En efecto, durante la segunda mitad de la Edad Media (los primeros ejemplos concluyentes al respecto se remontan al siglo Xlll), el dosel, las cortinas,



 


Brecama

El cabecero, el cu

 


 y los tapices murales podían constituir una ornamentación adecuada. Así era la cámara que, sin demasiados problemas, se montaba y se desmontaba, se guardaba en un arcón, se doblaba en los armarios o guardarropas, y que, una vez ajada o pasada de moda, acababa en cualquier granero. Decoración móvil, portátil, en perfecta armonía con los usos de aquellos tiempos que, entre los grandes, autorizaban o imponían los desplazamientos incesantes.

Durante los siglos XlV y XV se tallaron, tapizaron y decoraron alcobas de un lujo insólito. En la profusión de ejemplos proporcionados por los documentos, sobre todo contables, nos limitaremos a mencionar aquí la alcoba, que no figura precisamente entre las más extravagantes, de que se hizo acompañar Catalina de Borgoña en 1393,

 


A formar parte

cuando pasó

por su matrimonio de la familia de Habsburgo: "Una cámara de satén azul bordada en V medidas con las armas de la Señorita de Austria, provista de dosel, de cabecero, de sobrecama bordada, de cortinas de cendal, de X cojines idénticos, bordados con las armas de la misma damisela, y asimismo guarnecida la dicha cámara de una sobrecama de obra de costoso bordado de III (sic) tapices de colgar de las paredes, de un cobertor de colchón, de un banco y VI almohadones de lana con armas como las de antes, y de III escabeles (marchepiedz; pero aquí con el sentido de alfombras de cama) para poner alrededor del lecho, y de un cobertor de tela azul forrado de piel".

Ya puede suponerse que una alcoba tan fastuosa, tan completa, representaba una excepción. Estadísticamente, un caso rarísimo. Pero un caso que sirvió de modelo, de referencia. Como consecuencia de un clásico fenómeno de difusión, no pocos interiores simplemente burgueses mostraban las huellas de una innegable preocupación decorativa, por medio de tapicerías, de tapis velus (en los muros, sobre los muebles e incluso en el suelo), de telas y de sargas, de cortinas en torno al lecho, o también en las ventanas, de carreaux (almohadones) y de fundas que revestían los bancos (banquiers). He aquí, por ejemplo, la alcoba donde murió en París, en 1438, el señor Pierre Cardonnel, canónigo de NotreDame. Los dos lechos que hay en ella están recubiertos de sobrecamas bordadas blancas y el del difunto tiene, además, un dosel, un cabecero y tres laterales de tela blanca. Én la pared, tres sargas color granate, una de ellas adornada en su centro con un ciervo blanco y sembrada de rosas blancas también. Una decoración, por tanto, en blanco y rojo que, allí colocada, no debía de producir mal efecto.

A pesar de todo, hay que imaginarse que la gran mayoría de los lechos se hallan desprovistos de colgaduras, aunque sean modestas, incluso de catres: miserables colcbonetas, jergones de mala muerte, colocados directamente en el suelo o sobre unas tablas someramente ensambladas, cobertores remendados, usados hasta volverse transparentes, demasiado ligeros o demasiado escasos para poder calentarse de veras. El número de las camas de una vivienda estaba naturalmente en función de sus dimensiones, de los recursos de su o sus ocupantes, de la importancia de la familia. Podía ir desde un solo colchón a varias decenas. Con sus múltiples edificaciones, el establecimiento minero de Jacques Coeur, en Cosne, comprendía su buena cincuentena de camas, sin que se haya podido llegar a saber por desgracia los efectivos de los empleados y obreros a los que aquéllas se hallaban destinadas. Én el castillo de Madic, a finales del siglo XV, se contaban 31 camas, más 35 colchonetas. Interrogado por el procurador Dauvet, el despensero de Jacques Coeur declara que la "casa grande (de Bourges contaba) alrededor de 15 o 16 lechos, de entre los cuales los había grandes que eran buenos y hermosos". Fechado en 1525, el inventario tras la muerte de Pierre Legendre, tesorero de Francia, enumera una veintena de camas, la mitad grandes y la mitad pequeñas, esparcidas, por lo general de dos en dos (una grande y una pequeña) por las alcobas y los guardarropas de su hótel parisino de la calle de los Bourdonnais. En el campo, su mansión de Alincourt tenía una treintena, y la de Garennes cerca de veinte. Pierre Legendre, en sus tres principales residencias (tenía también otras, pero casi vacías), disponía así de unas 70 camas, sin contar las armazones que, por falta de colchones, no podían utilizarse sin más ni más. Én 1542, el castillo de Thouars, con sus cuarenta habitaciones, contaba más o menos con otras tantas camas, incluidas dos hermosas cunas en la alcoba de las nodrizas y numerosos lechos de campaña.

No hay que pensar que se durmiera normalmente en todas las habitaciones. Y no estamos hablando de cavas, bodegas, graneros, galerías o buhardillas. Pero, salvo raras excepciones, no había camas ni en la cocina, ni en la despensa, ni en el despacho, ni en el estudio, ni menos aún en la sala. Los lechos se encontraban en las alcobas (en ocasiones se habla inclusive de cuartos de dormir) y en sus anejos (guardarropas y hasta retretes), así como en ciertas piezas de servicio, sobre todo cuadras, tal vez para evitar el robo de caballos.

Es cosa generalmente admitida qué en la Edad Media un solo lecho podía acoger no únicamente, como parece natural, a una pareja casada, sino también a sus hijos, jóvenes o no tan jóvenes, así como a varios hermanos y hermanas, o a varios amigos, a sirvientes de un mismo amo, a extraños invitados a compartir su alcoba, todo ello al albur de la existencia de cada día. No es una opinión inexacta: hombres de guerra, escolares, enfermos o pobres, acostándose varios a la vez en el mismo lecho, es algo que atestigua ampliamente la documentación tanto escrita como iconográfica. Y el espacioso lecho no sólo matrimonial sino familiar no es un mito (miniatura del libro de horas de Juana de Francia). Pero hemos de advertir, no obstante, que existía también el deseo de evitar este tipo de promiscuidad, por razones de confort, de higiene, pero sobre todo de moral. En su tratado contra la lujuria, escribe Jean Gerson: "Quiera Dios que en Francia se introduzca la costumbre de que los niños duerman solos en sus pequeñas camas, lo mismo si son hermanos o hermanas u otros, como es costumbre en Flandes". La norma del lecho individual se respetaba en la mayor parte de los monasterios, así como en algunos colegios. Y la misma preocupación existía en los hospitales, como en el Hótel-Dieu de París, donde las monjas se quejaban de verse obligadas a acostar "a los niños, tanto chicas como chicos, a la vez en camas que resultaban peligrosas, y en las que habían muerto otros enfermos de enfermedad contagiosa, por no haber camas suficientes para los niños en cuestión, sino que se acuestan seis, ocho, nueve, diez y doce en un mismo lecho, a la cabecera y a los pies".

En el mismo establecimiento estaba mandado colocar en la medida de lo posible "a los enfermos graves aparte, cada uno en su cama".

Lo que equivale a decir que el hecho de tener que dormir con otros se consideraba frecuentemente como efecto de la simple penuria. Todos los que lo podían aspiraban a estar solos en su cama, o al menos a no acostarse más que con la persona de su elección.

En cambio, era muy frecuente no querer separarse, durante la noche, de su ayuda de cámara o de su chambelán, de su camarera, de su criada de confianza o de su doncella. O bien estos servidores íntimos dormían sobre una colchoneta, en la misma alcoba de su amo o dueña, o bien se instalaban en el guardarropa contiguo, o también, cuando eran varios, ocupaban una habitación inmediatamente vecina. Tal castillo, por ejemplo, tiene, exactamente a continuación de la alcoba de la Señora, la de las "chicas de la Señora". Y en el castillo de Ruán, en 1436: "En aquella pequeña alcoba duermen las doncellas de la mujer del dicho capitán". Antonio de Beatis advierte que en Picardía, a diferencia de Alemania donde se acumula el máximum de camas, las alcobas de las hospederías tienen tan sólo un lecho para el amo y otro para su criado. Commynes recuerda en sus Memorias que, como chambelán del duque Carlos de Borgoña, tuvo que dormir en la alcoba de este último. El favorito de un rey, o de un grande, era precisamente el que compartía regularmente su alcoba. Y, en el Ménagier de Paris, un buen hombre le recomienda a su joven esposa: "Si tenéis hijas o doncellas entre los 15 y los 20 años, puesto que en tal edad son tontas y no tienen ni idea del mundo, haced que se acuesten cerca de vos en el guardarropa o la alcoba, o sea, donde no haya ningún tragaluz ni ninguna ventana baja ni que dé a la calle".

Lo que permite suponer que semejante dependencia ininterrumpida no ofrecía el mismo cariz a todos los sirvientes y que, por su parte, los amos, al mantenerlos siempre cerca, buscaban tanto ejercer sobre ellos un control moral como disponer de una presencia y un servicio en cualquier momento.

Añadamos que las obras de ficción, como las Cien novelas nuavas, ponen muy de relieve esta cohabitación permanente entre los amos y su familia, entre ellos y sus "servidores privados". Si bien es verdad que, llegado el caso, el amo podía alejarlos por algún tiempo y recuperar su intimidad al abrigo de las cortinas echadas de su lecho.

El ornato y el retiro

Algunos textos de la época se complacen en presentar la casa como un mundo cerrado, en cuyo interior puede afirmarse sin cortapisas, con toda libertad (franchise) la autoridad cuasi señorial del dueño de la casa. El Ménagier de Paris recomienda que, tras la extinción del fuego del hogar, se cierren cuidadosamente los huecos exteriores y se pongan las llaves en manos de una persona de confianza —la señora beguina Agnés, o bien Jean el despensero—"a fin de que no entre ni salga nadie sin autoriza ción". Alain Chartier, para disuadir a sus contemporáneos de transformarse en curiaux (cortesanos), sostiene que no hay nada como la existencia independiente en su propia maisonnette (casita): "Una vez que tu puerta está cerrada, nadie que no te agrade puede entrar". "La casa estará segura con tal que se la tenga cerrada", escribe François Villon.

Pero, a pesar de todo, el espacio interior de la casa, sobre todo a partir de un cierto nivel social, no aparece corno un todo homogéneo e indiferenciado. Y cabe distinguir polos de vida social o privada, de actividad doméstica o profesional. Están en primer lugar los lugares caldeados y los no caldeados (o, lo que no es lo mismo, caldeables y no caldeables). Entre los primeros, como es natural, se cuenta la cocina, así como la alcoba del dueño, y luego, de manera menos sistemática, menos regular, las otras habitaciones y la sala. Pensemos también, por ejemplo, en los calefactorios de los monasterios. Én Alemania había cuartos permanentemente caldeados durante el invierno (Stube, estufas, hornillos) como hace notar un pasaje del Libro de la descripción de los diversos países de Guilles le Bouvier, llamado el Heraldo de Berry (a mediados del siglo XV): "Para el frío que hace en Alemania durante el invierno, tienen unos hornillos que calientan de tal forma que la gente está caliente en sus habitaciones, y durante el invierno la gente del pueblo trabaja en ellas y tienen allí a sus mujeres y a sus hijos, y apenas si se necesita leña para calentarlas. Y los nobles y gentes de armas y otras ociosas viven también en ellas, jugando, cantando, comiendo y bebiendo, y así pasan el tiempo, porque no tienen chimeneas".

El comentario de Guilles le Bouvier sugiere que en Francia era muy diferente la práctica: había bastantes chimeneas, encendidas sin duda intermitentemente, pero capaces de mantener caldeadas las habitaciones cuando se venía del exterior, transido de frío y empapado por la lluvia, por lo que la gente de la familia no se hallaba tan concentrada. Sin embargo, la estufa no era una desconocida, al menos en la Francia del este (Provenza, Saboya, condado de Borgoña); y además, durante el siglo XV, se introdujo de buena gana en otras regiones, como en las minas de Jacques Coeur y en algunos castillos del rey René, que hizo venir, para su construcción, a especialistas alemanes.

A la inversa, entre las piezas que, salvo excepción, no se caldeaban, están la despensa, el obrador, el despacho, el estudio y la capilla. Todavía en 1475, cuando Georges de La Trémoille hace construir para sus rezos privados un oratorio en su castillo de Rochefort-sur-Loire, tiene previsto un pequeño calientapiés a fin de completar el confort de aquel aposento enteramente revestido.

Añadamos que también se acudía a las estufas, a los braseros fácilmente transportables de una habitación a otra, de acuerdo con las necesidades: speyrogadoria en Provenza, fouiers o fouiéres de hierro o de bronce en la Francia del norte.

Otra distinción, dentro de la simple prolongación de una costumbre que era por lo demás anterior: la sala, como opuesta a la alcoba. Porque, a pesar de todo, se aprecia entonces una evolución. La sala, pese a sus dimensiones, a su ornato (pensemos en las salas de los caballeros y las damas, en el castillo de Coucy, celebradas por Antoine Astesan), acusa una cierta tendencia a convertirse en una suerte de antecámara. Digamos que en un ball, en el sentido actual del término, en una sala de los pasos perdidos. Tam-

 La familia noble vista por Jean Bourdichon, fínales del siglo XV. Calma, confort y lujo en los vestidos, los muebles, los platos y los jarros del aparador.

bién en este caso puede servirnos de guía Alain Chartier, cuando escribe: "La sala de un gran príncipe se halla por lo común infestada y abarrotada de una avalancha de gente, a los que el portero tiene que aporrear en la cabeza, los unos que intentan entrar a fuerza de empujones y los otros que tratan de resistir", mientras aguardan a que se abra por fin la puerta del aposento privado ("retrait") del príncipe.

Un primer remedio consistió en desdoblar la sala. Y así hubo la sala del común y la gran sala, o también la sala de abajo, que desempeñaba el papel de una sala de espera, y la sala de arriba que servía, como ya se decía entonces, para la recepción. Pero sobre todo, fue la alcoba misma la que dio origen a la cámara propiamente dicha (o de retiro, o de dormir) y a la cámara oficial, llamada cámara de ornato, o de recibo. Allí imperaba, desocupado y majestuoso, el lecho de ornato. La joven desposada de las Cien novelas nuevas penetra primero en la "gran sala de la mansión" de su marido, y luego en la "cámara de ornato, revestida de una hermosa tapicería", caldeada con un "espléndido fuego", y provista de una "hermosa mesa cubierta" donde le aguarda el "hermoso desayuno", mientras se ofrece a sus miradas el "precioso aparador bien surtido de vajilla".

La cámara de ornato es mixta: es pública pero pertenece tanbién al corazón íntimo de la casa; en ella no se admite a cualquiera, y pueden en ella esparcirse sin peligro las riquezas propias, el lujo de sus objetos de plata y la profusión de sus tapices.

Porque el final de la Edad Media fue por excelencia un tiempo en el que era tan imprescindible desplegar la magnificencia corno el poder: de ahí la mención de corceles de ornato, de espadas de ornato, de telas de ornato o de aparadores de ornato.

Finalmente, tercer polo de la casa: la habitación del dueño, que habrá que imaginar, a la manera de Gilles Corrozet, "luminosa y bien proporcionada", o también "bien ordenada y clara, tapizada, encristalada y esterada". "Hermosas alcobas bien esteradas, encristaladas, provistas de lechos, tapices y otras cosas", escribe, por ejemplo, Jean de Roye. O también, en Eustache Deschamps, esta evocación del perfecto confort: "Calientes, alcobas revestidas por todas partes, / Las puertas cerradas, ventanas que no chirríen".

Los inventarios dan fe de que en las alcobas se guardaban las joyas, la plata, los documentos más importantes (cuentas, créditos y obligaciones, cartas privadas), en arcones, en aparadores, en écrins (estuches o "escriños"), cofres pequeños y grandes, de madera de roble o de ciprés, a veces guarnecidos de hierro, pero siempre cerrados cuidadosamente con llave. Inmediatamente contiguos están el estudio (llamado a veces estudio secreto), el comptoir de retrait (despacho privado), el oratorio, y por supuesto el guardarropa y el retrait, en el sentido técnico del término (retiro-retrete, con el inevitable asiento agujereado) y, eventualmente, el baño. Este conjunto era el que definía el espacio privado por excelencia, el lugar donde se estaba a gusto, donde uno se distraía (juegos de alcoba), donde se cuidaba cuerpo y alma, donde se escribía: "Cuando el amante quiere escribir dichos, baladas, / Cartas privadas y secretas embajadas, / Se recoge / Y se encierra en alcoba y retiro / Para escribir más a gusto y de un tirón". Así poetizaba Alain (-larden

Normalmente, este espacio privado es común a la pareja, marido y mujer. Pero no olvidemos que, de acuerdo con un modelo perfectamente realizado a nivel principesco o real (corno en el hótel saint-Pol de París), la alta aristocracia distinguía con frecuencia, en sus residencias, lo que casi puede llamarse, con riesgo de un ligero anacronismo, los "apartamentos" de la dama y los "apartamentos" del señor o, en cualquier caso, atribuía a cada uno su propia alcoba y su propio guardarropa.

El sentido de una evolución

En las iglesias había una multitud de capillas privadas, aisladas por un muro de piedra o de madera o por una verja de hierro, provistas de su propio mobiliario, de su propio tesoro, y destinadas a un individuo, a una familia o a una cofradía. Asimismo, oratorios, lo mismo móviles —que las miniaturas representan ocupados por nobles en actitud de plegaria, alejados del grupo de sus cortesanos y sirvientes—, que permanentes, de piedra, con la posibilidad de ver directamente el altar desde alguna pieza contigua, así como de contemplar a la concurrencia sin ser visto y de eclipsarse discretamente (oratorios de Luis XI en Notre-Dame de Cléry y en Notre-Dame de Nantilly, en Saumur, y de Jean Bourré en PlessisBourré). Y, en fin, bancos de iglesias y reclinatorios de diversos tipos, incluso con la distinción, en Flandes y otras regiones, de un lado para los hombres y otro para las mujeres.

En no pocas ciudades, locales dedicados especialmente a la reunión del consejo municipal (casa comunal, ayuntamiento). Salas para el juego de pelota y para los torneos. Recintos para el tiro con arco, con ballesta y muy pronto con arcabuz. Un depósito para la artillería, una torre para el reloj. Edificaciones de uso exclusivamente universitario (salón de actos, biblioteca, como en Orleans). Auténticas aulas para los escolares (escuela de San Pablo, en Londres, descrita por Erasmo, a comienzos del siglo XVl). A veces, una biblioteca pública (como, por ejemplo, en Worcester y en Bristol, durante el siglo XV). Un local para los archivos, como la habitación del Tesoro de los documentos, en el palacio real de la Cité, en París, al norte de la Santa Capilla. Mercados provistos de puestos y de tornos. Una voluntad manifiesta de contener, de recluir a las prostitutas en un barrio, en una calle, en una casa pública. La vigilancia de los baños comunes.

 Dichos y hechos memorables, de Valerio Máximo, siglo XV. La bañera, en la misma habitación. Maderas, postigos, vigas en el techo, blancura de la cama. (París, Bibl. Nac., ms. fr. 6185.)

Al margen de su carácter heterogéneo, todos estos datos tan diferentes dan la impresión de orientarse en el mismo sentido, sobre todo si se los pone en relación con los más hermosos hótels urbanos, con los castillos más importantes y los palacios más prestigiosos. Por aquel entonces vino a manifestarse una tendencia que, de un lado, hacía pasar al interior lo que en otras épocas transcurría en el exterior, al aire libre, con mayor facilidad, y de otro, sustituía determinados espacios polivalentes, multifuncionales, por espacios dotados de un destino definido de modo mucho más riguroso.

Un lugar para el juego, otro para el trabajo o para la justicia, para la plegaria individual o colectiva, para la enseñanza o la cultura, a la espera de un lugar para el teatro. Así podría definirse en las postrimerías de la Edad Media el ideal del espacio urbano. Y esto no sin paralelismo con lo que los poderes anhelaban para el conjunto del cuerpo social: más jerarquía, más segregación, un encuadramiento más estricto, un control más estricto de los distintos comportamientos.

El periodo que va del siglo Xlll al XVI vio también la lenta emergencia, lo mismo en la ciudad que en el campo, de una forma de habitación por lo general de mejor calidad. Es posible que, paradójicamente, las grandes alteraciones del otoño de la Edad Media fuesen la condición necesaria para que se dejara sentir este comienzo de mejora. En virtud de un movimiento dialéctico, la vida privada, menos abandonada a sí misma por unos poderes públicos cada vez más inclinados al intervencionismo, iba a recuperar su respiración, sus dimensiones, dentro de una "intimidad doméstica" más acogedora y más protegida.

¿Progreso del individualismo? Es posible. Pero no olvidemos, pese a todo, que en plena época del Renacimiento la forma de habitación colectiva sigue siendo aún la referencia más apreciada, lo mismo si está destinada a comunidades de religiosos, de escolares, de enfermos, de soldados, que a individuos cuyo poder, prestigio y riqueza se expresan ante todo mediante la importancia de la humanidad que gravita permanentemente a su alrededor.

P h . C .

La emergencia

 


Del individuo

Situación de la soledad, siglos Xl-XIII

El anhelo de estar solo: promiscuidad inevitable

Codo con codo, promiscuidad, algarabía —durante la época feudal, en efecto, jamás se había previsto en el interior de las grandes mansiones un lugar para la intimidad individual, como no fuese en el breve instante del fallecimiento, del gran tránsito hacia el otro mundo—. Si uno se arriesgaba fuera del recinto doméstico se seguía estando en grupo. Había que ser al menos dos, y si los compañeros no eran parientes, se ligaban entre sí mediante los ritos de la fraternidad, constituyendo así, para lo que el desplazamiento durara, una familia artificial. Desde el momento en que, hacia la edad de los siete años, considerados por entonces sexuados, salían los muchachos de la aristocracia del universo de las mujeres, se los lanzaba a la aventura, pero seguían estando, y para toda su vida, en el sentido más fuerte del término, englobados si se sentían llamados al servicio de Dios, reunidos en una escuela, bajo la guía de un maestro; de lo contrario, integrados en un equipo de análoga estructura, imitando los gestos de un patrón, su nuevo padre, siguiéndole cuando abandonaba su casa en defensa de su derecho mediante las armas, o para perseguir la caza en el bosque. Una vez terminado el aprendizaje, los nuevos caballeros recibían también en grupo sus armas, en un enjambre organizado como una familia, puesto que era lo usual que el hijo del señor fuese armado caballero en compañía de los hijos de los vasallos. Ya no se dejaban nunca, asociados en la gloria o en el deshonor, ofreciéndose como fiadores o como rehenes unos por otros. Su banda, flanqueada por toda una tropa de servidores y a veces de clérigos para las plegarias, corrían de un torneo a otro, de un alegato, de una escaramuza a otra, indisociable, enarbolando los signos de su cohesión, sus colores o su contraseña, siendo la adhesión de todos estos camaradas que rodeaban el cuerpo de su jefe

 

 


 como una indispensable vestidura de familiaridad doméstica: una ver-

dadera familia itinerante. De este modo, en la sociedad feudal, el espacio privado aparecía en realidad desdoblado, constituido por dos áreas distintas: una fija, en torno al hogar, cerrada; la otra desplazándose hacia el espacio público, no menos coherente, presentando en su seno las mismas jerarquías, reunida por los mismos procedimientos de control. Dentro de esta célula móvil, la el paz y orden se mantenían de la misma manera, en virtud de un poder de la misma naturaleza, cuya misión consistía en organizar la defensa contra las agresiones del poder público y que levantaba por ello hacia fuera un muro invisible tan sólido como el recinto de la casa. Este poder retenía y encerraba en su interior a los individuos, sometiéndolos a la disciplina común. Era un poder apremiante. Y si vida privada significa secreto, este secreto, necesariamente compartido por todos los miembros de la familia, era frágil y se aventaba con rapidez; si vida privada significa independencia, semejante independencia era a su vez colectiva. La investigación ha de centrarse, por tanto, sobre esta cuestión: ¿cabe discernir, durante los siglos Xl y Xll, en el seno de lo privado colectivo un elemento privado personal?

La sociedad feudal era de una estructura tan granulosa, formada por grumos tan compactos que cualquier individuo que aspirara a desprenderse de la estricta y abundantísima convivialidad que entonces constituía la privacy, a aislarse, a erigir en torno a sí su propia clausura, a encerrarse en su jardín secreto, se convertía enseguida en objeto, bien de sospecha, bien de admiración, y era tenido o por un contestatario o por un héroe, pero en todo caso relegado al mundo de lo "extraño", lo cual, pongamos atención en las palabras, era la antítesis de lo "privado". Quien se colocaba al margen, en efecto, aunque no lo hiciera deliberadamente para causar el mal, se veía empujado a su pesar a hacerlo inevitablemente, en virtud de su propio aislamiento que lo convertía en más vulnerable a los ataques del Enemigo. De este modo sólo se exponían a tal cosa los descarriados, los posesos o los locos: andar errante en la soledad era, según la opinión común, uno de los síntomas de la locura. Lo atestigua la actitud respecto de aquellos hombres y mujeres que uno se cruzaba por los caminos sin escolta alguna; eran presa de todos; se tenía derecho a despojarlos de todo; en cualquier caso, se consideraba una obra piadosa tratar de reintroducirlos, quienesquiera que fuesen, en una comunidad, restablecerlos por fuerza en el espacio ordenado, claro, regido como Dios quiere, que se reparten lo cercados de lo privado y las áreas intersticiales, públicas, por donde la gente se desplaza en cortejo. Lo dicho explica el papel representado, en la experiencia vivida y en lo imaginario, por esa otra parte del mundo visible, las extensiones silvestres donde no hay rastro de viviendas ni de casas, la landa, el bosque, fuera de la ley, peligrosas y atrayentes, lugares de encuentros insólitos, donde quien se aventura solo corre el riesgo de to parse cara a cara con el salvaje o con lo prodigioso. Se pensaba que era precisamente hacia tales espacios del desorden,de la ang ustia y del deseo hacia donde se dirigían en busca de refugio los criminales y los herejes, así como aquellos a los que la pasión sacaba fuera de sí, arrebatándolos hacia la desmesura. Por ejemplo, Tristán, arrastrando a la culpable Iseo, perdiéndose con ella en el mundo de lo salvaje: ni pan, ni sal, sólo andrajos, suciedad y hojarasca. Pero cuando se hubo disipado el efecto del filtro, de la "pócima" que los había trastornado, cuando volvieron a la razón, ésta les requiere el regreso al orden, la salida de lo extraño, es decir, del aislamiento. La reculturación significó para ellos retorno a lo privado, a la corte, o sea, a la vida gregaria.

Pero, no obstante, regresaron renovados por la prueba. En efecto, atravesar, voluntariamente o no, el peligro, la tribulación mayor que era la soledad, les parecía, a los más fuertes, a los elegidos, la ocasión de caminar hacia lo mejor. Fue así como Godeliéve, "desolada", abandonada por su marido, privada de "compañía" pero resistiendo por obra de la gracia a las tentaciones, pudo avanzar paso a paso hacia la santidad. Y quien escogía libremente enfrentarse él solo con los malvados, quien conseguía salir vencedor del encuentro, se hacía merecedor de un premio del que se beneficiaban todos los miembros de la familia de la que por un tiempo se había alejado. Esto era lo que le sucedía al campeón triunfante de un adversario individual en duelo, en combate singular en el campo cerrado de la batalla, al pecador purgado de su falta por el aislamiento penitencial, o a las reclusas voluntarias, como aquellas dos de Colonia de las que se dice que "su santo propósito de vida difundía por toda la ciudad el más suave olor de buena reputación". Era lo que les acontecía también a los héroes de las novelas, caballeros errantes, que se salían de lo cotidiano porque iban de un lado para otro por propia iniciativa, desde luego, y no por locura. Sin embargo, si la literatura de evasión ponía tanto empeño en hacer salir a sus figuras ejemplares de la inevitable convivialidad, ¿no se debía precisamente a que eran muchos los que ya en el siglo Xll empezaban a sentir ésta como abrumadora? ¿No se abandonaba mucha gente de la buena sociedad cada vez con más gusto a lo que por fuerza se ha limitado el presente estudio, al sueño de evadirse, al tiempo que el movimiento general de la civilización llevaba irresistiblemente a hacer desprenderse poco a poco a la persona del gregarismo doméstico?

Anhelo de autonomía

A lo largo del siglo XII se multiplican los signos evidentes de las conquistas de una autonomía personal, o sea, precisamente cuando se acelera la decontracción de la economía, cuando el crecimiento agrícola, reanimando rutas, mercados y aldeas, empieza a transportar poco a poco hacia la ciudad todos los sistemas de control y los fermentos de vitalidad, cuando la moneda va camino de obtener en lo más cotidiano de la vida un papel capital, y se difunde por doquier el uso del término ganancia. Es entonces cuando comienzan a descubrirse menciones cada vez más numerosas de cofres y bolsas en los documentos de archivo, o restos de llaves en los yacimientos de las excavaciones, índices todos ellos de una voluntad afirmada de poner a buen recaudo, para uso propio exclusivo, determinados bienes móviles por naturaleza, de economizar, y de lograr así hacerse menos dependiente de sus familiares. Libertad, margen para empresas individuales. Empresas que se despliegan en el pueblo, en el frente de las roturaciones y en medio de esos arrabales urbanos, poblados de traficantes y de artesanos, algunos de los cuales hacen fortuna con rapidez. Pero se desenvuelven también con no menor viveza, no lo olvidemos, entre la clase dominante, donde se comprueba cómo hacen fortuna con pareja presteza algunos clérigos que ponen al servicio de los príncipes su experiencia administrativa, al tiempo que no faltan caballeros que amasan dinero a puñados, en la misma tarde de los torneos, negociando con su botín. Semejante movimiento, la movilización de las iniciativas y las riquezas, suscitó la progresiva valorización de la persona.

Este fenómeno se pone de manifiesto en multitud de signos. Por ejemplo, en las imágenes que esta sociedad quiso ofrecer de la perfección humana. Parece claro que, hacia 1125-1135, en concreto en el pórtico de San Lázaro de Autun, los tallistas de imágenes recibieron de quienes habían concebido su programa iconográfico la consigna de desprenderse de las abstracciones, de animar a cada personaje con una expresión personal; diez años más tarde, en el pórtico real de Chartres, los labios, las miradas se vuelven verdaderamente vivientes; más tarde, a quienes se ve liberarse a su vez del hieratismo es a los cuerpos; finalmente, mucho después, durante el último tercio del siglo XIII, se franquea una nueva etapa, decisiva cuando irrumpe en la escultura el retrato, la búsqueda de la semejanza. Esta prolongada evolución de los procedimientos de figuración plástica se muestra en perfecta sincronía con todos los cambios que pueden observarse en otros niveles del edificio cultural. Del mismo modo, en el umbral del siglo Xll se opera en la escuela el tránsito de la lección magistral a la "disputa": una justa, un duelo, un combate singular, dos personas enfrentadas que rivalizan entre sí como en un torneo. Al mismo tiempo, mientras que la vida penetra el rostro de las estatuascolumnas, entre los sabios que meditan sobre el texto de la Escritura toma cuerpo la idea, estremecedora, de que la salvación no es algo que se alcance por la sola participación en determinados ritos, en medio de una pasividad propia de borregos, sino que ha de "ganarse" mediante una transformación de sí mismo. Es una invitación a la introspección, a la exploración de la propia conciencia, ya que el pecado no parece que resida en el acto mismo sino en la intención, que es lo que se considera que se agazapa en la intimidad del alma. Los procedimientos de regulación moral se trasladan así al interior del ser, a un espacio privado que ya no tiene nada de comunitario. Uno se lava de la mancha del pecado por la contrición, por el deseo sobre todo de renovarse, por un esfuerzo sobre sí mismo, de razón, dice Abelardo, de amor, dice san Bernardo, uno y otro de acuerdo a propósito de la necesidad de una enmienda personal. Las reflexiones que en las escuelas urbanas se llevan a cabo en torno del matrimonio aparecen como muy paralelas; hacen admitir paulatinamente que la unión conyugal se anuda mediante consentimiento mutuo y que, por tanto, el compromiso personal de cada uno de los cónyuges se antepone a la decisión adoptada colectivamente en el ámbito privado gregario por los dirigentes de las respectivas familias. El florecimiento de la autobiografía, a comienzos del siglo Xll, es otro síntoma; por supuesto que un Abelardo, un Guibert de Nogent, imitan modelos antiguos; pero estas obras literarias afirman enérgicamente la autonomía de la persona, dueña de sus propios recuerdos, como lo es de su propio peculio. El yo reivindica una identidad en el seno del grupo, el derecho de poseer un secreto distinto del secreto colectivo. No es algo indiferente que los héroes del combate espiritual, los santos, hayan sido con frecuencia muy celebrados por su habilidad en disimular sus intenciones, esquivando así las presiones hostiles de su entorno: la mentira como protección de un ámbito privado más íntimo, como la mentira de san Simón hurtando a la vista de sus familiares el cilicio oculto bajo su coraza, o la mentira de santa Hildegonda enmascarando su condición femenina bajo el hábito cisterciense.

Esta evolución coincide exactamente con la disociación progresiva de las grandes "familias", atestiguada por los textos y la prospección arqueológica, con la emancipación de los caballeros domésticos, la disolución de las comunidades de canónigos, cada uno de los cuales se aislaba en su domicilio particular en el interior del claustro catedral, con la multiplicación de los matrimonios de jóvenes en la aristocracia. Coincide también con los progresos de una colonización intersticial en las márgenes de los antiguos territorios rurales. En todos los planos del edificio social, la tendencia continua durante la época feudal se dirigió indudablemente hacia la multiplicación y el adelgazamiento de las células de la vida privada. Pero semejante movimiento adonde conducía era a individualizar los hogares, no las personas. Estas permanecieron durante largo tiempo prisioneras.

Para comprender hasta su punto límite, hasta la liberación del individuo, los inciertos progresos de la segmentación, hay que concentrar de nuevo la atención sobre dos sectores estrictos de la sociedad. Antes del siglo XlV, los progresos aludidos sólo son claramente perceptibles en dos niveles, el de la institución monástica y el de los sueños y los juegos de la caballería.

Anacoretas

La regla de san Benito se presentaba como una "pequeña regla para principiantes". Proponía la vida cenobítica a unos hombres a los que no se consideraba lo suficientemente vigorosos aún para las pruebas del anacoretismo. Pero se sobreentendía que existía un grado superior de perfección al que se llegaba en la soledad, punto extremo de la huida lejos del mundo carnal al que se invitaba al monje, y la regla instituía las condiciones favorables para los primeros pasos hacia semejante ideal. En verdad, no se trataba tanto de circunscribir espacios como de delimitar tiempos que aislasen física y materialmente a la persona de modo que pudiera concentrarse en sí misma. De esta manera, en virtud de la obligación del silencio, como experiencia de retiro, y de encerramiento, el individuo interrumpía las comunicaciones con el grupo, lo que se le proponía como una privación, pero también como proyecto de una ascensión espiritual. Es indudable que para aquellos principiantes que eran los monjes benedictinos, la prueba del silencio sufría determinadas atenuaciones. Viviendo como vivían en comunidad les era preciso intercambiar mensajes y para ello se elaboró en Cluny un complicado lenguaje gestual. Por otra parte, la prohibición de hablar se interrumpía cada día durante la reunión capitular y en ciertos días, en el claustro, después de la hora sexta; en verano, se la levantaba todos los días después de la hora nona y la distribución de una colación. Sin embargo, las conversaciones "privadas", como decían las usanzas benedictinas, se hallaban suspendidas durante los tiempos fuertes de penitencia, durante la cuaresma, mientras que el gran silencio de la noche era siempre motivo de encarecimiento, prenda, para san Bernardo, de la más alta elevación del alma. Por lo demás, una parte del tiempo de silencio se ocupaba con la lectura individual, expresamente designada como "privada", otra forma de repliegue en sí mismo, de diálogo místico con la Escritura, es decir, con Dios. Finalmente, la regla de san Benito invitaba a las oraciones "privadas", intensas y breves, pero frecuentes.

