Lo privado personal dentro de 17 страница



La mayoría de los matrimonios que se nos relatan se concluyen tras una madura reflexión de las dos parentelas: evaluación por cada una de ellas de la honorabilidad de la otra y negociación llevada a cabo por los jefes de familia. Al muchacho y a la joven no se los llama más que para que consientan en su promoción al rango de adultos, en su instalación en la vida; una casa y un estado, ;no es con eso con lo que suenan tanto el uno como la otra? Padres y protectores se lo deben: es la conclusión natural de su obra educadora, "nutricia". La importancia y la dificultad de los tratos se perciben con facilidad en tres ejemplos procedentes de la segunda mitad del siglo Xl, y en modo alguno atípicos.

Heredero en 1076 de tres condados estratégicos que bordeaban por el norte con los dominios capetos, Simón (le Crépyen-Valois tenía que casarse a fin de perpetuar su linaje. "Se escogió para él (una esposa auvernesa) de elegante porte, bella de rostro y de noble alcurnia". Pero su vocación monástica le impide consumar semejante unión, sacándole de hecho de un atolladero político, puesto que ha de sustraerse a la proposición concurrente de un Guillermo el Conquistador que anda tras de él como yerno con evidentes segundas intenciones anticapetas.

Ante el padre y la madre de la futura santa Godelieva, muchacha de la mayor distinción y del mejor estilo, hacen acto de presencia numerosos pretendientes (Bolonesado, a mediados del siglo XI). Bertulfo, de Brujas (cuya homonimia con el célebre preboste puede llamar la atención) resulta el preferido porque aporta el más suculento usufructo de viudedad; sólo que no se ha aconsejado de sus propios padres. Y su madre se lo reprocha viva !riente, deplorando una elección demasiado lejana y sintiéndose Inquieta por los negros cabellos de su nuera como por un signo maléfico; "¿Es que no pudiste, querido hijo, encontrar cornejas en tu patria?", le insinúa, según el talentudo hagiógrafo, Dreu de Thérouanne. La vida conyugal comienza con malos auspicios.

Más novelesco aún resulta este episodio de los años 1080, relatado por Hermann de Tournai. Un joven de Borgoña, Foulque de Jur, se entusiasma con la nobleza y la excelencia del conde Hilduino de Roucy y pretende como esposa a una de sus numerosas hijas, Adela. El padre "francés" empieza respondiendo con una negativa a la demanda, basándose en su nacionalidad extranjera. Pero, al cabo de algún tiempo, durante un viaje en servicio del rey Felipe , cae en una emboscada tendida por Foulque: la mano de su hija rescata su libertad y sus tesoros. Una vez que ha dado su consentimiento, se le trata enseguida con todos los honores y recibe los regalos de costumbre. Más elegante y más fácilmente perdonable, sin duda, que un rapto directo, este atrevido procedimiento sirve para fundar una pareja fecunda; la mayoría de los hijos viven después y hacen carrera en la órbita de su "familia" materna.

De modo y manera que al contrario que Simón de Crépy, poderoso heredero en torno al cual se estrellan todas las solicitudes, Foulque de Jur logra entrar mediante fractura en el privilegiado grupo de los beneficiarios de hipergamias. En conjunto, los tres ejemplos atestiguan un ensanchamiento de las redes de relaciones, no sin algunas reticencias de las respectivas parentelas ante la exogamia regional. Como tienen derecho a la movilidad, mientras que cualquier viaje se convierte en un peligro para las muchachas y las mujeres, los jóvenes parecen disfrutar de un margen personal de maniobra. En cambio, no hay ninguna indicación de si Godelieva de Chistelles o, mejor aún, Adela de Roucy se permitieron algunos avances discretos con sus pretendientes. Ni las reglas de la hagiografía ni la moral de los guerreros dan lugar a la iniciativa femenina. ¿No encontramos acaso un siglo más tarde estas duras expresiones en boca del Girart de Vienne de la ficción, dirigidas a una deseable duquesa que a pesar de todo se había atrevido a irse por él: "Or puis hien dice et por voir afier / que or comence le siécle a redoter / puis que les dames vont mari demender"? ("Puedo decir con todo derecho y asegurar como cierto que el mundo recae en la infancia, puesto que las mujeres se atreven a buscar ellas mismas a sus maridos").

Para despedirla recordándole que los matrimonios son asuntos de hombres, igual que las guerras cuyo curso son ellos quienes interrumpen y solamente ellos quienes señalan su tan provisional apaciguamiento.

