EL FORASTERO Y EL CANDELABRO DE PLATA

Sixto Cámara

LA BODA DE ENCARNA

 

La del alba sería cuando han llamado a mi puerta, y en mi puerta se ha recortado una Encarna con sueño, pero alada y sonriente.

– Don Sixto. Me caso.

He vuelto a cerrar la puerta porque me ha parecido evidente que estaba soñando. Pero nuevamente el timbrazo. Abro y esta vez Encarna estaba menos alegre.

– Pero, ¿qué le pasa?

– Así que es verdad. Eres tú, Encarna, y te casas.

He dejado la puerta abierta a lo irremediable y Encarna ha desparramado su presencia por mi apartamento, hasta el punto que yo no podía ni sentarme en una silla porque hubiera sido algo así como rozar a la propia Encarna. Yo permanecía en pie, escuchando su afortunado resumen de una noche afortunada. El es músico. Es decir, toca la flauta y el tamboril. Iba para físico nuclear, pero lo dejó correr porque presenció un debate ante la televisión entre Oppenheimer y Teller, sobre la paz y la guerra. El es canadiense. Rubio y alto como la cerveza. En el pecho lleva tatuado un colibrí y el lema la ley es la selva.Se casan.

– ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo?

– Mañana. Abajo, en mi piso. ¿Cómo? Pues hemos barajado varias soluciones y hemos aceptado la más poética e informal: la boda gitana. Cogeremos una olla de barro cocido y la tiraremos contra el suelo. Cada pedazo será un año de contrato matrimonial.

– Con lo que se ha adocenado lo de la alfarería, la olla se va a romper en doscientos pedazos y os van a enterrar en un ataúd doble.

– Pero qué mala intención tiene usted, don Sixto. Ya buscaremos una olla bien resistente para que se rompa en pocos pedazos. ¿Por qué no la busca usted que tiene tiempo libre?, y además quiero que sea el padrino.

Y a las nueve de la mañana he empezado mi peregrinación por las cacharrerías de Madrid. Creo que he dado el espectáculo. Porque yo pedía “familias de ollas”, ollas de la misma hornada. Y cuando me señalaban una familia de ollas, yo escogía una, la tiraba contra el suelo, comprobaba el número de pedazos, pagaba la rotura y me iba sin olla. Cerca del mediodía ya me seguía una veintena de curiosos, entre los que estaban los diez propietarios de cacharrerías, a los que había sorprendido con mis originales compras. Por fin, uno de ellos me ha abordado.

– Pero, ¿qué busca usted?

– De verdad, de verdad, busco una olla que no se rompa.

El hombre se ha rascado una oreja.

– Venga conmigo. Puedo encontrarle una olla que ofrece bastantes garantías. ¿Ha de ser de barro?

– De no poder ser de piedra...

– No hay ollas de piedra. De acero...

– No. No, se notaría.

– Bueno. Buscaremos un barro durísimo.

Me ha llevado a la tienda de un cacharrero de Legazpi y allí compré una olla increíble, que debía pesar sus buenos cinco kilos y parecía hecha de pared maestra.

En el piso de Encarna ya me esperaban los canapés de sardina de lata y los invitados enlatados como sardinas. Mucha juventud. El novio era un canadiense al que Baroja habría descrito así: largirucho, sin sustancia y nada relevante en su personalidad como no sea la melena despeinada. El novio ha auscultado la olla como un médico del seguro y Encarna me ha pedido que la tirase yo mismo contra el suelo. Los novios a mi lado, un cerco libre a mi alrededor. Expectación. Yo cojo la olla. Cierro los ojos. Concentro toda la energía espiritual de un “no”, tratando de impregnar de “no” la pobre carne de barro. Y tiro la olla.

Sigo con los ojos cerrados hasta que se acalla el ¡oh! que ha ocupado la estancia. Los abro: la olla está en el suelo, intacta. Varias voces dicen que vuelva a tirarse. Pero Encarna dice que no. Que la cosa está hecha, y que si la olla no quiere no hay boda. En vano el matemático, físico, músico o como quieran trata de convencerla con una serie de martingalas y ecuaciones, cálculos de probabilidades, etcétera, etcétera. Yo ya estoy tranquilo, porque nada enfurece tanto a Encarna como los vendedores a domicilio. Y se van. Y sólo nos quedamos Encarna, yo, la olla, restos de canapés de sardinas, de vino tinto. A las cuatro de la madrugada yo estaba empapado de sardinas y tinto cuando subía hacia mi piso con la olla colgada de mi mano, como un ser querido al que nunca abandonaré.

 

Álvaro de Laiglesia

LA CUERDA

       – ¡María! – gritó el marido desde el jardín, con voz áspera.

       – ¿Qué quieres, Esteban? – dijo la mujer, saliendo a la puerta.

       – ¡En esta casa no hay manera de encontrar nada!

       – ¿Qué es lo que buscas?

       – La cuerda que me encargaste para tender la ropa. ¿Dónde la has metido?

       – ¿No la tienes tú?

       – ¿Yo? No digas tonterías. Te la di a ti cuando la traje de la tienda, para que la pusieras en el tendedero.

       – Quise ponerla ayer, pero no la encontré. Y pensé que la habrías guardado tú en alguna parte.

       – ¡Qué estupidez! ¿Para qué iba a guardar yo una cuerda de tender?

       – Bueno, hombre, no te pongas así. En algún sitio estará.

       – ¡En algún sitio, en algún sitio! – remendó el marido cada vez más furioso. – ¡Claro que estará en algún sitio! Pero ¿en cuál? Porque ya he mirado en el sótano, en el gallinero, ¡hasta en la caseta del perro! Y nada.

       – Mira en el armario de la cocina.

       – ¿Por qué no miras tú? ¿Crees que voy a perder toda la tarde del domingo buscando esa maldita cuerda? ¡El único día de descanso que tengo después de trabajar toda la semana como un burro, y quieres que me lo pase corriendo de un lado para otro!

       – ¿Qué culpa tengo yo de que se te haya ocurrido buscar la cuerda hoy?

       – Algún día tenía que ser, porque no la compré para que la perdieras. Pero como en esta casa se pierde todo...

