La intimidad privada frente al mundo exterior 16 страница



La muerte de Narciso Al inclinarse entonces sobre la fontana, vio en el agua clara y limpía su semblante, su nariz y su fina boca; y entonces se sintió asombrado, porque su sombra lo había traicionado:creyó haber visto en el aguala figura de un doncel extremadamente hermoso. Entonces Amor supo muy bien vengarse del enorme orgullo y la arrogancia que Narciso había manifestado en contra suya. Entonces se le pagó con creces su salario: tanto tiempo se entretuvo junto a la fuente que se enamoró de su propia imagen y al fin allí murió por ello.

Como un espejo, la fontana sirve para la duplicación de lo real así como para un simulacro de creación. Mediante el reflejo, el Otro se ausenta, y el Mismo revive, peligro de muerte. Peligro también para el poeta, porque ha sido en el espejo donde ha visto los rosales cargados de flores y donde, entre todas las demás, ha descubierto la rosa cuya fragancia llena aquellos parajes.

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Problemas

Dominique Barthélemy

Philippe Contamine

Georges Duby

Philippe Braunstein

Las instalaciones

 


Del espacio privado

Siglos Xl-Xlll

La guerra que hace estragos durante los siglos Xl y Xll, que destruye las parejas, que acaba con los linajes ¿acaso no saquea al mismo tiempo, en el sentido más material, el marco de existencia de la aristocracia? Es la guerra lo que fuerza a las familias a apretarse en las torres fortificadas —en las que apenas si se atreven a abrir ventanas, por miedo a los tiros o a los asaltos con escalo, y donde a fin de obstaculizar el acceso, se condena las puertas al nivel del exterior para no dejar sino unas estrechas entradas, a seis u ocho metros del suelo, servidas por escalas amovibles o escaleras no menos peligrosas—. La sombra de la fortaleza deja sentir su peso, en estos siglos de hierro, sobre la vida privada lo mismo que sobre la vida pública: impresiona, sin duda, a los vasallos y a los enemigos de la clase señorial, y produce la impresión, sobre todo, de haber mantenido encerrados en la falta de comodidad y en la promiscuidad a los caballeros, a sus mujeres y a sus hijos. Ésta imagen pesimista ha penetrado en la historia de Francia (y de Inglaterra) en el capítulo del feudalismo y se ha convertido en un lugar común. ¿Hay que darle crédito? ¿Hay que desmentirla? Si se quiere revisar, habrá que tener muy en cuenta lo que hayamos de ver pero también el modo como lo miremos.

A nuestros ojos, las fortalezas son los vestigios mejor conservados de la arquitectura profana de la época: se lo deben a sus materiales, la piedra, a su prestigio y también al azar, ya que unas fueron abandonadas y, por tanto, dejadas a merced de la degradación, y otras reconvertidas, conservadas, pero también deformadas. No es raro que determinadas redistribuciones de la baja Edad Media, o de más tarde, se interpongan entre los tiempos feudales y la arqueología contemporánea. Ésta, sobre todo, tiene derecho a preguntarse si lo que tiene entre manos son los vestigios más típicos, si las habitaciones en piedra duradera reproducen con exactitud la estructura y el aspecto de aquellas en las que la madera, al presente podrida o quemada, constituía lo esencial. La arqueología se propone conocer el conjunto de las formas de habitación de una región y de una época y, más que pulir de nuevo los enlosados y restaurar los muros, de lo que trata es de leer la huella de los pasos sobre los niveles de tierra apisonada e identificar la de los agujeros de los postes en los suelos endurecidos.

¿Pero cómo resucitar en su integridad la vida cotidiana, los recorridos de hombres y mujeres, el ordenamiento que cambiaba de uso las distintas piezas? Lo que no hay que hacer ante los castillos es soñar, como lo hizo el siglo XIX. La arqueología de esta época, después de haber analizado a la perfección las técnicas de construcción, se dejaba llevar de puras impresiones, hablando de tristeza, de estrechez, de rudeza, sin pararse a pensar si sus habitantes experimentaban de veras aquellas contrariedades, o bien desplegando, consciente o inconscientemente, toda una ideología, como sucede en la página de Émile Male que se leerá más adelante. Más activos y no menos apasionados, los investigadores actuales son también más prudentes: las más de las veces, sus informes y sus síntesis prefieren detenerse en el umbral de la inaprehensible intimidad de los hogares. Precisamente porque les parece fundamental el conocimiento exacto del modo de vida evitan prejuzgar con expresiones definitivas las funciones de tal pieza o tal construcción y renuncian a la tentación de reconstruir estéticamente las viviendas derrumbadas y los sentimientos muertos.

