La solidaridad privada a prueba



La solidaridad de los matrimonios, y más aún la de primados y linajes, se ve puesta a prueba con frecuencia. Está amenazada por la movilidad de individuos a los que su profesión lleva muchas veces a desplazarse (y que gustan de hacerlo) o que son víctimas de las sacudidas de la vida política (guerras, exilios, etcétera). Corre también el riesgo de romperse por la muerte de sus miembros y el oscurecimiento de los espíritus, y ello es también grave en un medio donde se piensa que los antepasados siguen viviendo —en la otra vida y en las memorias— y forman parte estrictamente del linaje. Los italianos de los siglos XlV y XV, sobre todo en la burguesía comercial (y humanista), trataron de conjurar estos dos peligros.

Dispersión familiar y correspondencia privada

La dispersión de las familias es un dato ya antiguo en la vida social de las ciudades y las campiñas italianas. Los mercaderes atraviesan los mares y el mundo desde hace siglos, los comerciantes (tratantes en trigo, en ganado, en aceite, etcétera) surcan los campos, a veces en un extenso perímetro, y los mismos campesinos no tienen a veces más remedio que dirigirse a la ciudad, donde recalan por lo general en casa de un pariente o un vecino ya establecido. Durante los siglos XlV-XV, la multiplicación de las responsabilidades periféricas, ocupadas una tras otra por los ciudadanos en los grandes Estados cada vez mejor dirigidos y Más vastos (embajadas, administración y justicia provinciales) agravó esta situación. Y las purgas políticas acabaron de multiplicar los destierros. Tener lejos un esposo, un hijo, un hermano (a varias jornadas de viaje, o a muchas) es una situación banal a la que han de acomodarse frecuentemente las familias.

A condición, por supuesto, de no romper con el ausente. Porque son también posibles las relaciones episódicas. El ir y venir de viajeros multiplica los recaderos e informadores procedentes de todas partes. "Aguardo de un momento a otro, con impaciencia, la llegada de Gherardo (que viene de Brujas) para tener por fin noticias tuyas de viva voz, de tu persona y de tu salud", le escribe Alessandra Strozzi a su hijo Lorenzo (Florencia, 1459). La familia, por su parte, o uno de sus miembros, puede ponerse en ruta para reunirse con el ausente. Una cuestión que se discute con frecuencia entre Alessandra y sus hijos. Cada uno de ellos vive en algún confín de Europa (Nápoles, Brujas, Florencia): ¿por qué no encontrarse todos en Aviñón (1459)? Pero las complicaciones del proyecto lo hacen abortar. Es la misma suerte de no pocas tentativas análogas: se habla de ir a Pisa, a Bolonia, y acaban quedándose todos en casa. Limitarse a los desplazamientos de los unos o los otros para reunirse con los ausentes equivale finalmente a perder contacto con ellos.

Pero queda la correspondencia, la maravillosa correspondencia privada, descubrimiento y alegría de los italianos del siglo XlV. Escribir, intercambiar informaciones comerciales es, desde el siglo Xll , una de las técnicas probadas del éxito mercantil de los italianos. Pero, a medida que pasans genera la ciones, vienen a añadírseles las noticias, las cartas puramente privadas. Poco a poco, todo el mundo se familiariza con el escritorio: los hombres para informar y dirigir; las mujeres para responder y avisar; los niños para enviar alguna expresión tierna y refrescante; los intendentes y notarios para rendir cuentas. No todas las mujeres saben escribir; a medida que se desciende en la escala social son más ignorantes, y un estado de cosas como éste parece agravarse en la Toscana del siglo XV. La misma incultura viene a darse, aunque más circunscrita, entre los hombres (asalariados modestos, campesinos). Así las cosas, a partir de los años 1360-1380, el gusto y la necesidad de escribir se hallan ampliamente atestiguados en la sociedad, se han conservado vastas correspondencias y es muy posible que esta fecha correspondia, en Florencia al menos, a un umbral, a una aceleración, a una difusión en la práctica de la correspondencia privada.

Cualquiera puede escribir cartas o recibirlas. Hay aparceros, por ejemplo, que se encuentran con que se les comunica por escrito, en forma de carta, las instrucciones de su propietario (Siena, 1400). Otras correspondencias —como las que han llegado a nosotros— emanan esencialmente del hogar, de lo privado estrictamente tal, cuya vida reflejan (fragmentada, pero potente), por ejemplo, los afectos o las ocupaciones, sobre todo las de las mujeres, de las que hay cartas admirables. Alessandra Strozzi, cuyos hijos fueron desterrados por los Médicis, los tiene regularmente al corriente de sus asuntos domésticos durante veintitrés años (14471470). Su yerno, sus hijas, su pequeño Matteo —a partir de los doce años y medio—, despachan sus misivas particulares. Los dos desterrados responden a su vez. La célula familiar continúa viviendo intensamente.

Pero algunos carteggi (carteos, correspondencias) son mucho más vastos, se amplían generosamente a la parentela, a los amigos, a las clientelas, y revelan simultáneamente la amplitud de tales relaciones privadas, sus vínculos con las instituciones y los asuntos públicos, y el papel jugado por la correspondencia en la vida y la gestión del conjunto.

Entre otros muchos, el florentino Forese Sacchetti, prior de la comuna o municipio en 1405, de nuevo en el poder en 1411 y en numerosas ocasiones capitán o podestá de ciudades del contado, se ve bombardeado continuamente con misivas y pequeños billetes de papel muy plegado y con la dirección al dorso, que recibe al ritmo a veces de varios al día (de acuerdo con la colección conservada), sobre todo cuando sus funciones lo reclaman fuera de Florencia. Tales billetes proceden de los más dispares corresponsales. Su propio entorno figura desde luego normalmente en primer lugar. Su administrador, Piero di Giovanni, le tiene al corriente con una perfecta puntualidad de las peripecias de la gestión de su fortuna (cosechas, colonos, ventas de productos, etcétera) dirigiéndole si es preciso varias cartas una tras otra —cuatro entre el 15 y el 30 de noviembre de 1417—. Sus allegados no parecen muy aficionados a la pluma, pero sus amigos que piensan en él se lo manifiestan mediante cartas afectuosas o deliciosos billetitos; minúsculos, pero sustanciales: "Forese, he ido de caza y he tenido suerte. Te envío esta liebre. Cómetela si te apetece, con mi fiel y excelente hermano Giovanni". Presente o ausente, Forese sigue estando cerca del corazón de sus amigos que encuentran, para manifestárselo, las palabras y las cosas más adecuadas. Otros personajes, que nos son conocidos por otras correspondencias, se hacen informar cuidadosamente de las ocupaciones y la salud de su esposa y de su progenitura, y la solicitud se convierte en inquietud cuando se presenta una indisposición. Ser Bartolomeo Dei, entonces en Milán, insiste en recibir puntualmente noticias de una hija o de una nuera a punto de dar a luz, y su corresponsal, un cuñado, se las remite hasta por tres veces en diez días (1, 5 y 10 de mayo de 1489): todo un boletín detallado sobre su salud, ya que el estado de la joven, entonces de nueve meses, era un tanto preocupante: ¡tenía sus pobres piernas todas hinchadas!

Estas misivas familiares se pierden en medio de las otras, la masa de las cartas expedidas por relaciones lejanas, clientes o desconocidos, gentes de todo pelaje, de cualesquiera orígenes y profesiones. En principio este raudal de cartas se dirige al hombre público, al personaje capaz de poner su autoridad o su crédito al servicio de sus corresponsales, que suelen ser otros tantos solicitantes. Con lo que nos salimos del dominio privado. Pero no siempre es sencilla del e delimitación entre lo público y lo privado. A fin de obtener el apoyo deseado, la mayoría de los pedigüeños adoptan el tono caluroso y a veces el vocabulario mismo de lo privado, con la esperanza de crear, gracias a su deferencia afectuosa, ese parentesco de adopción que forzará moralmente a intervenir al notable así requerido. Todo el mundo llama maggiore a Forese Sacchetti, en homenaje a su superioridad. Los más moderados añaden onorevole. Pero luego la deferencia (no exenta de adulación) va creciendo con magnifico, carissimo, hasta el abrumador onorevole maggiore come fratel o, por parte de los burgueses, sus pares, o come padre por parte del resto. La palabra padre reaparece tres o cuatro veces en el curso de una misma carta en frases como "esperando en vos como en un padre" o "rogándoos como a un padre". Forese no es insensible a semejantes requerimientos, a veces reiterados en un tono perentorio. Le vemos poniendo en marcha diligencias, solicitando a juristas, comportándose como un hombre comprensivo, pero sobre todo como un auténtico jefe de clientela. Una clientela, por inestable que sea, tiene ventajas políticas, y los memorialistas florentinos son bien formales al respecto: sed atentos, no os hagáis enemigos. Pero la máscara de lo privado (que no es sin más ni más una comedia) adoptada por sus corresponsales estimula su sensibilidad y su amor propio y lleva a Forese a comportarse con sus clientes como si se tratara de sus allegados.