       – ¿Quieres decir que soy una desordenada? – dijo ella, ofendida.

       – Exactamente. Y ya estoy harto de tu desorden, ¿comprendes? ¡Harto!

       – No me grites, haz el favor, – le cortó la mujer empezando a encresparse.

       – ¿Acaso no es verdad? – continuó el marido. – ¿Cuánto tiempo pierdo todas las noches buscando mis zapatillas, que nunca están en el mismo sitio? ¿Cuántas veces coges el libro que yo estoy leyendo y lo dejas en cualquier parte? ¿Cuántоs días llego tarde a la oficina porque la comida no está a su hora?

       – ¿Y cuántas veces te he dicho yo que si quieres estar mejor servido tomes una asistenta para que me ayude? – saltó María, poniéndose en jarras. – Yo sola no doy abasto.

       – Porque eres una inútil.

       – Lo que no soy es una criada, como tú te imaginas.

       – Es verdad, perdona, – se burló él. – Olvidaba que te educaste en un colegio para señoritas pitongas, en el que ni siquiera te enseñaron a zurcir un calcetín.

       – Y a mucha honra, – replicó ella. – En la vida hay cosas mucho más importantes que zurcir calcetines.

       – Tocar el piano, por ejemplo, que es lo único que sabes hacer.

       – Pues sí, tocar el piano. Y no ser una persona tan grosera como tú. Porque si tú estás harto de mi desorden, yo también lo estoy de tus groserías, ¿entiendes?

       – ¡Claro! – siguió burlándose él. – Una chica tan fina tiene que sufrir mucho viviendo al lado de un patán. Al menos eso piensan tus padres, que son tan aristocráticos.

       – No mezcles en esto a mis padres.

       – No hace falta. Ya se mezclan ellos solos en cosas peores.

       – ¿Qué tratas de insinuar?

       – Lo que todo el mundo dice a voces: que como son unos aristócratas arruinados, viven de dar sablazos.

       – ¡Te prohibo que digas eso!

       – ¿Acaso no es verdad?

       – La culpa no es de ellos, sino mía. Por haberme casado con un pobrete que no puede ayudarles, porque ni siquiera gana lo suficiente para que yo viva con decoro.

       – ¿Cómo? – dijo Esteban, encolerizado. – ¿Cuándo has vivido tú mejor que ahora, desgraciada? Te pasas todo el día metida en casa sin dar golpe, y aún te quejas.

       – ¡Sin dar golpe dices, y soy yo la que tiene que hacerlo todo!

       – Pero lo haces tan mal, que la casa parece una pocilga.

       – ¡La casa parece una pocilga no porque yo no trabaje, sino porque en ella vive un cerdo! – estalló María, que ya no pudo seguir conteniendo toda la furia que había acumulado.

       – ¡No tolero que me insultes! – gritó Esteban, amenazador.

       – También me has insultado tú. A mí y a mis padres. Y no sigas tirándome de la lengua, porque yo también podría decir muchas cosas de tu familia.

       – Como te atrevas a decir algo, no respondo.

       – Y como sigas hablándome en ese tono, me iré a casa de mis padres.

       – Eso dices siempre, pero por desgracia nunca lo harás. Sabes de sobra que no te alimentarán. ¿Cómo iban a alimentarte a ti si apenas tienen para comer ellos?

       ­­ – Tampoco creas que tú me das de comer maravillosamente. Tengo que hacer verdaderos equilibrios con tu sueldecito para que comamos todo el mes.

       – Porque como eres tan desordenada para todo, no tienes ni idea de administrar. Yo, antes de casarme contigo, vivía muy bien con el mismo dinero.

       – Tú solo, ¡mira qué gracia! Pero ahora somos dos.

– Ése fue mi error. Si llego a quedarme soltero, no pasaría estas estrecheces ni tendría que soportarte.

– La tonta fui yo por haberte aceptado cuando me sobraban pretendientes.

– ¿Que te sobraban? ¡No me hagas reír! Aparte de que nunca fuiste ninguna belleza, no tenías ni una perra de dote. Y para colmo, a los pocos que se acercaban a ti, tu padre les insinuaba que tendrían que ayudarle a pagar sus deudas.

– Tú no pagaste nada.

– Porque como viste que ninguno picaba, me aceptaste en última instancia para no quedarte solterona.

– ¡Tienes razón! – chilló María. – ¡Nunca estuve enamorada de ti! Me casé contigo para dejar de ser una carga para mis padres, pero siempre me pareciste un hombre odioso. ¡Te odio, para que lo sepas!

– No haces más que corresponder justamente a los sentimientos que me inspiras. La vida a tu lado es un auténtico infierno. Te aseguro que muchas veces he pensado en hacer alguna barbaridad.

– Te creo. Un bárbaro como tú es capaz de todo.

– ¡Pues cállate entonces y no sigas provocándome! – aulló el marido. – ¡Más te valdrá no perder el tiempo discutiendo y buscar la cuerda que te he pedido!

El tono de Esteban asustó a su mujer, que retrocedió unos pasos prudentemente.

– Ya te he dicho que debe de estar en el armario de la cocina.

– ¡Pues tráemela!

– ¿Para qué la quieres con tanta urgencia?

– ¿A ti qué te importa? Eso es cuenta mía.

La esposa entró en la casa, mientras el marido paseaba enfurecido por el jardín. Unos minutos después, volvió a salir María con un rollo de cuerda en la mano.

– Estaba encima de la carbonera, – dijo. – Debí de ponerla en un momento de distracción...

– Tú siempre estás distraída, – gruñó Esteban cogiendo la cuerda violentamente y alejándose sin dar las gracias.

– ¿Adónde vas? – le preguntó María al ver que se alejaba en dirección opuesta al tendedero de ropa.

– ¡Déjame en paz y vuelve a tus quehaceres! – ordenó su marido sin volverse.

María obedeció y se fue a la cocina. Allí estuvo cerca de una hora lavando los cacharros del almuerzo. Luego empezó a hacer los preparativos de la cena.

Pero Esteban no volvía. Tampoco se le oía andar por el jardín. Su esposa, inquieta, se secó las manos en el delantal y salió de la casa.

