EL TRIUNFO DE LA DEMOCRACIA EN LA EUROPA OCCIDENTAL: SOCIALISMO Y COMUNISMO FRENTE A FASCISMO Y NACIONALSOCIALISMO



 

Se ha escrito en abundancia sobre los felices años 20, el tiempo posterior a la Gran Guerra, que propiciaron grandes beneficios en la bolsa y en la especulación inmobiliaria, pero no fueron tan lúcidos como se proclamaban. Algunos se daban cuenta de que aquella manera de vivir era ficticia, y ya antes de 1914 sectores económicos como el carbón, los textiles, la siderurgia y la metalurgia estaban perdiendo fuelle en los mercados. En realidad la crisis que estalló en 1929 venía anunciada, aunque solo unos cuantos se aventuraron a predecirla.

La sociedad había cambiado radicalmente en el mundo civilizado. Los imperios se habían diluido y los valores tradicionales de la jerarquía estaban trastocados. La gente demandaba participación y deseos de disfrutar de los placeres que la tecnología iba proporcionando, además muchos creían estar a las puertas de una nueva era en la que el capitalismo estaba condenado a desaparecer.

Pero al mismo tiempo se extendió entre muchos intelectuales un sentimiento de pesimismo y frustración. Ya no servían los versos encendidos a la gloria del combate como lo hiciera el poeta británico Rupert Brooke (1887-1915), ni la exaltación con ardor de la cultura germánica de un extraordinario escritor como Thomas Mann. Oswald Spengler expresó los sentimientos de una época en su obra La decadencia de Occidente, donde se hacía una interpretación biologista y profética de las culturas que adquirió una gran difusión. Estas nacen, crecen y mueren, y Occidente estaba a las puertas de su final, agotado y había entrado en barrena. Todo empezó a cuestionarse: ¿dónde estaba la verdad? Incluso la ciencia se replanteaba muchas de sus aseveraciones como el «principio de incertidumbre» del físico Werner Heisenberg, que en la década de 1920 explicaba que las partículas moleculares no tenían la misma consistencia cuando cambiaban de movimientos por lo que era difícil establecer un conocimiento seguro de las mismas, lo que significaba que la ciencia tampoco daba absoluta seguridad sobre el conocimiento de la realidad. También Albert Einstein había roto con la física de Isaac Newton con su teoría de la relatividad. El mismísimo escritor checo Franz Kafka lo expresó en toda su obra, especialmente en El Proceso, y con él los dadaístas y surrealistas, que hicieron de la realidad algo incomprensible. Detrás de la razón estaba el subconsciente, como apuntaría Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis. La novela Adiós a las armas, del estadounidense Ernest Hemingway, expresaba el sentimiento de destrucción que había representado la guerra y que él conoció como corresponsal en París. La pintura, si bien ya venía haciéndolo desde el impresionismo, dio un cambio radical para expresar las figuras, los colores y una perspectiva distinta como lo haría Picasso con el cubismo. Las costumbres cambiaron y las mujeres, que habían sido reclutadas como mano de obra en la retaguardia mientras los hombres luchaban en el frente, reclamaron su papel y exigieron igualdad de derechos. En este contexto, una re vo lución triunfante, la bolchevique, tenía la esperanza de que pronto se extendería por todos los continentes.

Los mismos militantes socialistas, que predicaban el internacionalismo y la superación del nacionalismo, no habían sabido oponerse con contundencia a una espantosa guerra, y la II Internacional no cumplió sus objetivos de anteponer la lucha de la clase obrera («Los trabajadores no tienen patria», decía un lema socialista) a los intereses nacionales de cada Estado.

La radio, por ejemplo, cambió la vida y costumbres de muchas personas. Pronto los políticos se dieron cuenta de lo que significaba como elemento de propaganda, información e influencia sobre las costumbres e ideas de los oyentes. A partir de 1920 aparecieron las primeras emisoras, como la BBC británica, que fueron multiplicándose por todo el mundo, al tiempo que la industria de fabricación de radios se convirtió en un negocio muy rentable. La aparición de las masas como referente principal de todos los mensajes transformó las relaciones sociales, y así lo constató, con cierto temor elitista, el pensador español José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas. Precisamente esos obreros, pequeños y medianos propietarios campesinos y miembros de la clase media que en los primeros años del siglo XX habían dado, de alguna manera, su respaldo al socialismo, ahora se dejarían llevar, en gran parte, por el discurso fascista que se instauró en Italia y en Alemania, y que tendría una relevante fuerza política y movilizadora en muchos otros países europeos.