Los ambientes italianos instruidos (no representados exclusivamente por las burguesías urbanas acomodadas) aprovechan con solicitud este medio maravilloso que son las cartas para mantener, a pesar de la separación, los lazos privados, familiares o amistosos, que les son tan queridos. Mantener y enriquecer, porque se ha comprobado, durante esta época, que la necesidad de escribir puede aportar al diálogo cotidiano de los particulares algo que va más allá de la cotidianidad. Desde luego, cuanto más lejos se está, más se hacen esperar las cartas, más se rarifica el diálogo epistolar. Un mensaje partido de Nápoles el 18 de diciembre de 1464, dirigido a Alessandra Strozzi, no tendrá respuesta hasta el 18 de enero de 1465, aunque la destinataria la ha dado cuatro días después de haberlo recibido. Pero como es bien sabido, cuando las cartas son espaciadas y lentas, tienen más valor para quien las recibe; cada uno redacta su correo en consecuencia. Al ausente se le informa de los sucesos domésticos más íntimos, pero se le presentan de un modo particular. A veces se le escribe con más calor del que se emplea para hablarle. Se siente el impulso, más intenso que el de la vida corriente, a encontrar palabras afectuosas, de inquietud (que el alejamiento redobla), de alivio, de alegría, esas palabras que los convencionalismos y el pudor hacen que les resulten menos fáciles a las mujeres en la existencia cotidiana. Se le ahorran también motivos de inquietud y se le disimula la gravedad de las indisposiciones: el cuñado de ser Bartolomeo Dei le confiesa después del alumbramiento de su hija: "La hinchazón de sus piernas era en realidad mucho más inquietante de lo que os dije". Además, todo el mundo se desvive por informarle; estimulados por lo que está en juego --hablar con veracidad del pequeño mundo dejado por el ausente, sus corresponsales se manifiestan mutuamente más interés y atención que los acostumbrados: un tío exige constantemente noticias de su sobrina; un chiquillo escucha con toda su atención las conversaciones de los mayores y es capaz de hablar de dotes, hipotecas o fisco con un sabroso aplomo; una madre redobla sus agasajos hacia todos los que han visto o van a ver a su hijo, etcétera. La necesidad de informar, junto con la de administrar, educar o cuidar de todo haciendo las veces del ausente, movilizan todo el entorno de parientes y amigos, y no solamente el hogar, y refuerzan su cohesión.

El hecho de escribir refuerza finalmente el área privada al ensancharla, al menos en ese nivel en que uno queda expuesto a distintas solicitaciones. También los solicitantes importunos, en sus cartas, más fáciles de renovar y de combinar que una visita (cartas a veces redactadas por un tercero), saben encontrar las palabras que los introducen en una dependencia privada de la que algunos de ellos ya no saldrán.

Dispersiones familiares y diarios privados

Ni siquiera el alejamiento definitivo de la muerte, cerrado a toda correspondencia, queda a pesar de todo desprovisto de recursos.

Está ante todo la plegaria, ese grito contenido, totalmente carente de respuesta explícita, pero percibido y practicado entonces como una vía acostumbrada hacia el Señor, hacia sus santos y mediante ellos, hacia la Iglesia doliente (el purgatorio), probable morada de muchos antepasados. La plegaria por el linaje no es un mito. Se presenta con frecuencia la ocasión de orar por los muertos del propio hogar y de la familia, en concreto durante las misas y las ceremonias funerarias instituidas por los mismos difuntos en sus testamentos y que se celebran con regularidad (a veces a perpetuidad) en sus iglesias habituales o en las capillas de sus fundaciones. Pero resultaría difícil demostrar que las familias participaban regularmente en tales actos o que aprovecharan semejante ocasión para evocar los hechos y gestos del difunto. Sin la intervención de un esfuerzo especial de la memoria, los muertos se reducen enseguida, en los recuerdos, a la proclamación anual de un nombre inscrito en un obituario.

Pero este esfuerzo existe. Hay tradiciones orales concernientes a los antepasados que se transmiten en los linajes a veces desde el siglo Xll y que siguen estando activas en los siglos XlV y XV. Giovanni Morelli afirma en repetidas ocasiones, hacia 1400, haber obtenido de viejos parientes (hombres y mujeres) informaciones que ellos mismos habían recibido a su vez de sus mayores y que se referían a un antepasado nacido en 1150. Giovanni Rucellai sostie ne por su parte haber extraído un enorme provecho de conversaciones con consortes ancianos para el esclarecimiento de su propio pasado familiar.

Algunas grandes familias parecen haber conservado con esmero un rico patrimonio oral, sobre todo cuando se trata de hogares que han vivido estrechamente asociados entre sí, y haber extraído de él un buen conocimiento de sus antepasados y un fuerte orgullo de su alcurnia.

Pero, durante los siglos XlV-XV se pretende ir más lejos, mejorar sus fuentes, consultando los papeles de familia archivados en los cofres (contratos notariales, libros de cuentas, procesos, etcétera) y poder ofrecer de los ancestros un retrato más circunstanciado, más verídico, más convincente también. Se aspira al mismo tiempo a dejar sobre sí y sobre los propios hijos todos los elementos de una biografía exacta: edad, padrino, hora, fecha y cifra del mes de nacimiento, etcétera. Alberti es el primero que aconseja esta precaución "por muchas razones" (que no especifica).

Desde entonces, ya no es concebible abandonar exclusivamente a la memoria un depósito de informaciones tan precisas y tan preciosas. Ya durante el siglo Xv se empiezan a confiar a algunas páginas aparte de un libro de cuentas, o a un cuaderno muy especialmente adquirido para este fin, las informaciones espigadas un poco por todas partes y que reconstruyen, de toda la estirpe de los antepasados, una galería bien caracterizada. Circunscrita a los ancestros más directos y a los parientes más cercanos (Morelli), o bien extendida hasta los primos y primas lejanos (Velluti), esta galería no se propone necesariamente halagarlos, sino poner de relieve cómo vive una estirpe, subrayar los momentos salientes de su pasado, destacar la antigüedad y la continuidad (o los meandros) de su empeño profesional, desplegar, en una palabra, todos los elementos de la solidaridad del linaje (solidaridad patrimonial, espiritual, política, etcétera) sin desdibujar por ello la originalidad de las orientaciones individuales y de las personalidades (a veces maravillosamente trazadas —entre los Velluti— incluso tratándose de primos lejanos), ni escamotear las fricciones y las inevitables desavenencias. Como memorias de un linaje, estos libros de famiha (ricordanze, ricordi) mantienen en el grupo que los conserva una vinculación reflexiva, motivada y personalizada hacia una gran estirpe que los detalles ofrecidos por los memorialistas y los sentimientos suscitados por ellos hacen percibir mejor como una prolongación en el tiempo y en el espacio, como un ensanchamiento del ámbito privado del hogar.

Así las cosas, no hay ninguna de las ricordanze conocidas que haya sido escrita colectivamente por un linaje. Sus autores son padres de familia enraizados en su generación. Los antepasados bien se merecen un sombrerazo, pero cuando el relato llega a los tiempos presentes es cuando el autor encuentra, al hablar de su entorno (padres, tíos, primos cercanos, hijos) un atractivo y un acento muy particulares; las páginas más finas y las más sensibles de Giovanni Morelli son las consagradas a sus tíos y a sus hermanos y hermanas. Estos libros de memorias personales se conservan celosamente en casa del autor y de sus descendientes. Se los enseña a amigos íntimos, se los presta llegado el caso a sus hermanos o a sus primos (Corsini, Florencia, 1476). Pero los memorialistas, los autores, se sienten más inclinados a insistir sobre su carácter secreto. El memorial se destina sobre todo a los hijos y a los descendientes directos (que con frecuencia lo continúan), es asunto familiar y más precisamente masculino. Hasta la esposa resulta sospechosa: pertenece a otro linaje; el secreto de las ricordanze vale también para ella.