       “¿Dónde se habrá metido?” pensó al no verle en el tendedero, donde la cuerda vieja, rota y anudada en varios puntos, continuaba soportando la ropa tendida.

       María tuvo de pronto un presentimiento, y se dirigió rápidamente a la parte posterior de la casa. Allí también tenían unos metros de jardín con un par de árboles...

       Y al llegar a aquella zona de sus pequeños dominios, María se detuvo. Acababa de comprobar que no se había equivocado.

       Amarrado a una rama del árbol más corpulento, pendía un trozo de la cuerda de tender. Y al final de aquel trozo colgante, Esteban había hecho un nudo corredizo.

       “Debí figurarme para qué necesitaba la cuerda,” pensó María al ver a su marido inmóvil y con los ojos cerrados.

       Y satisfecha su curiosidad, regresó a la cocina para continuar preparando la cena.

Porque Esteban, pasada aquella discusión frecuente en tantos matrimonios, dormía tranquilamente su siesta dominical. Y es comprensible que se pusiera de mal humor; porque si no aparecía la cuerda, ¿cómo iba a atar los dos extremos de la hamaca a los árboles del jardín?

 

Antonio de Lara

LA OPERACIÓN

Dos enfermeros entraron en el quirófano conduciendo al enfermo y lo depositaron sobre la cama operatoria. El anestesista colocó la mascarilla y abrió el grifo correspondiente. A su tiempo entró el célebre cirujano.

– ¡Bisturí!

Una enfermera se apresuró a cumplir la orden y el célebre cirujano, con perfecta maestría, abrió el abdomen del enfermo. De pronto se quedó pensativo y miró a su ayudante.

– Oiga usted, Martínez: ¿qué es lo que teníamos que quitar a este señor?

El ayudante miró a su maestro indeciso...

– No puedo asegurarlo, pero... me parece que era algo que acababa en “azo”...

– ¿En “azo”?... – repitió el célebre cirujano. – Es algo demasiado inconcreto. Podría ser el brazo, el espinazo, el embarazo... Aunque, ¿para qué iba a querer este señor que le quitáramos el brazo?

– Sí, no es lógico que viniera aquí a que le quitáramos el brazo – asintió el ayudante.

– Voy a ver si mi mujer se acuerda de algo – dijo el célebre cirujano y se dirigió al teléfono:

– Oye, Enriqueta, ¿te acuerdas de lo que tenía que quitar al enfermo del bigote y el traje marrón?

– Ni idea – respondió la mujer. – Ya sabes que a mí no me gusta meterme en tus cosas.

– Era algo que acababa en “azo”...

– ¡Brazo! Seguramente sería un brazo.

– Sí, pero no estoy seguro...

– Es lo más posible. De todas maneras, como tiene dos...

– Pero, ¿y si luego resulta que no era eso?

– Siempre puedes quitarle otra cosa.

– No sé, no sé... Se me hace muy cuesta arriba...

– Oye, y a propósito: no te olvides de traer queso cuando vengas. Ya sabes que Federico viene a almorzar y el queso le vuelve loco.

– ¿Qué clase de queso?

– Cualquiera... Si hay “camembert”.

– El “camembert” le sienta siempre como un tiro.

– Por eso.

– Y, ¿de verdad no te acuerdas de lo de la operación?

– En absoluto. Si crees que con las cosas que tengo en la cabeza voy a acordarme de esas tonterías... Tengo que leer el “ABC”, bañarme, pintarme las uñas... Y además quieres que opere a tus enfermos... ¡Quítale lo que sea y ya está!

– Está bien, mujer, llevaré el queso...

Y el célebre cirujano regresó al quirófano.

– ¿Qué? – indagó el ayudante. – ¿Ha averiguado usted algo?

– En absoluto.

– Ahora creo recordar – dijo el ayudante – que la cosa no acababa en “azo” sino en “oma”.

– ¿En “oma”?... Puede ser diploma, carcoma, paloma, idioma... ¿Qué le parece a usted si le quitamos idioma?

– A mí me da igual. El enfermo es suyo.

El doctor miró la cara del enfermo y dijo:

– De momento, vamos a quitarle el bigote. Siempre mejorará algo.

– ¿Y si preguntamos en su casa? – dijo el ayudante. – Posiblemente su familia sepa qué es lo que le tenemos que quitar.

– Buena idea, Martínez – replicó el célebre cirujano y se dirigió nuevamente al teléfono.

– ¿Señora de Ramírez?...

– Al aparato.

– ¿Qué tal, señora?... Soy el doctor Ruibáñez.

– ¿Le ocurre algo a mi marido?

– No, no, nada. No se alarme. Le llamo para preguntarle si usted recuerda qué es lo que teníamos que quitarle a su marido.

– Pues, no lo sé. Le oí decir algo que acababa en “ito”.

– Espere, voy a decirle todo lo que recuerdo que acaba en “ito”: granito, pernito, frito... ratoncito, pueblecito...

No, no era nada de eso...

– Entonces, ¿qué le quitamos?

– Quítele usted lo que quiera. A mí no me gusta meterme en las cosas de mi marido. Luego dice que si patatín que si patatán...

– Está bien, señora. Gracias de todos modos.

Cuando el célebre cirujano entró nuevamente en el quirófano, el enfermo se había despertado.

– Nada – dijo el célebre cirujano. – Su mujer tampoco sabe nada.

– Mi mujer no sabe más que le conviene – comentó el enfermo. – Es una egoísta de tomo y lomo. Si yo les contara...

– Cuente, cuente – dijo la enfermera muy contenta.

– Pues, que tenemos unos disgustos de sobra y ¿saben ustedes por qué?... Porque no hay manera de que tire del tapón de la bañera. Siempre que se baña deja toda el agua sucia.

– Sí, eso está mal – comentó alguien.

– ¿Y la pasta de los dientes?

– ¿Por qué pregunta usted de la pasta de los dientes?

– No pregunto por la pasta, pregunto si saben ustedes lo que hace con ella.

– Yo, no – dijo el célebre cirujano. – ¿Saben ustedes algo de lo de la pasta de los dientes de este señor? – preguntó a los demás.

– Nada, nada – respondieron los demás como un solo hombre.