A decir verdad, la interpretación cluniacense del propósito benedictino había llevado a recortar los momentos de autonomía individual en favor de la salmodia, acto colectivo durante el cual la comunidad se congregaba más estrechamente al unísono del canto llano gregoriano. Pero, desde comienzos del siglo XI, a causa del desentabicamiento del mundo y de una incitación que procedía de las comunidades orientales, frente a la concepción propiamente latina del monaquismo, que era la de Benito de Nursia, había surgido otra, que preconizaba la soledad y hacía que lo privado envolviese a la persona. Propagada paulatinamente desde la península italiana, la llamada a la lucha contra el demonio no ya en la seguridad del codo con codo sino en la soledad, a pecho descubierto frente al peligro, acabó por invadir el Occidente entero durante los últimos decenios del siglo XI. Un anhelo así de alcanzar mayor perfección en el desierto, en el aislamiento, llevó a Roberto de Molesmes a alejarse de los usos benedictinos. Y fundó Citeaux. Los cistercienses estaban convencidos de haber vuelto a la letra de las prescripciones de san Benito; y en consecuencia, se mantuvieron fieles al principio de la vida comunitaria. Quisieron, no obstante, alejarse aún más de los tumultos del mundo, escudándose tras una clausura más rigurosa, aquella aureola de fragosa soledad cuya integridad defendieron celosamente en torno de cada abadía; además, exigieron que al menos el dirigente de cada equipo llevara más lejos aún el retiro individual: para dar ejemplo, el abad cisterciense se aislaba durante el tiempo de máximo peligro, durante la noche, en una celda; daba un paso más en la prueba, ya que su deber era velar en soledad, en vanguardia. Citeaux se detuvo aquí. Pero los cartujos fueron más lejos: no se contentaron con retirarse a un desierto más escarpado, con vivir entre las bestias salvajes, en la montaña, espacio simbólico de la ascensión espiritual; su regla limitó para todos la vida en común a periodos muy cortos, a algunos ejercicios litúrgicos, a ciertas comidas festivas; al margen de estos episodios, cada religioso encerrado en el silencio de su propia cabaña tenía que orar y que trabajar como auténtico monje, es decir, solo.

La cartuja representa la forma menos anárquica de una aspiración a la soledad, cuya difusión por los años que siguieron a la conversión de san Bruno fue fulgurante: por doquier, tal vez más numerosos en la Francia del oeste, los eremitas emprendieron la ruta del retiro en los yermos. Triunfante de todos los obstáculos, incluidas las reticencias episcopales, el proyecto eremítico conoció tal éxito que acabó infiltrándose en el mis mo cenobitismo. A este respecto resulta muy expresiva la actitud de Cluny, donde se dejaban sentir tan firmes la reservas frente al individualismo (Guillermo de Volpiano lo había denunciado como una forma de orgullo: "El orgullo", decía, "nació cuando alguien dijo que se mantendría aparte y no se dignaría ver ni visitar a sus hermanos"): durante el segundo cuarto del siglo XIl se dispuso institucionalmente un lugar para ciertas experiencias limitadas de anacoretismo. A algunos monjes más avanzados se les autorizó a establecerse durante algún tiempo en cabañas en medio de los bosques, a cierta distancia de la abadía; el abad Pedro el Venerable gustaba de retirarse allí durante algunos periodos. Aislamiento, por tanto, pero escrupulosamente dosificado en relación con las respectivas fuerzas de cada uno de aquellos atletas de la redención, porque seguía en pie la inquietud. San Bernardo la expresaba así, bien es cierto que al dirigirse a un ser más frágil, una religiosa, una mujer: "El desierto, la sombra del bosque y la soledad de los silencios ofrecen en abundancia la ocasión de obrar el mal (...), ya que el Tentador puede acercarse con toda seguridad". Y a Elisabeth de Schónau: "Algunos aman la soledad no tanto por la esperanza de una cosecha de buenas obras como por la libertad de su propio querer". ¿Dónde situar en efecto la frontera entre la intención de los eremitas tentados por la independencia como Adán, tocados por el mismo orgullo, y la de aquellos resueltos contestatarios a los que se llamaba herejes, y que también huían al desierto impulsados por la esperanza de un contacto más estrecho, personal, con el Espíritu?

Caballeros andantes

Durante el último tercio del siglo XII, en los relatos ofrecidos al entretenimiento caballeresco, y cuyo taller más fecundo se hallaba entonces situado en la Francia del noroeste, el eremita representa un papel de primer orden, y ello por dos razones principales: porque el bosque es uno de los dos lugares primordiales de la acción novelesca, el de las pruebas de la aventura, y porque el eremita, por aquella época y en aquella región, tenía su ubicación natural en una decoración silvestre; no hay que olvidar que las canciones épicas y las novelas se componían sobre todo para ofrecer una compensación onírica a las frustraciones que maduraban en el seno del ámbito privado feudal, pues bien sabido es hasta qué punto reprimía las aspiraciones de la persona a la libertad: estas obras escenifican en un plano imaginario aquello de lo que en el plano real se veían privados los jóvenes que componían la parte más receptiva del auditorio, puesto que exaltaban la expansión del individuo y celebraban su liberación de todas las constricciones. Constricciones de la moral religiosa, y hete aquí al eremita, solo, incontrolado, portador de un cristianismo rebosante de indulgencia y sobre todo sustraído a la tortura de los rituales.

Constricciones de la promiscuidad doméstica, y hete aquí al caballero andante, solitario, impulsado por un solo anhelo. Se trata de una literatura que nos ilustra ante todo por lo que niega y propone esquivar; muestra en negativo los poderes de represión del gregarismo doméstico. Pero el historiador no puede dudar que fuese una literatura que aguijonease la necesidad de intimidad, que contribuyera a satisfacerla al señalar las fisuras por las que podía escaparse el individuo, al invitar a cada uno a seguir el ejemplo de sus héroes. El historiador no puede tampoco olvidar que, para resultar cautivadora, la intriga novelesca no podía desprenderse del todo de la realidad, y que, por consiguiente, el ideal que proponía no podía ser absolutamente inaccesible. Sin duda alguna, la sociedad cortés, lo mismo que la sociedad monástica, atribuía un valor cada vez mayor a la experiencia individual y le proporcionaba los medios de desarrollarse.

En el cumplimiento de su función pedagógica, la literatura caballeresca apelaba a la superación de sí mismo, proponía el itinerario de una formación progresiva mediante la travesía de una serie de tribulaciones, y la persona había de avanzar paso a paso hacia la plenitud. De forma paralela a la mística cisterciense o cartujana, invitaba al individuo a ponerse a prueba a sí mismo en soledad, paso a paso, en silencio. La figura ejemplar que proyectaba sobre el primer plano de la escena era desde luego la del caballero en marcha, lejos de los demás, perdido en el fragoso bosque, lugar del peligro, y dispuesto a afrontar él solo a la mujer inquietante, el hada. Sin embargo, lejos de las miradas, ¿quién iba a juzgarlo, a apreciar su valentía, a otorgarle el premio? Por esta razón la acción novelesca se despliega en acciones sucesivas en dos decorados opuestos, uno solitario, el otro superpoblado: el bosque y la corte. La literatura que aquí utilizamos se denomina muy exactamente cortés; describe con predilección lo silvestre, pero lo presenta como un envés, el contra valor del mundo real. En la realidad, la corte era el lugar propio de esta pedagogía, uno de cuyos instrumentos lo constituían las novelas, así como el escenario de la promoción caballeresca; era aquí donde, bajo la mirada del señor, se clasificaba a los concurrentes; los caballeros vivían en comunidades privadas tan estrictas como las cluniacenses, pero en las que, para los jóvenes que no podían esperar ninguna herencia, toda la dinámica social se basaba en la distinción. La imagen del bosque evocada por la literatura de evasión alude a los procedimientos de selección en virtud de los cuales, en el interior del grupo, algunos lograban distinguirse. Al desprenderse del rebaño en el que estaban atrapados, indistintos, al afirmar su propia valía gracias a una hazaña individual, lo mismo que los héroes de la santidad que la iconografía de los santuarios estaba dotando mientras tanto de un semblante personalizado, los jóvenes victoriosos, pero con una victoria pública, resonante, podían exhibir su proeza singular y recoger ellos solos la recompensa, que era también singular.

Proezas de armas, pero también proezas de amor. Conviene adelantarse del lado del amor para comprender lo que corresponde en la sociedad caballeresca a aquellas chozas rústicas en las que ciertos monjes cluniacenses de mediados del siglo Xll vivían retirados, alejados de la comunidad fraterna, a fin de ahondar hasta lo más íntimo, en el espacio de lo privado personal conquistado al territorio de lo privado colectivo. En la biografía que escribió de Roberto el Piadoso, a comienzos del siglo Xl, el monje Helgaud relata una anécdota: Hugo Capeto, que paseaba por su palacio, extendió su manto sobre una pareja que estaba fornicando entre dos puertas: el acto sexual, el más privado de todos, escandaloso si no era nocturno, debía desde luego escapar a todas las miradas, disimularse en la oscuridad y el apartamiento. He de referirme también, porque las informaciones sobre este particular son rarísimas, a las manifestaciones que hizo ante el inquisidor la dama de Montaillou, Béatrice de Planissoles. Reconoce haber sido violada, en vida de su primer marido, durante el día, pero en su alcoba, gracias a su aislamiento; que, ya viuda y libre en su castillo, su mayordomo, una tarde, al caer la noche, la aguardaba, oculto bajo el lecho y, apagadas las luces, se deslizó en su cama furtivamente mientras el a atendía al orden de la casa, y que ella había gritado, llamando a las doncellas que "dormían cerca, en otros lechos, en su alcoba" (corno se ve, en las tinieblas, la promiscuidad no era un obstáculo); que, vuelta a casar, cedió ante un sacerdote, durante el día, pero en la bodega, mientras una doncella vigilaba; que, viuda de nuevo, atrajo a su casa a otro sacerdote, se entregó a él en la entrada cerca de la puerta, durante la noche, y que, cuando amaneció el nuevo día, aguardó a que sus hijas y sus sirvientas se hubiesen alejado. Tal era la realidad de la fornicación en aquellas casas superpobladas, abiertas; los amores ilícitos se acomodaban con facilidad al gregarismo familiar, y era preciso que el amor fuese como el de Tristán e Iseo para que provocara la huida al espacio de lo extraño y de la sinrazón.

El amor que solemos llamar cortés, el amor delicado, tendía al mismo fin y se desplegaba en los mismos lugares. Sin embargo, no dejaba de ser un juego de sociedad, que se desenvolvía necesariamente en el seno de un grupo cuyas reglas se ajustaban tan estrictamente a las estructuras de lo privado doméstico que la conquista amorosa puede considerarse como uno de los procedimientos de selección y de promoción individual en aquel concurso permanente, cuyo escenario era la gran casa aristocrática. Se diría que el dueño de la casa delegaba en su esposa, la dama, la facultad de elegir al mejor, de destacar con su elección a aquel individuo del grupo cuyos miembros buscaban todos ellos brillar ante sus ojos: gracias al amor cortés, mucho más sin duda que gracias a la competitividad deportiva, se exaltó en el seno de la confusión comunitaria el anhelo de autonomía personal. Tanto más cuanto que una de las reglas primeras del juego amoroso era la obligación de la discreción y del secreto. Los amantes debían disimular, retirarse ambos, no con vistas a una de aquellas breves conjunciones sexuales de las que acabamos de hablar, sino duraderamente al interior de una clausura invisible, construyen do así, en medio del tropel de familiares, como una célula más privada, refugio para el amor constantemente amenazado por los celosos. Bien jugado, el amor cortés era necesariamente creador de intimidad, obligaba al silencio, a la comunicación por signos como en Cluny: gestos, miradas intercambiadas, colores escogidos, emblemas. Como los santos caballeros sus cilicios, los amantes tenían que enmascarar sus sentimientos. Cuando, vueltos a la razón, Tristán e Iseo preguntan al ermitaño Ogrin cómo reintroducirse en las ordenanzas sociales, éste les aconseja ante todo que se purifiquen por la contrición, el remordimiento íntimo, la resolución personal de resistir en adelante a la tentación, y luego, cuando se hallen de regreso en la corte, que disimulen, simplemente: "Para borrar el deshonor y el mal encubrir, preciso es un poco y bien mentir". En adelante, y entre los demás, la mentira. Para aquellos que no se evadieron a las libertades del bosque, y que siguieron adelante con su juego sobre la escena ampliamente abierta que le conviene, en la promiscuidad de la alcoba y de la sala, la ley de amor consiste en callarse. Así lo prescribe en su tratado Andrés el Capellán: "Quien quiera conservar su amor por largo tiempo intacto velará ante todo porque no llegue a oídos de nadie, y deberá mantenerlo oculto a los ojos de todos. Porque en cuanto lleguen algunos a conocerlo deja inmediatamente de crecer con espontaneidad y experimenta su declinación". Por ello "los amantes no han de dirigirse mutuamente signo alguno salvo si están seguros de hallarse al abrigo de cualquier trampa". Los juegos amorosos instituyeron en el interior de la sociedad cortés las estructuras más firmes del repliegue, al imponer a los amantes que vivieran entre ambos una soledad oculta, como si no hubiera nada entre ellos, en el seno de la comunidad doméstica, envueltos en el secreto, en una clausura que los ruines trataban constantemente de forzar. Fue así, probablemente, en los refinamientos de la relación entre lo masculino y lo femenino y a través de la prueba, dificil, de la discreción y el silencio, cómo brotó desde finales del siglo Xll, en la sociedad profana, el primer botón de lo que habría de ser para nosotros la intimidad.

El cuerpo

Imagen del cuerpo

La flecha de amor penetra por los ojos hasta el corazón que viene a inflamar. El intercambio de miradas está en el origen de toda pasión y, más tarde, en uno de los grados más altos de la progresión amorosa, en la penúltima etapa, está la ostentación tal vez por la amada de su cuerpo desnudo. El cuerpo sorprendido, el cuerpo exhibido: la incierta exploración que estoy llevando a cabo de lo más íntimo en el seno del ámbito de lo privado feudal desemboca en la consideración del individuo frente a su cuerpo y al cuerpo del otro.

Para empezar, es preciso subrayar que las actitudes frente al cuerpo se hallaban gobernadas por la concepción dualista sobre la que se levantaba cualquier representación del mundo. Nadie ponía en duda que la persona estuviera formada por un cuerpo y un alma, que se hallara dividida entre la carne y el espíritu. De un lado, lo perecedero, lo corruptible, lo efímero, lo que habrá de convertirse en

 Ilustraciones del tratado de Cirugía del maestro Henri de Mondeville siglo XlV. (París, Bibl. Nac., ms. fr. 2030.)

polvo, lo que, por consiguiente, está llamado a reformarse a fin de resucitar en el último día. del otro, lo inmortal. De un lado, lo que se inclina hacia lo inferior en virtud de las pesanteces y las capacidades de las sustancias carnales; del otro, lo que aspira a la perfección celeste. De tal manera que el cuerpo se considera como algo peligroso: es el lugar de las tentaciones; de él, de sus partes inferiores, surgen naturalmente las pulsiones incontrolables; en él se manifiesta lo que tiene que ver con lo malo, concretamente a causa de la corrupción, la enfermedad, las purulencias a las que ningún cuerpo puede escapar; y sobre él se aplican los castigos purificadores que expulsan el pecado, la falta. Como testigo, el cuerpo denuncia las particularidades del alma por sus rasgos específicos, el color de los cabellos, la tez, pero también, en casos excepcionales, por la manera como soporta la ordalía, la prueba del agua o del hierro al rojo. Porque el alma se transparenta a través del cuerpo que la contiene. El cuerpo se interpreta como una envoltura, como un habitáculo. Como una casa. O mejor, como un ámbito cercado. Como la corteza de un espacio protegido como lo está el espacio doméstico por el que se halla envuelto. En lo más profundo del ensamblaje de las estructuras, la pesquisa alcanza por fin la privacy plena.

Para reconocer la imagen que los hombres de aquella época se hacían de su cuerpo y del de los otros voy a utilizar aquí los resultados de un importante estudio llevado a cabo por Marie-Christine pouchelle sobre el tratado de cirugía compuesto en francés en París a comienzos del siglo XIV por Henri de Mondeville. Por las palabras y las comparaciones que emplea, este texto proporciona en efecto las claves del sistema simbólico en el que el cuerpo se hallaba entonces implicado no sólo en la mente de los sabios, sino en la opinión común, puesto que Mondeville, como hombre práctico, pretende referirse a lo que pensaba la gente y a su lenguaje. De modo palmario se advierte que el cuerpo se veía como una vivienda: a su interior se le llama "doméstico", a su exterior, "silvestre", y la oposición entre estos dos calificativos remite evidentemente a los dos polos de la intriga novelesca, la corte y el bosque.

La corte, en efecto, porque esta casa es vasta, tan completa como el monasterio o el palacio, y en su interior existe toda una jerarquía de espacios: una parte noble y una parte de servicio, separadas por un muro análogo a la barrera que en la sociedad de aquel tiempo separaba a los trabajadores de los que no lo eran. Este tabique, el diafragma, aísla una región baja. Por naturaleza, ésta debe hallarse dominada, sometida (pues es de aquí de donde surgen las rebeliones más peligrosas), pues es plebeya y ruda, lugar de las evacuaciones que vierten fuera todo lo superfluo y lo nocivo; esta dirección de arriba abajo, como en las residencias señoriales, representa una función de nutrición; proporciona alimento a los órganos establecidos en el espacio noble de encima, más delicados y que desempeñan las dos funciones mayores, fuerza y sabiduría. En cada una de estas dos partes, Mondeville reconoce un "horno", el de abajo, destinado a hacer cocerse los humores nutritivos, análogo al gran fuego de la cocina, dispuesto para las combustiones lentas, para las sopas y los alimentos campesinos; mientras que en el piso superior brilla un brasero para las iluminaciones, para la alegría, el corazón, en el que se lleva a cabo, como en la iglesia en el centro del espacio monástico, la transferencia de lo material a lo espiritual, donde, en lo más alto, del lado del aire y del fuego, el espíritu se desprende mediante la destilación de los humores.

Esta casa se halla evidentemente dentro de un recinto, tan irrompible como el que circunda la vida privada doméstica. La envoltura corporal es, por tanto, en el mundo de los hombres, la más profunda de las reclusiones, la más secreta, la más íntima, y las prohibiciones más rigurosas defienden su quebranto. Casa fuerte, y por ello, fortaleza, eremitorio, pero incesantemente amenazado, asediado, atacado, como lo está por lo satánico el refugio de los Padres del desierto. Es necesario, por consiguiente, velar sobre este cuerpo, y muy especialmente sobre los huecos que horadan la muralla y por los que puede infiltrarse el Enemigo. Los moralistas incitan a montar la guardia ante esas poternas, esas ventanas que son los ojos, la boca, los oídos, la nariz, ya que es por ellos por donde penetran el gusto del mundo y el pecado, la corrupción; hay que vigilar asiduamente, como a las puertas del monasterio o del castillo.

Reflejo del de Adán, pero invertido, como en un espejo (y en particular en lo que se refiere a los órganos sexuales, que son de la misma estructura, pero vueltos, introvertidos, más secretos, o sea, más privados, pero también, como todo lo que se oculta, sospechosos), el cuerpo femenino, más permeable a la corrupción por menos cerrado, requiere una vigilancia más atenta y es al hombre a quien le corresponde ejercerla. La mujer no puede vivir sin un hombre, debe estar en poder de un hombre. Anatómicamente, está destinada a permanecer encerrada, en un recinto suplementario, a mantenerse en el seno de la casa, a no salir de ella más que escoltada encorsetada en una envoltura vestimentaria más opaca. Hay que levantar un muro ante su cuerpo, el muro, precisamente, de la vida privada. Por naturaleza, por la naturaleza de su cuerpo, se halla sometida al pudor, al retiro; ha de guardarse a sí misma; ha de hallarse sobre todo colocada bajo el gobierno de los hombres, desde su nacimiento hasta su muerte, porque su cuerpo resulta peligroso. Se halla en peligro y es fuente de peligro: el hombre pierde por él su honor, corre el riesgo de extraviarse por su culpa, por esa trampa tanto más peligrosa cuanto más dispuesta está para seducir.

Moral del cuerpo

El cuerpo constituía entonces el objeto de una moral y de una práctica que el historiador encuentra dificultad en desvelar antes de finales del siglo Xlll, porque el arte, al menos lo que queda de él, no era en aquellos tiempos decididamente realista y porque los escritores sobre este particular lo enmascaran casi todo. Había un principio, que había que respetar el propio cuerpo, porque es el templo del espíritu y habrá de resucitar, que había que cuidarlo pero con prudencia, y que era preciso quererlo como, según san pablo, los maridos han de querer a sus mujeres: guardando las distancias, desconfiando de él, porque el cuerpo es tentador como lo es la mujer, arrastra a los demás al deseo y lleva a desearse a sí mismo. Lo que más resalta en los textos que mejor nos informan sobre él —y son precisamente los discursos, excesivos, de los especialistas del rigor, de los portadores de la ideología eclesiástica— es una fuerte tendencia a temer al propio cuerpo, a desasirse de él, al tiempo que el ascetismo más extremoso llega a abandonarlo a la miseria.

A pesar de todo lo cual, al menos en la clase dominante, se advierte con toda claridad el gusto por la limpieza. La importancia que les daban a los baños los palacios de la alta Edad Media sigue manteniéndose, durante los siglos XI y XII, en los monasterios cluniacenses lo mismo que en los usos de la buena sociedad laica. No se comienza un almuerzo ostentoso, el que se sirve en la sala ante una numerosa concurrencia, sin que se les presenten a los comensales los aguamaniles para las abluciones. El agua corre abundantemente, en la literatura de diversión, sobre el cuerpo del caballero andante, una y otra vez restregado, almohazado, lavoteado, por la noche, al fin de la jornada, por las muchachas de su hospedaje; sobre el cuerpo desnudo de las hadas en la fontana y en las tinas, o en el baño caliente, preludio obligado de todos los juegos amorosos que describen los fabliaux, porque lavar su propio cuerpo y el de los demás parece ser una función específica de las mujeres, dueñas del agua, de la doméstica y de la salvaje.

Si bien tales cuidados, que desvelan los atractivos del cuerpo, son mirados con ojos muy suspicaces por los moralistas: el baño conduce a muchas torpezas y los pecados a los que se entregan los hombres cuando se bañan en compañía de las mujeres son cuidadosamente ponderados en el penitencial de Bourchard de Wormns. Semejante desconfianza desborda ampliamente, según parece, el campo del integrismo eclesiástico. Lamben de Ardres, el historiador de los condes de Guines, al evocar a la jovencísima esposa de un antepasado de su héroe nadando bajo las miradas de la familia en el estanque al pie del castillo, se cuida muy bien de hacer notar que llevaba una camisa. Se han conservado los vestigios de

 

 


 

la estricta reglamentación que velaba por la moralidad en los veintiséis baños públicos abiertos en París a finales del siglo Xlll. Eran establecimientos tenidos por sospechosos, en este caso por ser demasiado públicos: se aconsejaba lavarse en lo más íntimo de la casa. Era preciso rodearse de precauciones aún más escrupulosas, evidentemente muy restrictivas, en el seno del ámbito privado mejor ordenado, el monástico: en Cluny, la costumbre, que prescribía a los monjes un baño completo dos veces al año, en las fiestas de la renovación, por Navidad y por Pascua, los invitaba también a no descubrir sus pudenda. Pudor: hay pudor por todas partes. En el lecho, según parece, no eran los monjes los únicos que nunca se desnudaban por completo. Cuando se los sorprendió dormidos en su lecho de hojarasca, Tristán e Iseo fueron disculpados, porque su vestimenta era la decente durante el sueño: ella con camisa y él con bragas. ¿Había llegado a ser corriente desnudarse para el amor? El tiempo que emplean, en los cuentos, los maridos de las Melusinas para reconocer la verdadera naturaleza de su esposa hace dudar de ello. Como la extrema reserva de que da pruebas la literatura erótica de la época. Nadie pensaba entonces en exhibir su cuerpo, salvo los maniáticos.

Pero en cambio sí que era objeto de un minucioso trabajo de embellecimiento. Lo esencial de semejante tratamiento se dirigía a subrayar la diferencia de los sexos. Se trataba, en efecto, de una obligación fundamental, y los moralistas la recordaban sin cesar, encaminada a distinguir los "órdenes", a respetar la separación primordial entre lo masculino y lo femenino, a no enmascarar en el propio cuerpo los rasgos específicos de lo uno y lo otro; vehemencia contra los jovencitos de vestimenta afeminada; repugnancia ante las raras mujeres que se atrevían a vestirse de hombre. Pero estaba prescrito no poner demasiado en evidencia los atributos sexuales.

Semejante preocupación por la mesura, por la discreción, se muestra nítidamente en lo referente a la cabellera. Se la tiene por imprescindible para las mujeres, como un velo natural, sino de su inferioridad nativa, de su sujeción. Se las invitaba, por tanto, a cuidarla, a la vez que se vitupera a los varones demasiado atentos a la suya. Pero cuando aquéllas salen de su esfera privada, cuando se dejan ver, han de guardarse de desplegar su tentadora gavilla, investida por la época de la que hablamos de un temible poder erótico. Las conveniencias les imponen tenerla ordenada, reunida en una trenza, y todas las mujeres que no eran prostitutas, que no eran ya niñas y que se arriesgaban a aparecer en público, así como todas las mujeres casadas fuera de su alcoba, tenían además que encerrar su trenza en una toca.

Sin embargo, todo nos hace pensar que no todos los hombres y mujeres renunciaban a utilizar los encantos de su propio cuerpo a fin de acrecentar su poder personal. Lo atestigua la importancia que Henri de Mondeville atribuye en su tratado a las recetas de belleza, justificadas por él con dos razones. La primera es muy práctica: el médico que conoce los artificios capaces de realzar la seducción puede ganar, nos dice, mucho dinero, porque se verá muy solicitado; el segundo argumento es muy elocuente sobre el papel que jugaba el cuerpo en las relaciones sociales: al autor le parece evidente que hay que saber usar los propios atractivos físicos a fin de salir adelante en la vida, de triunfar en la competición mundana donde se fortalece precisamente el espíritu del individualismo.

Mondeville escribía en los umbrales del siglo XlV, cuando llegaba a su término un prolongado periodo de continuo progreso en el curso del cual parece efectivamente que el cuerpo, en el reflujo de la ideología del desprecio por lo carnal y antes de que empezase a gravitar sobre el cristianismo occidental el peso de la culpabilidad sexual, se vio lenta e irresistiblemente rehabilitado. Advierto un testimonio de lo que vengo diciendo en la manera como se modificaron las figuraciones de la desnudez. Las únicas formas, o casi las únicas, que hemos conservado, son las del arte sagrado. Pues bien, ahora vemos a los escultores y a los pintores, que con anterioridad solían acentuar deliberadamente lo perverso, y que apenas si representaban otros cuerpos desnudos que los poseídos por el mal o que incitaban a hacerlo, mostrar éstos, después de 1230 —pienso en los Resucitados del tímpano de Bourges, en el Adán de la galería de Notre-Dame de París, en el Eros de Auxerre—, jóvenes, radiantes, en plenitud, por fin reconciliados. ¿Hasta dónde llegó, en esta inflexión, la intervención del humanismo, del espíritu renaciente, imitador de lo antiguo, de la corriente de naturalismo que invadía la alta cultura? ¿Y esta corriente no llevaba por sí misma a la promoción de la persona? Es indudable, en cualquier caso, que la belleza física contó cada vez más en el curso de estos siglos entre las armas de que disponía la identidad personal para afirmarse en el seno de lo colectivo.

Devoción privada

Este movimiento general impulsaba también de modo invencible a que cada uno tomara en consideración, a solas, aquello que las sucesivas envolturas concéntricas del cuerpo-fortaleza protegían más o menos bien de las agresiones de Satán, el enemigo público, aquella sustancia mal definida, el alma. Es evidente que el cuidado del alma se volvió cada vez más individual, se fue desprendiendo poco a poco de lo comunitario, al tiempo que se privatizaba progresivamente el campo de lo religioso. El terreno ofrecido al estudio es inmenso; aquí hemos de limitarnos a colocar algunos jalones.

Al comienzo de la edad feudal, el "pueblo", la comunidad de los fieles, dejaba en las manos de unos delegados la tarea de librarla del mal. Era en primer lugar la función propia del monasterio, de aquella otra comunidad, separada, de hombres más perfectos precisamente porque vivían recluidos en un ámbito privado muy cerrado. El monasterio tenía como tarea, transfiriendo, si cabe decirlo así, a la cuenta del resto de los hombres los beneficios que le valían sus penitencias purificadoras, dirigir perpetuamente al cielo, en nombre de los muertos y los vivos, la plegaria pública: el equipo monástico constituía la boca cantante y orante de todo el pueblo. Una función análogamente mediadora era desempeñada también por el príncipe. Por su propia piedad aseguraba la salvación de sus súbditos; si pecaba, éstos se veían abrumados inmediatamente por la cólera del cielo; le correspondía también, como persona pública que era, dirigir continuamente a Dios la plegaria pública. Por los años veinte del siglo Xll, el conde de Flandes, Carlos el Bueno, por ejemplo, tal como nos lo describe Galbert de Brujas, se hacía transportar todas las mañanas desde su lecho a la tribuna de la iglesia de San Donaciano para, en medio de los canónigos, sus auxiliares, cantar a la vez que ellos, y leer al mismo tiempo que ellos el salterio, mientras que los pobres habituales, debidamente empadronados, acudían en fila india a recibir en su mano derecha tendida una pequeña moneda de plata.

La mayoría de la gente se contentaba con contemplar a distancia tales espectáculos públicos, viendo a sus mandatarios cumplir los ritos de la salvación colectiva, enteramente confiada en su oficio.

Pero a pesar de todo la gente no se quedaba satisfecha con ello En los inicios del siglo Xl, hombres y mujeres a los que se persiguió como herejes, a los que se redujo porque perturbaban el orden público y sobre los que se pudo triunfar porque eran todavía muy minoritarios, afirmaban ya que ellos rechazaban la mediación de los especialistas de la oración, porque pretendían comunicarse personalmente con el Espíritu y ganar su propia salvación mediante sus obras. A comienzos del siglo Xll se oyó decir lo mismo a sus sucesores, sólo que mucho más alto, tan alto que la Iglesia, puesta en cuestión, reaccionó ante todo poniendo a punto sus armas. Continuó remitiéndose a los príncipes, a todos aquellos pequeños príncipes que la disociación feudal de los poderes había hecho que se multiplicasen, encomendándoles que aseguraran, en el ámbito privado de su capilla doméstica, la buena marcha religiosa de toda su familia. Pero además reforzó considerablemente el papel del clero, de los ministros que no se dedicaban a cantar aparte como los monjes, sino a repartir los sacramentos y la palabra entre el pueblo. El pueblo, que seguía estando reunido, encuadrado, y de modo cada vez más estricto, en pequeños rebaños bien vigilados, en parroquias. Encuadramiento, control, "enceldamiento", como dice certeramente Robert Fossier, y que ataba cada vez más en corto a las personas. Sin embargo, la Iglesia establecida no hubiese podido vencer a la herejía de no haber respondido, por otra parte, a las expectativas mediante la propuesta de ejercicios religiosos más personales.

Invitó a los simples fieles a mantenerse en relación con lo sagrado en una relación análoga a aquella cuyo monopolio habían tenido en otro tiempo sus delegados en las liturgias. Los invitó a esforzarse, con plena responsabilidad individual, en el progreso gradual hacia la perfección. El camino hacia una interiorización de las prácticas cristianas fue muy lento. Empezó evidentemente a la altura de los "poderosos", entre aquellos cuyo deber de Estado estaba en dar ejemplo, y que lo daban en efecto, ya que las formas de comportamiento se propagaban con un movimiento natural desde el gran mundo hasta las capas culturales inferiores. Al mismo tiempo que en las escuelas en plena efervescencia intelectual, los maestros redescubrían las vías del conocimiento de sí mismo, la alta Iglesia se dedicaba a morigerar a los príncipes ante todo, y tal vez en primer lugar a las princesas, a todas aquellas mujeres que, en medio de las asperezas del matrimonio, se asían a su director espiritual. Los ricos fueron los primeros invitados a leer por sí mismos en un libro las palabras de la oración, igual que los monjes y el uso de la lectura sagrada no dejó de difundirse durante el siglo mi, al tiempo que se pasaba de la lectura en grupo en alta voz, que acompañaba la del oficiante, a una lectura personal en voz baja, proseguida en murmullo fuera de los oficios. En las grandes mansiones aristocráticas, entre los bienes exclusivamente privados que cada uno de los dueños guardaba para sí, hizo su aparición el libro, el de la salmodia, el salterio. Hombres y mujeres aprendieron a utilizarlo ellos solos. Se convirtió en instrumento de meditación íntima, por su texto, pero sobre todo por sus imágenes. Al mismo tiempo, se difundieron en la sociedad más alta, en el curso del siglo X, otros objetos de piedad personalizados, que llevaban la marca de una persona, aquellos relicarios privados que parecían pequeñas capillas, algunos de los cuales se llevaban sobre uno mismo, y se instauró poco a poco un cara a cara místico, cuyo mediador fue la representación figurada sobre el objeto en cuestión de otras personas, un santo, la Virgen, Cristo, cara a cara proseguido en la capilla o en la iglesia ante otras imágenes, en este caso públicas: san Francisco dialogando con el crucifijo. Se impone una investigación en profundidad, apoyada sobre datos como éstos, que habría que fechar con todo cuidado, porque atestiguan una expansión de la devoción individual que, a comienzos del siglo XlV, había ganado los estratos sociales más bajos: pensemos en lo que nos revelan los interrogatorios de la aldea perdida de Montaillou, y no sólo entre los marginados, los sospechosos de herejía, de un hábito inveterado de plegaria personal.

Semejante interiorización era el resultado de una pedagogía cuyos agentes fueron los clérigos, relevados en el siglo XIII por los frailes mendicantes. Discursos, sermones, arengas públicas, y ante un público a veces inmenso. Se trataba del buen grano lanzado para germinar en el interior de cada alma, y de la invitación dirigida a cada uno de imitar en su ámbito privado a Cristo, a los santos, de actuar en nombre de su propia voluntad, de su corazón, desde dentro de sí, de no atenerse más a gestos, ni a fórmulas. Este tipo de exhortaciones morales tuvo éxito gracias en particular al recurso al exemplum, a la pequeña historia tan simple, edificante, convincente, propuesta a cada conciencia como guía. Efectivamente, una de las colecciones más abundantes de exempla, compuesta para uso de predicadores en el primero cuarto del siglo XIII por el cisterciense Cesareo de Heisterbach, se presenta en forma de diálogos: educación privada, a solas, el maestro y el discípulo, y de hecho, todo buen predicador era consciente de que se estaba dirigiendo confidencialmente a cada uno de sus oyentes. De ahí todas las anécdotas en las que los héroes son personas que llevan adelante su aventura individual, que afrontan solas las pruebas, que luego dialogan, de camino, pero sobre todo en la alcoba, en medio de la noche, en el silencio, en secreto, con el confidente, el amigo, o tal vez el ángel, el aparecido, la Virgen, o incluso con el demonio tentador: siempre conversaciones privadas y opciones personales. A veces, en tales historias, en torno del héroe, los que comparten con él el espacio doméstico, los miembros de la familia circundante, aparecen como intrusos, molestos, importunos que fastidian y perturban y a los que hay que alejar.