Finalmente, en las ricordanze hay dos perspectivas que se yuxtaponen. Los retratos de ancestros y mayores determinan una vinculación más viva al linaje y la voluntad de prolongar sus costumbres, su originalidad, y de inspirarse en sus ejemplos, evitando sus debilidades. Sólo que este primer mensaje se ve ampliamente completado y a veces sumergido por todo lo que el memorialista añade sobre el hogar —en sentido restringido o amplio— en medio del cual vive. Al hablar de sus próximos, de quienes lo rodean, su relato se vuelve más minucioso, más preciso, mejor observado, más cálido, más estrictamente privado. Leamos, entre tantos otros, el comienzo de la semblanza consagrada por Giovanni Morelli a su hermano Morello. Había nacido, este Morello, el 27 de noviembre de 1370, "la víspera de san Pedro de Alejandría, en la noche del miércoles al jueves, cuando daban en Santa Croce las ocho y media. Le bautizaron el sábado siguiente, 30 de noviembre; sus cuatro padrinos fueron (y vienen a continuación los nombres y serias de dos hombres y dos mujeres). Se le pusieron los nombres de Morello y Andrea. Morello por su abuelo, y Andrea, por el santo del día (...). Tomó como mujer a Caterina (...) Castellani" (y hay luego algunos pormenores sobre este matrimonio).

Todo aquí nos remite a un mundo privado más estricto (salvo el nombre del abuelo), más exclusivamente centrado en el grupo familiar restringido. En el marco general de la ciudad, de la iglesia, de la jornada, las solidaridades que aquí se subrayan, y que constantemente aparecen en las noticias análogas —solidaridades privadas todas ellas—, son las del hogar, las del compadrazgo, y las de las alianzas matrimoniales. La vida corriente conduce a todos a superponer estas solidaridades nuevas, que son absolutamente propias del hogar y que constituyen su originalidad, a la trama (y a veces a la filigrana) de las solidaridades de linaje. Los libros de familia consolidan este estado de cosas al tiempo que levantan acta del mismo. También estabilizan e ilustran este entrecruzamiento de solidaridades y relaciones que define de manera original lo privado en su sentido más amplio tal corno lo viven los adultos, ligados cada uno de ellos a su respectiva familia política, a un grupo de compadres, etcétera, que los distinguen irreductiblemente a unos de otros dentro del mismo linaje.

Conflicto entre lo privado personal y lo privado colectivo

Hay una tensión subyacente que opone de manera constante los diferentes vínculos simultáneamente vividos por cada uno, en su propio linaje, en su hogar o en sus propios gustos y preferencias individuales. Tensión que lleva consigo forzosamente fricciones, conflictos, tan frecuentes entre los antiguos como en nuestra época, en los que se afrontan diferentes concepciones de la vida privada. Tales conflictos empiezan por oponer entre sí a los cónyuges, situación clásica. Hay esposas que soportan mal la ausencia del marido: el ámbito privado del hogar se vive entre dos. Ellas refunfuñan, se impacientan y se vuelven irritables. Otros enfrentamientos nacen por el contrario de la cohabitación misma que —sin contar los choques de caracteres— reúne a dos personas formadas cada una de ellas en sus respectivos ambientes que la compartimentación socioprofesional hace a veces tan diferentes. Semejante situación es moneda corriente, y las crisis inevitablemente atravesadas por la pareja la manifiestan y la exasperan. Un pintor sienés sorprende a su esposa, una mujer soberbia, en flagrante delito de adulterio (hacia 1350-1380). Las injurias y los gritos que llueven de una y otra parte revelan las tensiones que han podido acarrear la ruptura:

ÉL.—Puta asquerosa, me llamas borracho, pero eres tú la que has escondido a tu compinche detrás de mis crucifijos (es un pintor de crucifijos).

ELLA.—¿Me estás hablando a mí?

EL.—No, a un asno de mierda.

ELLA.—No te mereces más.

ÉL.—¡Cochina, que no tienes vergüenza! Ni sé por qué no te meto este tizón donde tú sabes.

ELLA.—Ni lo intentes... por la cruz de Dios. Como me toques, lo vas a pagar caro.

EL. Marranaindecente, igual que tu compinche (etcétera).

ELLA.—¡Maldito al que se le ocurre casar a su hija con un pintor, que sois todos unos apaleados y unos chiflados, siempre empinando el codo, pandilla de sinvergüenzas!

Escenificado con brío por cc Sa hetti, este episodio revela a su manera las tensiones reales señaladas más arriba: vivir con Mino (el pintor) equivale a tener que soportar una grosería heredada en línea directa de las bandas de célibes; a tener que admitir unas costumbres, las de los pintores (trashumancia, intemperancia), insólitas para unas muchachas educadas de otra forma y en otro ambiente; a tener que conciliar las herencias de tres mundos privados diferentes: el de una joven bien educada, el de las bandas de muchachos y el de los equipos de pintores. Ya pueden comprenderse el desarraigo y las tentaciones de una chica joven.

La familia conyugal sufre sus bloqueos y sus dificultades, nacidos en una buena parte, también en su caso, de la coexistencia y los conflictos de mundos privados heterogéneos. Los problemas comienzan a veces con el nacimiento de los hijos; una boca suplementaria es una catástrofe en un hogar pobre; y si es un bastardo, una tremenda fuente de toda clase de disgustos; en fin, una joven viuda no puede pensar en volverse a casar —decisión vivamente aconsejada por las familias— reteniendo a su lado a sus hijos pequeños del primer matrimonio. Y sucede con frecuencia que la necesidad (en el primer caso), las convenciones sociales o el interés personal (en los otros dos) impulsan al infanticidio o mejor aún al abandono de la progenitura (sobre todo de las niñas). A las hijas de los pobres y a los bastardos se los deja a los hospicios, a los hijos de viudas se los confía durante mucho tiempo en manos de nodrizas y luego se los remite a la familia de su padre (Toscana, finales del siglo XlV, siglo xv). Se trate de bastardos o de viudas, es el linaje el que impone criterios. Su ho sus nor, su cohesión y su interés prevalecen sobre los eventuales sentimientos de las madres. Al acceder a un segundo matrimonio (cosa que nunca se les impone) éstas demuestran a su vez, frente a una decisión ciertamente difícil, que prefieren su condición de esposas a la de madres. En conflictos corno éstos, en que se encuentran simultáneamente implicados el mundo privado del linaje, el de la pareja legítima, el de las madres, e incluso el de los propios hijos no resulta nada fácil que los interesados puedan ver las cosas con claridad.

Las dificultades reaparecen con los hijos mayores. Algunos de ellos han quedado marcados por su primera infancia, ensombrecida por una nodriza brutal, una "madre cruel" o la ausencia frecuente de un padre. Entre los Morelli, un padre y su hijo han conocido estos problemas. Ni Paolo, criado por una nodriza hasta los doce años, ni Giovanni di Paolo, abandonado del mismo modo por su madre a los cuatro años, habían conseguido acabar de digerir su amargura, una vez llegados a la edad adulta (Florencia, 1335-1380). En otros, la insatisfacción se torna insubordinación. Un miembro de la familia Peruzzi consagra, en 1380, una página entera de su libro a explicar por qué se ha visto reducido a maldecir a su hijo. A causa, nos dice, de sus desobediencias: la palabra reaparece cinco veces: "Truhán, traidor, desleal, me ha desobedecido continuamente, y ha traicionado y escarnecido, lo mismo que a mi barrio, a mi municipio, a mis consortes y a mis aliados" (Florencia, 1380). En Cortona nos topamos con el mismo reflejo hostil en el padre de la futura santa Margarita. A la vuelta de algunos años de concubinato, la sierva de Dios retorna a su casa a todo llorar y vestida de negro. Empujado por la madrastra, su padre se niega a acogerla (Cortona, siglo XIII).

También puede acontecer, a la inversa, que las iniciativas de los padres irriten o exasperen a sus hijos, por ejemplo, si se trata de la administración, o, como en el caso de la familia Lanfredini, de una reconciliación desafortunadamente otorgada por el padre a un linaje hostil, en contra de la voluntad expresa de sus hijos. Su misma mujer le increpa: "¡Lanfredino, traidor a vos mismo y a los vuestros! (le trata de vos) ¡Cómo! ¡Os habéis atrevido a infligir a vuestros hijos la vergüenza de esta reconciliación, sin decirles una palabra ni a ellos ni amí! ¡Se lo habéis quitado todo en este mundo, bienes, honor, todo!". Y uno de sus hijos, herido en lo más íntimo, le escribe a su hermano: "Te digo que, al dejar la casa, he tomado la decisión irrevocable de no volverme a llamar jamás su hijo y de cambiar de nombre" (Florencia, 1405). De esta forma, al afirmarse, la personalidad de los hijos se vuelve más áspera. Los dos ejemplos citados ilustran (acentuándolos) los dos ejes de su deseo de emancipación. Lo mismo exigen su plena participación en las decisiones de trascendencia que orientan la vida privada de la familia, que, por el contrario, aspiran a obrar por cuenta propia, reorientando totalmente su vida y sus decisiones privadas al margen del marco familiar.