– Pues, lo de la pasta de los dientes es ¡que aprieta el tubo por el centro!... ¿Qué les parece a ustedes?

– Nos parece muy mal.

– ¿Es tolerable o no es tolerable?

El célebre cirujano interrumpió:

– Perdone, pero... ¿recuerda qué es lo que teníamos que quitar a usted?

Y el enfermo respondió:

– No creo que tienen que quitarme algo. Yo he venido a arreglar la luz, pero, ya que estoy aquí, haga el favor de darme unos puntos en mi abdomen que se me ha descosido...

 

Gastón Suárez

EL FORASTERO Y EL CANDELABRO DE PLATA

Aquel ladrón podía salvarse. Dependía, únicamente, de lo que ella dijera. Una de las dos palabras: sí o no. Estaba en sus manos. Con sólo decir sí, aquel hombre, cuya mirada tenía destellos irónicos y expectantes al mismo tiempo, podía quedar libre y reanudar su camino, irse por donde había venido... o quién sabe... tal vez... por esos misterios de la vida... ella y él...

– ¿Lo conoce usted?

Sintió un raro aunque ligero escalofrío. Le pareció que la voz cascada, desagradable del comisario estaba de acuerdo con la pobreza de la habitación: apenas la mesa y la silla y en una de las paredes de revoque agrietado, lo único llamativo: un almanaque pasado que mostraba la figura, en colores, de una mujer semidesnuda. Una mujer joven y hermosa, de muslos bien torneados y senos altaneros. La mirada del comisario, del preso y de los agentes que lo sujetaban, aumentó súbitamente su angustia. Tuvo deseos de estar lejos, con sus alumnos, paseando por el campo, extasiándose con el azul límpido del cielo. Empero, ella estaba allí, en contra de su voluntad, para decidir sobre el destino de aquel hombre, que ahora le sonreía con un extraño rictus en los labios.

– Disculpe usted, pero dice que son viejos conocidos..., que puede garantizar por él...

Sí, eran viejos conocidos. Su nariz filuda marcó la dirección de su rostro. Miró la figura del almanaque. Ella había sido así, joven, bonita, llena de ilusiones. Hacía muchos años, era verdad. Pero ella era así. Aunque un poquitín más delgada. Sus ojos se achicaron al dirigirlos al preso. Éste era el que la había sumido en el mundo en el que ahora vivía. Solitaria solterona que volcaba todo su amor maternal en los niños de su escuela. Éste era el hombre que había hecho subir el rubor a sus mejillas y le había arrancado las palabras que guardaba como un gran tesoro. ¡Sí, te amo! ¡Acepto ser tu esposa! Éste era aquel que la dejó con los crespos hechos y el vestido de novia a punto de terminar.

– Se perdió el candelabro de plata de la capilla... y él es forastero en el pueblo..., pero si usted lo conoce...

Sí, claro que lo conocía. Y tanto. Había encerrado sus sentimientos en una fortaleza y nunca más ningún hombre logró hacerla sonreír. Y allí estaba ahora el causante de su misantropía, de su miedo. ¡Pobre, parecía haber caminado mucho! Jesucristo nos manda perdonar. Estaba tan viejo. Pero sus ojos no habían perdido el brillo, y sus labios, ahora recordaba bien, tenían el mismo rictus. Sí, lo conocía y con sólo decirlo en voz alta podía salvarlo.

– Si no confiesa, nosotros tenemos nuestro modo y hacemos hablar hasta a los mudos...

Jesucristo nos manda perdonar. Miró al almanaque. Ella era así, joven, bonita, llena de ilusiones. Había soñado con tener su casita, sus tres hijos, su jardincito... Jesucristo nos manda perdonar... Pero cuánto había sufrido allí, en su pueblo natal. Todos se habían reído de ella. Casi se había muerto de vergüenza. Tuvo que aceptar el puesto de profesora rural. Amaba a los niños. Odiaba a los hombres. Allí estaba el causante de su soledad, de su frustración, de su amargura. Pero podía salvarlo, Jesucristo nos manda perdonar...

– Sí...

El preso sintió aflojarse sus músculos y lanzó un suspiro de alivio. Los agentes de rostro mongólico abrieron las tenazas de sus manos dejando libres los brazos del forastero.

– En este caso...

Jesucristo nos manda perdonar. Pero cuánto había sufrido. Ya no tenía lágrimas. Su única diversión eran los niños de la escuela, durante el día. En la noche rezaba el rosario y hacía flores de papel, que vendía a los campesinos de la región. Allí estaba el que la condenó a esa clase de vida, en la que todos los días, grises, color ceniza, la dejaban medrosa, melancólica, poblada la mente de pensamientos sombríos, dilacerantes. Allí estaba el ladrón de sus ilusiones, de su felicidad soñada... Si al menos se arrepintiera y le pidiera que le perdonara y le dijera que es tiempo todavía... si al menos... Pero no, ya todo es tarde. Miró a la mujer semidesnuda. Ella había sido así. Ahora..., ahora él estaba viejo, cansado de tanto caminar, pero con el mismo brillo en los ojos y el mismo rictus en los labios...

– Si lo conoce...

– ¡Sí, lo conozco! ¡Es un ladrón!

Las tenazas de las manos de los agentes se volvieron a cerrar con fuerza en las muñecas y los brazos del preso. Una brisa fría rondó por el cuarto de revoque agrietado y movió el almanaque.

El comisario y los agentes esbozaron una extraña sonrisa.

– ¡Zenaida! ¡Perdóname! ¡He venido a pedirte que seas mi esposa!

Las palabras del preso salieron disparadas como livianas mariposas, que se fueron a estrellar en su nuca, y el polvo dorado de sus alas se lo llevó el viento.

Ya era tarde.

Camino de la escuela, también culpó al viento de la molestia que sentía en los ojos. No eran lágrimas. No, no. Era el viento. En los muchos años que llevaba en aquellas regiones, el viento le producía un dolor en el corazón y le irritaba los ojos. No eran lágrimas. Si ella nunca lloraba. Era el viento... el viento...