Sin embargo, no estamos considerando aquí una de esas civilizaciones fascinantes y prácticamente incognoscibles, como la minoica o la tolteca, a propósito de las cuales la ausencia de textos provoca aventuradas hipótesis y arrastra a los más brillantes a las delicias y los delirios de la imaginación. La escritura es un testigo efectivo en los tiempos feudales: y en definitiva, unas fuentes suficientemente ricas han permitido trazar el primer "cuadro" de este libro. Hay crónicas y biografías que elogian a un constructor, y que explicitan sus dibujos más oficiales: hay relatos al hilo de los cuales, súbitamente, penetramos en las mansiones del feudalismo. Pero aún con más frecuencia, los personajes mismos, las relacio nes anudadas y las distinciones establecidas entre ellos interesan más que el decorado. La lectura de los documentos puede completar el análisis de los restos; aunque no deje de haber entre ellos una cierta separación, una zona de desconocimiento para el historiador escrupuloso.

La dificultad más irritante es la que impide atribuir a tal o cual espacio su nombre medieval exacto; términos como turris, la torre o la fortaleza, y domus, la casa, o también como camara, la cámara o alcoba, y sala, la sala o salón, aparecen empleados lo mismo en oposición que uno en lugar de otro. ¿És que las gentes medievales eran incoherentes, o incapaces de traducir al latín los términos de su lenguaje? Hay que dudar de tal cosa: semejante explicación condescendiente es inaceptable. Tiene que haber una real y significativa ambigüedad en cada uno de estos pares de términos. Y si bien se piensa, ahí radica toda la historia de las formas de habitación noble: ¿se hallaba acaso la aristocracia condenada a vivir recluida en la fortaleza, hasta el punto de que se toma ésta por su mansión por excelencia y no fue capaz de atenuar al menos sus inconvenientes? Por otra parte, instalada como se hallaba en la estrechez, ¿se vio impedida para instituir la separación, fundamental a nuestros ojos, entre la pieza de recepción, de comedor, y la de intimidad, de dormir, así como cualquier otro tipo de sutileza en el ordenamiento de ambientes de aislamiento y de lugares de encuentro?

La torre y la casa

Para este primer desarrollo del tema, el dilema clásico entre residencia y fortificación nos proporciona una cómoda intriga: ¿hasta qué punto ha constituido la norma la segunda de estas exigencias en los "castillos", desde el siglo Xl hasta el Xlll? ¿Eliminó siempre o contradijo a la primera?

Surgen las torres

Torres o fortalezas se levantan, a partir de mediados del siglo X, bien en medio de conjuntos residenciales anteriores, bien en asentamientos nuevos cuyo elemento único o principal constituyen a veces. Pero, tanto en un caso como en otro, no se trata forzosamente de edificaciones habitadas de modo permanente.

En cambio, los organismos palaciales, heredados de la alta

 

Édad Media o construidos en tiempos más recientes, se integran en una ciudad o en una aglomeración: se levantan a sus costados y la presiden, separándose de ella mediante un muro "interno", mientras que la muralla principal las encierra al mismo tiempo. Es la misma disposición que se daba en lo que los textos de los siglos x y XII denominan castrum, el castillo mayor, o mejor aún el núcleo protourbano cuyo crecimiento se convertirá, hacia 1200, en una verdadera ciudad: la residencia señorial, castillo en sentido restringido, constituye su punto focal y se sitúa, con frecuencia, en el corazón de un sistema de recintos concéntricos.