La voluntad femenina apenas si se expresa en la negativa: el voto de consagrar a Dios su virginidad y el esfuerzo por hurtarse a los designios del linaje mediante la huida son lugares comunes de las Vidas de santas... y aun de santos, como Simón de Crépy. Hacia 1150, santa Ode, en Hainaut, encuentra la evasión demasiado arriesgada, menos a causa de los cerrojos de dentro que en consideración a los peligros de fuera, y prefiere desfigurarse para evitar un matrimonio importuno. Por cierto que, en su caso, ha hecho ya su aparición una novedad: acaba de rehusar su consentimiento a la unión en presencia de un sacerdote, obligando a la "familia" a suspender la ceremonia; pero, luego, no han faltado las presiones por parte de .un linaje dispuesto a no renunciar a su estrategia. La joven se halla sin duda sometida a un poder alienante; pero, en este caso, no emana únicamente del padre, porque éste ha sabido asegurarse el concurso de las matronas. Tampoco faltan muchachas que se mueren de amor por un pretendiente desairado o perdido: enamorada del anglosajón Harold, a quien su padre la había prometido antes de luchar con él y matarlo en Hastings, se dice que una hija del Conquistador se dejó morir en la nave que la conducía hasta otro marido, Alfonso de Castilla (Orderico Vital). Atentar contra su propia vida es también la amenaza proferida por la hija de un castellano de Coucy, hacia 1080: al buen nombre del marido que le han buscado su padre y su madre les opone ella las proezas del "famoso caballero" del que se ha enamorado locamente. Por consejo de san Arnoul (cuya Vida relata este rasgo), se la entregan al objeto de sus anhelos: "La autoridad canónica prescribe no unir a una joven con alguien con quien ella no quiere"; no obstante, se nos da a entender que aquél cuyo mes-ter era la caballería sufrió muy pronto un accidente... Viuda al cabo de tan poco tiempo, la recalcitrante volverá al que desde el principio le estaba destinado.

Hay un aire de espontaneidad en el juego de arrojo y seducción de que hacen gala en el siglo Xll, en la estación de los torneos de la Francia del norte, los "caballeros errantes" (milites curovagantes). Pero no todos ellos son segundones expulsados de sus casas: la etapa de errabundez de los herederos se inscribe en los programas de promoción del linaje; su itinerario no es fruto del

 

Unión de las manos: la esposa abandona la mano de SU padre y toma la de su .4« marido. (Siglo XlV, - .........a g id tillDecreto de Graciano, Bibl. de Dijon,

azar y su aventura tiene más de iniciática que de contestataria. Pudo producirse, favorecida sin duda por la lucha de la Iglesia contra las uniones demasiado consanguíneas, una creciente mezcla de sangres en la nobleza. Pero no por ello pudieron escapar muchachas y muchachos al sutil control de los linajes, al efecto insospechado de las inercias y gravitaciones sociológicas sobre sus propias inclinaciones. Albures, algunas sorpresas, una o dos rebeliones apenas: ¿constituye esto un motivo para abolir todo un sistema de parentesco?

Matrimonios cristianos

Hacia 1100 hacen su aparición los primeros rituales litúrgicos del matrimonio para la Francia del norte; en concreto los del tipo anglonormando (no se sabe si elaborados en la isla o en el continente), comentados por Juan Bautista Molin y Protais Mutembé. Es el indicio de una penetración creciente del poder de los clérigos en la vida de las "familias": verifican los consentimientosde ambos esposos e inquieren sobre las relaciones de consanguinidad en grado prohibido que pudieran impedir la unión legítima. Al permitir que la voluntad femenina se exprese públicamente y perturbar tal vez los ciclos de posibles alianzas por exigencias de una vigorosa exogamia, ¿ha trastornado la Iglesia los equilibrios fundamentales de la aristocracia? La liberación de la mujer, que Michelet consideraba, junto con la del "espíritu" y la de los "municipios", una de las tres grandes glorias del siglo Xl I, debería resultar detestable ante todo a través del examen de las ceremonias del matrimonio, garantes de la dignidad religiosa de la esposa (al mismo tiempo que fundadoras de sus prerrogativas económicas). Hay que confrontar, sin embargo, atentamente los ordines litúrgicos con los entrefiletes que la hagiografía o la canción de gesta consagran incidentalmente a matrimonios de nobles: se cae entonces en la cuenta del carácter incompleto (o sea inadaptado) del intento eclesiástico.