 

Wenceslao Fernández Flórez

YO Y EL LADRÓN

Cuando el señor Garamendi se marchó a veranear me dijo:

– Hombre, usted que no tiene nada que hacer, présteme el favor de echar, de cuando en cuando, un ojo a mi casa.

No es cierto que yo no tenga nada que hacer, y el señor Garamendi lo sabe perfectamente; pero él opina que cuando uno no sale a veranear y no es por causa de algún gran negocio, es para dedicarse totalmente al descanso de no buscar los billetes ni cargar con la familia.

Me limité a preguntar:

– ¿Qué entiende usted exactamente por “echar un ojo”?

– Creo que está bien claro – contestó de mal humor.

– ¿Debo pasar por las habitaciones de su casa con un ojo abierto, mirando en los muebles, en los...?

– ¡No! ¡Qué tontería! Quiero pedirle sólo que pase algún día frente al edificio y vea si siguen cerradas las persianas, y que le pregunte al portero si hay novedad y hasta que suba a tantear la puerta. Usted no sabe nada de estos asuntos; pero en el mundo hay muchos ladrones, y entre los ladrones existe una variedad que trabaja especialmente durante el verano, y es a la que más temo. Se enteran qué pisos han quedado sin moradores, y los desvalijan sin prisas y cómodamente. Algunas veces se quedan allí dos o tres días viviendo de lo que encuentran, durmiendo en las magníficas camas de los señores, eligiendo concienzudamente lo que vale y no vale la pena de llevarse. No hay defensa contra ellos. La primera noticia que se tiene es el desorden que se advierte en la casa al volver el amo, pero ya es tarde y lo robado está mal vendido o bien oculto.

– Bueno – concedí bostezando –; pues echaré ese ojo.

La verdad es que no pensaba hacerlo. Garamendi abusa un poco de mí con sus encomiendas desde que me hizo dos o tres favores que él recuerda mejor que yo. Luego..., luego me abruma con sus gabanes, con sus puros, con sus gafas, con su vientre, con sus muelas de oro. Cuando descubro un nuevo defecto en él, tengo un placer íntimo. Esta vez le encontré pusilánime. ¡Tener miedo a los ladrones! Yo no creo en eso.

Pasaron los días. Me recreé en el calorcillo de Madrid, me senté en algunas terrazas, recordé mi niñez volviendo a ver viejas películas que los cines exhiben a bajo precio en estos meses, y una tarde que estaba más ocioso y más emperezado que nunca recordé de repente: “¡Anda! Pues no he pasado ni una sola vez ante la casa de Garamendi.”

Y únicamente – lo aseguro – para poder darle mi palabra de honor que había atendido su encargo, aproximé lentamente mi mano al teléfono y marqué su número.

Oí, medio desmoronado en la butaca, el ruido del timbre, que sonaba en la desierta vivienda del veraneante.

– ¡¡Trrr!!... ¡Trr!...

Y... nada más.

De repente una voz apagada, desconocida, llegó por el hilo:

– ¡Diga!

– ¿Cómo, “diga”? – exclamé extrañadísimo –. ¿No es esa la casa del señor Garamendi?

– ¡Sí, sí, es aquí, es aquí! ¿Cómo está usted?

Me quedé estupefacto.

– Oiga – hablé –: ¿me hace el favor de decirme qué está haciendo?

Un silencio.

– ¿No será usted un ladrón?

Nueva pausa.

– Si es usted un ladrón, no me lo niegue – exigí.

– Bueno – dijo la voz, un poco ronca –. La verdad es que, en efecto, soy un ladrón.

– Pues el señor Garamendi me encargó al marchar que vigilase su casa. A ver qué le digo.

– Puede usted contarle lo que sucede – insinuó la voz un poco acobardada.

– ¡Buena idea! – protesté –. ¿Cómo voy a confesarle que estuvimos dialogando? Por lo menos si usted no hubiese cometido la estupidez de contestar.

– Fue un impulso espontáneo – se disculpó –. Estaba aquí, junto al teléfono; sonó, y maquinalmente me puse a hablar. Yo también tengo teléfono, y la costumbre...

– ¡Vaya un conflicto!

– Crea usted que lo siento de veras.

– Claro que si le pido que deje ahí todo y vaya a entregarse a la Comisaría más próxima...

– No; no lo haría... ¿Para qué engañarle?

– Al menos, dígame ¿se lleva usted mucho?

– No hablemos de eso: una porquería. Perdone si le ofendo; pero ese amigo de usted no tiene nada que le quite a uno de cuidados.

– ¡Hombre, no me diga...! La escribanía de plata es muy valiosa.

– Ya está en el saco, y unas alhajitas y el puño de oro de un bastón y dos gabanes de invierno. Nada. No es negocio.

– ¿Vio usted una bandejita de plata que debe estar en el comedor, con unas flores en relieve?

– Sí.

– ¿Está en el saco?

– No. Las otras, sí; pero ésta no es de plata sino de metal blanco.

– Bien; pero no negará que es bonita.

– No vale nada.

– Llévesela usted.

– No quiero.

– ¡Llévesela, usted, idiota! ¿No comprende que si la deja van a darse cuenta de que no es de plata? Y... se la he regalado yo. Llévesela.

– En fin... por hacerle un favor; pero sólo me servirá de estorbo.

– ¿Ha recorrido ya toda la casa? Yo no conozco más que el despacho. Creo que está bien puesta, ¿no?

– ¡Psh! Muchas pretensiones: poco gusto. Debe tratarse de un caballero roñoso.

– Es triste; pero no lo puedo negar. Y también es cierto que carece de gusto.

– ¿Quiere usted creer que tiene dos escupideras en el salón?

– ¡No!

– Como usted lo oye. ¿No ha entrado nunca en el salón? Pues perdió un espectáculo divertido. Yo tengo costumbre de visitar casas bien amuebladas, y le aseguro que ésta no es de las mejores.

– ¡Vaya, señor! Siempre me pareció que Garamendi presumía demasiado. Ahora que... la alcoba de la señora... de ésa sí que dicen que es un estuche, ¿verdad? Garamendi afirma que le costó una fortuna. ¿Cómo es, cómo es?

– No me fijé en detalles... ¿Quiere que vuelva?

– ¡Oh, por Dios! No vaya a creer que me gusta chismear.

