La intimidad privada frente al mundo exterior 3 страница



Todas las comunas redoblan la atención siempre que las opciones privadas tienen, o pueden tener, repercusiones públicas. Las ceremonias organizadas para las nupcias y las inhumaciones suscitan una suspicacia muy particular y son el blanco de prolijas reglamentaciones que no se olvidan de nada: número y calidad de los invitados —de las mujeres sobre todo—, horarios de los banquetes (Venecia, 1339, 1356; Bolonia, 1276, etcétera; Génova, 1484), valor del ajuar y de los regalos de boda (Venecia, 1299, 1360; Bolonia, 1401), desenvolvimiento de los entierros, etcétera. Sin embargo, las iniciativas más temidas del legislador son, cosa sorprendente, las de la moda. El boato y el coste de los tocados exhibidos en público por sus compañeras hacen a los responsables muy cuidadosos, cuidado subrayado absolutamente en todas partes por reglamentos que adquieren el aspecto de auténticos catálogos de moda; el gran estatuto suntuario votado en Bolonia en 1401 enumera dieciséis posibles categorías de infracciones vestimentarias (joyas, cinturones, anillos, bordados, pieles, franjas, vestidos, calzado, botones), categorías muy subdivididas a su vez, y las multas llueven por todas partes. Pero el oficio de controlador no es nada grato. Las señorías cierran los ojos cuando se trata de fiestas que dan ellas mismas, en Venecia por ejemplo, y sobre todo las mujeres dan pruebas de una diabólica truhanería: un agente (un notario) interpela a una elegante dama que enarbola un tocado adornado con una larga fila de botones: "Esos botones están prohibidos, señora". Pero la hermosa dama responde: "¿Botones? ¡Pero si son broches! Miradlos, si es que no lo creéis: ¿dónde están los vástagos, y dónde los ojales?" (Sacchetti). Los responsables, aunque humil ados, no cejan, sin embargo. Con el paso del tiempo, el control, el ascendiente mismo del legislador sobre lo privado tienden a fortalecerse. Están en juego la moralidad y el orden público y, al concentrarse en un reducido número de manos, el poder se vuelve más inquisitorial: los Médicis llegan a vigilar la correspondencia privada. De este modo, una ósmosis permanente impregna los medios privados de valores y consignas elaborados fuera de ellos y al margen de los mismos. Por el Estado. Y también por la Iglesia.

Autoridad de la Iglesia y pastoral de la vida privada

La vivienda privada se convierte espontáneamente en un lugar de devoción. Los pobres ostentan en ella medallas, ramos bendecidos, y con frecuencia, aunque no siempre, en los inventarios de las gentes acomodadas salen a relucir objetos más importantes: rosarios de ámbar, crucifijos (muy raros en Florencia, a fines del siglo XlV), algunos libros de piedad y sobre todo cuadros de la Virgen.

Estas imágenes y objetos se reservan sobre todo a las alcobas —incluso a las de los amigos o las criadas— donde parece que sostienen una devoción completamente personal, mientras que no se los encuentra en las salas (Florencia 13 80-1420). Pero la devoción privada no se halla forzosamente ligada a las imágenes. Se la ve adoptar también la sala como marco y reunir en ella a toda la comunidad familiar, con ocasión de lecturas hechas por el padre o de oraciones pronunciadas por él durante las comidas. Se trate de la alcoba o de la sala, es en casa donde los niños aprenden los primeros gestos y las primeras plegarias de su vida cristiana.

En un terreno de mayor profundidad, cuanto en la vida privada representa azares, inquietudes o apuros en que se ven implicados los seres queridos, todo ello hace del mundo privado el espacio más tangiblemente regido por la Providencia. Cualquiera, hombre, mujer o niño, es consciente de ello, lo reconoce y lo dice. Ver partir, debilitarse, sufrir o morir a un allegado es sentir sobre sí la mano de Dios, reconocer su poder, invocar su misericordia. Ponerse en las manos de Dios, invocar Su Providencia, es una fórmula más que habitual en las cartas privadas y no hay por qué dudar de su sinceridad.

Los difuntos de la familia, a los que frecuentemente tan bien se ha conocido, establecen a su vez otra mediación de lo privado con el Cielo. Como objeto de misas, de plegarias, que acaban haciéndolos ascender al Paraíso —sobre todo los niños, los muertos inocentes— , los difuntos mantienen en la familia el sentido de una proximidad mucho más familiar del mundo celestial.

Una impregnación así, cotidiana y consuetudinaria, puede poner en el camino de la verdadera piedad; ¿es apta también para formar efectivamente las conciencias? Es lo que se preguntan con inquietud los moralistas y los predicadores cuando enumeran los peligros morales o físicos, hallados en las fronteras de la vida privada, o incluso en su seno, y que sólo una sólida formación privada podría combatir.