Pasamos sobre las innumerables querellas de sucesión cuyo objeto constituyen, en primer lugar la dote, y luego el patrimonio marital. Ponen en cuestión lo mismo el linaje que el hogar, y constituyen también uno de los aspectos de los decaimientos de la solidaridad familiar. En lo concerniente a esta última, no todos los hogares de un linaje mantienen naturalmente su intimidad, y hay no pocos motivos de alejamiento que acentúan las fallas naturales que los atraviesan. Cuestión de domicilio. Hay matrimonios que se instalan fuera del barrio colonizado por sus consortes; con lo que pierden el contacto familiar, producto de los encuentros cotidianos, que los hace participar del mismo ámbito privado. Pero las familias sólo se deciden por semejante exilio cuando las empuja a él su aislamiento o su pobreza, y por defender su supervivencia; no hacen más que pensar en regresar y son muy minoritarias en las grandes casate florentinas que nos son bien conocidas (Ginori, Capponi, Rucellai). La fortuna puede jugar también su papel, ya que en principio los pobres no tienen el mismo estilo de vida que los ricos parientes, sus vecinos. Aunque esta discriminación no ofrece en la ciudad el carácter decisivo que con frecuencia se le atribuye. Esa es al menos la impresión que produce la frecuentación de las familias que acabamos de evocar. Entre los distintos hogares, las disparidades de fortuna son más reducidas de lo que cabría imaginar, y sobre todo, son fortunas que carecen de estabilidad; de un catastro al siguiente (de diez en diez años), nunca es el mismo Ginori, por ejemplo, quien aparece como el más rico de su casa, a lo largo del siglo XV. Por otra parte, las tres familias citadas son mucho más uniformemente acomodadas que la población urbana en su conjunto; durante ese mismo siglo XV, ningún hogar Ginori figura nunca entre los miserables, y aquéllos cuya tasa de impuestos es modesta (a veces desde hace poco) tienen a pesar de todo acceso a la misma educación, a las mismas responsabilidades, y en definitiva al mismo modelo de vida que los más desahogados. En una palabra, la solidaridad juega lo suyo: se sostienen unos a otros.

La solidaridad de los linajes y su espíritu de cuerpo son, pues, lo suficientemente fuertes como para resistir las tensiones estructurales que lleva consigo la compartimentación de estos vastos organismos. Pero no faltan otros desafíos que los encuentran más desguarnecidos, en particular las tentaciones de independencia profesional y patrimonial.

Tomemos el ejemplo de la familia Velluti. Todos sus varones participaban, en el siglo XIII, en la misma compañía mercantil: la independencia y el fraccionamiento son en cambio la regla a partir de los años 1310-1330. Durante el siglo Xlll se había buscado por todos los medios la preservación del patrimonio y la gestión de una parte del mismo en común: en cambio, los repartos se vuelven frecuentes y precoces a partir de esas mismas fechas, sin contar las ventas a gente ajena a la familia. Divisiones, sucesiones o ventas suponen antagonismos a veces duraderos que se multiplican con el tiempo. El autor de las memorias aquí utilizadas, Donato, enumera diez conflictos entre primos, varios de los cuales degeneraron en verdaderos altercados. El mismo se vio mezclado en seis de ellos. Desde entonces, las jerarquías naturales quedan desmanteladas. La autoridad de Donato, el personaje importante de la familia — puesta de manifiesto mediante consultas y arbitrajes—se limita a una sola de las cinco ramas de primos hermanos descendientes del abuelo paterno. Su verdadero campo de acción se circunscribe a sus hermanos y a sus hijos. Finalmente, y éste es sin duda el signo más elocuente de un debilitamiento de las solidaridades, la práctica de la vendetta cae en desuso, al menos entre los Velluti. Ya no se pensará en vengar las ofensas hechas al clan, y cuando en un momento dado un primo, después de innumerables tergiversaciones, trata de lavar con sangre un asesinato cometido en 1310, la opinión familiar le considerará como un peligroso atolondrado (Florencia, 1310-1360).

La solidaridad de linaje se ve igualmente amenazada en el campo, sin sobresaltos, y en virtud de la evolución misma de las cosas. En una aldea de Val (Elsa, entre Siena y Florencia, hay una familia de nobles, los Belforti, que tiene gran preponderancia. A comienzos del siglo la dominan tres hermanos. Pasan los años, y los tres fundadores ceden el puesto a sus hijos, tres grupos de primos hermanos (1330-1340). El espléndido espíritu de cuerpo de antaño viene a quedar muy debilitado. Los miembros de la rama primera tienen todos ellos profesiones brillantes (agentes de cambio, hacendados). No vacilan en dotar magníficamente a sus hijas (más de 1.000 liras por término medio para cada una) como medio de hacerse con halagüeñas alianzas. Todos están instalados en la ciudad. Los de la rama tercera en cambio tienen todos ocupaciones modestas (son renteros), dotan parcamente a sus hijas (100 liras de media) y persisten arraigados en la aldea. Pero sigue viva entre ellos una cierta solidaridad, puesto que se sigue hablando a su propósito de consorteria, por más que su intimidad privada se haya disipado a todos los efectos (Toscana, 1300-1340).

Volvemos a encontrarnos aquí con la conclusión que nos sugería el estudio de las ricordanze. El linaje y sus antiguas exigencias no responden ya enteramente a las nuevas necesidades experimentadas por todo aquél que posea ya una notable movilidad profesional y patrimonial, así como una autonomía más firme frente a la justicia (sin tener que verse implicado en el delito de algún consors), y una capacidad más apretada de defensa contra el monstruoso apetito del fisco. El sostén del linaje, siempre útil, ha de acompañarse de otras solidaridades, más cuidadosamente talladas a la medida de cada uno, y menos apremiantes, como las de los vecinos, los amigos, o los aliados escogidos expresamente. El cóctel de estas solidaridades inmediatas va a definir en adelante lo privado en su sentido amplio, un ámbito privado cálido (con sus cartas, sus visitas, sus comidas), pero de un sabor distinto en cada hogar.

La célula privada, matriz de la vida interior

Los diferentes medios privados no aplastan la personalidad de sus miembros. En el seno de los linajes, en el seno de sus ramas, incluso en el de sus hogares, resulta posible orientar personalmente ciertas determinaciones; es posible también, al menos entre gentes acomodadas, aislarse en un santuario propio (que puede ser una alcoba). Pero la vida en familia no se limita a dilatar a las personas gracias a los espacios de libertad que éstas se construyen. La solicitud familiar, voluntaria o no, el simple ejemplo mutuo de unas existencias próximas entre sí, con toda su riqueza y sus peripecias, constituyen por supuesto para cada uno una fuente también, y más fecunda, de formación y estructuración interiores. Este papel estimulante de las familias, que nunca ha dejado de ser actual, se mostraba particularmente efícaz en un mundo donde lo que hoy se llamaría los relevos, o los sustitutos educativos, jugaba un papel muy limitado.

El conocimiento mutuo

Vivir en común en la existencia cotidiana constituye ante todo un medio privilegiado, si no exclusivo (para las mujeres), de penetrar en la intimidad ajena, de conocer y ser conocido. La lectura de las cartas, la de los libros de familia, ponen de relieve abundantemente la realidad y el calor de la atención que se prestaba a las personas que participaban del propio medio privado, sin tenerse en cuenta para nada el sexo, la prestancia ni las responsabilidades públicas.

En primer lugar, la edad sigue siendo por largo tiempo (hasta la compilación de los catastros, en el siglo XV) un patrimonio privado, ostentado sobre todo por los padres. La madre es quien asegura con frecuencia su tradición oral: al inaugurar su cuaderno de memorias, un comerciante declara en 1299 haber nacido en 1254, "de acuerdo con los recuerdos de mi madre". Un campesino estima en diez años la edad de una hija "por habérselo oído decir a su madre". Alessandra Strozzi conocía al dedillo, casi al día, los momentos salientes de la biografía de sus hijos. Y dedica, en 1452, un extenso párrafo de una carta a informar sobre el particular a su hijo Lorenzo. "¿La edad de Filippo? Veinticuatro años cumplidos el 29 de julio. El próximo 7 de marzo hará doce que abandonó Florencia. En cuanto a ti, has cumplido veinte años el pasado 21 de agosto. Tú te fuiste de Florencia hace ahora siete años en este mismo mes"; y vienen a continuación otras informaciones análogas sobre los tres hermanos restantes. Al difimdirse la moda de las ricordanze las noticias biográficas (y necrológicas) de las mismas constituyen uno de sus elementos habituales, y son los padres quienes las redactan, pero es posible que el conocimiento oral de las edades fuese con anterioridad y durante mucho tiempo algo propio de las mujeres y, por tanto, más especialmente privado. Determinar la edad casi al día significa poder pensar en una fiesta, establecer un horóscopo, determinar en todo el ámbito del medio familiar una jerarquía; y a la vez exaltar lo privado personal y organizar lo privado colectivo.