Los nuevos Estados surgidos de la desmembración de los imperios Alemán y Austro-Húngaro, como Yugoslavia o Checoslovaquia, resultado de los tratados de paz suscritos y de la política del presidente estadounidense Wilson, no estuvieron exentos de dificultades dada la inclusión en los mismos de distintas nacionalidades, algo que, asimismo, le ocurrió a Polonia, que integró en su nuevo espacio a alemanes y rusos. El liberalismo y el sistema parlamentario parecían estar en decadencia, y los Gobiernos de los países democráticos duraban un corto espacio de tiempo, mientras que la socialdemocracia pasaba a la oposición o participaba en gobiernos de concentración en los países con elecciones libres, al tiempo que se instauraban dictaduras en el este y en el sur de Europa. Por su parte, los comunistas no consiguieron articular un movimiento que les llevara al triunfo internacional y siguieron las pautas de la Komintern, que fijaba su principal estrategia en que en la URSS la revolución se mantuviera a la espera de tiempos mejores.

Los tres pilares de las sociedades occidentales eran una burguesía industrial, un proletariado urbano y un campesinado formado por pequeños y medianos propietarios que veían cómo su mundo se derrumbaba y comenzaba a participar activamente en política, optando, en muchos casos, por opciones conservadoras o fascistas. Los terratenientes tendían a desaparecer con las reformas agrarias practicadas después de la Gran Guerra, y el campesinado sin tierra era una amenaza por su reclamación de tierras para todos. Solo en lugares como los países escandinavos se articularon una conjunción de los tres elementos, la socialdemocracia contó con apoyo y puso los cimientos del primer estado de bienestar, donde el Estado empezó a intervenir en la política económica de una manera más intensa.

En otros países, las tensiones campo-ciudad se hicieron cada vez más fuertes y una parte de la clase trabajadora y pequeños propietarios contribuyeron, en parte, al triunfo del fascismo, mientras los partidos liberales veían disminuir su apoyo electoral, como ocurrió en España a partir de 1917 hasta la Dictadura de Primo de Rivera. Pero también democracias de gran consistencia se vieron en apuros, como Gran Bretaña, que aprobó en el Parlamento la Emergency Power Act, que permitía al Gobierno tomar medidas excepcionales si se producía una situación revolucionaria, como ocurrió en la huelga general de 1926 decretada por los sindicatos. Los laboristas, liderados por el moderado Ramsey McDonald, sustituyeron en la representación política a los liberales, aglutinando a los obreros industriales y a las clases medias urbanas a partir de octubre de 1922.

Así, a finales de la década de 1920 existía una Europa democrática, en su parte occidental y nórdica, que creía, aun con sus dificultades, en el sistema parlamentario, y otra, mediterránea y oriental, que optó por regímenes dictatoriales que en algunos casos, como el fascismo, no se limitaron a una política autoritaria sino a una nueva concepción del Estado y de las relaciones con las masas populares. Cuando la República de Weimar entró en barrena con el triunfo nazi, la balanza se desequilibró y el enfrentamiento estaba cantado.

Además, las tensiones inflacionarias de los nuevos Estados, que depreciaron sus monedas para salvar las dificultades presupuestarias y tuvieron que improvisar una burocracia y unos servicios para sus ciudadanos que provocaron el caos económico, con políticas proteccionistas que redujeron el comercio mundial, contribuyeron a que aumentara el paro y descendiera la producción industrial, sin que hubiera una política global de reconstrucción. Los socialistas asumieron carteras ministeriales en Gran Bretaña, Francia o Alemania si bien no estaban preparados para afrontar las consecuencias de la economía de mercado.

La crisis económica de 1929 se combinaba con una crisis política, pero ¿cuál fue primero? Tendemos a considerar que la economía fue el elemento desencadenante de la catástrofe que acabó en otra guerra, más cruel y destructiva, entre 1939 y 1945, aunque, sin embargo, fue la política la que tuvo un papel estelar por la incapacidad de los Gobiernos para enfrentarse a los nuevos problemas de un mundo que empezaba definitivamente a ser global. Por eso hoy se empieza a tener en consideración un periodo largo de crisis política y conflagraciones militares, que abarcaría desde 1914 a 1945, donde los socialistas tuvieron que adaptarse a un nuevo rol: defender el sistema democrático liberal, mientras los comunistas seguían proyectando en la Unión Soviética su esperanza de que llegara el gran día de la revolución mundial, pero no a la manera que pensaba Trotsky, el gran derrotado por Stalin. La «revolución permanente» de aquel intentaba dar una visión distinta del comunismo y aglutinar a sus partidarios en una IV Internacional, que a modo de ejemplo consiguió el apoyo de un muy minoritario partido español, el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Trotsky fue asesinado en 1943 en su exilio de México por orden de Stalin, precisamente por la mano de un comunista español, Ramón Mercader. Después de la Guerra Civil española, que tuvo lugar entre 1936 y 1939, en la que los alemanes apoyaron a las fuerzas rebeldes del general Francisco Franco; de la anexión de Austria por Alemania en marzo de 1938, el llamado Anschluss; y de la crisis checa con el golpe de Estado propiciado por los nazis en marzo de 1939, las cosas no podían acabar más que en la II Guerra Mundial a pesar de la política de concesiones para con el régimen expansionista del líder alemán Adolf Hitler que mantuvieron Gran Bretaña y Francia durante los años 30 de aquel siglo XX.

El fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán

 

Después de la estabilidad de la Revolución Rusa con el progresivo control de Stalin desde la década de 1920, se desencadenó en Europa un movimiento anticomunista que se concretó en las dictaduras militares o fascistas, como en Italia en 1922 bajo el liderazgo de un antiguo socialista revolucionario, Benito Mussolini. Para muchos historiadores el fascismo era pura fachada, nada había detrás, solo vana retórica. Sin embargo, consiguió un apoyo sustantivo de muchos trabajadores, de las clases medias y de la alta burguesía.

El movimiento fascista se había fundado en 1919 en Milán, con el Partido Nacional Fascista (PNF), que pronto se extendió por las principales ciudades italianas, obteniendo treinta y cinco diputados en el Parlamento en 1921. Su nacionalismo, antisocialismo y anticomunismo fueron sus señas de identidad, aunque también tuvo un discurso retórico anticapitalista y practicó la violencia contra sus adversarios.

El término «fascismo» proviene de la palabra latina fasces, que era el haz de varillas portadas por los lictores, quienes simbolizaban el poder y acompañaban a los magistrados de la antigua Roma. Mussolini prometió que Italia volvería a convertirse en el eje de un nuevo imperio que recordaría la gloria pasada de Roma, pero únicamente llegó a conquistar las zonas desérticas de Libia y la antigua Abisinia. La palabra «fascismo» ha permanecido como sinónimo de un tipo de régimen donde el líder es el referente de una dictadura férrea que desde el Estado quiere construir un mundo nuevo e incide en un nacionalismo cargado de elementos sentimentales con expresiones, a veces, de carácter socialista pero contrarias al internacionalismo proletario.

En marzo de 1919, Mussolini organizó unas escuadras militarizadas, los fasci di combattimento, también conocidos como los «camisas negras» por el color de su indumentaria, para que lucharan contra las huelgas convocadas por los sindicatos y apoyadas por socialistas y comunistas. La crisis económica posterior a la I Guerra Mundial creó un ambiente de convulsión social, y los fascistas defendían un nacionalismo exacerbado y la regeneración social y económica de Italia con lemas vagos como la transformación del Estado, lo que le hizo captar a distintas capas sociales.

La inestabilidad se había instalado en la vida política italiana. Los Gobiernos se sucedían con rapidez: veintidós gabinetes entre 1860, cuando la unificación, y 1922. Gobiernos formados por múltiples partidos, donde era habitual la corrupción. El primer ministro liberal Giovanni Giolitti (desde 1892 a 1893, de 1903 a 1905 y desde 1906 hasta 1909, así como entre 1911 y 1914) buscó la colaboración de los socialistas, pero el conflicto iniciado en 1914 transformó la vida política porque los partidos no se pusieron de acuerdo sobre la posición de Italia en la I Guerra Mundial. El rey Víctor Manuel III prefirió evitar la confrontación social y vio en el fascismo una solución ante la incapacidad de los partidos tradicionales para tomar decisiones. Mussolini había conseguido captar la atención de muchos sectores sociales aunque los fascistas solo contaban con 35 diputados de un total de 535.

El Congreso Fascista celebrado en Nápoles organizó una marcha sobre Roma, en octubre de 1922, contra el Gobierno liberal elegido por el Parlamento. Antes de que los partidarios de Mussolini llegaran a la capital italiana, Víctor Manuel III le ofreció el puesto de primer ministro, sin hacer caso al ministro Facta, que le instaba a declarar la ley marcial. Italia se convirtió, en poco tiempo, en un Estado fascista, transformado en una dictadura con la supresión de la libertad de expresión y del resto de partidos políticos, mientras que los sindicatos pasaban a estar controlados por el Gobierno. El partido y el Estado se fusionaron mediante el Gran Consejo Fascista y Mussolini se convirtió en capo del governo e duce del Fascismo.

Mussolini practicó una política proteccionista e intervencionista y reguló los contratos colectivos entre patronos y obreros. Las huelgas estaban prohibidas y se practicaba una permanente persecución contra los socialistas, comunistas y liberales, algunos encarcelados y obligados a tomar aceite de ricino o tragar sapos vivos. Muchos fueron asesinados. Mussolini había negado en su obra Doctrinas política y social del Fascismo que la historia se moviera por la lucha de clases como pensaba Marx, y consideraba al parlamentarismo liberal un sistema caduco. Sus propuestas fueron un caleidoscopio antidemocrático, aristocrático, industrialista, nacionalista y defensor de los pequeños propietarios agrícolas que tenían una tradición de sindicalismo católico, todo ello unido a una retórica que hablaba de revolución nacional.

 

Benito Mussolini dando un discurso en la tribuna de la plaza de Milán en mayo de 1930. Entre las cosas que prometió era que Italia recuperaría la gloria pasada de Roma, pero únicamente llegó a conquistar las zonas desérticas de Libia y la antigua Abisinia.