– Lo que encontré allí fueron pieles bastante buenas.

– Lo creo. Tiene una capa de “renard”.

– Está en el saco. Y un gabán de cibelina.

– Sí; eso vale más; pero también es más llamativo. Lo envidiable es la capa de “renard”.

– ¿Le gustaba a usted?

– Le gustaba a Albertina..., una amiga mía...; a mi novia. Un día vimos a la señora de Garamendi con su capa, y Albertina no habla de otra cosa. Creo que me quiere menos, porque piensa que nunca podré regalarle unas pieles de zorro como ésas.

– ¿Quién sabe? ¡Caramba! No hay que amilanarse.

– No... nunca; es bien seguro...

Un silencio.

– Oiga..., señor.

– Dígame.

– Si usted me permite, yo tengo mucho gusto en ofrecerle esas pieles...

– ¡Qué disparate!

– Nada... Me ha sido usted simpático, y...

– Pero... ¿cómo voy a consentir? ¿Va usted a quedarse sin ellas por...?

– No se preocupe. Yo ya tengo las otras, y no va a ser uno más pobre.

– ¡Ea, que no!

– Bien, pues entonces se las ofrezco a Albertina. Ahora no podrá usted desdeñarlas. Piense en la alegría que tendrá...

– Sí; eso es cierto...

– ¿Adónde se las envío?

Le di mis señas.

– ¿Manda usted algo más?

– Nada más y muy reconocido. Que termine “eso” con suerte.

– Gracias, señor.

Pío Baroja

EL TRASGO

El comedor de la venta de Aristondo, sitio en donde nos reuníamos después de cenar, tenía en el pueblo los honores de casino. Era una habitación grande, muy larga, separada de la cocina por un tabique, cuya puerta casi nunca se cerraba, lo que permitía llamar a cada paso para pedir café o una copa a la simpática Maintoni, la dueña de la casa, o a sus hijas, dos muchachas a cual más bonitas; una de ellas, seria, abstraída, con esa mirada dulce que da la contemplación del campo; la otra, vivaracha y de mal genio.

Las paredes del cuarto, blanqueadas de cal, tenían por todo adorno varios números de La Lidia, puestos con mucha simetría y sujetos a la pared con tachuelas, que dejaron de ser doradas para quedarse negras y mugrientas.

La mano del patrón, José Ona, se veía en aquello; su carácter, recto y al mismo tiempo bonachón y dulce como su apellido (Ona en vascuence significa bueno), se traslucía en el orden, en la simetría, en la bondad, si se me permite la palabra, que habían inspirado la ornamentación del cuarto.

Del techo del comedor, cruzado por largas vigas negruzcas, colgaban dos quinqués de petróleo, de esos de cocina, que aunque daban algo más humo que luz, iluminaban bastante bien la mesa del centro, como si dijéramos, la mesa redonda, y bastante mal otras mesas pequeñas, diseminadas por el cuarto.

Todas las noches tomábamos allí café; algunos preferían vino, y charlábamos un rato el médico joven, el maestro, el empleado de la fundición, Pachi el cartero, el cabo de la Guardia Civil y algunos otros de menor categoría y representación social.

Como parroquianos y además gente distinguida, nos sentábamos en la mesa del centro.

Aquella noche era víspera de feria y, por tanto, martes. Supongo que nadie ignorará que las ferias en Arrigotia se celebran los primeros miércoles de cada mes; porque, al fin y al cabo, Arrigotia es un pueblo importante, con sus sesenta y tantos vecinos, sin contar los caseríos inmediatos. Con motivo de la feria había más gente que de ordinario en la venta.

Estaban jugando su partida de tute el doctor y el maestro, cuando entró la patrona, la obesa y sonriente Maintoni, y dijo:

– Oiga su merced, señor médico, ¿cómo siguen las hijas de Aspillaga, el herrador?

– ¿Cómo han de estar? Mal – contestó el médico incomodado, – locas de remate. La menor, que es una histérica tipo, tuvo anteanoche un ataque, la vieron las otras dos hermanas reír y llorar sin motivo, y empezaron a hacer lo mismo. Un caso de contagio nervioso. Nada más.

– Y, oiga su merced, señor médico – siguió diciendo la patrona, – ¿es verdad que han llamado a la curandera de Elisabide?

– Creo que sí; y esa curandera, que es otra loca, les ha dicho que en la casa debe haber un duende, y han sacado en consecuencia que el duende es un gato negro de la vecindad, que se presenta allí de cuando en cuando. ¡Sea usted médico con semejantes imbéciles!

– Pues si estuviera usted en Galicia, vería usted lo que era bueno – saltó el empleado de la fundición. – Nosotros tuvimos una criada en Monforte que cuando se le quemaba un guiso o echaba mucha sal al puchero, decía que había sido o trasgo; y mientras mi mujer le regañaba por su descuido, ella decía que estaba oyendo al trasgo que se reía en un rincón.

– Pero, en fin – dijo el médico, – se conoce que los trasgos de allá no son tan fieros como los de aquí.

– ¡Oh! No lo crea usted. Los hay de todas clases; así, al menos, nos decía a nosotros la criada de Monforte. Unos son buenos, y llevan a casa el trigo y el maíz que roban en los graneros, y cuidan de vuestras tierras y hasta os cepillan las botas; y otros son perversos y desentierran cadáveres de niños en los cementerios, y otros, por último, son unos guasones completos y se beben las botellas de vino de la despensa o quitan las tajadas al puchero y las sustituyen con piedras, o se entretienen en dar la gran tabarra por las noches, sin dejarle a uno dormir, haciéndole cosquillas o dándole pellizcos.

– ¿Y eso es verdad? – preguntó el cartero, cándidamente.

Todos nos echamos a reír de la inocente salida del cartero.

– Algunos dicen que sí – contestó el empleado de la fundición, siguiendo la broma.

– Y se citan personas que han visto los trasgos – añadió uno.

– Sí – repuso el médico en tono doctoral. – En eso sucede como en todo. Se le pregunta a uno: “¿Usted lo vio?”, y dicen: “Yo, no; pero el hijo de la tía Fulana, que estaba de pastor en tal parte, sí que lo vio”, y resulta que todos aseguran una cosa que nadie ha visto.