En los años en que el movimiento del progreso general era más vivo, durante los decenios antes y después del año 1200, los comportamientos religiosos se vieron efectivamente trastocados por la nueva pastoral. Esta enseñaba un uso diferente de los sacramentos. Por ejemplo, del sacramento de la eucaristía: se invitaba a todos los fieles a consumir el pan de vida, a aposentar en el interior de su cuerpo el cuerpo de Cristo mediante un encuentro íntimo, con todo lo que esta práctica podía suscitar de imágenes que magnificaban la persona humana, convertida en un tabernáculo, aislándose, por este solo hecho, de la promiscuidad doméstica. Más decisiva aún fue la transformación del acto penitencial, en su punto de partida excepcional y público, y que, al término de un larguísimo proceso iniciado desde la época carolingia, acabó conviniéndose, en 1215, en virtud de una decisión del concilio IV de Letrán que apoyaba la reflexión de los canonistas sobre el pecado y la causa "íntima" de la falta, en secreto, periódico y obligatorio a la vez. Obligar a la generalidad de los fieles a confesarse al menos una vez al año era evidentemente una medida de encuadramiento, de inquisición: se trataba de desalojar lo que se disimulaba de insubordinación, de herejía, en las conciencias, traspasando los recintos de lo privado. ¿Pero cabe imaginar revolución más radical y de efectos más profundos y prolongados sobre las actitudes mentales que el paso de una ceremonia tan ostensible como había sido la penitencia pública —que sucedía al reconocimiento público de la falta, que introducía al penitente en un estado social particular abiertamente señalado por ciertas maneras de conducirse, una vestimenta, unos ademanes, en una palabra, todo un espectáculo de exclusión montado en la escena pública— a lo que era un simple diálogo, el de los exempla, entre el pecador y el sacerdote, es decir, entre el alma y Dios, confesión auricular, de boca a oído, un secreto inviolable, puesto que la confesión sólo contaba si era el preludio de un trabajo de rectificación, de enmienda llevada a cabo por la persona en silencio o en su propio interior?

En Cluny, ciudadela del espíritu comunitario, la confesión privada había sido impuesta por los estatutos del abad Hugo II, entre 1199 y 1207, una vez por semana al menos, siendo secretas también las penitencias, que habían de ser oraciones individuales en voz baja. Y unos años más tarde, el concilio IV de Letrán extendió la obligación al conjunto de los cristianos. Con ocasión de la festividad de Pascua, y como preparación a la comunión, todos los fieles tenían que interrogarse, que examinar su conciencia, examinando su alma, procediendo a los mismos ejercicios a los que se habían obligado algunos hombres espirituales a comienzos del siglo XII a fin de descubrir en lo más profundo de su ser las intenciones perversas y tratar de yugularlas. Me refiero a los autores de las primeras autobiografías, Abelardo o Guibert, pero también a aquellos otros, más numerosos, que intercambiaban correspondencia entre un monasterio y otro, dictando cartas que no eran íntimas, pero que al menos hacían encararse a dos personalidades inquietas. La introspección —y luego la discreción de la confesión y de las maceraciones salvadoras: la erección de un muro, y la piedad acogiéndose en adelante a este jardín cerrado—. Se trató de un vuelco, lento desde luego, y progresivo. No imaginemos que el decreto de 1215 se aplicara inmediatamente en todas partes. Pero, un siglo más tarde, sus efectos, conjugándose con los de la educación mediante el sermón y la casuística amorosa, así como con los de la evolución económica que liberaba al individuo gracias a la aceleración de la circulación monetaria, habían comenzado a modificar el sentido de la palabra privado. En el seno de la grey familiar se desarrollaba insensiblemente una concepción nueva de la vida privada: ser uno mismo en medio de los otros, en la alcoba, asomándose a la ventana, con sus propios bienes, su bolsa, con sus propias faltas, reconocidas, perdonadas, con sus propios sueños, sus iluminaciones y su secreto.

G. D.

Aproximaciones a la intimidad, siglos XlV y XV

Una historia de los espacios privados o en trance de cerrarse como tales, una historia de las fases de retiro e intimidad en las que entre la persona y la mirada se interpone una pantalla, una historia de los sentimientos, de los pensamientos, de las imágenes mentales cultivadas en secreto, pero fijadas por la escritura privada, equivale a una serie de objetos y aproximaciones frágiles e inciertos. Seguramente, las fuentes de fines de la Edad Media en las que bebemos nos prometen una relativa abundancia en comparación con las de siglos anteriores: si se tienen en cuenta el sensible aumento de la masa documental a partir del siglo X y la supervivencia de una cantidad apreciable de documentos de origen privado, no tendremos dificultad en sentirnos más seguros de poder sorprender en su vida privada a ciertos individuos cuya identidad, aspecto y voz nos han sido conservados a causa de su función personal, de su preocupación por escribir o por hacerse retratar.

Es importante, sin embargo, que sorteemos algunos escollos, o que señalemos con claridad los límites de una investigación que podría resultar aventurada. Lo mismo si los individuos se expresan a sí mismos que si prolongan su existencia en la ficción, la mirada que lanzan sobre lo íntimo no es más inocente que la que dirigen al mundo exterior, pero ¿con qué vara medir el testimonio individual, irreductible a cualquier generalización? ¿Qué relación habrá de mantener el historiador con lo irracional de una conducta, con la banalidad de un comportamiento, y cómo disociar la escritura singular que nos interpela de la experiencia común que la ha suscitado?

La escritura privada o sobre lo privado introduce indudablemente, cuando se multiplican los testimonios, una profunda mutación en la actitud de los individuos frente a los grupos familiares y sociales a los que pertenecen: la preocupación de transmitir, o al menos de describir, fenómenos vividos, sobre los cuales solían guardar silencio las generaciones anteriores. Guardémonos de pensar que todo cambia porque ha cambiado la naturaleza de las fuentes; lo primero que advierte el historiador es la modificación que aporta el hábito de la escritura, tal vez también la difusión del espejo.

Pero no saquemos la consecuencia de que la conciencia de sí mismo, el placer y la defensa de lo privado no existían cuando faltan las fuentes escritas que podrían atestiguárnoslo.

Es preciso, por otra parte, no olvidar que, si la escritura se divulgó a fines de la Edad Media, en las grandes ciudades más que en los burgos rurales, si se "laicizó" y privatizó, no dejó de ser el privilegio de una minoría de la población europea: la imagen que las fuentes escritas pueden ofrecer de la vida individual nos introduce en la intimidad de un limitado número de personas y no nos proporciona sobre el resto de la población otra cosa que ojeadas muy vagas; aunque es cierto que el realismo de la pintura y de la escultura, así como las informaciones que la arqueología nos permite acumular sobre determinados emplazamientos, corrigen y completan las imperfecciones de nuestra visión.

Nos aguarda un último escollo, y es la tentación de la modernidad, que convertiría los últimos siglos de la Edad Media en un prefacio del porvenir, por la única razón de haber sido, como los tiempos modernos, más indiscretos sobre los secretos de los seres humanos. La vida privada pertenece sin duda al campo más inseguro de la historia, aquel en el que el estudio de las estructuras económicas, sociales y culturales corre el riesgo de convertirse en un instrumento muy gravoso para la aproximación a la irreductible diversidad de los sujetos individuales; los historiadores se han formado en las ideas generales más que a la escucha de las voces del pasado. Ser sensible a la voz es lo mismo que dejarse sorprender por la libertad de una confidencia, la audacia de una expresión, la ensoñación que se desprende de un texto o el amor que se exhala de un lamento por un hijo muerto. Todo lo que nos aproxima a la intimidad de hace unos cuantos siglos nos ofrece la tentación de abolir las distancias que nos separan irremediablemente de un mundo que hemos perdido. La trampa de la modernidad consiste en describir algo que es tan viejo como el mundo: ¿es que acaso los hombres cuando se expresan en privado no hablan el mismo lenguaje a través de los siglos?

Por todo ello, la abundancia de las fuentes de los siglos XIV y XV nos coloca en la difícil situación de evitar a la vez la ruptura con lo de acá y la asimilación a los tiempos modernos. Cada documento utilizado —y los que aquí lo son proceden sobre todo de Italia y de Alemania—, cada expresión reconocida, debieran verse minuciosamente sopesados en su singularidad y en relación con otros documentos contemporáneos; el placer de escuchar la voz ha de doblarse con el cuidado por identificar al que habla y situarle de nuevo en su ambiente. Por desgracia, para la veracidad histórica, las confrontaciones no siempre serán posibles, y algunos textos quedarán, deslumbrantes o fúnebres, como jalones mal asegurados para una historia futura de los sentimientos y de su expresión.

La invención del sujeto

Insertado en las envolturas sucesivas de un mundo cerrado, el individuo se define por contraste, o sea, por ruptura con los círculos de vida social: el grupo familiar, la comunidad habitual, las estructuras profesionales o la masa sometida. La conciencia de sí mismo, nacida de una toma de distancia, puede conducir a una discusión radical del orden establecido: los que se aventuran a dejar su lugar en la sociedad, por los caminos o en los yermos, quedan al margen de la ley: los revoltosos, los ambiguos, los locos de las novelas de aventuras tan leídas a finales de la Edad Media, se cruzan en los bosques del desorden con los carboneros, personajes fronterizos, y con los ermitaños, por otra parte seres bastante alterados.

Pero la conciencia de sí mismo, la que se expresa por escrito, no siempre franquea el límite entre lo gregario y lo desorganizado; dentro del círculo de los hábitos mentales y las obligaciones sociales que lo circundan, el ciudadano sigue estando a finales de la Edad Media muy sensibilizado a la ideología del bien común, que propone la utilitas para todos como un progreso en relación con la commoditas de los particulares. ¿Hay que ver simplemente un topos en la oposición que establece Guicciardini entre una carrera honorífica, que no puede ser otra que la dedicada al servicio público, y la vida "ociosa, carente de dignidad y perfectamente privada"? Su contemporáneo, Willibald Pirckheimer de Núremberg, sostiene unas posturas similares en su autobiografía, donde se nos muestra retirado durante tres años de los negocios, después de la muerte de su padre, como privatus y sin vivir más que para sí mismo y para sus amigos, y reemprendiendo luego la servidumbree los asuntos públicos mientras estigmatiza, al contemplar su propia estatua, a los que prefieren sus "sentimientos privados" a la "utilidad pública". Es honroso participar como actor en la vida pública: la corriente del humanismo cívico había traspasado los Alpes, y la exaltación del individuo, de la conciencia de sí, se manifiesta de manera magnífica al servicio de la república. Con menos empaque, otros narradores de las cosas de su tiempo se han limitado a escoger en su vida personal los hechos directamente asociados a los acontecimientos de la vida oficial, como, por ejemplo, Velluti en Florencia; o, mientras que pregonan su intención de redactar unas memorias, no acaban de disociar lo público y lo privado, como Hans Porner de Brunswick, que anuncia que su libro es efectivamente el suyo y no el del consejo de la ciudad, pero que no trata de hecho más que asuntos municipales, entre los que encallan las anotaciones personales. La conciencia de sí sigue siendo, por tanto, balbuciente o desgraciada, y se afirma las más de las veces con timidez en relación con un modelo de comportamiento que es el del buen ciudadano.

Contamos con otra referencia que colorea la expresión de la reivindicación personal, y es la referencia familiar. En la decisión de alinear sobre la calle la fachada de un palacio en la Florencia del siglo XV se ha querido ver la ruptura con la representación familiar amplia propia de la manzana, del conjunto compacto de casas pertenecientes al grupo; esta necesidad individual de subrayar el propio atrincheramiento respecto del resto del linaje se pone de manifiesto en la esplendidez de una inversión que consagra el éxito de una carrera, de una casa de comercio dirigida por un "hombre de empresa", y como ilustración de la res privata. Pero no nos equivoquemos, la reivindicación del individuo no puede contentose con la afirmación de la familia estricta; el deseo de intimidad, de interioridad tras la fachada familiar, se manifiesta por la repartición de las distintas habitaciones entre los miembros de la familia, y por ello beneficia en primer lugar al amo de la casa, que puede retirarse a su studiolo; es tal vez el único sitio en que el retiro respecto de la gestión interna de la familia permite al hombre de negocios, al pater familias, al humanista, encontrarse cara a cara consigo mismo en su singularidad.

De este modo, trabajar para el bienestar de la colectividad, por el bienestar de la "casa", son tareas que el honor asigna al individuo consciente de su responsabilidad: actividad, reflexión productiva en interés del grupo, con conocimiento del entorno, dejan poco espacio a la vida privada en la representación que los hombres de primer plano han ofrecido de su existencia; y si sentían la tentación de concederle tiempo y valor, se contenían frente a la opinión por el temor a parecer egoístas o fútiles: lo privado es lo "abyecto"; no hay posibilidad de ganar ninguna suerte de reputación fuera de lo público: Fama non est nisi publica.

En este estrecho marco, que la escritura, reflejo de una construcción teórica, asigna a lo privado, es evidente que la necesaria sociabilidad no le deja mucho margen a la expansión natural del yo: con lo que nos encontramos es con numerosos autores que se adelantan hacia nosotros armados de los pies a la cabeza, ya que la lectura de Cicerón y de Tito Livio los había vuelto más exigentes. Hubiésemos preferido expresiones menos elaboradas, actitudes menos tirantes, siluetas menos satisfechas de sus preferencias; pero se puede estar seguro, por una parte, de que el prurito de esculpir la propia imagen para la posteridad corresponde efectivamente a conductas activas y públicas, y, por otra, que el modelo propuesto por ciertos portavoces responde, en toda la Europa urbana del final de la Edad Media, a un ideal de vida.

¿Dónde podremos encontrar entonces las formas más íntimas de la conciencia de sí? ¿No tiene acaso la coraza virtuosa la función de detener la expansión de los sentimientos, las confidencias, las confesiones? ¿Hay que abandonar el mundo de las ciudades para volver a encontrar, con la soledad, la ausencia de afectación, la simplicidad de las impresiones a través de las cuales se expresa efectivamente el individuo en su dimensión privada?

En un bello texto, del que no está excluida la retórica, muestra Ulrich von Hutten hasta qué punto la oposición entre la ciudad y el campo resultaría una pista falsa al tratarse de descubrir al hombre en su secreto: el humanista consciente de su papel en la sociedad aristocrática y burguesa ha de guardarse de ir a buscar al campo los estímulos para la realización de sí mismo: la soledad empobrece, el retiro en un "desierto", así fuese el de un castillo familiar entraña la inquietud; no, donde el espíritu se nutre, es en medio de la muchedumbre, en el movimiento.

"El campo equivale a agitación y ruido.

Tú hablas de los encantos del campo, hablas de reposo y de paz... Lo mismo si el castillo se construyó sobre un cabezo o en la llanura, no lo fue para el placer sino para la defensa, rodeado de fosos y de trincheras, estrecho en su interior, atestado por los establos de ganado mayor y menor, los oscuros alojamientos para las bombardas y las reservas de pez y de azufre, llenos de stocks de armamento y de máquinas de guerra. Sobre todo ello reina el desagradable olor de la pólvora; y luego están los perros y las inmundicias de los perros, agradables olores, ¿a que sí? Y el ir y venir de los caballeros, entre los que hay auténticos bandoleros, facinerosos y ladrones; porque las más de las veces la casa es grande y está abierta, y no sabemos quién es quién, ni nos molestamos demasiado por averiguarlo. Se escucha el balido de los corderos, el mugido de los bueyes, los ladridos de los perros, los gritos de los humanos que trabajan en los campos, el rechinar y el estrépito de carretas y vehículos de todo tipo; y muy cerca de la casa, que está cerca de los bosques, se escucha incluso el aullido de los lobos.

Cada día hay que pensar en el siguiente, inquietud, movimientos continuos, y el calendario de las estaciones: hay que labrar, y que darle un segundo repaso a la tierra, trabajar en las viñas, plantar los árboles, regar los prados, rastrillar, sembrar, estercolar, recoger la cosecha, trillar; es el tiempo de la cosecha o el de la vendimia; y si un año es mala aquélla, qué tremenda pobreza, qué pasmosa miseria, de suerte que no faltan nunca ocasiones de conmoción, de inquietud, de angustia, de hastío, de sentirse con el agua al cuello, o fuera de sí, así como ganas de largarse y abandonarlo todo" (Ulrich von Hutten a Willibard Pirckheimer, Vitae sucre rationem exponens, 1 5 1 8).

Sin otra ambición política que la de incitar a los poderosos a favorecer el conocimiento y el estudio, Ulrich von Hutten se describe a sí mismo en la corte del arzobispo de Maguncia ejercitándose en la soledad en medio del ruido: "Saepe in turba solus Sum". La verdadera libertad, la afirmación de la propia identidad es el fruto de un ejercicio privado: la lectura, la escritura permiten ir al encuentro de uno mismo, liberado de toda obligación con respecto al poder público, o a las pesadumbres familiares, en medio del ligero alborozo de un contraste entre lo íntimo y el mundo. Un encuentro así es un privilegio, al que por otras vías acceden también los místicos: "Lo mismo si velas que si duermes, estás solo en medio de los demás", escribe J. Mombaer, un hermano de la Vida común. Privilegio que Ulrich von Hutten opone al penoso cuadro de la vida de los campesinos, que no tienen ni los medios ni el tiempo de acceder a la vigorosa felicidad del cuerpo a cuerpo con su propia alma.

La primera persona del singular

No se habla de sí mismo sin justificación; los Proverbios, Aristóteles y santo Tomás son autoridades suficientes para limitar las ocasiones de iniciar un relato en primera persona. Para no pocos autores, la autobiografía liberada de toda constricción nace con los tiempos modernos, que inventan un registro del relato de sí mismo independiente de la historia y de la apologética. Está bien claro que, al descubrirse en el centro del universo entre los dos infinitos, el hombre exulta por haber recibido de Dios la facultad de realizarse en sus virtualidades y propensiones: la autobiografía proclama la dignidad de los destinos singulares.

Pero el relato autobiográfico no salió armado del todo de la cabeza de unos héroes legitimados; sino que se desprendió progresivamente de formas narrativas que ponían en escena al individuo socializado, ya que eran los placeres y los dolores de la existencia los que inspiraban al autor el irresistible deseo de hacer oír su voz, bien para subrayar que se hallaba al borde la ruta por donde pasaba la historia, bien para incorporar a la rapsodia algunas anotaciones privadas, bien para situar bajo la mirada de Dios una aventura ejemplar que escenificaba sus propias tribulaciones. En suma, el juego del "yo" con el "yo" explícito (moi) surgió, o del modelo agustiniano de la confesión, o de la preocupación de anotar día a día lo que un buen administrador ha de conservar en su buen juicio para sí mismo y para los suyos, o del registro de los hechos memorables en el mundo y en torno suyo.

La confesión, el diario o la crónica son, a finales de la Edad Media, fuentes de información en las que el individuo ofrece a veces sobre su vida privada, es decir, su cuerpo, sus percepciones, sus sentimientos y su concepción de las cosas, apreciaciones sinceras, tanto como pueda serlo una memoria recuperada que pretende "pintar el ser de frente y no de perfil".

En otro registro, antes incluso de que el desvanecimiento de cualquier escenificación haga surgir el semblante pintado sobre un fondo neutro y perennice unos rasgos singulares sin otra justificación que la de sustraerlos a la descomposición, ¿cuántos retablos y frescos no les proporcionan una presencia esquiva o conmovedora a ciertos comparsas más verdaderos que los santos o los Reyes Magos, entre los que aparece el pintor con cara de haber estado allí? Lo que está en juego es toda la densidad del "yo", intimidado por la resonancia de su nombre bajo las bóvedas de la historia universal, a punto de desvanecerse desde el momento en que la tentación de decir más sobre él tropieza con la majestad divina, y que intenta disimularse para hablar más alto en tercera persona o mediante el discurso metafórico. De este modo, la expresión de lo privado podría hallarse cercada bajo los disfraces del lenguaje a fin de añadir al botín de las afirmaciones de sí el vasto dominio de las reticencias; nos encontraríamos en el umbral de algunos tolladeros, y para no caer en los lugares comunes propios de cualquier literatura de la intimidad habría que tener muy en cuenta su contexto y su frecuencia. En una obra que se halla en la encrucijada entre la autobiografía y la ficción, evoca el emperador Maximiliano su dolor por la muerte de su joven esposa, "porque se habían querido mucho, y habría mucho que escribir sobre el particular", cosa que no hizo.

El lenguaje de la confesión

Más que cualquier otra forma narrativa, la confesión incita a la escenificación del individuo como protagonista de una aventura espiritual. Por encima del modelo biográfico franciscano, la referencia nos lleva, a algunos siglos de distancia entre sí, al relato justificativo de Abelardo, contemplación literaria de un desastre, y sobre todo al modelo agustiniano. Mientras que la dramática confesión de Abelardo se componía de una sucesión de acontecimientos percibidos en su discontinuidad, y que la confesión serena de Adamo di Salimbene trataba en todo momento de inscribir la silueta del pecador dentro de la aureola de san Francisco, las Confesiones de san Agustín inspiraron a numerosos escritores italianos de primera línea el modelo de una cristalización de los sentimientos que iluminaba de un golpe toda la vida anterior: estamos ante el tiempo percibido y abolido en el encuentro entre memoria y escritura, en que se expresa la veracidad del sujeto. En el punto de partida de las páginas más sensibles de Dante, de Petrarca y de Boccaccio se encuentran las profundas observaciones de san Agustín: "La memoria hace emerger no la realidad misma, que pasó definitivamente, sino las palabras suscitadas por la representación de la realidad, que, al abolirse, ha impreso en el espíritu determinados rasgos por mediación de los sentidos". Bajo la mirada de Dios, el tiempo interior es la resureccición de los instantes pasados reanimados por el presente; el hombre nuevo gracias a sus pensamientos y a la escritura da forma y sentido al itinerario vacilante del pecador; en el origen del relato está la conversión, como en el origen del mundo creado está la salvación de la humanidad.

La fuerza organizadora de la visión agustiniana inspiró, en diversas situaciones personales, una auténtica fascinación de método, así como el sentimiento de una fraternidad espiritual. La fraternidad tocó el corazón de Petrarca, cuyas lágrimas corrían mientras leía las Confesiones ("inter legendum fluunt lacrimae, y que, en virtud de un mimetismo de la conversión, se identificó con Agustin en medio del dolor ("transformatus sum in alterum Augustinum"); es bien sabido de qué forma el diálogo con su alma, de acuerdo con un esquema inspirado por los manuales de confesores, le condujo por los caminos del monte Ventoso y le sugirió la imagen de la ciudadela donde se encerraba con el libro de su maestro.

Dante abre la autobiografía poética que es la Vita nuova con un preámbulo metodológico que se lo debe todo a la atmósfera intelectual de la lectura privada: "Hay una parte del libro de mi memoria donde se encuentra una rúbrica, donde hallo las pala-

 Escuela de Antonio Pollaiolo, frecuentación del libro: trabajo o placer. (París, Bibl. Nac.)

bras que tengo intención de utilizar en la presente obra; y, a falta de utilizarlas todas, al menos un resumen significativo". La sequedad reductora del análisis le sustrae a lo vivido memorizado toda libertad, pero a través del prisma ordenador surge súbitamente, gloriosa criatura del espíritu, transfigurada, Beatriz ("la gloriosa donna della mia mente"); y Dante no vacila en representarse a sí mismo en la celda donde se ha refugiado para poder lamentarse sin ser escuchado ("nella mia camera, la ovio potea lamentarmi senza essere edito'). La intensidad del sentimiento es aquí función de una alquimia que se lo debe todo a la escritura; es el trabajo organizador del pasadopersonal el que garantiza la perennidad de las fuentes vivas, es la liturgia la que mantiene el amor, es el culto del recuerdo el que constituye y renueva la conciencia dolorosa del sujeto.

En la obra de Petrarca, la autobiografía se dispersa en desellos, los "fragmentos dispersos de su alma", y la literatura le permite al poeta recomponer su yo confuso, hecho de vivencias instan táneas. Así es como se explica la asidua práctica de las notas marginales, de las apostillas del Canzoniere, de las menciones escritas en los manuscritos que Petrarca poseía. En los márgenes de la Eneida, adornada con miniaturas de Simone Martini, en una especie de correspondencia secreta con los jóvenes héroes virgilianos segados por la muerte, Petrarca escribió entre 1348 y 1372 los nombres de personas queridas sustraídas a su afecto. En el reverso de la página de guarda, la primera que aparece es Laura, "en este lugar que tantas veces cae bajo mi vista"; Petrarca le dedica a su hermosa inmortal este epígrafe tierno y solemne, en que se conjugan todos los fragmentos de un discurso amoroso: "Laura, célebre por sus propias virtudes y por mis poemas que tanto se complacieron en cantarla, surgida por primera vez ante mis ojos en el tiempo de mi primera adolescencia el año del Señor de 1328, el 6 de abril por la mañana, en la iglesia de Santa Clara de Aviñón; y en esta misma ciudad, en el mismo mes de abril, el 6.0 día del mes, a la misma hora matinal, año de 1348, sustraída a la luz, mientras yo estaba en Verona, ignorante, ay, de la suerte que se cumplía. La funesta nueva me alcanzó en Parma mediante una carta de mi querido Luis, el 19 de mayo de 1348 por la mañana. Su cuerpo tan puro y tan hermoso fue inhumado en el templo de los Frailes menores, el día mismo de su muerte, al atardecer. En cuanto a su alma, como la del Africano según Séneca, retornó al cielo de donde había venido; ésa es mi profunda convicción".

La asidua frecuentación de Virgilio despierta bajo las palabras el sentimiento repetido de haberlo perdido todo; "vuelvo a morir cada día" (quotidie morior), le escribe Petrarca a Philippe de Cabassoles; no se dejan atrás sino huellas. Petrarca inscribió también en los márgenes en blanco del Canzoniere, el único espacio continuo en que su conciencia se expresa día tras día, algunas notas de su propio trabajo: tal recuerdo muy antiguo, surgido en una noche de insomnio, tras veinticinco años de olvido; tal instante propicio a la creación, que retrasa la invitación a pasar a la mesa. Notas e instantes con los que sólo Dios podría rehacer el tejido continuo de una vida; pero ahí está la obra, con sus gritos y sus murmullos; mezcla indisolublemente el recuerdo y su orquestación, la literatura y las cosas de la vida. Petrarca no dejó sobre sí mismo más que un testimonio compuesto en forma de post-scriptum, una Epístola a la posteridad: su voz, transportada por el tiempo, procura contener con todo cuidado su emoción; a pesar de la distancia que se complace en ahondar entre el hombre que fue y el escritor que pervivirá, no puede resistir la tentación de describirse: "Es posible que alguno de vosotros haya tenido ocasión de oír algo sobre mí (...) yo he sido uno de los vuestros, un hombre modesto entre los mortales (...). Sin vanagloriarme precisamente de una apariencia física de primer orden, poseía las ventajas que corresponden a los verdes años: la tez encendida, ni demasiado resplandeciente ni demasiado pálida, los ojos brillantes y la vista muy penetrante, hasta más allá de los sesenta, más tarde debilitada hasta el punto de obligarme, a pesar de mi repugnancia, a tener que valerme de anteojos

El autorretrato nos lleva súbitamente, en un soplo, a las miserías de la vida privada, que Boccaccio, en su semblanza literaria del gran hombre, se apresuró a hacer desaparecer, del mismo modo que tendió sobre sus propios recuerdos el velo de los antiguos lugares comunes.

Después de Petrarca, el humanismo multiplica las referencias y los pastiches de la literatura romana; el sesgo netamente más sereno que adopta en el siglo XV el análisis de los sentimientos propende al conformismo de la expresión y a las lecciones de moral tomadas de los buenos autores. Aun cuando la preocupación cristiana por el balance espiritual continúa inspirando el relato en primera persona, la evasión filológica, los paisajes convencionales, el gusto por la mesura y la preocupación por la gloria reducen al extremo los espacios de la introspección.

Giovanni Conversini de Ravena, canciller de Francesco de Carrara, debe a la tradición agustiniana revivificada el título de su examen de conciencia, Rationarium vitae, pero su discurso no tiene los acentos angustiados del diálogo con el alma; el Poggio, en su frecuentación de los autores del pasado ("todos los días hablo con los muertos"), busca actitudes virtuosas, pero no dice ni una palabra sobre su propia conciencia; Pier Paolo Vergerio, al describir su estancia en el campo, se instala deliberadamente bajo la misma sombrilla que Plinio el Joven. Y el propio Enea Silvio Pic- colomini, el futuro Pío II, cuya agudeza de espíritu se pone de manifiesto en tantas páginas, esboza en sus Comentarios una autobiografía insípida y fugitiva hasta el instante en que su vida privada ha recibido la consagración de la tiara; pero a partir de entonces, que escribe como César, su maestro literario, en tercera persona, Enea Silvio cubre su vida con el manto de su pontificado. Bajo el estilo de la narración objetiva no faltan algunas inflexiones que permitan escuchar su voz. Su sarcasmo, por ejemplo, cuando describe las maniobras del cónclave en que fue elegido: "La mayor parte de los cardenales se reunieron cerca de las letrinas, y fue en aquellos lugares propios para la discreción y el secreto donde se pusieron de acuerdo sobre los medios de elegir al papa Guillermo"; o su melancolía, cuando recorre el país de su infancia: "El papa encontraba por todas partes huellas evidentes de su vejez"; o su resignación, cuando prepara ante Ancona, con aquella cruzada imposible, el último acto de su vida: "Si esta ruta no empuja a los cristianos a entrar en guerra, nos no conocemos otra (...). En cuanto a nos, sabemos que la muerte está cerca, y no la rehuimos". Si queda aún conformismo, se trata de algo vivido y se llama imitación de los santos y los mártires.

Comentarios sobre la acción

Con los Comentarios, hemos pasado insensiblemente a otra vertiente de la escritura, en la que el sujeto mantiene él solo una vinculación con lo privado: ya no se trata de los instantes privilegiados en que ha quedado abolido el tiempo pasado, ni de las exigencias íntimas de poner en claro los movimientos de la conciencia. Ahora nos hallamos ante la restitución, en el orden del tiempo vivido, de los acontecimientos que merecen verse salvados del olvido, donde los impulsos personales y las decisiones se camuflan gracias a la aparente objetividad del relato.

En relación con los propósitos que continúan fijándose a finales de la Edad Media historiadores como Froissart o Villani, comentarios y memorias se proponen abiertamente coger de nuevo el hilo de los días pasados a la luz de la experiencia: insistencias y lagunas, enumeraciones y digresiones, superficialidad y minucia en la presentación de los hechos esculpen en hueco el retrato del narrador, sobre todo cuando se halla animado de un prurito apologético.

El Burgués de París, que lleva el diario de los tiempos difíciles, es un testigo impotente y rencoroso de los sucesos que le sobrepasan; Philippe de Commynes, en cambio, estuvo a la vez mezclado con la intimidad de los protagonistas, el duque Carlos y el rey Luis, y encargado de misiones públicas y secretas; el relato que escribe, los juicios que hace, las descripciones de lugares y los retratos que traza se hallan coloreados por sus propios sentimientos, y velados en el crepúsculo de su existencia por la distancia que separa la acción política del retiro forzoso. Pero el autor sólo se muestra fugitivamente en su esfera privada si se solicita su discurso y se hace salir a la luz sus intenciones; por lo que toca a los personajes que introduce en escena, sólo nos los hace ver en su alcoba en algunas ocasiones que justifican su propósito literario; por ejemplo, al duque de Borgoña enfurecido por haber sido engañado, o en su esquiva melancolía; al rey de Francia en su mansión y ante las ansias de la muerte, a las que Commynes simula haber asistido hasta su término.

Algunos autores deseosos de inscribir sus experiencias personales en una perspectiva histórica digna de los modelos antiguos no han podido mantener la divisoria entre lo privado y lo público. Guicciardini redactó por separado tres libros, distinguiendo por su materia los conocimientos sobre la vida pública, la historia familiar y su propia vida; tales son las Historias florentinas, las Memorias familiares y los Recuerdos (Ricordanze): pero, en su papel de historiógrafo, traza el retrato de su padre sin mencionar su parentesco con él, y, cuando se propone "conservar el recuerdo de ciertas cosas que le tocan muy de cerca", se limita a rememorar las etapas de su cursus honorum y se discierne el satisfecit de un buen hijo y de un buen esposo: una medalla de honorabilidad que reduce la vida privada a la reputación de un buen actor sobre la escena pública.

A la inversa, es el deseo de justificar una acción pública lo que conduce a los más diversos personajes a escribir una defensa e ilustración de su conducta: Jórg Kazmeier, alcalde de Múnich durante las alteraciones de las postrimerías del siglo XlV, sólo relata los acontecimientos de que fue teatro su ciudad a fin de explicar su huida; Arnecke, alcalde de Hildesheim a mediados del siglo XV, asegura su defensa contra las acusaciones de impericia y de prevaricación; y Gótz von Berlichingen, al describir, ya octogenario, sus tribulaciones de soldado durante un cuarto de siglo entre Suiza y Hesse, pretende, al precio de algunas distorsiones a la verdad sobre su papel durante la guerra de los Campesinos, hacer callar a obstinados calumniadores; el relato parte de la infancia, cuando ya se estaba afirmando su temperamento de jefe: "Les oí decir con frecuencia a mi padre, a mi madre, a mis hermanos y hermanas y a los criados que les servían que yo era un muchacho extraordinario (wunderbarlich) (...)" . Como ya no tenía nada que perder, el acusado contraataca.

Del mismo modo, Benvenuto Cellini, cuya gloria y cuya desgracia corrieron parejas, se enfrenta con la conjura de sus detractores insistiendo sobre los prodigios que habían acompañado los singulares episodios de su vida privada y pública; referencias heroicas o maléficas le dan a la narración su ritmo y su color, desde el servicio de Clemente VII hasta el calabozo donde el artista fue arrojado en 1556. Para semejante destino, no habían faltado los signos anunciadores, ni el antepasado fundador de Florencia, ni los abuelos bíblicos, ni la salamandra cerca del recién nacido. Una prehistoria mitológica hace escapar al individuo de los estrechos marcos de su tiempo; la autobiografía de la desmesura se sale fuera del dominio público al tiempo que juega con la reputación establecida del autor; mezclando hábilmente relatos y símbolos, deforma o disimula la realidad de la vida privada.

En compañía de Benvenuto Cellini nos hallamos a mediados del siglo XVl, al término de una evolución de la conciencia de sí contada a los demás. La ficción, labor de bordado sobre hechos verídicos e inverificables, es el resultado de varios componentes: la introspección espiritual, el retorno sobre los acontecimientos vividos, y una tercera corriente, que conviene examinar ahora, la historia familiar.

