los militantes que les ha hecho ser marginales en los sistemas parlamentarios. Muy pocos dirigentes socialistas, por no decir ninguno, hacen del marxismo su bandera principal.

Sin embargo existen todavía, principalmente en ciertos medios académicos universitarios, profesores, dentro del campo de la historia, la sociología o la economía, que al menos revalorizan ciertos aspectos de la metodología y el análisis marxista y tratan de aplicarlo a sus investigaciones, combinándolo, en ocasiones, con otras teorías no marxistas.

Nada puede preverse de cómo se desarrollará en el futuro el pensamiento y la acción socialista aunque, hoy por hoy, representa una alternativa para muchos ciudadanos y ciudadanas que viven de su trabajo y a quienes les afectan las coyunturas económicas del capitalismo, pero cuya adscripción ideológica está basada, fundamentalmente, en una tradición familiar o en experiencias vitales propias. Marx, al igual que habían hecho los socialistas utópicos franceses, cuando habló de cómo sería en el futuro la sociedad comunista, se limitó a especular. Y así, predicaba que el Estado burgués sería sustituido por uno proletario, que ya no explotaría a nadie, y que a la larga la burocracia estatal desparecería después de un periodo de transición. Incluso predijo que la revolución socialista surgiría en los países más avanzados industrialmente, como Gran Bretaña. La realidad ha sido todo lo contrario, el comunismo ha tenido fuerza en países menos desarrollados y contó con el apoyo campesino, como en Rusia y China.

Algunos han sugerido que la gran aportación de Marx ha sido el análisis del capitalismo y que no se ocupó excesivamente de los problemas del futuro. Cuando estos surgieran en la nueva sociedad socialista se abordarían desde una posición diferente al haber sido eliminada la sociedad capitalista. Esta tesis sería defendida en la URSS y otros países del este de Europa, América y Asía, con resultados poco efectivos para la vida cotidiana de sus habitantes. Tampoco aclaró si la dialéctica materialista continuaría o desaparecería con el triunfo final de la clase obrera. La creencia en que era ineluctable el establecimiento del nuevo orden de justicia social tiene, de alguna manera, muchas connotaciones con la fe y esta no depende más que de factores personales.

El socialismo democrático actual está ante el dilema de cuál debe ser su camino de futuro, porque pretende representar a sectores más amplios de la sociedad, sin considerarse el defensor exclusivo de los intereses obreros. Estos, en muchos casos, votan a partidos diferentes, más conservadores, que han mantenido las prestaciones sociales, o con perspectivas políticas que han roto con los programas tradicionales del socialismo.

La «tercera vía» de Blair sirvió más como modelo para la renovación de organizaciones políticas de la derecha clásica que para los partidos socialistas. Estos han ido derivando entre una izquierda, cada vez con menor peso, que reivindicaba una adaptación de las tesis marxistas, y una derecha con planteamientos muy similares a los partidos de centro, y, de hecho, se han situado en el centroizquierda. Junto a ellos existe una amalgama de posiciones que tratan de combinar aspectos de las dos corrientes principales. En los partidos socialistas queda, no obstante, una tradición cultural de defender formas nuevas de entender la libertad de opciones familiares, o de incorporar las reivindicaciones feministas y ecologistas, de asimilar un tipo de música y un recuerdo de los signos del pasado. Pero el sonido de las notas de la Internacional con el puño levantado les parece, a muchos, una estética pasada de moda, así como el anticlericalismo clásico que desde los tiempos del papa Pio IX habían practicado.


Bibliografía básica general

 

BOBBIO, Norberto. Las ideologías y el poder en crisis:pluralismo, democracia, socialismo, comunismo, tercera vía y tercera fuerza. Barcelona: Ariel, 1988. Conjunto de ensayos, muy desiguales, que permite comparar el socialismo con otros regímenes políticos de la época contemporánea.

BRAVO, Gian Mario. Historia del socialismo 17891848: el pensamiento socialista antes de Marx.  Barcelona: Ariel, 1976. Análisis histórico del movimiento socialista anterior a Marx y a la formación del movimiento obrero.