 

Hay que buscar los antecedentes del propio fascismo en el movimiento sindicalista francés de Georges Sorel, que se imbricó con el nacionalismo de Charles Maurras para lograr una efectiva movilización de las masas trabajadoras en Francia. En Italia este papel lo representó Gabriele D´Annunzio, que consiguió impregnar de nacionalismo a muchos sectores sociales, especialmente a aquellos trabajadores que se vieron afectados por la instalación de grandes industrias, así como a un campesinado arruinado cuando la crisis económica empieza a afectar a las exportaciones. Además, el Partido Socialista Italiano (PSI) se dividió, en 1921, con la fundación de un Partido Comunista, dirigido por Gramsci, uno de los principales teóricos del marxismo a quien ya conocemos desde el capítulo anterior, quien pensaba que era necesaria una política cultural de izquierdas para ir cambiando la mentalidad de los trabajadores. Gramsci murió en la cárcel en 1936, y Giacomo Matteotti, líder del reformista Partido Socialista Unificado Italiano (PSUI), sería a su vez asesinado por un grupo fascista, en 1924, lo que provocó que los socialistas abandonaran el Parlamento controlado por Mussolini.

El fascismo defendió la monarquía y tranquilizó a los grandes industriales como Giovanni Battista Pirelli, fabricante de neumáticos, o Giovanni Agnelli, fundador de Fiat. Consiguió la mayoría parlamentaria necesaria para actuar a su antojo y cambiar la ley electoral en 1923, por la que el partido que obtuviera el 25% de los votos dispondría de las dos terceras partes de los diputados. En las elecciones de abril de 1924 los fascistas consiguieron el 64% de los votos, lo que les daba 404 escaños. Sin embargo, en 1925 prescindió del Parlamento mediante una ley que cambiaba la Constitución y que disponía que Mussolini fuera solo responsable ante el rey. Impuso el partido único que transformó el Estado en 1928, donde los representantes serían elegidos por el Gran Consejo Fascista. Creó así un Estado corporativo por el que los sindicatos fueron transformados en corporaciones nacionales y se estableció una Cámara Corporativa. Sin embargo, hubo conflictos entre los miembros de las instituciones, como alcaldes o prefectos, con los dirigentes del partido, todo ello con la exaltación del Duce como líder indiscutible, convertido en el centro del régimen que había conseguido la unidad nacional y eliminar las tensiones sociales.

De igual manera, la situación cambió en la Alemania de la época, con paralelismos con el caso italiano, aunque también sustanciales diferencias. Cuando se proclamó la República de Weimar muchos alemanes se sintieron agraviados con las resoluciones del Tratado de Versalles, por las duras condiciones que este les imponía. Surgió un Partido de los Trabajadores Alemanes, fundado por Anton Drexler en Munich, en enero de 1919, que defendía una política antiliberal y racista y culpaba a los judíos y socialdemócratas de la derrota militar. En él ingresó un austriaco, Adolf Hitler, nacido en 1889, que había combatido en la I Guerra Mundial y se convertiría en uno de los teóricos del partido. Elaboró un programa con veinticinco puntos y fue nombrado, por su capacidad oratoria, jefe de propaganda. Todos coinciden en que sus discursos eran electrizantes y supo aprovecharse de las nuevas tecnologías de la información, como la radio y el cine, que comenzaban a despuntar. Pero él no es el único responsable del triunfo del nazismo. Si su mensaje no hubiera tenido aceptación entre muchos alemanes, este no se hubiera impuesto. El nuevo partido comenzó a llamarse «Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes» (NSDAP), que destacaba en su propio nombre el concepto «socialista». Hitler se convirtió en su líder indiscutible cuando consiguió que Drexler fuera expulsado ante las desavenencias que ambos tuvieron sobre la estrategia a seguir. Creó la Sturmabteilung (SA), que era una organización paramilitar para entrar en combate. Se fijó en la marcha sobre Roma de Mussolini y quiso hacer algo parecido en 1923 en Baviera, dirigiéndose a Munich, pero la Policía desmontó sus planes y fue juzgado y sentenciado a cinco años de reclusión, que aprovechó para redactar su libro más importante Mein Kampf (Mi lucha), en 1924, en el que señalaba que:

 

Georges Eugène Sorel fue un filósofo francés y teórico del sindicalismo revolucionario. Los antecedentes del fascismo se encuentran en el movimiento sindicalista francés de Sorel.

 

Ningún pueblo de la Tierra posee un solo palmo de su territorio por gracia de una voluntad divina o de un derecho divino. Las fronteras de los Estados las hacen los hombres […] Nuestros antepasados conquistaron el suelo con riesgo de sus vidas, así también no por graciosa donación obtendrá nuestro pueblo en el futuro el suelo —y con él la seguridad de subsistencia— sino por una espada victoriosa.