La memoria familiar

La atención a los hechos que, de cerca o de lejos, constituyen la trama de una memoria familiar había supuesto, en los ambientes laicos acostumbrados a la escritura, la conservación de papeles y registros privados. Notarios y memorialistas al servicio de los asuntos públicos, comerciantes de todos los niveles, desde el comercio al pormenor hasta las grandes empresas internacionales, y hasta algunos artesanos, forman un grupo que se amplía, entre los siglos XIII y XVI, al conjunto de los notables en todas las ciudades de Europa. Y no quedan excluidos los nobles, ni las mujeres, que tornan a veces la pluma caída de las manos de su padre o su esposo. El gusto de escribir se asocia al deseo de una buena administración del patrimonio y de una transmisión a sus herederos de un capital de inmuebles, de bienes inmobiliarios, de obligaciones espirituales y de memorias.

El capital de unas memorias sólo se administra y se lega si está ordenado y es efectivamente a partir de 1350 cuando se advierte en la tienda, en la oficina, o en el studiolo del palacio, la progresiva organización de un material familiar compuesto por documentos contractuales y contables, listas de nacimientos y muertes, recetas médicas y propiciatorias, legajos de correspondencias y reconstrucciones genealógicas. El núcleo original en torno al cual se organizaron y diversificaron los expedientes del jefe de familia fue, a lo que parece, las más de las veces, el conjunto de fichas sueltas (estos recordatorios pueden verse colgados de un clavo detrás de los retratos de comerciantes y artesanos), y más tarde de cuadernos y registros, que conservan el recuerdo de obligaciones y vencimientos, y que se transforman muy pronto en un diario de empresa en el que la distinción entre lo comercial y lo doméstico, entre lo doméstico y lo memorial, tardará aún en establecerse.

Las ciudades del centro y del norte de Italia, y luego las de la alta Alemania a partir del siglo XlV en su declinación, fueron los lugares donde se elaboró y difundió la organización escrituraria más avanzada de la empresa comercial y bancaria; esta organización contable, al multiplicar las llamadas de un libro especializado a otro, expulsó del registro todas las informaciones que no correspondían al balance comercial. Nacieron así los "libros secretos", los "diarios de asuntos propios", los "memoriales", los "dietarios", los cuadernos con todo tipo de anotaciones que, con uno u otro título, conservan celosamente para su transmisión informaciones de naturaleza privada. Hasta mediados del siglo XVl y aún más acá subsiste en ellos, de acuerdo con los niveles de organización intelectual, una extremada variedad de contenido; son escrituras familiares que conservan de la lenta constitución del memorial a partir de notas tomadas día tras día la práctica caprichosa de la inserción mnemotécnica: desorden orgánico cuando, por ejemplo, las cláusulas de contratos de matrimonio vienen después de listas de nombres de hijos o cuando la transmisión de una receta para curar a los caballos sigue a la mención de una venta efectuada en una feria.

La práctica comercial se advierte con toda claridad en el lugar que ocupan los balances resumidos, sacados de otros libros, o en la importancia de los inventarios, lo mismo si se trata de ropas y alhajas ofrecidas a su mujer por Lucas Rem de Augsburg que de reliquias coleccionadas por Nicolás Muffel de Núremberg, así como de la costumbre de borrar de la lista de los hijos a los jóvenes muertos, como si se tratara de créditos irrecuperables o de partidas de cuentas saldadas. Si los comerciantes más atrasados continúan, en pleno siglo XV, intercalando en su diario de cuentas informaciones erráticas, en cambio los hombres de negocios avisados, como Giovanni Barbarigo en Venecia o Anton Tucher en Núremberg, distinguen con toda claridad entre libros de negocios y libros privados, aunque sigan insertando en el libro doméstico cuentas del bogar, algunas rentas patrimoniales y ciertas anotaciones más personales y anecdóticas. El Libro secreto de Goro Dati de Florencia no tiene nada en común, a pesar de su título, con los libros de cuentas de la firma Alberti y no va más allá, a pesar de un preámbulo melancólico sobre el paso del tiempo, de unas notas patrimoniales, personales y familiares. Bajo el título de Zibaldone, "ensalada mixta", el manuscrito veneciano da Canal inscribe indicaciones estrictamente limitadas a los usos comerciales en el Mediterráneo como los que poseían todas las oficinas de compañías, mientras que en cambio Giovanni Rucellai de Florencia pretende reunir bajo este mismo título toda una suma de su experiencia de los negocios y la política, y añade encima consideraciones sobre la economía doméstica y la transcripción de las cuentas de los gastos suntuarios emprendidos en la fachadade Santa María Novella y en la capilla Brancacci del Carmine. Lucas Rem de Augsburg, en el primer cuarto del siglo XVl, se esfuerza por ordena secciones la materia de que trata (carrera personal, gastos suntuarios, hijos), pero mantiene el título engañoso de Tagebuch, "diario".

Como se ve, la variedad de los datos inscritos al margen de una actividad profesional y de una vida activa multiplica las perspectivas sobre las preocupaciones personales y los elementos del patrimonio que convenía disimular cuidadosamente ante el público: el libro de los Valori de Florencia ostenta en su cubierta: "Este libro no debe mostrarse a nadie" ("Questo libro non si mostri a nessuno").

A lo largo de los cambios inevitables llevados a cabo en cada generación hubo dos criterios que guiaron esencialmente a los comerciantes memorialistas, cuando se proponían transmitir una experiencia y un saber de los que se consideraban responsables: la utilidad y la dignidad. Sentados en su camera privata, frente a sus contemporáneos, a sus descendientes y a la posteridad, insistieron siempre en lo inalienable y lo ejemplar: por una parte, en las decisiones y las opciones que, según su manera de ver, habían reforzado o debilitado la sociedad o el patrimonio —y la insistencia sobre el ejemplo podía derivar hacia la exaltación de un antepasado o la confesión de sus propios errores—, y, por otra, en el conjunto de los saberes necesarios para la vida del grupo familiar, lo mismo si se trataba de vaciar el pozo negro de la casa que de conservar de una generación a otra la red de parentescos y amistades de negocios.

Tal es el propósito del dietario de Etienne Benoist de Limoges, quien, en la primera mitad del siglo XV, durante veinte años, fue elaborando la "memoria familiar" (J. Tricart) que consideraba saludable transmitir a sus hijos: repertorio de nacimientos, matrimonios y fallecimientos, registro de contratos que ocupan más de la cuarta parte del libro y legados espirituales, si es que cabe situar bajo esta rúbrica tutelar plegarias y citas de textos sagrados —una selección familiar— y el "testamento político" sin fecha de un homónimo del autor, código de conducta heredado de un antepasado y ya copiado a su vez durante la generación precedente. La materia es esencialmente privada, y los acontecimientos políticos lemosines sólo se evocan en razón de su incidencia sobre la vida familiar, ya que la finalidad del libro se limita a la utilidad para el futuro de los Benoist.

En la masa de las crónicas familiares europeas, publicadas o inéditas, las fuentes florentinas parecen ser las más numerosas y las más ricas: el gusto por lo antiguo durante la época del "humanismo cívico", las rivalidades sangrientas entre los grupos familiares que jalonan la historia política, la raigambre de unos notables raramente tentados por la aventura marítima, que altera las carreras e interrumpe los relatos, tal vez sean éstas algunas de las razones que expliquen semejante densidad de historias de vidas. En este laboratorio en que se afirma la conciencia de sí de un grupo urbano, dos textos entre los más conocidos vienen a ilustrar las dos vertientes de la escritura familiar, una dirigida hacia la experiencia personal y la otra hacia la memoria de largo alcance.

Giovanni Morelli tiene el sentido de la antigüedad de su familia y el gusto por la reconstrucción genealógica, pero sus Ricordi proponen sobre todo un modelo educativo ("ammaestrare i nostri figluogli").

Se presenta a sí mismo en tercera persona como el representante de la mesura y el conformismo político; ofrece de sí la imagen de un comerciante ejemplar, cuyo saber ha determinado su éxito: "De talla y robustez medianas (...) no se complacía en lo malo, en particular en nada de lo que pudiera perjudicar a la Comuna (...). Se esforzó siempre por vivir sin molestias, sin oponerse nunca en palabras ni en actos a los gobernantes". Moral del justo medio, de la abstención, incluso del fraude fiscal, que le quita al relato de la vida privada todo su sabor: queda la muerte del hijo, auténtico drama para el padre, y para el linaje, con la que concluyen bruscamente estas memorias utilitarias.

Donato Velluti pertenece a la generación anterior y debe tal vez a su carrera de jurista su sentido de la continuidad y su método histórico. Al volver sobre su vida y su carrera, así como sobre el puesto que ocupa en el organismo viviente que es la familia, habla de sí mismo en primera persona, cuando llega el momento de su aparición en escena: "Tengo la impresión de haber escrito cosas demasiado favorables para mi persona (...), pero no lo he hecho por mi gloria, sino en recuerdo de hechos que tuvieron lugar, y por pensar que sería grato para mis lectores futuros saber el porqué y el cómo".

Al seleccionar los hechos y los pormenores, los relaciona deliberadamente con la compleja realidad que le rodea y el amplio lapso de tiempo en el que se inscribe: evoca la gota de la que sufre desde 1347, ya que ha sido ella lo que le ha impedido ocupar cargos públicos; habla de su matrimonio, por su interés para la continuidad familiar; y pone en relación su carrera con los episodios de la vida política florentina. La "crónica doméstica", que tendía cada vez más a confundirse con un relato de los acontecimientos públicos, se interrumpe en forma tan brutal como los "recuerdos" de Morelli con la desaparición, a los veintidós años, de su hijo Lamberto: alcanzado por una enfermedad que le corroe las partes genitales, el joven fallecido compone una frágil pareja con la mítica robustez del fundador Bonaccorso.

Narrarse

Construidas a partir de los archivos y las representaciones que hacen de la familia la envoltura natural en la que se dilata la acción, las crónicas privadas resultaban tentadoras para el narrador; lo mismo si había experimentado la tentación de mejorar su imagen que si no, era su voz la que iba a resonar, eran sus averiguaciones las que iban a retomar el hilo del tiempo. A partir de los comienzos del siglo XV, la memoria se atreve a conservar las huellas de lo inútil y lo indigno. Algunos autores dan en lo intrascendente y lo picaresco: está a punto de nacer la novela autobiográfica. Sigamos en Florencia en compañía de Bonaccorso Pitti. En el primer tercio del siglo XV escribe una crónica que, al tiempo que reduce al mínimun la raigambre genealógica y pasa en silencio la infancia del autor, se propone narrar ante todo una existencia errante: "Voy a contar ahora mi vida errante por el mundo desde la muerte de mi padre". La libertad del proyecto, su novedad, se apoya en la ruptura inicial del relato personal, tras el prólogo obligado. El joven autor se siente encantado mientras nos cuenta con toda naturalidad una aventura galante, el asesinato de un albañil, o algunos episodios de vendetta sobre el fondo de la revuelta de los Ciompi; ni las virtudes morales, ni el honor familiar, ni la fatuidad del suceso están allí para guiar una pluma alerta que deja dilatarse su yo. Con los años y el fin de los viajes, los sucesos comerciales y las responsabilidades públicas empiezan a hacer poco a poco más pesado el discurso; la crónica vuelve a su cauce y sepulta la autobiografía bajo el peso de lo útil y lo conveniente.

En estos claros por donde se muestra la índole íntima puede sde el pars medirse el camino recorrido de imonioso registro de noticias personales. Para que se afirme definitivamente la novela de una vida, para que no se desvanezcan las últimas reticencias por poner al descubierto la intimidad, es preciso que triunfe el sentimiento de que el hombre debe a sus propios esfuerzos más que a sus orígenes o a la protección divina. A una historia de la vida privada, percibida en su desarrollo orgánico, concurren poderosamente el orgullo del éxito y el diálogo entre el pasado y el presente narrativo. Pero, a diferencia del examen de conciencia penitencial que erige un hombre nuevo frente al desorden y lo absurdo del tiempo pasado, la historia de los años jóvenes —la infancia a veces seria, a veces difícil, los años de formación profesional— es la que otorga a la escritura su sinceridad. Basada en un diario, o en documentos de primera mano, establecida en ocasiones desde la perspectiva del curso dramático de los acontecimientos generales, la biografía no ha perdido sus referencias familiares, políticas ni espirituales: lo que hace es reunir todas las corrientes que, desde mediados del siglo XlV, le dan a la voz individual, a la vida personal, a la experiencia, un íntimo valor, prestigio y función social. Del mismo modo que el autorretrato se atreve a afirmar como en un juego de espejos la eternidad de una mirada, el libro en que se condensa un destino individual pregona, a veces en el atardecer de una vida, la energía creadora de la conciencia de sí.

Es esta mirada constructora, en ocasiones severa, las más de las veces reconciliada, la que les da todo su valor a las aventuras singulares escritas a fines del siglo xv y comienzos del XVl, particularmente en el mundo germánico: es bien sabido qué fortuna alcanzó al norte de los Alpes el tema del aprendizaje y de las novelas de formación. Así, Johannes Butzbach, que acabó sus días como prior de Laach en Eifel, en 1505, insiste en su Libro de las peregrinaciones sobre la dureza de su niñez desdichada; viviendo con sus recuerdos bajo la mirada de Dios, establece un contrapunto entre las tribulaciones pasadas del niño mártir y del huérfano y el sereno retiro en que aguarda a la muerte: los caminos de la Providencia son inescrutables.

Otro ejemplo es el de Mattháus Schwarz de Augsburgo, que concibe cuando no es aún más que un chiquillo, a la edad en que el joven Durero pinta su primer autorretrato conocido, el proyecto autobiográfico que llevará a cabo quince años más tarde. Habiendo llegado a ser director financiero de la sede central de la casa Fugger a la edad de veinticinco años, traza a la par el relato de su vida privada que titula El curso del mundo y un libro de viñetas acuareladas en las que se muestra solo en escena con los atuendos que ha llevado. No cabe imaginar un proyecto más narcisista, ya que este brillante espíritu, confidente de uno de los hombres más poderosos de su tiempo, opta deliberadamente por la apariencia, lo fútil y la complacencia en sí mismo, a pesar de la vida tan rebosante que lleva. Pero es que ha llegado otra época, la de la provocación y el esnobismo, y por consiguiente la mirada que el hombre de éxito lanza sobre su primera infancia, los comentarios enternecidos o mordaces con que acompaña aquellas siluetas condensan toda la fuerza del sentimiento que, tras varias generaciones de escritura autobiográfica, testimonia a su pasado el hombre del Renacimiento.

El individuo en un espejo

La identidad

Un historiador veronés había concebido el proyecto de reunir los retratos dispersos de ciento cincuenta contemporáneos identificables del señor de Verona Cangrande della Scala, correspondientes al siglo XIV. Acosar rostros de piedra y restituirles su identidad, hacer salir personalidades notables de los grupos pic tóricos en los que se disuelven, ésa es precisamente, en la tradición de Michelet, la loca ambición de resucitar individuos cuya acción y cuyas pasiones han contribuido, con la muchedumbre de sus contemporáneos, al destino de una sociedad. Personajes públicos, cuya imagen pintada o esculpida atestiguaba el poder o la reputación de que disfrutaron, y que ofrecían a la vista de todos lo que les pertenecía como propio, su rostro y su aspecto.

La representación de la persona no es un uso común a todas las civilizaciones ni a todas las épocas. En Occidente, la renovación del retrato figurado, a partir de mediados del siglo XIV, expresa la progresiva liberación del individuo, recién salido del marco social y religioso donde lo habían confinado la adoración y la munificencia privadas. Nace también sin duda de la práctica laica y pública que, al menos en la Italia central y septentrional, exponía sobre los muros la imagen de los relegados al oprobio de la comunidad. Expresa también el apego a la memoria de aquellos individuos que, al hilo del tiempo, tejieron la historia familiar y de la que daban testimonio en Florencia —¿lejano homenaje a la tradición etrusca?— los retratos de cera perfectamente imitados, expuestos como exvotos en Santa María Annunziata, o conservados en la intimidad de las grandes familias y exhibidos con ocasión de las fiestas y procesiones públicas, corno demostración de antigüedad y de poder del clan.

Retratos regios

No puede uno dejar de preguntarse sobre la veracidad de las primeras efigies individuales en la medida en que aparecen cargadas de virtudes demostrativas: no es un azar que el soberbio caballero de Bamberg se haya visto relacionado con la figura ideal del santo rey Luis. Las representaciones figuradas hacen surgir categorías mentales, del mismo modo que las descripciones hacen surgir imágenes y sensaciones; la eficacia de unas y otras fue sabiamente aprovechada por el poder político y por el magisterio espiritual durante siglos en que triunfaba el simbolismo de un mundo ordenado: hieratismo de las actitudes, demostración de los gestos, lenguaje de los escudos y blasones. El encantamiento totémico de las formas y los colores sorprende aún bajo las bóvedas de Westminster. Carlos IV fue el primer soberano del Occidente medieval que sustituyó deliberadamente la perfección de los signos monárquicos por su retrato con parecido y el de los miembros de su familia en la catedral de San Guy de Praga; fue también el primer emperador que redactó por sí mismo su biografía incorporando al relato de sus acciones ciertos acontecimientos privados desprovistos de todo valor ejemplar.

Cuando es obra, no de un pintor ni de un escultor, sino de un escritor, el retrato físico y moral de un individuo pertenece a un género literario heredado de la Antigüedad, transmitido por las Res gestae a la mayor gloria del soberano, puesto de moda en los medios urbanos de finales de la Edad Media por las crónicas y las historias familiares, y que establece sutiles lazos entre el mundo de los vivos y los muertos y la eternidad de los héroes de ficción.

Entre los retratos literarios del final de la Edad Media, los de los reyes son de un vivo interés a fin de precisar y datar la preocupación por la verdad física. No se quiere decir con ello que el siglo XV abandonase el simbolismo, ni que los siglos anteriores hubiesen permanecido insensibles al realismo de la descripción, sino que la representación de la figura regia busca una componenda entre dos tendencias, la conveniencia que atiende a la función del monarca y designa al rey por sus rasgos y la evidencia de las virtudes privadas que su presencia física transparenta. Del siglo XII al XVI se incorpora al discurso sobre el rey la irresistible verdad de los detalles, y ello en la medida en que el discurso pierde su función de celebración para adoptar la libertad de tono del cronista o del diplomático en sus despachos secretos.

El emperador Luis el Bávaro, muerto en 1347, fue objeto de cuatro elogios, uno de los cuales se contenta con hacer notar la elegancia del soberano; los otros tres descomponen esta primera impresión mediante una serie de adjetivos que constituyen otros tantos toques sobre la paleta: el rey era alto y esbelto, sólido, bien proporcionado, fornido, muy derecho. Estas precisiones concurren efectivamente a darnos la imagen elegante perteneciente a la tipología del príncipe y que llamaba sin duda la atención de los observadores.

Uno de aquellos cuatro escritores, Albertino Mussato, nos dejó del rey Enrique VII, predecesor de Luis el Bávaro, un retrato físico que insiste en la misma impresión general, debida a la estatura y sobre todo a la armonía de las proporciones: se encuentra en la descripción de los dos soberanos la misma relación mensurable (commensurata conformitas), digna de una estatua, entre las partes del cuerpo, pies y piernas en Enrique VII, y espaldas y cuello en Luis.

Además del aspecto de conjunto, tres de los cuatro autores evocan el sistema piloso del rey: cabellos escasos y tirando a rojizos, un detalle que sería perfectamente verosímil bajo la pluma de Albertino Mussato si no se viese contradicho por los otros autores y no se lo encontrara repetido palabra por palabra en el retrato de Enrique VII ya aludido. La tez, coloreada para uno de ellos, clara y bermeja para el otro, cualquiera diría que tiene que ver con una figura estilística. Algunos detalles del rostro (cejas prominentes, nariz grande) completan la silueta; Albertino Mussato añade para concluir algunos rasgos de carácter: el rey era emprendedor, perseverante, cortés, amable, galante. Concordancia en las observaciones sobre el aspecto general, discordancia en los detalles y prolijidad de los calificativos, todo ello hace dudar de semejante reconstrucción. Sigue en pie la elegancia, es decir, el recuerdo, transmitido por testigos oculares o representaciones figuradas, de una presencia física sintetizada en una palabra por Heinrich Rebdorf: ¿es que un rey no podría parecerse a la imagen que se tiene de un rey?

Para la escolástica, cada forma visible es una demostración de lo invisible, el orden real se descifra. Hay una armonía que organiza los ritmos de la arquitectura, las proporciones del cuerpo humano, la estructura de la sociedad, cuya expresión suprema es la persona del rey. Investido de una misión divina, el personaje real ha de conformarse en sus ademanes, en su apariencia, en su voz, a la imagen que él mismo se hace de su cargo, y que el pueblo cristiano reconoce. Basta con verlo para saber su rango: Juana de Arco encuentra a Carlos VII en medio de la muchedumbre con la que se ha confundido, en la sala del castillo de Chinon. Está dentro del orden de las cosas que su aspecto sea digno de la función que ejerce: "La majestad irradiaba en su rostro" (in vultu maiestas), dice el Poggio del viejo Segismundo cuando entraba en Roma para su coronación. Federico III, cuya anchura de espaldas no podía hacer olvidar su talla reducida (statura plus quam mediocri), se había dedicado desde su niñez a mejorar su apariencia, según Johannes Grünbeck: llevaba siempre ante sí, impresas en el rostro, las huellas de su carácter; todos los observadores se sintieron impresionados por la gravedad y la amable reserva del emperador, del mismo modo que la elegancia de Luis el Bávaro había llamado la atención de sus contemporáneos. Al poner sus defectos naturales (rostro alargado, aspecto achaparrado, talla reducida, timidez) al servicio de la expresión de su majestad, Federico III demostraba que la conciencia de su misión puede conducir al soberano a compensar con su comportamiento lo que no le ha otorgado la gracia. El discurso literario sabe aliar la verdad psicológica con los tópicos al uso y recupera mediante el rodeo del elogio un dato esencial de la vida privada: más que los otros hombres y no menos que ellos, el rey, como persona pública, construye su aspecto.

A propósito del emperador Maximiliano, encontramos bajo la pluma de ciertos autores, como Cuspinian, el humanista vienés, la metáfora escolástica del rey fornido, "cuadrado" (statura quadrata, figura quadrata), construido como una iglesia, donde resplandece la majestad divina. Vitruvio había establecido la analogía entre la perfección del cuerpo humano y la de un edificio. Las relaciones entre la apariencia percibida como una construcción y el sentimiento de lo bello (forma-formosus) fueron uno de los temas recurrentes de la reflexión escolástica sobre la creación, y luego de la especulación sobre los números de los geómetras y los artistas del Renacimiento. Aplicada a la persona del príncipe, toda esta simbólica ilumina con su poder de sugestión tanto las cualidades físicas como las espirituales; del mismo modo que el vitral filtra y hace resplandecer la luz divina, la mirada de Maximiliano lanza irresistibles fulgores: Johannes Grünbeck, subyugado por sus ojos centelleantes, de un poder cuasi sideral, evoca el encanto al que sucumben tanto los hombres como las mujeres.

Hay un sorprendente relato de seducción que muestra hasta qué punto el emperador era sensible en los demás a las cualidades físicas con que la naturaleza le había dotado: el joven conde de Zimmern, gracias a la amistosa complicidad del duque Federico de Sajonia, supo aprovecharse de su apariencia para obtener del rey, en 1497, la restitución de una tierra que había pertenecido a su familia: "Sire Wernher, que sabía lo benévolo y leal que era el príncipe elector, se peinó de la manera más elegante, y, como era un guapo mozo y bien proporcionado de rostro, de cuerpo y de aspecto (nachden er sonst ain schene undwolgestalte person von angesicht, leib und gestalt), se dispuso a aguardar con los otros condes y señores la venida del rey; y, después de la cena, cuando hubo concluido la danza de los príncipes, sire Wernher se puso bien a la vista, y no se necesitó más para que el rey se fijara en él en repetidas ocasiones, recibiendo de su apariencia un particular placer (ab seiner person ain besonders gefallen empfieng), y preguntara al duque Federico, que había tenido buen cuidado en mantenerse muy cerca del rey, quién era aquel personaje (...)". No hay nada que se le pueda negar a la belleza.

Por el contrario, algunos soberanos de finales de la Edad Media resultaban desconcertantes por su apariencia vulgar o su físico escasamente atractivo, hasta el punto de que su retrato, renunciando a hacer de los defectos virtud, acumula las observaciones criticas. A contrario, el malestar que experimentan cronistas y observadores ante la fealdad tendería a acreditar la veracidad de los retratos elogiosos. Lo que aflige en primer lugar es la estatura reducida: "A pesar de ser de baja estatura" (Etsi parvus statura), dice Thomas Ebendorfer de Carlos IV. Después de un encuentro con el soberano, Matteo Villani traza de él un retrato sin complacencia: el rey era de estatura mediana, en particular tratándose de un alemán, casi jorobado, cuello y rostro proyectados hacia adelante; el pelo negro, los pómulos demasiado anchos, los ojos saltones, la cabeza calva. El busto de Praga confirma esta visión realista. Como la magia de la presencia real no actuaba sobre este observador extranjero, nos hallamos ante detalles de comportamiento que rompen con los estereotipos de la majestad soberana: Carlos IV, durante las audiencias públicas, se dedica a alisar con su cuchillo una varilla sin dirigirles la mirada ni una sola vez a los suplicantes. Se percibe la reticencia ante unas actitudes manifiestamente contrarias a los usos convenidos. El rey viste de corto, parece un pordiosero (formam pa uperum exprimebat), dice su biógrafo, Thomas Ebendorfen, que lo deplora.

En suma, el realismo de la descripción se torna tanto más material cuanto menos logra el autor asediar con palabras la imagen conforme con la majestad real. La acumulación de detalles viene a sustituir a la impresión primera, que es la que transmite por el contrario la escritura sugestiva, compuesta con los atributos del ser. Cada vez que el sentimiento de un acuerdo perfecto (congruentia) late bajo la realidad sensible, cada vez que la persona privada encaja sin esfuerzo aparente en el papel de la persona pública, la tonalidad de conjunto del retrato real parece más verdadera que la multiplicación de sus notas: satisface al espíritu, por más que no colme la curiosidad: el realismo, en literatura como en pintura, vendría a ser así la realidad sin espíritu, la yuxtaposición de los detalles sin la idea.

Si existe una evolución en el descubrimiento del individuo durante el otoño de la Edad Media es indudable que tiene mucho que ver con los procedimientos de análisis de lo real, con los útiles y con el vocabulario: la práctica de la disección, el hábito de la confesión frecuente, el uso de la correspondencia privada, la difusión del espejo, la técnica de la pintura al óleo. Pero la multiplicación de los puntos de vista, el virtuosismo en la imitación y la descomposición de los mecanismos del cuerpo no son suficientes para comprender al individuo en su dimensión privada, del mismo modo que los cubitos de vidrio coloreado no bastan para formar un mosaico.

Al margen de la descripción realista de un rostro o de una escena de interior, la gran pintura flamenca del siglo XV resulta fascinante porque se inspira en un pensamiento, en una visión simbólica. Ante la superficie lisa del cuadro, es a la mirada del espectador a la que le corresponde dar con la clave, recomponer al individuo y devolverle su secreto.

Donantes y héroes. Como ha podido verse a través de algunos ejemplos regios, el retrato pintado o esculpido permite, a finales de la Edad Media, multiplicar las confrontaciones de fuentes y verificar la exactitud de las descripciones: por una suerte de instinto, nos inclinaríamos a fiarnos más del pintor que del cronista.

La pintura lleva consigo, no obstante, un elemento de ambigüedad que procede de los convencionalismos sociales y de las intenciones del cliente: si se utiliza el retrato como documento para la historia de la vida privada conviene apresurarse a determinar los límites de la fuente, que fija en público al hombre privado, que eterniza una actitud, y que además envara con frecuencia al notable en cuestión en un atuendo de ceremonia. La Europa de finales de la Edad Media está poblada de retratos, ante todo en las iglesias y las capillas familiares, donde los donantes y sus familias han conquistado un lugar junto a la Virgen y el Niño o al lado de los santos que los representan y los protegen, adquiriendo así aquellos con la frecuentación física de lo sagrado una creciente seguridad: el canciller Rolin no parece sorprendido de encontrar a la Virgen posando en el taller de san Lucas; se limita a arrodillarse como es debido.

Sin embargo, el gusto por lo antiguo estaba haciendo resucitar el retrato cincelado de perfil con todas las variaciones estéticas en cabelleras y tocados, desde Piero della Francesca a Uccello. Retrato aristocrático, que intenta valorar e idealiza con frecuencia los rasgos impasibles del héroe o de la dama. El espíritu con el que se realizaban estos encargos, la decisión adoptada a fin de perennizar rostro y nombre pertenecen a la historia de las formas, a la historia de la moda, incluso, en el caso de los retablos, a la historia social de las representaciones. Una doble evolución que se dibuja durante el siglo XV, lo mismo en los Países Bajos que en Italia y en las ciudades del Imperio, ofrece para el conocimiento de los individuos una materia más amplia.

Un primer movimiento reafirma al cliente en el marco de su actividad profesional: orfebre, cambista, hombre de negocios o geómetra; todos ellos se hacen representar en su taller o en su oficina, y, por más que siga tratándose de una escenificación, el orgullo del logro personal del cliente y la excitación inventiva del pintor en busca de un nuevo género concurren a la preocupación por el ilusionismo. La semejanza del modelo se destaca sobre un trompe-l oeil familiar, que aporta preciosas informaciones sobre el espacio de trabajo, la decoración cotidiana y los utensilios de apariencia tan veraz. El tema del espacio íntimo en que se despliega silenciosamente el pensamiento del humanista, por sobre los libros y el tintero, se vio tratado en virtud de su propio interés, con san Jerónimo como pretexto, por Carpaccio, por Durero y por tantos otros.

La vida familiar prolonga a veces este hueco abierto a la vida de interior; sustituye en ocasiones a la vida profesional, volviendo a cerrar la puerta de la oficina o de la tienda. Si se estudia el propósito de los burgueses y notables que se hicieron pintar en uno u otro marco se comprobaría sin duda que el orgullo familiar se ha antepuesto al orgullo profesional desde el momento en

 Domenico Ghirlandaio, Retrato de Francesco Sassetti y de su hijo Teodoro. (Nueva York, col. Jules S. Bache.)

que la representación plástica de la intimidad placentera basta para atestiguar el éxito social. Salidos de los retablos donde se alineaban por rango de edad y de rodillas, los miembros de la familia componen, con la ayuda del pintor, un círculo apacible en el que la edad, el carácter y las aptitudes personales aportan sus matices a la armonía de buen tono. Al término de la evolución, Konrad Rehlinger de Augsburgo, que presenta a sus ocho hijos vivos y hace aparecer a través de una brecha celestial a los pequeños muertos, le pidió al pintor Bernhard Strigel una escena de interior perfectamente abstracta, que no es otra cosa que la visión de conjunto de un nivel genealógico.

Miradas y secretos. Sucede, sin embargo, que los lazos de afecto que unen a los miembros de la familia constituyen la dominante del cuadro, hasta eliminar toda huella de decoración ambiental. El apoderado de la casa Médicis, Francesco Sassetti, se hace representar por Ghirlandaio sin ninguna afectación social en el atuendo ni en la actitud, solo con su joven hijo Teodoro II: el niño eleva una mirada confiada hacia su padre, que no tiene ojos más que para él. Tan estudiado como puede ser hoy día una toma fotográfica, este retrato ilustra un sen timiento ampliamente compartido; nos sentimos en inmediata connivencia con los dos personajes, porque no hay ningún guiño que venga a provocarnos ni nuestra mirada se siente capaz de interrumpir su diálogo. La impresión de armonía (congruentia) no se ve perturbada por el realismo de la nariz venosa y llena de granos que el sentimiento trasciende. La tonalidad franciscana de despojo y de amor ha de ponerse en relación con la serena gravedad del testamento que Sassetti redacta en 1488, dos años antes de su muerte. Fruto de un encargo, conviene subrayarlo, este retrato intimista adquiere el carácter de un manifiesto, por los años en que el banquero florentino era responsable de la situación financiera catastrófica de la casa Médicis.

Mas, un segundo movimiento característico de la pintura europea del siglo XV focalizaba la atención de los retratistas en el rostro frontal o tres cuartos, suprimiendo todo lo pintoresco de la decoración, jugando con los contrastes vivos o el aterciopelado de los negros y sin dejar subsistir otra cosa que el contrapunto de los signos (escudos heráldicos, divisas) y el mudo lenguaje de algunos objetos (libro, flor o rosario de cuentas). Al nivel del espectador, la mirada: mirada incisiva del retrato de hombre por Memling, en la Academia de Venecia; mirada humilde y dulce del hombre del clavel de Van Eyek; mirada implacable del condotiero de Antonello da Messina; mirada casi perdida de Oswolt Krel pintado por Durero. Precisamente cuando se pregona, gracias al ars moriendi y a la danza macabra, la destrucción total del cuerpo y la separación definitiva del alma, el retrato individual se aprovecha con virtuosismo de una mutación técnica de la pintura, que, a partir de Van Eyck, le confería a la mirada una profundidad y una transparencia inigualadas: la pintura al óleo y las recetas de reflejos permitían hacer que brillara como en un espejo la pupila (la niña de los ojos) temblor luminoso que habitaba el retrato, como el alma habita el cuerpo. Cuando decía Alberti que la pintura era "una ventana transparente", su definición puede interpretarse como un homenaje que la apariencia rendía a la intimidad. El retrato europeo del siglo XV ace penetrar en un espacio imaginario, que es el espacio interior, y es un espacio vertiginoso, ya que el retrato había nacido de un encuentro entre el pintor y su modelo, y que se hallaba destinado a suscitar tantos encuentros personales como miradas fijadas sobre una imagen que se pareciera al modelo desaparecido.

Este juego de miradas explica la fascinación que sigue ejerciendo aún el doble retrato llamado de los Arnolfini —de éste y su esposa—, tantas veces comentado, y cuyo verdadero tema es tal vez el encuentro entre la realidad que fue y la ficción, que permanece. jan Van Eyck fuit hic: el pintor ha firmado su paso encima del espejo, donde sus personajes que están de pie aparecen de espaldas; ante ellos, o sea en la profundidad del campo que introduce la simetría del espejo, sigue estando siempre Van Eyck, en el lugar que ocupan todos los que contemplan el cuadro.

Las variaciones sobre lo íntimo no siempre entregan su secreto, o bien porque hemos perdido los caminos de acceso al pensamiento simbólico de una sociedad muerta, o bien porque el pintor, sus modelos y sus clientes oscurecieron voluntariamente las referencias y embarullaron las pistas. Tal es el caso de los cuadros de caballete de Giorgione: La tempestad o Los tres filósofos proponían a la meditación de los aficionados venecianos unos raros placeres cuyas vías han intentado encontrar de nuevo innumerables pesquisas. Multiplicar los símbolos que sólo pueden ponerse en claro por su mutua relación, velar el sentido mediante la insistencia en los detalles, disimular la verdad en los pliegues de la belleza, he aquí otras tantas preocupaciones elitistas de un ambiente de esnobs cultivados.

En un clima propicio al enigma, un retrato no es inocente: dice más diciendo menos, de acuerdo con la retórica de la confesión sin palabras. En los casos más sencillos, algunos objetos bastan para poder olfatear algo, lo mismo si se trata de un misal, de unas iniciales bordadas que de una carta de cambio. ¿Pero cómo ir más allá de "estas pocas cosas irrisorias"? El ser que fue no se resume sin más ni más en una instantánea así con unos accesorios, y la pintura no representa lo no dicho en menor proporción que la descripción literaria.