CLAUDÍN, Fernando. De la Komintern al Kominform. París: Ruedo Ibérico, 1967 Primer tomo de una historia inacabada escrita por el militante comunista español Fernando Claudín, que fue expulsado del PCE por Santiago Carrillo, y que conoce bien los entresijos de los partidos comunistas.

COLE, George. D. H. Historia del pensamiento socialista. 8 tomos. México: FCE, 1957. Un clásico, publicado originalmente en inglés, en 1953. Aborda más allá del desarrollo del marxismo en la historia del socialismo, pues es también extraordinariamente útil para ubicar el pensamiento de los marxistas en el conjunto del pensamiento antiburgués.

CRICK, Bernard. Socialismo. Madrid: Alianza, 1994. Análisis teórico de los principios fundamentales del socialismo, con referencias históricas.

DROZ, Jacques (director). Historia general del socialismo. 4 tomos. Barcelona: Destino, 1985. Publicada originalmente en francés, en 1979. Es una obra colectiva: sus autores son, en general, académicos de la Universidad de París, y el enfoque es predominantemente académico y rigurosamente histórico. Es útil porque su objetivo permite ubi-carlo en el conjunto de la tradición del pensamiento crítico del socialismo.

FLORES, Marcelo y ANDRÉS, Jesús de. Atlas ilustrado del comunismo. Madrid: Susaeta Ediciones, 2003. Un resumen divulgativo y bien estructurado con profusión de ilustraciones sobre la evolución del comunismo mundial.

HELLER, Agnes. Anatomía de la izquierda occidental. Barcelona: Península, 1985. Estudio filosófico de las opciones políticas del socialismo en la política occidental.

HOBSBAWM, Eric J. (director). Historia del marxismo. 8 tomos. Barcelona: Bruguera, 1980. Uno de los historiadores más conocido dirige esta historia del marxismo donde colaboran especialistas en el tema.

KOLAKOWSKI, Leszek. Las principales corrientes del marxismo. 2 tomos. Madrid: Alianza, 1980. Publicado originalmente en polaco, en 1976, es la visión de un crítico que fue primero marxista y después abandonó esa escuela de pensamiento. Se circunscribe al marxismo en sentido estricto, describiendo sus diversidades y principales polémicas. Es muy útil, sin embargo, por el tratamiento, riguroso y bastante rico, de Marx, Engels y Lenin, que son las partes más trabajadas del texto.

LINDEN, Marcel van der. Historia transnacional del trabajo. Valencia: Centro Alzira-Valencia de la UNED, 2006 Recopilación de artículos largos centrados principalmente en una nueva interpretación del sindicalismo revolucionario, la metaformofosis de la socialdemocracia europea, los primeros partidos comunistas, y las consecuencias de mayo de 1968.

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SASSON, Donald. Cien años de socialismo. Barcelona: Edhasa, 2001. Ensayo largo y profundo de la historia del socialismo, con una gran cantidad de datos, centrado principalmente en la Europa occidental. Al final hay un apéndice, resumido y muy claro y adaptado a las nuevas investigaciones, del profesor J .L. Martín sobre la historia específica del socialismo español.

TEZANOS, José Félix. (editor). Teoría política del socialismo. Madrid: Sistema, 1993. Recopilación de varios textos sobre los principales teóricos del presocialismo y de los socialistas y comunistas marxistas, realizado de manera divulgativa por profesores de las universidades españolas especialistas en ciencia política, sociología, historia y filosofía política.

TUÑÓN DE LARA, Manuel. Historia del socialismo español. 5 tomos. Barcelona: Conjunto Editorial, 1989. Cada uno de los libros está realizado por un especialista en la historia del socialismo en sus diferentes periodos, con una gran cantidad de datos que permiten entender la evolución del socialismo español hasta la transición política española.