Los hijos crecen y se desarrollan físicamente. El primer testigo y con frecuencia el único (en el caso de las chicas, casi siempre enclaustradas en casa durante su pubertad) de semejante transformación tan inquietante para los interesados es también, junto con los padres, el entorno privado. Por eso precisamente los memorialistas ponen de relieve con numerosos ejemplos que la traza física de los consortes, tanto de los jóvenes como de los otros, no pasa inadvertida en su medio privado. Giovanni Morelli se divierte estampando la silueta de sus hermanos, de sus hermanas, de sus primos, y logra unos croquis bastante buenos. Aquí tenemos a Bernardo (primo hermano), "robusto, de talla enorme, atlético, de tez muy encendida y cubierto de pecas"; o a Bartolo, "gordo y fresco, blanco o mejor aún de piel olivácea"; y sobre todo a Mea, su hermana mayor, "de talla normal, una tez admirable, fresca y rubia, espléndidamente conformada, puro encanto. Entre otras perfecciones, tenía unas manos, como de marfil, tan bien hechas que se hubiera dicho que las había pintado Giotto, manos largas, suaves, de dedos alargados, afilados como cirios y terminados en largas uñas primorosas, brillantes y bermejas". Vivir en la propia casa en el entorno familiar significa verse rodeado de complacencias; pero es sobre todo sentirse conocido, reconocido, distinguido, admirado; ¡qué satisfacción!

Los memorialistas rodean de retratos morales aún más cuidadosos la silueta que nos trazan del físico de sus consortes. Los primos y primas de Donato Velluti tienen todos ellos derecho (incluidos los primos segundos) a algunas palabras destinadas a poner de relieve su personalidad moral. Y ello sin sacrificar nada a lo vulgaro a lo banal. Donato trata de dar pruebas en la medida de lo posible de exactitud y de penetración. Para describir los caracteres y los comportamientos de los hombres echa mano cuando menos de setenta y nueve adjetivos diferentes.

 Vittore Carpaccio, Leyenda de santa Úrsuda, "Sueño de la santa" (detalle), 1495. (Venecia, Academia.)

Por supuesto, este hombre experimentado no quiere que lo tengamos por una víctima de la beatería en todos y cada uno de los casos; y no vacila en subrayar las desviaciones. Por otra parte, sus juicios se inspiran en valores que son los de su época, los de su ambiente y su edad. Sobre todo, es sensible —con todos los matices de sus setenta y siete adjetivos— a la sensatez (del juicio), a la prudencia (de la gestión), a la jovialidad cortés (de la sociabilidad); y de ahí la severidad con que condena la maldad y el desorden. Dentro de los límites de este cuadro (ni muy social ni muy cristiano), sus juicios son en conjunto benévolos, elogiosos y optimistas (el 75% de los adjetivos encierran una calificación positiva). Lo privado, el vasto mundo privado en toda su extensión que vive Donato, no hace tal vez justicia a todas las virtualidades de las conciencias y caracteres: pero no deja de ser por ello un centro irreemplazable de conocimiento y estima mutuos, el hogar por excelencia donde la atención y la benevolencia clarividentes de algunos allegados — camaradas o mayores— estimulan desde la niñez la completa realización de las personas.

El refinamiento de las sensibilidades

La célula privada es también la cuna del corazón. En ella es donde ciertas situaciones, contempladas enotros sitios con indiferencia, se viven de manera más personal y más comprometida, con emoción o incluso con pasión. En ella es donde se perfeccionan las sensibilidades.

Un tema abordado con frecuencia en las correspondencias es el de la ausencia, la ausencia de los seres queridos, sentida como un sufrimiento. Cuando apenas tiene once años, Michele Verini se lo dice y se lo repite a su padre, entonces en Pisa: el menor retraso del correo le llena de inquietud, a él y a toda su familia, sobre todo si se sospecha que la causa puede ser una enfermedad. De todas maneras, con cartas o sin ellas, "tu ausencia", le dice, "es para mí un auténtico sufrimiento". Y la confidencia de esta alma infantil sensible y precoz suena a verdadera.

Pero el poderoso e inexorable crisol en que se purifican y se refinan las sensibilidades es con toda certeza el sufrimiento físico, él mismo consignación de la muerte. En aquel mundo en que el hospital se hallaba destinado ante todo a los pobres, los enfermos pudientes permanecen en sus casas. Allí se postran en el lecho, allí sufren, allí agonizan y allí mueren. Sufrir y ver sufrir, morir y ver morir siguen siendo experiencias privadas, experiencias multiplicadas por la amplitud de las familias, la precariedad de las saludes y la frecuente brutalidad de los cuidados.

Correspondencias, diarios privados, contabilidades, relaciones y textos literarios, todo empieza por ilustrar la presencia obstinada, en los hogares, de la enfermedad. Un tío hidrópico de treinta y cinco años, con el vientre hinchado como un odre, yace en la cama desde hace seis meses en la familia de Michele Verini el bajo vientre obliga al mismo (1480). Un mal golpe recibido en Michele a permanecer acostado durante largo tiempo en su propia casa (1485-1487) y es allí mismo donde se le practica la ablación de un testículo. Su contemporáneo Orsino Lanfredini ve a los trece años a dos de sus hermanas caer gravemente enfermas de 48 sarampión (mayo de 1 5), y como es natural se las cuida en el domicilio de sus padres. Tener en casa a un familiar acostado durante varias semanas es algo corriente en cualquier hogar. Los enfermos de paludismo abundan por doquier. Y lo que constituye una experiencia mucho más grave, los apestados, guardan cama en sus casas, y la mayor parte de los testamentos están dictados por un enfermo postrado en cama in domo sua, en su propia casa. Los moralistas desearían incluso que los domésticos se viesen atendidos en casa del amo y por él mismo, consejo ciertamente seguido. Pero si la enfermedad se agrava ya no se tienen tantos escrúpulos en enviarlos al hospital, aunque sin dejar de asegurarse, como lo hace Alessandra Strozzi, de la calidad de los cuidados que allí hayan de recibir.

Todos estos males, incluidas las enfermedades, que tienen el domicilio por marco, se parecen mucho a las indisposiciones que hoy día se cuidan en casa y a las situaciones de tipo muy grave reservadas en nuestros días a los hospitales. Bordear la enfermedad doméstica equivale entonces por de pronto a bordear con frecuencia el sufrimiento, un sufrimiento a veces fugitivo, le, a cuya presencia pero a veces también prolongado, duro e incluso insoportable cuya precencia obsesionante no escapa nadie en toda la casa. El tío de Michele Verini, el hidrópico, perpetuamente sediento, tiene en vilo a toda la casa con sus gritos: lo que quiere es vino. El propio Michele, cinco años más tarde, sufre mucho de sus heridas y la intervención quirúrgica es un calvario. Desde entonces, el sufrimiento ya no le abandona. Le mantiene despierto durante toda la noche. La solicitud de sus amigos puede distraer su dolor; pero no logra ahuyentarlo. Cuanto más pasa el tiempo, más sufre "de un mal atroz". Monna Ginevra, mujer del moralista Gregorio Dati, que acaba de dar a luz, permanece en cama en su casa. No consigue reponerse y sufre un auténtico martirio (Florencia, 1404). Las grandes crisis intolerables resultan particularmente devastadoras. Giovanni Morelli no ha podido borrar nunca de sus ojos, de su corazón, de su imaginación, los momentos atroces de la última enfermedad de su hijo Alberto. Un lunes por la mañana, al pobre niño (tenía diez años) le sobrevino cuando estaba en la escuela una hemorragia nasal acompañada de náuseas y cólicos. Después la de fiebre no le abandonó ya más. Al cabo de dos días, en mediodevómitos, sintió un vivo dolor en la ingle. Su estado empeoró de día en día. El dolor era tan agudo, tan torturador, sin una sola hora de pausa en dieciséis días, que el chiquillo no cesaba de gemir y de gritar. Todos los que se hallaban a su alrededor, por curtidos que estuviesen, se sintieron trastornados.