 

Se replanteó la estrategia del partido en 1925 y decidió utilizar la vía parlamentaria para conseguir sus fines. Sus tesis se impusieron en la Conferencia de Bamberg, en febrero de 1926, donde se enfrentó a los que querían resaltar más el socialismo que el nacionalismo. A partir de entonces tuvo el control absoluto de la organización, que llegó a alcanzar más de cincuenta mil afiliados, con un programa que muchos alemanes compartían: la abolición de las reparaciones impuestas en el Tratado de Versalles, el rearme, la expansión por aquellos territorios que tenían cultura alemana, la persecución de los judíos y la abolición de la República de Weimar, que con un sistema de representación proporcional provocaba un pluripartidismo que hacía difícil la gobernabilidad. Las condiciones económicas por las que atravesaba Alemania, con una inflación galopante, había provocado un fuerte desempleo (en 1932 existían siete millones de parados) y pobreza. La industria se vio muy perjudicada por la falta de inversiones extranjeras y el sistema financiero era muy débil, al tener como estrategia la concesión de préstamos a largo plazo, en una situación que las empresas no podían afrontar. De hecho, se formaron veintidós Gobiernos antes de que Hitler se hiciera con el poder, con coaliciones del Partido Demócrata Alemán, el Centro Católico, los socialistas, el Partido Popular Alemán y los nacionalistas, coaliciones en las que los comunistas nunca contaron como miembros. Para muchos, la República de Weimar no tenía legitimidad. Una serie de intelectuales como Johannes Peter Müller, Karl Schmidt, Martin Heidegger, o Ernst Jünger, junto a personalidades de la vida pública alemana, no creían en su sostenibilidad y eran profundamente antidemocráticos. Las opciones liberales estaban divididas y no supieron aglutinar a los sectores sociales mayoritarios.

El Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) no consiguió establecerse como una opción de gobierno ni buscó la alianza con otras formaciones, rechazando su participación en la gobernabilidad de la República entre 1923 y 1928. Era el representante de la clase obrera alemana pero no supo abrirse a otros sectores de las clases medias, al contrario de lo que hacían los laboristas ingleses.

Al salir de la cárcel, Hitler se impuso como principal tarea agrupar a todas las formaciones nacionalistas dispersas en Alemania y esa decisión le permitió lograr cada vez mayor apoyo popular. En 1930 obtuvo más de seis millones y medio de votos. Sin embargo, en las elecciones a la presidencia de la República en 1932 el mariscal monárquico Paul von Hindenburg le ganó en votos y entonces cambió su estrategia y batalló para conseguir la cancillería, es decir, para ser primer ministro del Gobierno. Aunque en las elecciones de noviembre de 1932 Hitler perdió apoyo electoral, su figura se acrecentaba en todos los sectores sociales alemanes. El presidente de la República, que disponía de amplios poderes de acuerdo con el artículo 48 de la Constitución, facilitó su llegada al poder el 30 de enero de 1933 y le nombró canciller en un Gobierno de coalición que incluía tres nazis.

Hitler decretó poderes dictatoriales el 28 de febrero de 1933. Sus transformaciones legales significaron un «golpe de Estado» legal porque todo se hizo bajo la apariencia de la letra de la Constitución. Utilizó el miedo al peligro del comunismo bolchevique, suprimió los partidos políticos y encarceló especialmente a socialdemócratas, comunistas y sindicalistas. La disensión con los postulados oficiales acarreaba años de cárcel e incluso la muerte. Se convirtió en un delito pertenecer a una formación que no fuera la del NSDAP. La mayor parte de los empresarios acabaron apoyando el nazismo, así como la antigua aristocracia de los grandes propietarios agrícolas, los llamados junkers, y gran parte de los oficiales del Ejército. Los nacionalsocialistas supieron aglutinar el descontento de grandes capas de la población y mantener una táctica de división de la izquierda enfrentando a comunistas y socialistas. Sin embargo, los historiadores discuten que el principal apoyo del nazismo estuviera fundamentalmente entre los obreros y las clases medias, que sin duda le dieron respaldo. Los grandes industriales y terratenientes vieron en el nazismo una fuerza de contención contra la revolución socialista cuando todavía estaba reciente su triunfo en Rusia. Sin lugar a duda, la debilidad política de la República de Weimar fue una de las principales causas del triunfo nazi. En 1934, Hitler se había hecho con el poder absoluto y Joseph Paul Goebbels había propiciado ese éxito en tanto que principal artífice de la propaganda. Consiguió quitar la potestad educativa a los länders (estados) y formó un Ministerio de Educación para toda Alemania, con unos profesores que tenían obligatoriamente que afiliarse al partido. La censura se aplicó a todas las publicaciones. Como han resaltado algunos de sus biógrafos, Hitler se dejaba llevar por impulsos y con ellos provocó disfunciones y enfren tamientos entre la Administración del Estado y los representantes del partido. Creía poco en las formalidades de las leyes e interpretaba que estas debían ser reflejo de los sentimientos del pueblo, que se expresaba a través de la voluntad del Führer. Fomentó un antisemitismo visceral, proclamando la superioridad de la raza aria, e hizo de la política racial una prioridad del nazismo.