En un nivel superior de artificio, la preocupación por las virtudes personales y de distinción da origen a composiciones más sutiles y más excitantes: por ejemplo, el gran retrato de Francesco Maria della Royere, duque de Urbino, por Carpaccio, fechado en 1510, en el que el héroe, de pie, se destaca sobre un bosque de signos. El espacio organizado como un puzzle heráldico parece surgido con todas sus armas de las reflexiones y las quimeras del caballero adolescente de la dulce mirada.

Espejos. La invención del autorretrato introdujo en la pintura una dimensión suplementaria del misterio del ser. Es incontable el número de pintores que, como los maestros cuando esculpían una clave de bóveda, han experimentado la tentación de dar a conocer su rostro; al principio se deslizaban en medio de los grupos y entre las piadosas muchedumbres que pintaban; Hans Memling, curioso tras un pilar del retablo de sir John Donne; Botticelli, adoptando el ademán altivo de los poderosos florentinos que frecuentaba. Luego, obedientes al imperioso movimiento que desdeñaba por una vez al autor del encargo, los pintores nos han dejado su propio retrato solitario. El poder que un autorretrato ejerce sobre el espectador proviene del hecho de que la relación del pintor consigo mismo incorpora el espejo al campo de la transparencia; el autorretrato bosqueja una novela de sí, con una mirada y algunos signos.

Inaugurando la larga serie de los dobles (Doppelgänger) de la historia intelectual germánica, Alberto Durero se representó a sí mismo por lo menos ocho veces; a los catorce años ya se hacía preguntas ante un espejo.

Sus tres autorretratos al óleo constituyen jalones para la historia de la introspección en los confines de la Edad Media y el Renacimiento: tres miradas sobre la intimidad, tres momentos de un itinerario espiritual.

El autorretrato "del cardo", conservado en el Louvre, data de 1493; se pintó mientras el artista grababa en Basilea el frontispicio de las Cartas de san Jerónimo. El joven, acodado sobre la base del cuadro —la "ventana transparente" de Alberti—, tiene en la mano el cardo que ha dado su nombre a la obra. La mirada grave y el fondo neutro concentran la atención sobre esta planta simbólica y los pensamientos que ella suscita y no hay manera de decidirse entre los dos niveles de interpretación que se han propuesto: Alberto Durero está en vísperas de su matrimonio (1494), y el cardo es aquí, por adelantado, el símbolo de la fidelidad conyugal (Miinnestreue); o bien, puesto que el cardo se llama en griego dypsakos (el alterado), el retrato proclama que este joven de veintidós años está sediento de verdad.

La leyenda en estilo naif—pie forzado o confidencia espiritual?,

"Mis asuntos van como allá arriba las cosas están" (My sach di gat / als es oben schtat)— no representa precisamente una gran ayuda para zanjar la cuestión.

En 1498, fecha del segundo autorretrato al óleo, conservado en el museo del Prado, se había franqueado una etapa impor-

 Un autorretrato de Alberto Durero: Retrato, 1498. (Madrid, Museo del Prado.)

tante. Durero había descubierto en Venecia la luz y el color, pero también a Mantegna y el dibujo al estilo antiguo; había inventado el paisaje autónomo y la acuarela de atmósfera; y había conocido el éxito a partir del Apocalipsis con figuras que en toda Europa se quitaban de las manos. Sin arrogancia, pero con la seguridad de su valía, el artista lanza un desafio al mundo de artesanos y comerciantes en que se mueve; reivindica soberbiamente un estatus social a la altura de su misión; escribía, desde Venecia, en 1506, a su amigo Willibald Pirckheimer: "Aquí, soy alguien; en mi patria, un parásito" (Hier bin ich ein hez; daheim ein schmarotzer): de ahí la elegancia de la pose, la insolente provocación del atuendo y la veduta leonardesca, que expresa el acorde entre el secreto personal y el misterio de la naturaleza.

El último retrato llama la atención por la pose rigurosamente frontal, la mano derecha levantada, la atmósfera de fervor místico. Cualquiera que sea su fecha (1500 o 1518), el retrato de Múnich impone la idea de un parecido acentuado con la imagen de Cristo. Lo mismo si se interpreta su intención como un manifiesto de imitación y reforma interior que corno una declaración de poder creador del artista, emanación del poder creador de Dios, lo cierto es que la espiritualidad va a iluminar en adelante la vida de Durero: la tonalidad ferviente de su obra habría de quedar atestiguada por sus escritos íntimos y por el testamento público que acompaña la donación a la ciudad de Núremberg de sus Cuatro Apóstoles, su última obra monumental.

Franqueza. Lo mismo si se le desmelena que si se entrega él mismo, se diría que el individuo del final de la Edad Media resulta más fácil de aproximación que en los siglos anteriores. Es posible inclusive que se trate de una idea nueva en Europa, si con ello se entiende que determinados grupos de privilegiados de la cultura y del rango social parecen más sensibles que sus antepasados a la fragilidad de la gloria y al valor de su vida personal.

Convirtiendo en virtud lo que era bajo la antigua ley una falta de reserva se atrevieron a exaltar lo que hay de singular en el ser; sobre todo, y con este propósito, dieron con nuevos medios de expresión, gracias a los cuales podemos nosotros ahora tratar de ir a su encuentro. Sobre aquellas sociedades, y esencialmente sobre las sociedades urbanas de finales de la Edad Media, estamos en posesión de una visión construida a partir de las fuentes públicas y de una cantidad creciente de fuentes privadas, que nos proporcionan sobre los individuos instantáneas que los fijan tal como se vieron a sí mismos o se dejaron ver por sus contemporáneos.

Sólo que una serie de instantáneas no constituye un film, que sería lo único capaz de restituir la densidad y el dinamismo de la vida privada. Pero correríamos un grave riesgo de no alcanzar más que la evidencia de los cuerpos y la permanencia de los sentimientos si nos quedáramos insensibles a la voz y al encuadre: la simulación se reduciría a ser un inventario de cosas muertas.

No es el amor conyugal lo que tiene que sorprendernos, sino la invención del retrato doble de los cónyuges, representados en el anverso con la gracia de sus atractivos, y en el reverso con el pútrido horror de la muerte. Por lo que hace al realismo de las descripciones físicas, no puede por menos de sorprendernos desde dos puntos de vista: cuando aparece, con la audacia de la imitación clínica, sin ninguna connotación moral; y cuando expresa, mediante el análisis o la confidencia, un nivel de conocimientos médicos o una intima relación del hombre con su cuerpo. Desde este punto de vista, uno de los últimos retratos que Durero dibujó ante su espejo nos deja la imagen inquietante y sin pudor de un cuerpo usado. En la confidencia íntima, que justifica la enfermedad, se ha dado un nuevo paso. Pero antes de detenernos en semejante franqueza veamos cómo nos informan sobre la apariencia el bien parecer y el gusto.

La apariencia vestida

Una de las novelas cortas de Sercambi pone en escena a un peletero de Lucca que, habiendo ido a un baño público y una vez despojado de sus vestiduras, se sintió súbitamente presa del pánico ante la idea de perder su identidad en medio de la multitud anónima de los cuerpos. Coloca entonces sobre su hombro derecho una cruz de paja y se aferra a este signo como a un salvavidas; pero la cruz se desprende y se desliza sobre su vecino que se apodera de ella: "Ahora yo soy tú; ¡desaparece; estás muerto!", y el peletero, decididamente extraviado, se persuade de su propio fallecimiento.

Vestido y sociedad

El humor negro es de todos los tiempos, como es el hombre sin cualidades, que la lógica del verbo puede bastarse para matar. Pero la fábula toscana tiene sobre todo la virtud de poner de relieve la fragilidad de las definiciones profesionales y el orgullo social sobre un terreno y en un medio en el que el éxito individual se exaltaba por todos los medios. La identidad se pierde con el vestido, porque el hombre social tiene que estarlo.

Además, no deja de tener su malicia que se evoque al peletero desnudo, en primer lugar porque llevar pieles es uno de los elementos discriminatorios de la representación social, y luego porque el desnudo, en una sociedad de orden, define al enajenado o al excluido bajo la mirada de las gentes vestidas, y finalmente porque la desnudez confina con la dimensión natural del hombre salvaje, que frecuenta los sueños y las florestas del deseo. En el horizonte de la fábula se deja vislumbrar la subversión: fragilidad de una sociedad que sólo se tiene en pie por el consensus que expresa la apariencia de los individuos, escándalo que provoca fray Geniéve, uno de los primeros discípulos de Francisco de Asís, el hijo del mercader de tejidos, al presentarse desnudo en la plaza mayor de Viterbo.

Las sociedades de finales de la Edad Media se mantuvieron fieles al esquema trifuncional, pero lo hicieron más complejo y menos legible. Entre los trabajadores y los poderosos, el impulso económico urbano hizo multiplicarse los estatus sociales; los más ricos entre los productores están en situación de poder tomar a su servicio la espada que los defiende y se sienten más próximos al poder de decisión que a las labores que avasallan. Ahora bien, la ambición de triunfar, la ascensión social desdibujan las divisiones netas y, de una sociedad a otra, los diferentes estatutos sociales no logran establecer jerarquías homogéneas: las Artes juegan en Florencia, durante el siglo XlV, un papel determinante en la definición del cuerpo político y social; en cambio, no juegan ninguno en Venecia. Así, la imagen que las sociedades urbanas se hacen de sí mismas refleja los particularismos de su historia; los grupos en el poder aprecian y canalizan la fluidez indispensable, en un sitio o en otro, al "bien común", pero, a finales del siglo XIV, la codificación tiende a fijar definitivamente los contornos de las clases dominantes en la mayoría de las ciudades de Europa con autogobierno.

El vestido es una de las señales esenciales de la conveniencia social, hasta el punto de que la costumbre de las asambleas y las procesiones le asigna a cada parte del pueblo su papel y su lugar, identificable por la forma y el color. El vestido es, por consiguiente, el envite de un sordo conflicto entre el orden político y el movimiento económico; es objeto de una reglamentación que, en nombre del "bien común", tiende a refrenar todas las manifestaciones de la arrogancia de los particulares; son incontables las ciudades que promulgaron leyes suntuarias y fueron haciendo aumentar su rigor, durante los siglos XlV y XV, a medida que la prosperidad de las gentes de oficio y el lujo de los potentados hacían subir sus gastos. Cuando se mantiene en su sitio, en el rango que le ha asignado la Providencia, cada individuo participa de la armonía del cuerpo social, lo mismo si es un poderoso que si es un miserable: teoría de un orden intangible bajo la mirada divina y cuya expresión es la manera de vestirse. Eso mismo es lo que se deduce del volumen con los grabados de los distintos atuendos correspondientes a las profesiones publicado por Jost Ammamm en Augsburgo, a mediados del siglo XVI, sociología pintoresca basada en la apariencia vestimentaria.

Desde generaciones y generaciones, se reconocía al comerciante por su aspecto, al senador veneciano por el color negro que ostentaba, al judío por su estrella, y a la muchacha de mala vida por el amarillo de su falda: un proceso veneciano de finales del siglo XlV evoca a la pobre secuestrada en un tugurio y socorrida gracias a los alaridos que lanza cuando comprende, por los vestidos que le ponen, la suerte y el estatus que se le depara.

 

En el caso de las rameras, como en el de los reyes, el estereotipo de la función social impone un filtro que convierte la apariencia en signo, aunque con variaciones. Asimismo, el problema que la representación del vestido le plantea al historiador está en saber si la vida privada no era siempre precisamente la cara oculta de las apariencias. Del hombre público nos consta que en un momento u otro se despoja de su atuendo oficial, mientras que la vida privada es su lado cotidiano, que no se alcanza a atisbar salvo por azar, al otro lado de la puerta de la historia. En cuanto al hombre sin importancia, ¿es que no tiene más que una vida privada? ¿En qué medida puede su atuendo ayudarnos a imaginárnosla, puesto que al margen de los días festivos, en que se da tono, descansa o danza, lleva a la vista de todo el mundo una vestimenta práctica con la que trabaja? El trabajo al aire libre es muy poco compatible con la intimidad, y cuando el campesino se acuesta en su lecho, está lo mismo que el burgués, desnudo del todo.

Elementos de convicción

Hay por fortuna otro procedimiento de aproximación a la manera de vestir que, dando de lado a la representación que una sociedad ofrece de sí misma, se va derecho a las piezas o elementos de convicción: los guardarropas, identificados en todos sus detalles, tal como nos los revelan los inventarios notariales o las cuentas. Y no tanto los guardarropas de los príncipes, en los que puede resultar difícil distinguir entre lo de aparato y lo cotidiano privado: las prendas más comunes desaparecieron sin duda de ellos y la distinción entre unas y otras no tiene tanto que ver con la calidad de los tejidos como con la presencia o ausencia de las mangas bordadas, de las tocas adornadas con perlas, de los tocados complicados, de las capas de ceremonia; sino los guardarropas burgueses y campesinos, que equilibran la documentación, que amplían lo que las observaciones extraídas de la pintura y de los textos narrativos pueden tener de restringido. Todos esos despojos alineados ante el notario y descritos con unas cuantas palabras están más o menos usados ("un par de calzas viejas, dos capirotes, uno de ellos viejo"), y un golpe de vista estimativo distingue rápidamente las piezas del inventario que aún pueden hacer honor o ilusionar. Las contabilidades privadas añaden los precios a las descripciones, y permiten calcular lo que corresponde al tejido, a los adornos, a la hechura, así como evaluar el ciclo de renovación de un guardarropa o la proporción de los gastos de ropa en un presupuesto familiar.

Cuando de lo que se trata es de razonar sobre poblaciones que han destacado las diferencias sexuales o han adornado sus cuerpos más que cubrirlos, el análisis etnológico le enseña al historiador que la comodidad funcional del atuendo no era necesariamente su primera cualidad. Sin embargo, los guardarropas de los pobres, que son los que exponen con mayor impudor su vida privada ante el registro del notario durante los siglos XlV y XV, le conceden necesariamente toda su importancia, cuando dos o tres se componen de piezas, a la protección contra la lluvia o el frío: sombrero y pelliza hacen entonces su oficio.

Indumentaria campesina. En lo indispensable, en lo que no es temporal sino estructural, los inventarios llevados a cabo después de la muerte ofrecen, a través de Europa, una imagen monótona. Los inventarios pueblerinos de Borgoña, durante la segunda mitad del siglo XIV, tal como han sido estudiados por E Piponnier, revelan la presencia de una trilogía de base constituida por una saya, una pelliza y un sombrero. Cuando falta alguna de estas prendas, en muchas ocasiones se debe a que sirvió para pagar los gastos del entierro. La distinción entre indumentaria masculina y femenina se esfuma: el vestido (robe) designa, o bien el equivalente de la saya, o bien un sobretodo, o bien el conjunto de las prendas, del mismo modo que en Toscana, por la misma época, el "vestir" femenino se compone de dos túnicas superpuestas y de un manto. La pelliza es una prenda de piel vuelta o una especie de chaleco forrado de conejo y, para los más ricos, de gato. El sombrero de tela y, para los hombres, las calzas completan la silueta campesina. No nos olvidemos de la ropa interior, camisas de lienzo, calzones de dos perneras para los hombres,y ariadamos los toques de color que distinguen más netamente a los sexos: hombres y mujeres van vestidos de bayeta, un tejido mediocre pero muy cálido, que los hombres llevan las más de las veces en su color crudo, beige, mientras que las mujeres lo llevan teñido de azul; los sombreros masculinos son comúnmente azules, los de las mujeres a veces rojos, azules o blancos. En aquella sociedad rural, la prosperidad se adivina, aun cuando sea de mala ley, por el número de las prendas de vestir (una fémina de costumbres "irregulares" tiene cinco bonetes en su guardarropa) y por ciertos elementos de decoración, aportados por los vendedores ambulantes en su cuévano, y descubiertos por las pesquisas arqueológicas, en Rougiers, en Dracy, en Brandes o en Oisans: hebillas de cinturón y herretes de plata, aplicaciones metálicas para las bolsas o botones para los sombreros. Las alhajas son raras, fuera de algunos anillos; los guantes causan sensación: un mozo campesino se sirve de ellos como cebo para hacer la corte, en uno de los fabliaux.

La alta burguesía. Al final de la Edad Media se descubriría también una sobriedad vestimentaria análoga en los ambientes más modestos de las ciudades de Europa. Pero, hasta el presente, han sido los hábitos indumentarios de la alta burguesía los que han sido objeto de los estudios más sistemáticos y más afinados, lo mismo con vistas al análisis de la difusión de los tejidos fabricados en todas las plazas Europa que para la verificación de la eficacia de la legislación de suntuaria. Por ejemplo, en 1401, las mujeres de la burguesía de Bolonia tuvieron dos días para presentar a la apreciación de una comisión las ropas que tenían y que corrían el riesgo de caer bajo el peso de una ley sobre el lujo en el vestir; 210 prendas fueron confiscadas, y su descripción es una útil contribución a la historia privada del vestido en la medida en que permite conocer lo que, en el vestuario femenino burgués, se consideraba excesivo en relación con las normas del presupuesto familiar: lo que en particular dejó de admitirse fue la extraordinaria variedad del ornato. Estaban las estrellas de plata, las franjas y cordoncillos de oro trenzado, los bordados de rayos, de hojas, de animales, las guarniciones de pieles en el cuello o en las embocaduras de las mangas, los colores vivos que suponían el empleo de la cochinilla o del quermes, y eso sin hablar de las perlas o las pedrerías en los recamados. Efectivamente, cuando es posible calcular por separado el coste del tejido, de la hechura y de los adornos en el precio de un vestido, se averigua que en Florencia, en 1363, cuando Simone Peruzzi ofrecía a su mujer un corpiño audaz, los precios de tejido y hechura no representaban más de un 30% de la suma total, mientras que los botones de plata, los bordados de oro y el galón de oro representaban en conjunto el equivalente de 140 días de salario de un albañil. Escándalo comparable, si se lo pone en relación con las mismas normas, al de los gastos del aderezo de una prometida de la familia Strozzi, en 1447, equivalentes a 500 días de trabajo de un obrero cualificado: la guirnalda, con ochocientos ojos de cola de pavo real, con granos de oro "oscilantes", con perlas, con flores esmaltadas y hojas doradas a la veneciana, valía por sí sola 212 libras, o sea, un tercio del total. Sólo que Peruzzi o Strozzi, en sus gloriosos tiempos, escapaban a las restricciones. ¿Y qué representaba el guardarropa de una dama Spinelli, Gherardini de soltera, en 1380, o sea, 500 florines, valor de una veintena de prendas inventariadas, en comparación con los 50.000 florines que dejaba al morir su esposo, lo que equivalía al salario acumulado de ocho a diez años de trabajo de un albañil?

Economía y presupuesto de gastos suntuarios. Estas pocas cifras ponen de relieve la dimensión económica de un hecho social; establecen la distancia exacta entre el planeta de los ricos, que conocemos un poco, y el de los humildes, difícil de distinguir en la sombra; la vida cotidiana no tiene el mismo sentido para los unos que para los otros, ni el vestido, concebido en un caso como una obra de arte o reducido en el otro a su función de uso. La historia del hábito indumentario debe inscribirse por otra parte en una visión dinámica de la sociedad y, para no salir de Florencia, es evidente que una mujer de la burguesía contemporánea de Dante no sentía la tentación de gastar en su apariencia tanto como iba a gastar su nieta: sin evocar siquiera los cambios culturales y mentales, el mercado florentino no ofrecía antes de 1300 la diversidad de tejidos y tentaciones que ofrecería a comienzos del siglo XV.

Los extractos de una cuenta de tutela florentina del último tercio del siglo XIII ponen en evidencia el uso de tejido barato para las ropas de la madre de familia y de tejido de mejor calidad para la vestimenta de los chicos —stanford cálido y apretado para el invierno, sarga bermeja de Caen para el verano—, y sobre todo la renovación moderada del guardarropa: en cuatro años, la señora se permitió tres piezas nuevas, o sea menos de dos vestire completos.

Este sentido de la economía familiar encontraría su expresión en los consejos del Ménagier de Paris o en las cuentas privadas de muchos burgueses venecianos, franconianos o hanseáticos de los siglos XlV y XV. A la economía familiar —el nivel más bajo de los gastos necesarios— vienen excepcionalmente a superponerse ciertos desembolsos de ostentación, por ejemplo, los impuestos en cada generación por los matrimonios: ceremonias, regalos, constituciones de dote son la ocasión de gastos en telas, adornos y alhajas. Lucas Rem de Augsburgo recapituló con todo cuidado en su Tagebuch, en una sección especial, el precio del paño negro de Lindau, del terciopelo oscuro y del raso gris comprados para su ropa de matrimonio, así como el valor de los rubíes, del diamante y del zafiro que ofreció a su mujer, junto con el total de los gastos de recepción.

Gastos infrecuentes, en relación con el curso ininterrumpido de los gastos cotidianos o de los de equipo que supone, por ejemplo, el envío de un hijo al colegio o corno aprendiz a una ciudad lejana, Praga o Venecia: paño bueno y sólido, calzado confortable. Nada se gasta más deprisa que los zapatos, y los gastos de medias suelas, en el presupuesto familiar de Anton Tucher de Núremberg, en los primeros años del siglo XlV, escanden el paso de los trimestres con las necesidades de los hijos que crecen y gastan. El encargo de un traje nuevo para el escolar de diez años es un acontecimiento en la vida privada, y hay recuerdos duraderos vinculados a la impaciencia del chaval de diez años, cuya indumentaria, demasiado larga o demasiado corta, se ha pasado de moda. Cuando vuelve sobre su pasado, Hans von Weinsberg de Colonia evoca la silueta del hombrecito que abandonaba, en 1531, el domicilio paterno para ir de pensión con los frailes, en Emmerich: "Mi padre me hizo hacer una bata de paño color panza de burro, con muchos pliegues, unos calzones blancos, unas botas, y me encasquetaron un sombrero negro. Este fue mi atuendo corriente, durante todo el tiempo que estuve en Emmerich, y por cierto que unas ropas mejores no hubiesen servido de nada, porque allí los escolares no se sentaban en bancos, sino sobre el enlosado. Tenía además algunas prendas viejas, ligeras, de verano, pero que se me quedaron pequeñas". No cabe expresar con mayor claridad la selección de vestidos prácticos y duraderos así como la aprobación del hombre maduro a la decisión paterna, aun cuando ésta rebajara las ganas de aparentar del adolescente: lamentación de que lo nuevo fuese precisamente gris; una queja razonable. La función primordial del vestido corriente es que abrigue. La historia privada del vestido está hecha de estas banalidades, de los precios calculados al céntimo, de los suspiros de satisfacción o de lamento. Más allá comienza la historia del vestido público: lujo, moda, capricho, lo superfluo.

Vestido y comportamiento

Suntuoso o simplemente cómodo, el atuendo se halla estrechamente ligado a lo íntimo: uno se convence de ello con sólo ver el lugar que ocupa en los diarios de gastos, lo mismo que en las imágenes de sí mismo que suscita en el final de la Edad Media. Y si hay que volver ahora a las conveniencias y a los signos, esto se debe a que no se ha agotado su sentido al evocar los niveles sociales de la apariencia. El vestido es siempre más que la materia de que está hecho y sus adornos, se extiende al comportamiento, determina este último tanto como lo valora: señala las etapas de la vida, contribuye a la construcción de la personalidad y afina el contraste entre los sexos.

Ostentación y urgencia. Al final de la Edad Media, los hombres y las mujeres de las clases trabajadoras conservan, como ya se ha visto, una forma de vestir de base indiferenciada, y, al otro extremo, las formas públicas del aparato oficial dan a la silueta inmóvil de los poderosos el mismo manto de pesados pliegues forrado de pieles preciosas. Entre ambos, el dinamismo de la moda juega con las calidades de las telas y el corte para afirmar, en una evolución paralela, la separación de los sexos. Movilidad económica y aislamiento de castas y círculos privilegiados contribuyen a la aceleración, tanto en la corte como en la ciudad, de los ciclos de una moda más breve y más tiránica, que estiliza las formas hasta lo inverosímil, descubre o subraya mediante el relleno la estructura del cuerpo, alía lo combado y lo moldeado con lo plisado, lo hinchado, lo flotante y lo acuchillado. Una moda nerviosa, violenta, sofisticada, que exalta los escotes y las delanteras, én exponi dolas o sugiriéndolas. Renunciando al aspecto de un clérigo, el joven león hace notar sus músculos y sus articulaciones a fin de asemejarse a san Jorge o a los camaradas del rey Arturo. Es muy posible que la evolución de la armadura, al descomponer las formas por placas y empalmes, contribuyera a subrayar la arquitectura del cuerpo masculino y que el metal diera forma, hasta en los refinamientos de la extravagancia, a la simulación guerrera, altanera y caprichosa de la apariencia. A partir de mediados del siglo XV, el grabado difunde por Europa el modelo del mozalbete enamorado que hace de la conquista de una dama una empresa tan provocadora como un paseo militar.

Frente a esos rubitos arrogantes y seguros de sus encantos, cuya imagen nos ha conservado el retrato, desde Pisanello hasta Durero, la muchacha de la buena sociedad guarda una actitud mesurada. Su silueta, por tanto tiempo grácil, puede ensancharse al final de la Edad Media, pero la moda femenina, que sigue de lejos la evolución del atuendo masculino, se limita a destacar el talle, a escotar más o menos ampliamente los hombros, a velar o a descubrir la cabellera y el nacimiento de los senos; toca, tocado cónico (hennin), pañuelos o blonda, interponen entre lo público y lo íntimo delicadas y capciosas defensas. La seducción que inspira, la conquista a la que se abandona, no deben hacerle abandonar demasiado pronto el aspecto discreto que recomienda a finales del siglo XlV el caballero de La Tour Landry en su tratado de educación de las jóvenes.

El viaje hace en ocasiones descubrir en casa ajena lo que no se ha sabido ver en la propia. Petrarca describe en Colonia, en 133 3, la simplicidad, el frescor perturbador de un cortejo de mujeres que l evan a cabo a la orilla del Rin un rito incomprensible: "¡Qué apariencia", le escribe desde Lyon a su amigo, el cardenal Giovanni Colonna, "qué aspecto! (Que firma! quis habitus!) La cabeza ceñida de yerbas olorosas, las mangas recogidas por encima del codo, sumergían en la corriente sus blancas manos y sus brazos, mientras murmuraban en su lengua una dulce cantilena (...)". Sorprendente sentimiento de armonía, "tan lejos de la civilización", es decir, lejos de las imágenes refinadas y perversas que difunde una sociedad mediterránea más ágil y más libre. Pero a las jóvenes florentinas se las educaba en el mismo apego al pudor y a la dignidad que a sus contemporáneas de Francia o de las tierras del Imperio, si ha de juzgarse por el tono de las correspondencias privadas o por los temas de las homilías de san Antonio, arzobispo de Florencia a mediados del siglo XV. El sentimiento de conveniencia que rige el vestido y el comportamiento de las muchachas o de las mujeres casadas se expresa en toda Europa en términos análogos.

El sexo y la edad. Si las leyes suntuarias apuntan sobre todo a reprimir los excesos de la ostentación femenina, es en primer lugar en razón de una muy antigua misoginia del legislador medieval; y luego en función de una simbólica del poder masculino y de una concepción patrimonial de las relaciones entre los sexos. Una vez madura para el matrimonio —en tales términos describe precisamente el Poggio a las jóvenes bellezas suizas que contempla en 1416 cerca de Zúrich: "Puellae iam maturae viro (...) in dearum habitum ac formam"—, la muchacha se ha convertido en un capital ostensible, que la diferencia de edad entre los futuros esposos le promete a un hombre instalado, incluso a un vejestorio. Los reglamentos sobre el lujo o el monto de las dotes apuntan, entre otros fines, a frenar la concurrencia matrimonial, que hace que se suban las puestas.

En cambio, no hay ningún riesgo de ver al burgués casado, que comienza a llevar su diario, perpetuar en su porte las provocaciones que podía permitirse antes de establecerse: al enterrar su vida de muchacho, corre un tupido velo sobre las locuras de su juventud desaparecida y no tolerará que su joven esposa se emperifolle o se ponga en evidencia en su mundo privado. Las pedrerías de la dote, las formas que se ocultan con todo escrúpulo, las armonías de colores más discretos, y ya tenemos al "comerciante perfecto" y su familia, según Francesco Sasseti: rostro jovial pero con la estampación de la gravedad, porte de buen tono, movimientos y ademanes estudiados. Aun cuando sea más joven, el "perfecto cortesano", que anuncia al honnéte homm e del siglo XVll, ha de componer sus maneras, ente las que juega su papel la indumentaria. Introducido en escena por Baldassare Castiglione, que resucita los diálogos mantenidos en el entorno de Lorenzo el Magnífico, el hombre de gusto es el que combina con el buen parecer una elegancia bien calculada. Como discriminador social, el vestido ayuda también al individuo a construir su apariencia de acuerdo con las edades de la vida: la moda tiene su momento en la juventud, periodo resplandeciente entre el gris de la niñez y los colores apagados de la madurez y la vejez.

Efectivamente, durante los años de juventud y formación es cuando el vestido permite expresar sentimientos personales. No fue privilegio exclusivo del final de la Edad Media poder dar a entender mediante detalles codificados en la apariencia, gustos, intenciones y deseos; seguir la moda es algo que consiste, en todos los tiempos, en plegarse a lo que está en boga y domina mientras uno se esfuerza por distinguirse de los demás. Pero, en las postrimerías de la Edad Media, son varias las corrientes que contribuyen a fortalecer la voluntad individual de distinción: el poder organizador del Estado que convierte en súbditos a los hombres libres, el endurecimiento progresivo de las instituciones que impone la pertenencia a determinados círculos, o el favor persistente de las novelas de caballería, que hace del rey Arturo y sus pares otros tantos modelos para las testas coronadas, desde Carlos VI hasta Carlos VIII. La invención de sí mismo, que los jóvenes de buena cuna llevan a cabo, pasa por el aprendizaje del ceremonial y los símbolos: durante el reinado de Carlos IV la moda personal, nacida en la corte de Francia, sirve de asombroso contrapunto al reforzamiento de la etiqueta.

Signos y códigos. Las armas, las divisas y las libreas inscriben su activa presencia en el amplio grupo de camaradas y amigos como signos distintivos, como signos de reconocimiento de los orígenes militares y de las virtudes familiares y políticas. Las pesquisas genealógicas de los notables toscanos se basaron con frecuencia en estos indicios, y el memorial del caballero Georg von Ehingen, noble franconiano de mediados del siglo XV, describe la paciente reconstrucción del patrimonio familiar vinculado a cruces, escudos de armas y blasones esparcidos entre el Main y el Danubio. Los signos se multiplican en el otoño de la Edad Media y regimentan la sociedad: eso representan los "clubs" o Stuben de los notables renanos, hanseáticos o sajones; o las compañías de jóvenes patricios, como la Calza veneciana, que Carpaccio representa con su vestimenta distintiva; o el extraordinario desarrollo de cofradías, cuyas procesiones despliegan sus largas filas de cogullas y cirios de diferentes colores. Incluso los juegos públicos como el Schembartlaufen de Núremberg o el Palio sienés, dan lugar a imágenes de multitudes organizadas de acuerdo con figuras heráldicas que proyectan en el espacio y hacen evolucionar determinadas representaciones codificadas. Las órdenes de caballería laicas, que se crean por toda Europa a

 


partir del segundo cuarto del siglo XlV, designan públicamente a quienes, mediante una cruz, un cordón o una capa, se reconocen sometidos en conjunto a una disciplina libremente consentida en virtud de un voto privado.

También se extiende la costumbre de distribuciones anuales por los príncipes de prendas de vestir uniformes, que atestiguan la liberalidad de los grandes y congregan bajo la misma insignia y los mismos colores a todos aquellos que apelan a su poder. Se han conservado los libros de trajes de las casas de Sajonia y Baviera, de finales del siglo XV y comienzos del XVl: los duques se complacían en hacer desfilar aquellas tropas de servidores marcados con su sello, al tiempo que adornaban periódicamente sus libreas con nuevos detalles que las ponían al gusto del día. Dentro de esta tradición imperial, el ejemplo burgués, en pleno Renacimiento, fue la distribución por la casa Fugger a todo su personal de trajes de ceremonia para la celebración uniformada del matrimonio —en rojo— y del fallecimiento —en negro— de los jefes de la firma.

El aprendizaje de la apariencia. En relación con estos sistemas codificados, la libertad de elección indumentaria supone un aprendizaje que evita las equivocaciones y hace perceptibles las alusiones.

Dos de los textos literarios franceses de mediados del siglo XV en los que el aprendizaje de la apariencia es un elemento esencial de la formación son obra de hombres de acción, acostumbrados a la estrategia de los signos: Le jouvencel (El mozalbete), de Jean de Bueil y Jehan de Saintré, de Antoine de La Sale. Este último introduce en escena a un muchacho de trece años al que una noble dama ayuda a inventar su propio sistema de reconocimiento; en el clima de cortesía y educación amorosa que define esta novela, el joven construye laboriosamente la expresión pública de sus sentimientos íntimos. Interrogado por la dama sobre sus paramentos, Saintré describe el escudo de armas que se está forjando: "Hay uno de damasco negro, cuya obra está toda entretejida de hilo de plata, y el campo todo lleno de penachos de plumas de avestruz verdes, violetas y grises en tonos vivos, orlado de penachos blancos de avestruz, moteados de penachos negros así como armiños (...)".

 Matthäus Schwarz (1497-1574), Trachtenbuch. A la edad de veintisiete años, el joven director financiero de la casa Fugger de Augsburgo conserva el recuerdo de un traje con clave que usó durante una fiesta. (París, Bibl. Nac.)

Pero la invención no puede ser una creación total, sobre un telón de fondo tan plagado de signos. Supone la adquisición de un vocabulario y de una gramática. Nos encontramos con monogramas, con divisas bordadas —la de Carlos de Orleans, la de Margarita de Borgoña o las de personajes de segunda fila, que valdría la pena reunir para estudiar sus referencias—, con emblemas heráldicos basados en la fauna y la flora, o que inventan especies desconocidas, así como con todo el lenguaje del color, en el que se fundamentan una tradición de simbolismo místico y culto y el fondo común de representaciones moralizadas: cuando Carlos VII participa en una justa como caballero verde, la corte comprende la alusión caballeresca: los florentinos no ignoran que "vestido rojo" designa al hombre rico desde comienzos del siglo Xlll; Matthäus Schwarz, cuando se pone una corona de rosas sobre sus cabellos grises, piensa tal vez en el sombrero de flores de Lancelot; y Ana de Bretaña pronuncia una proclama política cuando lleva luto por Carlos VIII de negro, como en Bretaña, y no de blanco, como en el reino. En suma, todos los compromisos del individuo a través de la apariencia son susceptibles de glosas; unos pertenecen ya al dominio público y emiten mensajes perfectamente claros, otros introducen una parte de libertad en el campo de las obligaciones; y otros, en fin, no expresan sino compromisos privados, comprensibles para uno solo o para unos pocos elegidos: secreto provocador, acertijo, adivinanza, desde las penas de amor de un corazón vulnerado hasta la apuesta entre amigos. Matthäus Schwarz, en su Trachtenbuch, se representa ataviado con el mismo atuendo que los camaradas de juventud, haciendo acto de presencia en un baile con un reloj de arena fijado a su pantorrilla: nunca podremos ya averiguar nada sobre el lenguaje de una velada.