El matrimonio usual lleva consigo dos procedimientos, que la Vie de Sainte Godelieve distingue con toda claridad, por lo que se refiere a mediados del siglo XI. Una vez admitida su demanda, Bertulfo acoge a la joven "bajo ley marital": ésta es sponsa desde el momento en que se transfieren a su marido la autoridad sobre ella, el derecho y el deber de protección en el terreno público; su padre, una vez que se le ha asegurado la constitución de un usufructo por viudedad, la ha transferido con toda seguridad de su mano a la del marido. El contrato ya no puede romperse, y los reproches de la madre de Bertulfo llegan demasiado tarde. Las nupcias instalan a Godelieva en la casa conyugal (donde habrá de permanecer en adelante en cuanto sponsa nova nupta); aunque luego leemos con gran sorpresa que el marido, que lamenta ya su elección, se halla ausente de la ceremonia, en la que le representa su madre, nada dispuesta a disimular su rencor tras un semblante sonriente. Sólo aparecerá después de tres días... para volverse a marchar enseguida a vivir junto a su padre, dejándole a su esposa la tarea de regir ella sola —y bajo vigilancia— el domicilio conyugal. ¡Todo ello tendrá que acabar muy mal! Pero el relato, más o menos anovelado por el hagiógrafo, ofrece a su público una cierta verosimilitud, y en él se distinguen con toda claridad los esponsales, que inician el matrimonio, y las nupcias que lo consuman y le otorgan un valor indisoluble a los ojos de la Iglesia.

A finales del siglo mi, la epopeya de Aymeri de Narbona pone igualmente en escena, y de manera más jovial, los dos tiempos del matrimonio tradicional. Envía a sus barones a que soliciten para él la mano de la bella Hermanjart ante su hermano, el rey de Lombardía, y luego acude él mismo a buscarla: se suceden los tratos entre hombres, en el curso de los cuales alternan la amenaza y la largueza de los demandantes, por más que todo ello se lleve adelante con el cuidado de respetar la voluntad de la interesada. ¿A tocar este segundo registro quiere simplemente el poeta complacer al público, o está haciendo suya una costumbre "real"? Lo cierto es desde luego que los dos futuros cónyuges basan el deseo que tienen el uno del otro en su reputación respectiva, puesto que no se han visto jamás. Al menos hay que reconocer que los términos en que se expresan los negociadores suenan muy bien; Aymeri por su parte aquilata ante su futuro cuñado el valor dé la alianza propuesta: "En totes corz en seroiz vos plus chier / Et en voz marches plus redoté et fier". ("En todas las cortes de justicia se os estimará en el valor más alto como hombre; y en vuestros desplazamientos se os respetará y temerá aún más").

Convencido, el rey le entrega la mano de su hermana. Durante todo el viaje hacia Narbona se la denomina espouse o moillier (esposa o mujer), por más que no se haya consumado aún el matrimonio; el contratiempo de un ataque sarraceno retrasará las nupcias. Sólo tendrán lugar tras el levantamiento del sitio, convirtiéndose por fin Hermanjart en la señora de la ciudad. Gustosamente, la noche de bodas se adelanta al día de las ceremonias oficiales: misa oficiada por el arzobispo, y de la que todo el mundo quiere salir cuanto antes para sentarse a la mesa de un festín que durará una semana. Su esplendor está destinado a la exaltación del conde y de Francia, en un tiempo en que la riqueza y el poder, inseparables, se miden por la liberalidad y la ostentación.

Al examinar las fuentes de los siglos Xl y Xll surge el convencimiento de que la separación temporal entre la desponsatio y las nuptiae varía mucho según las circunstancias. Los retrasos más prolongados tienen que ver con los singulares caracteres de la vida aristocrática: alejamiento geográfico de las dos parentelas, que impone un viaje bajo la responsabilidad del marido o necesidad de cerrar el trato de un desposorio de niños (implícitamente admitido por Ivo de Chartres a condición de que tengan cada uno de ellos más de siete años) porque constituye el sello indispensable de una alianza o de una reconciliación entre grupos belicosos. Así, por ejemplo, una muchacha amenazada por un tío suyo necesita un marido que la defienda y sea capaz de garantizarle la conservación de su castillo. O un determinado príncipe no puede diferir su vinculación mediante algún parentesco a un señor recalcitrante que anda pirateando por las tonteras de su provincia. Las crónicas de la época distinguen, por o, con toda claridad y mucha frecuencia entre desponsatio ntlptiae, términos que "esponsales" y "matrimonio", en su actual connotación, traducen evidentemente al revés.