Por otra parte, la política antijudía tuvo varias fases. La primera, llevada a cabo entre 1933 y 1938, imponía por ley una serie de limitaciones a las actividades de los judíos: no podían ser funcionarios del Estado y se prohibían los matrimonios y las relaciones sexuales entre aquellos y los arios alemanes. A partir de 1938, se acentuó el antisemitismo prohibiéndoseles establecer comercios, y así, en la llamada «noche de los cristales rotos», entre el 8 y 9 de noviembre, se destruyeron muchos locales judíos. Goebbels, ministro de Propaganda, justificó los actos como «la indignación del pueblo alemán» contra los explotadores judíos, en medio de una feroz actuación contra estos. Posteriormente, ya en plena II Guerra Mundial, aplicó la «solución final» a través de las cámaras de gas instaladas en distintos campos de exterminio. Era necesario, según el ideario hitleriano, acabar con todas las impurezas de la raza y establecer la superioridad genética del ario, una obsesión personal de Hitler como se demuestra en las frases despectivas de sus discursos hacia los judíos.

 

En las elecciones a la presidencia de 1932, Paul Ludwig Hans Anton von Beneckendorff und von Hindenburg, le ganó a Hitler y este se vio forzado a cambiar su estrategia política. Batalló, entonces para ser primer ministro de Gobierno.

 

No existió en el partido nazi una política económica definida y coherente: osciló entre el control del empleo por el Estado, y la práctica de un liberalismo moderado que consiguiera una balanza comercial con superávit y las medidas autárquicas tanto en la industria como en la agricultura. En 1937 se tenía claro que la economía debía prepararse para la guerra mediante el rearme, lo que provocó una disminución del paro y un aumento del PIB. Ya iniciada la II Guerra Mundial, las estrategias se trastocaron por las necesidades de producción que esta llevaba aparejadas, especialmente a partir de 1941, cuando Alemania invadió la Unión Soviética.

La Gestapo se convirtió en la policía política del régimen, aunque algunos discuten su eficacia por cuanto fue más un producto que la propaganda nazi le atribuyó que de efectividad policial. Se dio verdaderamente una oposición interna al nazismo, como se ha puesto en evidencia en algunas investigaciones, que han demostrado no solo la existencia especialmente de grupos clandestinos de la oposición socialista o comunista, sino incluso el hecho de que muchos católicos protestaran cuando en sus escuelas se sustituyeron los crucifijos por retratos de Hitler.

Otro de los objetivos de Hitler y de los nazis era concentrar en un único Estado a todos los que vivían en otros lugares pero eran de cultura alemana. El dictador de origen austriaco consiguió, por medio del denominado «Pacto de Munich» del 30 de septiembre de 1938 con Gran Bretaña y el respaldo de Francia, aunque esta contaba cada vez menos en las relaciones internacionales europeas, que la parte de los Sudetes (lugar situado en territorio checo pero habitado mayoritariamente por gentes de procedencia alemana) pasaran a Alemania; y seis meses después sus tropas ocuparon toda Checoslovaquia. El 1 de septiembre de 1939 invadió Polonia para cumplir el proyecto nazi de ampliar su «espacio vital», con lo que se iniciaba la II Guerra Mundial. El escritor austriaco Joseph Roth afirmó premonitoriamente en febrero de 1933, en una carta a su amigo el escritor judío Stefan Zweig:

Sabe Vd. que nos aproximamos a grandes catástrofes. Aparte de lo privado —nuestra existencia literaria y material queda aniquilada— todo conduce a una nueva guerra. No doy un céntimo por nuestras vidas. Los bárbaros han conseguido gobernar. No se haga ilusiones. Gobierna el infierno.

 

LA EXPANSIÓN DEL COMUNISMO EN EL MUNDO Y LA CONTRAOFENSIVA OCCIDENTAL

 

La defensa del poder de los soviets en la URSS: del internacionalismo revolucionario al socialismo en un solo país

 

Stalin, después de consolidar su poder, estaba convencido de que Rusia no sería un caso excepcional. Aunque se había producido en Europa el fracaso re vo lucionario, debía seguirse fielmente la estrategia que señalaba el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) a través de la III Internacional, y estar dispuesto, en cualquier momento, a iniciar la revolución, aunque ya se tenía el convencimiento de que esta no llegaría tan rápido. Era fundamental que la Unión Soviética se mantuviera como Estado comunista para ejemplo de otros pueblos. Por eso, al principio no le disgustó al propio Stalin que triunfaran en otros países los fascismos pues interpretaba que no eran otra cosa que una gran contradicción del capitalismo, el cual acabaría destruyéndose. Cuando en algunos países comenzó la persecución a los comunistas y el deseo de aislar a la URSS y acabar con su régimen, Stalin cambió de táctica y planteó los frentes populares, la alianza entre socialistas, comunistas y partidos liberales que consideraba progresistas para enfrentar al fascismo. Es lo que ocurrió en Francia con un Gobierno presidido por el socialista Léon Blum, y en España tras las elecciones de ese mismo año de 1936, en las que ganó el Frente Popular.