Guardan cama en sus casas, estos enfermos, y mueren también en ellas. Muertes de niños (Alberto, de diez años), muertes de adolescentes (Matteo Strozzi, a los dieciocho, Orsino Lanfredini a los diecisiete, Michele Verini a los diecinueve), muerte de muchachas (Lucrezia, hermana de Orsino, a los doce), muertes de mujeres jóvenes (la bella Mea de las manos de marfil muere a los veintitrés años, ocho días después del nacimiento de su cuarto hijo, que no sobrevivió tampoco a sus hermanos mayores, todos ellos muertos antes de los dos años de edad), muertes de adultos, muertes de ancianos: en el hogar, todo el mundo es testigo del espectáculo, del temor, de la preparación (confesión, viático, extremaunción, testamentos, plegarias), de la escenificación fúnebre (alaridos de las mujeres, solemnidad, reunión de gentes) y del último cortejo de la muerte. Cuando Valorino di Barna Ciuriani concluye en 1430, a los setenta y siete años, el libro de ricordanze comenzado en 1324 por su abuelo, puede lanzar una mirada melancólica sobre el registro civil redactado por él en sus últimas páginas y consagrado a sus familiares. Sin contar a los recién nacidos, ha visto desaparecer, entre los veinticinco y los treinta años, a una niña de un mes y a su padre de cincuenta y ocho años; a los treinta y siete años, a una muchacha de catorce, y a un bebé de once meses; a los cuarenta y siete, a dos muchachas de trece y quince años respectivamente; y, ya sexagenario, a tres hijos de alrededor de treinta y cinco años, a su esposa, a un hijo de cuarenta y cuatro y a una nieta de diecisiete. Había iniciado su diario a los veinticuatro años. Pero la experiencia de la muerte es mucho más precoz. Su hijo Luigi, muerto a los treinta y seis años, había vivido los mismos duelos (hermanas de catorce, quince y trece años, un hermano pequeño de once meses, un hermano de treinta y un años) cuanto tenía nueve, diez, diecinueve, veinte y treinta y uno.

Morir joven y en medio del sufrimiento es de todos los tiempos, pero las epidemias que se desencadenan sobre Europa a partir de los años 1348-1350 multiplican las muertes precoces y las muertes penosas, muertes tanto más abrumadoras y capaces de exacerbar las sensibilidades cuanto que caen con golpes redoblados sobre los más jóvenes, los más inocentes, y caen sobre ellos en sus propias casas, en ese mundo que se querría que fuese precisamente cada vez más retirado, cada vez más protegido, cada vez más consagrado a la intimidad, al aislamiento, a la paz: el mundo privado.

Expansión de los sentimientos

Lo que precede lleva en definitiva a pensar que el ambiente privado es también la cuna privilegiada de los sentimientos. Unos individuos tan frecuente y tan enérgicamente solicitados en su sensibilidad privada dan fácilmente curso libre a sus sentimientos. A la inversa, todo hace creer que semejante efusión de sentimientos, de los grandes sentimientos esenciales (temor, alegría, tristeza), es precisamente en la intimidad privada donde se manifíesta ante todo, y donde adquiere, para todos, toda su fuerza. Lo privado nos liga, en efecto, a personas muy cercanas, cuya suerte nos conmueve particularmente. Lo privado es también el marco de vida y el lugar de expresión privilegiado y a veces único de los senti entos femeninos. Finalmente, es también en la familia, donde varios a la vez los viven al unísono y donde los sentimientos comunes refuerzan los sentimientos individuales. Sea de ello lo que sea, la época en que nos hemos situado tiene la suerte, gracias a los libros, a las correspondencias citadas con tanta frecuencia, y a otros testimonios, de disponer en definitiva de observatorios desde los que se ve desfilar tales sentimientos y se los puede identificar, ya que se asiste constantemente a su manifestación espontánea y a su difusión. Veámoslos, pues, en su frescor y en su fuerza.

Un primer testimonio, nuevo y precioso, nos viene de la iconografía. Por primera vez en la historia italiana, la pintura religiosa, el fresco, adquiere el alcance de una vasta escena en innumerables episodios cuyos actores —una Sagrada Familia— experimentan y expresan con convicción sentimientos profundos. No todos los pintores alcanzan los mismos resultados, pero ahí tenemos a Giotto, el maestro indiscutido del siglo XlV, tenido como tal y constantemente admirado a lo largo de la centuria, y en Padua, a sus personajes de la capilla Scrovegni (hacia 1305). Ana y Joaquín se encuentran en la puerta Dorada; en su abrazo y en su mirada se pintan el afecto indefectible de dos esposos durante largo tiempo maltratados por el destino y la alegría profunda de su reencuentro. Con idéntica gravedad y ternura, tiende los brazos santa Ana hacia su hija recién nacida y la acompaña más tarde llegado el momento hasta el sumo sacerdote. Extendida sobre la superficie rocosa en que acaba de dar a luz, la Virgen recibe por primera vez (de las manos de la comadrona de los apócrifos) a su hijo todo envuelto en pañales; pone en su gesto todo el respeto, en su mirada toda la veneración atenta y tierna, y toda la presciencia también que le inspira su creador y su hijo. Pasan los años. Rendida sobre el rostro de su hijo muerto, lo contempla con la desesperación sin lágrimas de quien ya no es capaz de llorar y el deseo desatinado de grabar en su memoria unos rasgos que van a desapa recen Frente a ese cadáver, no parece mostrar más coraje ni más esperanza que cualquier otra madre. A su alrededor gimen las santas mujeres. Desde el siglo XlV al XV cambian los estilos, los nombres y los talentos, pero las variaciones inspiradas por la Virgen y por Jesús en los temas de la ternura frente a la infancia, y de la aflicción frente al dolor y a la muerte, constantemente reelaboradas de acuerdo con las sensibilidades del momento, siguen proponiendo por doquier modelos convincentes a los sentimientos de quien quiera que viva unos instantes análogos (nacimiento, muerte trágica, etcétera). La iconografía sagrada, con su maestría técnica y psicológica creciente, ayuda ciertamente al refinamiento de los sentimientos privados, en concreto ante los recién nacidos y los niños, y ante los muertos.

Alimentados por el ejemplo de las pinturas, por la difusión de una literatura humanista y burguesa que habría que evocar con más detenimiento (Boccaccio tuvo un éxito prodigioso), y por la misma configuración de lo privado, espectáculo a la vez que acuerdo, que tensión y que intimidad, hubo innumerables sentimientos que se expresaron en otras tantas ocasiones y con toda libertad en la vida privada, inspirados o corroborados por ella.

Vivir armoniosamente en la propia familia, cosa afortunadamente frecuente, es ante todo encontrar y mantener dentro de ella un clima de afecto más cálido que fuera. Los moralistas se hallan del todo convencidos de ello, comenzando por Alberti: cualquiera que sea el valor de la amistad —su tema favorito—, se ve en la obligación de reconocer que hay que subordinarla por lo común al amor conyugal. La conversación familiar, el desahogo de los corazones, el placer, los hijos, el cuidado de la casa, todo concurre a nutrir el afecto que cimenta a la pareja. En cuanto al amor paterno, todo el mundo sabe con qué profundidad, con qué amplitud, con qué vehemencia está anclado en los corazones; no hay nada más constante, ni más total, ni más grande que este amor.

Junto a los moralistas, los narradores, y las correspondencias sobre todo, nos revelan con evidencia, en las familias, la difusión y la fuerza de este afecto mutuo. Los esposos de entonces conservan, el uno frente al otro, el pudor de sus sentimientos, pero los restantes afectos se manifiestan con facilidad. Alejada de sus hijos que están en el destierro, Monna Alessandra Strozzi no puede contener en sus cartas las quejas de una ternura frustrada que los años, en su discurrir, no hacen más que avivar: "Creo morirme de la sed de volverte a ver (...) deseo con toda la fuerza de mi corazón y de mi alma vivir donde vivís vosotros; mi único temor es morirme sin volveros a ver" (Florencia, 1450-1451). "Si hubieses tenido hijos", le confía a una amiga suya otra dama florenti"comprenderían la fuerza del amor que se siente por ellos".