Estos conjuntos desempeñan numerosas funciones. En la superficie relativamente extensa (de una a cinco hectáreas), ovoide o poligonal, delimitada por terraplenes y fosos, se despliegan en orden no muy rígido construcciones poco elevadas entre las que quedan numerosos espacios descubiertos. Hay además una corte propiamente dicha (aula), a saber una pieza de recepción, un hall, levantada sobre una bodega semienterrada, flanqueada a veces por lo que los comentaristas llaman, con. razón o sin ella, "aposentos", y todo ello comunicado con una capilla: es lo que Carlomagno levantó, majestuosamente, en Aquisgrán, y que se encuentra también en otros muchos sitios, por el simple hecho de la imitación o, sencillamente, en virtud de idéntica funcionalidad. Y vienen luego los anejos reservados al trabajo, al almacenamiento de víveres y de armas, las caballerizas, eventualmente otros alojamientos aristocráticos, y una colegiata: la presencia y extensión de estos otros elementos permiten medir la importancia y la polivalencia de la localidad en cuestión. Todo esto se encuentra, por ejemplo, en el burg condal de Brujas, notablemente amplio, teatro de los dramas que narra Galberto. Én cambio, el primer palacio de los Capetos en París resulta ya más apretado, aunque desde luego presenta con toda claridad la sala del rey adosada a la muralla de la ciudad, una vivienda contigua en ángulo recto y una capilla.

La torre, en estos dos sitios, tarda un poco en hacer su aparición. En Brujas donde, como es frecuente, se equilibran material y simbólicamente la parte laica y la parte clerical, todavía en 1127 es el campanario de la colegiata de san Donaciano el que les sirve de refugio final a los asesinos de Carlos el Bueno, pero, sin embargo, son también los dueños de su aula, cuando los vengadores los acosan. En París, el rey aguarda hasta casi el siglo XII para levantar una fortaleza al costado de su sala o aula --y lo hace sin duda más por prestigio que por defensa. En cambio, desde el siglo x, en tiempos de Luis IV de Ultramar, los Carolingios tenían una torre en su palacio de Laon— o un aula muy fortificada. En todos estos lugares, hay ciertamente espacio suficiente, pero ni lujo ni sosiego, y el placer no es tanto el de las alcobas confortables como el del poder exaltado, mediante la ostentación del hall y del balcón: aula y fortaleza son dos lugares privilegiados de la representación del poder.

De una a otra puede darse una continuidad genética: las excavaciones de Michel de Bouard en Doué-la-Fontaine (Anjou) ofrecen un tipo casi ideal. A comienzos del siglo x, un rectángulo de 23 metros por 16, al nivel del suelo y con muros de altura modesta (de 5 a 6 metros): aula espaciosa, residencia secundaria del príncipe de esta comarca, Roberto. Después de un incendio, se le añade, hacia 940, un piso, con acceso por el exterior: fortaleza del tipo más elemental. Finalmente, con posterioridad al año mil, se sepulta todo ello en tierra de acarreo, convirtiéndose los dos primeros niveles en subsuelo, bodegas y calabozos, y se instala encima una torre (baluarte o fortaleza) sobre una mota de antología... que incendian a mediados del siglo XI. Éstá, por tanto, claro que puede darse una continuidad arquitectónica entre la "corte" y la "torre", entre la época carolingia y la de los señoríos banales (XI). Y es muy posible que las torres de los palacios de Compiégne, Ruán y otros sitios, por esta misma época, hayan sido también aulae progresivamente fortificadas.

En cualquier caso, la inserción de torreones o fortalezas en las ciudades señoriales se lleva a cabo por lo general de manera progresiva e incompleta. Hay variantes regionales: así, las ciudades del Mediodía, con sus enormes castillos, prescinden de aquéllas. La tierra predilecta de los torreones parece haber sido el noroeste de Francia, ante todo Normandía y el valle del Loira, ricos en excelente piedra y sedes de principados poderosos, de señoríos compactos. El más antiguo de los que se mantienen todavía hoy en pie, Langeais, data de 994 y se debe a la iniciativa del conde de Anjou, Foulque Nerra. Pero, si se estudia con detención, como ha hecho Michel Deyres, las intenciones del conde no fueron siempre las mismas: quiso al principio que fuese un bastión para la guerra, y luego lo acondicionó para residencia, antes de que sus sucesores, a finales del siglo Xl, le volvieran a dar, rodeándolo de una cubierta, un destino propiamente militar. Én esta misma zona geográfica, el caso más frecuente consiste en un emparejamiento del torreón con un cuerpo contiguo de viviendas, de las que se puede acudir a aquél a refugiarse en caso de necesidad; pero el torreón no juega un papel central ni verdaderamente activo en la defensa de las plazas fuertes: es más bien un reducto protegido por su aislamiento o su descentración respecto de las otras defensas. Sólo en la Inglaterra normanda de después de 1066, apéndice de la Francia del noroeste, donde los conquistadores viven durante mucho tiempo a la defensiva, se levantan inmensos e imponentes torreones que sirven de residencia permanente, aunque ello no suceda ni siempre ni exclusivamente. La Torre de Londres es un modelo repetido con frecuencia.