Pero lo que nadie se esperaba es que la Unión Soviética firmara un acuerdo con Alemania, el conocido como «Pacto Germano-soviético», en agosto de 1939. Los dos ministros de Asuntos Exteriores de ambos países, Joachim von Ribbentrop por Alemania y Viacheslav Mijailovich Scriabin, conocido por su nombre clandestino de «Molotov», por la URSS, llegaron a aceptar que desistían de «cualquier acto de violencia, de cualquier agresión y de cualquier ataque entre ellos, ya fuese individualmente o en cooperación con otras potencias». En ese acuerdo casi contra natura se incluía un protocolo secreto por el que ambas potencias decidían la influencia alemana y rusa en la Europa del este, especialmente en Polonia. Stalin invadió Polonia el 17 de septiembre de 1939, cuando ya los alemanes habían desencadenado la guerra con la invasión por el oeste el día 1 del mismo mes y habían destruido la mayor parte de la aviación militar polaca. Ocupó Bielorrusia y Ucrania, restableciendo las fronteras de antes de 1920. De esta manera, la Unión Soviética recuperó los países que habían quedado fuera de su soberanía tras la Revolución de Octubre, y también asimiló los Estados bálticos de Estonia, Letonia, Lituania y parte de Finlandia.

A partir de entonces, Alemania y la Unión Soviética compartían una frontera común, pero el tratado lo rompió Hitler al invadir Rusia el 22 de junio de 1941 en la llamada «operación Barbarroja». Durante el tiempo que duró el tratado, Stalin pudo acelerar la producción de armas y prepararse para resistir la ofensiva del Ejército alemán, especialmente en Stalingrado, que quedaría totalmente destruida y significaría el comienzo de un cambio radical en la contienda a favor de los aliados, es decir, de los países opuestos a Alemania y los otros países fascistas. La interpretación del Pacto Germano-soviético ha oscilado entre quienes defienden que suponía una política a largo plazo para Stalin, o los que consideran la necesidad soviética de llegar a un acuerdo con Alemania para la mera recuperación de aquellos territorios que habían pertenecido a la Rusia imperial. Sin embargo, muchos comunistas alemanes, que estaban en el exilio o detenidos, sufrieron una profunda decepción y algunos militantes se suicidaron. La historia oficial, mientras existió la Unión Soviética, fue que el pacto había sido algo necesario dadas las circunstancias de aislamiento en que vivía el país. Otros historiadores, recientemente, niegan esa imperiosa necesidad puesto que, dado que en realidad Alemania no tenía intención de invadir en 1939 la URSS, esta perdió la iniciativa e hizo posible que los alemanes incrementaran la producción armamentística en un grado muy superior al Ejército soviético durante los años en que se mantuvo el acuerdo. El Pacto Germanosoviético no hizo desistir a Hitler de su intención clara de invadir la Unión Soviética, sino que solo la retrasó, lo que evidencia que Stalin no tenía una perspectiva correcta de la situación. Este, cuando se enteró de la invasión alemana, sufrió una crisis nerviosa y se quedó sin respuesta durante un tiempo en su residencia del Kremlin. Además, no disponía de mandos bien preparados en el Ejército Rojo después de las depuraciones que él mismo había llevado a cabo para mantenerse al frente del único país comunista del mundo.

Desde 1941 hasta 1943, el territorio soviético vivió en un auténtico caos, sin capacidad de respuesta ante la gran maquinaria militar germánica, cuyas tropas en algunos lugares fueron vistas como liberadoras del comunismo. Todo el esfuerzo económico de la URSS se dirigió a la construcción de nuevo armamento. Stalin se quejó ante los británicos y estadounidenses por no crear un frente en Francia que aliviara la presión alemana. No obstante, los británicos abrieron una brecha en el norte de África al Ejército mandado por el mariscal alemán Erwin Rommel y, de hecho, la batalla que ganaron las tropas de Bernard Law Montgomery en El Alamein coincidió con la liberación de Stalingrado. La resistencia de Moscú proporcionó una fuerza patriótica contra el invasor extranjero y la exaltación nacionalista rusa, al igual que la decisiva batalla de Kursk, donde los carros de combate soviéticos derrotaron a los tanques alemanes que abandonaron las tierras rusas a finales de 1944, tras de lo cual comenzó el avance soviético sobre los países del este de Europa. Stalin declaró también la guerra a Japón en agosto de 1945, ocupando Corea, Manchuria, las islas Kuriles y Sajalin. El líder soviético se preocupó especialmente de aquellas nacionalidades que habían colaborado con los alemanes, las cuales fueron duramente represaliadas. Unos 5 500 000 rusos o miembros de pueblos asimilados se habían rendido a los alemanes, de los que se calcula murieron más de 3 400 000. Muertos que se unen a los 43 millones de fallecidos de la I Guerra Mundial, la Revolución, la guerra civil, las purgas estalinistas, en el amplio territorio de la Unión Soviética.