Que hay envidiosos que pretenden perturbar a las familias con sortilegios —maleficios, mal occhio a los niños, etcétera—, los moralistas se conmueven y aconsejan, por ejemplo, atar un trocito de coral al cuello de los niños para preservarlos (amuletos con que los pintores disfrazan incluso al Niño Jesús), aunque se trata de un peligro que no inquieta demasiado a la Iglesia en su reflexión sobre el mundo de lo privado. Las cosas son en cambio muy diferentes cuando lo que está en juego es la vida moral.

Abrir las puertas a los extraños lleva consigo ipso facto determinadas perturbaciones en la familia denunciadas por los clérigos, de acuerdo en este particular con los moralistas laicos, con una patética indignación. Matrimonios, entierros, bautizos, banquetes, todas estas fiestas ofrecidas al público por el mundo privado son con mucha frecuencia la fuente de desórdenes, de disonesta, que van desde la complacencia y la vanidad hasta los más variados roces de la emoción y del deseo: una simple presión furtiva de las manos puede ser pecado mortal (san Antonino). Las salidas cotidianas ofrecen innumerables ocasiones de conversaciones y frecuentaciones deshonestas, sobre todo para los muchachos, amenazados por la dudosa promiscuidad de sus camaradas (santa Catalina, Palmieri, san Bernardino, Maffeo Veggio). Bastan en fin los encuentros más anodinos para que se despierten esos corruptores por excelencia que son los sentidos. El olfato, todavía puede pasar (Dominici). Pero las miradas, "flechas del amor" (Francesco di Barberino), lo son también de la muerte, de la verdadera, que es la del alma (san Antonin ). o Escuchar significa prestar oído a las lisonjas, a las historias picantes murmuradas en voz baja o cantadas, a toda la gama de las memeces (por dirigirse en este caso a una gran dama, el propio san Antonino limita su lista a las inconveniencias de su medio). En cuanto a hablar, quiere decir mezclarse en esas mismas conversaciones. Y por lo que hace al paladar, se está en el terreno de la gula.

Encerrarse en casa no pone sin más ni más al abrigo de semejantes tentaciones. Lo privado estricto no elimina los excesos de la mesa, ni los arrebatos de la cólera, ni las conversaciones ociosas, ni todas esas actitudes y expresiones mediante las cuales "se pone a los niños al corriente de nuestros vicios, de nuestras relaciones pecaminosas y de nuestras francachelas" (Palmieri) y que hacen que "quienes parece que no se enteran de nada, aunque lo comprenden todo (...) se vean corrompidos por nuestras depravaciones" (san Antonino). Tampoco prohíbe el descuido en el vestir (los moralistas rechazan el desnudo doméstico), ni todos esos signos equívocos o groseros (blandir el dedo medio, por ejemplo) que los chavales se permiten en casa en medio de la general complacencia. Resultado: los niños acaban por considerar estas desviaciones como naturales y acostumbrarse a ellas. Además, el espacio privado abriga todas las depravaciones del lecho conyugal.

Esta fragilidad moral y espiritual de los ambientes privados constituye un grave motivo de inquietud para la Iglesia. A imagen de la Sagrada Familia, el hogar, la familia, son las piedras angulares de la sociedad cristiana, el lugar cotidiano de la vida, del ejemplo y de los progresos espirituales. Las predicaciones morales más llamativas quedarían inoperantes si no cayeran en el terreno fértil de las familias, allí precisamente donde arraigan las vocaciones religiosas y las vidas santas. Un decaimiento de las familias tendría consecuencias espirituales desastrosas.

Tiene que haber, por tanto, una intervención urgente, y desde el siglo XlV se ve a dominicos y franciscanos afanados en reunir los elementos de una pastoral de la vida privada. Los frailes emprendieron enseguida la tarea de visitar a las familias y esta iniciativa, al ampliarse, convirtió a muchos de ellos en confidentes muy próximos y en amigos de numerosos hogares. Los padres de santa Catalina cuentan a un dominico entre sus íntimos (Siena, 1360), y vemos a dos franciscanos de la Observancia interviniendo espontáneamente en las decisiones familiares de Monna Alessandra Strozzi en nombre de su vieja amistad con su difunto esposo (Florencia, 1449).

La sociabilidad familiar así construida por los frailes mendicantes prepara y facilita unas intervenciones pastorales más precisas y más técnicas, como la confesión —practicada, según parece, con más asiduidad por las mujeres—, la dirección de conciencia propiamente dicha, realizada en forma de opúsculos (Dominici, san Antonino), de cartas o de conversaciones — también destinada sobre todo a las mujeres—, y por supuesto, la predicación, en particular una vez que, a partir de 1350, su peso recae cada vez más en la moral, predicación a la que un san Bernardino convoca a grandes gritos a todos los miembros sin excepción de los medios privados, incluidas las muchachas.