El corazón de los padres no está menos abierto a la ternura. Boccaccio, con sus maneras desenvueltas, usa y abusa de este noble sentimiento como de un señuelo infalible para cazar cornudos: ¿qué es lo que está haciendo este monje sorprendido en camisa en la alcoba conyugal? Está curándole las lombrices a un pobre hombre que está muy mal; y el padre abraza al curandero con efusión. Pero en las ricordanze y las correspondencias no faltan ejemplos de afectos más avisados y no menos fuertes. Las confidencias de Giovanni Rucellai, Piero Guicciardini, Piero Vettori, Guido del Palagio, Cappone Capponi o Giovanni Morelli, las cartas de Ugolino Verini, todos estos textos expresan unánimemente la actitud que resume el aforismo de uno de ellos: "Se dice que el mayor amor que existe es el de un padre por su hijo" (Florencia, siglos XlV-XV). Estos amores de padre y madre son las sonrisas y la presencia misma de los hijos pequeños las que los despiertan muy precozmente. Según Alberti, "la atención y la asiduidad de los cuidados proporcionados por una madre a su hijo pequeño son muy superiores a los de una nodriza, y otro tanto hay que decir de su amor". Aunque ciertamente la realidad no siempre es tan de color de rosa. Ya se ha hecho notar que los italianos acomodados eran los primeros que se apresuraban a poner a sus hijos en manos de una nodriza. Y se ve a viudas jóvenes abandonar a los cuidados de aquéllas a sus vástagos aún de pecho para volverse a casar. Asimismo, en los ambientes populares, se registra un número sospechosamente deficitario de niñas si se compara su número con el de los niños. Desde luego, ocurre efectivamente que, tal vez con frecuencia, la pobreza, el impacto de las pestes y la dureza de la existencia eclipsan —hasta el infanticidio— el afecto naciente de los padres por unas criaturas apenas formadas y ya embarazosas. Pero el afecto sigue estando presente, en germen, y el menor respiro lo hace desarrollarse irresistiblemente.

El afecto que irradia de las parejas encuentra, por supuesto, un eco en los hijos. Refuerza y rejuvenece también todos los afectos que se entrecruzan en la familia amplia, y se extiende hasta los amigos. Crecer en la propia casa, sobre todo en los ambientes privados ricos en relaciones y en parentelas de la burguesía urbana, significa insertarse en una red densa y estable —en lo esencialde afectos mutuos proclamados con frecuencia y verdaderamente preciosos para los jóvenes, para las viudas, y para todos. Michele Verini, que tanto admira y quiere a su padre, se halla muy vinculado a su tío Paolo ("me amáis de forma privilegiada"), a su preceptor Lorenzo ("no queréis a nadie más que a mí") y a sus cama radas, y siempre se trata de lo mismo, de afecto (amore) (Florencia, 1480). Establecer relaciones equivale para él, sobre todo durante su enfermedad, a amar. Alessandra Strozzi, rodeada por sus hijas y sus yernos de una afectuosa veneración —reforzada a causa de las pruebas que atraviesa—, deja desbordarse con toda simplicidad sobre su entorno de sobrinos y de primos el afecto que sus hijos no están allí para saciar. Pero cada uno de el os, alrededor suyo, hace lo propio, y muy especialmente los hombres, cuyos sentimientos se ven refrenados en tales circunstancias por el respeto humano. De tío a sobrino, de primo a primo, y de amigo a amigo, la estima con todos sus matices (fidanza, fede, stima) corre frecuentemente parejas con el afecto. Lo dicen, se lo dejan decir y lo escriben las mujeres —que hacen de ello un argumento para inducir a sus hijos ("tú que tanto afecto le has demostrado siempre, ayúdale ahora")— y se actúa en consecuencia, manifestando para con las gentes de la misma sangre una solidaridad (consejo, empleo, gestión) cuyos ejemplos son abundantes. A pesar de las desavenencias y fracasos innumerables del espíritu de linaje, la familia sigue siendo la cuna por excelencia del afecto mutuo, afecto matizado por ese toque particular que hace de él, más inequívocamente que hoy día, un sentimiento extendido a los primos y a los amigos, un sentimiento en fin —precisamente por este motivo—activo, eficaz, verdadero corazón de las solidaridades privadas.

El afecto lleva consigo su cortejo habitual de sentimientos, que vemos expandirse con toda su espontaneidad en la intimidad privada. Gracias a Dios, no faltan las ocasiones de regocijo. Un primo al que acaban de elegir prior colma de júbilo a todo un linaje. Hay noticias de un ausente o se produce un nacimiento y ya está todo el mundo feliz. La alegría desbordante, el colmo de la alegría, de acuerdo con Boccaccio que la describe en numerosas ocasiones, es por supuesto un acontecimiento propio de la vida prívada. Acontecimiento tipo, simbólico, cuando se trata de reencuentros imprevistos que reúnen una familia diseminada, a veces sin esperanza de volverse a ver. Una madre encuentra de nuevo a su hijo: torrentes de lágrimas, besos innumerables, "efusiones de una alegría más pura que ninguna otra". Un padre reconoce a su hija, "alegría inmensa"; y luego a su hijo: interminables relatos «acompañado" de lágrimas de alegría derramadas en común. Haber Podido reconstruir en contra de toda esperanza un hogar desmembrado, todos convienen unánimemente en que es la alegría suprema. En estos grupos tan frágiles, periódicamente amenazados por cualquier separación, destierro, enfermedad o fallecimiento, el afecto enarbola a pesar de todo con más frecuencia aún su expresión solícita.

Se siente inquietud por los ausentes. Las correspondencias se hacen muchas veces eco de ella. No ha llegado la respuesta esperada; y la espera se tiñe de malinconia (ansiedad): "¡Cómo describir estos dos meses de ansiedad, sin ninguna noticia de ellos! ¡Estaba segura de que les había pasado algo!". (Alessandra Strozzi, 1451). Si en definitiva no son buenas las noticias, la ansiedad se convierte en angustia: "Como no sé la naturaleza de su mal, la angustia se ha apoderado de mí" (la misma, 1459). E idénticos sentimientos de inquietud, y luego de angustia, cuando, en el propio hogar, un familiar ha de guardar cama, se agrava su enfermedad y sufre.

La muerte ha cumplido su obra. De la tristeza a la desesperación, la familia conoce, según sean sus miembros, todos los matices amargos de la pena. Revés estrechamente adherido a los afectos privados, semejante aflicción no es capaz a pesar de todo —y precisamente por esta causa— de quebrantar su cohesión. En las familias unidas, cuanto más honda es la pena, más llevadera se vuelve en el ámbito afectivo, común, más esta ayuda acerca los corazones entre sí, y más consolida los lazos de solidaridad doméstica. La muerte en Nápoles, en 1459, del joven Matteo Strozzi (a los dieciocho años) llena de consternación el entorno de su madre Alessandra, que había permanecido en Florencia. El desgarro de la desolación impregna todas las cartas de condolencia que se prodigan a la infortunada mujer. No hay nadie que no rivalice en delicadeza en torno de ella. A fin de revelarle la horrible noticia, un primo, advertido desde Nápoles, reúne en su casa a algunos parientes, luego se invita a la pobre madre, se la pone al corriente Con toda clase de miramientos y todo el mundo intenta reconfortarla compasivamente. En las conversaciones, en las cartas que se entrecruzan, las gentes se consuelan mutuamente y se exhortan a rodearla y sostenerla en la prueba. Ante semejante movilización de almas buenas, Monna Alessandra pondrá de su parte más que nadie ejerciendo a su alrededor con toda caridad, a pesar de su pena, un papel de consoladora. Como auténtico corazón viviente de su casa, se apresura a redistribuir, para irrigar con ellas el cuerpo familiar, las pruebas de amor que de él acaba de recibir. El choque atroz, que trastorna a todos los familiares, consolida en definitiva el buen entendimiento general y estrecha las solidaridades privadas incluso las más alejadas.

Lo privado parece el espacio privilegiado de las lágrimas. ¿Se llora mucho en público? Lo ignoro. En los duelos, en los reencuentros, en las penas como en las alegrías, es evidente que todo el mundo llora en su intimidad las lágrimas más ardientes. ¿Una sensibilidad particular? Sí, pero sobre todo un lenguaje propio de lo privado. Por supuesto, las confidencias epistolares y los narradores —sobre todo Boccaccio, tan atento al llanto— dejan constancia de lloros solitarios, de esos llantos que acompañan la conciencia punzante de una soledad brutalmente impuesta por la muerte, la ausencia, el abandono, en una palabra por el arrancamiento a un ámbito privado reconfortante como el de dentro de casa. Pero se trata también de llantos compartidos, de esos que son para los allegados, con ocasión de calamidades familiares brutales que desafían las palabras, de llantos que son el único y auténtico lenguaje de la confidencia y de la plena identificación. Identificación del afecto: al encontrarse de nuevo después de años de separación, la gente se abraza en silencio y entre lágrimas (Boccaccio, II, 6 y 8; V, 6 y 7); identificación de la compasión (ibid., II, 6; III, 7; VIII, 7); o del arrepentimiento. Identificación por fin de la pena compartida. Totalmente abrumado todavía por la noticia de la muerte de su joven cuñado Matteo, recibe Marco Parenti dos cartas, una tras otra; la primera, que evoca la pena de su mujer, le hace deshacerse en lágrimas; la segunda, que insiste sobre la angustia de su suegra, acaba de trastornarlo: "La carta me hizo redoblar el llanto". Son lágrimas que sellan la total adhesión de Marco a la pena de su familia política. La expresión de su compasión llena luego su correspondencia, pero nos presenta en ella sus llantos silenciosos como el testimonio más elocuente de su profunda unión con los suyos; llorar en común, aunque sea de lejos, es algo que sobrepasa todas las palabras. Puede advertirse por lo demás en esta ocasión que los hombres participan como las mujeres del lenguaje de las lágrimas, lo que amplía y corrobora su alcance; llorar en común deja atrás todas las convenciones.