VVAA. Historia del comunismo. Aventura y ocaso del gran mito del siglo XX. 2 tomos. Madrid: El Mundo, 1992. Una detallada historia del comunismo desde la Revolución Rusa hasta la caída del muro de Berlín, con referencias a otros partidos comunistas del mundo, realizada en forma de fascículos por historiadores y sociólogos con ilustraciones, cronología y biografías de los principales dirigentes.

VRANIKI, Pedrag. Historia del marxismo. Salamanca: Sígueme, 1977. Publicado originalmente en Yugoslavia, en 1971, es interesante por el tratamiento de las corrientes filosóficas en la tradición marxista. Resulta, sin embargo, muy útil como orientación en las discusiones de los años 50 y 60 del siglo pasado.


Bibliografía básica específica

 

TEXTOS SOBRE MARX

 

ARICÓ, José. Marx y América Latina.México: Alianza, 1980. Un excelente estudio sobre la actitud y los escritos de Marx dedicados a América Latina, y las polémicas que han causado.

BERLIN, Isaiah. Karl Marx.Madrid: Alianza, 1963. Una biografía ácida, sincera y rigurosa, escrita por un notable filósofo político inglés que no es marxista, pero que siente un respeto enorme por Marx. Ofrece un Marx distinto al habitual

GUSTAFSSON, Bo. Marxismo y revisionismo.Barcelona: Grijalbo, 1975. Estudio detallado y bien documentado sobre las polémicas que se abren a principios del siglo XX sobre el revisionismo de la obra de Marx, centrado principalmente en la figura de Eduard Bernstein.

LICHTHEIM, George. El marxismo.Barcelona: Ana-grama, 1980. Una visión crítica, centrada sobre todo en Marx y Engels, riguroso desde un punto de vista histórico, polémico desde un punto de vista político.

MARX, Karl.
No hay mejor manera de empezar a estudiar la historia del marxismo que leer a Marx directamente y discutirlo en grupos. Entre sus muchas obras, las lecturas básicas, que cumplen con la condición de ser a la vez relevantes en el contenido, breves, y relativamente entendibles sin grandes estudios previos, podrían ser las siguientes:
Introducción a la crítica de la filosofía del Derechode Hegel (1843).
El trabajo enajenado (1844).
El Manifiesto comunista (1848).
Prólogo a la contribución a la Crítica de la economía política (1859).
 Salario, precio y ganancia (1865).
 La Guerra Civil en Francia (1871).
 Todos estos textos se encuentran habitualmente, en particular, en las antiguas ediciones en castellano de la antigua URSS que aún se pueden adquirir en librerías de librosantiguos.

McLELLAN, David. Karl Marx, su legado.Madrid: Quarto, 1984.
Escrito para el centenario de la muerte de Marx, sobre la base de una serie de conferencias en la BBC de Londres, por el marxistólogo inglés David McLellan.

RUBEL, Maximilien. Karl Marx.Buenos Aires: Paidós, 1970. Este texto hace una brillante biografía intelectual de Marx. En general, de cualquier trabajo de Rubel se puede esperar rigor, ponderación, y algo de humor inglés. En Barcelona, Anagrama: 1970, se puede encontrar asimismo su Crónica de Marx, un muy buen resumen de los principales hechos de su vida.

WHEEN, Francis. Karl Marx.Madrid: Debate, 2000. Escrita por un periodista inglés, conservador, es una obra muy bien documentada, que ofrece un perfil de Marx como político radical y hombre de familia del siglo XIX.

LA REVOLUCIÓN RUSA DE 1917

 

El tema del triunfo bolchevique es sustantivo en la historia del marxismo real y es muy difícil encontrar estudios u opiniones ponderadas y de valor académico. Las que siguen son un conjunto de referencias mínimas que abarcan diversos puntos de vista sobre el desarrollo de la revolución rusa, y los procesos que condujeron a la dictadura estalinista.


BETTELHEIM, Charles. La lucha de clases en la URSS.Madrid: Siglo XXI, 1978.

CARR, Edward Hallet. La revolución bolchevique.Madrid: Alianza, 1977.

COHEN, Stephen F. Bujarín y la revolución bolchevique.Madrid: Siglo XXI, 1976.