La repetición de tales intervenciones permite a los frailes difundir una enseñanza entre cuyos propósitos primordiales, aunque implícito, se manifiesta con toda claridad el control de la vida privada. Los vemos insistir sobre todo, de acuerdo en este caso con los humanistas, sobre la importancia del espacio privado, de la casa, como punto de apoyo y como marco para una formación cristiana y humana (este aspecto por el lado humanista) personal. Todos ellos subrayan lo que este ámbito privado debe entrañar de calma, de recogimiento; su papel de retiro, de refugio; la defensa que puede asegurar, mejor que cualquier otro, contra las agresiones más diversas, comenzando por las del mundo físico. Protege de la noche, "bosque donde, fuera de casa, todos los males se hallan al acecho" (ser Ugolino Verini, 1480). Tiene que proteger también, en las alcobas privilegiadas de los palacios, contra los rumores (y los olores de berza y de cebolla) más domésticos (Alberti, De ra aedificatoria); filtrar la agitación y las tentaciones del mundo; procurar la paz y el sosiego.

Una vez adquirida esta primera base se podrá pasar con más facilidad al punto esencial del programa: a saber desembarazar el alma, al precio de una disciplina de por vida —y ya iniciada desde la infancia—, de todas las vanidades y codicias denunciadas más arriba. Se emplearán en ello los educadores, y los confesores también, mediante la imposición de una estricta disciplina, de un auténtico amaestramiento —explicado y aceptado— a sus pupilos y penitentes respectivos. Semejante amaestramiento se aplicará prioritariamente a los furrieles más peligrosos de la concupiscencia, o sea los cinco sentidos. La mirada: "Vuelve tus ojos a Dios (...) ábrelos al cielo, a los bosques, a las flores, a todas las maravillas de la Creación. En cambio, bájalos en las ciudades y en todos los lugares en que hay ocasiones de pecado" (Dominici). "Enseña al niño a apartar los ojos de todo cuanto pueda perturbarlo, comenzando por las pinturas" (fra Paolino). "Cuidado con los ojos (...) con los ojos (...) con los ojos (...)" (san Antonino); y con los ojos de los demás, porque su curiosidad puede resultar corruptora para vuestras buenas obras y para vosotros mismos. Las palabras: mucho cuidado con las que se profiere lo mismo que con las que se escucha, todas ellas lo suficientemente sospechosas como para que san Antonino, en sus Opera a ben vivere, les consagre tres amplios capítulos: "Guardar cuidadosamente nuestra lengua, para no ofender a Dios","Hay que reprender con toda energía el pecado de hablar en exceso y las palabras ociosas", "En cuanto a las mismas palabras honestas: no usar de ellas sino con discreción". Controlar las propias palabras quiere decir también controlar la risa, cuyo exceso es un pecado, los gestos y los juegos. Se evoca también el gusto y el tacto. El programa ascético engloba igualmente, por descontado, la sexualidad, la verdadera, la de la pareja (todas las demás están proscritas): no casarse en los periodos prohibidos por la Iglesia (pecado mortal, si hay consumación), no usar del matrimonio sino en los sitios convenientes y en los periodos canónicos —ni en Cuaresma ni en tiempo de penitencia— y de modo totalmente natural: ni sodomía (pecado mortal gravísimo) ni posturas inconvenientes (pecado mortal).

El medio privado se presta mejor que cualquier otro a la realización de un programa tan difícil como éste, en razón de la solidaridad que une naturalmente a sus miembros. En consecuencia, hay que lograr que esta solidaridad juegue su papel, que todos se ayuden mutuamente en el sendero de la virtud. Los hijos mayores, por ejemplo, habrán de tomar a pecho el mostrarles a los menores cómo obedecer a sus padres (fra Paolino). Estos últimos, a su vez, les proporcionarán a sus hijos camaradas bien escogidos, buenos consejos, buen ejemplo, y la bendición divina vendrá a coronar el esfuerzo colectivo (Giovanni Dominici).

La pastoral puesta a punto por la Iglesia se difunde a gran escala no sólo por obra de sus sostenedores, que la dan a conocer, sino por centenares de frailes esparcidos por las ciudades y las aldeas (a fines del siglo XlV y durante el XV). No es nada improbable que semejante pastoral lograra mejorar la fe y la práctica en el ámbito familiar. ¿Pero consiguió también determinar a aquellos cristianos convencidos a comprometerse más deliberadamente en la vida pública (social, política), en el mundo?