Una breve ojeada a los asentamientos señoriales de segundo orden, que el crecimiento de la población y la multiplicación de las guerras locales hacen proliferar en el siglo Xl, muy especialmente en las inmediaciones de los pagi, o antiguos condados, y de las castellanías. La prospección arqueológica, desde hace tres decenios, ha descubierto las huellas o inventariado las minas de un gran número de motas y torres, peraltadas sobre ellas o asentadas a sus costados: aisladas, integradas tan sólo a trancas y barrancas en un plano de encuadramiento del territorio, están expuestas de forma más regular a los peligros y se las emplea más fundamentalmente como guaridas de botín que los conjuntos señoriales.

Pero estas fortificaciones secundarias, totalmente artificiales o resultantes de un acondicionamiento de terrazas o contrafuertes cerrados, no son necesariamente lugares de residencia, ni en el Mediodía ni en el norte de Francia. Cuando, a pesar de todo, abrigan a la "familia" de un caballero, tienden a disociar la forma de habitación más privada de la torre. Es lo que ocurre en Grimbosq, en Cinglais: el punto más alto de la mota de Olivet no está ocupado por la residencia; la casa se asienta tan sólo en una corte o patio bajo y reducido, entre la torre y la parte menos vulnerable del recinto; otra corte baja, más ancha y menos defendible, acoge algunos animales domésticos y, sobre todo, sirve de palen-

 

Los tres pisos del castillo de Hedingham (Essex), h. 1140: 1: primer piso: suspendido sobre una planta baja murada, tiene acceso por un cuerpo delantero; 2: segundo piso: sala central, que ocupa de hecho dos niveles, porque hay una galería abierta sobre ella; 3: piso superior (el cuarto): serie de habitaciones.  

que para los ejercicios ecuestres. La residencia, cuyo carácter aristocrático está ampliamente atestiguado por las joyas y las piezas de juego, tiene la forma de un aula: un espacio rectangular de 17 metros por 7-10 metros; su armazón descansa sobre un murete de piedra. La cocina está separada de ella —signo distintivo también de la vivienda noble— y, por otra parte, hay una capilla y una segunda construcción yuxtapuestas. Nos hallamos, en suma, ante el modelo reducido de un conjunto principesco o señorial: las mismas distinciones funcionales, la misma vecindad con respecto a la casa y al bastión. Son también de interés, en relación con las comarcas occitanas de la misma época (siglo XI), las indicaciones de los relatos de Milagros de santa Fa de Conques: tienden a presentar la torre como la guarida exclusiva de los guerreros, al tiempo que las esposas reman en una casa, mansio, contigua o más alejada.

El emparejamiento de la torre y la vivienda, separadas y complementarias, se nos presenta, por tanto, como el caso normal en toda la gama de las mansiones aristocráticas, moléculas palaciales y señoriales, o átomos cuyos núcleos son motas y torreones. Entonces, ¿por qué los textos confunden a veces domus y turris? Cabe entender la cuestión de varias maneras:

 

p i s o = I

 

 


 a) La torre es la metonimia de la mansión, si la parte pres-tigiosa se toma por el todo.

b) La torre es el porvenir de la casa, si el aula se eleva y se transforma en fortaleza progresivamente. Eso es lo que sucede con las viviendas rurales habitables en su planta baja, pero cuya concepción recuerda la de la fortaleza (Pierre Héliot, al comentar el caso de Longueil en Caux, residencia de una gran familia a comienzos del siglo XII): tipos impuros que justifican las vacilaciones de la pluma.

c) La torre, finalmente, es una parte de la casa: la que sirve de refugio en caso de peligro, desde luego, como sucede en el castillo de Loches; pero también aquella donde habita permanente mente una parte de la familia, la masculina: la torre es entonces el aula cuyo "apartamento" anejo está representado por la casa. Pero este caso no es general: en no pocos palacios y castillos no es otra cosa que el flanqueo militar y, sobre todo, simbólico de una casa que es preciso seguir denominando aula.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 74; Мы поможем в написании вашей работы!

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