– Quizá sea eso mucho decir, señor – murmuró una humilde voz a nuestro lado.

Nos volvimos a ver quién hablaba. Era un buhonero que había llegado por la tarde al pueblo, y que estaba comiendo en una mesa próxima a la nuestra.

– Pues qué, ¿usted ha visto algún duende de ésos? – dijo el cartero, con curiosidad.

– Sí, señor.

– ¿Y cómo fue eso? – preguntó el empleado, guiñando un ojo con malicia. – Cuente usted, hombre, cuente usted, y siéntese aquí si ha concluido de comer. Se le convida a café y copa, a cambio de la historia, por supuesto – y el empleado volvió a guiñar el ojo.

– Pues verán ustedes – dijo el buhonero, sentándose a nuestra mesa. – Había salido por la tarde de un pueblo y me había oscurecido en el camino.

La noche estaba fría, tranquila, serena; ni una ráfaga de viento movía el aire.

El paraje infundía respeto; yo era la primera vez que viajaba por esa parte de la montaña de Asturias, y, la verdad, tenía miedo.

Estaba muy cansado de tanto andar con el cuévano en la espalda, pero no me atrevía a detenerme. Me daba el corazón que por los sitios que recorría no estaba seguro.

De repente, sin saber de dónde ni cómo, veo a mi lado un perro escuálido, todo de un mismo color, oscuro, que se pone a seguirme.

¿De dónde podía haber salido aquel animal tan feo?, me pregunté.

Seguí adelante, ¡hala, hala!, y el perro detrás, primero gruñendo y luego aullando, aunque por lo bajo.

La verdad, los aullidos de los perros no me gustan. Me iba cargando el acompañante, y, para librarme de él, pensé sacudirle un garrotazo; pero cuando me volví con el palo en la mano para dárselo, una ráfaga de viento me llenó los ojos de tierra y me cegó por completo.

Al mismo tiempo, el perro empezó a reírse detrás de mí, y desde entonces ya no pude hacer cosa a derechas; tropecé, me caí, rodé por una cuesta, y el perro, ríe que ríe, a mi lado.

Yo empecé a rezar, y me encomendé a San Rafael, abogado de toda necesidad, y San Rafael me sacó de aquellos parajes y me llevó a un pueblo.

Al llegar aquí, el perro ya no me siguió, y se quedó aullando con furia delante de una casa blanca con un jardín.

Recorrí el pueblo, un pueblo de sierra con los tejados muy bajos y las tejas negruzcas, que no tenía más que una calle. Todas las casas estaban cerradas. Sólo a un lado de la calle había un cobertizo con luz. Era como un portalón grande, con vigas en el techo, con las paredes blanqueadas de cal. En el interior, un hombre desarrapa­do, con una boina, hablaba con una mujer vieja, calentándose en una hoguera. Entré allí, y les conté lo que me había sucedido.

– ¿Y el perro se ha quedado aullando? – preguntó con interés el hombre.

– Sí; aullando junto a esa casa blanca que hay a la entrada de la calle.

– Era o trasgo – murmuró la vieja, – y ha venido a anunciarle la muerte.

– ¿A quién? – pregunté yo, asustado.

– Al amo de esa casa blanca. Hace una media hora que está el médico ahí. Pronto volverá.

Seguimos hablando, y al poco rato vimos venir al médico a caballo, y por delante un criado con un farol.

– ¿Y el enfermo, señor médico? – preguntó la vieja, saliendo al umbral del cobertizo.

– Ha muerto – contestó una voz secamente.

– ¡Eh! – dijo la vieja; – era o trasgo.

Entonces cogió un palo, y marcó en el suelo, a su alrededor, una figura como la de los ochavos morunos, una estrella de cinco puntas. Su hijo la imitó, y yo hice lo mismo.

– Es para librarse de los trasgos – añadió la vieja.

Y, efectivamente, aquella noche no nos molestaron, y dormimos perfectamente...

Concluyó el buhonero de hablar, y nos levantamos todos para ir a casa.

 

Pío Baroja

MÉDIUM

Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.

Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.

La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.

Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:

Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.

Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.

La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.

Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.

Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.

La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...

– Hay que estudiar – dijo, a modo de conclusión, la madre.

Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.

Cuando concluimos el curso ya no veía a Román; estaba tranquilo; pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...

Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.

– ¿Qué tienes? – le pregunté.

Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.

Luego, en voz baja, murmuró:

– Ha sido mi hermana.

– ¡Ah! Ella...

– No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.

Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta ..., llamaban ..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida ... ; llamaban..., nadie.

Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.

– Es mi hermana, mi hermana – dijo Román.

Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»

Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.

Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.

Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.

Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.

¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.

Gabriel García Márquez

LA LUZ ES COMO EL AGUA

 

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.

– De acuerdo – dijo el papá –, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

– No – dijeron a coro –. Nos hace falta ahora y aquí.

– Para empezar – dijo la madre –, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretu­jados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ga­nado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

– El bote está en el garaje – reveló el papá en el almuerzo –. El problema es que no hay cómo su­birlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

– Felicitaciones – les dijo el papá – ¿Y ahora qué?

– Ahora nada – dijeron los niños –. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miérco­les, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llegó a cuatro palmos. En­tonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y na­vegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario so­bre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

– La luz es como el agua – le contesté –: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pi­dieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire compri­mido.

– Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada – dijo el padre –. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

– ¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del pri­mer semestre? – dijo Joel.

– No – dijo la madre, asustada –. Ya no más. El padre le reprochó su intransigencia.

– Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber – dijo ella – pero por un ca­pricho son capaces de ganarse hasta la silla del maes­tro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gar­denias de oro y el reconocimiento público del rec­tor. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pe­dirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miér­coles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la al­tura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron acla­mados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo qui­sieron una fiesta en casa para agasajar a los compa­ñeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

– Es una prueba de madurez – dijo.