Hay otros llantos colectivos, encomendados exclusivamente a las mujeres, y que acompañan las honras fúnebres de las gentes del clan, pero se trata de lamentaciones rituales destinadas a remedar de cara al público el dolor de la familia. Prescindir de ellas sería un ultraje al honor del difunto. Pero su mismo exceso (indispensable) parodia los sentimientos verdaderos sin aportar nada a la intimidad familiar.

Formación del cuerpo y de la inteligencia

La inteligencia se forma en casa, como la sensibilidad; la educación del cuerpo y la del espíritu son ante todo un asunto privado; la escuela viene después, desde todos los puntos de vista, cualquiera que sea su importancia, por cierto, objeto de discusión.

La primerísima formación comienza desde el biberón (o más bien desde el pecho), y la nodriza es la primera que se encarga de ella. Mucha atención con escogerla bien; hay que huir como de la peste de las "tártaras, sarracenas, bárbaras y demás energúmenos" (Palmieri). Y a continuación este mismo autor prodiga las recomendaciones sobre los senos de la candidata, sobre su aliento, su edad, su seriedad, etcétera. Y con toda razón. Le aguardan tareas capitales: amamantar, por supuesto, pero también cantarle al niño para dormirlo, corregir su eventual tartamudez y saber incluso remodelar su semblante (nariz, boca, estrabismo) mediante hábiles manipulaciones (Francesco di Barberino).

Sigue estando aún en plena tarea la nodriza cuando empiezan ya a intervenir los educadores naturales. En primer lugar, la madre, tal como lo desean Alberti, Francesco Barbaro y otros moralistas ("el cuidado de los niños en su más tierna edad les corresponde a las mujeres, nodrizas y madre", Alberti), a la que vendrá a unirse muy pronto el padre, primer responsable —a los ojos de los moralistas— de la formación moral e intelectual del niño. En efecto, a la vez que la educación, la instrucción ha de comenzar precozmente; es un deseo muy extendido, del que, entre otros, se hace eco Palmieri. Hay algunos, dice, que retrasan hasta después de los siete años el tiempo de instrucción de los niños. No es más que pura pereza. Hay que iniciarlo desde sus años de lactancia, enseñándoles los primeros rudimentos de las letras. Obligarse a ello equivale a ganar dos años. A partir de los siete habrá que ponerle al chiquillo un maestro. Algtas (Maffeo unos moralistas Veggio) insisten en que se le envíe a la escuela, donde encontrará otros niños como él. Otros se muestran favorables al preceptor privado, solución adoptada por Giovanni Morelli (siglo ?lV y, más tarde, por Lorenzo de Médicis y muchos otros).

En las familias ricas, paradójicamente más cercanas en esto a los campesinos y al pueblo que la burguesía media, el ciclo completo de la formación infantil puede llevarse a cabo, por tanto, mayoritaria y a veces exclusivamente, en el espacio privado. Espacio, en su caso, siempre mucho más adecuado para esta función. Cuanto más avanza el Renacimiento, más se prestan a la vida intelectual las viviendas burguesas, con sus habitaciones múltiples, tranquilas y propicias al aislamiento (cámaras, studi), su mobiliario especializado (mesas de escribir, atriles, estanterías para libros), sus bibliotecas inclusive, lujo de algunos palacios florentinos, milaneses, venecianos, napolitanos o romanos. Los adultos, que los han dispuesto, son los primeros que se benefician de sus ventajas, pero no se excluye a los niños.

Instruir a los jóvenes es una tarea absorbente que puede movilizar una buena parte del grupo privado. El joven humanista Michele Verini es instruido directamente por su padre y lo es precozmente, con seguridad antes de los siete años. Pero a medida que progresa, crece también el equipo de sus profesores domésticos hasta alcanzar, entre sus diez y sus quince años, la media docena de personas. Su tío Paolo, un médico de alrededor de treinta y cinco años, le enseña los rudimentos de las matemáticas (y la Biblia), enseñanza que completará más tarde el matemático Lorenzo Lorenzi, otro tío suyo. Un eclesiástico y un gramático gobiernan su latín hasta el momento en que, alertados sobre sus cualidades, Cristoforo Landino y Angelo Poliziano aceptan prodigarle sus inestimables consejos; no había cumplido aún quince años. Las lecciones de todos estos maestros tienen lugar fuera de casa, pero también en ella. Y el chico encuentra frases conmovedoras para declarar que los quiere a todos ellos con un inmenso afecto, en razón del paternum officium (oficio paterno) que desempeñan con respecto a él. En su papel de preceptores, estos eminentes personas, casi todos ellos profesores en el studio (universidad) de Florencia, ingresan en un dominio privado. Padres, tíos, aliados, ilustres, todo este equipo doméstico consagra a la instrucción de su pupilo mucho tiempo y mucha atención. Se desplazan, escriben, se consultan entre sí a propósito de su alumno a fin de intercambiar noticias, consejos o proyectos. El entorno de un joven, sobre todo si es brillante, no hace nunca bastante por su porvenir.

Ahora bien, los objetivos de esta formación doméstica no son exclusivamente privados, ni mucho menos. Instruir a un joven es ante todo ponerlo en situación de dominar rápidamente las técnicas de la profesión a la que se dedicará, así como de participar digna y eficazmente en la vida pública. Las familias burguesas comprometen su honor en armar del mejor modo posible a sus hijos para su futura carrera política. Siendo esto así, Palmieri nos advierte que en la educación de los jóvenes no se ha de enseñarles por separado "cómo organizar sus asuntos, cómo conversar con sus conciudadanos y (...) cómo llevar la propia casa (...), sino más bien todo ello conjuntamente en la práctica". En un mundo en el que la familia y el linaje juegan un papel tan determinante en la vida política, la fidelidad a los valores privados que rigen estas parentelas es la clave del éxito político de sus miembros.

Las familias se muestran menos ambiciosas en lo tocante a la educación de las chicas. Aunque en 1338 se advierte ya la presencia de niños de ambos sexos en las escuelas de Florencia se sigue discutiendo apasionadamente la conveniencia de la educación femenina, y muchos moralistas son hostiles a ella. Las mujeres de las clases altas constituyen un caso particular. Sus responsabilidades sociales suponen un cierto nivel cultural. Saben, por tanto, escribir, y aun muy bien; a muchas de ellas les gusta leer; en el siglo XV las más dotadas dominan el latín, y a veces el griego, con el satisfecit de un humanista como Leonardo Bruni. Otro tanto sucede —lectura, escritura, y eventualmente latín— con las futuras religiosas. Pero, fuera de este ambiente privilegiado, la formación fe menina se orienta ante todo con vistas al matrimonio, a los hijos y a las responsabilidades y valores del mundo privado. En sus obras, Consagradas respectivamente al matrimonio y a la educación, Francesco Barbaro (Da ra uxoria, 1416) y Maffeo Veggio (De educatione libarorum, 1440) abundan en este sentido. Como futura madre, futura educadora doméstica de la moral y de la fe, y futuro modelo para sus hijas, la adolescente, según Veggio, ha de "ser educada, mediante santas enseñanzas, a llevar una vida regular, casta, religiosa, y a entregarse constantemente a trabajos femeninos" sólo interrumpidos por la plegaria. Barbaro insiste aún más en la formación práctica; pero la perspectiva de estos dos autores, y de otros muchos, viene a resultar coincidente. Como la dmadre e familia es a sus ojos la auténtica depositaria de los valores privados, es de desear que se consagre por entero a su defensa y a su transmisión. La educación de las jóvenes habrá de concebirse en consecuencia.


Дата добавления: 2021-01-21; просмотров: 70; Мы поможем в написании вашей работы!

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