El avance del Ejército Rojo hacia el oeste fue decisivo para que los partidos comunistas se impusieran y crearan las denominadas —de forma ciertamente inapropiada— «repúblicas democráticas», que se mantuvieron fieles a la Unión Soviética hasta más de cinco décadas después, ya con la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989. Al principio, los comunistas colaboraron con otros partidos políticos en las repúblicas del este de Europa, pero pronto asumirían todo el poder, marginarían a otras formaciones, y muchos de los líderes de las no comunistas resultarían encarcelados o ajusticiados. Con estas acciones dio comienzo la consolidación del llamado «Bloque soviético», cuyas políticas serían férreamente controladas por la URSS hasta la caída del muro de Berlín. Las soberanías como estados de esos píes quedaron, por tanto, sometidas a la estrategia del PCUS.

La invasión alemana había permitido a Stalin establecer relaciones con Gran Bretaña y con Estados Unidos, rotas desde la revolución bolchevique, entrar a formar parte de hecho de los llamados «aliados» y firmar acuerdos de colaboración que sirvieron para superar el aislamiento internacional. Stalin acabó con la III Internacional en 1943 para inspirar confianza entre los aliados, proclamando que el principal objetivo era derrotar a los nazis. Consiguió un gran predominio en la Conferencia de Potsdam entre el 17 de julio y el 2 de agosto de 1945, que era la continuación de las realizadas en Teherán en 1943 y en Yalta en 1945 con los entonces máximos dirigentes estadounidense (Franklin D. Roosevelt) y británico (Winston Churchill). En Potsdam intervinieron dos personajes nuevos: el laborista Clement Atllee, que sustituiría a Churchill (en medio de las reuniones) en tanto que nuevo primer ministro británico, y Harry S. Truman, que había ocupado la presidencia al morir Roosevelt. Entre los tres acordaron cómo debían quedar las fronteras del mundo.

Cuando terminó la guerra Stalin tenía sesenta y cinco años y para sus seguidores y buena parte de los comunistas, e incluso para muchos socialistas de todo el mundo, se había convertido en un mito, al que sus paisanos acólitos llamaban «el Padrecito». Su dominio sobre los partidos comunistas de todo el mundo fue total hasta su muerte, el 6 de marzo de 1953, aunque nunca dejó de temer a las conspiraciones que podían surgir contra su poder, lo que le llevó a un comportamiento despiadado. Vivía solo desde el suicidio de su mujer porque su hija Svetlana se rebeló contra su autoridad, se casó con un judío mucho mayor que ella y se alejó de su padre. Sin embargo, la Unión Soviética amplió su territorio a 440 000 km2, con el control incluido de los países bálticos, y acordó con Polonia las fronteras definitivas. El objetivo de Stalin fue aumentar el poder de la URSS en el mundo, con el propósito de extender el comunismo, porque creía que los países capitalistas no llegarían a cooperar entre sí y se enzarzarían en otra guerra imperialista.

En lo que respecta a la realidad del comunismo español, los comunistas españoles fueron, hasta la Guerra Civil, un partido débil y dividido, sin gran soporte entre los trabajadores. Unos pocos procedían del PSOE y otros del anarcosindicalismo, pero además existió un comunismo antisoviético, más inclinado a las tesis de Trotsky, como el del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). En Moscú y otras ciudades soviéticas se refugiaron los principales dirigentes comunistas españoles, que habían adquirido notoriedad durante la Guerra Civil española gracias, precisamente, en parte, a la ayuda prestada por los soviéticos al Gobierno de la II República; si bien fue finalmente el general Franco, jefe de los sublevados, quien en 1939 ganó el conflicto, con el apoyo de las fuerzas conservadoras españolas y, como ya vimos, la ayuda militar de los regímenes fascistas de Alemania y de Italia, mientras que los países liberales democráticos, Gran Bretaña y Francia principalmente, se desentendieron por miedo al triunfo de otra revolución. Pero a pesar de ello, se produjo una gran solidaridad con la República española en muchos países que se tradujo en el reclutamiento de voluntarios antifascistas de todo el mundo con la consiguiente formación de las Brigadas Internacionales. Tal vez fue la última guerra motivada por valores ideológicos: fascismo contra socialismo o democracia liberal.

Entre los miembros del PCE que se refugiaron en la URSS destacaba Dolores Ibárruri, conocida como «la Pasionaria» por el ardor de su oratoria, elegida presidenta del partido y a quien el escritor español Jorge Semprún, en aquellos tiempos militante comunista, responsable de la política cultural del PCE, dedicó un poema en el que afirmaba que: «Su clandestina voz multiplica y orienta las acciones por pequeñas que sean». Posteriormente, Jorge Semprún (muchos años después ministro en un Gobierno socialista presidido por Felipe González) y Fernando Claudín, militante y escritor al servicio del comunismo español, serían expulsados del PCE, en 1962, acusados de revisionistas por poner en cuestión las tesis de un antiguo militante socialista, Santiago Carrillo, que era el secretario general del partido —hijo de un reconocido dirigente del PSOE de la II República, Wenceslao Carrillo—, y que, a su vez, posteriormente aceptaría muchas de las tesis de ambos militantes.


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