– Dios te oiga – dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Cas­tellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente do­rado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebo­sada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los ins­trumentos de la banda de guerra, que los niños usa­ban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de re­puesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tan­ques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

 

Miguel Mihura

EL AMIGO DE ÉL Y ELLA

(Cuento persa de los primeros padres)

Él y Ella estaban muy disgustados de estar en el Paraíso porque en vez de estar solos, como debían estar, estaba también otro señor, con bigotes, que se había hecho allí un hotelito muy mono, precisamente enfrente del árbol del Bien y del Mal.

Aquel señor, alto, fuerte, con espeso bigote y con tipo de ingeniero de Caminos, se llamaba don Jerónimo y, como no tenía nada que hacer y el pobre se aburría allí en el Paraíso, estaba deseando hacerse amigo de Él y Ella para hablar de cualquier cosa por las tardes.

Todos los días, muy temprano, se asomaba a la tapia de su jardín y les saludaba muy amable, mientras regaba los fresones y unos arbolitos frutales que había plantado y que estaban ya muy majos.

Ella y Él contestaban fríamente, pues sabían de muy buena tinta que el Paraíso sólo se había hecho para ellos y que aquel señor de los bigotes no tenía derecho a estar allí y mucho menos de estar con pijama.

Don Jerónimo, por lo visto, no sabía nada de lo mucho que tenía que suceder en el Paraíso e, ingenuamente, quería hacer amistad con sus vecinos, pues la verdad es que en estos sitios de campo, si no hay un poco de unión, no se pasa bien.

Una tarde, después de dar un paseo él solo por todo aquel campo, se acercó al árbol donde estaban Él y Ella bostezando de tedio, pero siempre en su papel importante de Él y Ella.

– ¿Se aburren ustedes, vecinos? – les preguntó cariñosamente.

– Pchss... Regular.

– ¿Aquí no vive nadie más que ustedes?

– No. Nada más. Nosotros somos la primera pareja humana.

– ¡Ah! Enhorabuena. No sabía nada – dijo don Jerónimo. Y lo dijo como si les felicitase por haber encontrado un buen empleo. Después añadió, sin conceder a todo aquello demasiada importancia:

– Pues si ustedes quieren, después de cenar, nos podemos reunir y charlar un rato. Aquí hay tan pocas diversiones y está todo tan triste...

– Bueno – accedió Él –. Con mucho gusto.

Y no tuvieron más remedio que reunirse después de cenar, al pie del árbol, sentados en unas butacas de mimbre.

Aquella reunión de tres personas estropeaba ya todo el ambiente del Paraíso. Aquello ya no parecía Paraíso ni parecía nada. Era como una reunión en Recoletos, en Rosales o en la Castellana. El dibujante que intentase pintar esta estampa del Paraíso, con tres personas, nunca podría dar en ella la sensación de que aquello era el Paraíso, aunque los pintase desnuditos y con la serpiente enroscada al árbol.

Ya así, con aquel señor de los bigotes, todo estaba inverosímilmente estropeado.

Él y Ella no comprendían, no se explicaban aquello tan raro y tan fuera de razón y lógica. No sabían qué hacer. Ya aquello les había desorganizado todos sus proyectos y todas sus intenciones.

Aquel nuevo y absurdo personaje en el Paraíso les había destrozado todos sus planes; todos esos planes que tanto iban a dar que hablar a la Humanidad entera.

La serpiente también estaba muy violenta y sin saber cómo ni cuándo intervenir en aquella representación, en la que ella desempeñaba tan principal papel.

Por las mañanas, por las tardes y por las noches don Jerónimo pasaba un rato con ellos, y allí sentados, en tertulia, hablaban muy pocas cosas y sin interés, pues realmente, en aquella época, no se podía hablar apenas de nada, ya que de nada había.

– Pues... sí – decían.

– Eso.

– ¡Ah!

– Oveja.

– Cabra.

– Es cierto.

De todas formas no lo pasaban mal. Él y Ella, poco a poco, distraídos con aquel señor que había metido la pata sin saberlo, fueron olvidando que uno era Él y la otra Ella. Y hasta le fueron tomando afecto a don Jerónimo, que, a pesar de todo, era un hombre simpático y rumboso. Y los tres juntos hacían excursiones por los ríos y los valles y reían alborozados de vivir allí sin penas, ni disgustos, ni contrariedades, ni malas pasiones.

Una vez don Jerónimo les preguntó:

– ¿Ustedes están casados?

Y ellos no supieron qué contestar, ya que no sabían nada de eso.

– ¿Pero no son ustedes matrimonio?

– No. No lo somos – confesaron al fin.

– Entonces, ¿son ustedes hermanos?

– Sí, eso – dijeron ellos por decir algo.

Don Jerónimo, desde entonces, menudeó más las visitas. Se hizo más alegre. Presumía más. Se cambiaba de pijama a cada momento. Empezó a contar chistes y Ella se reía con los chistes. Empezó a llevarle vacas a Ella. Y Ella se ponía muy contenta con las vacas. Ella tenía veinte años y además era Primavera. Todo lo que ocurría era natural.

– La quiero a usted – le dijo don Jerónimo a Ella un atardecer, mientras le acariciaba una mano.

– Y yo a usted, Jerónimo – contestó Ella, que, como en las comedias, su antipatía primera se había trocado en amor.

A la semana siguiente, Ella y aquel señor de los bigotes se habían casado.

Al poco tiempo tuvieron dos o tres chiquitines que enseguida se pusieron muy gordos, pues el Paraíso, que era tan sano, les sentaba admirablemente.

Él, aunque ya apreciaba mucho a don Jerónimo, se disgustó bastante, pues comprendía que aquello no debía haber sido así; que aquello estaba mal. Y que con aquellos niños jugando por el jardín, aquello ya no parecía Paraíso, ni mucho menos, con lo bonito que es el Paraíso cuando es como debe ser.

La serpiente y todos los demás bichos se enfadaron mucho igualmente, pues decían que aquello era absurdo y que por culpa de aquel señor con pijama no había salido todo como lo tenían pensado, con lo interesante y lo fino y lo sutil que hubiese resultado.

Pero se conformaron, ya que no había más remedio que conformarse, pues cuando las cosas vienen así son inevitables y no se pueden remediar.

El caso es que fue una lástima.


Дата добавления: 2018-05-12; просмотров: 396; Мы поможем в написании вашей работы!

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