FEJTÖ, François. Historia de las democracias populares.Madrid: Martínez Roca, 1971.

HAJEK, Milos. Historia de la Tercera Internacional.Barcelona: Crítica, Grijalbo, 1984.

HILL, Christopher. La Revolución Rusa.Barcelona: Ariel, 1971.

MERLEAU-PONTY, Maurice. Humanismo y terror.Buenos Aires: Leviatán, 1956.

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TROTSKY, León. La Revolución Rusa.Quimantú, 1972.

LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

 

ASHTON, T. S. La Revolución Industrial 1760-1830.México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1964. Obra clásica para el conocimiento global del fenómeno de la Revolución Industrial.

BERG, M. La era de las manufacturas (1700-1850).Una nueva historia de la revolución industrial británica. Barcelona: Crítica, 1986. Interesante estudio sobre el proceso industrial en el primer país donde se produjo y en el que desmonta algunas teorías sobre su desarrollo.

CIPOLLA, Carlo M. Historia económica de la Revolución Industrial.Barcelona: Ariel, 1979. Visión global de los hechos, de lectura asequible, aunque algo anticuada.

DEANE, Phyllis. La primera Revolución Industrial.Barcelona: Península, 1977.
Una obra imprescindible, realiza una profunda investigación sobre las causas.

ESCUDERO, Antonio. La Revolución Industrial: una nueva era.Madrid: Anaya, 2009. Una visión resumida, pero sagaz y puesta al día del proceso de la Revolución industrial que se lee con facilidad.

LANDES, David S. Progreso tecnológico y Revolución Industrial.Madrid: Tecnos, 1979. Obra rigurosa, completa y amena, pero con un enfoque muy tecnologicista.

MANTOUX, Paul. La Revolución Industrial en el siglo
XVIII.Madrid: Aguilar de Ediciones, 1962.
Una investigación interesante sobre los anteceden
tes de la Revolución Industrial.

VILAR, Pierre (y otros). La industrialización europea. Estudios y tipos.Barcelona: Crítica, 1981. Una investigación interesante sobre los antecedentes de la Revolución Industrial, dirigida, y en parte escrita, por uno de los historiadores referentes del siglo XX.

CONTEXTO HISTÓRICO

 

BROWER, Daniel R. Historia del mundo contemporáneo.1900-2001. Madrid: Prentice Hall, 2002. Un buen resumen de los acontecimientos políticos y sociales del siglo XX.

HOBSBAWM, E. J. Naciones y nacionalismo.Barcelona: Crítica, 1998. Historia del siglo XX.Barcelona: Crítica, 2001.
 La invención de la tradición. Barcelona: Crítica, 2002. Tres libros imprescindibles sobre uno de los fenómenos más debatido en el siglo XX: los nacionalismos, así como la trayectoria política y social del siglo XX.

JOHNSON, Paul. El nacimiento del mundo moderno.Barcelona: Javier Vergara editor, 2000. Interesante visión de la gestación del mundo moderno entre 1815 y 1830.

LAQUEUR, Walter. Europa después de Hitler.Madrid: Sarpe, 1985. Estudio de la evolución de la historia de Europa después de acabada la II Guerra Mundial.

LUEBBERT, Gregory. Liberalismo, fascismo o socialdemocracia. Clases sociales y orígenes políticos de los regímenes de la Europa de entreguerras.Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, 1997. Análisis de los conflictos sociales, doctrinales y políticos de las tres principales corrientes del pensamiento occidental durante le etapa entre las dos guerras mundiales.

PANIAGUA, Javier. La Europa revolucionaria (17891848).Madrid: Anaya, 1989. Resumen de una época que transcurre desde la Revolución Francesa en 1789 hasta las revoluciones de 1948.

WATSON, Peter. Ideas. Historia intelectual de la humanidad.Barcelona: Crítica, 2006. Un amplio análisis de las trayectorias intelectuales que se han producido a lo largo de la historia.


 

 


Дата добавления: 2019-11-25; просмотров: 176; Мы поможем в написании вашей работы!

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