La moda, la edad y la memoria. Cargado con todas las implicaciones culturales, económicas y sociales que se acaban de evocar, el vestido sirve también de referencia biológica al individuo que rememora su pasado. Numerosos autores de finales de la Edad Media y comienzos de los tiempos modernos asocian la memoria de su apariencia personal con acontecimientos de la vida privada o pública; revelaciones llenas a veces de verdad psicológica, cuando el hombre maduro vuelve por distracción o con emoción sobre la silueta ingrata de su adolescencia, envarada en una vestimenta demasiado larga: tal es el caso del joven conde de Zimmern, que nos cuenta su disgusto al ver el poco caso que sus padres hacían de la moda y su tentativa por conseguir que el sastre impusiera el traje corto que él anhelaba secretamente. Sentimiento del tiempo que pasa, asociado a los comentarios poco amables sobre la vestimenta de los jóvenes, por ejemplo, en la crónica de Limbourg, entre 1360 y 1370, o en la crónica doméstica de Konrad Pellikan de Ruffach, en la que el autor se acuerda de la mala impresión que dejaba por su exageración la moda traída por los lansquenetes alrededor de 1480.

El documento más novedoso sobre la manera de vestir a finales de la Edad Media y durante la época del Renacimiento es sin duda alguna el Trachtenbuch de Matthäus Schwarz, especie de autobiografía de la que ya se ha hablado: una historia mediante viñetas comentadas de sus propios hábitos vestimentarios; no de los públicos, que son, según él, atuendos de Carnaval, sino de los diseñados y ejecutados según sus instrucciones por su sastre para diversas ocasiones de su vida privada, tales como aniversarios, matrimonios y fiestas. Este proyecto adquiere toda su consistencia por dos razones: de una parte, por la intención manifiesta de comparar la evolución de la moda actual con las vestimentas de generaciones pasadas, de suerte que Matthäus Schwarz es sin duda el primer historiador del vestido, atento a los cambios y a los ciclos; y de otra, por el doble propósito de transformar en crónica de la vida privada lo que no era más que un catálogo de prendas de lujo, y remontar el curso del tiempo hasta los primeros recuerdos perceptibles, "como en medio de una nebulosa" a la edad de cuatro años, y luego, más atrás aún, alcanzar la verdad de los comienzos, en los pañales, "el primer vestido" de este mundo, y el vientre materno "donde me hallaba escondido". Como indicador del tiempo privado, la vestimenta de los inicios se corresponde con el atuendo doméstico del anciano, debilitado por un infarto ("la mano de Dios") y que deambula por su casa a pasitos, embutido en una hopalanda negruzca, con su cachaba y su bonete.

Llegados a este grado de resonancia intimista, ya no falta más que el cuerpo desnudo, el mismo que aproxima, en la confusión de todas las clases sociales, al enfermo en su lecho, al comerciante solícito, al pordiosero que tirita de frío y al príncipe vestido de seda. En virtud de una pirueta que no carece de profundidad, Mattháus Schwarz propone, en medio de su libro, su propio cuerpo bajo sus dos aspectos, "con la gordura que había adquirido", dice de sí mismo con humor.

El cuerpo desnudo

La desnudaz

Protección u ornato, el vestido es la última envoltura de la vida social antes de los puros misterios del cuerpo. Volvamos por un instante al maestro peletero de Lucca puesto en escena por Sercambi y a su temor de perder en el baño su identidad al mismo tiempo que se despojaba de sus hábitos: siglos de vigilancia cristiana y de prohibiciones moralizantes le impiden reconocerse en su cuerpo opaco.

La desnudez es el signo de una regresión con respecto al orden colectivo, de una ruptura con los círculos de la sociabilidad medieval; hasta en los tímpanos de las catedrales, elegidos y precitos aparecen todavía vestidos. La desnudez femenina es la lujuria malsana y pelirroja, tal como la ve Pisanello; es también la exhibición forzosa de las prisioneras cautivas entre las que un emperador de novela escoge una mujer, o son escenas de violencia al resplandor de las antorchas. Én cuanto a la desnudez masculina se asocia en las representaciones literarias a los fantasmas de la locura o la vida salvaje: el niño-lobo y el caballero enajenado carecen de memoria y de gestos controlados, y se hallan recubiertos de una nueva piel; en la catástrofe del baile de los Ardientes, que franqueaba los límites de lo conveniente al introducir en la corte de Carlos VI al hombre salvaje, la opinión común vio la sanción de lo prohibido. Finalmente, en el ceremonial de las ejecuciones públicas, los condenados que se presenta a la contemplación de la muchedumbre se ven privados de sus vestiduras: los ahorcados de Pisanello, los de Villon, los dibujos de Andrea del Sarto para las pinturas infamantes de los capitanes florentinos de 1530, son otros tantos espantosos y grotescos títeres en camisa.

Gloria y suplicio. Estas imágenes y escenificaciones nos ofrecen sin duda ciertos paroxismos obsesivos del cuerpo; lo que tienen en común unos con otros es la privación violenta, escandalosa, degradante, del vestido que hace sentirse seguro y distingue. Pero tampoco faltan otras imágenes que hacen de la desnudez una invención de la cultura cristiana: Adán el glorioso y Jesús el supliciado imponen al pueblo fiel los dos extremos de la historia de la Creación y de la Redención, esplendor del cuerpo virgen y dolor del cuerpo martirizado. A finales de la Edad Media, este espectáculo simbólico se encarna: la lengua alemana no dispone más que de un solo vocablo para la carne del cuerpo viviente y la carne de comer, Fleisch, y semejante ambigüedad expresa a la perfección el peso humano, en la pintura del norte de Europa, que habita a partir de comienzos del siglo XV la desnudez triunfante de Adán y Eva y la desnudez de Cristo torturado hasta la muerte. Se ha retenido a veces del realismo las lecciones tenebrosas: el virtuosismo de los artistas y las expresiones de una piedad morbosa han multiplicado las representaciones de la carne muerta. De la Pietiá de Enguerrand Quarton a los Vesperbilder germánicos y al Cristo muerto de Mantegna y, para concluir, a la predela de Holbein, del Museo de Basilea, que ofrece el tamaño del ataúd para este cadáver solitario, hay un impresionante recorrido por el camino de la salvación.

Pero el nuevo Adán cumple las promesas hechas al cuerpo glorioso del primer hombre. Adán y Eva, en los paneles del Cordero místico de Van Eyck, presentan por primera vez en la historia de la pintura occidental la tez, el vello, las redondeces o los repliegues que sugieren la circulación de la sangre y el aliento de la vida; o se estremecen en su desnudez ejemplar bajo el cincel de Rizzo, en Venecia; pintados o grabados por Durero, adquieren toda la elegancia que la antigüedad recobrada imprime sobre sus ademanes armoniosos. Son imágenes sosegadas y nobles que amansan el cuerpo de la juventud y que pregonan la belleza un del mundo, en el que el hombre se ha convertido en la medida de todas las cosas.

Es posible que el primer estudio de un desnudo posando ante un pintor sea el dibujo de Durero, fechado en 1493, y que representa a una joven desnuda de pie. Ha dejado caer sus ropas pero conserva sus babuchas de casa, que la aíslan del suelo frío mientras posa. Este detalle de la vida privada le otorga su nueva fuerza al estudio de este cuerpo expuesto sin pretexto alguno ni segundas intenciones a la mirada que lo escruta lo mismo que escrutaría una flor o un fruto. Ahora se puede medir el camino recorrido desde la Eva metafísica de Autun, que no dejó ninguna huella de su gestación; la joven alemana de 1493 es uno de los innumerables retratos posibles de Eva en el siglo XV y ni siquiera se la toma como su modelo.

El diálogo entre el hombre y su imagen, tal como se la remiten los artistas, participa de la nueva conciencia que los hombres y las mujeres de finales de la Edad Media tuvieron de la revelación de su cuerpo. Y ello aunque no se hicieran ilusiones sobre el cuerpo delicioso y pecador, del que el alma habría de escapar con el último suspiro para ir a habitar en la sombra el cuerpo doliente del purgatorio.

Frente al desnudo reconciliado del otoño de la Edad Media, que nadie espere que va a poder conocer por fin la intimidad. Lo privado se nos escaparía, si creyéramos encontrarlo dispuesto a revelársenos bajo la capa de las convenciones y los signos. No se alcanza lo íntimo igual que se pela una cebolla. La intimidad es ciertamente el último círculo de lo privado, ¿pero pasa necesariamente por el cuerpo ofrecido, despojado, asediado? Si levantara los edredones de los lechos "bien arreglados", linterna en mano, el medievalista no hallaría sino cuerpos desnudos y dormidos. La desnudez supone una mirada, una mirada percibida, y luego la llamada que resonó en el paraíso de los primeros días. Tratemos al menos de sorprender, en esta etapa, la mirada que los hombres y las mujeres del final de la Edad Media dirigieron a su propio cuerpo.

Las funciones naturales. Si la salud del cuerpo es un elemento determinante de la vida privada de los individuos, la única forma de aproximarse a semejante verdad tendrá que apoyarse en el análisis de los hechos estadísticos.

Puesto que se posee sobre los individuos, a partir del último tercio del siglo XIV, una documentación iconográfica mucho más amplia y fiable que para las generaciones anteriores, valdría la pena considerar como una población estadística el conjunto de los retratos conservados por clases de edad y por regiones, a fin de intentar, mediante fotografías de grupo, una aproximación a su salud física. A través del filtro de la pintura, extraeríamos sin duda de este examen la impresión de que los notables urbanos estaban bien alimentados, si bien ciertos detalles no dejarían de revelar, tal vez, complexiones o afecciones esclarecedoras para la historia fisiológica de un medio social. O por lo menos una clasificación por temperamentos, del sanguíneo al melancólico, ya que los secretos del carácter se desenmascaran, según el Calendario de los pastores, gracias al semblante. La tez, fruto de decocciones internas, es esencial en la Edad Media para la percepción de la identidad personal hasta el punto de que las heroínas de novela se tiñen simplemente el rostro a fin de pasar inadvertidas. Bajo la piel y la tez, el esqueleto. La estatura es también una señal, cuya medida estadística merece la pena de emprenderse: tamaño de las piedras sepulcrales y de las estatuas yacentes, gálibo de las armaduras, cuyas colecciones se hallan dispersas por toda Europa, y que no dan la impresión de que los guerreros que intervenían en las justas y los jefes fueran de talla reducida. Pero son sobre todo las investigaciones sistemáticas emprendidas a partir de las sepulturas rurales las que están enriqueciendo desde no hace mucho tiempo el conocimiento histórico sobre la parte más numerosa de la población europea de finales de la Edad Media. Los campesinos, que no disponían de tiempo para discurrir sobre los temperamentos, tenían, a buen seguro, la tez curtida o tostada. Así es como los describen los textos literarios que los sacan a escena. Los escasos retratos que los captan como personas y no como estereotipos ponen de relieve el vigor y la salud del modelo, como la de la mujer eslovena que posó tan sonriente para Durero, o la del barbudo con gorro de piel de cordero que se prestó al juego ante Lucas Cranach el Viejo.

Las apasionantes averiguaciones que se están desarrollando a partir del examen de los esqueletos, como las llevadas a cabo en Saint-Jean-le-Froid por F. Piponnier y R. Bucaille, han aportado nuevas conclusiones sobre la constitución física, el régimen alimentario, y hasta los grupos sanguíneos de ciertas poblaciones rurales. A diferencia de los mineros, como los del villorrio de montaña de Brandes en Oisans, expuestos al saturnismo y a las deformaciones óseas debidas a sus condiciones de trabajo, los campesinos de Borgoña han dejado señales irrefutables de su buen estado de salud: bien plantados, poseían una excelente dentición, y sus huesos no presentan huellas de enfermedades crónicas. No hemos de extender a toda Europa el resultado de unas encuestas iniciales, pero sí cabe comprobar, con M.-Th. Lorcin, que la arqueología confirma en este caso la imagen que nos ofrecen del hombre del campo textos como los fabliaux, y las novelliere de Sercambi, o miniaturas como las de Las muy ricas Horas del duque de Berry. Los personajes representados aparecen en la plenitud de sus fuerzas; poseen la frescura inocente y brutal que Emmanuel Le Roy Ladurie advierte en la población de Montaillou; cumplen con toda su energía las funciones naturales del cuerpo, comer y beber, evacuar y hacer el amor.

Alimentarse. Un cuerpo como éste en buen estado se halla sin duda mejor alimentado a finales de la Edad Media que en siglos pasados. Los supervivientes de la peste negra y sus descendientes conocieron, al menos en algunas regiones, condiciones materiales de vida bastante mejores, si se tienen en cuenta índices como la elevación de la productividad cerealista, el fuerte consumo de carne en todos los medios urbanos que las fuentes permiten entrever y el aumento considerable del consumo de vino y cerveza, desde Gascuña hasta el Báltico y Europa central entre los siglos XIII y XVl. Los salarios en especie entregados en las mismas obras en construcción, la comida habitual de los enfermos hospitalizados o el régimen equilibrado de calorías que ha estudiado L. Stouff en Arles correspondiente a mediados del siglo XV, dan la impresión de presupuestos menos apretados y de una atención mayor prestada al valor nutritivo de los alimentos; impresión de conjunto que no debe hacer olvidar ni las cortes de los Milagros, ni el vagabundaje de la miseria entre las tierras baldías y las ciudades superpobladas, ni las víctimas de las incursiones armadas y de la guerrilla, ni la falta de resistencia incluso de los mejor alimentados ante el contagio epidémico. Comer bien sigue siendo para muchos, como para Till Eulenspiegel, una realidad intermitente que suplen olores y aromas de la cocina de los ricos; el país de Cucaña es el territorio onírico de los placeres insaciados, donde hay de todo (el país de Jauja de los proverbios españoles); y las francachelas rabelesianas se inscriben en una tradición que celebra ciertos ritos de sociabilidad comunes a todos los grupos sociales, por más que sean ocasionales. Entre las funciones naturales del cuerpo, comer y beber, en casa o fuera de ella, en la posada, suponen compañía: beber del mismo jarro es la base de la buena educación, porque, ¿quién beberá el primero? Emmanuel Le Roy Ladurie ha hablado de una "cultura de la promiscuidad".

Las restantes funciones son más discretas, y ello en todas las sociedades; la relativa riqueza de la documentación de los siglos XlV y XV ha dejado textos sobreentendidos, pero no imágenes, sobre la evacuación y el coito, dos funciones que la anatomía ha aproximado en su localización corporal. Hay textos médicos y quirúrgicos, pero M.-Ch. Pouchelle ha puesto de manifiesto que la imaginación de sus contemporáneas situaba a sus autores entre los basureros y los carniceros.

Evacuar. El cirujano Mondeville, autor de la primera obra consagrada en francés al cuerpo entreabierto y demostrado, fue quien embalsamó a Felipe el Hermoso y a Luis X el Testarudo, y pudo observar también las partes menos nobles del cuerpo, situadas bajo el diafragma, allí donde, después de haber sido elaborados los humores nutritivos, se acumulan y se purgan los desechos.

Son bien conocidos los problemas edilicios con los que se encontraron al final de la Edad Media organismos urbanos de todos los calibres, al tratar de controlar la evacuación de los desechos. Comisiones de notables y arquitectos jefes de los municipios deliberaron sobre problemas cotidianos que no son otra cosa que la multiplicación de problemas familiares e individuales. Una mirada a la vida privada, desde este punto de vista, es una mirada a los retretes. Escapar a la promiscuidad quiere decir tener retretes y excusados donde uno puede aislarse un instante. Los castillos y las ciudades rodeadas de murallas cuentan con sus letrinas públicas, que dan a los fosos y las zanjas; se las encuentra dispuestas aún en la sala de guardia del castillo de los condes de Gante. La ciudad de Núremberg disponía en el siglo XV de sentinas abiertas, paralelas a la parte de atrás de las casas y perpendiculares al río; los residuos que se acumulaban allí, por falta de agua corriente, tenían que acarrearse periódicamente y sacarse fuera de las murallas. Las cuentas de reparaciones en los castillos de los duques de Borgoña y los procesos por problemas de vecindad estudiados por S. Roux en la montaña de Santa Genoveva muestran los gastos del confort privado; cuando Durero entra en la fonda, en Venecia, en 1506 no deja de indicar los retretes que hay, en el plano, piso por piso, que dibuja de la casa.

Hay ocasiones en que la inevitable promiscuidad ultraja el pudor; por ejemplo, el largo viaje en galera que impone a los peregrinos que navegan hacia Jerusalén, mezclados todos ellos, la mirada mutua e involuntaria sobre sus respectivas posturas íntimas. El fraile dominico Félix Faber de Ulm, que viajó en dos ocasiones a Tierra Santa, en 1480 y en 1483, redactó un texto de un crudo realismo para uso de sus sucesores: el aventurero, una vez vuelto a la celda íntima de su convento suavio, narra sus aventuras y da públicamente algunos consejos de conducta privada:

"Como dice el poeta: mierda a punto es carga insoportable (ut dicitur metrice: maturum stercus est importabile pondus). Algunas palabras sobre la manera de orinar y de cagar a bordo.

Cada peregrino tiene junto a sí sobre su yacija un orinal — recipiente de barro, o frasco— en el que orina y vomita. Pero como aquellos lugares resultan estrechos para la muchedumbre que albergan, además de oscuros, y con tantas idas y venidas, es raro que los dichos recipientes no se viertan antes de la madrugada. Por lo regular en efecto, impulsado por una necesidad apremiante que lo obliga a levantarse, un desgraciado derriba a su paso cinco o seis orinales, extendiendo así un hedor intolerable.

Por la mañana, cuando los peregrinos se levantan y les pide gracia su vientre, suben al puente y se dirigen a proa donde, de un lado y otro del espolón, hay dispuestos distintos retretes. No es raro que se forme delante de estos lugares una cola de trece o más personas que aguardan a tener sitio en el asiento, y no es apuro sino irritación lo que se manifiesta (nec est ibi verecundia sed potius iracundia) cuando alguien se retrasa más de la cuenta. Yo comparaba de buena gana esta espera con la de las gentes que se confiesan en tiempo de Cuaresma, cuando, de pie, se irritan a causa de las confesiones interminables y aguardan su vez de mal humor.

De noche, es una ruda empresa la de acercarse a los retretes en razón de la muchedumbre acostada y dormida de un extremo al otro de la galera. El que quiera acudir a ellos ha de pasar por encima de más de cuarenta personas, y a cada paso saltar de una zancada sobre alguien; entre un paso y otro corre el riesgo de dar un puntapié a un pasajero o de resbalarse entre dos peldaños y caer hacia atrás sobre un durmiente. Con sólo que roce a alguien no tardan en oírse las injurias. Los que no tienen miedo ni sufren vértigo pueden subir a proa trepando por los costados del navío y propulsándose de cuerda en cuerda, cosa que hice algunas veces a pesar del riesgo. También se puede, saliendo por las escotillas de los remos, pasar asiéndose de un remo a otro; pero este procedimiento no es para gente medrosa, porque sentarse a horcajadas sobre los remos es peligroso, y los mismos marineros no suelen hacerlo.

Pero las dificultades aumentan con el mal tiempo, porque los retretes se hallan entonces batidos constantemente por golpes de mar y los remos colocados encima de los bancos. Ir al excusado en plena tormenta es exponerse a quedar completamente empapado, hasta el punto de que hay viajeros que se quitan las ropas y van al retrete totalmente desnudos. En este recorrido, el pudor (verecundia) tiene no poco que sufrir y no dejan de sobresaltarse las partes pudendas (veremunda). Los que no están dispuestos a hacerse notar de esta manera van a agacharse en otros lugares que no dejan de ensuciar, lo que da lugar a escándalos, grescas y desconsideración a las personas honorables. Los hay, en fin, que utilizan sus bacinillas al lado de su camastro, cosa infecta que envenena a los vecinos y que sólo se les puede tolerar a los enfermos, con los que hay que tener consideración: las palabras no son capaces de encarecer lo que tuve que soportar de un vecino de cama que estaba enfermo.

El peregrino ha de poner cuidado en no aguantarse las ganas, llevado por un falso pudor, y en no dejar tampoco libre el vientre: las dos actitudes son perjudiciales para el viajero embarcado. En la mar se estriñe uno con facilidad. Yo le daría al peregrino un buen consejo higiénico, y es que fuera cada día dos o tres veces a los retretes, aun cuando no sienta una necesidad espontánea, a fin de contribuir con discretos esfuerzos a favorecer la evacuación; no tiene porqué desesperar si a la tercera o cuarta vez no se ha producido aún. Que vaya con frecuencia, que se desate el cinturón y todos los nudos de sus vestidos sobre pecho y vientre, y conseguirá evacuar aunque tenga piedras en el intestino. Este consejo me lo dio un viejo marinero, una vez en que yo me encontraba terriblemente estreñido desde hacía varios días; mientras que en la mar no es nada seguro tornar píldoras o supositorios (pilulas aut suppositoria accipere), porque si uno se excede en la purga los inconvenientes pueden ser más graves que el estreñimiento".

El enorme interés de este texto, basado en una experiencia personal, radica sobre todo en inscribirse como un jalón precursor en la descripción de la intimidad corporal. Con más humor que Samuel Pepys y menos narcisismo perverso que James Joyce, el dominico de Ulm hace entrar en el dominio público las funciones naturales menos brillantes. Embarque obliga: conveniencias y pudor se dejan entre paréntesis, y todo el mundo queda expuesto a su vez a las miradas de los otros. Mediante juegos de palabras, una comparación irreverente y el análisis razonado de situaciones digno de un Kriegspiel, la buena salud de fray Félix ofrece sobre un capítulo delicado una serie de variaciones propias de un moralista que se precia de saber escribir. La información que proporciona sobre la existencia de supositorios merece también subrayarse, lo mismo que la transmisión oral de prácticas de salud —en este caso de hombre a hombre— que economiza prescripciones médicas. La imaginación del autor disculpa incluso los movimientos incontrolados que suscita la mirada sobre el sexo de los demás: al contrario que lo escrito tres siglos antes por Guibert de Nogent en su autobiografía, tales movimientos no revelan malos pensamientos, sino la existencia de complejos mecanismos que la mirada pone en marcha: todos los movimientos del cuerpo radican en el espíritu.

Hacer el amor "Félix conjunctio ...", exclaman con regocijo los Carmina Burana. Entre las voluptuosidades físicas dejadas en el pergamino por los monjes de Ottobeuren y las canciones de amor

 Miguel Ángel, El rapto de Ganimedes. (París, Bibl. Nac.)

del Renacimiento corre una fresca tradición del placer físico que atraviesa, enriqueciéndose a cada paso, el final de la Edad Media. Paseos galantes, discursos amorosos, escarceos que retrasan las caricias y avivan su espera, aquellos siglos fueron sin duda menos reservados que los precedentes a este propósito: ¿pero cuál es la separación entre las canciones y los actos?

Perfectamente privada por naturaleza, la unión carnal se vio rodeada por la sociedad medieval de ritos publicitarios, cuando se trataba del acto que fundaba una familia, hasta extremos como el del lecho nupcial en que se acuestan los recién casados bajo la mirada de sus allegados, o la jubilosa exposición de las sábanas al día siguiente de la consumación del matrimonio. Pero no se deja al desnudo a la recién casada, ni la posesión, ni el placer. El acto sexual, lo mismo el primero que los siguientes, el legítimo como el furtivo, necesita la sombra y el retraimiento. Entre los ricos, el sentimiento de las conveniencias ha expurgado con todo cuidado en los textos concernientes todo aquello que pudiera tener que ver con los preliminares del amor físico: sólo escaparon algunas imágenes, como por ejemplo la del rey Luis el Bávaro, solo en su palacio, con la excepción de los familiares necesarios para su servicio, muy atareado en acoger en su lecho a su segunda mujer, Margarita de Holanda, de la que se hallaba muy enamorado.

Pero las únicas imágenes autorizadas de la cópula son monstruosas o fabulosas; de un lado, los demonios que poseen a una de sus víctimas, que aparece perdida en un bestiario; del otro, Leda, perfecta mujer de mundo acosada por su cisne, o Ganimedes, extrañamente trastornado por el águila de Miguel Ángel. Entre ambos, la banalidad que no hay por qué mostrar.

Disponemos, para el final de la Edad Media, de algunos tipos de textos que nos permiten imaginar los comportamientos sexuales a partir de ciertos discursos amorosos, de algunos gestos descritos, de códigos normativos y de procesos que designan, juzgan y condenan. ¿Es posible reconstruir la normalidad con casos singulares y reglas generales? Cuando san Antonio de Florencia exhorta a las madres a que acudan al sermón con sus hijas a fin de que estas últimas se instruyan en las prácticas contra natura que, en su ignorancia, corren el riesgo de aceptar en su vida de mujeres casadas, podemos advertir, de una parte, una sorprendente libertad de expresión pública sobre la sodomía en la pareja y, de otra, un reflejo evidente de la práctica: ¿pero decidió el santo arzobispo intervenir públicamente tras algunas confesiones inquietantes, o porque la mayoría de sus ovejas le había llevado, a fuerza de revelaciones concordantes, a sentirse alarmado?

En las deposiciones bajo juramento —que tanto nos han enseñado sobre los feligreses de Montaillou y su cura—, el acto sexual aparecía como la satisfacción de una necesidad elemental de los hombres, que encuentran siempre, de grado o por fuerza, su pareja. La violencia forma a veces parte del juego: la castellana de Montaillou tiene que ceder ante el deseo del primo del cura. La situación se invierte en algunas ocasiones; el vicario Barthélemy Amilhac refiere la conversación siguiente: "Ella me dijo: 'Ven esta noche a mi casa', cosa que hice. `¿Para qué me quieres?' Y ella me dijo: 'Te quiero. Quie ro acostarme contigo'. Y yo le dije: `De acuerdo'". Sancta simplicitas ... En Montaillou, el placer garantiza la inocencia de una unión, sobre todo cuando la diferencia de edad entre esposos le proporciona una oportunidad al ambicioso que codicia a una "mal maridada"; es el tema por excelencia de la literatura de la lengua de oc, ilustrado en el siglo Xlll por la novel., Flamenca.

El mismo apresuramiento y los mismos jadeos nos transmite la lectura de las actas judiciales, cuando hay de por medio violencia, y el placer es algo que se arranca al cuerpo sometido; pero entre ambos elementos de la pareja es muy frecuente la diferencia de condición. Se trata de mujeres honestas de las que se ha ahusado, de muchachos y chicas jóvenes víctimas de trastornados. Mientras su maestro se retrasa un día de 1412 por jugar al ajedrez en un albergue de Venecia a dos pasos de la casa de ellos, los dos hijos de un rico sedero, Amado di Amadi, son arrastrados a la trastienda y violados. No es cierto que la homosexualidad, horriblemente sancionada entre adultos, fuera solamente un fenómeno urbano, como parece creerlo Jacques Fournier a lo largo de sus pesquisas entre los cátaros meridionales. Es más bien un hecho que tiene que ver con un tipo de edad y que se da en todos los ambientes. Los hábitos de promiscuidad en el lecho y los contactos consiguientes —Arnaud de Verniolles, uno de los personajes de Mon taillou, fue iniciado en Pamiers a la edad de doce años por uno de sus camaradas nocturnos—, la costumbre de vivir entre muchachos durante diez o quince años antes de establecerse bastaría para hacer comunes, hasta el tiempo del matrimonio, juegos más o menos atrevidos con el cuerpo de los propios compañeros. Todavía es más escasa la información sobre las muchachas entre ellas, si se tiene en cuenta que la vida del gineceo les resulta sospechosa a los misóginos — "Las mujeres tienen conversaciones torpes cuando están solas entre ellas", escribe en 1340 Jean Dupin—, y que las mujeres se bañan juntas en el Roman de la Rose; la pintura aristocrática difunde precisamente, durante el primer tercio del siglo XVI, el terna de las amigas que intercambian durante su toilette medio desnudas, con un tranquilo impudor de diosas, caricias y pellizcos fuertemente sensuales.

Gobernar el cuerpo

De movimientos más libres en las representaciones, ya que no en la vida cotidiana, el cuerpo es objeto, al final de la Edad Me dia, de cuidados más solícitos. Las diferentes corrientes del conocimiento y la sensibilidad convergen en una moral práctica, que aspira a rnantener lo mejor posible la mecánica corporal. Sin duda que las formas nuevas de la devoción, a partir del siglo XlV, siguen conservando de la tradición ascética la preocupación por mantener el cuerpo en su lugar; pero, si la santidad extrema pasa siempre por el abandono y el desdén de nuestra condición mortal, si el movimiento penitencial hace de los flagelantes unos especialistas en la tortura y la humillación del cuerpo, la masa de los fieles se ve incitada a la imitación de Cristo, que no era un ermitaño, sino un hombre que vivía en medio del pueblo. La predicación de san Antonio, o de Geiser von Kaisersberg, no truena contra el cuerpo, sino contra ciertos excesos de atención al cuerpo que distraen de lo esencial, que es la vida espiritual. En este terreno, no contradice la curiosidad naturalista, fortalecida por el Nuevo Aristóteles que trata de comprender mejor las funciones del cuerpo a fin de ayudar al individuo a equilibrar su comportamiento: medicina y moral resultan ser indisociables, porque hacen triunfar a la vez la idea de mesura. Esta es la idea central del magno tratado de Konrad von Megenberg Das Buch den Natur, fechado en 1349, que recomienda un estilo de vida corporal perfectamente compatible con la interioridad. Dieta, movimiento, aire libre, baños frecuentes, mens sana in corpore sano. Aunque no deja de aprobar las hazañas físicas de los caballeros en los torneos, no hay nada que vaya en contra de las virtudes espirituales de los atletas de Cristo, que deberían ser todos los cristianos: es conocido el fervor con que al final de la Edad Media toda Europa celebró a san Jorge y a san Miguel.

Recetas de vida. Se han conservado numerosas recetas, copiadas en los diarios domésticos, entre las cuentas y las plegarias, o reunidas en fascículos, que atestiguan el valor que los individuos atribuían a las reglas de salud que sirven para mantener el cuerpo y lo defienden; breviario del saber y las experiencias, corpus europeo de la higiene racional —donde evidentemente no dejan de deslizarse algunas solemnes o vulgares tonterías—, formada por tradiciones familiares, entre las que el conocimiento de la gente sencilla es transmitido por las mujeres, y el de la práctica culta de la medicina difundido por los universitarios vinculados al servicio de los príncipes y las colectividades. Vemos así cómo se desarrolla durante el siglo XV un discurso sobre el niño en sus primeros años que propone a las madres un plan educativo completo. Un tratado del doctor Bartholomeus Metlinger de Augsburgo, fechado en 1475, consagra amplios desarrollos a la lactancia y al destete, ala dentición, al niño en la cuna y al paseo, al régimen alimentario y a los primeros pasos.

Al desarrollo y mantenimiento del cuerpo contribuyen, por otra parte, determinados hábitos profilácticos basados en la observancia de algunos consejos y remedios: fumigaciones, collares y bolitas de ámbar, triaca veneciana, que lo cura todo. Los signos se multiplican a lo largo de los siglos XlV y XV a propósito de la vigilancia preventiva. Los viajeros han de precaverse —ya se ha visto a propósito de las galeras— contra los riesgos que van a correr, lejos de su medio habitual, expuestos a los cambios de clima propicios a los gérmenes infecciosos y al ataque inopinado de la pestilencia; algunos tratados venecianos reúnen para uso de los embajadores las informaciones sobre las rutas de Europa central y las precauciones que tomar, cuando se cabalga y cuando se detiene uno en una posada.

Príncipes o gente interesada, como el médico nurembergués Hartmann Schedel, reúnen colecciones de tratados en que la materia médica recoge la ciencia antigua y le agrega otros saberes: conocimiento de las piedras preciosas, anatomía, signos del zodiaco, farmacopea, fórmulas propiciatorias, tan vasto es el campo que ocupa el cuerpo humano, entre las estrellas y el alambique. Empleadas en condiciones precisas, hay numerosas recetas que procuran ofrecer garantías contra todas las sorpresas del enemigo. El libro de recetas del emperador Maximiliano, redactadas en su entorno contra p estilentiam, aspira a prevenir la enfermedad: "No se conoce ningún caso de muerte por envenenamiento ni de ataque grave por pestilencia de nadie que haya bebido esta aquavita todos los días mañana y noche. Quien haya contraído este hábito eliminará cualquier veneno que intente atacarlo". La búsqueda de la inmunidad y la noción de régimen habían penetrado en la conciencia del público, que buscaba armas para defenderse.

El mal acecha. El e nemigo no es desdeñable y, mientras se analizan sus síntomas, el contagio avanza. Una vez que el mal merodea por la alcoba del enfermo hay que reunir las propias fuerzas para poner en regla sus negocios de acá abajo e impedir la victoria del demonio. La vida privada concluye con esta batalla pública en la que se empeñan los poderes sobrenaturales; codicilos febriles añadidos a toda prisa a un testamento, última carta a sus familiares si se va a morir lejos de ellos. Los organismos mejor constituidos sucumben con rapidez; la resignación ante ello es unánime. Los últimos momentos en que el cuerpo sostiene aún la vida del espíritu resultan, en las fuentes escritas de la Edad Media tardía, particularmente conmovedores. He aquí algunos ejemplos, que nos permiten asistir a la desaparición de determinadas personas privadas.

1478. Una pestilencia asola Venecia. Un rico comerciante del norte, Heinrich von den Chaldenherbergen, comprende que está perdido. Acostado en su habitación del Fondaco, donde los alemanes viven entre ellos, hace venir a unos compañeros de fatigas para que le ayuden a poner en regla una compleja situación, muy cambiada desde su testamento romano de 1476:

"Yo, Heinrich Kufuss de Amberes, testifico por mi alma y conciencia que Heinrich von den Chaldenherbergen, agente del señor Andolph von Burg, me ha hecho acudir a su habitación. Yo he acudido y comprobado que se hallaba muy mal. Y el dicho Heinrich me ha pedido que vaya a la banca Soranzo y haga allí redactar un trato por cuenta del señor Piero Grimani, lo que hice que se hiciera en su nombre. Le he dicho además que debía confesarse y hacer su testamento, y continuar viviendo como un cristiano, que no por esto iba a morir antes. Y me ha respondido que sería en efecto cosa buena y que él quería hacerlo. Y yo le he respondido y dicho: 'Cuando estabas en Roma, a lo que yo sé, hace alrededor de dos años, has hecho un testamento y adoptado tus disposiciones', y le he añadido: ¿Quieres que se mantenga el testamento redactado en Roma?', y le he dicho: ¿Quiénes son tus albaceas? '. Y él me ha respondido que había desde luego un testamento, pero que en lo demás ya no sabía nada (...)".

Ese mismo año, una noble dama, Arma von Zimmern, se siente mal, se derrumba, escribe y muere.

"Mientras tenía en la mano un racimo de uvas sin prestarle especial atención, salió de él un pequeño gusano amarillo, parecido a una lombriz, se deslizó a lo largo de su dedo pequeño, ése que se llama el dedo de oro, en la mano izquierda, se enroscó en él y a él se pegó. Cuando ella se dio cuenta, llamó al señor Sixt von Hausen para que le quitara el gusano del dedo. Pero apenas hecho esto, se sintió ella mal, abandonó la mesa, y las jóvenes y otras personas que la acompañaban la llevaron a su lecho. Y a toda prisa, por su mandato, fueron a Zúrich, que apenas dista una milla alemana, en busca de un médico.