Heredero del. trono capeto, Luis VI se unió en 1 1.05 mediante desponsatio con la joven. Luciana, hija "no núbil aún" del conde Gui de Rochefort (-en-Yvelines): unión provisional entre un príncipe que no es capaz de controlar su "dominio" más que a duras penas y la facción dominante de un poderoso patrilinaje cuyos castillos pueden cercar París. Sin embargo, se le hace ver al "rey designado" que tiene que buscar una unión más conforme con su dignidad y sus intereses a gran escala: y en consecuencia, renuncia a Luciana en beneficio de un señor de su entorno, sin darse prisa por ello a desposarse con otra mujer (que no hará su aparición hasta 1 1 1 5). La vuelta en redondo no resulta fácil: se precisa el visto bueno de un concilio, en Troyes en 1107, para anular lo que Suger denomina en términos precisos "matrimonio (...) contraído"; a pesar de que la joven no había abandonado la compañía de su tía, en la fortaleza de Montlhéry. En cuanto al padre, no se llama a engaño: sintiéndose escarnecido, no sin cierta razón, desencadena la guerra en la Isla de Francia.

Los canonistas y los teólogos del siglo Xll, particularmente en París, han precisado el pensamiento de la Iglesia sobre el matrimonio, añadiendo una dimensión consensual y sacramental a la moral más realista y más propiamente terrena de sus predecesores de los tiempos carolingios: estos últimos se mostraban atentos sobre todo a la fidelidad (fides) mutua de los esposos como valor social y al decisivo papel de la consumación en la formación del vínculo. La primacía otorgada a los elementos más espirituales a partir del siglo Xll no representa, por otra parte, más que una avanzada de la alta cultura clerical: en la práctica, es la "petite part", el elemento carnal y social del sacramento lo que sigue siendo predominante. Por lo demás, hasta el concilio de Trento, las relaciones sexuales entre "novios", con tal de que fuesen completas, y realizaran la "unión carnal", transformaban su compromiso en matrimonio auténtico, de acuerdo con el derecho canónico. En virtud de este hecho quedaba confirmado el consentimiento expresado mediante los "esponsales".

El ritual a las puertas de la iglesia, del que tratan los ordinesanglonormandos, ¿es acaso algo distinto de una desponsatio, bien sea la primera, bien se trate de una segunda, eventualmente reiterada? Como observan Molin y Mutembé, nos encontramos aquí con unas informaciones preciosas sobre las "costumbres seculares y familiares que se insertaron de la manera más natural (?) en la liturgia". La Iglesia nos las revela, al hacer públicos estos antiguos ritos sometidos por ella a su propio control. Sólo que, al mismo tiempo, los somete a una inflexión: ¡una situación eminentemente etnográfica! A pesar de lo cual aún cabe distinguir con verosimilitud los rasgos heredados del contexto "civil" y las innovaciones debidas a los propósitos espirituales. Después de verificar los consentimientos y la no consanguinidad, el sacerdote hace que se proceda a una ceremonia que él por su parte se contenta con mirar, y a la que únicamente pone término con una oración. Son el padre o el pariente más próximo encargado de su custodia quienes ponen a la esposa (sponsa) en manos del marido: la unión de las manos derechas lleva a cabo una donación (con la parte de artificio y de ambigüedad que semejante acto lleva consigo); algo más tarde, la Iglesia lo interpretará como un compromiso de mutua fidelidad de los esposos y el sacerdote hará a su vez el papel de "unidor" (siglo XIII). El hombre hace pasar por tres dedos de su mujer el anillo bendecido mediante el cual la desposa. Este anillo habrá de alejar de ella los asaltos del demonio; se le entrega, sostiene ya la teoría eclesiástica, por amor y para la fidelidad, mientras que el gesto recíproco sólo aparecerá después del siglo xvi. Dos de los ordines del siglo XVI incluyen a continuación la prosternación de la mujer ante su marido; más adelante, la transformación del gesto lo redujo al esbozo de una tentativa de postrar a ambos esposos a los pies del sacerdote, pero esto era pedir demasiado, y la Iglesia, experta en tener en cuenta los ensayos y los errores en su empresa de absorción del ritual, prefirió la supresión pura y simple de esta secuencia, que no pasaba de ser sin duda, como otras, más que una particularidad regional. La teología tenía interés en exaltar la entrega recíproca de los esposos, pero la ceremonia subrayaba el predominio del marido. El es la parte activa: entrega junto con el anillo los obsequios "acostumbrados" y ofrece la carta de usufructo por viudedad, así como trece monedas que provienen directamente de la ley sálica; si bien irán a parar a la bolsa del sacerdote, de los pobres o de algunos de los asistentes más bien que a manos de la esposa. Porque no se trata precisamente de comprar a ésta, sino de investirla de la misión. de dar las limosnas en nombre de la pareja: ¿y no son estas pequeñas monedas los símbolos permanentes, mientras que en cambio pasan y cambian con el curso de los siglos los simbolismos? "Con este anillo te desposo, con este oro te honro y con esta dote te doto": esta fórmula pronunciada por el esposo, o alguna otra del mismo orden, acompaña al gesto.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 81; Мы поможем в написании вашей работы!

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