No, ciertamente, a las mujeres. El camino de perfección que se les propone —concretamente a través de la dirección de conciencia, frecuente entre las terciarias, o entre las damas de la alta sociedad— tiene como fínalidad esencial la profundización, en la soledad, de su devoción interior. Una vez amordazados todos los sentidos, la soledad interior aparece por doquier, en las iglesias, en los salones, en los banquetes, en el paseo. Aunque el espacio más apto para realizarla es ciertamente la alcoba. La de una mujer devota será su refugio, su celda, el lugar privilegiado de sus ejercicios espirituales, que ella se ocupará de amueblar con los objetos adecuados, un crucifijo en particular, más apropiado para la meditación penitencial que la habitual imagen mariana. La verdadera devoción privada femenina aleja del mundo.

Los objetivos de la educación religiosa privada se ven más controvertidos en lo que concierne a los varones. San Bernardino les recuerda a estos últimos que tienen el deber de actuar en el mundo, pero ni él ni sus cofrades parece que consagren a la cuestión grandes desarrol os. En los medios cultivados, la voz de los humanistas oscurecerá en adelante, sobre este punto, la de los frailes mendicantes. No sin discordancias. Sus puntos de vista están divididos. Las circunstancias con dujeron a Coluccio Salutati (m. 1406) a consagrar un opúsculo a la apología de la vida retirada (De saeculo et religione); esta corriente nunca desapareció del todo en el siglo XV, y vuelve a encontrársela, por ejemplo, en las páginas dedicadas por Cristóforo Landino a la vida contemplativa (Questiones camaldulenses, 1475). Pero la opinión mayoritaria es muy diferente. Salutati estima demasiado la vida de la ciudad como para admitir que "huir de la compañía, apartar los ojos de las cosas agradables y encerrarse en un claustro o en un eremitorio constituya el camino de la perfección". El sabio tiene el deber de servirse de todos sus dones para el bien común. Bajo las formas más diversas que a cada uno sugieren su temperamento y su formación, Poggio, Bruni, Valla —para limitarnos a los más grandes— insisten en esta obligación y lo hacen, Bruni en particular, en nombre de un ideal cristiano. Manifiestan, por el contrario, una viva hostilidad hacia los predicadores a los que presentan con sarcasmo centre otros reproches— "predicando con hipocresía a todas esas pobres tontas y a todos esos infelices, no menos tontos que ellas", alos

 


que inspiran una devoción de visionaris que los aleja de las cosasserias.

 Sin formularlo en estos términos, los humanistas partidarios

de la participación en la vida de la ciudad rechazan una pastoral que asigna a la formación cristiana de los hombres objetivos idénticos a los de la de las mujeres, a saber, el repliegue al mundo privado. A sus ojos, por el contrario, si los deberes cristianos de las mujeres las vinculan justamente a la vida privada, la formación privada de los hombres, precisamente porque es cristiana, ha de constituir un trampolín para otros compromisos de orden público. Pero se trata de un mundo cuyas referencias se toman cada vez con más frecuencia de otras fuentes que los textos cristianos, de un mundo moderno —ya muy presente en el siglo XV— en cuyo umbral hemos de detenernos.

Ch. de La R.

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Ficciones

Danielle Régnier-Bohler

Exploración

 


De una literatura

Emergencia de lo "privado", torna en cuenta del individuo, delimitaciones nuevas de dominios que van a considerarse en adelante como secretos o reservados: las fuentes literarias, lo mismo si son de la lengua d'oil que de la d'oc, invitan a un uso prudente. Algunas veces se despertarán ciertas ilusiones de ver surgir un mundo "cotidiano privado": la nostalgia de los realia tendrá, no obstante, que tener en cuenta que este tipo de fuentes presenta lugares, grupos humanos regidos por códigos literarios y que la intimidad que parece entregarse corre en realidad por cuenta de la metáfora. Sin embargo, las ficciones pueden pretender otra forma de verosimilitud, en este caso narrativa, cuyas leyes no carecen de coherencia. La literatura sabe dar vida a simples bocetos del espacio, real o soñado, a determinados protagonistas privilegiados: de uno a otro lugar, de un conflicto a sus conciliaciones, la literatura colma lo que en apariencia había borrado. Bajo la forma de escenarios fantasmagóricos, sugiere una evaluación extremadamente sensible de las relaciones entre individuo y colectividad, y es la matriz de sus fluctuantes y utópicas fronteras: en efecto, el individuo puede verse excluido y proscrito del espacio colectivo; como puede también excluirse a sí mismo a fin de arraigarse, voluntariamente, en un espacio reservado; incluso podrá — en el mismo seno del espacio y de los valores comunitarios— buscar verdades "privadas". Si la célula familiar, bajo la fuerza de los poderes funestos, parece disolverse, el fin del relato desemboca con mucha frecuencia en la restauración de la unidad inicial, mejorada y enriquecida.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 73; Мы поможем в написании вашей работы!

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