E inmediatamente, con toda presteza, acertó a escribir a su hijo, el señor Johan Wernher, y a su esposa, una misiva cuyo contenido es el siguiente:

`Mi afecto materno y mis mejores pensamientos, queridísimo hijo y queridísima hija. Sabed que un pequeño gusano, salido de un racimo de uvas, me ha infectado un dedo, y que se ha agravado, de suerte que estoy en cama y, en definitiva, más bien mal y muy débil, y que apenas si puedo escribiros y suplicaros una cosa. Queridísimos hijos, no dejéis de enviarme constantemente algún mensajero y de hacerme saber por él cómo se portan mis muy queridos nietos, los pequeños, porque siento terriblemente vuestra ausencia, la suya y la vuestra. Pero no os inquietéis demasiado, y ante todo, dadme noticias de los chicos. Dado en Baden, en la noche del lunes de la Natividad de Nuestra Señora, 1478'.

No puedo por menos de insertar aquí una segunda carta cuyo contenido era el siguiente:

`Queridísimo hijo, has de saber que mi situación empeora, hasta el punto de que no tengo ya muchas esperanzas, fuera de encomendarme a Dios Todopoderoso; me siento ahora prisionera de su Voluntad, y Él obrará respecto de mí según su Voluntad divina; y me he hecho fortalecer cristianamente con todos los sacramentos, con toda premura antes de esta noche, porque ignoro cómo irán mis cosas de hoy a mañana. Por eso no dejes tus ocupaciones, pero envíame enseguida mi carta de indulgencia, a fin de tenerla cerca de mí. Asegúrame este favor lo mejor posible, y manifiéstame mientras viva y después de mi fallecimiento todo el afecto de que seas capaz. Muy querido hijo, la carta de indulgencia se encuentra arriba de todo del armario, cuyas llaves están en el cajón. Dado el día de la Natividad de Nuestra Señora del año 1478'.

Pero antes de que esta carta llegara a Mösskirch había muerto ella".

En uno de los dos fragmentos de su diario, redactado en 1503, cuenta Durero la dura muerte de su padre, y luego la de su madre. Despertado demasiado tarde para poder asistir a su padre, que transpira terriblemente antes de expirar, el artista conserva de la muerte de su madre la imagen de un combate espantosamente desigual: "Ha conocido una muerte cruel", escribe Durero, "y yo me daba cuenta de que ella estaba viendo algo horrible (...) entregó su alma entre dolores". Semejante combate prefigura el que sostiene el propio artista, cuyas fuerzas físicas le están abandonando. Sabe perfectamente en qué punto es irremediable el ataque a partir del dibujo en el que se representa desnudo, con el dedo fijado sobre su costado y esta inscripción: "Aquí está mi mal" ("Do ist mir weh").

Pero si la agonía es, desde siempre, un combate solitario, una persona pública se debe a sí misma y a los que la rodean el ejemplo de una dignidad impasible. Margarita de Austria escribe a su querido sobrino Carlos Quinto una carta que sella su vida como un acto oficial:

Malinas, último día de noviembre de 1530

A Carlos Quinto.

Monseñor;

Ha llegado la hora en que ya no os puedo escribir por mi propia mano, porque me siento tan mal que pienso que mi vida sólo durará muy poco tiempo más. Tranquila en mis pensamientos, y resuelta a recibir cuanto Dios me envíe, sin otro sufrimiento que el de verme privada de vuestra presencia, y no poder ya venos ni poderos hablar antes de mi fin, es preciso que reemplace un poco esas palabras por esta carta que os remito, y que, como deseo, será la última que habréis de recibir de mí.

Os he nombrado mi legatario universal, y os devuelvo vuestros Estados, que durante vuestra ausencia no me he limitado a conservar tal como me los habíais confiado a vuestra partida, sino que he acrecentado considerablemente, y os retorno vuestro señorío de tal suerte que no sólo creo haber merecido vuestra satisfacción, Monseñor; sino también el agradecimiento de vuestros súbditos y la recompensa del Cielo. Por encima de todas las cosas os recomiendo la paz, y os ruego, Monseñor; en nombre del amor que habéis testimoniado a este pobre cuerpo, que conservéis también la memoria de mi alma. Recomiendo a vuestra gracia a mis pobres servidores y servidoras y os dirijo un último saludo, rogando a Dios que os conceda, Monseñor; prosperidad y larga vida.

Vuestra muy devota tía Margarita.

Purificarse

 

El cuerpo exaltado en razón de su misma fragilidad es el cuerpo encantador de la juventud: Julián de Médicis ofreció su rubicundez y su prestancia como un estandarte para las fiestas que glorificaban el resurgimiento florentino. En cambio, la vejez, que es físicamente un naufragio —Petrarca estaba convencido de ello y así se lo explica en una carta a Guido Sette—, no merece una solicitud que sería ridícula: Geiler von Kaisersberg se burla desde el púlpito de la vieja arrugada de Estrasburgo que pretendió hacerse reparar (ausputzen, "limpiar") y vino a quedar peor de lo que estaba. Hay una edad para embellecerse, y a la juventud, que no tiene nada que restaurar, se le disculpa que quiera darles todo su valor a sus cualidades naturales, con la condición de que no pierda la mesura. La toilette tiene virtudes terapéuticas, y en los tratados más austeros de medicina no faltan capítulos dedicados al cuidado de la belleza. La toilette nos lleva al baño, en el que nos encontramos con el cuerpo desnudo, aunque no necesariamente con su intimidad, como habremos de darnos cuenta enseguida. Pero antes de lavarlo, hay que desembarazarse de su fauna.

Parásitos. Fauna ordinaria, que aproxima entre sí a los individuos, ya que despiojarse es algo que se hace en familia; en Montaillou, lo hacen al sol sobre los tejados, en el umbral, y es quehacer de mujeres, de amas de casa o de amantes. Pierre Clergue, mientras charla, se hace despiojar por Béatrice de Planissoles. Volvamos a aquel microcosmos que era la galera de peregrinos; el fraile Félix Faber nos narra su experiencia, en este punto como en otros. Los parásitos proliferan si no se hace nada para defenderse de ellos: "Cuando tantas gentes viven en una embarcación, como no se provean de ropa de recambio, vivirán entre el sudor y los malos olores y así es como pulula la miseria, lo mismo en la vestimenta que en las barbas y la pelambre. Por todo ello el peregrino no puede descuidarse, sino al contrario, lavarse todos los días: de lo contrario, el mismo que ahora no tiene ni un solo piojo puede llegar a tener un millar dentro de una hora con sólo que tenga el menor contacto con un peregrino o un marinero piojosos. Que cuide, por tanto, todos los días su barba y sus cabellos, porque si a los piojos les da por proliferar tendrá que raparse la barba, con lo que perderá su dignidad, porque resulta escandaloso no llevar barba en la mar. En cambio es inútil tratar de cuidar una larga cabellera, como algunos nobles que se niegan a sacrificarla, y a los que he visto tan plagados de piojos que tenían para repartir a todos sus amigos y fastidiar a todos sus vecinos. Un peregrino no debe sentir vergüenza de pedir que le busquen piojos en la barba".

Hay que hacer retroceder lo inmundo, que sirve de vehículo a los azotes epidémicos; el buen sentido privado está de acuerdo con el interés general. El cuidado del cuerpo es una tarea de salubridad que lleva además consigo su parte de distracción; los héroes y heroínas de hermosas cabelleras y tez blanca y encendida saben el tiempo que dedican a su toilette; lo mismo hombres que mujeres, al final de la. Edad Media, se lavan y se hacen dar masaje con más frecuencia que sus descendientes. Al menos ésa es la impresión que produce la abundancia de fuentes relativas al embellecimiento y a los cuidados del cuerpo.

Embellecimiento. Los hombres limitan tales cuidados a las grandes sudadas deportivas, a las abluciones y al masaje que las siguen, al uso del peine y de la navaja para los cabellos y la barba de acuerdo con los cánones de la moda —que cambian con tanta rapidez como el atuendo, ahí están los retratos para convencernos de ello—. Y eso es todo lo que soporta la virilidad, si se le añaden algunas lociones. Ovidio, que sigue siendo durante el siglo XV el árbitro de la elegancia, recuerda que el cuerpo masculino no exige demasiado, y hay que concluir, por tanto, que los presumidos tan rizados de Venecia y Florencia, de Brujas y de París, exageran lo suyo. Las mujeres se toman muchas más molestias para seducir, cuando se dedican a ello, y como un buen médico según Hipócrates ha de poder responder a todas las preguntas sobre el cuerpo, los tratados de cirugía incluyen un cierto número de recetas cosméticas, se trate de colorete, de depilatorios, de ungüentos para la tersura de los senos, o de tintes para los cabellos, o sea, de pomadas a base de vidrio molido, de astringentes y colorantes que permiten simular la virginidad.

Así, lejos de las sólidas campesinas de las Muy ricas horas, de las devanadoras e hilanderas de las ciudades textiles, de las lavadoras y destrozadoras de mineral de la región de los Vosgos a las que dibujó Heinrich Gross, o de la región de Bohemia retratadas por Mathias Illuminator; se estaba construyendo, insensible a las críticas de la Iglesia, la imagen de una mujer artificial, una Agnés Sorel de tez pálida y cejas depiladas que osaba posar, con los senos desnudos, como modelo para la Virgen con el Niño, o, más tarde, por las épocas de la guerra de los Campesinos, la sorprendente muñeca pintada por Baldung Grien, blanca de albayalde bajo su gran sombrero negro.

Mientras que lo hirsuto expresa el luto, la negra melancolía de Carlos el Temerario que se deja crecer las uñas corno si fuera una bestia salvaje, los cuidados del cuerpo aspiran a ordenar, a podar la frondosa naturaleza. Como construcción que es de la cultura, la mujer ha de estar perfectamente alisada y pulida para ser agradable. Los tratados de medicina explican que el vello es la condensación de los vapores groseros, y que el exceso de humedad femenina que no se vierte naturalmente se transforma en espuma que es preciso eliminar. Se procede a la depilación con ayuda de tiras de tela impregnadas de resina, se destruyen los bulbos pilosos con agujas al rojo y se emplean también horribles depilatorios. En un Misterio de la Pasión que fustiga la relajación parsiense, Magdalena es apostrofada en estos términos por su fiel doncella Pasiphaé: "He aquí vuestros ricos emplastos para conservar la piel hermosa y fresca. —¿Estoy así bastante reluciente?, pregunta tras algunos instantes la bella. —Más reluciente que una imagen".

Lavarse. La piel limpia, lisa, brillante, y todo el cuerpo en proporción, es el resultado de repetidos baños y de un prolongado esfuerzo, que los ungüentos se ocupan de perfeccionar.

El lavado del cuerpo ha dejado ya de provocar a finales de la Edad Media las reservas del moralismo monacal; o cuando menos, la práctica del baño y de las estufas parece tan general, y en todos los ambientes, que las prevenciones sobre el lavado completo y frecuente del cuerpo no parecen ya admisibles. El dominico Félix Faber, como ya se ha visto, recomienda enérgicamente la limpieza corporal e insiste además sobre el cambio regular de la ropa interior. Tendremos incluso ocasión de preguntarnos si el lavado frecuente no acabó por adquirir en las representaciones colectivas el mismo valor espiritual que la confesión frecuente. Pero volvamos a la práctica y a la bañera.

La gente suele lavarse de dos maneras, en el agua del baño o en el vapor de la estufa, sola o por grupos. Cuando uno se baña a domicilio, el baño se prepara en la alcoba, cerca del fuego que sirve para calentar el agua; es uno de los primeros deberes de la hospitalidad. Cuando el señor Barnabá Visconti, en el relato de Petro Azario, cumple las promesas que le había hecho incognito al campesino que le ayudó a encontrar de nuevo su camino, lo hace lavar con agua tibia antes de ofrecerle el lecho más suntuoso que el desgraciado hubiera visto jamás. En la rica mansión burguesa de finales de la Edad Media, cada uno se desnuda o se baña en su cuarto privado. En la casa de Anton Tucher de Núremberg, hacia 1500, el amo pasa de su habitación a una pequeña pieza en la que se desnuda, donde se ha instalado un balde cerca de una estufa de latón sobre un suelo enlosado cubierto de listones de madera. Se echan en el agua plantas olorosas, según una receta de Galeno, y se rocía al bañista con pétalos de rosa: "Se arrojaron tantos pétalos sobre mí", dice el héroe cortés de una epopeya austriaca escrita a finales del siglo Xlll por Ulrich von Lichtenstein, "que ya no se veía siquiera el agua del baño". En el campo, si se ha de dar crédito a los flabliaux, la práctica del baño no se halla menos extendida que en la ciudad; dentro de casa o fuera de ella, uno se encoge en un balde de agua caliente, bajo una sábana extendida que conserva el calor y convierte el baño en baño de vapor. También pueden bañarse a la vez dos personas, o varias: la hospitalidad y la sociabilidad favorecen los rituales, por ejemplo, el del baño de los vendimiadores o el del que toman juntos, la víspera de las bodas, el novio con sus compañeros de juventud, y la novia con sus amigas.

Fuera de casa, en la ciudad o en el campo, se acudía con frecuencia a los establecimientos, a veces administrados por la comunidad. Entre ellos los había que añadían a las abluciones la cura termal; la antigua tradición de las termas se perpetuaba en lugares naturales privilegiados. En el siglo XV, la cura se convirtió en un fenómeno mundano, por ejemplo,. en Bad Teinach, en la Selva Negra, cuyo wildbad (el "baño salvaje", o sea, que brota a chorro) atrajo en 1476 al duque Guillermo de Sajonia acompañado de su médico, o en Halla, en el Tirol, cuyas sofisticadas instalaciones describe el embajador Agostino Patrizi, que se dirige en 1471 a Ratisbona.

Los placeres del agua se ven ampliamente compartidos a finales de la Edad Media. Al norte de los Alpes, la práctica de la estufa es muy antigua y está muy difundida; el tratado italiano De ornatu, sobre la toilette femenina, precisa que el baño de vapor, o stuphis, era una receta germánica (sic faciunt mulieres ultramontanae). Efectivamente, la sauna —una de cuyas más antiguas descripciones es la trasmitida por el geógrafo y diplomático Ibrahim ben Yacub, que visitaba Sajonia y Bohemia en 973— es una institución muy divulgada en el mundo eslavo y germánico; en la mayor parte de las aldeas, la estufa, señalada por la muestra de un haz de ramas frondosas, funcionaba algunos días por semana.

Un poema épico de finales del siglo Xlll, atribuido al austriaco Siegfrid Helbling, describe con gran lujo de detalles todas las fases del baño de vapor que toman juntos, entre otros, un caballero y su criado. En cuanto el encargado del baño hace sonar la trompa, la gente afluye, descalza y desceñida, con la camisa de baño o la bata al brazo; se acuesta sobre los bancos de madera, en la penumbra del vapor, alrededor de las piedras calientes que se rocían con agua cada cierto tiempo, al tiempo que las masajistas llevan a cabo su labor sobre la espalda, los brazos y las piernas, y cada uno se frota el cuerpo con cenizas y jabón o activa la sudación a fuerza de ramalazos. Luego viene el peluquero, que arregla la barba y el pelo; y finalmente se pone todo el mundo su bata para tenderse en un lecho en una pieza vecina. La descripción concuerda con las ilustraciones de la Biblia del rey Wencesla do e Bohemia y con el Calendario de los pastores de 1491: el baño y la estufa son sitios de esparcimiento, en que se atiende a la higiene del cuerpo, y donde se puede también discutir, reparar fuerzas y divertirse. ¿Qué mejor lugar para entrevistas galantes de todos los pelajes? La mala reputación de ciertos establecimientos recayó sobre la profesión de bañista y desacreditó el menester de la masajista; el erotismo del agua colorea los encuentros furtivos narrados por Flamenca, el poema occitano del amor culpable, en los baños de Bourbonl'Archambault. Cuerpos impúdicos o cuerpos inocentes, todos ellos se cruzan y se ofrecen en espectáculo; el individuo se ve allí escrutado, tasado, deseado o seducido. Puede imaginarse el encuentro de las miradas; se puede ir más lejos en la pesquisa de lo íntimo, gracias a un texto que nos ha conservado determinados comportamientos, así como su propia opinión de contemporáneo. Los ojos de un extranjero —se trata del Poggio cuando visitaba Suiza— hacen caer los estereotipos como si fueran escamas.

Gozos del cuerpo, baño del alma. Habiendo acompañado, en 1414, al papa Juan XXIII al concilio de Constanza en calidad de secretario apostólico, el Poggio, autor de moda, amigo de los humanistas florentinos de primera fila, gran coleccionista de manuscritos antiguos que rebusca por toda Europa, se halla de repente privado de funciones y empleo tras la deposición de su protector, Baldassare Cossa. Entonces, como espectador desocupado, se dirige, en 1416, a los baños de Baden, cerca de Zúrich, y el espectáculo resulta verdaderamente sorprendente:

"La ciudad de Baden —la palabra significa 'baño' enalemán—está bastante floreciente, situada en un valle dominado por montañas muy altas, cerca de un caudaloso río de rápido curso que desemboca en el Rin a seis mil pasos de la ciudad. Cerca de ella, a cuatro estadios, hay un soberbio establecimiento construido sobre el río para los baños. En el centro del establecimiento se extiende una inmensa plaza y, todo alrededor, se levantan magníficas edificaciones capaces para miles de personas. Cada edificio tiene dentro sus baños que sólo pueden usar quienes han sido admitidos. De estos baños, unos son públicos, y otros privados, alrededor de treinta en total.

Entre los baños públicos hay dos a los que se accede libremente desde uno y otro lado de la plaza, y son estanques para el pueblo y la muchedumbre vulgar, en los que se meten mujeres, hombres, niños y muchachas, y en definitiva, la hez de toda aquella masa.

En estos estanques se ha construido una especie de empalizada entre gentes pacíficas: separa a hombres y mujeres. De verdad que da risa ver a viejas decrépitas, mezcladas entre la juventud, que se meten en el agua completamente desnudas bajo la mirada de los hombres, mostrándoles sus partes naturales y sus nalgas; no he podido por menos de reírme a veces de este género de espectáculo pintoresco, evocando por contraste los juegos florales, mientras admiraba para mis adentros la inocencia de estas gentes, que no se fijan en detalles y no imaginan ni dicen nada malo.

En cuanto a los baños que hay en las casas privadas, son muy elegantes y comunes también para hombres y mujeres. Los separan unas simples celosías en las que se abren numerosas ventanillas, gracias a las cuales se puede beber allí en grupo, conversar, verse desde uno y otro lado y hasta tocarse, como es costumbre. Por encima de los estanques corren unas galerías donde se instalan los hombres para observar y discutir. Porque cualquiera puede acudir a los baños de los demás, para contemplar, charlar, jugar, relajarse y estar allí sentados de suerte que cuando ellas salen o entran, las mujeres se ven sometidas a las miradas masculinas, casi enteramente desnudas.

No hay ningún vigilante que observe las entradas, ni ninguna puerta que las impida, porque no hay sospecha alguna de picardía. En la mayoría de los casos, la entrada que sirve para hombres y mujeres es la misma, y los hombres se encuentran con mujeres medio desnudas, y las mujeres con hombres desnudos del todo. Los varones utilizan a lo más una especie de calzones, y las mujeres se visten unas túnicas de lienzo, abiertas por arriba o por los costados, que no cubren el cuello, ni el pecho, ni los brazos, ni las espaldas. Es muy frecuente que se tome un almuerzo dentro del agua, pagando con el ticket de entrada; las mesas están dispuestas sobre el agua, y los espectadores acostumbran a asistir a estas comidas (...).

Por mi parte, desde la galería lo devoraba todo con los ojos, costumbres, usos, placeres de la sociabilidad, aquella libertad, por no decir licencia, de modos de vida. Resulta verdaderamente sorprendente ver con qué inocencia, con qué veracidad viven. Había maridos que veían sin inmutarse a su propia mujer tocada por extraños; simplemente, no reparaban en ello, hasta tal punto lo toman todo por el lado bueno. No hay nada tan delicado que no se vuelva fácil gracias a sus hábitos de vida. Se habrían adaptado con toda facilidad a la Política de Platón, teniéndolo todo en común con los demás, puesto que, sin pensar para nada en tales teorías, se alinearían inmediatamente entre sus seguidores. En algunos baños, los varones se mezclan directamente con las mujeres, lo mismo si son sus allegados por la sangre o por cualesquiera otras complicidades; cada día, se meten en el baño tres o cuatro veces, pasándose así la mayor parte de la jornada, cantando, bebiendo o danzando. Cantan en efecto dentro del agua al son de la cítara, agachándose un poco; y es un espectáculo encantador ver a unas muchachas, ya maduras para el matrimonio, en la plenitud de sus formas núbiles, con el rostro deslumbrante de nobleza, estar y moverse como diosas; mientras cantan, sus vestidos les hacen una cola flotante sobre la superficie del agua, hasta el punto de que se las tomaría por Venus aladas".

Describiendo a continuación los juegos que se practican, durante las tardes, en una gran pradera plantada de árboles a la orilla del río, en particular los concursos de dardos y la presentación de danzas, prosigue el Poggio: "Estoy convencido de que estos parajes han visto nacer al primer hombre, lo que los judíos llaman el Edén; porque se trata efectivamente del jardín de las delicias. Y si el placer puede hacer hermosa la vida, no veo que aquí falte nada para alcanzar la perfección de un placer consumado en todos sus aspectos".

¿Es posible que el cuerpo sea a la vez ofrecido y puro? El hombre de cultura, el hombre de mundo pierde como en un sueño despierto todas sus referencias literarias, nacionales y morales. Su sentido de las conveniencias se siente profundamente trastornado por el jovial espectáculo que confunde las edades y los sexos: no, la vieja decrépita no disimula sus formas marchitas y no suscita ninguna hilaridad; no, los jóvenes que se miran casi desnudos no tienen las miradas encendidas por el deseo. Las fronteras del bien y del mal han desaparecido disimuladamente, y aunque los cuerpos se toquen, y aunque las mujeres no oculten su cuello, ni sus senos, ni sus espaldas, ni sus brazos (neque... neque... neque...), es el Poggio quien las desnuda con la mirada, en sus labios es donde aparecen palabras como impudor y lubricidad; del espectáculo se exhalan la simplicidad y la salud mental, mientras que la inconveniencia no existe más que en el vocabulario del humanista. Lo único que le hace falta es desnudarse a su vez para tomar un baño de juventud que purifique su espíritu; ¿o acaso teme verse desnudado por la mirada de los otros? Se acuerda entonces de que la buena conversación es su profesión; ¿es que un intelectual es capaz de tomar asiento junto a unas damas en el baño sin tratar de deslumbrarlas? ¿No sabe alemán? Qué importa, lo que hace es transformarse en voyeur ante aquella comunidad de cuerpos reconciliados, jubilosos y sin deseos, ya que nada les falta; doloroso sentimiento de una plenitud de la que no se participa. Un último elemento de su turbación: ese jardín de las delicias, este Edén, se encuentra al norte de los Alpes. Un nuevo contrato social basado en las costumbres, en cumplimiento de la Ciudad de Platón, parece hallarse realizado aquí, armoniosamente, sin violencia, sin celos: no hay vigilancia a la puerta, ni maridos celosos como los italianos. Sin embargo, Zúrich está al norte de la civilización, de la civilización de la que procede el Poggio. El cuerpo y la intimidad de que se compone se hallan apasionadamente del lado de su madre mediterránea. Del lado del norte, lo que él hace es repatriar los manuscritos antiguos que lo nutren: de Cluny, de Colonia, de Saint-Gall, se lleva los textos a carretadas, algunos de ellos totalmente desconocidos: trece nuevos discursos de Cicerón, y la Institución oratoria de Quintiliano, y todo Lucrecio. Frente a esta patria que es la suya, ¿cuál es el peso de la dolorosa visión de un paraíso nórdico? Alcanzado por un instante de gracia, que tal vez Se cerró de nuevo aquel paréntesis enigmático, sobre las asambleas de cuerpos dichosos, que anuncian el Renacimiento, los atletas de Miguel Angel tras la Virgen musculosa y las fiestas de desnudos, desde el Primaticcio hasta Cranach.

Pero el cuerpo en el baño despierta también otras resonancias en el otoño de la Edad Media. El Renacimiento no se reduce a una visión espacial de la felicidad, es también la visión profunda de un camino interior. Junto a la fuente de juventud de un estío eterno, la fontana de vida, de la vida eterna. El cuerpo iluminado por el placer de los sentidos inspira también los ademanes y el proceso de una reforma espiritual. El agua de la salvación es la que inspira precisamente al poeta de Estrasburgo Thomas Murner su Badenfahrt, publicado en 1514, alegoría de la conversión ante la llamada de Cristo, que emboca la trompeta del bañista: "Entonces, Dios, movido a piedad por nosotros / Ha comenzado a enseñarnos / Cómo ha de acudirse al baño / Lavarse, purificarse, perder toda vergüenza / Por la fuerza y poder de su Santo Nombre. / Lo ha hecho tan públicamente / Que el mundo entero lo ha visto: / Nadie podrá sostener en verdad, / Ni afirmar ni quejarse / De no haber visto / Cómo hay que bañarse y purificarse, / Purificarse de nuevo en Dios / Incorporándose como un nuevo Adán / Al que el bautismo resucita. / Porque Dios nos otorga en su Gracia / Que ningún pecado original nos destruya de nuevo. / Todo esto ha sido llevado a cabo por Dios / tan abiertamente / Que el mundo entero lo ha presenciado: / Dios mismo es quien nos ha llamado al baño al son de la trompeta".

Sobre estas premisas, corroborado por unas xilografías admirables cuya difusión en forma de imágenes volantes puede imaginarse, se desarrolla un vocabulario que suscita las imágenes más corrientes del baño en las estufas; como si la generación de los simples gestos hiciera germinar la palabra divina. La vida del cuerpo es una perfecta homotecia, una demostración de la vida espiritual. La conversión no es una búsqueda lejana, una peregrinación a los extremos; es un recorrido cotidiano iluminado por el sentido: cada vez que haces este ademán, Cristo se aproxima a ti. Déjate invitar al baño, abandona tus vicios, desembarázate de tus pecados, despierta de nuevo tu ardor por el bien, dale las gracias al bañista...

EL BAÑO DEL ALMA

die badecur in das bad laden sich selbst unrein erkennen sich abziehen vor Gott nackent stehen die fus weschen den leib reiben die haut kratzen in bad lecken der badmantel das ólbad das täglich bad das wildbad dem bader dancken

la cura termalinv itar al baño reconocerse sucio desnudarse presentarse desnudo ante Dios lavarse los pies frotar su cuerpo raspar la piel azotar se con ramas el peinador el baño de aceite el baño cotidiano el baño termal dar las gracias al bañista

la purificación la revelación la confesión despojarse de los vicios la vergüenza la humildad escuchar la confesión la penitencia despertar el fervor la mortaja bautismo y extre maunción la misa la con versió nantes de la muerte la acción de gracias

Amor sagrado, amor profano: el cuerpo y el agua son símbolo y receptáculo del espíritu. ¿Qué otra cosa es el humanismo, sino la voluntad de reconciliar la apariencia y la intimidad?

 

Entre ambos, la mirada y todas las percepciones del mundo. Antes de aproximarnos al sentimiento de reserva, tratemos de comprender, en lo que ellos nos han dicho de ella, los instrumentos del conocimiento sensible.

Sensaciones, sentimientos

En nuestra aproximación a la intimidad, somos tributarios de las formas de la expresión, y, aunque nada parezca más constante que las funciones perceptivas, la notación, con más o menos lagunas, de los hábitos sensibles traza una red variable de las maneras de vivir, de sentir y de pensar. Sólo si se insiste en las discordancias con las maneras contemporáneas puede llegarse a captar la medida de lo que fue la intimidad de los tiempos pasados, o mejor aún, de lo que son las dificultades para abordarla.

La vista

Más que el olfato y que el gusto, la vista se halla implícitamente reconocida como el sentido más indispensable para el testigo al que la historia pretende interrogar. La medida del espacio, necesaria para su utilización, parte de la visión más cercana, la que el hombre tiene de su propio cuerpo: la pelota, la braza, el pie y hasta la cureña de la ballesta y la legua tienen que ver directamente con lo íntimo, o sea, con la relación que mantiene consigo mismo el hombre occidental, labriego, industrial o guerrero. Más allá del campo visual familiar, del trigo segado a la altura de la hoz, del límite de los bosques, de las empalizadas, de los fosos y de las murallas, se extienden otros espacios difíciles de dominar, desiertos, montañas, malos pasos. Como las deficiencias de visión no se hallan comúnmente corregidas por el uso de anteojos, se entiende muy bien que el paisaje panorámico sólo haga una aparición tardía, y en primer lugar simbólica, en la literatura descriptiva. Esta visión de lo próximo se acomodó muy bien a la prioridad de lo simbólico en las representaciones, y a una discordancia duradera entre el ilusionismo pictórico y la descripción de lo real mediante la escritura.

Volvamos al ejemplo del espacio. Es cosa bien sabida cómo la pedagogía ilustrada del cristianismo difundió ampliamente desde el principio determinados signos cuya riqueza de sentido resultaba accesible a todos sin que hubiera que suponer la organización lógica de un espacio: la imaginación y la memoria permitían a la mayoría de los fieles descomponer, aislar y reunir los elementos de una escena pintada o esculpida. A partir del siglo XlV se abre paso otro tipo de representación figurada, basada en la sugestión de una libertad de movimiento de las figuras en el espacio: los ademanes, los muros ficticios, la profundidad de los supuestos planos, en una palabra el trompe-l'oeil o ilusionismo, hacían de la perspectiva una nueva categoría de las formas simbólicas. Lo que nosotros sentimos la tentación de considerar como una evolución hacia el realismo de la representación a finales de la Edad Media es una elegante simulación de lo real, que satisfacía a una clientela para la que la riqueza radicaba en los objetos, y el pensamiento, en el espacio que los unía. Los verdaderos devotos, aunque fuesen los pobres y los ignorantes por los que se preocupaba tanto Gerson, siguen apegados a las imágenes sensibles, cuya contemplación —ya volveremos sobre ello— renueva incesantemente su poder mediante el símbolo. Aquí radica la verdader clave del debate entablado por la imagen del Renacimiento entre lo sagrado y lo profano, y que tiene su fundamento en los caracteres físicos y culturales de la percepción.

La notació de los colores no tiene menos que ver con una aproximación alo íntimo que la percepción del pasado. Desde este punto de vista, la heráldica, la moda vimentaria, la pintur de interior, nos persuadirían inmediatamente de que los hombres del siglo xv sentían la misma inclinación por los contrastes y tenían el mismo sentido de los matices que nosotros. Pero olvidamos a menudo lo que el valor simbólico de los colores añadía al encanto de una obra gracias a intenciones entonces percibidas y ahora ocultas. Más extraño aún es el contraste entre el aparente realismo de la pintura y la escultura de los siglos XlV y XV y la pobreza del vocabulario descriptivo en los textos contemporáneos.

Cuando describe Froissart las campiñas de Ariége, mientras vivía en la corte del conde de Foix, Gaston Phébus, la decoración que nos pone delante es la de "rientes" alcores y "claras" riberas; bien lejos del pintoresquismo o del naturalismo, el cronista no tiene otra pretensión que la de poner de manifiesto el poder de su huésped, basada en sus ricas posesiones. En cambio, cuando describe la entrada en París de la reina Isabel de Baviera, se detiene junto con el cortejo real delante de todas las tribunas de honor y su pluma flamea de rojo, de azul y de oro; pero el color no tiene otra misión que la de atestiguar con su carácter simbólico el homenaje tributado por la burguesía parisiense a la monarquía.

Resultaría poco menos que inútil buscar en la literatura histórica de finales de la Edad Media una calidad descriptiva comparable a la de las acuarelas alpinas de Alberto Durero, que son los primeros paisajes de la historia del arte occidental liberados de cualquier significación o utilidad. La convención simbólica, aunque esté coloreada como la rosa púrpura, sólo cede el lugar a la realidad vivida en los escasos textos emotivos en que el paisaje aparece como el marco de una aventura rememorada, como la fontana de Vaucluse que inspira en plena noche a Petrarca la fascinación inquietante de sus aguas negras, o los bosques de Cadore, solitarios y salvajes, donde Carlos IV está a punto de perderse con su ejército, o el desierto del Sinaí, en medio del cual por poco perece fray Félix Faber, tentado por lo inconmensurable.

Como se ve, algunas escenas nocturnas y angustiosas valen tanto para nosotros como el esbozo de una descripción. Nada que sea comparable a los diarios de viaje del siglo XlX: incluso los peregrinos de Oriente más abiertos a las impresiones exóticas, y que llegaron a descubrir, a veces entre lágrimas, los lugares bíblicos tantas veces evocados por la imaginación, se limitan a subrayar para sus lectores la veracidad de las informaciones que habían recibido antes de su partida. No concluyamos por ello que fuesen insensibles al color local, sino que no disponían del vocabulario requerido para la descripción, y que, de los cinco sentidos, tal vez no sea la vista el más sensible.

Los otros sentidos

En efecto, los mismos textos turísticos se detienen de buena gana en los jardines de Tierra Santa, donde para aquellos europeos aparecían reunidas todas las condiciones de la delectación, primicias del paraíso. El canto de los pájaros, el murmullo de los juegos de agua, los olores que emanan de las especies vegetales allí reunidas encantan los sentidos de los caballeros, burgueses y hombres de Iglesia llegados a degustar las delicias de Oriente. En la misma Europa, el jardín cerrado ofrece a la intimidad de los grandes, de los enamorados, de los refinados, la ocasión de fiestas de los sentidos que conviene poner en relación con el placer de la polifonía o con la combinación de los sabores culinarios, lo agrio y lo dulce. En los ambientes menos acomodados, la descripción de los manjares reunidos, la variedad de los condimentos, el gusto por los ramos de flores, la presencia de pájaros enjaulados, son otros tantos signos del placer de vivir. En un mundo menos aséptico y menos uniforme que el actual, el olfato, el oído y el gusto jugaban sin duda un papel esencial en la definición de la dicha sensible, tanto en la realidad como en la imaginación: descripciones y pinturas de la felicidad que recurren de mucha mejor gana a los sonidos armoniosos y a los perfumes imperceptibles que a las visiones seráficas cuando quieren expresar un estado de gracia. Así, por ejemplo, para la mística Margaretha Ebner, que describe transportes indecibles, la presencia divina en el coro de su iglesia se manifestaba mediante dulces soplos de aire y una fragancia maravillosa.

Ala inversa, hay olores insoportables como los que definen ciertos límites sociales y los contornos de la xenofobia: el hedor se asocia duraderamente a ciertas profesiones, delimita sectores urbanos y encierra a ciertos grupos de población en su singularidad. El fraile Félix Faber, que sufre, como hemos visto, a causa de la promiscuidad en la galera de Tierra Santa, distingue con mucho cuidado a musulmanes y judíos por su olor respectivo en los baños de Gaza, mientras que los cristianos, según él, no huelen mal. Entre los lugares comunes que se aplican comúnmente a los alemanes, bajo la pluma de los italianos, figura el mal olor que según ellos reinaba en las tierras del Imperio y que los imperiales, cualquiera que fuese su estatus, transportaban consigo. Campano, un humanista enviado con una misión al Reichstag de Ratisbona en 1471, habla de un olor fétido y persistente que obliga al extranjero de regreso en su patria a lavarse cinco, y hasta siete veces, para librarse de él. Al margen de la exageración polémica o fabuladora, es muy posible que ciertos hábitos alimentarios hayan definido duraderamente gracias a los olores cotidianos las fronteras naturales. La geografia de los olores de André Siegfried no era solamente la invención divertida de un serio economista.

No tiene, por tanto, nada de sorprendente que la diversidad de los ruidos resultante de la promiscuidad se convirtiera en una calamidad insoportable para un fraile acostumbrado al silencio de su convento; Félix Faber analizó con toda veracidad por separado todas y cada una de las desazones del viaje en masa al que se hallaban condenados los peregrinos, y el ruido es uno de ellos. Mas por lo común, los ruidos naturales violentos —sólo en reflexiones urbanas se tropieza uno con la referencia a los perjuicios industriales— acompañan a sucesos de mal presagio, como la muerte de un tirano o la llegada del diablo: la noche en que murió Gian Galeazzo Visconti, según el historiador florentino Goro Dati, un huracán y trombas de agua dejaron constancia del descenso de su alma al infierno. Y en los relatos de viaje al pozo de San Patricio, boca irlandesa del mundo infernal, el caballero valiente ha de soportar vientos impetuosos, gritos abominables y una barahúnda de todos los diablos, tan tremebunda "que todos los torrentes del mundo reunidos no la hubiesen hecho mayor"...

De este modo, lo mismo si se trata de la felicidad que de las situaciones más insoportables, es el conjunto de los sentidos el que se siente afectado por las impresiones invasoras del mundo exterior, mundo en el que las almas andan metiendo ruido en torno de los seres vivos, en el que los ángeles de Fouquet —rojos y azules— asedian a la Virgen con el Niño, y en el que los mismos desiertos están infestados de demonios que buscan a quien devorar.

La expresión de los sentimientos

Frente al poder de lo real, el individuo trata de dominar la expresión de sus sentimientos. Los preceptos de educación, el modelo de las canciones de gesta, o los espejos de príncipes, distinguen entre lo que pertenece al dominio público y lo que sólo se expresa en privado.

El pudor prohibe hablar demasiado de la propia dicha o extenderse a propósito de la propia tristeza. Luis de Diesbach, que relata la muerte de su mujer, advierte que despidió a la servidumbre a fin de quedarse solo para abanicar y velar a la moribunda. Ana de Bretaña, al enterarse a las once de la noche de la muerte en Amboise de Carlos VIII, se retiró a su alcoba y no quiso tolerar ninguna compañía; al día siguiente recibió las condolencias del cardenal Briçonnet, pero no le respondió ni una sola palabra y se encerró durante cerca de veinticuatro horas. Resulta evidentemente imposible distinguir en este retiro entre el dolor, el repliegue en símismo y la meditación política. Pero atestigua al menos un anhelo de contención que sólo se remite a uno mismo y tal vez a Dios.

Hubo, sin embargo, algunos padres que confiaron a la escritura la expresión trastornada de sus sentimientos, tras la muerte de sus hijos. Lucas Rem de Augsburgo anota en su diario la letanía de las muertes familiares, los rasgos físicos de unos hijos prematuramente muertos a los que ya estaba habituado: por ejemplo, aquel chiquillo de ojos negros, muerto de consunción tras veinte semanas de caquexia, "el espectáculo más desolador que he visto en mi vida". Giovanni Conversini de Ravena declara que el pudor "le impide manifestar el dolor que le aprieta el corazón". Más prolijo, y también más conmovedor, Giovanni di Pagolo Morelli de Florencia, después de haber referido la muerte de su hijo Alberto, añade: "Han pasado ya varios meses desde la hora de su muerte, pero ni yo, ni su madre, podemos olvidarla. Tenemos sin cesar su imagen ante nosotros, trayéndonos a la memoria todas las circunstancias y situaciones, sus palabras y sus gestos, viéndolo de día y de noche, desayunando, comiendo, en casa y fuera de ella, durmiendo o despiertos, en nuestra villa o en Florencia; hagamos lo que hagamos, es un cuchillo que nos está atravesando el corazón". Y, más adelante: "Durante más de un año no he podido entrar en esta habitación, sin otra razón que mi extremo dolor".

El sentimiento de reserva

El retraimiento

La "cámara de los pensamientos". Al margen de las cartujas y los lugares de reclusión voluntaria, hay un buen uso civil de la soledad que supone voluntad y capacidad de retraimiento. La "trastienda" de Montaigne se sitúa en la línea de las "habitaciones privadas" en las que se encierran de buena gana poetas, humanistas y devotos al final de la Edad Media.

Se trata en efecto ante todo de un lugar dispuesto para el trabajo y la meditación, el studiolo a la italiana que Ghirlandaio y Dure-ro imaginaron como marco íntimo y solitario de las actividades de san Jerónimo. Ya se ha hablado de cómo el uso de esta pieza había entrado en las costumbres de la vida privada al norte de los Alpes. El studiolo designaba incluso la habitación de juego cerrada con llave adonde el pequeño Conrad von Weinsberg de Colonia había transportado sus tesoros y jugaba a decir misa ante un altar improvisado.

Según la Vita nuova, era también en su alcoba donde Dante se recluía para lamentarse sin que nadie le escuchara. Y Petrarca, leyendo las Confesiones de san Agustín en su cuarto, dejaba correr sus lágrimas, se golpeaba la frente, se retorcía las manos, hasta tal extremo tomaba parte, a través de su lectura expresiva, en los tormentos de su modelo; no podía tolerar en semejante circunstancia verse estorbado por testigos. Con mucha más razón el retiro espiritual se ve favorecido por el silencio de un lugar apartado: la constitución de los hermanos de la Vida común, los canónigos de Windesheim, recomendaba "separarse del mundo para dirigir con mayor intensidad el corazón hacia Dios".

El retiro puede también designar a la vez un lugar de soledad y una voluntad de renuncia del mundo. A diferencia de Datini, el comerciante de Prato, que vacila en atender a las amonestaciones de su mujer y sus amigos y pensar por fin en su alma, el "perfecto comerciante" tal como lo ve Benedetto Cotrugli en su tratado de moral práctica, cierra sus libros de cuentas y, retirado a su casa de campo, dedica el tiempo que le queda de vida a preparar su salvación.

En sentido espiritual, el retiro se define como un movimiento ascensional, para ir a parar en un lugar elevado, simbólico e íntimo. Cuando ascendió a la cumbre del monte Ventoso, Petrarca se sintió penetrado por el valor demostrativo de su excursión que le permitió al mismo tiempo contemplar el panorama de su vida pasada y acercarse a lo esencial. Como escribe Ludolph von Sudheim: "Al elevarse por los aires es cuando el hombre cambia de verdad". El retraimiento se convierte entonces en aquella "fortaleza del silencio" en la que el hombre, habiendo hecho el vacío, puede acoger a Jesucristo. Entre todas las definiciones del alma que el Maestro Eckhart propone en sus Sermones, una de las más llamativas es la de la fortaleza: "Esta reducida fortaleza se hal a tan elevada por encima de toda ponderación y de todo poder que sólo Dios es capaz de penetrar en ella con su mirada. Y como El es Uno y Simple, sólo El puede entrar en esa unicidad que yo llamo un pequeño castillo espiritual".

En la última etapa del recogimiento en uno mismo, la alcoba aislada, la habitación alta de la Escritura, no ha de buscarse en un lugar ideal; está en cada uno de nosotros, si sabemos aderezarla y retirarnos a ella. Ascender hacia dentro de sí mismo y cerrar las puertas al mundo es lo mismo que crear ese "íntimo silencio del alma", como decía la mística Mechtilde de Magdeburgo. Entonces, "lo mismo si se vela que si se duerme, si se está sentado, se come o se bebe, se puede estar solo incluso en medio de los demás, solo con Cristo" (J. Mombaer).

Sin lugar a dudas, esta forma suprema del retraimiento se hallaba en el siglo XV, ni más ni menos que en cualquier otra época, al alcance de todos los corazones. Carlos de Orleans, que poseía una vasta biblioteca filosófica y teológica, no había logrado franquear la etapa del inventario de sí mismo en la "cámara de su pensamiento" donde hacía moler el molino de la melancolía. Pero la introspección, cuyo ejemplo nos dejaron tantos autores de los siglosXIVy XV, incluso cuando se limita a fórmulas testamentarias, se inscribe en un horizonte de inquietudes sinceras y fervientes. Nos lo demuestran el favor renovado en el siglo XV de las órdenes ascéticas, el éxito de las cofradías devotas, los aspectos más espectaculares de la predicación de los Mendicantes y sobre todo la riqueza de las manifestaciones personales de piedad.

La disciplina de la memoria. Con toda evidencia, estas disposiciones de espíritu se fortalecieron gracias a un adiestramiento en el dominio de sí mismo. El aprendizaje de la disciplina comienza por el silencio inculcado a los escolares, considerado como un elemento formativo por las mismas razones que el abecedario: un orfebre de Franconia de comienzos del siglo XVI sitúa en el mismo plano, en sus recuerdos de niñez, el stille stizen (estar sentado en silencio) y el buchstabieren (aprender las letras). El silencio es un generador de estructuras mentales si pone en movimiento la memoria. Una memoria desarrollada mediante técnicas visuales y un hábito de la recapitulación.

Abundan los ejemplos del poder y la precisión de la memoria de los hombres y mujeres del milenio medieval, durante el que la escasez del libro hace de la imagen, y de la imagen religiosa en particular, el documento de referencia obligada. Y no solamente en los ambientes cultivados en los que la memoria es uno de los elementos de una cultura acumulativa, sino también en los medios populares, como atestigua la práctica judicial del testimonio. La vida privada, en los aspectos más personales que componen al individuo, se bas a en círculos de memoria donde los elementos adquiridos, frutos del estudio y la experiencia, vienen a añadirse a la transmisión oral del grupo; y si la memoria familiar no parece remontarse a más de tres generaciones, más allá de las cuales, archivos, tradiciones y leyendas son ya los componentes del pasado de los grandes, la memoria individual de sucesos concretos, y hasta de palabras pronunciadas, devuelve a la luz con una fuerza sorprendente el cuarto de siglo cumplido. Petrarca, al hacer en sus Rerum vulgar ium fragmenta la crónica diaria de su obra, puede escribir: "En este viernes 19 de mayo de 1368, en mi insomnio, me levanto, porque acabo de acordarme de este recuerdo muy antiguo, de hace más de veinticinco años Más sorprendentes aún resultan las declaraciones ante el juez inquisidor de Béatrice de Planissoles, la castellana de Montaillou, que evoca un acontecimiento que se remonta a veintiséis años atrás, al mes de agosto, o las de aquella pobre obrera de Douai, capaz de citar, tras la muerte del poderoso y temible pañero Jehan Boinebroke, las burlonas palabras dirigidas por el hombre de negocios a su joven esposa treinta años antes.

El mundo del espíritu

Esta práctica de la memoria era una necesidad en sociedades en las que el escrito seguía siendo el sistema de referencia sólo para una élite del poder y del conocimiento. Las técnicas de la impresión contribuyen, a partir de comienzos del siglo XlV, a la difusión de imágenes, acompañadas a veces de textos, que hacen circular por toda Europa estos auxiliares de la memoria. La imagen contribuye en efecto a fortalecer la rememoración, cuyo empleo más juicioso supo hacer precisamente la pedagogía religiosa.

Técnicas de la emoción devota. Ya se ha visto cómo utilizaba Petrarca los márgenes de sus libros predilectos para anotaciones capaces de suscitar, como señales, el mecanismo del recuerdo reavivando así las heridas y las lágrimas. Estos simples trazos atestiguan hábitos de pensamiento muy ampliamente difundidos en la Edad Media: así, una hoja impresa italiana de alrededor de 1300 representa a la Virgen, que medita a su vez, después de la Ascensión, en los misterios de la salvación que acababa de vivir. La hoja recapitula, en torno de la Virgen dolorosa, los episodios de aquella historia por orden cronológico, utilizando unos signos análogos a los ideogramas y a los jeroglíficos y acompañándolos de leyendas sumarias. El nacimiento está evocado por el asno y el buey; el huerto de Getsemaní, por una espada y una lanza enhiestas entre árboles; y la Ascensión, por la huella de dos pies impresos sobre la forma de una colina. Meditar en la vida de Cristo es hacer como María, que "repasaba todas estas cosas en su corazón", hacer memoria en el orden indicado por la falsilla gráfica de un cierto número de episodios muy conocidos del Nuevo Testamento, y, al tiempo que se aplica a ellos la atención, reavivar sentimientos piadosos.

Estimulada por la memoria inmediata, la expresión de los sentimientos íntimos se veía, por otra parte, aguzada por el tono monótono y enajenante de la lectura en voz baja, el mismo murmullo de la oración o de la confesión, la "voz del alma", recomendada por el concilio de Letrán en 1214. Lo estaba también por la técnica de la repetición contable, que pertenece a las formas más antiguas de la práctica religiosa —puesto que el cordón de perlas, antepasado del rosario, está ya atestiguado en el siglo w—. La inserción de un Pater cada diez Avemarías, invención de un cartujo de Colonia a comienzos del siglo XV, es una etapa en el complejo proceso que vincula estrechamente el Avemaría a los quince misterios de la salvación: las fórmulas condensadas, clausulae, que se proponen encerrar la meditación en el círculo de cuentas en el que se extiende, en lugar de dejarla vagabundear, y tal vez perderse, desarrollan al final de la Edad Media una piadosa contabilidad, cuyo automatismo se ha ridiculizado a veces sin tener en cuenta su intención ascética. Se ha visto en ello una exacerbación ritualista, por analogía con las elevadas cifras, que llegaban hasta el millar, de misas encargadas por disposiciones testamentarias. En realidad, con su formalismo repetitivo, el recuento de las 5.500 heridas de Cristo o de los 1.000 pasos ensangrentados del camino de la cruz permite desgranar el tiempo inconmensurable del sufrimiento y multiplicar y demultiplicar hasta el vértigo las miradas instantáneas del devoto al misterio de la Pasión.

Del mismo modo que los sentimientos personales expresados por algunos cronistas de la Edad Media se refieren con frecuencia a lugares o recuerdos amables o trágicos evocados por ellos, la pedagogía de las órdenes mendicantes, deseosa de la salvación del mayor número de almas, puso el acento sobre esos objetos mediadores que son el rosario, popularizado por el éxito europeo de la confraternidad creada en Colonia en 1474, las reliquias, cuyas colecciones privadas se multiplican en ocasiones hasta la manía, las imágenes piadosas, que cada uno contempla en su intimidad, y las plegarias manuscritas, que todo el mundo lleva consigo. A este respecto, los descubrimientos arqueológicos llevados a cabo bajo el maderaje del coro de Wienhausen, iglesia cisterciense de la landa de Luneburg, aclaran de la manera más chocante los hábitos de la devoción desde finales del siglo xm. Junto a los alfileres, los cuchillos, los anteojos con montura de madera o de cuero encontrados bajo los sitiales de los canónigos, han salido a relucir las imágenes caídas de los misales o de las vestiduras, los grabados en madera coloreados, los trozos de papel prensados en moldes de plomo, así como pequeños paquetes de huesos y restos de seda, que demuestran el uso de reliquias ocultas. A este registro pertenecía la crucifixión esquemática, dibujada con tinta, que Durero llevaba sobre sí, y que no presenta ninguna pretensión artística.

¿Cuáles son los signos o las imágenes reproducidos con más frecuencia? No cabe la menor duda de que a finales de la Edad Media las formas de la piedad privilegian representaciones o alusiones a la humanidad de Cristo, así corno a sus sufrimientos, más que a su divina realeza. Dado el carácter tan elíptico del signo, la contemplación de los sufrimientos de Cristo y la compasión del fiel se despiertan mediante la alusión a instrumentos (los azotes) o a objetos (las antorchas del monte de los Olivos) colocados por el relato bíblico en el recorrido que conduce a la "locura" de la cruz.

A este dominio instrumental pertenece la representación de las cinco llagas de Cristo que, en una so edad sensible a las armas y a las divisas, constituyen el blasón místico del Hijo del Hombre; o, en el centro de un conjunto de objetos triviales y sagrados a la vez, azotes, clavos, esponja, escala..., la herida abierta del costado de Nuestro Señor —grandeza pura, precisa el comentario—que se destaca como una mandorla.

El "inmenso apetito de lo divino" del que hablaba Lucien Febvre y que Emmanuel Le Roy Ladurie resume en una fórmula brutal: "Cristo, al que aman sangrante", nos remite al realismo corporal de la Imitación de Cristo: imitar no significa adoptar una línea general de conducta que reproduzca imperfectamente el comportamiento de un modelo perfecto; quiere decir, para los cristianos más fervientes, asociados en piadosas cofradías o aislados en sus ejercicios espirituales, revivir de la manera más sensible para el cuerpo y para el espíritu cada episodio de la Pasión. "Tener sin cesar en el espíritu" (frequenter in mente..., dice G. Groote), prepararse "mediante piadosas efusiones" (per pias affectiones..., dice el capítulo sobre la misa de la constitución de los Hermanos de la vida cristiana), considerar "lentamente y con lágrimas" (san Buenaventura en su tratado de enseñanza a los novicios); éstas son las disposiciones en las que ha de sumirse el devoto.

"Contempla", escribe Buenaventura, "el sudor de sangre, los golpes en pleno rostro, el encarnizamiento de los azotes, la corona de espinas, la irrisión y los salivazos, los clavos que se hunden en las manos y pies, la erección de la cruz, el extravío de la mirada, la boca demudada, la amargura de la esponja, la cabeza que cuelga con todo su peso, la muerte atroz. Se invita al devoto a detallar todas las etapas de un suplicio, a escrutar con morosidad los signos y los efectos de la condena a muerte, a reproducir mediante el pensamiento y en su misma carne la abyecta agonía infligida al Salvador del mundo.

Formada en las técnicas de la memoria y la emoción, la mirada que los contemporáneos fijaban en los lienzos que hoy nos parecen sobre todo soberbios fragmentos de pintura nos recuerda la ambigüedad que el arte religioso del siglo XV conserva desde sus orígenes. Así, por ejemplo, El descendimiento de la cruz, de Rogier van der Weyden, pintado para los alguaciles de Lovaina que colocaron la tela sobre el altar de su cofradía, se detiene en un instante de la historia de la Pasión, recreado por la ilusión de las actitudes. Este suntuoso relato interrumpido lanza al mismo tiempo el doble signo que difundían por aquella misma época las humildes hojas impresas de una piedad más discreta: el cuerpo pálido y doliente de Cristo muerto, la compasión de la Virgen desvanecida. Otro ejemplo, más sutil aún, es el de la Madona de Giovanni Bellini, conservada en la Academia de Venecia, en el que la Virgen en adoración no puede ignorar el destino futuro del Niño Dios con el brazo pendiente y tenso. Ejemplos como éstos prueban que la imagen de altar y la imagen de piedad personal no están necesariamente separadas, que liturgia e intimismo no siempre se oponen. Hay grados en la percepción de lo sagrado y en la eficacia de los signos; la más honda interioridad puede adaptarse a la plaza pública.

La plegaria. Todo es oración, según la teología mística del canciller Gerson, cuando el fiel más humilde, el espíritu más simple (etiansi sit, muliercula vel ydiota) practica sin deliberación la elevación espiritual. El cristiano puede convertir en materia de su plegaria cualquier espectáculo que se le ofrezca. La devoción personal, arraigada en una actitud de permanente humildad, equivale a disponibilidad al advenimiento del Espíritu Santo. "La oración", escribe Gerson, "es la cadena que permite que el navío se aproxime a la orilla, sin que la orilla se acerque a él". La meditación, fundada en un aprendizaje de la memoria y en un entrenamiento de la sensibilidad más ampliamente difundidos en la Edad Media de lo que nuestras categorías intelectuales nos permitirían suponer, conduce a la contemplación. Si se ha de juzgar por los miles de plegarias manuscritas de toda especie y de todos los niveles conservadas en los archivos europeos, y que, en centenares de casos, presentan las señales de una llamativa espontaneidad, cabe estimar que el hábito de la oración, es decir, de una conversación íntima del ser con un poder superior, marcó profundamente los aspectos más secretos de la vida privada durante los siglos XIV y XV.

Como en el caso de las imágenes, no se trata de oponer radicalmente una plegaria oficial, litúrgica, y una plegaria personal e íntima: junto a los grandes textos del salterio, a las célebres oraciones atribuidas a Padres de la Iglesia y a místicos, difundidas en innumerables copias y mediante la imprenta, no puede dejarse de constatar la extremada diversidad de plegarias redactadas, recogidas y pronunciadas en todas las ocasiones de la vida cotidiana. Se advierte evidentemente la inflación de las plegarias marianas, o los fenómenos de la moda, que sustituyen, de una generación a otra, de una a otra región, invocaciones e intercesores, sin modificar el texto. Pero escritas como lo están para fiestas, para los días de la semana, para acompañar decisiones, para acciones de gracias tras una prueba, las oraciones conservadas han dejado con frecuencia libre curso a la expresión de una efusión personal. Junto a los libros de horas hojeados día tras día y a las colecciones de copias manuscritas en las que las plegarias aparecen en la vecindad de recetas y fórmulas, se han conservado también oraciones escritas en pergaminos enrollados, cosidos a la ropa, encerrados en pequeñas cajitas, y que dan prueba del papel profiláctico que podían llegar a jugar estos testimonios materiales de una vinculación entre el hombre y lo invisible.

El éxtasis. De la meditación a la plegaria, no están claramente marcadas las distancias; una y otra son medios de acceso a una realidad más vasta, más alta, más iluminadora: el mundo del espíritu se entreabre al mundo de los espíritus gracias a la visión. Aun cuando no se trate sino de una manifestación límite de la vida espiritual, el misticismo de finales de la Edad Media conoció, a través de toda Europa, una repercusión que sobrepasa los límites de lo marginal. Si se lo define como la aniquilación de sí mismo dando lugar a Dios (el cielo sobre la tierra) hay relatos autobiográficos o "revelaciones" que testifican, a través de experiencias asumidas y descritas hasta lo indecible, de la existencia de encuentros íntimos vividos por hombres y sobre todo por mujeres con el más allá. De sus diálogos con Cristo, la monja Margaretha Ebner declara haber recibido no pocas respuestas, "imposibles de transcribir de acuerdo con la verdad de este mundo: porque cuanto más abunda la gracia, menos posible es expresarlo con pensamientos humanos".

Estas manifestaciones extáticas, designadas desde el siglo XIII en el mundo germánico mediante el término kunst, o sea, algo que es un saber hacer —técnica y disponibilidad— más que un estado, han sido objeto de análisis psicológicos, psicoanalíticos y clínicos que insisten con razón en los aspectos corporales de las experiencias vividas; pero ninguna interpretación reductora de las íntimas conmociones descritas por los místicos ha sido capaz de empañar la pura y dolorosa verdad del amor descrito como un amor divino.

Las visiones de Margaretha Ebner, monja de Medingen, muerta tras largos años de sufrimientos, en 1351, se acompañan de una excitación o de una parálisis sensorial y motriz. La excitación se traducía en un transporte musical y luminoso y una suerte de júbilo del cuerpo que se manifestaba por un balbuceo automático y un idioma desconocido: "Cuando comenzaba mi Pater, mi corazón se sentía traspasado por la gracia y no podía saber hacia dónde ésta lo llevaba; incapaz a veces de orar, permanecía sumida en una alegría divina desde maitines hasta prima; otras veces se me abría el camino por el que venía la palabra (Rede); a veces me sentía levantada en vilo hasta el punto de no tocar ya el suelo (...)".

La parálisis provocada por la evocación de los dolores de la Pasión, y más tarde por el solo enunciado del nombre de Jesús, se traducía, a intervalos cada vez más cortos, en una pérdida del uso de los miembros y de la palabra: catalepsia, que Margaretha Ebner llama swige, es decir, el silencio. Nos hallamos aquí en los últimos confines de la vida devota, con la admirable constancia del sujeto que anota las etapas de un fuego devorador. El encarnizamiento en dejar testimonio de una aventura que domina toda su vida nos ha valido las páginas más libres y las más sorprendentes de la literatura afectiva o amorosa escrita por mujeres en la Edad Media.

Cristo es ese divino niño que se pasea a fines del siglo XlV por los claustros de los monasterios femeninos. ",Quién es tu padre?". "/Pater Noster!" , responde la criatura , y desaparece. Una monja de Adelshausen no cesó de gemir de día y de noche durante años, inconsolable por no haber encontrado nunca más al niño que había visto una vez. Más afortunada, Umiliana dei Cerchi conserva durante largo tiempo el recuerdo alucinado de la visita del bambino. E Inés de Montepulciano se niega por las buenas a devolverle a la Virgen el recién nacido que ésta le ha confiado durante una hora; conservará de la aventura una crucecita que el niño llevaba al cuello. La identificación con la Virgen, gracias a los solícitos cuidados prestados a simulacros reales, muñecos de madera o de estuco, o a criaturas de ensueño, halla su fuente en una enseñanza devocional basada en la participación en la historia bíblica. El contacto visual con las imágenes sagradas transmuta, mediante una manipulación imaginaria, las frustraciones de algunas jóvenes monjas. Margaretha Ebner tenía en su celda una cuna, imaginando a un Niño Jesús que se negaba a dormir a fin de que ella lo tomara en sus brazos.

Cristo es también, y con mayor frecuencia, el prometido divino. Adéle de Brisach habla de una "unión con Dios que la viene a besar". Christine Ebner se abraza con Cristo "como se imprime el sello en la cera"; Adéle Langmann ve cómo Cristo penetra en su celda y le da de comer un trozo de carne ("Esto es mi cuerpo..."); Margaretha Ebner ve al Crucificado inclinarse sobre ella, con los brazos dispuestos a abrazarla; y ella reposa sobre su seno como el apóstol Juan y se nutre de él. Estas escenas ardientes se hallan muy alejadas de las elegantes y castas pinturas del matrimonio místico de santa Catalina, ejecutadas por Rafael o el Perugino para un público que no habría sido capaz de admitir representaciones tan turbadoras.

Los impulsos, las visiones de los místicos no dejaban de plantear la cuestión de su origen. Margaretha Ebner sabe perfectamente que el diablo acostumbra a aparecerse como ángel de luz: "De súbito", escribe, "todo se oscureció en mí, hasta el punto de que acabé por dudar, en contra de mi voluntad de creer". Sólo el recrudecimiento de sus dolores físicos le devuelve la esperanza de salvación. Para Robert de Uzés, la duda no es posible; como que ha sufrido realmente, al crepúsculo, el asalto de la melancolía: "Satán pretendió engañarme, apareciéndoseme bajo la forma de Nuestro Señor Jesucristo".

El aire enrarecido en que se mueven los místicos da forma a la presencia real de lo divino y les permite identificar mediante signos íntimos la veracidad de sus visiones.

Ver lo invisible

Famosos o anónimos, otros individuos han transmitido también mediante impresiones o relatos su actitud para alcanzar a ver en determinados instantes lo invisible bajo todas sus formas: sombrías o luminosas visiones de los sueños, pesadillas, encuentros enigmáticos, breves relaciones con fantasmas o con muertos, que prolongan o desdoblan la realidad.

Visión y angustia. Algunas de estas visiones se inscriben en la tradición antigua de los sueños proféticos, y su carácter literario y político les sustrae el valor de un testimonio sobre lo íntimo; pero, no obstante, su forma es rica en enseñanzas sobre las imágenes mentales y las representaciones que era usual hacerse sobre los espíritus. Para el futuro emperador Carlos IV, despertado en plena noche en su tienda cerca de Parma por un ángel de Dios, la identidad del enviado, al que llama "señor" (Herr), no ofrece la menor duda, no más que el hecho de sobrevolar vastos paisajes, suspendido por los pelos, o su agotamiento real al despertar, después de haber recorrido por los aires tan enormes distancias.

El conde de Zimmern fue, según la crónica familiar, testigo y actor de una escena fantástica emparentada con las leyendas piadosas. Perdido en pleno bosque, vio surgir ante sí una figura humana silenciosa, encargada de hacerle una revelación. "Como hablaba de Dios, el conde aceptó cabalgar detrás de él". La visión de un castillo encantado, cuyos habitantes remedan en silencio un interminable festín, es un fragmento excepcional de la literatura de encantamiento, hasta la desaparición del paisaje y de la figura iniciativa, en medio de un olor de azufre y de gritos, que hace emerger súbitamente el infierno. El conde de Zimmern, espantado de haber asistido al castigo eterno infligido a su tío difunto, decidió inmediatamente fundar una capilla expiatoria, pero sus amigos le reconocieron con dificultad, "hasta tal punto habían blanqueado su barba y sus cabellos". ¿Literatura? Desde luego. El terror del conde fue probablemente, junto con las construcciones subsistentes, el punto de partida del relato.

Otro relato, extraído de la autobiografía de Burkard Zink, burgués de Augsburgo, registra una angustia comparable, pero aún más insólita, ya que carece de función moral y de propósito literario. Habiendo seguido a través de un bosque de Hungría que no conocía a dos caballeros que le precedían en el camino, el autor los ve desaparecer y se encuentra de súbito, a la caída de la tarde, detenido por dos jabalíes amenazantes ante un lúgubre castillo. Apenas había invocado a Dios en su ayuda cuando el castillo se desvaneció y se dibujó un sendero que le permitió salir del mal trance: "Comprendí entonces que había sido engañado y que había seguido a dos fantasmas al cabalgar tras los dos personajes por el bosque (...). Al implorar a Dios y hacer la señal de la cruz, todo aquel simulacro desapareció ante mis ojos".

La presencia del Enemigo se manifiesta inclusive en un lugar cerrado y guardado. Prueba de ello es la insólita anécdota que Carlos IV tuvo a bien incluir en el relato político y militar de sus años de juventud, en la que el espíritu maligno se da a conocer por el golpe de un vaso de vino sobre el pavimento y un ruido de pasos. Con la pieza de convicción encontrada en el suelo con las primeras luces del día, el relato entra en la categoría de los terrores inexplicados. El diablo, jamás nombrado, es esa oleada de sangre en el rostro, ese redoble del corazón en medio del pánico que, en la soledad y los parajes hostiles, o en los lugares cerrados bruscamente invadidos, hace surgir la ilusión y lo incomprensible.

Esa difusa inquietud, que a veces toca lo espantoso, ayuda a comprender la doble figura del diablo medieval: la precisión irrealista de su apariencia para aquellos que no se lo han encontrado y la opresora imprecisión de su presencia real para aquellos a los que asedia. Si se consideran de cerca los textos que describen su intervención en la vida cotidiana de los hombres y mujeres de finales de la Edad Media se comprueba que el demonio adopta cada vez que se le reconoce —o sea, una vez que ha desaparecido—, la apariencia más común; y que las alteraciones físicas (envejecimiento prematuro, letargia, manifestaciones histéricas) que provoca su presencia son reales. Se da, sin duda alguna, una experiencia subjetiva de la presencia del mal, pero, como ha podido escribirse, los demonios más terribles son los demonios interiores.

Lo real y lo verdadero. Rodeados por las potestades de lo alto y de lo profundo, que, con el permiso divino, se les aparecen a veces y los engañan, solicitados hasta su último suspiro a decidirse entre el bien y el mal, cuyas cohortes apretadas ocupan la alcoba de los moribundos, los hombres y las mujeres tienen, en las postrimerías de la Edad Media, los ojos abiertos a lo invisible.

Clérigos e ignorantes, separados por todo menos por la angustia, nobles y villanos, a los que la muerte socarrona estrecha con la misma energía, atraviesan juntos un mundo todavía rebosante y ruidoso, en el que las fronteras entre lo que es real y lo que es verdadero siguen siendo indecisas para los mejores anteojos.

Armande Rives, de Montaillou, estaba persuadida, por habérselas encontrado, de que "las almas tienen un cuerpo carnal, huesos y todos los miembros". Algunas generaciones más tarde, el caballero Jorge el Húngaro le pregunta al ángel que le hace visitar el purgatorio si los santos que está viendo tienen cuerpo. Lo invisible mismo se halla enraizado en lo corporal, ya que la comunidad de los muertos y de los espíritus prolonga su existencia terrena rozando a veces a los vivos. Todos los elegidos se reunirán un día en la gloriosa inmovilidad de la mansión del Padre: domus espiritual del paraíso sobre la que se proyectan las estructuras de una sociedad humana jerarquizada.

Pero a partir del siglo XlV se preparan tiempos nuevos, con la afirmación de sí de unos individuos deseosos de perpetuar su imagen y su memoria en este bajo mundo. Un gran movimiento surgido de las sociedades urbanas de Occidente hace recular sin tregua los límites del mundo conocido y los pilares del Cielo, creando en torno de la figura humana un espacio geométrico e insensible, abandonando a los humildes el valor de las lágrimas, de la credulidad y el asombro.

Lancemos una última mirada sobre esos objetos tan materiales, documentos y representaciones, cartas y crónicas, imágenes humildes o sublimes, libros de horas usados, registros notariales interrumpidos por la muerte, restos de ropas, huellas frágiles e inciertas abandonadas sin comentarios. No hay ninguna lectura ni ninguna conclusión que sean irrefutables y definitivas, porque dista mucho de haber concluido la pesquisa de los vestigios de lo íntimo.

Ph. B.

Bibliografía

 


Ilustraciones

Bibliografía

SIGLOS XI-XIII

 


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2. TESTIMONIOS DE LA LITERATURA

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Los textos evocados en la parte "Ficciones" son numerosos: en lo esencial se han explorado las novelas de Tristán e Iseo, las de Chrétien de Troyes (Cligés, Erec y Enide, El caballero de la carreta, El caballero del león), los lais de María de Francia, algunos relatos artúricos en prosa como La demanda del Santo Graal, el Roman de la rose, Flamenca, algunos fabliaux y, finalmente, ciertas canciones de rueca. Otros textos, tal vez menos conocidos, se han revelado como fuentes particularmente generosas: así, ciertas novelas como Guillaume de Dole, L'escoufle o La Manekine, pero también unas cuantas novelas cortas como La castellana de Vergi, La hija del conde de Pontieu, el Lai del caballero blanco y el Dictado del ciruelo. Algunos textos normativos, por ejemplo, el Escarmienta de las damas de Robert de Blois y el Libro para la enseñanza de sus hijas del caballero de La Tour Landry, han venido a añadirse a los Quince gozos del matrimonio y a los Evangelios de las ruecas.

Para cualquier precisión concerniente a los textos citados, cf. Robert Bossuat, Manuel bibliographique de la littérature françise du Moyen Á ge (obras inventariadas hasta 1960), Librairie d'Argences, o también, aunque más sucinto, el Dictionnaire des lettres françises, sobre vol. la Edad Media, revisado y actualizado bajo la dirección de Geneviéve Hasenohr y Michel. Zink, París, Fayard, 1992.

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Archivos autores: 431. Archivos de la Dróme: 445. Archivos Seuil: 560. Bayerische Staatsbibliothek, Múnich: 344. Biblioteca Nacional, París: 226, 230, 324, 382, 400, 524, 540. Biblioteca Nacional/Seuil: 491, 493, 494, 495. Laboratorio de arqueología medieval mediterránea de Aix-en Provence: 73.

Los autores y los editores quieren dar sus más expresivas gracias a Michel de Boüard, Michel Fixot y Jean-Marie Pesez que generosamente han puesto a su disposición los valiosos documentos.

Este libro se terminó de imprimir en los Talleres Gráficos de Unigraf, S. L. Móstoles, Madrid, en el mes de marzo de 2001

 

 

 


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